XI

El barco de Chen Yi tardó una semana en arribar a Shizuishan, en la orilla occidental del Huang He. Los días eran grises y fríos y, en la popa, el agua, que serpenteaba cremosa y cargada de cieno, adquiría el color que daba su nombre al río. Durante un tiempo, una familia de delfines había viajado con ellos antes de que Khasar, nervioso, golpeara a uno con un remo y desaparecieran tan rápido como habían venido. Ho Sa se había formado su propia opinión del capitán del barco y sospechaba que la bodega estaba llena de bienes que no habían pagado impuestos, quizá incluso bienes de lujo por los que le pagarían suculentas cantidades al propietario. No tenía oportunidad de comprobar lo acertado de sus sospechas, porque la tripulación parecía no cansarse nunca de vigilar a los pasajeros. Probablemente habían sido contratados por un rico comerciante y no deberían haber puesto en peligro la carga subiendo pasajeros a bordo. A Ho Sa le daba la impresión de que Chen Yi era un hombre de mucha experiencia que conocía el río mucho mejor que los recaudadores de impuestos del emperador. Más de una vez se habían desviado de la ruta principal por un afluente, describiendo una amplia curva antes de retornar a ella. En la última de esas ocasiones, Ho Sa había divisado la sombra borrosa de una barcaza oficial flotando en medio de la corriente detrás de ellos. Aquella táctica convenía a sus necesidades y no hizo ningún comentario sobre la pérdida de tiempo, aunque dormía con el cuchillo preparado en la manga y con un sueño ligero, despertándose al oír el menor ruido.

Khasar roncaba a un volumen impresionante. Para irritación de Ho Sa, a la tripulación parecía caerle bien y ya le habían enseñado algunas frases que serían de escasa utilidad fuera de un burdel de puerto. Contuvo su rabia mientras miraba cómo Khasar echaba pulsos con tres de los marineros más corpulentos y ganaba un odre de un fuerte vino de arroz que se negó a compartir.

De los tres, era Temuge el que parecía disfrutar menos del apacible viaje. Aunque las aguas del río raramente estaban agitadas, la segunda mañana había vomitado por la borda, lo que le valió los abucheos de la tripulación. Por las noches los mosquitos se cebaban con él y cada mañana exhibía una nueva hilera de manchas rojas en los tobillos. Observaba la festiva camaradería de Khasar con los marineros con una tirante expresión de desaprobación, y no hizo ningún intento por unirse al grupo, a pesar de conocer mucho mejor la lengua que él. Ho Sa estaba deseando que el viaje terminara, pero Shizuishan era sólo una escala para reponer provisiones.

Mucho antes de que la ciudad estuviera a la vista, el río se llenó de pequeñas barcas que cruzaban de orilla a orilla y transportaban los cotilleos y las últimas noticias llegadas de más de mil kilómetros de distancia. Chen Yi no se dirigió a nadie en particular, pero, mientras amarraba su barca a un poste de madera cerca del puerto, todos y cada uno de los botes se fueron aproximando para intercambiar algunas palabras con él. Ho Sa se dio cuenta de que aquel hombrecito era muy conocido en el río. Le hicieron varias preguntas sobre su pasaje, y Ho Sa sostuvo sus miradas curiosas. Sin duda su descripción recorrería todo el curso del río antes de que llegaran siquiera a ver Baotou. Empezó a pensar que toda la empresa estaba condenada al fracaso y desde luego Khasar, que profería terribles insultos a otros capitanes desde la proa, no ayudaba en absoluto. En diferentes circunstancias, podría haberse ganado una paliza o incluso un cuchillo en la garganta, pero Chen Yi se estaba riendo a carcajadas y había algo en la expresión de Khasar que, al parecer, hacía que no resultara ofensivo. En vez de ofenderse, le respondieron con injurias aún peores y Khasar cambió un par de monedas por algo de fruta fresca y de pescado antes de que se pusiera el sol. Ho Sa observó la escena, silencioso y enfadado, y le dio un buen puñetazo a un saco de grano para hacer un hueco en el que apoyar la cabeza y tratar de dormir.

Temuge se despertó al notar que algo había golpeado el costado del bote. El aire de la noche estaba plagado de insectos y él estaba muerto de sueño. Se revolvió somnoliento y le hizo una pregunta a Ho Sa. No recibió respuesta y cuando levantó la cabeza, vio que Ho Sa y su hermano estaban despiertos y tenían la vista clavada en la oscuridad.

—¿Qué pasa? —susurró Temuge. Oyó un crujido y ruidos sordos de gente moviéndose, pero la luna todavía no había salido y se percató de que en realidad había estado dormido muy poco tiempo.

