III

Barchuk de los uighurs habló durante horas mientras el sol se ponía en el exterior de la gran tienda. Gengis estaba fascinado por la sabiduría de aquel hombre y, si mencionaba un concepto que no comprendía, hacía que el khan lo explicara una y otra vez hasta que entendía por completo el significado.

De todos los temas tratados, cualquiera relacionado con los Chin hacía que Gengis se echara hacia delante en su asiento como un halcón, con los ojos brillantes de interés. Los uighurs habían llegado de unas tierras situadas en el extremo suroeste que hacía frontera con el desierto del Gobi y el reino Chin de Xi Xia. Gengis se deleitaba escuchando todos los detalles que ofrecía Barchuk sobre las caravanas comerciales de los Chin, sus ropas y costumbres y, en especial, sobre sus armas y sus armaduras. Cierto que puede que aquellos mercaderes no contaran con las mejores guardias, pero cada brizna de información caía en el desierto de la imaginación de Gengis como agua de manantial y era absorbida al instante.

—La paz os ha reportado riqueza y seguridad —dijo Gengis cuando Barchuk hizo una pausa para aclararse la garganta con un trago de té—. Tal vez podríais haberos dirigido al rey de los Xi Xia para aliaros contra mí. ¿No lo considerasteis?

—Por supuesto —respondió Barchuk, desarmándolo con su honestidad— pero si al oírme hablar has tenido la impresión de que tenemos con ellos una relación amistosa, te engañas. Comercian con nosotros porque tienen mercados para las pieles de leopardo de las nieves de las montañas, para las maderas duras, incluso para las semillas de plantas raras que los ayudan en su estudio de la curación. A cambio, nos venden hierro en bruto, alfombras, té y, a veces, algún pergamino que ya hayan copiado muchas veces. —Se detuvo y sonrió irónicamente a los hombres congregados—. Traen sus literas y sus guardias a los pueblos uighurs, pero en sus rostros se puede leer el desdén, incluso en los de aquéllos que ellos llaman esclavos. —Los recuerdos le hicieron ruborizarse de irritación y se pasó una mano por la frente antes de continuar—. Como he aprendido su lengua, los conozco demasiado bien como para pedirles ayuda. Tienes que verlos para comprender a qué me refiero, señor. Los que no son súbditos Xi Xia no les importan en absoluto. Incluso los Chin los consideran un pueblo aparte, aunque comparten muchas de sus costumbres. Pagan tributos al emperador Chin y a pesar de encontrarse bajo su protección, siguen sintiéndose independientes de su poderoso vecino. Su arrogancia es colosal, señor.

Barchuk se inclinó hacia delante y alargó la mano para palmear a Gengis en la rodilla. No pareció darse cuenta de la tensión que se propagó entre los hombres que los rodeaban.

—Hemos recibido sus migajas durante muchas generaciones, señor, mientras ellos se quedan la mejor carne tras sus muros y sus fortalezas.

—Y te gustaría verlos derrotados —murmuró Gengis.

—Sí. Todo lo que pido es que sus bibliotecas se nos entreguen a los uighurs para estudiarlas. Además, hemos visto unas raras gemas y una piedra que es como leche y fuego. No comercian con esos bienes, les ofrezcamos lo que les ofrezcamos.

Gengis observaba atentamente al khan mientras éste hablaba. Barchuk sabía que no tenía derecho a exigir ningún botín de guerra. Las tribus no recibían pago por ir a luchar y cualquier cosa que ganaran o saquearan era suyo por tradición. Barchuk pedía mucho, pero Gengis se dio cuenta de que no había ningún otro grupo que pudiera tener interés en las bibliotecas de los Xi Xia. Sólo de pensarlo le entraron ganas de reír.

—Tendrás los pergaminos, Barchuk. Te doy mi palabra. Todo lo demás será para los vencedores y está en las manos del padre cielo. No puedo darte un privilegio especial.

Barchuk se echó para atrás en su asiento y asintió algo reticente.

