Los cinco mil guerreros tardaron aún más tiempo en desviar los canales con tierra y escombros de lo que habían tardado en destruirlos. Gengis había dado la orden cuando vio que los niveles del agua amenazaban incluso el terreno elevado del nuevo campamento. Cuando concluyeron la tarea, el agua formó nuevos lagos al este y al oeste, pero por fin el camino hacia Yinchuan empezó a secarse bajo el sol. La tierra estaba llena de plantas negras y grasientas y nubes de mosquitos que irritaban a las tribus. Al avanzar sus ponis se hundían hasta las rodillas en fango pegajoso, lo que dificultaba la labor de los batidores y acentuaba la sensación de confinamiento en las gers. Cada noche se producían numerosas discusiones y riñas entre las tribus y a Kachiun cada vez le costaba más mantener la paz.
Las noticias de que ocho jinetes se esforzaban en atravesar la anegada planicie fue bienvenida por todos aquellos que se habían hartado de estar inactivos. No habían atravesado el desierto para quedarse parados en ese lugar. Hasta los niños habían perdido el interés en las aguas de las creadas y muchos de ellos habían caído enfermos por beber agua estancada.
Gengis observó a los jinetes Xi Xia pugnando por avanzar por el barro. Había reunido a cinco mil de sus guerreros para esperarlos en terreno seco, situándolos justo al borde del fango, de modo que sus enemigos no tuvieran donde descansar. Los caballos Xi Xia ya estaban resollando por el esfuerzo de arrancar cada pata de la espesa tierra y a los jinetes les costaba mantener la dignidad mientras hacían lo que podían por no caerse.
Con enorme satisfacción, Gengis vio que uno de ellos efectivamente terminó resbalando de la silla cuando su montura dio un bandazo al meterse en un agujero. Burlonas, las tribus se desternillaron de risa mientras el hombre tiraba con ferocidad de las riendas y montaba de nuevo, empapado de agua mezclada con tierra. Gengis miró de reojo a Barchuk, que estaba a su lado, y notó su expresión de satisfacción. Estaba allí en calidad de intérprete, pero Kokchu y Temuge estaban junto a ellos también para oír qué tenían que decir los heraldos del rey. Ambos habían emprendido sus estudios de la lengua de los Chin con un placer, en opinión de Gengis, indecente. Era evidente que el chamán y el hermano pequeño de Gengis estaban nerviosos y contentos ante la oportunidad de poner a prueba su recién adquirido conocimiento.
Los jinetes se detuvieron cuando Gengis alzó la palma extendida. Estaban a suficiente distancia para poder oír su mensaje y, aunque parecían ir desarmados, no era un hombre confiado. Si él estuviera en la posición de los Xi Xia, sin duda una tentativa de asesinar a su líder sería una de las opciones que estaría considerando. A su espalda, las tribus observaban en silencio con los arcos dobles en la mano.
—¿Os habéis perdido? —exclamó Gengis. Los mensajeros miraron a uno del grupo, un soldado ataviado con una elegante armadura que incluía una pieza de cabeza recubierta con escamas de hierro. Gengis asintió para sí, adivinando que aquel hombre hablaría en nombre de todos. No se sintió decepcionado.
—Traigo un mensaje del rey de los Xi Xia —respondió el soldado. Para decepción de Temuge y Kokchu, las palabras, pronunciadas con perfecta claridad, pertenecían a la lengua de las tribus.
Gengis lanzó una mirada inquisitiva a Barchuk y el Khan de los uighurs habló en un murmullo, moviendo apenas los labios.
—Lo he visto antes, en los días de comercio. Es un oficial de rango medio, muy orgulloso.
—Lo parece, con esa armadura tan hermosa —respondió Gengis, antes de alzar la voz para dirigirse a los soldados.
—Desmontad para hablar conmigo —exigió Gengis. Los jinetes se miraron con expresión resignada y Gengis ocultó su diversión mientras descendían al espeso barro. Los soldados quedaron prácticamente inmovilizados y sus expresiones le levantaron el ánimo.
—¿Qué tiene que decir vuestro rey? —prosiguió Gengis, mirando fijamente al oficial, que se había puesto rojo de ira al arruinarse las botas con el fango y se tomó un momento para controlar sus emociones antes de responder.
—Mi rey te pide que aceptes una tregua y te reúnas con él a la sombra de los muros de Yinchuan. Su honor garantizará que nadie te ataque mientras estés allí.
—¿Qué tiene que decirme? —repitió Gengis, como si no hubiera escuchado ninguna respuesta.
El color rojo del rostro del soldado se intensificó.
