V

Los defensores Xi Xia no podían saber cuántos mongoles habían cruzado el desierto para enfrentarse a ellos. Aunque Gengis llegó hasta el límite del área de alcance de los arcos con una docena de oficiales, mantuvo la fuerza principal del ejército muy atrás, antes de la curva del cañón. Había decidido no enviar escaladores a lo alto de las empinadas paredes. El plan dependía de que los defensores creyeran que eran un grupo de ignorantes pastores. Si apostaban observadores en las cumbres revelarían que al menos contaban con cierto talento en la planificación y despertarían las sospechas de los soldados del fuerte. Gengis se mordió el labio mientras estudiaba el fuerte Xi Xia. Había muchos arqueros apiñados en lo alto del muro y, cada cierto tiempo, uno de ellos lanzaba una flecha para medir el alcance de sus arcos y prepararse así para cualquier posible ataque. Gengis vio la última de las saetas clavarse a una docena de pasos frente a él Sus hombres podían llegar más lejos y escupió desdeñoso en dirección a los arqueros enemigos.

El aire estaba quieto y pesado en el cañón, donde no podía soplar ningún viento. El calor del desierto seguía siendo fuerte mientras el sol pasaba por encima de sus cabezas y reducía sus sombras a la mínima expresión. Tocó la espada de su padre para que le diera suerte y luego hizo girar a su montura y regresó a donde le esperaba una centena de guerreros.

Estaban en silencio, como les había ordenado, pero la excitación era visible en sus jóvenes rostros. Como a todos los mongoles, la idea de tender una trampa al enemigo los seducía aún más que vencerlos por pura fuerza.

—Ya tenemos el escudo fabricado con las maderas —dijo Khasar a su lado—. Es burdo, pero resistirá hasta el pie de la montaña. Les he dado martillos de forja para tratar de derribar la puerta. Quién sabe, tal vez consigan entrar.

—Por si lo logran, ten dispuesto otro centenar de hombres para mandar una carga de refuerzo —dispuso Gengis. Se volvió hacia Kachiun que estaba por allí cerca supervisando los últimos detalles—: Mantén a los demás alejados, Kachiun. Podría convertirse fácilmente en una fosa común para todos ellos si se apiñan allí cuando sólo unos pocos pueden pasar al otro lado de cada vez. No quiero que pierdan el control.

—Pondré a Arslan a la cabeza del segundo grupo —respondió Kachiun. Era una buena elección y Gengis hizo un gesto de asentimiento. El espadero era capaz de obedecer órdenes incluso bajo una lluvia de flechas.

A sus espaldas, el muro parecía pesar todavía sobre ellos, aunque ya no estaba a la vista. Gengis ignoraba qué les aguardaba detrás de esas oscuras rocas o cuántos hombres defendían el paso. Pero no importaba. En menos de dos días, los últimos odres de agua estarían vacíos. A partir de entonces su pueblo empezaría a morir; vencido por la sed y por las ambiciones de su khan. El fuerte tenía que caer.

Muchos de los hombres portaban diversos objetos valiosos, como hermosas espadas y lanzas, con el fin de abandonarlas en la arena para llamar la atención de los defensores y hacerlos salir. Todos llevaban las mejores armaduras, copias del diseño Chin. Bajo el ardiente calor; las escamas de hierro quemaban la piel desnuda y sus túnicas de seda pronto estuvieron empapadas de sudor. Dieron un trago a los odres de la cada vez más escasa reserva de agua. Gengis no había racionado el agua a unos hombres que estaban a punto de arriesgar sus vidas.

—Hemos hecho todo cuanto está en nuestra mano, hermano —anunció Khasar, interrumpiendo sus pensamientos. Ambos hombres continuaban observando la escena cuando Kokchu apareció entre los guerreros, salpicándolos con el precioso líquido y entonando una salmodia. Muchos de los hombres agacharon la cabeza para recibir su bendición y Gengis frunció el ceño. Se imaginó a Temuge haciendo lo mismo en el futuro y no consiguió hallar ninguna gloria en esa labor.

—Debería formar parte del grupo de asalto —murmuró Gengis.

Kachiun lo oyó y negó con la cabeza.

