VI

El rey estaba en la estancia más elevada de su palacio, contemplando el llano valle de los Xi Xia. Cuando la neblina del alba se levantaba de los campos, era un paisaje de una gran belleza. Si no supiera que había un ejército allí fuera, donde aún no podía verlo, el valle habría parecido tan apacible como cualquier otra mañana. Los canales relucían bajo el sol como líneas de oro, transportando la preciosa agua hasta las cosechas. Se veían incluso algunas distantes figuras de granjeros, que seguían trabajando sin pensar en el ejército que había penetrado en su país desde el desierto del norte.

Rai Chiang se ajustó la túnica de seda verde que llevaba, con dibujos bordados en oro. A juzgar únicamente por la expresión de su rostro, el rey parecía tranquilo, pero mientras observaba el amanecer, sus dedos retorcían nerviosos un hilo, que siguió toqueteando sin parar hasta que coincidió entre sus uñas y se rompió. Frunció el ceño, bajando la vista para confirmar el desastre. La túnica era obra de tejedores Chin, y la llevaba para que le diera suerte en la cuestión de los refuerzos. Había enviado una carta por medio de sus dos exploradores más veloces en cuanto le habían informado de la invasión, pero la respuesta se demoraba.

Suspiró para sí y, sin que se diera cuenta, sus dedos empezaron a retorcer otro hilo. Si el viejo emperador Chin estuviera vivo, ya habría cincuenta mil soldados en marcha para defender su pequeño reino, estaba seguro. Qué capricho de los dioses haberse llevado a su aliado en el preciso momento en que necesitaba su ayuda. El príncipe Wei era un extraño para él y Rai Chiang no sabía si ese arrogante hijo sería tan generoso como su padre.

Rai Chiang consideró las diferencias entre ambas regiones, preguntándose si podría haber hecho más para garantizar el apoyo de los Chin. Su más distante antecesor había sido un príncipe Chin y gobernó la provincia como si fuera su propio feudo. A él no le habría resultado deshonroso pedir ayuda. El reino Xi Xia había sido olvidado en el gran conflicto acaecido siglos atrás, cuando príncipes más importantes lucharon entre sí hasta que el Imperio Chin se separó en dos partes. Rai Chiang era el gobernante sexagésimo cuarto nombrado después de ese sangriento periodo. Desde la muerte de su padre había pasado casi tres décadas dedicado a mantener a su pueblo libre de la sombra de los Chin, cultivando otras alianzas y evitando ser responsable de cualquier tipo de ofensa que pudiera provocar que su reino fuera obligado a retornar al redil por la fuerza. Uno de sus hijos heredaría un día esa frágil paz. Rai Chiang pagaba sus tributos, enviaba a sus mercaderes a comerciar y sus guerreros aumentaban las filas del ejército imperial. A cambio, era tratado como un aliado honorable.

Cierto que Rai Chiang había encargado un nuevo alfabeto para su pueblo que se parecía bastante poco a la escritura Chin. El viejo emperador Chin le había enviado unos raros textos de Lao Tse y el buda Sakyamuni para que los tradujera. ¿Acaso no era eso un gesto de aceptación, si no de aprobación? El mismo valle de los Xi Xia estaba separado de las tierras Chin, bordeado de montañas y el río Amarillo como fronteras naturales. Con una nueva lengua, los Xi Xia se distanciarían aún más de la influencia de los Chin. Era un juego peligroso y delicado, pero sabía que tenía la visión y la energía necesarias para brindar un buen futuro a su pueblo. Pensó en las nuevas rutas comerciales que había abierto hacia el oeste y la riqueza que estaba entrando por ellas. Todo eso estaba ahora en peligro por culpa de esas tribus que habían salido rugiendo del desierto.

Rai Chiang se preguntó si el príncipe Wei se daría cuenta de que los mongoles habían entrado por el reino Xi Xia, sorteando así su precioso muro del noroeste. No les serviría de nada ahora que el lobo había hallado la puerta que daba al campo.

