IV

El viento ululaba en torno a los carros, transportando una fina niebla de arena que obligaba a hombres y mujeres a escupir constantemente y dibujaba muecas en sus rostros cada vez que aparecía arenilla en la comida. Las moscas los atormentaban a todos, acercándose a saborear la sal de su sudor y dejando marcas rojas allí donde los mordían. Durante el día, los uighurs les habían enseñado cómo protegerse el rostro con un paño, dejando sólo los ojos al aire para escudriñar el desolado paisaje que resplandecía bajo el calor. Aquellos que llevaban armadura apenas podían rozar sus cascos y piezas de cuello de lo calientes que estaban, pero no se quejaban.

Al cabo de una semana, el ejército de Gengis empezó a escalar una cadena de colinas de color marrón rojizo para adentrarse en una vasta llanura de dunas onduladas. Aunque habían cazado en la falda de la montaña, los animales comenzaron a escasear a medida que el calor se fue incrementando. Sobre la abrasadora arena, el único signo de vida eran los diminutos escorpiones negros que se escabullían velocísimos huyendo de sus ponis y desaparecían en sus madrigueras. Una y otra vez los carros se quedaban atascados y tenían que ser liberados de su trampa de arena en el momento más caluroso del día. Era una labor agotadora, pero cada hora perdida los acercaba más a la posibilidad de quedarse sin agua.

Habían llenado a reventar miles de odres de piel de cabra, que habían sido cerrados con tendones y ahora se achicharraban al sol. Al no disponer de otra fuente de agua, las reservas iban mermando a ojos vistas y, en el terrible calor, descubrieron que muchos de los odres habían estallado bajo el peso del resto. Habían almacenado agua suficiente para sólo veinte días y ya habían transcurrido doce. Cada dos días, los guerreros bebían la sangre de sus monturas, así como unas cuantas tazas de agua tibia y salobre, pero estaban al límite de su resistencia, empezaron a sentirse aturdidos y apáticos, y tenían los labios tan agrietados por la sequedad que sangraban.

Gengis cabalgaba con sus hermanos a la cabeza del ejército, guiñando los ojos en la deslumbrante luz para divisar algún indicio de las montañas que le habían dicho que se encontrarían. Los uighurs se habían adentrado mucho en el desierto para comerciar y dependía de Barchuk para guiarlos. Frunció el ceño mientras consideraba la interminable cuenca llana, cuyas ondulaciones negras y amarillas se extendían hasta el horizonte. El calor del día en el desierto era el peor que había soportado nunca, pero su piel se había tostado y nuevas líneas de tierra y arena surcaban su cara. Casi se había alegrado del frío de la primera noche hasta que pasó a ser tan cortante que la protección que brindaban las pieles de las gers resultaba insuficiente. Los uighurs habían enseñado a las demás tribus cómo calentar piedras al fuego y, a continuación, a acostarse sobre una capa de ellas mientras se enfriaban. Más de un guerrero tenía manchas marrones en las espaldas de sus deels donde las rocas habían quemado la tela, pero habían vencido al frío y, si sobrevivían a la sed constante, no habría nada en el desierto que pudiera impedir su avance. Gengis se enjugaba el sudor de la frente a intervalos y movía un guijarro en la boca para mantener el flujo de saliva.

Echó una ojeada a sus espaldas y vio a Barchuk acercándose a él por un costado. Los uighurs le habían cubierto los ojos a sus caballos con una tira de tela y los animales cabalgaban a ciegas. Gengis había intentado hacer lo mismo con sus propias monturas, pero las bestias que no lo habían experimentado antes corcoveaban y resoplaban hasta que les quitaban la tela, para luego sufrir durante los calurosos días: a muchos de los animales se les había formado una costra de mugre entre amarillenta y blancuzca sobre los párpados y, si algún día conseguían salir del desierto, iban a necesitar que les pusieran ungüentos curativos. Por muy fuertes que fueran, había que darles su cuota del precioso líquido. A pie, la nueva nación moriría en el desierto.

Barchuk señaló hacia el suelo, agitando la mano y elevando la voz para hacerse oír por encima del infatigable viento.

—¿Ves las motas azules en la arena, señor?