—Si supiera lo que está pensando, esa reunión tendría escaso sentido —soltó. Los que lo rodeaban miraron con nerviosismo a las huestes de guerreros mongoles que los observaban sin soltar sus arcos. Habían sido testigos de la extraordinaria precisión de esas armas y sus ojos rogaron a su portavoz que no incurriera en ninguna ofensa que pudiera provocar un ataque.
Gengis sonrió.
—¿Cómo te llamas, malhumorado?
—Ho Sa. Soy Hsiao-Wei de Yinchuan. Podrías llamarme khan, quizá, un oficial de rango.
—Yo no te llamaría khan —replicó Gengis—. Pero te doy la bienvenida a mi campamento, Ho Sa. Envía a esas cabras de vuelta al hogar y te recibiré en mi tienda y compartiré mi té y mi sal contigo.
Ho Sa se volvió hacia sus compañeros e hizo un brusco gesto con la cabeza señalando la ciudad. Uno de ellos pronunció una retahíla de sílabas incomprensibles que hicieron que Kokchu y Temuge alargaran el cuello para oír mejor. Ho Sa miró a su compañero y se encogió de hombros y, a continuación, Gengis vio que los otros siete montaban a sus caballos y daban media vuelta para regresar a la ciudad.
—Esos caballos son muy hermosos —dijo Barchuk, junto a su oído. Gengis miró al khan de los uighurs y asintió, cruzando una mirada con Arslan que se encontraba entre los guerreros que aguardaban en línea a su lado. Con un firme ademán, Gengis señaló con dos dedos al grupo que se alejaba, como una serpiente al ataque.
Un instante después, cien flechas atravesaron el aire y derribaron limpiamente a los siete jinetes de sus sillas. Uno de los caballos murió también y Arslan, furioso, reprobó al desafortunado guerrero responsable de esa incompetencia. Bajo la atenta mirada de Gengis, Arslan le arrebató el arco y cercenó la cuerda con un brusco movimiento de su cuchillo antes de devolvérselo. El guerrero lo recogió humillado, con la cabeza gacha.
Los cadáveres quedaron tendidos en la planicie, boca abajo, hundidos en el fango. En ese tipo de terreno, era difícil que un caballo se desbocara. Sin jinete sobre el lomo que los instara a avanzar, se quedaron inmóviles y sin energía, devolviendo la mirada a las tribus. Dos de ellos acariciaron con el hocico los cuerpos de los hombres que habían conocido, relinchando nerviosamente al percibir el olor de la sangre.
Ho Sa observaba la escena con los labios apretados de rabia cuando Gengis se giró hacia él.
—Eran buenos caballos —espetó Gengis. La expresión del soldado no cambió y el khan se encogió de hombros—. Las palabras no son pesadas. No hace falta más que uno de vosotros para transportar mi respuesta.
Hizo que Ho Sa fuera conducido a la gran ger y que le ofrecieran té salado, mientras él permanecía allí para ver cómo capturaban los caballos y los reconducían al campamento.
—Seré el primero en elegir —le dijo a Barchuk. El khan de los uighurs asintió con la cabeza, alzando la vista durante un instante. Que Gengis eligiera el primero significaba que se quedaría con el mejor, pero aun así todos los animales eran buenas y valiosas monturas.
A pesar de que la estación estaba ya muy avanzada, el sol abrasaba el valle de los Xi Xia, y para cuando Gengis salió a caballo hacia la ciudad, la tierra, cocida, se había cubierto de una fina costra. El rey había solicitado que trajera sólo a tres acompañantes, pero otros cinco mil cabalgaron con él los primeros kilómetros. Cuando estaba lo bastante cerca como para distinguir detalles del pabellón erigido delante de la ciudad, la curiosidad de Gengis era inmensa. ¿Qué podría querer el rey de él?
Un poco a regañadientes, dejó atrás a su escolta, sabiendo que Khasar correría a ayudarlo a una señal suya. Había barajado las posibilidades de organizar un ataque sorpresa contra el rey mientras parlamentaban, pero Rai Chiang no era ningún idiota. La carpa de color melocotón que habían levantado estaba muy próxima a las murallas de la ciudad. Sus enormes arcos, con sus flechas de punta de hierro, largas como un hombre, podían destruir el pabellón en escasos momentos y asegurarse de que Gengis no sobreviviera. El rey era más vulnerable fuera de los muros, pero el equilibrio era delicado.
Gengis cabalgaba muy estirado en la silla, a unos pasos por delante de Arslan, Kachiun y Barchuk de los uighurs. Iban armados y llevaban unas dagas escondidas en su armadura por si el rey insistía en que se despojaran de sus espadas.