—No deben verte salir huyendo de nada, hermano. Puede que el plan fracase y las tribus sufran una derrota aplastante. No puedes ser visto como un cobarde y ni la mitad del ejército conoce el plan, todavía no. Les basta ver que estás vigilando. He elegido a la mayoría por su templanza y su valor. Seguirán las órdenes.

—Es esencial que lo hagan —contestó Gengis.

Sus hermanos se retiraron a un lado para dejar libre el paso al grupo de atacantes y el gran escudo de madera. Los hombres lo sostenían por encima de sus cabezas con orgullo y la silenciosa tensión se acrecentó aún más.

—Ese muro será derribado —les dijo Gengis—. Si no es con espadas y martillos, entonces con astucia. Algunos de vosotros moriréis, pero el padre cielo ama el espíritu guerrero y os dará la bienvenida. Abriréis el paso para el dulce reino que se extiende más allá. Haced sonar los tambores y los cuernos. Que los oigan y se inquieten en su precioso fuerte. Haced que su redoble y su gemido lleguen hasta los corazones de los Xi Xia, e incluso hasta los Chin en sus ciudades.

Los guerreros respiraron hondo, preparándose para la carrera que se aproximaba. En la distancia, se oyó el agudo trino de un pájaro que ascendía suspendido en las corrientes de aire caliente que pasaban por encima de las colinas. Kokchu exclamó que era un buen presagio y la mayoría de los hombres alzaron la vista hacia la bóveda celeste que se extendía sobre sus cabezas. Una docena de tamborileros empezaron a aporrear las pieles con los ritmos de batalla y ese sonido familiar les dio aliento a todos ellos, acelerando su corazón. Gengis bajó el brazo con fuerza y el ejército rugió y los cuernos gimieron. El primer grupo avanzó al trote hasta el punto donde empezaba el cañón principal y entonces aceleraron, vociferando su estruendoso desafío. Como un eco, llegaron hasta ellos los gritos de alarma desde el fuerte.

—Ahora veremos —musitó Gengis, apretando y aflojando su mano sobre una espada invisible.

Las voces de los guerreros se estrellaban contra las laderas del paso mientras lo recorrían al galope. Sufrían bajo el peso de la barricada que sostenían sobre sus cabezas, prácticamente cegados por el sudor; pero, al poco tiempo, ésta demostró su utilidad cuando quedó atravesada por numerosas flechas negras, cuyas plumas coloreadas temblaron aún unos segundos sobre la madera. Gengis notó que los arqueros eran disciplinados y dejaban partir las flechas a la orden de uno de sus soldados. Uno o dos disparos dieron en el blanco y para cuando la barricada llegó al muro, tres figuras habían quedado inmóviles, tendidas boca abajo en la arena.

Un ruido sordo de golpes inundó el paso cuando los hombres atacaron la puerta con sus martillos. Un creciente enjambre de arqueros se movía en lo alto del muro, echándose hacia delante para lanzar las fechas lo más recto posible hacia abajo, en busca del más mínimo resquicio. Se oían gritos. Algunos hombres del borde exterior del escudo lanzaron un aullido y cayeron fuera de su protección, y de inmediato sus cuerpos se agitaron, sacudidos por un impacto tras otro.

Gengis maldijo entre dientes cuando vio que los soldados subían al parapeto unas enormes piedras. Había barajado esa posibilidad con sus generales, pero la tensión crispó su rostro mientras observaba a un oficial con un casco emplumado alzar el brazo y bramar una orden. La primera piedra pareció tardar un siglo en llegar abajo y Gengis oyó el crujido que produjo al chocar contra sus hombres que cayeron de rodillas. Cuando lograron levantarse de nuevo, los jinetes pertrechados con martillos aporrearon todavía con más fuerza y los golpes resonaron a un ritmo tan rápido como los tambores que habían quedado a sus espaldas.

