VII

Sin ningún signo de oposición, los jóvenes guerreros a las órdenes de Gengis pasaban los días cabalgando tan cerca de la ciudad como se atrevían, poniendo a prueba su coraje Los más valerosos galopaban a la sombra de los muros mientras las flechas pasaban silbando por encima de sus cabezas. Sus regocijados gritos resonaban en los campos retando al enemigo, aunque sólo un arquero Xi Xia logró un blanco directo en tres días. Aun en ese caso, el guerrero recuperó su montura y se alejó tras extraer la flecha de su armadura y tirarla al suelo con desprecio.

También Gengis se aproximó a caballo, con sus generales y ofíciales, pero la vista que se alzaba ante él no le sirvió de ninguna inspiración. Hasta los canales que penetraban en la ciudad estaban protegidos por barrotes de hierro tan gruesos como el antebrazo de un hombre, firmemente encajados en la piedra. Pensó que tal vez todavía pudieran entrar derribando a golpes esos barrotes, aunque la perspectiva de arrastrarse por túneles fríos y húmedos resultaba extremadamente desagradable para un hombre de las estepas.

Cuando cayó la noche, sus hermanos y generales se reunieron en la gran ger para comer y debatir el problema. El humor de Gengis se había agriado una vez más, pero Arslan lo conocía desde el principio mismo de su auge y no temía hablar con franqueza.

—Con el mismo tipo de escudo de madera que utilizamos contra el fuerte, podríamos proteger a los hombres el tiempo suficiente para tirar a martillazos las rejas del canal —dijo Arslan, masticando—. Aunque no me gusta el aspecto de esas construcciones de los muros. Nunca habría creído que un arco pudiera ser tan grande. Si son reales, tienen que lanzar flechas tan largas como un hombre. ¿Quién sabe cuánto daño pueden hacer?

—No podemos quedarnos aquí fuera para siempre mientras ellos envían mensajes a sus aliados —murmuró Kachiun— y no podemos marcharnos y dejar atrás la ciudad dándole a su ejército la posibilidad de atacarnos por la espalda. Debemos entrar en la ciudad o retornar al desierto y renunciar a todo lo que hemos ganado.

Gengis echó una rápida mirada a su hermano pequeño con expresión sombría.

—Eso no sucederá —declaró con más confianza de la que sentía—. Tenemos sus cosechas. ¿Cuánto puede soportar una ciudad antes de que los de dentro empiecen a comerse los unos a los otros? El tiempo está de nuestro lado.

—Todavía no los estamos perjudicando demasiado, yo creo —replicó Kachiun—. Tienen los canales para suministrarles agua y, por lo que sabemos, la ciudad está repleta de grano y carne salada. —Vio que esa imagen hacía que Gengis frunciera el ceño, pero continuó—. Podríamos estar aquí años, esperando, y ¿quién sabe cuántos ejércitos se han puesto en marcha para prestarles su apoyo? ¡Puede que para cuando estén muriéndose de hambre estemos luchando contra los propios Chin y nos encontremos atrapados entre los dos!

—¡Entonces dame una respuesta! —espetó Gengis—. Los eruditos uighurs me han contado que todas las ciudades de las tierras de los Chin son así, o incluso más grandes, si es que eres capaz de imaginarlo. Si han sido construidas por hombres, pueden ser destruidas por hombres, no tengo ninguna duda. Ahora decidme cómo.

—Podríamos envenenar el agua de los canales —dijo Khasar; alargando el cuchillo hacia otro trozo de carne. Lo ensartó en medio de un repentino silencio y alzó la vista para mirar a los que lo rodeaban—. ¿Qué? Ésta no es nuestra tierra.

—Eso es muy cruel —censuró Kachiun a su hermano, hablando por todos los presentes—. ¿Qué beberíamos nosotros, entonces?

—Beberíamos agua limpia de una zona más arriba —contestó Khasar encogiéndose de hombros.