Gengis trató de animar su adusta expresión mientras absorbía todos los detalles del toldo melocotón. Le gustaba ese color y se preguntó dónde podría encontrar seda de esa amplitud y calidad. Apretó los dientes al ver la ciudad intacta frente a sí. Si hubiera hallado un modo de entrar, no habría accedido a reunirse con el rey de los Xi Xia. Le fastidiaba pensar que, como le habían dicho, todas las ciudades de las tierras de los Chin estuvieran tan bien protegidas como ésa y todavía no hubiera descubierto la forma de romper sus defensas.
Los cuatro jinetes guardaron silencio mientras entraban en la fresca sombra y desmontaban. El toldo los ocultaba de la vista de los arqueros y Gengis sintió cómo se relajaba al acercarse a los guardias del rey, aún sin hablar.
No cabía ninguna duda de que habían sido elegidos para impresionarlos, se dijo, observándolos. Alguien había considerado las dificultades que implicaba esa reunión. La entrada al pabellón era ancha para que pudiera comprobar que no había ningún asesino escondido para atraparlo según entraba. Los guardias eran de complexión fornida y no lo saludaron ni dieron muestra alguna de haberlo visto, sino que mantuvieron la vista fija en la línea de guerreros que Gengis había destacado en la distancia como si fueran estatuas.
A pesar de que había varios asientos, en el pabellón no había más que un hombre y Gengis lo saludó.
—¿Dónde está tu rey, Ho Sa? ¿Es demasiado temprano para él?
—Ya viene, mi señor khan. Un rey nunca es el primero en llegar.
Gengis enarcó una ceja mientras consideraba si debía sentirse ofendido.
—Quizá debería marcharme. Al fin y al cabo, no fui yo quien le pidió que viniera.
Ho Sa se sonrojó y Gengis sonrió. Era fácil irritar a aquel hombre, pero se había dado cuenta de que le gustaba, pese a su elevado amor propio. Antes de que pudiera contestar, el sonido de los cuernos resonó en las murallas de la ciudad y los cuatro mongoles echaron mano a sus espadas. Ho Sa levantó la mano.
—El rey garantiza la paz, mi señor khan. Los cuernos suenan para hacerme saber que está abandonando la ciudad.
—Sal a verlo llegar —indicó Gengis a Arslan—. Dime cuántos hombres vienen con él. —Hizo un esfuerzo por relajar los músculos allí donde se habían contraído. Ya en otras ocasiones se había encontrado con khanes y los había matado en sus propias tiendas. No había nada nuevo en esa reunión, se dijo, y, sin embargo, no conseguía desterrar una cierta sensación de reverencia y fascinación de su interior, un eco de las maneras de Ho Sa. Gengis sonrió ante su propia necedad, dándose cuenta de que tenía mucho que ver con estar tan lejos de casa. Todo era nuevo y diferente de las estepas que tan bien recordaba, pero no había otro lugar donde habría preferido estar esa mañana.
Arslan regresó con rapidez.
—Viene en una litera portada por esclavos. Se parece mucho a la que utilizaba Wen Chao.
—¿Cuántos esclavos? —replicó Gengis frunciendo el ceño. Los acompañantes del rey sobrepasarían en número a los suyos y la irritación se reflejó en su cara.
Ho Sa respondió antes que Arslan.
—Son eunucos, mi señor. Ocho hombres fuertes, pero no guerreros. No son distintos de las bestias de carga y se les prohíbe llevar armas.
Gengis reflexionó durante unos momentos. Si se marchaba antes de que llegara el rey, los hombres que se refugiaban en la ciudad creerían que había perdido los nervios. Tal vez incluso sus propios guerreros pensaran lo mismo. No se movió. Ho Sa llevaba una larga espada en su cinturón y los dos guardias estaban bien armados. Sopesó los riesgos y, al instante, los desterró de su mente. A veces, un hombre puede preocuparse en exceso sobre lo que podría suceder. Se rió entre dientes, sorprendiendo a Ho Sa, y, a continuación, se sentó para aguardar al rey.
Mientras se aproximaban al pabellón de seda, los porteadores sostenían su preciosa carga a la altura de la cintura. Desde el interior, Gengis y sus tres acompañantes contemplaron con interés cómo depositaban el palanquín en el suelo. Seis de ellos se pusieron de pie en silencio, mientras los otros dos desenrollaban una larga alfombra de seda por encima del barro. Para asombro de Gengis, extrajeron unas flautas de madera del fajín que llevaban anudado a la cintura y empezaron a tocar una sutil melodía: las cortinas del palanquín se abrieron. Escuchar la música suspendida en la brisa transmitía una sensación extrañamente serena y Gengis observó con fascinación cómo Rai Chiang bajaba de la litera.