Gengis asintió y formó un poco de saliva en su reseca boca para poder contestar.

—Marcan el comienzo del último tramo que hay antes de llegar a las montañas Yinshan. Aquí hay cobre. Hemos comerciado con cobre con los Xi Xia.

—¿Cuánto más tenemos que avanzar entonces hasta ver esas montañas? —inquirió Gengis con voz ronca, negándose a alimentar en exceso sus esperanzas.

Barchuk se encogió de hombros con la imperturbabilidad de los mongoles.

—No lo sabemos con certeza, pero los mercaderes de los Xi Xia siguen estando frescos cuando se topan con nuestras rutas en este lugar y sus caballos apenas llevan la marca del polvo. Ya no podemos estar muy lejos.

Gengis se volvió a mirar por encima del hombro a la silenciosa masa de jinetes y carromatos. Había traído al desierto a sesenta mil guerreros así como a sus esposas e hijos. No alcanzaba a ver el final de la hilera que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y las formas se confundían unas con otras hasta que no eran más que una mancha oscura que temblaba en el calor. Apenas les quedaba agua y pronto se verían obligados a sacrificar a los rebaños, coger sólo la carne que pudieran transportar y dejar el resto sobre las dunas. Barchuk siguió su mirada y se rió entre dientes.

—Han sufrido mucho, señor, pero ya falta poco para que estemos llamando a las puertas del reino Xi Xia.

Cansado, Gengis bufó para sí. El conocimiento del khan de los inghurs los había llevado hasta ese inhóspito lugar, pero hasta el momento no tenían más que su palabra de que el reino era tan rico y fértil como había afirmado. A ningún guerrero de los uighurs se le había permitido viajar más allá de las montañas que bordeaban el desierto por el sur y Gengis no tenía forma de planificar su ataque. Reflexionó sobre ello con irritación mientras su caballo hacía salir corriendo por la arena a otro escorpión. Se lo había jugado todo a la posibilidad de encontrar un punto débil en las defensas de los Chin, pero seguía preguntándose qué impresión le produciría ver una inmensa ciudad de piedra, tan alta como una montaña. Puede que ante algo así sus jinetes sólo pudieran quedarse mirando llenos de frustración.

La arena bajo los cascos de su poni se tornó verde y azul mientras cabalgaban y vieron amplias franjas de aquellos extraños colores extendiéndose en todas direcciones. Cuando hicieron un alto para comer, los niños se divirtieron arrojando la arena hacia el rielo y haciendo dibujos en ella con un palo. Gengis no podía compartir su deleite: las reservas de agua cada vez eran más escasas y su pueblo tiritaba por las noches a pesar de las rocas calientes.

La jornada ofrecía pocas diversiones para los soldados de su ejército, que caían en un sueño pesado al acabar el día. Dos veces en esos doce días, Gengis había sido llamado para resolver alguna disputa entre las tribus. El calor y la sed enardecían los ánimos. En ambas ocasiones había mandado ejecutar a los hombres implicados y había dejado claro que no permitiría que nada pusiera en peligro la paz del campamento. Consideraba que habían penetrado en territorio enemigo y, si los oficiales no conseguían hacer frente a un alboroto, su intervención tenía como consecuencia un desenlace de implacable firmeza. Esa amenaza bastaba para disuadir a la mayoría de los exaltados guerreros de desobedecer abiertamente, pero su pueblo nunca había sido fácil de gobernar y demasiadas horas en silencio los volvía irritables y difíciles.

Cuando el amanecer decimocuarto volvió a traer ese abrasador calor, Gengis no pudo por menos que hacer una mueca al quitarse las mantas de un tirón y desperdigar las piedras que tenía debajo y que sus sirvientes recogerían para calentarle durante la próxima noche. Se sentía agarrotado y cansado y una película de arenilla recubría su piel produciéndole un incómodo picor. Cuando el pequeño Jochi chocó contra él por culpa de algún tipo de juego con sus hermanos, Gengis le dio un fuerte coscorrón y el muchacho corrió llorando hacia su madre para que lo consolara. Bajo el calor del desierto, todos estaban irascibles y sólo las promesas de Barchuk de que al final les aguardaban una verde pradera y un río hacía que mantuvieran la vista clavada en el horizonte, hacia el que su imaginación alargaba la mano.

