VIII

A pesar de que todos los hombres sanos golpeaban los canales con piedras y martillos de hierro, tardaron seis días en reducir a escombros los conductos que circundaban Yinchuan. Al principio, Gengis contempló la destrucción con salvaje placer confiando en que los ríos de la montaña inundaran la ciudad.

Después, le inquietó comprobar que las aguas subían tan deprisa en la planicie que sus guerreros tuvieron que trabajar con los pies sumergidos hasta el tobillo antes de acabar de destruir el último de los canales. Los días de bochorno provocaban el deshielo de enormes cantidades de nieve de los picos de las montañas y realmente no había considerado dónde podría ir toda esa agua una vez rompieran las canalizaciones que la llevaban a la ciudad y las cosechas.

Incluso las tierras que estaban en ligera pendiente quedaron convertidas en un barrizal al mediodía del tercer día y, aunque las cosechas estaban inundadas, las aguas continuaron subiendo. Gengis notó la expresión divertida que se pintó en los rostros de sus generales al percatarse del error. En un primer momento, disfrutaron de la repentina mejora de la caza: empezaron a aparecen animales pequeños huyendo de la inundación que podían divisar desde lejos por las salpicaduras que levantaban a su paso. Las flechas atravesaron cientos de liebres, que recogieron transformadas en resbaladizos fardos de piel mojada, pero para entonces existía el peligro de que las gers quedaran inservibles. Gengis se vio obligado a mover el campamento varios kilómetros hacia el norte antes de que el agua invadiera toda la llanura.

Por la noche, habían alcanzado un punto por encima del sistema de canales en el que el suelo seguía estando firme. Yinchuan era una mancha oscura en la distancia y, en el terreno que separaba el nuevo campamento de la ciudad, había brotado un nuevo lago de la nada. No tendría más de treinta centímetros de profundidad, pero el sol del atardecer se reflejaba en él y lo hacía brillar con tonos dorados a lo largo de kilómetros y kilómetros.

Gengis estaba sentado en los escalones que llevaban a su tienda cuando su hermano Khasar apareció con una expresión cuidadosamente neutral. Nadie se había atrevido a decirle nada al hombre que los lideraba, pero esa noche había multitud de caras esforzándose en permanecer serias en el campamento. Las tribus adoraban las bromas y tener que huir de la llanura perseguidos por las aguas era el tipo de cosas que les resultaba cómico.

Khasar siguió la irritada mirada de su hermano hacia la amplia extensión de agua.

—Bueno, hemos aprendido una valiosa lección —murmuró Khasar—. ¿Le ordeno a los guardias que estén alerta por si algún enemigo se presenta a nado?

Gengis miró a su hermano con cara de pocos amigos. Frente a ambos, los niños de la tribu retozaban junto al borde del agua, recubiertos de un negro y fétido barro que se arrojaban a puñados los unos a los otros, Jochi y Chagatai estaban en el centro del grupo, como siempre, encantados con el nuevo aspecto que había adquirido la llanura Xi Xia.

—El suelo absorberá el agua —replicó Gengis, frunciendo el ceño Khasar se encogió de hombros.

—Si desviamos el agua, sí. Creo que el terreno estará demasiado blando durante un tiempo para cabalgar sobre él. Me da la impresión de que destruir los canales puede no haber sido el mejor plan que se nos haya ocurrido en nuestra vida.

Gengis se volvió a mirar a su hermano, que lo observaba con gesto sardónico, y soltó una risotada mientras se ponía en pie.

—Aprendemos, hermano. Hay tantas cosas aquí que son nuevas para nosotros. La próxima vez te prometo que no romperemos los canales. ¿Contento?

—Sí —contestó Khasar risueño—. Estaba empezando a pensar que mi hermano no podía cometer un error. Ha sido un día muy agradable para mí.

—Pues me alegro por ti —dijo Gengis. Ambos posaron la mirada en los chicos, que habían empezado a pelearse otra vez junto a la orilla. Chagatai se abalanzó sobre su hermano y se revolcaron juntos en el fango, primero uno arriba y luego el otro—. Nadie nos atacará desde el desierto y ningún ejército nos alcanzará aquí con ese lago nuevo en la mitad del camino. Vamos a festejarlo y celebrar nuestra victoria esta noche —concluyó.

Khasar asintió, esbozando una enorme sonrisa.