Cayeron dos rocas más antes de que el escudo se partiera en dos. Los martillos se desplomaron en la arena y un potente rugido de pánico se elevó desde el suelo mientras los arqueros hacían nuevos blancos. Gengis apretó los puños mientras contemplaba cómo se dispersaban sus hombres. La puerta del muro había resistido y todo cuanto podían hacer era agitar con furia sus armas hacia el enemigo que se cernía sobre ellos en lo alto. Los guerreros seguían cayendo uno tras otro y, de pronto, sin previo aviso, iniciaron el regreso hacia la salida en desbandada, en una carrera desesperada hacia la salvación.

Mientras corrían, otros más fueron derribados por tandas de silbantes flechas. Apenas una docena de ellos lograron alcanzar la zona que estaba fuera del alcance de los proyectiles. Jadeantes, apoyaron las manos en las rodillas para recuperar el resuello. Detrás de ellos, el paso quedó cubierto de todos los objetos que habían dejado caer en su retirada. Entre ellos, quedaron los cadáveres, de los que sobresalían las flechas como púas.

Gengis se dirigió con paso lento al centro del camino y levantó la vista hacia los orgullosos defensores. Podía oír sus gritos de júbilo y le costó darles la espalda. Cuando lo hizo, los vítores se intensificaron y el gran khan se alejó muy erguido, sintiendo el esfuerzo de sus músculos agarrotados, hasta que estuvo fuera de su vista.

Desde el punto más alto del muro, Liu Ken lo observó alejarse, tan satisfecho que tuvo que esforzarse para no alterar la máscara de impasibilidad que había mostrado a los soldados que lo rodeaban. Ellos sonreían abiertamente y se palmeaban la espalda unos a otros, como si hubieran obtenido una gran victoria. Sintió que su estupidez le iba a hacer perder los estribos.

—Cambia el turno y sitúa cinco sui de arqueros que estén frescos aquí arriba —ordenó con brusquedad. Las sonrisas se desvanecieron—. Hemos perdido miles de flechas en el desfiladero, así que asegúrate de que se rellenen los carcajes. Dale agua a todos los hombres.

Liu apoyó las manos en la antigua piedra y escudriñó el paso. Sus arqueros habían eliminado a casi todos los guerreros que habían estado a tiro, le habían complacido. Se dijo que debía felicitar al oficial que estaba a cargo del muro. El ruido de los martillos le había preocupado, pero la puerta había aguantado. Liu Ken esbozó una pequeña sonrisa para sus adentros. Si no hubiera sido así, los mongoles habrían entrado directamente en un complejo amurallado con arqueros apostados en todos sus lados. El fuerte poseía un maravilloso diseño y se alegró de que su turno no hubiera terminado antes de haber tenido la ocasión de ver cómo la construcción pasaba esa prueba.

Frunció el ceño al contemplar los trozos de madera rota sobre la arena. Todo lo que había oído contar de las tribus sugería que, si algún día se aproximaban, atacarían como animales salvajes. Sin embargo, la barricada revelaba una astuta planificación y eso le molestaba. Se aseguraría de incluir ese detalle en su informe al gobernador de la provincia. Que él decidiera cuál era el mejor modo de responder. Liu observó los cadáveres desperdigados, cavilando. Era la primera vez que utilizaban las rocas. Tras pasar años listas junto al muro, la mayoría estaban cubiertas de musgo. También tendrían que reponerlas con piedras de los almacenes, aunque había empleados para ese tipo de actividades mundanas. Pensó que ya era hora de que hicieran algo más que repartir la comida y el agua entre los hombres.

Liu se giró al oír el repiqueteo de las sandalias y ocultó su consternación cuando vio al comandante del fuerte ascendiendo los escalones que llevaban al muro. Shen Ti era un administrador más que un soldado y Liu se preparó para responder a sus necias preguntas. Las largas escaleras habían dejado jadeando al gordo comandante, así que Liu tuvo que retirar la vista para no presenciar esa muestra de debilidad de su superior. Esperó en silencio a que Shen Ti se le uniera junto al muro y mirara hacia abajo con ojos brillantes, respirando aún con dificultad.

—Hemos hecho salir corriendo a esos perros —dijo Shen Ti, recobrándose.