—Tienes que apoyarme —susurró para sus adentros. Le sublevaba depender de la ayuda militar de los Chin, después de tantas generaciones alejando poco a poco a su pueblo de esa dependencia. Todavía no sabía si podría soportar el precio que el príncipe Wei le pediría a cambio de su apoyo. El reino podría salvarse sólo para convertirse en una provincia de nuevo.

Rai Chiang golpeteó con los dedos, irritado, al pensar en admitir tropas Chin en sus tierras. Los necesitaba desesperadamente, pero ¿Y si no se marchaban cuando la batalla hubiera concluido? ¿Y si ni siquiera venían?

Doscientas mil personas se refugiaban ya dentro de los muros de Yinchuan, con varios miles más congregados en el exterior de las puertas cerradas. Por la noche, los más desesperados trataban de escalar el muro y entrar en la ciudad, y los guardias del rey se veían obligados a expulsarlos de nuevo con espadas, o a lanzar una descarga de flechas hacia ellos. El sol salía todos los días sobre nuevos cadáveres y los soldados tenían que salir de Yinchuan para enterrarlos antes de que pudieran propagar alguna enfermedad, trabajando bajo las resentidas miradas del resto de campesinos. Era un asunto penoso y desagradable, pero la ciudad sólo tenía alimento para un número limitado de bocas y las puertas debían permanecer cerradas. Rai Chiang siguió jugando inconscientemente con los hilos de oro hasta que bajo sus uñas brotaron algunas gotas de sangre.

Aquellos afortunados que habían encontrado refugio en la ciudad dormían en las calles: las camas de toda posada y casa de huéspedes estaban ocupadas desde hacía ya mucho tiempo. El precio de la comida estaba subiendo más y más cada día y el mercado negro prosperaba a pesar de que los guardias ahorcaban a todo aquél que fuera pillado acaparando provisiones. Mientras aguardaban a que los bárbaros atacaran, Yinchuan era una ciudad aterrorizada, pero habían pasado tres meses en los que lo único que había llegado eran los informes de la destrucción: las huestes de Gengis iban devastando todo lo que encontraban a su paso. Todavía no habían llegado a Yinchuan, aunque sus exploradores habían sido avistados cabalgando en la distancia.

Se oyó un gong y Rai Chiang dio un respingo. Le parecía increíble que ya fuera la hora del dragón. Había estado inmerso en sus cavilaciones, pero no le habían reportado la habitual sensación de paz antes de que el día comenzara de verdad. Sacudió la cabeza para alejar a los maliciosos espíritus que socavaban la voluntad de los hombres fuertes. Tal vez el amanecer trajera mejores noticias. Preparándose para ser visto, se enderezó en su trono de oro lacado y ocultó la manga con el hilo roto bajo la otra. Cuando hubiera hablado con sus ministros, haría que le trajeran una nueva túnica y se daría un baño refrescante para que su sangre fluyera con menos turbulencia.

El gong sonó por segunda vez y las puertas que daban a su cámara se abrieron en perfecto silencio. Entró una hilera de hombres formada por sus consejeros de más confianza, sus pasos amortiguados con zapatos de fieltro para no rayar el suelo pulido. Rai Chiang los observó con rostro impasible, sabiendo que su tranquilidad y confianza dependían de sus maneras. Si mostraba un solo gesto de nerviosismo, a sus consejeros les invadirían las mismas oleadas de pánico que atravesaban los barrios bajos y las calles de la ciudad.

Dos esclavos tomaron posiciones a ambos lados del rey, creando una suave brisa con unos enormes abanicos. Rai Chiang apenas percibió su presencia al ver que a su primer ministro le era casi imposible mantener la calma. Se obligó a sí mismo a aguardar hasta que todos hubieran tocado el suelo con su frente y proclamado su juramento de lealtad. Eran palabras antiguas y reconfortantes. Su padre y abuelo las habían escuchado muchas miles de veces en esa misma estancia.

Por fin, se dispusieron a comenzar a tratar los asuntos del día y las grandes puertas se cerraron tras ellos. Era necio pensar que su privacidad era completa, reflexionó Rai Chiang. Todo lo que se decía allí que fuera importante se comentaba en los mercados antes de que cayera el sol. Observó a los ministros con atención, buscando algún signo de que el miedo hubiera penetrado en sus pechos, pero no vio nada y su ánimo se aligeró levemente.