Gengis escuchaba, considerando su propuesta.

—Necesitamos impulsarlos a salir —intervino—. No permitiré que se envenene agua limpia, pero podemos abrir brechas en los canales y dejar que los habitantes de la ciudad pasen sed. Que vean destruido el trabajo de generaciones y quizá salgan a las llanuras a enfrentarse a nosotros.

—Me ocuparé de que lo hagan —sentando Jelme.

Gengis hizo una señal de asentimiento con la cabeza.

—Y tú, Khasar. Enviad cien hombres a romper los barrotes en el lugar donde los canales entran en la ciudad.

—Para protegerlos habrá que destripar más carros. A las familias no les va a gustar —apuntó Khasar.

Gengis resopló.

—Construiré más cuando estemos en esa ciudad maldita. Entonces nos darán las gracias.

Todos los hombres reunidos en la tienda oyeron cómo se aproximaba el repiqueteo de los cascos de los caballos al galope. Gengis se detuvo con un trozo de cordero grasiento entre los dedos. Levantó la mirada mientras escuchaba los pasos resonar en los escalones y veía abrirse la puerta de la ger.

—Están saliendo, señor.

—¿En la oscuridad? —preguntó Gengis, incrédulo.

—No hay luna, pero estaba lo bastante cerca como para oírlos, señor parloteaban como pájaros y hacían más ruido que unos niños.

Gengis arrojó el pedazo de carne en la fuente situada en el centro de la tienda.

—Volved con vuestros hombres, hermanos míos. Que se preparen. —Su mirada cruzó la ger para posarse en Arslan y Jelme, que estaban sentados juntos.

—Arslan, tú te quedarás con cinco mil para proteger a las familias. El resto vendrá conmigo. —La perspectiva de luchar dibujó una ancha sonrisa en su rostro y los presentes lo imitaron.

—Nada de años, Kachiun. Ni siquiera un día más. Haz que los exploradores más veloces salgan al galope. Quiero saber qué están haciendo nuestros enemigos en cuanto salga el sol. Entonces repartiré las órdenes.

Al estar tan al sur, las temperaturas del otoño seguían siendo altas y las cosechas sin segar se encorvaban bajo su propio peso mientras empezaban a pudrirse en los campos. Algunos exploradores mongoles aullaban retando al ejército rojo que había abandonado la seguridad de Yinchuan y ahora marchaba hacia ellos, mientras otros regresaban a comunicarle los pormenores a Gengis. Entraban en la gran tienda en grupos de tres e iban informando de lo que habían averiguado.

Gengis caminaba arriba y abajo con amplias zancadas, escuchando a cada uno de sus hombres describir la escena.

—No me gusta ese asunto de las cestas —le dijo a Kachiun—. ¿Qué pueden estar sembrando en este suelo? —Había oído que había cientos de hombres que caminaban juntos en una formación concreta delante de las huestes de Yinchuan. Cada uno de ellos llevaba una cesta sobre los hombros y un hombre a sus espaldas iba metiendo la mano en ella, una y otra vez, para luego arrojar algo al suelo extendiendo el brazo con fuerza.

El khan de los uighurs había sido convocado para explicar el misterio. Barchuk había interrogado atentamente a los exploradores, sacándoles hasta el más pequeño detalle que pudieran recordar.

—Podría ser algo para ralentizar a nuestros caballos, señor —concluyó por fin—. Piedras afiladas, quizá, o hierro. Han sembrado una amplia franja de esas semillas por el límite exterior de su ejército y no muestran ningún signo de que vayan a cruzarlo. Si su intención es atraernos hacia allí, quizá lo que esperan es que la carga se vaya a pique.

Gengis le dio unas palmadas en el hombro.

—Sea lo que sea, no dejaré que sean ellos los que elijan el campo de batalla —contestó—. Vas a conseguir tus pergaminos, Barchuk.