—Es suficiente, con todo lo demás que les quitemos. He visto a mi gente atropellada por sus caballos, señor. He visto a mi gente morirse de hambre mientras los Xi Xia engordaban con cosechas que guardaban sólo para sí. He venido con mis guerreros para que paguen un precio por su arrogancia y hemos dejado nuestras aldeas y nuestros campos vacíos. Los uighurs están contigo, sus gers, sus caballos y su sal y su sangre.

Gengis alargó la mano y ambos sellaron el juramento con un rápido apretón que ocultaba la seriedad de la declaración que acababa de pronunciarse. Las tribus aguardaban fuera de la tienda y Gengis pediría un juramento similar de ellos en cuanto estuviera preparado. Ofrecerlo en privado era una demostración de apoyo que Gengis no tomaba a la ligera.

—Te pido una cosa más, Barchuk, antes de que salgas a hablar con ellos —le dijo. Barchuk, que ya se estaba levantando, se quedó parado, expectante, al darse cuenta de que la conversación no había terminado—. Mi hermano menor ha expresado interés en aprender —continuó Gengis—. Ponte en pie, Temuge, para que pueda verte. —Barchuk se giró para mirar al esbelto joven que se levantaba ante él y le saludaba con una inclinación de cabeza. El khan respondió a su vez con una brusca inclinación y se volvió hacia Gengis.

—Mi chamán, Kokchu, será su guía en el aprendizaje cuando llegue el momento, pero me gustaría que leyeran y aprendieran todo lo que consideren que merece la pena, incluyendo los pergaminos que posees, así como los que puedas conseguir de nuestros enemigos.

—Los uighurs están a tu disposición, señor —contestó Barchuk. No era pedir demasiado y no comprendía por qué Gengis parecía sentirse tan incómodo al sacar el tema. A sus espaldas, Temuge sonrió encantado y Kokchu inclinó la cabeza como si hubiera sido objeto de un gran honor.

—Entonces está decidido —sentenció Gengis. Sus ojos estaban en sombra y titilaban con las lámparas que se habían encendido para evitar la oscuridad de la noche—. Si los Xi Xia son tan ricos como dices, serán los primeros en enterarse de que nos ponemos en marcha. ¿Los apoyarán los Chin?

Barchuk se encogió de hombros.

—No puedo decirlo con certeza. Sus tierras son limítrofes, pero los Xi Xia siempre han estado separados en su reino. Los Chin pueden reunir un ejército contra ti para eliminar una posible amenaza posterior. O puede que dejen morir hasta el último hombre sin levantar un dedo. Nadie puede adivinar cómo funcionan sus mentes.

También Gengis se encogió de hombros.

—Si me hubieras dicho hace diez años que los keraítas se estaban enfrentando a un gran ejército, me habría reído y me habría alegrado por no estar implicado en la batalla. Ahora los llamo hermanos. No importa si los Chin se lanzan contra nosotros. Si lo hacen, los destruiré más rápido todavía. A decir verdad, preferiría luchar contra ellos en una llanura que tener que escalar los elevados muros de sus ciudades.

—Incluso las ciudades pueden caer señor —aseguró Barchuk con suavidad, sintiendo cómo se encendía su propio entusiasmo.

—Y caerán —contestó Gengis—. Cuando llegue el momento, caerán. Me has mostrado el punto vulnerable de los Chin en estos Xi Xia. Por allí les sacaré las tripas y luego les arrancaré el corazón.

—Me siento honrado de servirte, señor —dijo Barchuk. Se puso en pie e hizo una profunda reverencia, manteniendo la postura hasta que Gengis hizo un gesto para que se levantara.

—Las tribus están reunidas —continuó Gengis, alzándose y estirando la espalda—. Si queremos cruzar el desierto, tendremos que hacer acopio de agua y alimentar a los caballos. Una vez los hombres hayan prestado juramento, nada más nos retendrá en este lugar. —Hizo una breve pausa y prosiguió—: Llegamos aquí como tribus, Barchuk. Nos marchamos convertidos en una nación. Si estás registrando los hechos importantes en esos pergaminos tal y como describes, asegúrate de escribir eso.

Los ojos de Barchuk brillaron, reflejando la fascinación que sentía por el hombre que comandaría el inmenso ejército.