—Su majestad imperial hijo de los cielos, rey y padre de todos nosotros —empezó su primer ministro—. Traigo una carta del emperador Wei de los Chin. —No se aproximó él mismo, sino que entregó el pergamino a un esclavo. El joven se arrodilló y extendió el pergamino de valioso papel en el que Rai Chiang reconoció el timbre personal del príncipe Wei. Rai Chiang tomó la carta y rompió el sello de cera, ocultando el débil rayo de esperanza que se había encendido en su pecho.

El mensaje podía leerse en unos segundos y, a pesar de su autocontrol Rai Chiang frunció el ceño. Notaba que todos los presentes estaban deseosos de saber cuáles eran las nuevas y el revés que había sufrido su calma le hizo leer aquellas líneas en voz alta.

—El hecho de que nuestros enemigos se ataquen entre sí supone una ventaja para nosotros. ¿Dónde reside el peligro para los Chin? Luchad con todas vuestras fuerzas contra esos invasores y los Chin vengarán vuestra memoria.

Se hizo un silencio sepulcral en la sala mientras los ministros digerían esas palabras. Uno o dos de ellos palideció, visiblemente afectado. No recibirían refuerzos. Aún peor, el nuevo emperador los había descrito como enemigos y ya no podía seguir siendo considerado un aliado como su padre lo había sido. Era posible que en aquellas pocas palabras que habían escuchado se hubiera sellado el final del reino Xi Xia.

—¿Está listo nuestro ejército? —inquirió Rai Chiang con suavidad, rompiendo el silencio.

Su primer ministro hizo una profunda reverencia antes de responder disimulando su miedo. Se sentía incapaz de explicarle a su rey cuánto dejaba que desear la preparación bélica de sus soldados. Tras vanas generaciones de paz, habían adquirido muchas más destrezas para amedrentar a prostitutas y obtener sus favores que para guerrear.

—Los cuarteles están repletos, majestad. Con tu guardia real al frente, expulsarán a esos animales de vuelta al desierto.

Rai Chiang permanecía sentado en su trono, completamente inmóvil consciente de que ninguno de ellos osaría interrumpir sus pensamientos.

—¿Quién mantendrá a salvo la ciudad si mi guardia personal se marcha a las llanuras? —preguntó por fin—. ¿Los campesinos? No, he ofrecido refugio y alimento a la milicia durante años. Ha llegado la hora de que se ganen lo que han recibido de mi mano. —Hizo caso omiso de la tensión que se pintó en el rostro del primer ministro. Aquel hombre era sólo un primo suyo y, aunque gobernaba con rígida disciplina a los escribas de la ciudad, se perdía en cualquier materia que requiriera ideas originales.

—Mandad a buscar a mi general, quiero planear el ataque —ordenó Rai Chiang—. Al parecer, el momento para las conversaciones y las cartas ha terminado. Consideraré las palabras del… emperador Wei, y mi respuesta cuando hayamos hecho frente a la amenaza más inminente.

Los ministros salieron en fila de la estancia; la rigidez de su porte dejaba traslucir su nerviosismo. El reino llevaba más de tres siglos en paz y ya no quedaba nadie allí que pudiera recordar los horrores de la guerra.

—Esta ubicación es perfecta para nosotros —dijo Kachiun, contemplando toda la extensión de las llanuras de los Xi Xia. A su espalda se elevaban las imponentes montañas, pero su mirada se demoró en los campos verdes y dorados, cargados de florecientes cosechas. Las tribus habían cubierto terreno a una velocidad increíble a lo largo de los pasados tres meses, cabalgando sin descanso de pueblo en pueblo sin encontrar apenas resistencia. Tres ciudades habían caído antes de que las noticias se hubieran propagado y los habitantes del pequeño reino empezaran a salir huyendo de los invasores. Al principio, las tribus habían hecho prisioneros, pero cuando reunieron un total de cerca de cuarenta mil, Gengis se hartó de oír sus voces quejumbrosas. Su ejército no podía alimentar tantas bocas y no quería dejarlos atrás a pesar de que aquellos miserables granjeros no parecían suponer ninguna amenaza. Había dado la orden y la matanza se había prolongado durante todo un día. Los cadáveres habían quedado pudriéndose bajo el sol y Gengis se había aproximado a las pilas de cuerpos sólo una vez para comprobar que sus órdenes se habían ejecutado como mandó. Después de eso, no volvió a pensar en ellos.