Liu inclinó la cabeza, asintiendo. No había visto al comandante durante el ataque. Seguro que se había refugiado con sus concubinas en sus habitaciones privadas al otro lado del fuerte. Riéndose sardónicamente para sus adentros, Liu pensó en las palabras de Sun Tzu sobre la guerra defensiva. No había duda de que Shen Ti era un experto a la hora de esconderse en «los recovecos de la Tierra», pero sólo porque Liu había estado allí para dispersar a los atacantes. Aun así, le debía respeto a su rango.

—Dejaré los cadáveres allí el resto del día, señor, para estar seguro de que ninguno de ellos está fingiendo estar muerto. Al amanecer enviaré algunos hombres a recoger las armas y nuestras flechas.

Shen Ti miró con atención los cadáveres que yacían en el cañón. Vio que había varias cajas en el suelo, así como una hermosa lanza tan larga como un hombre. Sabía que si dejaba que se ocuparan de ello los soldados, cualquier objeto de valor desaparecería en colecciones privadas. Algo destelló en la arena verde y dorada y lo miró entornando los ojos.

—Tú los supervisarás, Liu. Envía a unos hombres ahora para que comprueben que la puerta no está dañada. Diles que me entreguen todo lo que tenga algún valor para que lo examine.

Liu ocultó una mueca ante la manifiesta codicia del gordo comandante. Pensó que los uighurs nunca tenían nada de valor. No había ningún motivo para esperar nada más que unos pedacitos de metal reluciente de esos andrajosos guerreros de las tribus. Y, sin embargo, él no era un noble e hizo una reverencia tan profunda como le permitía la armadura.

—Como ordene, señor. —Dejó a Shen Ti mirando con fijeza hacia abajo con una leve sonrisa dibujada en sus carnosos labios. Liu chasqueó los dedos para llamar la atención de un grupo de arqueros que se estaban turnando para beber de un cubo de agua.

—Voy a salir a desvalijar a los muertos. —Respiró hondo, consciente de que había permitido que se notara su rabia por tener que cumplir una orden tan vergonzosa—. Regresad a vuestras posiciones y preparaos para otro ataque.

Los hombres se apresuraron a obedecer, y soltaron el cubo con tanta brusquedad que aterrizó con un sonido metálico y quedó girando sobre sí mismo sin que nadie lo detuviera mientras los soldados se dirigían al muro a la carrera. Liu suspiró y, a continuación, se concentró en la tarea encomendada. Sin duda los uighurs tendrían que pagar por el ataque cuando el rey fuera informado sobre él. En las pacíficas tierras de los Xi Xia, sería el tema de conversación de la corte, quizá durante meses. El incidente estrangularía el comercio durante una generación y serían enviadas expediciones de castigo contra todos los asentamientos uighurs. A Liu no le gustaban ese tipo de guerras y consideró solicitar que lo transfirieran de nuevo a la ciudad de Yinchuan. Siempre hacían falta buenos guardias con experiencia.

Con concisión y sequedad, ordenó a una docena de lanceros que le siguieran y descendieron los fríos escalones que llevaban hasta la puerta exterior. Desde dentro, aparecía intacta y, a la sombra de los muros, consideró el destino que aguardaba a los que fueran tan estúpidos como para tirarla abajo. No le gustaría estar entre ellos, se dijo. Para él era ya un acto reflejo comprobar que la puerta interior estaba candada antes de alzar la mano hacia la barra que mantenía cerrada la puerta exterior. Sun Tzu era tal vez el mayor pensador militar que los Chin hubieran producido nunca, pero no había tenido en cuenta las dificultades que creaba el hecho de que fueran hombres tan codiciosos como Shen Ti los que dieran las órdenes.

Liu respiró hondo y empujó la puerta, dejando entrar un potente rayo de luz solar. Los hombres que venían tras él bullieron un poco hasta que estuvieron en posición y, a continuación, Liu hizo una inclinación de cabeza en dirección a su capitán.

—Quiero que dos hombres se queden aquí y hagan guardia junto a la puerta. El resto de vosotros tenéis que recoger las flechas que aún sean reutilizables y cualquier cosa que pueda ser de valor. Si surge algún problema, dejadlo todo y corred hacia la entrada. No está permitido hablar y ninguno de vosotros avanzará más de cincuenta pasos, aunque haya esmeraldas del tamaño de huevos de pato reluciendo en la arena. ¿Habéis comprendido?