De repente los sorprendió una luz: un miembro de la tripulación retiró las muertecitas de una pequeña lámpara de aceite en la proa. Temuge vio el brazo del hombre iluminado por su luz dorada y, un instante después, la noche estalló en gritos y confusión. Khasar y Ho Sa se desvanecieron en la penumbra y Temuge se puso en pie, paralizado por el miedo. Desde los costados, varios cuerpos oscuros se abalanzaron contra el barco. Buscó a tientas su cuchillo, agachándose detrás de los sacos para que no lo vieran.

Oyó un chillido de dolor proveniente de algún lugar cerca de él y Temuge maldijo en voz alta, convencido de que habían sido descubiertos por los soldados imperiales. Chen Yi empezó a vociferar órdenes a su tripulación y a su alrededor se oyeron gruñidos y jadeos de hombres que luchaban entre sí en una oscuridad casi absoluta. Temuge se acuclilló, aguardando a que lo atacaran. Con los ojos entornados, vio la lamparita dorada balancearse en el aire, dejando una estela que permaneció en su retina. En vez de desaparecer con un silbido en el río, la oyó caer contra la madera. El aceite se derramó con un estallido de luz y Temuge, asustado, dio un grito ahogado.

Alguien había arrojado la lámpara hacia la cubierta de la segunda barca, que se sacudió violentamente cuando los hombres la abandonaron lanzándose por la borda de un salto. Como Chen Yi y su tripulación, la única prenda que tenían los asaltantes era una tira de tela atada a la cintura. Llevaban cuchillos tan largos como sus antebrazos y luchaban emitiendo feroces gruñidos y maldiciones. A sus espaldas, las llamas crecieron alimentándose de la madera seca y Temuge pudo ver los cuerpos sudorosos enzarzados en la pelea, algunos de los cuales exhibían ya oscuros tajos que chorreaban sangre.

Mientras presenciaba la lucha horrorizado, Temuge oyó un sonido que conocía mejor que todos los demás, el del arco de doble curva. Se alzó bruscamente girando la cabeza y vio a Khasar de pie en la proa, disparando flecha tras flecha. Todos los proyectiles dieron en el blanco excepto una saeta, que se perdió en el agua cuando Khasar se agachó para esquivar una daga que volaba en su dirección. Un hombre muerto se desplomó boca abajo junto a Temuge, que se estremeció cuando el impacto le hundió más profundamente las plumas de la flecha en el pecho y la punta asomó por su espalda.

A pesar de Khasar, sus atacantes podrían haberlos reducido si las llamas no hubieran empezado a extenderse por su barco. Temuge vio a algunos de ellos salvar la distancia que separaba ambas embarcaciones de un salto y agarrar varios cubos de cuero. Pero también cayeron bajo las flechas de Khasar antes de poder extinguir el incendio.

Chen Yi cortó las dos gruesas maromas que unían a los dos barcos y se aferró a la barandilla de madera para alejar el otro barco de un fuerte empujón con las piernas. La embarcación empezó a deslizarse sobre las aguas negras sin control y Temuge vio numerosas sombras humanas luchando para sofocar las llamas que devoraban el barco. Pero era demasiado tarde y, en la distancia, se oyó el sonoro ruido de sus cuerpos al lanzarse al agua para salvarse.

El fuego tenía su propio sonido, un rugido que tosía y escupía y que fue amortiguándose a medida que la corriente se llevaba el barco incendiado río abajo. Una delgada lengua de chispas se elevó en la oscuridad, más alta que una vela. Por fin, Temuge se levantó, con el corazón palpitante. Dio un respingo cuando alguien se aproximó a él, pero era Ho Sa, que apestaba a humo y a sangre.

—¿Estás herido? —preguntó Ho Sa.

Temuge negó con la cabeza antes de darse cuenta de que, tras haber estado mirando a las llamas, su compañero no podía verlo en esa oscuridad.

—Estoy bien —murmuró Temuge—. ¿Quiénes eran ésos?

—Ratas de río, quizá, tratando de hacerse con lo que sea que Chen Yi guarde en su bodega. Criminales.

Se quedó callado cuando la voz de Chen Yi resonó en la oscuridad y la vela volvió a elevarse contra el viento. Temuge escuchó el siseo del agua: se alejaban de los puertos de Shizuishan y se adentraban en la parte más honda del canal. A otra orden de Chen Yi, la tripulación guardó silencio y la embarcación se deslizó sin ser vista a través de las aguas.

Tras lo que pareció un siglo, la luna se alzó en el cielo, pero sólo estaba en cuarto creciente y su luz teñía de plata el río, dibujando las sombras de los supervivientes. Dos de los hombres de Chen Yi habían fallecido en la lucha y Temuge observó cómo los tiraban al agua desde la popa sin ningún tipo de ceremonia.