—¿Sabes qué, hermano mío? Ésa sí que es una buena idea.

Rai Chiang se aferró a los brazos de su butaca dorada, mirando con fijeza la llanura anegada de agua. La ciudad tenía almacenes de carne salada y grano, pero si las cosechas se pudrían, ya no habría más. Le dio vueltas al problema una y otra vez en la cabeza, desesperado. Aunque aún no lo sabían, muchos en la ciudad morirían de hambre. La parte de la guardia que había permanecido a su lado sería arrollada por la muchedumbre hambrienta cuando llegara el invierno y la ruina de Yinchuan se produciría desde su interior.

Por lo que podía ver, las aguas llegaban hasta las montañas. Detrás de la ciudad, al sur, seguía habiendo campos y pueblos donde aún no habían entrado ni los invasores ni las aguas, pero no bastaban para alimentar a todo el pueblo Xi Xia. Pensó en la milicia de aquellos lugares. Si despojaba esas aldeas de todos sus hombres, podría reunir otro ejército, pero perdería las provincias a manos de los bandidos en cuanto la hambruna empezara a hacerse sentir. Era exasperante, pero era incapaz de encontrar una solución a sus problemas.

Suspiró y, al oírle, su primer ministro levantó la vista.

—Mi padre me dijo que me asegurara de que los campesinos siempre tuvieran alimento —dijo Rai Chiang en voz alta—. En aquel momento no comprendí lo importante que era. ¿Qué más da si unos pocos pasan hambre cada invierno? ¿No muestra eso acaso el descontento de los dioses?

El primer ministro asintió con gesto solemne.

—Sin el ejemplo del sufrimiento, majestad, nuestro pueblo no trabajaría. Mientras puedan ver cuál es el resultado de la pereza, trabajarán sin descanso bajo el sol para obtener el sustento para ellos y sus familias. Así han ordenado los dioses el mundo y no podemos oponemos a su voluntad.

—Pero ahora, todos van a pasar hambre —exclamó Rai Chiang, cansado de la monótona voz del funcionario—. En vez de ser sólo un ejemplo, una lección moral, la mitad de nuestro pueblo estará reclamando comida y peleándose en las calles.

—Tal vez, majestad —respondió el ministro, con indiferencia—. Muchos morirán, pero el reino perdurará. Las cosechas crecerán de nuevo y, el año que viene, habrá abundancia de alimentos para las bocas de los campesinos. Los que sobrevivan al invierno, se pondrán gordos y bendecirán tu nombre.

Rai Chiang no encontró las palabras para contradecirle. Desde la torre de su palacio, observaba obsesivamente la multitud que se amontonaba en las calles. Los mendigos más pobres habían oído la noticia de que las cosechas estaban siendo abandonadas en los campos inundados por las aguas de las montañas y que se estaban malogrando. Todavía no tenían hambre, pero estarían imaginando el frío del invierno y ya se habían producido algunos disturbios. Obedeciendo sus órdenes, sus guardias habían sido implacables, ejecutando a cientos de hombres al más mínimo signo de agitación. El pueblo había aprendido a temer al rey y, sin embargo, él los temía más a ellos.

—¿No puede salvarse nada? —inquirió por fin. Tal vez fuera su imaginación, pero le parecía poder oler en la brisa el penetrante aroma que despide la vegetación cuando se pudre.

El primer ministro reflexionó un momento mientras revisaba una lista de hechos registrados en la ciudad, como si pudiera encontrar algún tipo de inspiración en ella.

—Si los invasores se marcharan hoy, majestad, sin duda podríamos salvar parte de los cereales más resistentes. Podríamos sembrar arroz en los campos inundados y obtener una cosecha. Podríamos reconstruir los canales, o redirigir el curso del agua en torno a la llanura. Quizá podríamos salvar o reemplazar un diezmo de la producción.

—Pero es que los invasores no se van a marchar —prosiguió Rai Chiang. Golpeó el brazo del sillón con el puño—. Nos han derrotado. Esos piojosos y mugrientos mongoles han herido el mismo corazón de Xi Xia y entre tanto yo tengo que sentarme aquí y presidir nuestra ruina bajo este hedor a trigo podrido.

El primer ministro agachó la cabeza ante tal diatriba, sin atreverse a hablar. Dos de sus colegas habían sido ejecutados esa misma mañana por orden de un rey cada vez más iracundo. No deseaba unirse a ellos.