El rey era un hombre de constitución delgada, aunque vestía una armadura perfectamente ajustada a su tamaño. Las escamas habían sido pulidas con esmero para lograr el máximo lustre y el rey relucía bajo el sol. En la cadera llevaba una espada con empuñadura enjoyada y Gengis se preguntó si alguna vez la habría sacado de la funda en un arrebato de ira. Cuando Rai Chiang salió a la luz, la música se intensificó y Gengis admitió para sí que estaba disfrutando del espectáculo.
El rey de los Xi Xia hizo una señal con la cabeza a los dos guardias y avanzaron desde su posición en el pabellón para colocarse a su lado. Sólo entonces recorrió los pocos pasos que lo separaban del lugar donde lo esperaban Gengis y sus acompañantes, que se pusieron en pie para saludarlo:
—Señor khan —dijo Rai Chiang, inclinando la cabeza. Tenía un acento extraño y pronunció las palabras como si las hubiera memorizado sin comprenderlas.
—Majestad —respondió Gengis. Empleó la palabra Xi Xia que Barchuk le había enseñado. Vislumbró un destello de interés en los ojos del rey y se sintió complacido. Durante un fugaz instante, deseó que su padre estuviera vivo para ver a su hijo reunirse con un rey en un país extranjero.
Los dos guardias tomaron posiciones enfrente de Kachiun y Arslan, evidentemente para estar preparados en caso de que surgiera algún problema. Los dos generales les devolvieron la mirada con expresión impasible. Eran meros espectadores en aquel encuentro, pero ninguno de ellos dejaría que lo cogieran por sorpresa. Si el rey había planeado matarlos, tampoco él sobreviviría al intento.
Arslan frunció el ceño ante un pensamiento que le había asaltado súbitamente. Ninguno de ellos había visto a un rey antes. Si fuera un impostor, el ejército de Yinchuan podría aplastar el pabellón por completo desde los muros y perder sólo unos cuantos hombres leales. Miró fijamente a Ho Sa para tratar de percibir si estaba más tenso de lo habitual, pero no mostraba ningún signo de estar preparándose para una destrucción inminente.
Rai Chiang comenzó a hablar en la lengua de su pueblo. Su voz era firme, como era de esperar en alguien tan acostumbrado a ejercer autoridad. Sostuvo la mirada de Gengis mientras pronunciaba su discurso y ninguno de los dos hombres parpadeó. Cuando el rey terminó de hablar, Ho Sa se aclaró la garganta y mantuvo una expresión cuidadosamente neutra mientras traducía sus palabras.
—¿Por qué saquean los uighurs las tierras de los Xi Xia? ¿No hemos sido justos con vosotros en nuestros tratos?
Barchuk hizo un ruido con la garganta al oír aquello, pero la mirada del rey no se separó de Gengis.
—Soy el khan de todas las tribus, majestad —respondió Gengis—, de los uighurs entre ellas. Hemos salido a conquistar tierras porque tenemos la fuerza para gobernar. ¿Qué otra razón hace falta?
El rey arrugó la frente mientras escuchaba la traducción de Ho Sa. Su respuesta fue mesurada, sin delatar ni un ápice su ira.
—¿Os quedaréis acampados en las inmediaciones de mi ciudad hasta el fin de los tiempos? Eso no es aceptable, señor khan. ¿No contempláis la posibilidad de negociar en la guerra?
Gengis se echó hacia delante, interesado.
—No negociaré con los Chin, majestad. Tu pueblo es mi enemigo desde tiempos inmemoriales y quiero ver vuestras ciudades reducidas a cenizas. Vuestras tierras son mías y las recorreré de arriba abajo tanto como guste.
Gengis esperó pacientemente hasta que Ho Sa hubo trasladado sus palabras al rey. Todos los hombres presentes en la tienda notaron la súbita animación que se produjo en los rasgos de Rai Chiang al oírlas. Se enderezó en su asiento y su voz adoptó un tono entrecortado. Con cautela, Gengis se puso alerta mientras aguardaba a que hablara Ho Sa, pero fue Barchuk quien se ocupó de la traducción.
—Dice que su pueblo no pertenece a la raza Chin —explicó Barchuk—. Si son ellos vuestros enemigos, ¿por qué os demoráis en el valle de los Xi Xia? Las grandes ciudades Chin se encuentran al norte y al este. —El rey volvió a hablar y Barchuk asintió para sí—. Creo que no son los amigos que una vez fueron, mi señor khan. A este rey no le desagradaría que atacaras las ciudades Chin.
Gengis apretó los labios mientras meditaba.