Sólo habían dejado con vida a las mujeres para que sirvieran de premio a los guerreros y Kachiun había encontrado una pareja de raras bellezas esa misma mañana. Ambas le estaban aguardando en su tienda y se dio cuenta de que sus pensamientos se desviaban hacia allí en vez de concentrarse en el siguiente paso que darían en el asalto. Sacudió la cabeza para despejarse.

—Los campesinos no parecen belicosos en absoluto y estos canales son perfectos para saciar la sed de nuestros caballos —continuó, echando una mirada a su hermano mayor.

Gengis estaba sentado sobre una montaña de sillas de montar en las inmediaciones de su ger, con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas. En torno a ambos, el ambiente era festivo y vio a una pandilla de chicos entretenidos clavando varas de abedul en el suelo. Alzó la cabeza con interés al descubrir a sus dos hijos mayores en aquel bullicioso grupo, empujándose entre sí mientras discutían cuál era el mejor modo de colocar los palos. Jochi y Chagatai eran una compañía peligrosa para los muchachos de las tribus ya que, con frecuencia, los metían en problemas y peleas que acababan haciendo que las mujeres de las gers los separaran con una tanda de bofetadas.

Gengis suspiró, pasándose la lengua por el labio inferior mientras reflexionaba.

—Somos como un oso que ha metido su zarpa en un panal de miel, Kachiun, pero se revolverán contra nosotros. Barchuk me ha dicho que los mercaderes Xi Xia presumían de poseer un poderoso ejército permanente. Todavía no nos hemos encontrado con él.

Kachiun se encogió de hombros, mostrando lo poco que le inquietaba esa perspectiva.

—Puede ser. Todavía no hemos llegado a su ciudad principal. Puede que se estén escondiendo detrás de sus murallas. Podríamos organizar un asedio para hacerles morirse de hambre o derribar los muros sobre ellos.

Gengis frunció el ceño mirando a su hermano.

—No será tan sencillo, Kachiun. Pensaba que la irreflexión era cosa de Khasar. Te tengo a mi lado para que seas la voz de la cautela y el sentido común cuando los guerreros se sienten demasiado seguros y pagados de sí mismos. No hemos librado una sola batalla en este reino y no quiero que los hombres estén gordos y lentos cuando llegue el momento. Haz que vuelvan a iniciar los entrenamientos y sácales la pereza del cuerpo. Y la tuya también.

La reprimenda hizo que Kachiun se sonrojara.

—Como desees, hermano —respondió, haciendo una inclinación de cabeza. Se dio cuenta de que Gengis estaba observando a sus hijos, que se habían montado en sus peludos ponis. Se disponían a competir en un juego de habilidad aprendido de los olkhun’ut y Gengis se había distraído mirando a Jochi y Chagatai prepararse para galopar a lo largo de la hilera de varas clavadas en el suelo.

Jochi fue más rápido haciendo girar a su caballo y salió al galope siguiendo la línea con su arco infantil tensado al máximo. Gengis y Kachiun observaron cómo disparaba su flecha a toda velocidad y la cabeza de la saeta se hundía en la delgada vara. Había sido un buen tiro y, al instante, Jochi se agachó alargando la mano izquierda para recoger el palo de madera antes de que se cayera y lo alzó triunfante por encima de su cabeza mientras regresaba hacia sus compañeros. Todos lo vitorearon excepto Chagatai, que simplemente resopló antes de comenzar su propio recorrido.

—Tu hijo va a ser un excelente guerrero —murmuró Kachiun. La cara de Gengis se crispó al oír aquellas palabras y Kachiun no lo miró, sabiendo la expresión que encontraría en su rostro.