Los soldados saludaron como un solo hombre y su capitán tocó a dos de ellos en el hombro designándolos para guardar la puerta. Liu asintió, entornando los ojos bajo el sol mientras se acostumbraban a la luz. No podía esperar estándares demasiado elevados en el tipo de soldados que acababan en el fuerte. Prácticamente todos ellos habían cometido un error en el ejército permanente, o habían ofendido a alguien con influencia. Hasta Shen Ti había cometido algún secreto error en su pasado político, estaba seguro, aunque ese gordo nunca se desahogaría con un simple soldado, independientemente de su rango.

Liu dejó salir una larga bocanada de aire mientras repasaba mentalmente la lista de defensas. Había hecho cuanto había podido, pero seguía teniendo una sensación desagradable en los huesos. Pisó uno de los cadáveres, frunciendo el ceño al notar que llevaba una armadura muy similar a las suyas. No había constancia de que los uighurs hubieran copiado la armadura de los Chin. Era algo burda, pero de una calidad suficiente como para cumplir su cometido y Liu sintió que su inquietud aumentaba.

Preparado para retroceder de un salto, pisó con fuerza una mano extendida. Oyó cómo se rompía el hueso y, cuando no percibió ningún movimiento, asintió para sí y continuó su camino. Los cadáveres se habían acumulado sobre todo en las inmediaciones de la puerta. Se fijó en dos cuerpos despatarrados con flechas sobresaliendo de sus gargantas. A su lado habían quedado tirados unos pesados martillos y Liu cogió uno de ellos y lo apoyó contra el muro para que lo llevaran dentro a su regreso. También estaba bien fabricado.

Al final del paso, Liu entrecerró los ojos mientras sus hombres se abrían en abanico y empezaban a agacharse a recoger armas de la arena. Liu comenzó a relajarse un poco. Vio a dos soldados arrancando flechas de un cuerpo que, debido al número de disparos que habían dado en el blanco, parecía un puercoespín. Salió con paso amplio de la sombra proyectada por el muro, torciendo el rostro al recibir la súbita claridad. Treinta pasos por delante de él había dos cajas y sabía que Shen Ti estaría vigilando para ver si encontraba algo de valor en su interior. Por qué las tribus habrían traído consigo oro y plata en un ataque era algo que Liu no podía entender, pero cruzó el banco de arena en dirección a las cajas, con la mano lista sobre su espada. ¿Podrían contener serpientes o escorpiones? Había oído que ese tipo de trucos se habían empleado para atacar algunas ciudades, aunque por lo general eran arrojados por encima de los muros. Los guerreros de las tribus no habían traído catapultas o escaleras para el asalto.

Liu desenfundó su espada y hundió la punta en la arena, haciendo palanca para levantar la caja por un lado. Varios pájaros salieron volando del espacio cerrado, remontándose hacia lo alto mientras él se echaba para atrás, perplejo.

Durante un momento, Liu se quedó parado mirando a las aves fijamente, incapaz de comprender por qué las habían dejado allí, achicharrándose sobre la arena. Alzó la cabeza para contemplar su vuelo y entonces, con ojos desorbitados, cayó en la cuenta: los pájaros eran una señal. Un sordo estruendo llegó a sus oídos y el suelo pareció vibrar bajo sus pies.

—¡Regresad a la puerta! —chilló Liu, agitando su espada. A su alrededor, los soldados lo miraron asustados, algunos de ellos con los brazos cargados de flechas y espadas—. ¡Corred! ¡Regresad! —gritó Liu de nuevo. Echando una ojeada hacia el fondo del paso, vio las primeras líneas oscuras de caballos al galope y él mismo dio media vuelta para dirigirse a la puerta. Si esos tontos eran demasiado lentos, sólo sería culpa suya, pensó, mientras los pensamientos se agolpaban en su mente.