—Observó a su alrededor los rostros brillantes de sus hombres de confianza. Ninguno de ellos podía saber realmente a qué tipo de rival se enfrentaban. La masacre que se había producido en el fuerte para entrar en las tierras de los Xi Xia tenía poco que ver con las formaciones de lucha de la propia ciudad del rey. Sintió su corazón batir con fuerza ante la idea de entablar por fin batalla contra los enemigos de su pueblo. No fracasarían ahora ¿no?, después de tanta preparación. Kokchu había dicho que las propias estrellas proclamaban un nuevo destino para su pueblo. Con el chamán asistiéndolo, Gengis había sacrificado una cabra blanca al padre cielo, utilizando el nombre en la más antigua lengua de chamanes. Tángri no los rechazaría. Llevaban demasiado tiempo siendo débiles por culpa de los Chin y sus ciudades de oro. Ahora eran fuertes y verían caer esas ciudades.

Los generales permanecieron erguidos en perfecta inmovilidad, mientras Kokchu introducía la mano en unos diminutos recipientes y dibujaba líneas en sus rostros con el dedo. Cuando se miraron los unos a los otros, fueron incapaces de ver a los hombres que conocían: vieron sólo las máscaras de guerra y varios pares de ojos feroces y terribles.

El chamán dejó a Gengis para el final y marcó una línea roja desde lo alto de la frente del khan, pasando por los ojos y descendiendo por ambos lados de la boca.

—El hierro no te tocará, señor. La piedra no te romperá. Eres el Lobo y el padre cielo vela por ti.

Gengis lo miró fijamente, sin parpadear, notando la sangre caliente sobre su piel. Por fin, hizo una inclinación de cabeza y abandonó la ger se subió a su caballo y desde allí observó las líneas que los guerreros habían formado a ambos lados. Contempló la ciudad en la distancia y, frente a ella, una masa borrosa de hombres rojos esperando darle una lección de humildad y ver cómo sus ambiciones resultaban frustradas. Miró a izquierda y a derecha a lo largo de la línea y alzó el brazo.

Empezaron a retumbar los tambores, llevados por cien muchachos desarmados. Cada uno de ellos se había peleado con sus compañeros para obtener el derecho a unirse a los guerreros y muchos aún exhibían las marcas de la lucha. Gengis sintió su propia fuerza al tocar la empuñadura de la espada de su padre para que le diera buena suerte. Bajó el brazo y, como un solo hombre, sus guerreros avanzaron con gran estruendo por la planicie de los Xi Xia en dirección a la ciudad de Yinchuan.

—Ya vienen, señor —informó nervioso el primer ministro de Rai Chiang. El mirador de la torre del rey, en una posición estratégica, ofrecía la mejor vista de la llanura que se podía encontrar en toda la ciudad y Rai Chiang no se había negado a recibir a sus consejeros en sus habitaciones privadas.

En su armadura lacada, los soldados parecían una brillante salpicadura de sangre en el terreno que se extendía delante de la ciudad. Rai Chiang creyó divisar la distante figura del general Giam, con su blanca barba, subiendo y bajando las líneas a lomos de su caballo. Las picas relucían en la luz matutina mientras los regimientos se colocaban en formación. Reconoció a su propia guardia real situándose en las alas. Eran los mejores jinetes de Xi Xia y no se arrepentía de haberlos prestado para realizar esa tarea.

Se había sentido profundamente herido por tener que permanecer escondido en su ciudad mientras sus tierras eran saqueadas y devastadas por las tribus. La mera imagen de un ejército haciendo frente al invasor le levantó el ánimo. Giam era un pensador sólido, un hombre con el que se podía contar Cierto que en su ascenso hasta obtener el mando del ejército no había participado en ninguna batalla, pero Rai Chiang había revisado sus planes y no había encontrado en ellos ningún fallo. El rey bebía un pálido vino blanco mientras aguardaba, deleitándose en la idea de ver a sus enemigos destruidos ante sus ojos. Las noticias de la victoria llegarían al emperador Wei y éste experimentaría una amarga decepción. Si los Chin les hubieran enviado refuerzos, Rai Chiang habría estado en deuda con ellos durante el resto de su vida. El emperador Wei poseía la suficiente sutileza como para saber cuándo había renunciado a una posición ventajosa en cuestiones de comercio y poder y ése era un pensamiento embriagador para Rai Chiang. Se aseguraría de que los Chin fueran informados de todos los detalles de la batalla.