—Mientras puedan refugiarse tras unos muros que tienen cinco veces la altura de un hombre —insistió Gengis con terquedad—, pueden reírse de nosotros mientras cabalgamos por las llanuras que rodean su ciudad. ¿Qué le importan al rey unos cientos de aldeas? Mientras la ciudad de Yinchuan, donde él reside, siga a salvo, nuestros ataques no le habrán molestado más que la picadura de una avispa.

Kachiun guardó silencio mientras Chagatai iniciaba el recorrido. Su flecha se clavó en el palo, pero cuando alargó la mano para sujetarla antes de que cayera, se le escapó. Jochi se rió de su hermano y Kachiun vio que el rostro de Chagatai se oscurecía de ira. Por supuesto, ambos sabían que su padre estaba observando.

A su espalda, Gengis adoptó su decisión y se puso en pie.

—Dile a los hombres que se despejen y se preparen para la marcha. Quiero ver esa ciudad de piedra que tanto ha impresionado a los exploradores. De una manera o de otra encontraremos el modo de penetrar en ella. —Gengis no dejó que su hermano notase la inquietud que lo embargaba. Nunca había visto una ciudad circundada por altos muros como los que habían descrito los hombres de su avanzadilla. Confió en que verla lo ayudara a idear algún modo de entrar en ella sin tener que presenciar cómo sus tropas se estrellaban inútilmente contra la piedra.

Cuando se marchó para transmitir las órdenes, vio que Chagatai le decía algo a su hermano mayor. Jochi saltó sobre él desde su poni cuando Chagatai pasó por su lado y ambos cayeron contra el suelo en un confuso revoltijo de codos y pies desnudos. Kachiun sonrió de oreja a oreja, recordando su propia infancia.

La tierra que habían descubierto al otro lado de las montañas era rica y fértil. Tal vez tuvieran que luchar para conservarla, pero no podía imaginarse una fuerza capaz de derrotar al ejército que habían traído a lo largo de miles de kilómetros desde su hogar. Cuando era pequeño, una vez había levantado una enorme roca con una palanca para tirarla por una pendiente y vio cómo ganaba velocidad en la caída. Al principio caía despacio, pero, sólo un poco más tarde, avanzaba con una fuerza imparable.

El color de la guerra de los Xi Xia era el escarlata. Los soldados del rey llevaban armaduras lacadas con un tono rojo vivo y la estancia en la que Rai Chiang se reunió con su general estaba desprovista de ornamentos excepto por las paredes pulidas, de ese mismo color. Una única mesa interrumpía el eco del vacío y sobre ella se encorvaban ambos hombres para estudiar los mapas de la región, sujetos por pesos de plomo. La secesión original de los Chin había sido planificada dentro de esos muros rojos: era un lugar para salvar y conservar un reino que poseía una larga historia propia. La tonalidad de la coraza lacada del general Giam era tan semejante al color de la estancia que casi se desvanecía frente a las paredes. Por su parte, Rai Chiang vestía una túnica de oro sobre pantalones de seda negra.

El general era un hombre canoso, lleno de dignidad. Mientras observaba los mapas, sintió el peso de la historia de los Xi Xia en el aire de esa antigua sala, un peso tan grande como la responsabilidad que tendrían que soportar sus hombros.

Situó otro marcador de marfil sobre las líneas de tinta azul oscuro.

—Su campamento está aquí, majestad, no demasiado alejado del lugar por donde entraron en el reino. Envían a sus guerreros en todas direcciones en incursiones de cien li.

—Un hombre no puede cabalgar más en un mismo día, así que deben de montar campamentos para pasar la noche —murmuró Rai Chiang—. Quizá podríamos atacarlos allí.

Su general meneó con suavidad la cabeza, claramente reacio a contradecir a su rey.

—No descansan, majestad, ni se detienen a comer. Tenemos exploradores que afirman que cabalgan esa distancia y luego regresan entre el amanecer y el atardecer. Cuando hacen prisioneros van más despacio y los conducen delante de las tropas. No tienen infantería y llevan consigo provisiones desde el campamento principal.

Rai Chiang frunció el ceño con sutileza, sabiendo que eso sería crítica suficiente para hacer que el general sufriera en su presencia.

