Los tres jinetes se acercaron a la orilla del oscuro río y, mientras sus ponis bebían, desmontaron. Una pesada luna flotaba baja sobre las colinas y arrojaba una luz gris que iluminaba la amplia extensión de agua. Brillaba lo suficiente como para crear negras sombras tras ellos, que contemplaban las siluetas de varios botes que se balanceaban y crujían en la noche, anclados en la ribera.
Khasar sacó una bolsa de lino de debajo de la silla de montar. La larga jornada a caballo había ablandado la carne que guardaba en su interior y hundió la mano en la fibrosa masa, extrayendo un trozo y metiéndoselo en la boca. Olía a rancio, pero estaba hambriento y lo masticó sin darle importancia mientras observaba a sus compañeros. Temuge estaba tan fatigado que se tambaleaba un poco al lado de su hermano, con los párpados caídos por falta de sueño.
—Los barqueros se mantienen a distancia de la orilla por la noche —murmuró Ho Sa—. Recelan de los bandidos que atacan en la oscuridad y habrán oído hablar de vuestro ejército en el oeste. Deberíamos encontrar un lugar donde dormir y continuar por la mañana.
—Todavía no entiendo por qué quieres llegar a Baotou por río —dijo Khasar. Ho Sa se tragó su ira. Se lo había explicado una docena de veces desde que abandonaron a las tribus, pero era evidente que el apego del guerrero mongol a su poni era difícil de superar.
—Nos han dicho que no debemos llamar la atención, entrar en Baotou como mercaderes o peregrinos —contestó, sin perder la calma—. Los mercaderes no entran a caballo en la ciudad como la nobleza Chin y los peregrinos no poseen ni un solo caballo entre todos.
—Pero sería más rápido —replicó Khasar, tozudo—. Si el mapa que vi era preciso, podríamos atravesar el arco del río y estar allí en pocos días.
—Y también lograr que se enteraran todos los campesinos en sus tierras y todos los viajeros en los caminos —espetó Ho Sa. Sintió que Khasar se estiraba, ofendido por el tono que había empleado, pero llevaba ya mucho tiempo soportando sus quejas—. No creo que a tu hermano le guste la idea de cabalgar mil li a campo abierto.
Khasar resopló, pero quien respondió fue Temuge.
—Tiene razón, hermano. Este gran río nos llevará al norte, a Baotou, y nos perderemos entre las masas de viajeros. No quiero que tengamos que hacer frente a los suspicaces soldados Chin para entrar.
Khasar prefirió no responder antes de perder los estribos. Al principio, la idea de colarse entre los Chin le había parecido emocionante, pero Temuge cabalgaba como una vieja con las articulaciones hinchadas y no era compañía adecuada para un guerrero. Ho Sa era algo mejor, pero, ahora que Gengis estaba lejos, la furia que le producía la tarea encomendada lo había transformado en un compañero muy hosco. Era todavía peor cuando Temuge hacía que Ho Sa hablara en esa lengua de cloqueo de gallinas y Khasar no podía intervenir. Le había pedido a Ho Sa que le enseñara algunas maldiciones e insultos, pero lo único que había hecho era lanzarle una mirada iracunda. Lejos de ser una aventura, el viaje se estaba convirtiendo en un concurso de peleas y quería que acabara lo antes posible. Cuando pensaba en tener que deslizarse lentamente en uno de esos sombríos botes se deprimía aún más.
—Podríamos hacer que los caballos cruzaran a nado esta noche, y luego… —empezó a decir.
Ho Sa emitió un sonoro suspiro irritado.
—¡Se lo llevaría la corriente! —exclamó—. Es el río Amarillo, mide todo un li de una orilla a otra y ésta es una zona estrecha. No es uno de vuestros arroyuelos mongoles. Aquí no hay balsas y para cuando hubiéramos llegado a Shizuishan para conseguir una plaza en una, ya habrían dado parte de nuestro progreso. Los Chin no son idiotas, Khasar. Tendrán espías guardando las fronteras. Tres hombres a caballo es algo demasiado interesante para no notarlo.
Khasar resopló mientras se metía otro trozo de cordero viejo en el carrillo y empezaba a chuparlo.
—El río no es tan ancho —insistió—. Podría clavar una flecha en el otro lado.
—No, no podrías —replicó Ho Sa al instante. Apretó los puños al ver que Khasar alargaba la mano hacia su arco—. Y no podríamos verla aterrizar con esta oscuridad.