Pero antes de haber recorrido más que unos pocos pasos, se detuvo en seco: alrededor de la puerta, algunos de los cadáveres se habían levantado de un salto, con las flechas todavía alojadas en el cuerpo. Uno de ellos era el que había permanecido perfectamente inmóvil mientras Liu le rompía la mano con su sandalia. Liu tragó, presa del pánico, al oír el bramido creciendo a sus espaldas y empezó a correr otra vez. Vio que la puerta empezaba a cerrarse, pero uno de los enemigos estaba allí para meter la mano en el hueco. El guerrero aulló de dolor mientras la puerta le trituraba la mano, pero había otros a su lado que tiraron de ella y la abrieron, abalanzándose sobre los defensores.

Liu gritó y su voz se convirtió en un aullido de rabia. No llegó a ver la flecha que se le clavó en la nuca. Cayó contra la arena, sintiendo su aguijón mientras la oscuridad se apoderaba de él. La puerta interior estaba cerrada, seguro. La había visto cerrarse detrás de él, así que todavía había una oportunidad. Su propia sangre interrumpió sus pensamientos y el retumbar de los cascos se fue desvaneciendo hasta desaparecer.

Tsubodai se levantó de la arena. A la flecha que lo había derribado le siguieron otras dos que se habían alojado en su armadura. Las costillas le dolían terriblemente y cada paso que daba suponía una agonía mientras sentía la sangre caliente manar y gotear por su muslo. El estruendo de los jinetes avanzando a galope tendido inundaba el cañón. Tsubodai miró hacia arriba al oír el zumbido de la cuerda de los arcos y vio que las flechas negras empezaban a caer sobre ellos. Un caballo herido relinchó a sus espaldas mientras el muchacho contemplaba la masa de cuerpos que bloqueaba la puerta, impidiendo que se cerrara. Se dirigió hacia ella tambaleándose.

Miró a su alrededor buscando con la mirada a los diez hombres que Gengis había puesto bajo su mando. Reconoció a cuatro de ellos entre las figuras que corrían hacia la puerta, mientras que el resto seguía yaciendo en la arena, muertos de verdad. Tsubodai tragó saliva, apenado, mientras pasaba por encima de un miembro de los uriankhai que había conocido.

La intensidad del estrépito provocado por los jinetes aumentó hasta que creyó que lo tirarían al suelo. Pensó que sus heridas debían de haberle aturdido, porque todo parecía estar sucediendo muy despacio y, sin embargo, oía cada inspiración y espiración atravesar trabajosamente su boca abierta. La cerró, irritado por esa muestra de debilidad. Unos pasos delante de él, los supervivientes del asalto se precipitaban a través de la puerta con las espadas en ristre. Tsubodai oyó el crujido de los arcos, amortiguado por la gruesa piedra del muro. Vislumbró a varios hombres cayendo con un grito nada más pasar, ensartados por varias flechas, con la vista dirigida hacia arriba. En ese mismo instante, su mente se despejó y sus sentidos se agudizaron. Las saetas seguían clavándose a su alrededor en la arena, pero hizo caso omiso de ellas. Con un bramido, ordenó a sus guerreros, que estaban a punto de alcanzar la puerta, que se detuvieran. Su voz sonó ronca, pero comprobó con alivio que los hombres respondían.

—Usad trozos de madera como escudo. Recoged los martillos —les ordenó Tsubodai, señalándolos. Oyó el tintineo de las armaduras de varios hombres descendiendo de un salto a la arena que lo rodeaba. Khasar aterrizó ya corriendo a su lado y Tsubodai lo agarró por el brazo.

—Dentro hay arqueros. Todavía podemos utilizar la madera rota.

Las flechas se hundían en la arena dejando sólo las plumas a la vista. Con calma, Khasar miró durante un instante la mano de Tsubodai para recordarle al joven guerrero su estatus. Cuando lo soltó, empezó a dar órdenes a voz en cuello. En torno a ellos, los hombres recogieron los pedazos del escudo original y, sosteniéndolos sobre sus cabezas, echaron a correr a través de la puerta.