—Su campamento no es importante, general. El ejército debe atacar y derrotar a esos jinetes que han causado tanta destrucción. Me han llegado noticias de que han dejado atrás una pila de campesinos muertos tan alta como una montaña. ¿Quién recogerá las cosechas? ¡La ciudad podría morirse de hambre aunque esos invasores se marcharan hoy mismo!

El general Giam convirtió su rostro en una máscara para no arriesgarse a acentuar la ira de su rey.

—Nuestro ejército necesitará tiempo para formarse y preparar el terreno. Si la guardia real los lidera, puedo ocuparme de que los campos sean sembrados de pinchos de hierro que detendrán cualquier tipo de carga. Si mantenemos la disciplina, los aplastaremos.

—Habría preferido que hubiera soldados Chin con mi propia milicia —dijo Rai Chiang, casi para sí mismo.

El general carraspeó para aclararse la garganta, consciente de que era un tema delicado.

—Por eso necesitamos aún más la guardia personal de su majestad. La milicia es escasamente mejor que un puñado de campesinos armados. No podrían luchar por sí solos.

Rai Chiang posó sus pálidos ojos en su general.

—Mi padre contaba con cuarenta mil soldados entrenados para vigilar los muros de Yinchuan. Cuando era pequeño, observaba las filas rojas desfilando a través de la ciudad el día de su cumpleaños y me parecía que no tenían fin. —Hizo una mueca irritada—. He escuchado voces necias y he antepuesto el coste de tantos hombres a los peligros a los que podemos enfrentarnos. Ahora hay poco más de veinte mil soldados en mi guardia personal ¿y me pides que los aleje de mí? ¿Quién defendería entonces la ciudad? ¿Quién formaría los equipos para utilizar los arcos grandes y protegería los muros? ¿Crees que los campesinos y mercaderes nos serán de alguna utilidad una vez que mi guardia se haya marchado de aquí? Habrá motines para conseguir comida, habrá incendios. Idea un plan para vencer sin ella, general. No hay otra opción.

El general Giam era hijo de uno de los tíos del rey y el ascenso había llegado con facilidad. Sin embargo, poseía suficiente coraje como para hacer frente a la desaprobación de Rai Chiang.

—Si me entregas diez mil hombres de tu guardia, ellos estabilizarán a los otros. Formarán un núcleo que el enemigo no podrá romper.

—Incluso diez mil son demasiados —espetó Rai Chiang.

El general Giam tragó saliva.

—Sin caballería no puedo vencer, mi señor. Si me das cinco mil miembros de tu guardia y tres mil de los jinetes que montan caballería pesada, tendría una oportunidad. Si no puedes darme eso, deberías ejecutarme ahora mismo.

Rai Chiang levantó la vista del mapa y sus ojos se encontraron con los del general Giam, que sostuvo la mirada con firmeza. Sonrió divertido al notar la perla de sudor que resbalaba por la mejilla de su subordinado.

—Muy bien. Es un término medio que me permite entregarte lo mejor que tenemos y a la vez mantener a suficientes guardias para defender la ciudad. Coge mil ballesteros, dos mil soldados de caballería y dos mil piqueros. Serán el núcleo que dirija a los demás frente al enemigo.

El general Giam cerró los ojos en silencioso agradecimiento durante un instante. Rai Chiang se había vuelto hacia el mapa y no se percató de aquel gesto.

—Puedes vaciar los almacenes de armaduras. Puede que la milicia no sea mi guardia roja, pero quizá tener su aspecto los haga sentir más valientes. Aliviará el tedio de ahorcar a los especuladores y de blanquear los cuarteles, no tengo ninguna duda. No me falles en esto, general.

—No fallaré, mi majestad.

Gengis cabalgaba al frente de su ejército, una vasta línea de jinetes que se extendía a través de la llanura de los Xi Xia. Al llegar a los canales, la línea se curvó cuando los hombres se desafiaron los unos a los otros a ver quién saltaba antes el cauce, riéndose y llamando a los que caían en las oscuras aguas y tenían que redoblar la velocidad para ponerse a la altura de sus compañeros.