El día decimosexto, aparecieron ante su vista las bajas estribaciones de unas negras colinas. Los guerreros uighurs que habían salido a explorar regresaron a medio galope. Sus monturas creaban nubes de arena a su paso y avanzaban con esfuerzo. A su alrededor, la tierra estaba casi totalmente verde y sobresalían afloramientos de cobre y roca negra como hojas afiladas. Una vez más, las familias podían ver el liquen y los arbustos aferrándose a la vida en la sombra de las rocas y, al alba, los cazadores regresaron con liebres y ratones de campo capturados en sus trampas nocturnas. El ánimo de las familias mejoró sutilmente, pero todos estaban muertos de sed y tenían los ojos irritados, por lo que el mal humor del campamento no desapareció. A pesar de la fatiga generalizada, Gengis incrementó las patrullas en torno al ejército principal y ordenó a los hombres que entrenaran y practicaran con los arcos y las espadas. Los guerreros estaban flacos y tostados por el sol del desierto, pero acometieron el entrenamiento con firme entereza, resueltos a no desfallecer ante la mirada atenta del gran khan. De forma lenta e imperceptible, el paso fue acelerándose de nuevo, mientras que los carros más pesados se iban quedando a la cola de la procesión.

A medida que se aproximaban a las colinas, Gengis vio que eran mucho más altas de lo que en un primer momento le habían parecido. Estaban compuestas de la misma roca negra que brotaba de la arena que lo rodeaba, afiladas y abruptas. Era imposible escalarlas y se dio cuenta de que a menos que hubiera un paso a través de los picos, se verían forzados a recorrer todo su perímetro. Con la poca agua que restaba, los carros eran más ligeros, pero sabía que tenían que encontrar el valle de Barchuk enseguida o empezarían a morir. Las tribus le habían aceptado como khan, pero si los había llevado a un lugar de insolación y muerte, si iban a morir, se vengarían de él mientras todavía tuvieran fuerzas. Gengis cabalgaba con la espalda muy erguida sobre la silla, sintiendo el escozor de las llagas de su boca. A sus espaldas, las tribus intercambiaban hoscos murmullos.

Kachiun y Khasar entornaron los ojos en la calima al pie de los escarpados muros rocosos. Junto a dos de los exploradores, se habían adelantado al ejército principal para buscar un paso. Los exploradores eran hombres experimentados y los agudos ojos de uno de ellos habían identificado un prometedor corte entre dos picos. Su primer tramo era bastante bueno ya que las empinadas pendientes daban paso a un estrecho cañón que hizo resonar el ruido de los cascos de los cuatro jinetes. A ambos lados, las rocas se elevaban hacia el cielo, demasiado altas sólo para que un hombre pudiera escalarlas, y no digamos si llevaba consigo carros y caballos. No hacía falta ser especialmente diestro rastreando para ver que el paso había sido ensanchado por el uso y el pequeño grupo espoleó a sus monturas hasta el medio galope, con la esperanza de poder informar de que habían hallado un camino hacia el reino Xi Xia a través de las colinas.

Al acabar una curva del sendero, los exploradores tiraron de las riendas estupefactos, demasiado impresionados para hablar. La salida del cañón estaba bloqueada por un enorme muro de la misma piedra negra que conformaba las montañas. Cada bloque por sí solo parecía ser demasiado pesado para que las tribus pudieran moverlo y el muro tenía un aspecto extraño, había algo en él que no cuadraba. No contaban en sus filas con artesanos que trabajaran la piedra. Con esas claras líneas y suaves superficies era obvio que se trataba de una obra del hombre, pero sus gigantescas dimensiones y escala era algo que sólo habían visto en rocas y valles. En la base descubrieron la prueba definitiva de que no se trataba de algo fruto de la naturaleza. Habían colocado una antigua y resistente puerta de hierro negro y madera en la base del muro.

—¡Mirad qué tamaño tiene! —observó Kachiun, meneando la cabeza—. ¿Cómo vamos a atravesarla?