Chen Yi había retornado con Khasar para supervisar la tarea e hizo una inclinación de cabeza al ver a Temuge, con una expresión que resultaba ilegible en la penumbra. Temuge lo vio regresar a su puesto junto a la vela, pero a mitad de camino se detuvo, había tomado una decisión. Se paró delante de la silueta de Khasar y alzó la vista hacia él.

—Este mercader tuyo no es un seguidor del Islam —le dijo Chen Yi a Ho Sa—. Los musulmanes rezan continuamente y a éste no lo he visto ponerse de rodillas ni una sola vez.

Ho Sa se puso tenso mientras esperaba a que el capitán continuara hablando.

Chen Yi se encogió de hombros.

—Pero sabe luchar, como me dijiste. Puedo estar ciego durante la noche y durante el día, ¿comprendes?

—Comprendo —respondió Ho Sa. Chen Yi alargó la mano y palmeó a Khasar en el hombro. Imitó el sonido del arco con la boca, claramente satisfecho.

—¿Quiénes eran? —inquirió Ho Sa con suavidad.

Chen Yi se quedó callado unos instantes, considerando su respuesta.

—Unos idiotas y, ahora, unos idiotas muertos. No es asunto tuyo.

—Eso depende de si nos atacan otra vez antes de llegar a Baotou —contestó Ho Sa.

—Nadie conoce su destino, comerciante soldado, pero no creo que eso vaya a suceder. Han tenido una oportunidad para robamos y la han desperdiciado. No nos cogerán una segunda vez. —Volvió a imitar el sonido del arco de Khasar y esbozó una ancha sonrisa.

—¿Qué es eso que guardáis en la bodega que querían robar? —preguntó Temuge de pronto. Había preparado las palabras con cuidado, pero aún así a Chen Yi los sonidos que emitió le resultaron extraños. Temuge estaba a punto de probar de nuevo cuando el hombrecillo respondió.

—Esos hombres eran curiosos y ahora están muertos. ¿Tú también eres curioso?

Temuge comprendió y se sonrojó, invisible en la oscuridad. Meneó la cabeza.

—No, no lo soy —replicó, mirando hacia otro lado.

—Tienes suerte de contar con amigos que luchen por ti —añadió Chai Yi—. No te he visto moverte durante el asalto. —Soltó una risita burlona y Temuge frunció el ceño. A pesar de no entender todas las palabras, había captado el tono despectivo de su voz, pero Chen Yi se giró hacia Khasar antes de darle ocasión de formular una respuesta y agarró a su hermano del brazo—. Tú. Meado de camello —dijo—, ¿quieres un trago? —Temuge vio los blancos dientes de su hermano cuando éste reconoció el nombre del licor. Chen Yi se lo llevo a la proa para brindar por la victoria. Para Ho Sa y Temuge, de pie uno al lado del otro, la tensión no se disipó.

—No estamos aquí para pelear contra piratas del río —dijo finalmente Temuge—. Con un cuchillo nada más, ¿qué podía haber hecho?

—Duerme un poco, si puedes —respondió Ho Sa, con aspereza—. No creo que vayamos a hacer ninguna otra parada durante varios días.

Hacía un hermoso día de invierno en las montañas. Gengis había cabalgado con su esposa y sus hijos hasta un río que conocía de su infancia, lejos del campamento de las tribus. Jochi y Chagatai montaban sus propios ponis, mientras que Borte conducía a su montura con Ogedai y Tolui encaramados junto a ella en la silla.

Cuando se alejaron de los demás, Gengis se sintió más alegre. Conocía la tierra que pisaba su yegua y se había sorprendido al notar la oleada de emociones que le invadió el primer día de su llegada desde el desierto. Siempre había sabido que estaba atado a esas montañas, pero había comprobado asombrado que sentir la hierba de su infancia bajo los pies había hecho brotar lágrimas de sus ojos, de las que se deshizo enseguida, parpadeando.

Cuando era pequeño, una excursión así siempre había incluido un componente de peligro. Podía toparse con algún nómada solitario o con unos ladrones vagando por las colinas cerca del arroyo. Quizá todavía quedaran algunos que no se hubiesen unido a ellos en su viaje hacia el sur, pero una nación entera aguardaba sus órdenes en el cercano campamento y en las colinas ya no había rebaños ni pastores.

Desmontó con una sonrisa en los labios y observó satisfecho cómo Jochi y Chagatai ataban las riendas de sus monturas a unos arbustos. Las aguas poco profundas del río discurrían veloces a los pies de una empinada colina. Algunos fragmentos irregulares de hielo que se habían desgajado de las cumbres eran arrastrados por la corriente. Gengis alzó la vista hacia aquellas laderas, recordando a su padre y cómo había escalado la colina roja para conseguir águilas para él. Yesugei le había traído a ese mismo lugar y Gengis no había notado ninguna alegría en él, aunque tal vez la hubiese ocultado. Decidió no dejar que sus hijos vieran el inmenso placer que le producía haber regresado a esos valles y bosques que conocía tan bien.