—Pues entonces te lo demostraré por la mañana —contestó Khasar.
—Y eso ¿en qué nos iba a ayudar? —preguntó exasperado Ho Sa—. ¿Tú crees que los barqueros pasarían por alto a un arquero mongol arrojando flechas por encima del río? Pero ¿por qué te elegiría tu hermano para esta tarea?
Khasar dejó caer la mano que estaba a punto de agarrar el arco. Se volvió a mirar a Ho Sa bajo la luz de la luna. La verdad es que él mismo también se lo había preguntado, pero jamás lo admitiría delante de Ho Sa o de su estudioso hermano.
—Para proteger a Temuge, me imagino —dijo—. Está aquí para aprender la lengua de los Chin y asegurarse de que no nos traiciones cuando lleguemos a la ciudad. Tú estás aquí sólo para hablar algo que ya has demostrado suficientes veces hoy. Si nos atacan los soldados Chin, mi arco será más valioso que tu boca.
Ho Sa suspiró. No había sido su intención sacar el tema, pero le estaba costando controlar su genio y él también estaba agotado.
—Tendrás que dejar el arco aquí. Puedes enterrarlo en el fango del río antes del alba.
Al oírlo, Khasar se quedó mudo. Antes de tener ocasión de empezar a expresar su indignación, Temuge, que había visto cómo daba un respingo, posó una mano tranquilizadora en su hombro.
—Él conoce a esa gente, hermano, y hasta ahora ha cumplido su palabra. Debemos ir por el río y tu arco despertaría sospechas de inmediato. Tenemos bronce y plata para comprar mercancías por el camino para tener algo con lo que negociar en Baotou. Unos mercaderes nunca llevarían un arco mongol.
—Podríamos simular que vamos a venderlo —aventuró Khasar. En la penumbra, apoyó la mano sobre su arco, por donde estaba atado a su silla, como si tocarlo le confortara—. Soltaré a mi poni, de acuerdo, pero no voy a renunciar a mi arco, ni por todos los viajes secretos por el río. No me pongáis a prueba en este asunto, mi respuesta será la misma digáis lo que digáis.
Ho Sa empezó a discutir de nuevo, pero Temuge sacudió la cabeza, harto de los dos.
—Déjalo estar, Ho Sa —dijo—. Envolveré el arco en un trozo de tela y puede que nadie se dé cuenta. —Retiró la mano del hombro de Khasar y se alejó para liberar a su poni de la carga de la silla y las riendas. Llevaría su tiempo enterrarlas y no podía arriesgarse a quedarse dormido antes de haberlo hecho. Se volvió a preguntar por qué Gengis le habría elegido a él para acompañar a los dos guerreros. Había otros hombres en el campamento que hablaban la lengua de los Chin, como Barchuk de los uighurs, por ejemplo. Aunque quizá Barchuk fuera demasiado viejo, se dijo Temuge. Suspiró mientras desanudaba las cuerdas de su montura. Conociendo a su hermano como lo conocía, Temuge sospechaba que Gengis todavía albergaba esperanzas de hacer de él un guerrero. Kokchu le había mostrado un camino diferente y deseó que su maestro estuviera a su lado para ayudarlo a meditar antes de dormir.
Mientras dirigía el poni hacia la oscuridad de los árboles del río, Temuge oyó que sus compañeros reanudaban la pelea en agresivos susurros. Se preguntó si tenían alguna oportunidad de sobrevivir a ese viaje a la ciudad de Baotou. Cuando hubo enterrado la silla, ya tumbado, se esforzó en no pensar en esas voces crispadas mientras repetía las frases que Kokchu le había enseñado para apaciguarse. No lo tranquilizaron, pero el sueño llegó mientras estaba esperando a calmarse.
Por la mañana, Ho Sa levantó el brazo para llamar a otro bote que viraba contra el viento para navegar río arriba. El gesto había sido ignorado nueve veces, aunque sostenía en alto un monedero de cuero lleno de monedas y hacía tintinear su contenido. Los tres suspiraron aliviados cuando la última barca surcó las aguas hacia ellos. A bordo, seis rostros bronceados miraban con expresión desconfiada en su dirección.