Los exploradores simplemente se encogieron de hombros y Khasar silbó suavemente para sí.

—Sería fácil atraparnos en este lugar sin vida. Debemos decírselo a Gengis de inmediato, antes de que entre siguiéndonos.

—Querrá saber si hay guerreros apostados allí arriba, hermano. Ya lo sabes.

Khasar miró las escarpadas laderas que se alzaban a ambos lados y lo invadió una súbita sensación de vulnerabilidad. Era sencillo imaginarse a hombres lanzando piedras desde lo alto y no habría ningún modo de esquivarlas. Se quedó mirando pensativo al par de exploradores que los habían acompañado al desfiladero. Habían sido guerreros de los keraítas antes de que Gengis los reivindicara para su ejército. Ahora, aguardaban órdenes sin inmutarse, ocultando su sobrecogimiento ante el tamaño del muro que tenían delante.

—Quizá lo construyeron sólo para bloquear la entrada de un ejército desde el desierto —le dijo Khasar a su hermano—. Puede que no haya hombres destacados aquí.

Mientras hablaba, uno de los exploradores señaló hacia arriba, dirigiendo su mirada hacia una diminuta figura que se movía sobre el muro. No podía ser más que un soldado y Khasar sintió que se le caía el alma a los pies. Si existía otro paso, Barchuk no lo conocía y si trataban de encontrar un camino para atravesar las montañas, las tropas de Gengis empezarían a mermar. Khasar tomó una decisión, consciente de que podría significar la muerte de los dos exploradores.

—Cabalgad hasta el pie de la montaña y luego volved aquí —les ordenó. Ambos hombres inclinaron las cabezas en señal de asentimiento e intercambiaron una mirada con rostro imperturbable. Como uno solo, clavaron los talones en sus monturas y exclamaron «arre» para hacer correr a los caballos. La arena saltó por los aires cuando se lanzaron al galope hacia el pie de la muralla negra, y Khasar y Kachiun los siguieron con la vista, entrecerrando los ojos para evitar deslumbrarse.

—¿Crees que la alcanzarán? —preguntó Kachiun. Khasar se encogió de hombros sin hablar, demasiado atento a lo que estaba sucediendo en el muro.

Kachiun creyó ver un gesto brusco en aquel distante guardia. Los exploradores tuvieron la sensatez de no cabalgar juntos y, a galope tendido, tomaron caminos separados, zigzagueando para dificultarle el tiro a los posibles arqueros. Durante mucho tiempo, el único sonido que se oyó fue el eco de sus cascos. Los hermanos observaban conteniendo el aliento.

Kachiun soltó una maldición al ver aparecer una línea de arqueros sobre el muro.

—Vamos —los animó entre dientes. Unas manchas negras descendieron como un relámpago sobre los dos exploradores, que galopaban como locos, y Kachiun vio que uno de ellos viraba de forma temeraria al llegar a la enorme puerta. Le vieron golpear la madera con el puño mientras hacía que su montura diera media vuelta, pero los arqueros estaban lanzando tanda tras tanda de flechas y, un instante después, él y su caballo quedaron atravesados por una docena de proyectiles. El moribundo lanzó un alarido mientras su montura iniciaba el retorno, pero perdió pie y tropezó. Las flechas siguieron clavándose una tras otra en él hasta que por fin ambos cayeron prácticamente a la vez y se quedaron inmóviles sobre la arena.

El segundo explorador tuvo más suerte, aunque no llegó a tocar el muro. Durante un tiempo, pareció que podría escapar de las saetas y Khasar y Kachiun le jalearon. Entonces se levantó bruscamente en su asiento y su caballo se encabritó. Ambos cayeron y el animal, coceando, se dio la vuelta en el suelo aplastando al jinete con su cuerpo.

El caballo se puso en pie y regresó cojeando hacia los hermanos, dejando atrás el cadáver destrozado del explorador.

Khasar desmontó y cogió las bamboleantes riendas. La pierna estaba rota y nadie podría ya montar ese poni. En silencio, Khasar ató las riendas a su silla. No pensaba dejar allí al animal con tantas bocas por alimentar en el campamento.