Mientras ayudaba a bajar al suelo a sus dos pequeños y descendía ella misma, Borte no sonrió. Había habido pocas conversaciones fluidas entre ellos dos desde que se casara con la hija del rey Xi Xia y Gengis sabía que se habría enterado de sus visitas nocturnas a la ger de la joven. Borte no lo había mencionado, pero había una tirantez alrededor de su boca que parecía hacerse más profunda cada día. No pudo evitar compararla con Chakahai mientras se estiraba bajo la sombra de los árboles que inclinaban sus copas sobre el río ensombreciendo las aguas. Borte era alta, nervuda y fuerte; la joven Xi Xia era suave y flexible. Suspiró. Ambas podían despertar su deseo con la caricia adecuada, pero sólo una de ellas parecía querer hacerlo. Había pasado muchas noches con su nueva esposa mientras Borte se quedaba sola. Tal vez por eso había organizado ese viaje lejos de los guerreros y las familias, lejos de los ojos que siempre observaban y de los chismorreos que fluían como lluvia de abril.

Su mirada recayó en Jochi y Chagatai, que se acercaron a la orilla del arroyo y contemplaron el discurrir del agua. Independientemente de cómo marchara la relación con su madre, no podía dejar que los chicos llegaran a adultos sin su supervisión ni permitir que fuera su madre quien los guiara. Recordaba muy bien la influencia que había ejercido Hoelun sobre su hermano Temuge y cómo había hecho de él un hombre débil.

Se dirigió hacia sus dos hijos mayores con amplias zancadas y reprimió el escalofrío que sintió al pensar en entrar en el agua helada. Evocó la ocasión en que había tenido que esconderse de sus enemigos en un lugar así, y recordó cómo se le entumeció el cuerpo hasta quedar inútil mientras la vida iba escapándosele poco a poco. Sin embargo, había sobrevivido y la experiencia lo había hecho más fuerte.

—Acerca a los otros dos —le pidió a Borte—. Quiero que me escuchen aunque sean demasiado pequeños para meterse. —Vio que Jochi y Chagatai cruzaban una mirada inquieta al confirmarse cuál era su intención. A ninguno de los dos les hacía ni pizca de gracia meterse en el gélido río. Jochi levantó la vista hacia Gengis con la misma mirada vacía e inquisitiva de siempre. De algún modo, esa mirada le puso de mal humor y retiró la vista cuando Borte trajo a Tolui y a Ogedai junto a la margen del arroyo.

Gengis notó los ojos de Borte posarse sobre él y aguardó hasta que se hubo alejado para sentarse junto a los ponis. Aunque desde allí siguió observándolos, al menos los chicos no se volverían hacia ella en busca de ayuda. Tenían que sentirse solos para probarse a sí mismos y para que él pudiera identificar sus fortalezas y sus debilidades. Se percató de que estaban nerviosos a su lado y se recriminó por todo el tiempo que había pasado separado de ellos. ¿Cuánto tiempo hacía desde que se atreviera a desafiar las hostiles miradas de su madre para jugar con alguno de ellos? Él recordaba a su propio padre con cariño pero ¿cómo le recordarían ellos? Se obligó a desterrar esos pensamientos de su mente y rememoró las palabras que pronunció su padre en ese mismo lugar, tantos años atrás.

—Habréis oído hablar de la expresión impasible del guerrero —le dijo a los chicos—. La expresión que adopta para no revelar nada a sus enemigos. Nace de una fuerza que no tiene nada que ver con los músculos o con lo hábil que seas tensando un arco. Es la dignidad esencial que significa que al enfrentarte a la muerte no sientes más que desprecio. Su secreto reside en que es más que una simple máscara. Aprender a adoptar esa expresión hace brotar la calma interior, gracias a la cual vencemos el miedo y nos hacemos con el control de nuestra propia carne.

Con unos pocos movimientos, se deshizo de la faja que sujetaba su deel y se quitó los pantalones y las botas, quedándose desnudo frente a la orilla. Su cuerpo estaba surcado de antiguas cicatrices y tenía el pecho más blanco que los brazos y las piernas, que estaban morenos y curtidos. Se enderezó sin ninguna vergüenza delante de ellos antes de caminar hacia el helado torrente, sintiendo que su escroto se encogía al tocar el agua.