El rey se puso en pie y juntó las manos a la espalda.

—Se me han agotado las alternativas. Ni quitándole su milicia a todos los pueblos del sur reuniría una cifra de soldados igual a la que se enfrentó a ellos y fracasó. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que esos pueblos se convirtieran en bastiones de bandoleros sin los soldados del rey para mantenerlos bajo control? Perdería el sur además del norte y, a continuación, caería la ciudad. —Maldijo entre dientes y el ministro palideció—. No pienso quedarme sentado esperando a que los campesinos se amotinen contra mí o a que este nauseabundo olor llene todas y cada una de las estancias de la ciudad. Envía mensajeros a hablar con el líder de esa gente. Dile que le concedo audiencia para discutir sus demandas sobre mi pueblo.

—Majestad, son poco más que perros salvajes —contestó barbotando el ministro—. Es imposible negociar con ellos.

Rai Chiang se volvió con los ojos llenos de furia hacia su súbdito.

—Envíalos. No he sido capaz de destruir a ese ejército de perros salvajes. Todo lo que sé es que no consentiré que me arrebate mi ciudad. Quizá pueda sobornarlo para que se vaya.

El ministro se sonrojó abrumado por la vergüenza que suponía la tarea encomendada, pero se postró en el suelo ante su rey, tocando con la frente la fría madera.

Al atardecer los hombres de las tribus estaban borrachos y cantando. Los contadores de historias habían relatado anécdotas de la batalla y de cómo Gengis había atraído al enemigo para que saliera de su circulo sembrado de hierros. Relataron también poemas cómicos que hicieron que los niños se retorcieran de risa y, antes de que desapareciera la última luz, se celebraron numerosas competiciones de lucha y de arco, cuyos vencedores, tocados con una corona de hierba, bebieron hasta perder la consciencia.

Gengis y sus generales presidían el festejo. Gengis bendijo más de diez nuevos matrimonios y regaló armas y ponis de su propia manada a aquellos guerreros que se habían distinguido en la lucha. Las gers estaban repletas de mujeres capturadas en las aldeas, aunque no todas las esposas recibieron con buena cara a las recién llegadas. Más de una riña entre mujeres había terminado en un derramamiento de sangre, y todas las veces las nervudas féminas mongolas habían resultado victoriosas frente a las cautivas de sus esposos. Antes de que cayera la noche, Kachiun había tenido que acudir a la escena de tres homicidios distintos: el licor de airag hacía arder la ira en las venas. Había ordenado que dos hombres y una mujer fueran atados a un palo y que fueran golpeados hasta que manara la sangre de sus cuerpos. Los que habían muerto no le importaban, pero no deseaba ver a las tribus caer en una orgía de lujuria y violencia. Tal vez gracias a su mano de hierro, cuando aparecieron las primeras estrellas en el cielo, el humor de las tribus seguía siendo alegre y, aunque algunos añoraban las estepas de su patria, miraban a sus líderes con orgullo.

Junto a la ger donde Gengis se reunía con sus generales estaba el hogar de su familia, que no era mayor ni exhibía más ornamentos que el resto de tiendas levantadas por las demás familias de la nueva nación. Mientras él aclamaba junto a los demás a los participantes en los combates de lucha y se iban encendiendo las antorchas en el vasto campamento, su esposa Borte cantaba suavemente para sus cuatro hijos mientras comían. Había sido difícil dar con Jochi y Chagatai en la penumbra del atardecer, ya que los niños querían compartir por más tiempo el bullicio y la diversión de la fiesta y no querían irse a dormir. Borte se había visto obligada a mandar a tres guerreros a registrar las tiendas buscándolos y por fin los habían traído de vuelta, aún luchando por zafarse. En el interior de la pequeña ger, se lanzaban miradas desafiantes el uno al otro mientras Borte canturreaba para adormecer a Ogedai y al pequeño Tolui. Había sido un día agotador para ellos y, poco después, los dos pequeños estaban soñando entre las mantas.

Borte se volvió hacia Jochi, frunciendo el ceño al ver su expresión enfadada.

—No has comido nada, hombrecito —le reprendió. El muchacho se sorbió la nariz sin responder y Borte se inclinó sobre él—. ¿No será airag lo que estoy notando en tu aliento? —preguntó en tono autoritario. La actitud de Jochi cambió en un instante y subió las rodillas como si se protegiera.