El general Giam observó la nube de polvo que levantaban sus rivales en su avance. Se dio cuenta de que el suelo se estaba secando: ningún campesino se atrevía a regar sus cosechas. Aquéllos que lo habían intentado habían sido asesinados por los batidores del invasor, aparentemente como juego o para iniciar a los más jóvenes. Eso acabaría hoy, se prometió Giam.

Sus órdenes se comunicaban a las filas de soldados mediante unos estandartes que se elevaban sobre altas pértigas para que ondearan en la brisa a la vista de todos. Mientras revisaba las filas cabalgando arriba y abajo, las cruces negras se mezclaron con los banderines rojos, un símbolo de que debían mantenerse firmes en posición. Más allá del espacio ocupado por el ejército, los campos habían sido sembrados con cien mil púas de hierro, escondidas entre la hierba. Giam aguardaba con paciencia a que las tribus los atacaran. Se produciría una carnicería y, a continuación, ordenaría alzar las banderas indicando un ataque en formación cerrada mientras los mongoles estuvieran todavía aturdidos.

La caballería real defendía las alas y asintió para sí al ver sus excelentes caballos, bufando y piafando nerviosamente. Los piqueros del rey ocupaban el centro de sus tropas. Tenían un aire resuelto y un aspecto espléndido con sus uniformes escarlata, que recordaban a las escamas de los peces exóticos. Cuando la nube de polvo creció y todos los soldados sintieron ya la tierra temblar bajo sus pies, sus adustos rostros ayudaron a calmar a los demás. Giam vio que una de las banderas se hundía y envió a un hombre hacia allí para reprender al portaestandartes. El ejército de los Xi Xia estaba alterado, lo percibía en la expresión de sus rostros. Recobrarían el ánimo cuando vieran cómo se rompía la línea de ataque de sus enemigos. Giam notó que su vejiga protestaba y maldijo entre dientes, sabiendo que no podía desmontar ahora que el enemigo se dirigía a toda velocidad hacia ellos. En las filas descubrió a varios hombres que estaban orinando en el polvoriento suelo, preparándose para la batalla.

Se vio obligado a dar las órdenes a gritos por encima del estruendo de los caballos al galope. Los oficiales de la guardia se habían repartido a lo largo de la línea y repitieron la orden de aguantar en posición.

—Sólo un poco más —murmuró. Empezó a reconocer figuras individualizadas entre sus rivales y su estómago dio un vuelco al ver cuántos eran. Notó la mirada de sus conciudadanos sobre su espalda y supo que el rey estaría observando junto con todos los demás hombres y mujeres que pudieran hallar un lugar sobre las murallas. La supervivencia de Yinchuan dependía de ellos, pero no los defraudarían.

Su segundo de a bordo se aproximó, listo para retransmitir las órdenes de Giam.

—Será una gran victoria, general —afirmó. Giam percibió la tensión en la voz de su subordinado y se obligó a darle la espalda al enemigo.

—Con la mirada del rey posada sobre nosotros, los hombres no deben descorazonarse. ¿Saben que está observando?

—Me he asegurado de que así fuera, general. Ellos…-Sus ojos se abrieron desmesuradamente y, con un brusco giro, Giam volvió la mirada hacia la línea de carga que avanzaba golpeando con sus cascos la llanura.