—¿Por qué debería dejar un enemigo a mis espaldas? —inquirió.
Cuando le entendió, Rai Chiang habló de nuevo. Mientras escuchaba, Ho Sa había palidecido, pero tomó la palabra antes de que Barchuk comenzara a traducir.
—Deja tras de ti un aliado, señor khan. Si tu verdadero enemigo son los Chin, enviaremos los tributos a tus tribus mientras estemos ligados por el vínculo de la amistad. —Nervioso, Ho Sa tragó saliva con dificultad—. Mi rey te ofrece seda, halcones y piedras preciosas, provisiones y armaduras. —Respiró hondo y prosiguió—: Camellos, caballos, telas, té y mil monedas de bronce y plata que se te pagarán todos los años. Es una oferta que hace a un aliado, que no consideraría hacer a un enemigo.
Rai Chiang habló de nuevo, impaciente, y Ho Sa lo escuchó. Se quedó muy quieto mientras su rey hablaba y se atrevió a formular una pregunta. Rai Chiang hizo un brusco gesto con la mano y Ho Sa inclinó la cabeza, claramente trastornado.
—Además, mi rey te ofrece a su hija, Chakahai, como esposa.
Gengis parpadeó un par de veces, considerando la oferta. Se preguntó si la joven sería demasiado fea como para conseguir marido entre los Xi Xia. Las tribus recibirían con alegría el botín y disuadiría a los pequeños khanes de sus complots. La idea del tributo no era nueva para las tribus, aunque nunca habían tenido la oportunidad de solicitarlo de un enemigo realmente rico. Habría preferido ver destruida aquella ciudad de piedra, pero ninguno de sus hombres había logrado sugerir un plan plausible. Gengis se encogió de hombros. Si conseguía dar con uno en el futuro, regresaría. Hasta entonces, que creyeran que habían comprado la paz. Las cabras podían ser ordeñadas muchas veces y sacrificadas sólo una. Todo lo que tenía que hacer era obtener el mejor trato posible.
—Dile a tu amo que su generosidad es bien recibida —contestó con sarcasmo—. Si pudiera añadir a la oferta dos mil de sus mejores soldados, con buenas armaduras y buenas monturas, me marcharé de este valle antes de que cambie la luna. Mis hombres destruirán el fuerte que bloquea el paso del desierto. Los aliados no necesitan que ningún muro los separe.
Cuando Ho Sa empezó a traducir; Gengis se acordó del interés que Barchuk había expresado por las bibliotecas de los Xi Xia. Ho Sa hizo una pausa para escuchar a Gengis, que tomó de nuevo la palabra, interrumpiendo su discurso.
—Algunos de mis hombres aman el estudio —dijo Gengis—. Les gustaría tener la oportunidad de leer los manuscritos de los Xi Xia. —Ho Sa abrió la boca, pero Gengis continuó—: Pero no sobre filosofía. Sobre cuestiones prácticas, temas que puedan interesar a un guerrero, si es que tenéis alguno.
Mientras Ho Sa se esforzaba en repetir todo lo que había oído, la expresión de Rai Chiang era inescrutable. La reunión parecía haber concluido y, cuando Rai Chiang no hizo ninguna contraoferta, Gengis reconoció su desesperación. Estaba a punto de levantarse, cuando decidió poner a prueba su suerte.
—Si quiero entrar en las ciudades de los Chin, necesitaré armas que sean capaces de derribar muros. Pregúntale a tu rey si puede incluir unas máquinas así junto con todo lo demás.
Ho Sa habló con nerviosismo, percibiendo la ira que se apoderaba de Rai Chiang a medida que iba entendiendo la petición. Al final habló a la vez que negaba con la cabeza.
—Mi rey dice que sería un tonto si hiciera algo así —tradujo Ho Sa, sin atreverse a mirar a Gengis a los ojos.
—Sí, sí que lo habría sido —contestó Gengis con una sonrisa—. El terreno se ha secado y podéis cargar los regalos en carros nuevos, con ejes bien engrasados para soportar un largo viaje. Puedes decirle a tu rey que su oferta me agrada. Le mostraré ese agrado a los Chin.
Ho Sa tradujo sus palabras y el rostro de Rai Chiang no exteriorizó ningún tipo de satisfacción. Todos los hombres se levantaron a un tiempo y Gengis y sus compañeros salieron delante, dejando a Raí Chiang y a Ho Sa solos con los guardias. Se quedaron observando cómo montaban y se alejaban los generales mongoles.
Ho Sa consideró la posibilidad de guardar silencio, pero había una pregunta que no podía dejar de hacer.