—No les digáis nada —murmuró Ho Sa a Temuge, mientras aguardaban en el lodo a que la barca se acercara más. Tanto él como los dos hermanos llevaban unas simples túnicas con un cinturón que no les resultarían demasiado extrañas a los navegantes del río. Sobre un hombro, Khasar llevaba un rollo de tela de alforja que contenía su arco y su funda de cuero, junto con un carcaj lleno. Era la primera vez que veía un bote así a la luz del día, y se quedó mirándolo con cierto interés. La vela era casi tan alta como ancho era el bote, quizá unos doce metros de un extremo a otro. No veía de qué manera iba a poder aproximarse lo suficiente como para que ellos pudieran subirse a su pequeña cubierta.
—La vela parece el ala de un ave. Puedo verle los huesos —comentó.
Ho Sa se volvió bruscamente hacia él.
—Si me preguntan, diré que eres mudo, Khasar. No debes hablar con ninguno de ellos, ¿entiendes?
Khasar miró al soldado Xi Xia con cara de pocos amigos.
—Entiendo que quieres que pase varios días sin abrir la boca. Te lo advierto, cuando esto acabe, tú y yo vamos a ir a algún lugar tranquilo…
—¡Silencio! —ordenó Temuge—. Están lo bastante cerca para oírnos. —Khasar se calmó, aunque no separó los ojos de los de Ho Sa y asintió con expresión amenazante.
La barca maniobró para acercarse a la orilla y Ho Sa, sin esperar a sus compañeros, entró en las aguas poco profundas y las vadeó. Hizo caso omiso de la maldición que Khasar musitó a sus espaldas mientras unas fuertes manos lo ayudaban a subir.
El capitán del barco era un hombre bajo y nervudo que llevaba un trapo rojo atado en la frente para que el sudor no le entrara en los ojos. Ese pañuelo y un taparrabos marrón, del que sobresalían dos cuchillos que le golpeaban el muslo desnudo, eran las únicas prendas que llevaba. Por un instante, Ho Sa se preguntó si habrían caído en manos de una de las bandas de piratas que saqueaban las aldeas situadas a lo largo del río, pero era demasiado tarde para dudar.
—¿Podéis pagar? —exigió el capitán, golpeando a Ho Sa en el pecho con el dorso de la mano. Mientras arrastraban a Khasar y a Temuge a bordo, Ho Sa puso tres tibias monedas de bronce en la palma extendida. El hombrecillo miró a través del agujero abierto en el centro de cada una de ellas antes de ensartarlas en un cordón que llevaba bajo el cinturón.
—Soy Chen Yi —dijo y, cuando Khasar se enderezó, se le quedó mirando fijamente. El mongol le sacaba la cabeza al más alto de los miembros de la tripulación y lo observaba todo con el ceño fruncido, como si lo estuvieran ofendiendo. Ho Sa carraspeó y Chen volvió la vista hacia él, inclinando la cabeza hacia un lado—. Vamos hasta Shizuishan —informó Chen Yi. Ho Sa meneó la cabeza y buscó más monedas. Chen Yi lo miró con atención al oír el sonido del metal.
—Tres más si nos llevas a Baotou —ofreció Ho Sa, extendiendo las monedas.
El capitán cogió el dinero enseguida, y añadió las piezas a la línea que colgaba de su cintura con consumada destreza.
—Tres más por llegar hasta allí —contestó.
Ho Sa pugnó por no perder los estribos. Ya le había pagado más que suficiente por un pasaje hasta la ciudad. No estaba seguro de si aquel hombre le devolvería el dinero si decidía esperar a que apareciera otro bote.
—Ya te he dado suficiente —replicó con firmeza.
Los ojos de Chen Yi descendieron hasta donde Ho Sa guardaba el dinero bajo el cinturón y se encogió de hombros.
—Tres más o hago que os tiren por la borda —insistió.
Ho Sa se quedó muy quieto y notó que la confusión y la exasperación de Khasar crecía a medida que la conversación se prolongaba. En cualquier momento soltaría alguna pregunta, estaba seguro.
—Me pregunto cuál será tu próximo lugar en la rueda de la vida… —murmuró Ho Sa, pero, para su sorpresa, Chen Yi no pareció inmutarse y simplemente se encogió de hombros. Ho Sa sacudió la cabeza, perplejo. Tal vez estaba demasiado acostumbrado al ejército, donde su autoridad no era jamás cuestionada. Chen Yi transmitía una seguridad en sí mismo que resultaba chocante si se consideraban sus harapos y la sucia barquichuela que capitaneaba. Ho Sa lo miró con hostilidad y le entregó el resto de las monedas.