Desde el centro de la línea, cien ponis se adelantaron al galope y sus jinetes formaron una columna similar al astil de una flecha. Giam los contempló sin entender mientras se acercaban a la zona de pinchos ocultos entre la hierba. Vaciló, indeciso sobre cómo afectaría esa nueva formación a sus planes. Sintió que un hilo de sudor le caía resbalando desde el nacimiento del pelo y desenvainó la espada para calmar sus manos.

—Ya casi estamos… —susurró. Los jinetes cabalgaban inclinados sobre los lomos de sus ponis, con el rostro crispado bajo la fuerza del viento. Giam observó cómo entraban en la trampa que habían preparado y, durante un instante terrorífico, pensó que de algún modo atravesarían sin más la línea de púas. Entonces, de pronto, el primer caballo gritó y dio un traspié que le hizo caer con gran estrépito. Tras él se desplomaron varias docenas de caballos más: los pinchos perforaban la parte blanda de sus cascos y al corcovear arrojaban a los hombres hacia su muerte. La delgada columna titubeó y, por un momento, Giam experimentó una feroz alegría. Vio que la primera línea de jinetes se deshacía cuando la masa de guerreros que los seguían tiraron con furia de sus riendas. Casi todos los que se habían internado a toda velocidad en la zona de pinchos yacían lisiados o muertos sobre la hierba y desde las filas rojas se elevaron vítores de júbilo.

Giam vio que las banderas se alzaban orgullosas sobre las pértigas y apretó el puño derecho lleno de excitación. ¡Que se acercaran a pie y verían qué les tenía preparado!

Más allá del caos de hombres y caballos gimiendo, el grueso del enemigo se arremolinaba sin formación, perdido el ímpetu inicial ante la muerte de sus hermanos. Bajo la mirada de Giam, los indisciplinados guerreros de las tribus cayeron presa del pánico. La única táctica que conocían era cargar como salvajes y se la habían arrebatado con su treta. Sin previo aviso, cientos de ellos dieron media vuelta y regresaron al galope hacia sus propias líneas. La huida en desbandada se propagó como la pólvora entre ellos y Giam vio a los oficiales mongoles vociferando órdenes contradictorias hacia los fugitivos y golpearlos con el dorso de sus espadas cuando pasaban a su lado. Detrás de ellos, el pueblo de Yinchuan rugía entusiasmado.

Giam se giró súbitamente en la silla. Toda su primera fila dio medio paso adelante, ansiosos por saltar como perros sujetos con una cadena. Veía cómo se incrementaba en ellos la sed de sangre y sabía que tenía que controlarlos.

—¡Quietos! —bramó—. Oficiales, controlad a vuestros hombres. La orden es esperar en posición. —Pero nada podía detenerlos. Un segundo paso rompió el último resquicio de contención y las filas rojas, relucientes en sus nuevas armaduras, se abalanzaron hacia delante dando gritos. El aire se llenó de polvo. Sólo la guardia del rey mantuvo su posición y, al poco, la caballería de las alas se vio forzada a avanzar con los otros para no dejarlos a descubierto. Giam clamó de nuevo, desesperado, y sus propios oficiales corrieron arriba y abajo de las líneas tratando de parar a su ejército. Era imposible. Habían visto al enemigo cabalgando a la sombra de la ciudad durante casi dos meses. Allí tenían al fin la oportunidad de hacerlos sufrir. Mientras corrían y alcanzaban la barrera de púas de hierro, la milicia retaba a sus enemigos a gritos. Los pinchos no eran peligrosos para los hombres a pie y pasaron por encima de ellos a gran velocidad, matando a aquellos guerreros que aún estaban con vida y apuñalando los cadáveres una y otra vez hasta convertirlos en bultos sanguinolentos sobre la hierba.

Giam utilizó su montura para bloquear el avance de las líneas de hombres lo mejor que pudo. Airado, hizo que los cuernos tocaran retirada, pero los hombres estaban sordos y ciegos a todo excepto al enemigo y al rey que los observaba. Era imposible hacer que regresaran a sus puestos.