—Ya tenemos la respuesta, hermano —murmuró Khasar—, aunque no es la que deseaba recibir. ¿Cómo vamos a llegar hasta ellos?

Kachiun meneó la cabeza.

—Encontraremos el modo —contestó, volviéndose hacia la oscura línea de arqueros que los observaba. Algunos de ellos alzaron los brazos, aunque no supo distinguir si se burlaban o los saludaban con respeto—. Aunque tengamos que tirar la muralla abajo, piedra a piedra.

Tan pronto como avistaron a Khasar y a Kachiun cabalgando solos, las fuerzas de Gengis pararon en seco. Antes de alcanzar las líneas exteriores de guerreros montados, los hermanos pasaron junto a varios grupos de escaramuza que se quedaron vigilando las montañas que ellos dejaban atrás. Gengis y sus oficiales habían aprendido lecciones muy duras en los años en los que fueron reuniendo las tribus en un solo ejército y unos chicos salieron corriendo a avisarlo de que sus hermanos se estaban aproximando.

Ninguno de los dos respondió a los que los llamaron. Adustos y en silencio, se dirigieron a la ger de su hermano, que parecía una lapa blanca pegada a su carro. Cuando llegaron, Khasar desmontó de un salto y echó una mirada al muchacho que se adelantó para coger las riendas.

—Tsubodai —lo saludó, esforzándose por sonreír. El joven guerrero parecía nervioso y Khasar se acordó de que le había prometido una armadura y un buen caballo. Hizo una mueca: no había momento peor—. Tenemos que hablar de muchas cosas con el khan. Ven en otro momento a buscar tu caballo. —El rostro de Tsubodai reflejó su decepción, y Khasar resopló y tomó al chico del hombro cuando se daba la vuelta para alejarse. Recordó el valor del muchacho al lanzarse de un salto sobre los hijos del khan woyela. Era un favor que podía devolver—. Puede que tenga un momento cuando acabemos. Así que ven conmigo si sabes guardar silencio. —Tsubodai recuperó su sonrisa al instante, sintiendo las cosquillas del nerviosismo invadirle al pensar que iba a conocer al gran khan en persona. Con la boca seca, subió los escalones del carro y siguió a los hermanos al oscuro interior.

Gengis ya estaba esperándolos, con su joven mensajero todavía jadeando a su lado.

—¿Dónde están los exploradores? —preguntó, notando sus expresiones serias.

—Han muerto, hermano. Y el paso está cerrado con un muro de roca negra con una altura de cien gers, puede que más.

—Vimos unos cincuenta arqueros apostados —añadió Kachiun—. No eran demasiado hábiles, para nuestros estándares, pero no podían fallar. El muro está al final de un estrecho paso, un desfiladero entre empinadas laderas de piedra. No vi ningún modo de flanquearlas.

Gengis se levantó de su asiento con el ceño fruncido. Hizo un chasquido con la garganta mientras salía de la tienda y se sumergía en la brillante luz del sol. Khasar y Kachiun lo siguieron, sin darse cuenta de que tras ellos venía el ingenuo Tsubodai.

Cuando Gengis descendió a la arena verdiazul, se detuvo y miró hacia ellos, que aún no habían bajado del carro. Tomó un palo e hizo un gesto con él, trazando una línea en el suelo.

—Mostrádmelo —les ordenó. Fue Kachiun el que cogió el palo e hizo un dibujo con trazos seguros y claros. Khasar observó fascinado cómo su hermano recreaba el cañón que había visto unas pocas horas antes. A un lado, Kachiun dibujó una copia de la puerta en forma de arco y Gengis se frotó la barbilla irritado.

—Podríamos destripar los carromatos y fabricar escudos de madera con ellos para que los hombres se puedan acercar —dijo sin convicción.

Kachiun negó con la cabeza.

—Eso nos protegería de sus flechas hasta llegar a la puerta, pero una vez estuviéramos allí podrían arrojamos piedras. Desde esa altura, unas pocas tablas acabarían destrozadas.

Gengis levantó la cabeza y miró por encima de las filas de las familias hacia la desarbolada extensión del desierto inspeccionándola en todas direcciones. No había nada con lo que pudieran construir.