—Se hará como dices, señor. Le enseñaré a tu chamán y a tu hermano el alfabeto para que puedan leértelos.

Gengis parpadeó sorprendido, intrigado por la idea de ver a su hermano repitiendo palabras atrapadas en una tiesa piel de becerro.

—Sería interesante ver algo así —afirmó. Tomó a Barchuk por el hombro, otorgándole el honor de abandonar la ger en su compañía. Los generales los siguieron. En el exterior, se oía el respetuoso murmullo de las tribus que estaban allí reunidas aguardando a su líder.

A pesar de que la noche estival ya había caído, el campamento relucía amarillo bajo las estrellas, iluminado por diez mil llamas ondeantes. En el centro se había despejado un amplio anillo alrededor de la ger de Gengis, y los guerreros de cien facciones habían dejado atrás a sus familias para reunirse bajo esa luz parpadeante. De un hombre a otro, la armadura podía pasar de ser una simple pieza de cuero rígido a exhibir las perfectas formas de las escamas de hierro y los cascos copiados de los Chin. Algunas llevaban el sello de su tribu, aunque la mayoría estaban sin marcan lo que demostraba que eran nuevas y que sólo había una tribu bajo el cielo. Muchos de ellos llevaban espadas recién salidas de las forjas, que habían estado trabajando noche y día desde la llegada a la llanura. Bajo el sol, hombres sudorosos habían excavado enormes agujeros y transportado el mineral hasta las llamas, donde, bajo su fascinada mirada, los espaderos fabricaban armas que podían empuñar. Más de un hombre se había quemado los dedos agarrándolas antes de que se hubieran enfriado por completo, pero nunca habían soñado poseer una hoja larga como aquélla y no les importaba.

El viento soplaba siempre en las estepas, pero esa noche, mientras esperaban a Gengis, la brisa era dulce y suave.

Cuando salió el gran khan, Barchuk de los uighurs fue guiado desde el carromato hasta la primera fila formada en torno a las ruedas de hierro y madera. Gengis se detuvo un momento, oteó por encima de las cabezas de la multitud congregada ante él y se maravilló de sus dimensiones. Sus hermanos, Arslan y Jelme y, por último, el chamán, Kokchu, descendieron y todos ellos hicieron una pausa para admirar las innumerables filas que se extendían bajo diversos focos de luz.

Entonces se quedó solo, y cerró los ojos un instante. Dio las gracias al padre cielo por traerle a aquel lugar donde aguardaban esas inmensas huestes para seguirle. Pronunció unas cuantas palabras al espíritu de su padre por si podía verle. Sabía que Yesugei estaría orgulloso de su hijo. Había abierto nuevos caminos para su pueblo y sólo los espíritus podían decir dónde les llevarían. Cuando abrió los ojos, descubrió que Borte había traído a sus cuatro hijos, tres de los cuales eran todavía demasiado pequeños para quedarse solos, y los había colocado en la primera fila. Gengis los saludó con una rápida inclinación de cabeza y su mirada se detuvo en el mayor, Jochi, y en Chagatai, a quien había bautizado con el nombre del chamán de los Lobos. Con casi nueve años, Jochi sentía un respeto reverencial por su padre y bajó los ojos, mientras que Chagatai simplemente se le quedó mirando sin pestañear, evidentemente nervioso.

—Los hombres que nos hemos congregado aquí venimos de cientos de tribus distintas —bramó Gengis. Quería que su voz se proyectara para que todos la oyeran, pero ni siquiera una garganta entrenada en el campo de batalla era capaz de llegar tan lejos. Los que no pudieran oírle tendrían que seguir el discurso por los que sí podían—. He traído a los Lobos a esta llanura, a los olkhun’ut y a los keraítas. He traído conmigo a los merkitas y a los jajirat, a los uiratos y a los naimanos. Están aquí los woyela, los tuvan, los uighurs y los uriankhai. —Según iba nombrando cada grupo, se percibía un pequeño revuelo en la zona que ocupaban.