Desde lo alto de su caballo, Giam vio el repentino cambio en la formación de las tribus antes que ninguno de sus hombres. Ante sus ojos, la desbandada terminó y se formaron nuevas líneas de guerreros mongoles, perfectas, con una disciplina escalofriante. Las tropas escarlata de Xi Xia habían recorrido unos ochocientos metros más allá de las trampas y pozos que habían excavado la noche anterior y seguían corriendo, deseosos de manchar de sangre sus espadas y alejar a esos enemigos de su ciudad. Sin previo aviso, tuvieron frente a sí a un ejército seguro de sí mismo en campo abierto. Gengis dio una única orden y todos los hombres iniciaron el trote. Los guerreros mongoles sacaron sus arcos de unos bolsillos de cuero adosados a las sillas de sus monturas y las primeras flechas de los carcajes de sus caderas o espaldas. Guiaban a sus ponis sólo con las rodillas, cabalgando con las puntas de las largas flechas dirigidas hacia el suelo. Gengis gritó otra orden y los guerreros pusieron sus ponis a medio galope y luego, al instante, a galope tendido, a la vez que situaban ya las flechas junto a sus rostros para lanzar la primera descarga.

Al verse atrapados en campo abierto, el temor atravesó las desordenadas masas del ejército rojo. Las líneas de los Xi Xia se apretaron unas contra otras mientras algunos, en retaguardia, todavía seguían vitoreando, ignorantes de que el ejército mongol se precipitaba sobre ellos de nuevo. Giam empezó a bramar órdenes, intentando desesperadamente incrementar el espacio entre las filas, pero sólo respondió la guardia del rey. Cuando se vieron ante una carga masiva por segunda vez, los hombres de la milicia se apiñaron todavía más, aterrorizados y confusos.

Veinte mil flechas silbantes hicieron caer de rodillas a las líneas rojas. No podían devolver las descargas ante tal destrucción. Sus ballesteros sólo podrían disparar a ciegas hacia el enemigo, obstaculizados por la confusión de sus compañeros de armas. Los mongoles tensaron y lanzaron diez veces cada sesenta segundos con una puntería arrolladora. La armadura escarlata salvó a unos cuantos, pero cuando se alzaban chillando, otras muchas saetas se hundían en sus cuerpos hasta que ya no se volvían a levantar. Los mongoles se aproximaban velozmente para iniciar el cuerpo a cuerpo, Giam clavó los talones en su caballo y corrió por delante de las malogradas líneas de soldados hasta los piqueros del rey, en un intento desesperado de lograr que resistieran. De algún modo, logró recorrer esa distancia sin un solo rasguño.

Con su roja armadura, nada distinguía a los guardias del rey del resto de la milicia. Cuando Giam asumió el mando, vio a algunos soldados huyendo a la carrera entre las filas de la guardia, perseguidos por jinetes mongoles que aullaban como lobos. Los guardias no escaparon y, con voz seca, Giam dio la orden de alzar las picas, que fue transmitida de fila en fila. Los mongoles advirtieron demasiado tarde que ese grupo no era presa del pánico como los otros. Las hojas de las picas colocadas en un determinado ángulo podían partir a un hombre a la carga por la mitad y decenas de guerreros de las tribus cayeron al intentar atravesar las filas de la guardia al galope. Giam sintió que la esperanza de salvar el día se despertaba en su pecho.

La caballería real había avanzado para defender las alas frente al móvil enemigo. Cuando la milicia fue aplastada, Giam sólo contaba con los pocos miles de soldados entrenados del rey y unos cientos rezagados. Los mongoles parecían disfrutar atacando a los jinetes Xi Xia. Cada vez que la caballería de la guardia trataba de iniciar la carga, las tribus se precipitaban sobre ellos a máxima velocidad y derribaban a varios hombres con sus arcos. Los más feroces se lanzaron sobre los guardias con las espadas en ristre, acercándose y alejándose en trayectorias zigzagueantes como insectos venenosos. Aunque la caballería mantenía la disciplina, habían sido entrenados para derrotar a tropas de infantería en campo abierto y no eran capaces de rechazar ataques que provenían de todas direcciones. A tanta distancia de la ciudad, las cargas se estaban convirtiendo en una masacre.