Cuando los mongoles recogieron los martillos, los arqueros apostados en lo alto del muro dispararon hacia el espacio entre ambas puertas. A pesar del tosco escudo, algunos proyectiles hicieron diana. Fuera, desde la ardiente arena, Khasar ordenó enviar descargas de flechas contra los arqueros del muro exterior, obligando a los soldados rivales a mantenerse a cubierto y haciéndoles fallar el tiro hasta que el ejército pudo avanzar. Se mordió el labio al comprobar lo expuesta que era la posición, pero hasta que la puerta interior no hubiera caído, estarían atrapados. El ruido sordo de los martillos resonaba por encima de los gemidos de los moribundos.

—Entra ahí y asegúrate de que no puedan disfrutar de un descanso mientras aguardamos —le gritó Khasar a Tsubodai. El joven hizo una breve inclinación de cabeza y corrió a unirse a sus hombres.

Pasó de una franja de sombra a la brillante luz del sol y vio por el rabillo del ojo una línea de arqueros de expresión impasible disparando flecha tras flecha hacia ese agujero de muerte.

Tsubodai apenas tuvo tiempo de agacharse bajo un trozo de tabla rota. Una flecha le arañó el brazo y maldijo en voz alta. Vio que sólo uno del grupo original de sus diez hombres seguía con vida.

El espacio que existía entre las puertas era deliberadamente estrecho y sólo cabía allí una docena de guerreros. Excepto aquéllos que blandían martillos con fuerza desesperada, todos los hombres sostenían trozos de madera sobre la cabeza, tan apretujados como podían. El suelo seguía siendo arenoso y estaba erizado de flechas usadas, más juntas entre sí que los pelos del lomo de un perro. Cayeron aún más flechas y Tsubodai oyó a alguien dar órdenes en un lenguaje extraño por encima de su cabeza. Si tenían piedras, todo el grupo de asalto quedaría aplastado antes de que cediera la puerta interior, se dijo, luchando para controlar el terror. Se sintió encerrado, atrapado. El hombre más próximo a él había perdido el casco en el ataque. Dio un grito de dolor y cayó con las plumas de una flecha, lanzada directamente desde arriba, que sobresalía de su cuello. Tsubodai cogió la plancha y la sostuvo en alto, con el rostro crispándose con cada vibrante impacto. Los golpes de martillo continuaron con desquiciante lentitud y, de pronto, Tsubodai oyó un gruñido de satisfacción de uno de los guerreros y el sonido cambió: los que estaban más cerca empezaron a dar patadas a la madera resquebrajada.

La puerta cedió y los hombres cayeron en un revoltijo sobre el polvoriento suelo que se extendía tras ella. Los primeros que la cruzaron murieron al instante bajo la lluvia de flechas disparadas por las ballestas de una línea de soldados. Detrás de ellos, los hombres de Khasar rugieron presintiendo que se podía entrar. Empujaron hacia delante, comprimiendo el grupo que estaba en la puerta y tropezando con los cadáveres.

A Tsubodai le parecía increíble seguir todavía vivo. Desenvainó la espada que le había dado el propio Gengis y avanzó a la carrera hacia la masa de hombres que luchaban encarnizadamente, libres al fin de las estrecheces de aquel matadero. Los ballesteros no tuvieron ocasión de recargar las armas y Tsubodai mató al primer enemigo, que lo miró paralizado y horrorizado antes de caer con una embestida directa a la garganta. La mitad de los que habían entrado en el fuerte estaban heridos y ensangrentados, pero habían sobrevivido y, cuando se toparon con las primeras líneas de defensores, estaban exultantes. Algunos de los primeros en entrar subieron los escalones de madera hasta un nivel superior, sonriendo al ver que los arqueros seguían disparando hacia el mortífero agujero entre las puertas. Los arcos mongoles lanzaron sus flechas hacia los que luchaban arriba, derribando a los soldados Xi Xia como si los hubieran golpeado con un martillo.

El ejército de Gengis comenzó a entrar por la estrecha puerta, abriéndose como un estallido en el interior del fuerte. Hubo muy poco orden en la primera carga del asalto. Hasta que guerreros de más edad como Khasar o Arslan tomaran el mando, Tsubodai sabía que era libre para matar tantos soldados como pudiera y, lleno de euforia, lanzó un grito salvaje.