Se percató de que los hombres de cada tribu habían permanecido juntos incluso esa noche. La asimilación de los que pusieran el honor tribal por encima de todo no sería fácil. Se dijo que no importaba. Conseguiría inculcarles miras más altas. Impecable, su memoria recorrió los nombres de cada tribu que había cabalgado hasta la llanura para unirse a él a la sombra de la montaña negra. No olvidó a ninguna, sabiendo que la omisión sería notada y recordada.

—Además, he convocado a aquéllos que ya no tenían tribu —continuó—, pero sí honor y han respondido a la llamada de la sangre. Se nos han unido, depositando su confianza en nosotros. Y os digo a todos que ya no hay tribus bajo el padre cielo. Hay una sola nación mongol que nace esta noche, en este lugar.

Algunos de los reunidos empezaron a vitorear, mientras que otros se mantuvieron imperturbables. El propio Gengis había adoptado la expresión impertérrita del guerrero. Necesitaba que comprendieran que acceder a lo que les pedía no implicaba perder el honor.

—Somos hermanos de sangre que fuimos separados hace demasiado tiempo para que ninguno de los presentes pueda saberlo. Reivindico la existencia de una familia más amplia de tribus, un vínculo de sangre entre todos vosotros. Os llamo como hermanos a uniros bajo mi estandarte y a cabalgar juntos como una sola familia, como una sola nación. —Hizo una pausa y valoró la reacción de los guerreros.

Ya habían oído antes esa idea, que había ido pasando entre susurros de tribu en tribu desde que se reunieron y, sin embargo, oírla de sus labios los impresionó. No hubo vítores entre la mayor parte de los hombres y Gengis tuvo que tragarse un súbito brote de irritación. Los espíritus sabían que los amaba, pero a veces su propio pueblo era exasperante.

—Obtendremos suficiente botín como para igualar la montaña que tenéis a vuestra espalda. Tendréis ponis y mujeres y oro, aceites y dulces manjares. Conquistaréis tierras que haréis vuestras y seréis temidos allá donde se oiga vuestro nombre. Todos los hombres presentes serán khanes para aquellos que se inclinen ante ellos.

Por fin esas palabras despertaron una ovación entre las filas de guerreros y Gengis se arriesgó a esbozar una pequeña sonrisa, complacido de haber dado con el tono adecuado. Que los khanes menores se preocuparan por la ambición de los que los rodeaban. Creía en cada palabra que pronunciaba.

—Al sur se extiende el gran desierto —exclamó. Al instante se hizo el silencio y sintió la atención como una fuerza—. Lo cruzaremos a una velocidad que los reinos de los Chin no pueden ni imaginar. Caeremos sobre el primero de ellos como lobos sobre corderos y se dispersarán ante nuestras espadas y arcos. Os entregaré sus riquezas y sus mujeres. Allí es donde plantaré mi estandarte y la tierra temblará a mi paso. La tierra madre sabrá que sus hijos y hermanos han hallado su legado y se regocijará al oír el trueno en las planicies.

De nuevo se escucharon vítores y Gengis levantó los brazos para pedir silencio, aunque su entusiasmo le complacía.

—Nos adentraremos en el país seco, llevando con nosotros toda el agua que necesitemos para lanzar un ataque repentino. Después de eso, no nos detendremos hasta que el mar nos rodee en todas direcciones. El que os dice esto es Gengis y nunca falto a mi palabra.

Los guerreros soltaron un rugido apreciativo y Gengis chasqueó los dedos para llamar a Khasar, que aguardaba abajo, delante del carro. Khasar le pasó una pesada vara de abedul plateado a la que habían atado ocho crines. La multitud empezó a murmurar cuando la vieron. Algunos reconocieron el color negro de los merkitas o la cola roja de los naimanos atadas junto a las demás. Todos ellos habían sido el estandarte del khan de alguna de las grandes tribus y Gengis los había congregado a todos sobre aquella llanura. Cuando tomó la vara en sus manos, Khasar le entregó una cola de caballo teñida del azul de los uighurs.

Barchuk entornó los ojos ante el símbolo más potente de todos, pero con las huestes a su espalda, seguía sintiéndose lleno de emoción y de visión de futuro. Cuando notó que los ojos de Gengis se detenían sobre él, inclinó la cabeza.