Los piqueros sobrevivieron las primeras cargas lanzadas contra ellos destripando los caballos mongoles. Cuando la caballería real cayó y sus miembros se dispersaron, los que luchaban a pie quedaron expuestos. Los piqueros no podían girarse con facilidad para dar la cara a sus rivales y siempre que lo intentaban, eran demasiado lentos. Giam seguía vociferando órdenes, cada vez más desalentado, pero los mongoles los rodearon y los hicieron pedazos con una lluvia de flechas que una vez más no le incluyeron entre sus víctimas. Todos los que cayeron se desplomaron con una docena de saetas dentro del cuerpo o bien fueron derribados de la silla por una espada empleada a galope tendido. Las picas se quebraron y fueron pisoteadas. Los escasos supervivientes trataron de echar a correr hacia la sombra de los muros buscando la protección de los arqueros. Prácticamente todos ellos fueron derribados de sus monturas.

Las puertas estaban cerradas. Cuando Giam se volvió para echar una mirada fugaz a la ciudad, se sintió sofocado por la vergüenza. El rey estaría observando, horrorizado. El ejército estaba destrozado, perdido. Sólo unos pocos hombres maltrechos, exhaustos, habían conseguido alcanzar las murallas. Sin saber cómo, Giam había permanecido sobre la silla, más consciente que nunca de la mirada de su soberano sobre él. Atormentado, alzó la espada y galopó suavemente hacia las líneas mongoles hasta que lo avistaron.

Una flecha tras otra se quebró contra su roja armadura mientras se aproximaba a sus enemigos. Antes de que hubiera alcanzado la línea, un joven guerrero lanzó su caballo a la carrera para irle al encuentro con la espada en ristre. Giam dio un grito salvaje al asestar el golpe, pero el guerrero lo esquivó agachándose, abriendo a la vez un hondo tajo bajo el brazo derecho del general. Giam se balanceó sobre su montura, que disminuyó el trote hasta el paso. Oía al guerrero cabalgar en círculos a su alrededor; pero su brazo pendía sólo de los tendones y no podía levantar la espada. La sangre le corría por los muslos y alzó la vista un instante para recibir el siguiente golpe, cuyo dolor no llegó a sentir y que le arrebató la cabeza, poniendo fin a su vergüenza.

Gengis cabalgó con aire triunfante a través de los montones de cadáveres escarlata, cuya armadura se asemejaba a brillantes caparazones de escarabajos. En la mano derecha sostenía una larga pica con la cabeza del general Xi Xia y, en la punta, su barba blanca ondeaba en la brisa. La sangre fluía desde el astil hasta su mano, donde se secaba, haciendo que los dedos se pegaran entre sí. Algunos soldados enemigos habían escapado corriendo entre los pinchos de hierro, donde sus jinetes no podían seguirlos. Sin cejar en su empeño, había enviado grupos de guerreros a pie, que llevaban sus caballos de las riendas. Había sido un avance lento y, en total, calculó que mil soldados habían conseguido aproximarse lo bastante a la ciudad como para quedar cubiertos por los arqueros. Gengis se rió al ver aquellos hombres descompuestos cobijándose a la sombra de Yinchuan. Las puertas permanecían cerradas y todo lo que podían hacer aquellos desgraciados era seguir con la mirada fija y perdida a sus guerreros, que cabalgaban entre los muertos, riéndose a carcajadas y llamándose unos a otros.