—Majestad, con lo que acabamos de hacer; ¿no hemos llevado la guerra hasta los Chin?
Rai Chiang se volvió hacia su oficial con una mirada glacial.
—Yenking está a miles de kilómetros de distancia, guardada por montañas y fortalezas que hacen que Yinchuan a su lado parezca un pueblo provinciano. No conseguirá tomar esas ciudades. —La boca del rey se tordo ligeramente, aunque su expresión se mantenía fría—. Además, el hecho de que nuestros enemigos se ataquen entre sí supone una ventaja para nosotros. ¿Dónde reside el peligro para los Xi Xia?
Ho Sa no había estado presente en la reunión de ministros y no reconoció aquellas palabras.
El humor de las tribus era casi el de un festejo. Sí, no habían conquistado la ciudad de piedra que se elevaba en la distancia, pero si los guerreros refunfuñaban por eso, sus familias estaban encantadas con la seda y el resto del botín que Gengis había conseguido para ellos. Había transcurrido un mes desde que se celebrara la reunión con el rey y los carros provenientes de la ciudad habían llegado. Algunas crías de camello bufaban y escupían entre los rebaños de ovejas y cabras. Barchuk había desaparecido en el interior de su ger con Kokchu y Temuge para descifrar la extraña escritura del pueblo Xi Xia. Rai Chiang les había entregado algunos pergaminos con el alfabeto Chin escrito bajo el suyo, pero era un asunto laborioso.
Por fin había llegado el invierno, aunque en aquel valle no era demasiado frío. Khasar y Kachiun habían empezado a entrenar a los guerreros que les había entregado Rai Chiang. Los soldados Xi Xia habían protestado por la pérdida de sus caballos, pero esos animales eran demasiado buenos para malgastarlos con hombres que no sabían montar tan bien como los niños mongoles, así que les dieron ponis excedentes de sus manadas. A medida que se sucedían las semanas y el aire se iba enfriando, fueron aprendiendo a manejar a esas malhumoradas y resistentes bestias en una línea de combate. El ejército se estaba preparando para ponerse en marcha, pero Gengis, agitado, aguardaba en su tienda a que Rai Chiang le mandara la última parte del tributo: su hija. Se sentía incapaz de predecir cómo se lo iba a tomar Borte. Confiaba en que, al menos, la princesa Xi Xia fuera atractiva.
Llegó el primer día de la luna nueva, en una litera muy similar a la que su padre había empleado para la reunión. Gengis observó la guardia de honor de cien hombres que la escoltaban en formación cerrada. Constató divertido que las monturas no eran de la elevada calidad que se había habituado a esperar. Rai Chiang no tenía ninguna intención de perder también esos caballos, ni siquiera para custodiar a su hija.
La litera fue depositada en el suelo a sólo unos pasos de Gengis, que esperaba ataviado con la armadura completa. Llevaba la espada de su padre en la cadera y la tocó para que le diera suerte, conteniendo su impaciencia. Se dio cuenta de que a los soldados de la ciudad no les hacía ninguna gracia entregar a la hija de su rey y Gengis les sonrió con auténtico placer deleitándose en su frustración. Como había solicitado, Ho Sa había abandonado la ciudad con ellos. Él, al menos, mantenía la expresión impertérrita que Gengis consideraba adecuada, sin dejar traslucir sus sentimientos.
Cuando la princesa descendió del palanquín, hubo un murmullo de aprobación entre los guerreros que se habían congregado para presenciar el último símbolo de su triunfo. Estaba vestida con seda blanca bordada de oro, y los rayos del sol la hacían brillar. Tenía el cabello recogido sobre la nuca con horquillas de plata y Gengis se quedó sin aliento ante la perfecta belleza de su blanca piel. En comparación con las mujeres de las tribus, parecía una paloma entre cuervos, aunque no pronunció ese pensamiento en voz alta. Cuando caminó hacia él, sus ojos eran dos oscuros lagos de desesperanza. No lo miró, sino que se inclinó con elegancia hacia el suelo con las muñecas cruzadas frente a sí.
Gengis sintió cómo se acrecentaba la cólera de los soldados de su padre el rey, pero hizo caso omiso de ellos. Si se movían, sus arqueros los matarían antes de que pudieran desenfundar la espada.
—Te doy la bienvenida a mi ger, Chakahai —dijo con suavidad.
Ho Sa murmuró una traducción, con una voz que era casi un susurro. Gengis alargó la mano para tocar su hombro y la princesa se levantó con el rostro cuidadosamente desprovisto de expresión. Carecía por completo de la nervuda energía que se daba por supuesta en las mujeres mongolas y, cuando un leve rastro de perfume alcanzó su nariz, notó que se estaba excitando.