Al sumergirse en el agua, se le agarrotaron los pulmones y cada inspiración le costaba un gran esfuerzo. Su rostro no dejaba traslucir nada y miró a sus hijos sin expresión antes de meter la cabeza bajo el agua. A continuación, se echó hacia atrás y se quedó allí medio flotando, con las manos tocando los guijarros del lecho del río.

Los cuatro niños lo observaban fascinados. Su padre parecía estar completamente a sus anchas en el agua helada, y mantenía la cara tan calmada como antes. Pero su mirada conservaba su ferocidad y no pudieron sostenerla mucho tiempo.

Jochi y Chagatai intercambiaron una mirada, retándose el uno al otro. Jochi se encogió de hombros, se desnudó sin timidez, entró con amplias zancadas en el agua y se zambulló en el río. Gengis lo vio temblar de frío, pero el musculoso chico se volvió y le lanzó una mirada hostil a Chagatai, como si lo desafiara, aguardando. Apenas parecía ser consciente de la presencia de su padre o de la lección que pretendía darle.

Chagatai resopló desdeñoso, y empezó a quitarse la ropa. Con seis años, Ogedai era mucho más pequeño que sus hermanos. Él también empezó a desnudarse y Gengis vio que su madre se ponía en pie para llamarlo.

—Deja que se meta, Borte —dijo. Él vigilaría para impedir que su tercer hijo se ahogara, aunque no lo tranquilizaría diciéndolo en voz alta. El rostro de Borte se crispó de miedo cuando vio a Ogedai entrar en el agua sólo un paso por detrás de Chagatai. Eso dejó a Tolui solo y abatido en la orilla. Con enorme esfuerzo, él también comenzó a quitarse el deel. Gengis se rió, complacido ante esa demostración de valor. Habló antes de que Borte pudiera interferir.

—Tú no, Tolui. Quizá al año que viene, pero hoy no. Quédate ahí y escucha.

El alivio se reflejó claramente en el rostro del pequeño mientras se volvía a atar la tira en torno a la cintura con un pulcro nudo. Respondió a la sonrisa de su padre con otra y Gengis le guiñó el ojo, haciéndole sonreír de oreja a oreja.

Jochi había elegido una poza al borde del río donde el agua se remansaba. Miró a su padre con todo el cuerpo, excepto la cabeza, completamente sumergido y, mientras su padre hablaba a Tolui, logró controlar su respiración. Tenía la mandíbula apretada para reducir el castañeteo de sus dientes y los ojos destacaban en su rostro muy abiertos y oscuros. Como había hecho otras mil veces antes, Gengis se preguntó si era el padre de ese chico. Al no saberlo a ciencia cierta, había una barrera que le impedía sentir afecto por él. A veces, la barrera entre ellos se tambaleaba, porque Jochi estaba creciendo alto y fuerte, pero Gengis seguía preguntándose si los rasgos que tenía ante sí eran los del violador tártaro, los del hombre cuyo corazón había devorado en venganza. Era difícil amar una cara con esos ojos tan oscuros cuando los suyos propios tenían el color amarillo de los del lobo.

Chagatai era tan claramente hijo suyo que la comparación era dolorosa. Cuando se metió en el agua, el frío acentuó el tono pálido de sus ojos y Gengis tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su afecto o arruinaría ese momento. Se obligó a respirar profunda y lentamente.

—En un agua tan fría, un niño puede quedarse dormido cuando su corazón ha latido seiscientas o setecientas veces. Hasta un hombre adulto puede perder el sentido si permanece sumergido un poco más de tiempo. Tu cuerpo empieza a morir comenzando por las manos y los pies. Sentiréis cómo se entumecen y se vuelven inútiles. Empiezas a pensar muy despacio y, si te quedas dentro del agua demasiado tiempo, ya no tendrás la energía o la voluntad para volver a salir. —Se detuvo un momento y los observó. Los labios de Jochi se habían puesto azules y todavía no había emitido ningún sonido. Chagatai parecía estar luchando contra el frío agitando los brazos y las piernas bajo el agua. Gengis vigilaba sobre todo a Ogedai, que trataba de remedar a sus hermanos mayores. El esfuerzo era demasiado grande para él y Gengis oyó el fuerte castañeteo de sus dientes. No podía mantenerlos allí mucho tiempo más y se planteó decirle a Ogedai que regresara a la orilla. No, su padre no lo había hecho, aunque el pequeño Temuge se había desmayado hacia el final y casi se ahoga.