Gengis desmontó al llegar a la hierba y dejó la ensangrentada pica apoyada en el flanco palpitante de su caballo. Se agachó para coger uno de los pinchos y lo examinó con curiosidad. Era un objeto simple formado por cuatro puntas unidas de manera que una permaneciera siempre hacia arriba independientemente de cómo cayera el objeto. Si le hubiera tocado a él adoptar la posición defensiva, pensó que los habría distribuido en bandas que dibujaran círculos concéntricos alrededor del ejército, pero aun así, se dijo, aquellos defensores no respondían a la definición de guerrero que él conocía. Sus propios hombres eran más disciplinados, habían recibido la lección de una tierra más dura que el apacible valle de los Xi Xia.

Mientras recorría a pie el campo de batalla, Gengis halló en el suelo algunos fragmentos de armadura arrancados y rotos. Estudió uno de aquellos pedazos con interés, observando cómo se había descascarillado la laca roja por los bordes. Algunos de los soldados Xi Xia habían luchado bien, pero los arcos mongoles los habían derribado igualmente. Era un buen presagio para el futuro y la confirmación definitiva de que había traído a su pueblo al lugar adecuado. Los hombres lo sabían y miraban a su khan con admiración y respeto. Los había conducido a través del desierto y los había enfrentado a rivales con escasas habilidades marciales. Aquél era un buen día.

Su mirada se posó en diez hombres vestidos con deels marcados con el bordado azul de los uighurs que caminaban entre los muertos. Uno de ellos llevaba un saco consigo y vio que los demás se inclinaban sobre los cadáveres y hacían un rápido y brusco movimiento con un cuchillo.

—¿Qué hacéis? —les preguntó elevando la voz. Al ver quién se dirigía a ellos, se irguieron con orgullo.

—Barchuk de los uighurs nos dijo que querrías saber la cifra de muertos —respondió uno de ellos—. Les estamos cortando la oreja para contarlas más tarde.

Gengis parpadeó. Al mirar a su alrededor, confirmó que muchos de los cadáveres tenían un tajo rojo en el lugar que por la mañana ocupaba su oreja. El saco ya estaba bastante abultado.

—Podéis darle las gracias a Barchuk en mi nombre —comenzó a decir y, a continuación, su voz se apagó. Mientras los guerreros intercambiaban miradas nerviosas, Gengis pasó entre los cadáveres con tres amplias zancadas haciendo que las moscas alzaran el vuelo zumbando.

—Aquí hay un hombre que no tiene ninguna de las dos orejas —dijo Gengis. Los guerreros uighurs se aproximaron a toda prisa y, al ver al soldado desorejado, el hombre que transportaba el saco empezó a maldecir a sus compañeros.

—¡Basura miserable! ¿Cómo vamos a hacer bien los cálculos si les cortáis las dos orejas?

Gengis echó un vistazo a sus caras y estalló en carcajadas mientras retomaba junto a su poni.

Aún se estaba riendo entre dientes mientras recogía la pica y arrojaba al suelo el pincho de negras puntas. Avanzó al paso hacia las murallas con su macabro trofeo, midiendo mentalmente el alcance de los arcos de los Xi Xia.

A plena vista de los hombres que se refugiaban tras las murallas de la ciudad, hundió la pica en el suelo con todo su peso y se retiró, levantando la vista hacia ellos. Como esperaba, una lluvia de delgadas flechas se elevó en el aire en su dirección, pero estaba suficientemente lejos y no se inmutó. En vez de alejarse, desenvainó la espada de su padre y la alzó hacia ellos, mientras a sus espaldas sus tropas rugían y entonaban cánticos de victoria.

La expresión de Gengis se endureció de nuevo. Había iniciado en la guerra a su nueva nación. Había demostrado que podían vencer incluso enfrentándose a soldados Chin. Y, sin embargo, todavía no había hallado el modo de entrar en una ciudad que se burlaba de él con su poderío. Se dirigió despacio hacia donde se habían reunido sus hermanos y los saludó con una inclinación de cabeza y una orden:

—Romped los canales.