La ciudad de Yinchuan había sido una mancha en el horizonte durante horas antes de que Gengis diera la orden de hacer un alto. Los cuernos resonaron en distintos puntos a lo largo de la línea y las huestes se detuvieron: un eco de órdenes fue transmitiéndose de unos a otros para alertar a los hombres de las alas. Estaban en un país hostil y no dejarían que los pillaran desprevenidos.

La ciudad se alzaba imponente en la lejanía. A pesar de estar a kilómetros de distancia, seguía resultando una construcción gigantesca, que intimidaba por sus enormes dimensiones. Gengis entornó los ojos para mirarla a través de la calima del sol del mediodía. La piedra que los constructores habían empleado era de color gris oscuro y vio una especie de columnas que podrían ser torres anejas a los muros. No lograba imaginarse cuál podía ser su uso y se esforzó en ocultar su perplejidad delante de los guerreros.

Miró en derredor y comprobó que su pueblo no podía caer en una emboscada en un terreno tan llano. Las cosechas podrían esconder soldados que avanzaran arrastrándose, pero sus exploradores los avistarían mucho antes de que se hubieran aproximado a ellos. El lugar era el más seguro que podían encontrar en esas circunstancias para plantar su campamento y tomó la decisión de que se quedaran allí. Desmontó y empezó a dar órdenes.

Detrás de él, las tribus se apresuraron a emprender las rutinas que todos conocían. Amarraron las piezas de las gers con cuerdas y cada familia, muy habituada a la tarea, levantó la suya. De los carromatos fueron surgiendo una aldea, un pueblo, una ciudad rodeada por grandes rebaños de animales balando. Poco tiempo después, el carro del propio Gengis estuvo listo y el olor del cordero friéndose inundó el aire.

Arslan recorrió la línea a pie junto a su hijo Jelme. Bajo su atenta mirada, los guerreros de todas las tribus se erguían cuanto podían y reducían sus charlas al mínimo. Gengis los miró complacido y los recibió con una sonrisa cuando llegaron hasta él.

—Nunca he visto unas tierras tan llanas —dijo Arslan—. No hay ningún lugar donde refugiarse, ningún lugar adonde replegarse si nos arrollan. Aquí estamos demasiado expuestos.

Su hijo Jelme levantó la vista al oír aquellas palabras, pero guardó silencio. Arslan doblaba en edad a los otros generales y era un líder cauto e inteligente. Nunca sería el orador al que las tribus siguieran al fin del mundo, pero su destreza era respetada, y su genio, temido.

—No nos harán dar media vuelta. No ahora que estamos aquí —respondió Gengis, dándole unas palmadas en el hombro—. Conseguiré que salgan de la ciudad y, si no lo hacen, puede que simplemente construya una enorme rampa de tierra hasta lo alto de sus muros y entre a caballo. Eso resultaría espectacular ¿a que sí?

La sonrisa que esbozó Arslan era tensa. Era uno de los que se había aproximado a Yinchuan, lo suficiente para moverlos a desperdiciar algunas flechas tratando de alcanzarlo.

—Es como una montaña, señor. Lo verás cuando te acerques a sus murallas. Cada esquina cuenta con una torre y en los muros se han abierto hendiduras por donde los arqueros asoman la cara para vernos pasar. Herirlos nos resultaría muy difícil, mientras que nosotros somos un blanco fácil para ellos.

El buen humor de Gengis quedó empañado.

—Lo veré antes de tomar una decisión. Si no caen ante nosotros, haré que pasen hambre hasta que tengan que salir.

Jelme asintió ante esa idea. Había cabalgado con su padre lo suficientemente cerca como para sentir la sombra de la ciudad cernerse sobre él. Era un hombre acostumbrado a las abiertas estepas, y se había dado cuenta de que se sentía irritado al pensar en un hormiguero de hombres. La mera idea lo ofendía.

—Los canales atraviesan la ciudad, señor —dijo Jelme—, a través de túneles cerrados con barrotes de hierro. Me han dicho que se llevan las heces de todo ese montón de hombres y animales. Podemos encontrar alguna debilidad allí.

Gengis se animó. Había cabalgado durante todo el día y estaba fatigado. Habría tiempo para planificar el asalto al día siguiente, cuando hubiera comido y descansado.

—Encontraremos el modo de hacerla caer —prometió a los demás.