—Podría ser —respondió Chagatai, contento de tener una oportunidad de ver sufrir a su hermano—. Algunos hombres le dieron una bebida y le he visto vomitar en la hierba.

—¡Cierra la boca! —gritó Jochi, poniéndose en pie de un salto. Borte, contra cuya fuerza no podía competir el chico, lo sujetó del brazo. Chagatai sonrió de oreja a oreja, plenamente satisfecho.

—Está enfadado porque esta mañana se le ha roto su arco favorito —espetó Jochi, mientras intentaba librarse de la férrea mano que lo inmovilizaba—. ¡Suéltame!

Como respuesta, Borte le dio una bofetada que lo hizo caer entre las mantas. No fue un golpe fuerte, pero el niño se llevó la mano a la cara, entre asustado y sorprendido.

—He visto cómo os peleabais todo el día —dijo, enojada—. ¿Cuándo vais a daros cuenta de que no podéis seguir luchando como cachorros delante de las tribus? Vosotros no. ¿Creéis que a vuestro padre eso le hace feliz? Si se lo digo, veréis…

—No se lo digas —pidió Jochi enseguida, con el miedo asomando a su rostro.

Borte se ablandó al instante.

—No, no se lo diré si os portáis bien y trabajáis. No vais a heredar nada de él sólo por ser sus hijos. ¿Es Aíslan sangre de su sangre? ¿O Jelme? Si demostráis que tenéis madera de líderes, os elegirá, pero no esperéis que os prefiera frente a hombres que sean mejores que vosotros.

Ambos chicos la escucharon con atención y Borte se dio cuenta de que nunca antes les había hablado así. Se sorprendió al notar cómo absorbían cada palabra que salía de sus labios y consideró qué más podía decirles antes de que se distrajeran.

—Comeos la cena mientras me escucháis —ordenó. Observó complacida cómo los dos muchachos cogían los platos de carne y empezaban a engullir la comida a pesar de que se había quedado completamente helada. Mientras aguardaban a que su madre continuara hablando, no le quitaban los ojos de encima—. Creí que, a estas alturas, vuestro padre ya os lo habría explicado —murmuró—. Si fuera el khan de una pequeña tribu, quizá su hijo mayor podría esperar heredar su espada, su caballo y sus vasallos. Eso es lo que esperaba vuestro padre del abuelo Yesugei, aunque su hermano Bekter era el primogénito.

—¿Qué le pasó a Bekter? —preguntó Jochi.

—Padre y Kachiun lo mataron —contestó Chagatai, con expresión triunfante. Borte se estremeció y Jochi se quedó con la boca abierta por la sorpresa.

—¿De verdad?

Su madre suspiró.

—Esa historia os la contaré otro día. No sé dónde ha podido oírla Chagatai, pero tendría que saber que no debería escuchar los cotilleos de las fogatas.

Chagatai hizo un rápido gesto de asentimiento a su hermano Jochi a espaldas de su madre, entusiasmado al ver la inquietud pintada en su rostro. Borte lo pilló antes de que pudiera quedarse quieto de nuevo y le lanzó una mirada irritada.

—Vuestro padre no es un simple khan de las colinas —les dijo—. Tiene más tribus de las que pueden contarse con los dedos. ¿Creéis que se lo entregaría todo a un pelele? —Se giró hacia Chagatai—. ¿O a un tonto? —Meneó la cabeza—. No, no lo hará. Tiene hermanos pequeños y esos hermanos tendrán hijos. El próximo khan puede ser uno de ellos, si no se siente satisfecho con los hombres en los que os convertiréis.

Jochi bajó la cabeza mientras asimilaba la información.

—Soy el mejor con el arco —musitó—. Y mi poni sólo es lento porque es muy pequeño. Cuando tenga una montura de hombre, seré más rápido.

Chagatai soltó un resoplido.

—No estoy hablando de dotes para la guerra —intervino Borte, molesta—. Ambos llegaréis a ser excelentes guerreros, lo he visto en los dos. —Antes de que pudieran vanagloriarse por el raro cumplido, continuó—: Vuestro padre os analizará para saber si sois capaces de liderar a otros hombres y pensar con rapidez. ¿Visteis cómo ascendió a Tsubodai a comandante de cien hombres? Ese chico es un desconocido, no pertenece a ningún linaje importante, pero vuestro padre respeta su mente y su destreza. Lo pondrá a prueba, pero podría ser uno de sus generales cuando sea un adulto. Podría mandar a mil, tal vez incluso a diez mil guerreros en la batalla. ¿Haríais vosotros lo mismo?