—Entonces tendremos que obligarlos a que salgan de allí —replicó—. Una retirada fingida en la que dejaremos atrás objetos de valor. Enviaré a hombres protegidos con las mejores armaduras que sobrevivirán a las flechas, pero que retrocederán ante ellos presa del pánico, dando muchos alaridos. —La perspectiva lo hizo sonreír—. A lo mejor le enseño a nuestros guerreros un poco de humildad.

Kachiun pasó la punta de la bota por el borde del dibujo.

—Podría funcionar si supiéramos cuándo abren la puerta, pero el cañón tiene una curva. En cuanto giremos y no veamos nada, será imposible saber en qué momento salen. Si pudiera llevar a un par de muchachos a los peñascos de los lados, podrían hacernos una señal, pero es una escalada peligrosa y en esas rocas no hay salientes que te cubran: estarán a la vista.

—¿Puedo hablar señor? —intervino Tsubodai de repente.

Khasar dio un respingo, indignado.

—Te dije que te mantuvieras callado. ¿Es que no ves que esto es importante? —La mirada de los tres hombres se posó sobre el joven guerrero y su rostro se tiñó de rojo oscuro.

—Lo siento. Se me ha ocurrido un modo de saber cuándo salen.

—¿Quién eres tú? —preguntó Gengis.

Tsubodai habló con voz temblorosa mientras hacía una inclinación de cabeza.

—Tsubodai de los uriankhai, señor. De la nación, señor. Yo… —añadió avergonzado por haber metido la pata.

Gengis alzó una mano.

—Me acuerdo. Dime en qué estás pensando.

Con visible esfuerzo, Tsubodai se tragó su nerviosismo y se lo dijo. Le sorprendía que no lo hubieran pensado. En concreto, tenía la sensación de que la mirada de Gengis iba a atravesarle y acabó clavando la vista al frente.

Tsubodai sufría en silencio mientras los tres hermanos deliberaban. Un siglo más tarde, Gengis asintió.

—Podría funcionar —admitió, a regañadientes. Tsubodai sintió que crecía varios centímetros.

Khasar le dirigió una breve sonrisa, como si fuera responsable de su ingenio.

—Ocúpate de organizarlo, Kachiun —ordenó Gengis. El orgullo de Tsubodai lo hizo sonreír—. Luego cabalgaré hasta ese sitio que has descrito. —Su humor cambió al pensar en destruir algunos de los carromatos que habían transportado a las familias a través del desierto. Al tener tan poca madera, todos ellos habían sido reparados varias veces y habían ido pasando de generación en generación. Pero no había forma de evitarlo.

—Coge los primeros diez carros que veas y fabrica con los tablones una barricada que pueda levantarse y transportarse.

Notó que la mirada de Kachiun se posaba en la ger del khan a su espalda y bufó.

—Empieza con el siguiente carromato que veas, hermano. Ni se te ocurra coger el mío.

Kachiun se alejó deprisa para reunir los hombres y materiales que necesitaría. Gengis se quedó allí, delante del joven guerrero.

—Te he prometido un caballo y una armadura. ¿Qué más te gustaría que te diera?

Tsubodai se sintió confuso, y su rostro palideció. No había discurrido esa idea para agrandar la deuda del khan, sino únicamente para solucionar un problema que le había intrigado.

Nada, señor. Para mí es suficiente poder cabalgar junto a mi pueblo.

Gengis lo miró con fijeza y se rascó la mejilla.

—Tiene coraje e inteligencia, Khasar. Dale diez hombres para el ataque contra el muro. —Sus ojos amarillos se posaron de nuevo en Tsubodai, que se había quedado paralizado en el sitio, abrumado—. Me fijaré en cómo lideras a guerreros con más experiencia. —Hizo una pausa para que asimilara las noticias y añadió una aguda amenaza para moderar el creciente orgullo del joven—. Si les fallas, morirás ese mismo día antes de la puesta del sol.

Como respuesta, Tsubodai hizo una profunda reverencia. La advertencia apenas había hecho mella en su entusiasmo. Gengis gruñó para sí.

—Que traigan a mi caballo, Khasar. Iré a ver ese muro y a esos arqueros que creen que pueden interponerse en mi camino.