—No me dejéis saber nada de lo que sentís —les dijo—. Quiero ver la expresión impasible que le mostraréis a los enemigos que os provoquen. Recordad que ellos también tienen miedo. Si alguna vez os habéis preguntado si erais el único cobarde en un mundo de guerreros, sabed que ellos también sienten lo mismo que vosotros, hasta el último hombre. Sabiéndolo, podéis ocultar vuestro propio miedo y avasallarlos con la mirada. —Los tres chicos se esforzaron en hacer desaparecer el miedo y el dolor de sus caras y, desde la orilla, el pequeño Tolui los imitó muy concentrado—. Respirad suavemente por la nariz para ralentizar los latidos de vuestro corazón. Vuestra carne es débil, pero no debéis escuchar sus gritos de ayuda. He visto a un hombre clavarse un cuchillo en la propia carne sin que brotara una sola gota de sangre. Dejad que esa fuerza entre en vosotros y respirad. No me mostréis nada y vaciaos.

Jochi comprendió enseguida lo que les decía y su aliento jadeante se ralentizó y alargó en una perfecta imitación del de su padre. Gengis hizo caso omiso de él y observó los esfuerzos de Chagatai por controlarse. Por fin lo logró, poco antes del momento en el que Gengis sabía que debía concluir el ejercicio antes de que se desmayaran en el agua.

—Vuestro cuerpo es como cualquier otro animal a vuestro cuidado —les dijo—. Clamará pidiendo comida y agua, calor y el alivio de su dolor. Conseguid la expresión impasible del guerrero y seréis capaces de hacer caso omiso de sus gritos.

Los tres muchachos se habían quedado entumecidos y Gengis decidió que ya era hora de sacarlos del agua. Suponía que tendría que cogerlos en brazos para dejarlos en la orilla y se puso en pie para agarrar al primero de ellos, pero Jochi se puso en pie por sí solo, con el cuerpo salpicado de manchas rosadas de sangre bajo la piel. Los ojos del pequeño no se separaron de los de su padre mientras Gengis tocó con una mano el brazo de Chagatai, sin querer levantarlo él después de que Jochi se las hubiera arreglado solo.

Chagatai se agitó adormilado, con la mirada vidriosa. Miró a Jochi, y al verlo de pie, cerró la boca y se levantó con esfuerzo, pero se resbaló en el blando fango bajo la superficie del agua. Gengis percibió la animosidad entre ambos chicos y no pudo evitar recordar a Bekter; el hermano al que había matado tantos años atrás.

Ogedai no podía ponerse en pie por sí solo y los fuertes brazos de su padre lo devolvieron a la ribera para que se secara al sol. Gengis salió del arroyo con grandes zancadas y, mientras el agua resbalaba a chorros por su piel, sintió cómo la vida retomaba a sus miembros con un torrente de energía. Jochi y Chagatai se acercaron a él, dando pequeños gritos ahogados a medida que se les iban despertando manos y pies. Se percataron de que su padre seguía observándolos, y ambos comprendieron lo que deseaba y trataron de controlar sus cuerpos otra vez. Las manos les temblaban violentamente, pero se enderezaron bajo los rayos del sol y lo miraron, sin atreverse a hablar para que sus mandíbulas no empezaran a tiritar.

—¿Os ha matado? —les preguntó Gengis.

Yesugei les había hecho la misma pregunta y Khasar había respondido «Casi», haciendo que su padre estallara en carcajadas. Sus propios hijos no dijeron nada y se dio cuenta de que no tenía con ellos el mismo tipo de amistad que le había unido a Yesugei. Pasaría más tiempo con ellos, se prometió. La princesa Xi Xia era como un fuego que le encendía la sangre, pero intentaría no responder a esa llamada tan a menudo mientras los chicos se hacían hombres.

—Vuestro cuerpo no os gobierna —dijo, tanto para sí mismo como para ellos—. Es una bestia estúpida que no sabe nada de las cosas de los hombres. Es sólo el carro que os transporta. Vosotros lo controláis con vuestra voluntad y con el aliento que os atraviesa la nariz, cuando os pide que supliquéis como un perro. Cuando recibáis una flecha durante la batalla y el dolor sea abrumador os desharéis de él y, antes de caer, daréis muerte a vuestros enemigos.

Alzó la vista hacia la ladera, hacia los recuerdos de días tan inocentes y lejanos que apenas podía soportar evocarlos.

—Ahora llenaos la boca de agua y corred hasta la cumbre de esta colina y volved. Cuando regreséis, escupid el agua para demostrarme que habéis respirado como es debido. El primero que llegue aquí, comerá. Los demás se quedarán con hambre.

No era una prueba justa. Jochi era mayor y, a esa edad, incluso un solo año contaba. Gengis fingió no darse cuenta mientras los chicos cruzaban una mirada, considerando quién tenía más posibilidades de ganar. Bekter también había sido mayor entonces, pero Gengis había dejado atrás a su hermano, que se quedó jadeando en la ladera. Confiaba en que Chagatai hiciera lo mismo.