Con dedos ágiles, Gengis ató el extremo de la última crin junto a las demás y clavó la vara entre la madera que tenía a sus pies. La brisa agitó el estandarte multicolor haciendo que las colas restallaran y se retorcieran como si estuvieran vivas.

—He atado una serie de colores —exclamó—. Cuando se vuelvan blancos, no habrá diferencias entre ellos. Será el estandarte de una nación.

A sus pies, sus oficiales levantaron las espadas y las huestes respondieron, enardecidas por la emoción del momento. Miles de armas agujerearon el cielo y Gengis inclinó la cabeza, conmovido. El ruido prosiguió durante largo tiempo a pesar de que él levantó su mano libre y la agitó en el aire para pedir calma.

—El juramento que habéis prestado es vinculante, hermanos míos. Y, sin embargo, no es más fuerte que la sangre que ya nos une a todos. Arrodillaos ante mí.

Las primeras filas se postraron de inmediato y el resto las imitaron en olas que se iban extendiendo a medida que notaban qué estaba sucediendo. Gengis observó con atención si se producía algún tipo de vacilación, pero no la hubo. Todos estaban con él.

Kokchu regresó al carro subiendo los escalones con una expresión cuidadosamente impasible. Nunca en sus momentos de máxima ambición había llegado a soñar con un momento así. Temuge había hablado en su favor y Kokchu se alegró de haber llevado al muchacho a realizar esa sugerencia.

Cuando las tribus se arrodillaron, Kokchu se deleitó en su estatus. Se preguntó si Gengis se había parado a pensar que él sería el único que no había prestado juramento. Khasar, Kachiun y Temuge se arrodillaron en la hierba junto a todos los demás, independientemente de que fueran khanes o guerreros.

—¡Bajo el mando de un solo khan, somos una nación! —gritó Kokchu por encima de sus cabezas con el corazón exultante de emoción. Las palabras volvieron a él en un eco, llenando el valle en oleadas cuando los que estaban situados en las últimas filas las repitieron—. Ofrezco gers, sal y sangre, con todo mi honor.

Kokchu se aferró a la barandillas del carromato mientras repetían con él. Después de esa noche, todos sabrían quién era el chamán del gran khan. Miró hacia arriba mientras las palabras llegaban desde las filas de más y más atrás. Bajo esos claros cielos, los espíritus estarían retorciéndose de pura y salvaje alegría, invisibles e ignorados por todos excepto por los más poderosos entre los de su vocación. En el canto de miles, Kokchu los sintió girar en el aire y se regocijó. Por fin, las tribus quedaron en silencio y dejó escapar un largo suspiro.

—Ahora tú, chamán —murmuró Gengis a su espalda. Kokchu dio un respingo, sorprendido, antes de postrarse de rodillas y repetir el mismo juramento que los demás.

Cuando Kokchu retornó al grupo que rodeaba el carro, Gengis desenfundó la espada de su padre. Los que estaban suficientemente cerca pudieron ver el brillo satisfecho de sus ojos.

—Está hecho. Somos una nación y partiremos juntos a la guerra. Esta noche que ningún hombre piense en su tribu con añoranza. Ahora somos una familia más grande y podemos salir a conquistar todas las tierras.

Dejó caer el brazo mientras los hombres bramaban, esta vez como uno solo. El olor a asado de cordero flotaba en la brisa y Gengis avanzó con paso ligero mientras los guerreros hacían los preparativos para una noche de alcohol y comida suficientes para hincharse la barriga. Antes del amanecer habría mil semillas de niños sembradas por los guerreros borrachos. Gengis pensó regresar a los brazos de Borte en su tienda y disimuló el descontento que le invadió al pensar en su mirada acusadora. Había cumplido con su deber como mujer, nadie podía negarlo, pero la paternidad de Jochi seguía en duda, como una espina clavada en su curtida piel.

Sacudió la cabeza para alejar de ella esos pensamientos inútiles y aceptó el odre de airag negro que le tendía Kachiun. Esa noche bebería hasta quedar inconsciente, como khan de todas las tribus. Por la mañana se prepararía para cruzar las secas tierras del desierto de Gobi y recorrer el camino que había elegido para ellos.