—Creo que eres mucho más valiosa que todo el resto de los regalos de tu padre —continuó, honrándola delante de sus guerreros, a pesar de que ella no entendiera sus palabras. Ho Sa empezó a traducir, pero Gengis lo hizo callar con un brusco ademán.
Alargó su mano tostada por el sol, maravillándose ante el marcado contraste de color cuando le alzó la barbilla para obligarla a mirarlo. Notó su miedo y también una fugaz ola de disgusto cuando su áspera piel rozó la suya.
—He salido ganando en el trato, chica. Me darás unos hijos perfectos —aseguró. Cierto que no podrían ser sus herederos, pero se sentía hipnotizado por ella. Se dio cuenta de que no podría tenerla en la misma ger que Borte y sus hijos. Una chica tan frágil como ella no sobreviviría. Haría que construyeran una tienda sólo para ella y los niños que tuviera.
Volvió en sí, percatándose de que llevaba mucho tiempo arrobado, en silencio, y las tribus estaban observando su reacción con creciente interés. Un buen grupo de guerreros sonrientes se dieron codazos los unos a los otros e intercambiaron susurros con sus amigos. Gengis levantó la mirada hacia el oficial que estaba junto a Ho Sa. Ambos habían palidecido de ira, pero cuando Gengis hizo un gesto indicando que retornaran a la ciudad, Ho Sa se giró con tanta rapidez como los demás. Entonces, el oficial le dio una orden y Ho Sa se quedó boquiabierto por la sorpresa.
—A ti te necesito, Ho Sa —le explicó Gengis, disfrutando al verle tan perplejo—. Tu rey te ha entregado a mí por un año.
Al comprender, Ho Sa convirtió su boca en una fina línea y con mirada resentida, observó cómo el resto de la escolta regresaba a la ciudad, dejándolo con aquella joven temblorosa que él mismo había entregado a los lobos.
Gengis se volvió hacia el viento del este, aspirando su aroma e imaginando las ciudades de los Chin en el horizonte. Estaban circundadas por murallas que no podía derruir y no volvería a poner en peligro a su pueblo por ignorancia.
—¿Para qué has pedido que me quede contigo? —preguntó Ho Sa de pronto, obligándose a sí mismo a romper el pesado silencio que Gengis parecía no notar.
—Quizá pueda llegar a hacer un guerrero de ti. —Gengis pareció encontrar la idea muy graciosa y se dio una palmada en la pierna. Ho Sa lo miró con frialdad hasta que Gengis se encogió de hombros—. Ya lo verás.
En el campamento se oía el trajín del ruido de las tribus desmontando las gers y preparándose para partir. Cuando llegó la medianoche, sólo la tienda del khan permanecía intacta sobre su enorme carromato, iluminada desde dentro por lámparas de aceite para que reluciera en la oscuridad y pudiera ser vista por todos los que se acomodaban entre mantas y pieles para dormir bajo las estrellas.
Gengis estaba encorvado sobre una mesa baja, entornando los ojos frente a un mapa. Había sido dibujado sobre un papel bastante grueso y, al menos, Ho Sa se dio cuenta de que era una copia apresurada de la colección de Rai Chiang. El rey de los Xi Xia era un hombre demasiado astuto como para dejar que un mapa marcado con su sello cayera en manos del emperador Wei de los Chin. Incluso los letreros estaban escritos en lengua Chin, repetidos con esmero.
Gengis inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro mientras trataba de imaginarse las líneas y dibujos que representaban las ciudades como lugares reales. Era el primer mapa que veía en su vida, aunque, con Ho Sa presente, no tenía ninguna intención de revelar su inexperiencia.
Con un oscuro dedo, Gengis siguió una línea azul hacia el norte.
—Éste es el gran río del que han hablado los exploradores —dijo. Alzó sus pálidos ojos hacia Ho Sa, con expresión inquisitiva.
—El Huang He —respondió Ho Sa—. El río Amarillo. —A continuación, se detuvo, no queriendo resultar charlatán en compañía de los generales mongoles. La ger estaba repleta: Arslan, Khasar, Kachiun, otros que no conocía. Ho Sa había rehuido a Kokchu cuando Gengis se lo presentó. El flacucho chamán le recordó a los mendigos locos de Yinchuan y despedía un penetrante olor que impregnó el aire y que obligó a Ho Sa a respirar con inspiraciones cortas y poco profundas.
Todos los presentes observaron mientras Gengis llevaba el dedo más al norte y al este a lo largo del río hasta un símbolo diminuto, sobre el que dio un par de golpecitos.