—¿Por qué no? —dijo Chagatai instantáneamente.

Borte se volvió hacia él.

—Cuando estás jugando con tus amigos, ¿eres tú al que los demás siguen? ¿Siguen tus ideas o eres tú quien sigue las suyas? Piénsalo bien, porque habrá muchos que te adularán por ser hijo de tu padre. Piensa en aquéllos a los que tú respetas. ¿Te escuchan?

Chagatai se mordió los labios mientras reflexionaba. Se encogió de hombros.

—Algunos de ellos. No son más que niños.

—¿Por qué iban a seguirte cuando te pasas los días peleándote con tu hermano? —contestó su madre, insistiendo.

El rostro del niño se llenó de resentimiento al enfrentarse a ideas demasiado grandes para él. Levantó la barbilla con aire desafiante.

—No seguirán a Jochi. Él cree que deberían, pero nunca lo harán.

Al oír esas palabras, Borte sintió que una daga fría se clavaba en su pecho.

—¿Es eso verdad, hijo mío? —preguntó con suavidad—. ¿Por qué no van a seguir a tu hermano mayor?

Chagatai miró hacia otro lado, y Borte alargó la mano y le agarró el brazo con tanta fuerza que le hizo daño. El niño no se quejó, aunque las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¿Hay secretos entre nosotros, Chagatai? —le preguntó Borte; con la voz crispada—. ¿Por qué nunca seguirán a Jochi?

—¡Porque es un bastardo tártaro! —chilló Chagatai. Esta vez, la bofetada de Borte no fue suave. Le echó la cabeza hacia un lado y el niño cayó sobre la cama despatarrado y aturdido. Un hilillo de sangre empezó a gotear de su nariz y Chagatai estalló en sollozos, impresionado.

Detrás de Borte, Jochi habló en voz baja.

—Les dice eso todo el tiempo —admitió. Su voz estaba llena de rabia y desolación, y Borte se dio cuenta de que estaba llorando por el dolor de su hijo. El llanto de Chagatai había despertado a los dos pequeños y ellos también empezaron a sollozar, afectados por la escena que estaba teniendo lugar en la ger, sin comprenderla.

Borte abrió los brazos hacia Jochi y lo abrazó.

—No puedes desear que esas palabras regresen a la estúpida boca de tu hermano —murmuró con la boca en su pelo. Entonces se echó hacia atrás para mirarlo a los ojos, intentando hacérselo entender—. Algunas palabras pueden ser un peso muy cruel sobre un hombre, a menos que consiga ignorarlas. Tendrás que ser mejor que los demás para ganarte la aprobación de tu padre. Ahora lo sabes.

—Entonces, ¿es verdad? —susurró, retirando la vista. Jochi sintió cómo la espalda de su madre se ponía rígida mientras consideraba su respuesta y él también empezó a llorar suavemente.

—Tu padre y yo te empezamos un invierno en una estepa lejana, a cientos de kilómetros de los tártaros. Es verdad que durante un tiempo estuve separada de él y él… mató a los hombres que me secuestraron, pero tú eres su hijo y el mío. Su primogénito.

—Pero mis ojos son distintos —replicó.

Borte resopló.

—Y los de Bekter también. Era hijo de Yesugei, pero tenía los ojos oscuros como los tuyos. Nadie se atrevió nunca a sugerir que no fuera de la misma sangre que su padre. No pienses en eso, Jochi. Eres el nieto de Yesugei y el hijo de Gengis. Un día serás khan.

Mientras Chagatai se sorbía los mocos y se limpiaba la sangre con el dorso de la mano, Jochi hizo una mueca y se echó hacia atrás para mirar a su madre. Era evidente que estaba reuniendo valor y respiró hondo antes de hablar. Su voz tembló, humillándolo delante de sus hermanos.

—Él mató a su hermano —dijo— y he visto la forma en que me mira. ¿No me quiere ni un poco?

Borte apretó al niño contra su pecho, sintiendo que se le rompía el corazón.

—Claro que te quiere. Conseguirás que te vea como su heredero. Harás que se sienta orgulloso de ti.