—Los mendigos no van a Baotou —dijo Chen Yi alegremente—. Ahora, no estorbéis a mis hombres mientras manejamos el bote en el río. —Señaló hacia un montón de sacos de grano apilados en la popa, junto al timón, y Ho Sa vio que Khasar se acomodaba allí sin esperar a que expresara su acuerdo.
Chen Yi lanzó una ojeada desconfiada a Temuge y Khasar, pero las monedas que tintineaban en su cordón acallaban sus dudas. Dio orden de alzar la vela contra el viento, cruzando el río para dirigirse al norte, hacia su destino. Eran demasiados para la pequeña barca: estaban muy apretados y no había ningún tipo de camarote. Ho Sa supuso que la tripulación se tumbaba en la cubierta a dormir por la noche. Estaba empezando a relajarse cuando vio que Khasar se levantaba, se dirigía hasta la barandilla y orinaba en el río con un sonoro suspiro de alivio. Ho Sa alzó los ojos al cielo mientras el sonido del chorro de la orina chocando contra el agua parecía no acabar nunca.
Dos de los marineros señalaron con un dedo a Khasar e hicieron un chiste obsceno, palmeándose mutuamente en la espalda entre risotadas. Khasar se puso rojo y Ho Sa se movió con prontitud y se situó entre el guerrero y los miembros de la tripulación, advirtiéndole con un mirada airada. Los marineros los observaron sonrientes hasta que Chen Yi gritó una orden y ambos salieron disparados hacia la proa para levantar la vela.
—Perros amarillos —dijo Khasar cuando se fueron. Chen Yi estaba guiando la vela por encima de su cabeza cuando oyó sus palabras. A Ho Sa se le cayó el alma a los pies cuando el capitán retornó a su lado con paso lento.
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Chen Yi.
Ho Sa respondió enseguida.
—Es musulmán. No habla ninguna lengua civilizada. ¿Quién puede entender el comportamiento de esa gente?
—No parece musulmán —respondió Chen Yi—. ¿Dónde está su barba? —Ho Sa sintió la mirada de la tripulación posada sobre ellos y todos tenían la mano cerca del cuchillo.
—Todos los mercaderes tienen secretos —prosiguió Ho Sa, sosteniendo la mirada de Chen Yi—. ¿Qué me importa la barba de un hombre si puedo comerciar con su riqueza? La plata habla su propia lengua, ¿o no?
Chen Yi esbozó una ancha sonrisa. Extendió la mano y Ho Sa puso una moneda de plata sobre ella, sin que su expresión dejara traslucir sus sentimientos.
—Sí que la habla, sí —coincidió Chen Yi, preguntándose cuántas monedas más llevaría ese guerrero en los bolsillos. Dijeran lo que dijeran que eran, esos tres no eran mercaderes. Con un movimiento brusco, Chen Yi señaló a Khasar con su mugriento pulgar.
—Entonces, ¿es tonto por confiar en ti? ¿Lo tirarás una noche por la borda tras haberlo degollado con una daga? —Ho Sa, incómodo, vio que el hombrecillo pasaba un dedo por su propia garganta, un gesto que Khasar observó con gran interés. Temuge también había fruncido el ceño y Ho Sa se preguntó cuánto de su rápida conversación habría entendido.
—Yo no traiciono a nadie una vez he dado mi palabra —contestó Ho Sa al capitán enseguida, tanto para Temuge como para todos los demás—. Y aunque no hay ninguna duda de que es un tonto, también es un luchador de gran habilidad. Ten cuidado de no insultarlo porque no sería capaz de detenerlo.
De nuevo, Chen Yi inclinó la cabeza hacia un lado, un gesto habitual en él. No confiaba en aquellos hombres que había aceptado a bordo, y al alto y estúpido parecía estar consumiéndole la furia. Por fin, se encogió de hombros. Todos los hombres dormían y, si le causaban algún problema, no serían los primeros pasajeros que había arrojado al río desde su pequeño bote. Después de señalar hacia el montón de sacos, les dio la espalda. Más aliviado de lo que podía expresar con palabras y Ho Sa se reunió con los otros dos en popa. Trató por todos los medios de dar la impresión de que el incidente no había sido tan tenso como había sido en realidad.
La actitud de Khasar no era en absoluto de disculpa.
—¿Qué le has dicho? —preguntó.
Ho Sa respiró hondo.