Chagatai se lanzó al agua sin previo aviso, zambulléndose con una gran salpicadura y metiendo la cara en la superficie para absorber un trago de agua. Ogedai iba sólo unos pasos por detrás. Gengis recordó cómo el agua se templó y espesó en su boca. Paladeó su sabor junto con los recuerdos.

Jochi no se había movido y Gengis se giró con expresión inquisitiva.

—¿Por qué no los sigues? —preguntó.

Jochi se encogió de hombros.

—Puedo vencerlos —dijo—. Ya lo sé.

Gengis se le quedó mirando fijamente, notando una rebeldía que no podía comprender. Ninguno de los hijos de Yesugei se había negado a realizar la tarea. El niño que Gengis fue había disfrutado de la oportunidad de humillar a Bekter. No conseguía entender a Jochi y sintió que perdía los estribos. Sus otros hijos estaban ya subiendo con esfuerzo la colina, cada vez más pequeños en la distancia.

—Tienes miedo —murmuró Gengis, aunque sólo lo dijo para ver si acertaba.

—No tengo miedo —respondió Jochi sin vehemencia mientras se agachaba para recoger su ropa—. ¿Me querrás más si los venzo? —Por primera vez, su voz tembló, atravesada de una honda emoción—. Yo creo que no.

Gengis miró al muchacho, estupefacto. Ninguno de los hijos de Yesugei habría osado hablarle de ese modo. ¿Cómo habría respondido su padre? Hizo una mueca al recordar las manos de Yesugei sujetándole con fuerza. Su padre no lo habría permitido. Durante un instante; consideró darle un buen coscorrón para que entrara en razón, pero entonces se percató de que eso era lo que Jochi estaba esperando y que se había puesto tenso para recibir el golpe. El impulso murió antes de haber nacido.

—Me sentiría orgulloso de ti —le contestó Gengis.

Jochi tembló, pero no de frío.

—Entonces, hoy correré —dijo. Su padre lo miró sin entender mientras tomaba un trago de agua del río y echaba a correr con rapidez y seguridad por el terreno irregular tras sus hermanos.

Cuando todo volvió a quedar en calma, Gengis llevó al pequeño Tolui hasta donde Borte aguardaba, sentada junto a los ponis. Su expresión era impenetrable y no lo miró a los ojos.

—Pasaré más tiempo con ellos —le aseguró, intentando comprender todavía qué había pasado con Jochi.

Borte alzó la vista y, por un momento, su rostro se suavizo al notar la confusión de su marido.

—No hay nada que desee más en este mundo que lo aceptes como a tus demás hijos —espetó.

Gengis resopló.

—Pero si lo acepto. ¿Cuándo lo he rechazado?

Borte se puso en pie para mirarlo a la cara.

—¿Cuándo le has cogido en tus brazos? ¿Cuándo le has dicho lo orgulloso que estás de él? ¿Crees que no ha oído los cuchicheos de los otros chicos? ¿Cuándo has mandado callar a esos idiotas con una muestra de afecto?

—No quería que se ablandara —respondió, preocupado. No sabía que había sido tan evidente y, por un momento, fue consciente de la dura vida a la que había obligado a vivir a Jochi. Sacudió la cabeza para despejarse. Su propia vida había sido más difícil aún y no podía amar al chico aunque se lo propusiese. Con cada nuevo año que pasaba, veía menos de sí mismo en esos ojos oscuros.

La risa de Borte interrumpió sus pensamientos. Pero no fue un sonido agradable.

—Lo peor es que es tan obviamente hijo tuyo, más que ninguno de los otros. Y, sin embargo, no eres capaz de verlo. Tiene la voluntad para enfrentarse a su propio padre, pero tú estás ciego. —Escupió en la hierba—. Si Chagatai hubiera hecho lo mismo, estarías sonriendo y diciéndome que el niño tiene el valor de su abuelo.

—Ya basta —ordenó Gengis en voz baja, harto de su voz y de sus críticas. El día se había estropeado, se había convertido en una burla de la alegría y la sensación de triunfo que recordaba cuando había llegado a aquel lugar con su propio padre y sus hermanos.

Borte lo fulminó con la mirada al notar su hosca expresión.

—Si vence a Chagatai en la carrera de la colina, ¿cómo reaccionarás? —le preguntó.

Soltó una maldición, con un humor tan agrio como la leche rancia. No se había planteado siquiera que Jochi pudiera ganar ya y supo que, si lo hacía, no abrazaría al chico con Borte mirando. Los pensamientos se agolparon sin control en su mente y se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de cómo iba a reaccionar si el muchacho conseguía llegar el primero a pesar de todo.