Sin Liu Ken para organizar la defensa, los guerreros Xi Xia rompieron filas y echaron a correr delante de los invasores, dispersándose presa del pánico. Dejando su caballo en el paso, Gengis cruzó la primera puerta y se agachó para atravesar el agujero hecho en la puerta interior. El triunfo y el orgullo iluminaban su rostro al observar a sus guerreros arremeter contra los soldados del fuerte. En toda su historia, las tribus nunca habían tenido la oportunidad de devolver el golpe a aquéllos que los habían mantenido sojuzgados. A Gengis no le importaba que los soldados Xi Xia se consideraran diferentes de los Chin. Para su pueblo, formaban parte de esa raza antigua y odiada. Vio que algunos de los defensores habían depuesto las armas y meneó la cabeza, llamando a Arslan que pasaba por su lado a grandes zancadas.

—Sin prisioneros, Arslan —ordenó Gengis. Su general asintió con la cabeza.

A partir de entonces la masacre se desarrolló de forma metódica. Encontraron a algunos hombres escondidos en los sótanos del fuerte y los sacaron a rastras para ejecutarlos. A medida que avanzaba el día, los cadáveres de los soldados iban siendo apilados sobre las losas rojas del patio central. Un pozo que había en el patio se convirtió en el ojo del huracán cuando todos los hombres, con la garganta seca, tuvieron tiempo para saciar su sed con el agua que iban sacando cubo tras cubo, hasta quedar empapados y jadeantes. Habían vencido al desierto.

Cuando el sol empezó a ponerse, el propio Gengis caminó hacia el pozo, pisando las pilas de cadáveres retorcidos. Los guerreros guardaron silencio al oírle avanzar y uno de ellos llenó el cubo de cuero y se lo entregó al khan. Cuando Gengis bebió por fin y sonrió, rugieron y aullaron con voces tan altas que resonaron en todos los muros que los rodeaban. Habían encontrado el camino a través de un laberinto de estancias y pasillos, claustros y pasajes, que les resultaron muy extraños. Como una jauría de perros salvajes, llegaron al otro lado del fuerte, dejando las losas negras manchadas de sangre a sus espaldas.

El comandante del fuerte fue descubierto en una estancia de varias habitaciones adornadas con seda y valiosos tapices. Fueron necesarios tres hombres para derribar la puerta de hierro y roble y revelar a Shen Ti, oculto con una docena de mujeres aterrorizadas. Cuando Khasar entró a grandes zancadas en la estancia, Shen Ti trató de quitarse la vida con una daga. Presa del terror, la hoja se le resbaló de las manos sudorosas y sólo logró marcar una raya en su garganta. Khasar enfundó la espada y tomó la mano regordeta del comandante por encima de la empuñadura del cuchillo, guiándolo otra vez hacia el cuello. Shen Ti perdió los nervios y se debatió, pero Khasar lo tenía agarrado con fuerza y le pasó la daga por la yugular con un movimiento brusco y rápido, dando un paso atrás cuando la sangre brotó a chorros y el hombre murió entre espasmos.

—Ése era el último —anunció Khasar. Echó un vistazo a las mujeres y asintió para sí. Eran criaturas extrañas, con la piel empolvada, tan blanca como la leche de yegua, pero las encontró atractivas. En la habitación el aroma de jazmín se mezclaba con el hedor a sangre y Khasar les dirigió una sonrisa voraz. Su hermano Kachiun había conseguido una chica olkhun’ut como esposa y ya tenía dos niños en su ger. La primera esposa de Khasar había muerto y no tenía a nadie. Se preguntó si Gengis le permitiría casarse con dos o tres de aquellas mujeres extranjeras. La idea le atraía enormemente. Se aproximó a la lejana ventana y se puso a contemplar las tierras de los Xi Xia.

El fuerte estaba en lo alto de las montañas y Khasar admiró un vasto valle, con laderas escarpadas que se prolongaban hasta desaparecer en la niebla a ambos lados. Muy abajo, vio unas tierras verdes, salpicadas de granjas y aldeas. Khasar respiró profundamente, complacido.

—Será como recolectar fruta madura —dijo, volviéndose hacia Arslan que acababa de entrar—. Envía a alguien a llamar a mis hermanos. Tienen que ver esto.