—Le he dicho que eres un viajero llegado de kilómetros y kilómetros de distancia. Pensé que quizá nunca hubiera oído hablar de los seguidores del Islam, pero ha conocido al menos uno en el pasado. Cree que estoy mintiendo, pero no hará excesivas preguntas. Aun así, explica por qué no sabes hablar la lengua de los Chin.
Khasar suspiró, satisfecho.
—Entonces ya no soy mudo —dijo, complacido—. No confiaba en poder mantener esa mentira. —Se volvió a colocar entre los sacos, empujando a Temuge para ponerse cómodo. Mientras la barca se deslizaba río arriba, Khasar cerró los ojos y Ho Sa pensó que se había quedado dormido.
—¿Por qué se pasó un dedo por la garganta? —inquirió Khasar sin abrir los ojos.
—Quería saber si pretendía matarte y arrojarte por la borda —espetó Ho Sa—. La idea se me ha pasado por la cabeza.
Khasar se rió entre dientes.
—Me está empezando a caer bien ese pequeñajo —replicó somnoliento—. Me alegro de que decidiéramos coger un bote.
Gengis atravesó el vasto campamento a la sombra de las montañas que había conocido de niño. Había nevado durante la noche y respiró una honda bocanada de aire helado, disfrutando al sentir cómo entraba en sus pulmones. Oyó el relincho de las yeguas llamando a sus machos y, en la distancia, a alguien que estaba cantando una nana a su bebé para que se durmiera. Con las familias a su alrededor, se sentía en paz y de buen humor. Era fácil recordar los días en los que su padre aún vivía y tanto él como sus hermanos lo ignoraban todo del mundo que los rodeaba. Sacudió la cabeza en la penumbra mientras consideraba las tierras que había visitado. El mar de hierba era más grande de lo que nunca había pensado y parte de él ansiaba ver cosas nuevas, incluso las ciudades de los Chin. Era joven y fuerte y gobernaba un inmenso ejército de hombres con capacidad para conquistar todo cuanto quisieran. Sonrió para sí al llegar a la tienda que había hecho construir para su segunda esposa, Chakahai. Era cierto que su padre se había dado por satisfecho con su madre, pero Yesugei era el khan de una pequeña tribu y no le habían entregado una hermosa mujer como tributo.
Gengis agachó la cabeza para entrar. Chakahai estaba aguardándolo y, bajo la luz de una única lámpara, vio sus ojos grandes y oscuros. Gengis no sabía cómo se había procurado dos chicas de su propio pueblo para que la sirvieran. Supuso que las habrían capturado sus guerreros y las habría comprado o habría negociado para obtenerlas. Cuando salieron sigilosamente de la ger, Gengis olió su perfume y se estremeció levemente al sentir el suave roce de la túnica de seda de una de ellas en su piel desnuda. Oyó cómo sus susurros fueron amortiguándose en la distancia y, al poco, estuvo solo con ella.
Chakahai se enderezó con aire orgulloso frente a él, con la barbilla levantada. Las primeras semanas habían sido duras para ella, pero Gengis había notado que tras sus brillantes ojos se escondía un espíritu refinado antes de que hubiera aprendido las primeras palabras de la lengua de las tribus. Caminaba como él habría esperado que caminara la hija de un rey y verla siempre le excitaba. Era algo extraño, pero su perfecta compostura era lo más fascinante de su belleza.
La princesa sonrió mientras él la recorría con la mirada, sabiendo que tenía toda su atención. Eligiendo el momento preciso, se arrodilló ante él, agachando la cabeza y luego la levantó de nuevo para comprobar que él seguía observando aquella exhibición de humildad. Gengis se rió ante el gesto y la cogió por la muñeca para que se volviera a levantar, elevándola en el aire para dejarla sobre la cama.
Le sostuvo la cabeza entre las dos manos y la besó, mientras le metía los dedos en el pelo negro. Ella gimió dentro de su boca y Gengis notó cómo sus manos le acariciaban suavemente muslos y cintura, despertando su sexualidad. La noche era cálida y no le importó esperar mientras ella se abría la túnica de seda y reveló su blancura hasta el plano vientre y el cinturón de seda y los pantalones de hombre que llevaba. Chakahai dio un grito ahogado mientras Gengis le besaba los pechos y los mordía con suavidad. El resto de las ropas cayeron poco después y, mientras el campamento dormitaba a su alrededor el khan mongol tomó a la princesa de los Xi Xia y sus gemidos resonaron como un eco en la oscuridad.