—Esta ciudad de aquí está en la frontera con las tierras de los Chin —murmuró Gengis. Una vez más, miró a Ho Sa buscando confirmación y éste asintió a regañadientes.
—Baotou —dijo Kokchu, leyendo el rótulo escrito bajo el pequeño dibujo. Ho Sa no miró al chamán, su mirada fija en el khan, que sonrió.
—Estas marcas hacia el norte ¿qué son? —preguntó Gengis.
—Es una sección de la muralla exterior —respondió Ho Sa.
Gengis frunció el ceño, desconcertado.
—He oído hablar de eso. Los Chin se esconden de nosotros tras ella, ¿verdad?
Ho Sa contuvo su exasperación.
—No. Ninguna de las murallas se ha construido pensando en vosotros, sino para mantener separados los reinos de los Chin. Vosotros habéis atravesado la más endeble de las dos. No cruzaréis el muro interior que rodea Yenking. Nadie lo ha logrado jamás. —Gengis sonrió abiertamente al oír sus palabras, y luego se inclinó de nuevo sobre el mapa para seguir estudiándolo. Ho Sa lo observó, irritado por su tranquila confianza.
Una vez, cuando era pequeño, Ho Sa había viajado con su padre hasta el río Amarillo. El anciano le había mostrado la muralla que los Chin habían construido en el norte e, incluso entonces, había algunos agujeros en el muro y secciones que habían quedado reducidas a escombros. No se habían efectuado reparaciones en la fábrica desde hacía décadas. Mientras Gengis trazaba una línea con el dedo en el pergamino, Ho Sa se preguntó cómo era posible que los Chin hubieran llegado a ser tan descuidados a la hora de preservar la paz en sus tierras. Su muro exterior era inútil. Tragó saliva, nervioso. Sobre todo ahora que las tribus lo habían superado ya, se dijo. Xi Xia era su punto débil y las tribus habían penetrado por el sur. La vergüenza lo consumía mientras estudiaba a Gengis, preguntándose qué estaría planeando.
—¿Vas a atacar Baotou? —soltó Ho Sa de repente.
Gengis negó con la cabeza.
—¿Y quedarme berreando de rabia a la puerta como aquí? No. Voy a dirigirme hacia las montañas Khenti, a mi hogar. Recorreré las colinas de mi infancia, saldré con mi águila a verla volar y desposaré a la hija de tu rey. —Su fiera expresión se suavizó al imaginarlo—. Mis hijos deberían conocer la tierra donde nací. Crecerán y se harán fuertes allí.
Ho Sa levantó la vista del mapa, confundido.
—Entonces, ¿por qué hablas de Baotou? ¿Por qué estoy yo aquí?
—He dicho que yo me voy a casa, Ho Sa. Pero tú no. Esta ciudad está demasiado lejos de aquí para temer a mi ejército. Tendrán las puertas abiertas y los mercaderes entraran y saldrán con total libertad. —Ho Sa vio que Arslan y Khasar le sonreían y se esforzó en concentrarse.
Gengis le dio unas palmadas en el hombro.
—Una ciudad amurallada como Baotou tendrá constructores, maestros en su oficio, ¿no? Hombres que comprendan hasta el último aspecto de la construcción de las defensas.
Ho Sa no contestó y Gengis se rió.
—Tu rey no me entregaría a esos hombres, pero tú los encontrarás allí, Ho Sa. Viajarás hasta Baotou con Khasar y mi hermano Temuge. Tres hombres pueden entrar donde un ejército no puede. Harás las preguntas necesarias hasta dar con hombres que sepan construir muros y conozcan todo tipo de trucos ingeniosos. Y me los traerás.
Ho Sa notó que todos le sonreían, divertidos ante su expresión desolada.
—O te puedo matar ahora mismo y pedirle a tu rey que envíe a otro —añadió Gengis con suavidad—. Un hombre siempre debe poder tener la última palabra a la hora de elegir entre la vida o la muerte. Todo lo demás se le puede arrebatar, pero nunca eso.
Ho Sa recordó cómo habían asesinado a sus compañeros para quedarse con sus caballos y no dudó ni por un momento que su vida dependía de una sola palabra.
—Estoy ligado a ti por la orden de mi rey —dijo por fin.
Gengis emitió un gruñido y se giró hacia el mapa.
—Entonces háblame de Baotou y sus murallas. Dime todo lo que hayas visto u oído sobre ella.
Al amanecer, el campamento estaba en silencio, pero una luz dorada y parpadeante seguía iluminando la tienda del khan y, sobre la fría hierba, aquellos cuyas gers estaban cerca podían oír los murmullos de sus voces como distantes tambores de guerra.