Temuge escuchó los gruñidos de Khasar con una expresión furiosa. Su hermano se había ganado la benevolencia de la tripulación por su respuesta al ataque. En los días posteriores a la terrible escena vivida en la oscuridad, Chen Yi hizo participar de forma regular al guerrero mongol en los momentos de camaradería del barco. Khasar había aprendido muchas expresiones en su lengua y, por las noches, compartía las raciones del fuerte licor que bebían y las bolas de arroz y gambas. El capitán del barco también parecía haberse ganado la simpatía de Ho Sa, mientras que Temuge permanecía resueltamente apartado. No le sorprendía ver a Khasar comportarse como un animal con los demás. Su perspicacia era muy limitada y Temuge deseó que su hermano pudiera darse cuenta de que no era más que un arquero enviado para proteger a su hermano menor. Al menos, Gengis sabía lo valioso que Temuge podía ser para él.

La noche antes de partir hacia el río, Gengis había hecho llamar a Temuge y le había pedido que recordara todos y cada uno de los detalles de los muros de Baotou, todas las características de las defensas. Si no regresaba con los mamposteros que habían construido la ciudad, sus conocimientos podrían ser todo lo que tuvieran para iniciar la campaña estival. Gengis confiaba en la memoria y la aguda inteligencia de Temuge, que a Khasar evidentemente le faltaba. Frustrado, Temuge había recordado la urgencia de su hermano al pasar junto a una barca con dos miembros femeninos en la tripulación y ver cómo Khasar agitaba un par de monedas de plata ante ellas, invitándolas a subir al barco.

En el barco no había ningún tipo de intimidad y Temuge tuvo que quedarse mirando fijamente hacia el agua para no tener que ver a las dos jóvenes desnudarse, recorrer a nado la distancia que los separaba y llegar brillantes y temblorosas a bordo de su barco. Chen Yi había tirado el ancla a las profundas aguas para que las mujeres pudieran regresar cuando la tripulación hubiera terminado con ellas.

Temuge cerró los ojos al oír los pequeños chillidos que daba la segunda de las mujeres. Era ágil y de pechos pequeños, joven y atractiva, aunque no había mirado hacia él cuando aceptó la moneda de Khasar. Los sonidos que emitía sólo se interrumpieron cuando los envites de Khasar le hicieron abrir la mano un momento y la moneda salió rodando: la tripulación se echó a reír cuando la chica se lo quitó de encima de un empujón y salió a gatas detrás del dinero. Temuge observaba por el rabillo del ojo cómo Khasar aprovechaba su oportunidad y las risitas de la chica le hicieron maldecir entre dientes. ¿Qué pensaría Gengis de ese retraso en sus planes? Les habían encomendado una tarea de la máxima importancia para las tribus. Gengis lo había dejado bien claro. Sin saber cómo penetrar en las ciudades amuralladas de los Chin, los soldados imperiales nunca serían derrotados. Temuge se enfureció al recordarlo mientras esperaba a que Khasar terminara por segunda vez. Estaban desperdiciando todo el día pero sabía que si decía algo, su hermano se burlaría de él delante de los marineros. Temuge hervía de humillación en silencio. Aunque Khasar parecía haberlo olvidado, él recordaba muy bien por qué estaban allí.

Se estaba haciendo de noche cuando Borte vio que Jochi regresaba atravesando el río al frente de sus hermanos. Sus pies desnudos aún sangraban por la carrera cuando se detuvo ante ella, con el pecho palpitante. A Borte se le rompió el corazón al ver al chico buscando en vano a su padre con la mirada. Algo murió dentro de él cuando se dio cuenta de que Gengis no estaba allí. Escupió el agua de la boca y jadeó ruidosamente en el silencio del atardecer.

—Han venido a buscar a tu padre del campamento —mintió Borte, pero Jochi no la creyó. Su madre notó su dolor y ocultó la rabia que sentía contra su marido y contra ella misma por haberse peleado con él.

—Habrá ido a buscar a su nueva esposa, la extranjera —dijo Jochi de pronto. Borte se mordió el labio, sin responder. También en eso había perdido al hombre con el que se había casado. Con su hijo mayor confuso y herido frente a ella, era fácil odiar a Gengis por su egoísta ceguera. Decidió entrar en la ger de la mujer Xi Xia si no lo encontraba en otro sitio. Quizá ya no le importara su esposa, pero sí sus hijos y utilizaría eso para recuperarlo.

Chagatai y Ogedai llegaron tropezándose en la oscuridad y ambos escupieron el trago de agua como les había dicho su padre Sin su padre allí para presenciarla, la victoria estaba vacía y sus rostros asumieron una expresión perdida.

—Le contaré lo bien que corristeis —dijo Borte, con los ojos brillantes de lágrimas.

Pero eso no les bastaba y los niños subieron a sus caballos para emprender el regreso a casa silenciosos y heridos.