Gengis observó a su hermano pequeño con inquietud. Temuge se había pasado toda la mañana contándole a cualquiera que quisiera escucharle cómo le había curado Kokchu. A pesar de sus dimensiones, el campamento era un lugar opresivo y las noticias corrían de boca en boca como la pólvora. A mediodía, lo estarían comentando los últimos nómadas llegados de las estepas.
—Entonces, ¿cómo sabes que no era una parte estrangulada de intestino? —preguntó Gengis, mirándolo con atención. En la tienda de la familia, Temuge parecía un poco más alto de lo normal y había algo más que entusiasmo iluminando su rostro. Cada vez que mencionaba el nombre de Kokchu, su voz descendía hasta convertirse en un murmullo. A Gengis su admiración le resultaba irritante.
—¡Vi cómo me lo sacaba, hermano! Se agitaba y se retorcía en su mano y cuando lo vi casi vomito. Cuando desapareció, el dolor desapareció con él. —Temuge llevó su mano a aquella zona y su rostro se crispó.
—Así que no desapareció del todo —apuntó Gengis.
Temuge se encogió de hombros. El área por encima y por debajo del vendaje era una masa púrpura y amarilla, aunque el color se iba apagando gradualmente.
—Antes me estaba devorando vivo. Esto no es peor que un cardenal.
—Y, sin embargo, dices que no hay ningún corte —replicó Gengis, sorprendido.
Temuge negó con la cabeza, recobrando su entusiasmo. Había explorado la zona con los dedos en la oscuridad de la noche, antes del amanecer. Bajo la apretada tira de tela, sentía una grieta en el músculo que tenía un tacto increíblemente suave. Estaba seguro de que era el lugar del que le había arrancado el tumor.
—Tiene poderes, hermano. Más que ninguno de los charlatanes que hemos visto antes. Creo en lo que veo. Sabes que los ojos no mienten.
Gengis asintió.
—Le recompensaré con yeguas, ovejas y ropas nuevas. Tal vez un cuchillo nuevo y unas botas. No puedo permitir que el hombre que ha salvado a mi hermano tenga aspecto de pordiosero.
Temuge se estremeció súbitamente inseguro.
—No quería que la historia se supiera, Gengis. Si lo recompensas, todo el mundo sabrá lo que hizo.
—Todo el mundo lo sabe ya —respondió Gengis—. Kachiun me lo contó al amanecer y tres personas más han venido a hablarme de ello antes de que tú y yo nos encontráramos. No hay secretos en este campamento, deberías saberlo.
Temuge asintió con aire pensativo.
—Entonces no le importará o lo perdonará si le importa. —Vaciló antes de continuar, poniéndose nervioso bajo la mirada de su hermano—. Con tu permiso, aprenderé de él. Creo que me aceptará como discípulo, y nunca he sentido un deseo tan grande de saber… —Se interrumpió cuando Gengis frunció el ceño.
—Confiaba en que te reincorporarías a tus tareas con los guerreros, Temuge. ¿No quieres cabalgar a mi lado?
Temuge se sonrojó y clavó la mirada en el suelo.
—Sabes tan bien como yo que nunca seré un gran oficial. Quizá podría llegar a ser competente, pero los hombres siempre sabrán que fui ascendido por mis lazos de sangre y no por mi destreza. Déjame aprender de Kokchu. No creo que me rechace.
Mientras lo consideraba, Gengis permaneció sentado, perfectamente inmóvil. Más de una vez Temuge había sido objeto de burla entre las tribus. Su habilidad con el are era nula y sus prácticas con la espada, con el rostro colorado por el esfuerzo, no ayudaban en absoluto a granjearse su respeto. Se dio cuenta de que su hermano estaba temblando y tenía el rostro crispado por el temor de que Gengis se negara. Temuge no había encontrado su sitio entre las tribus y muchas noches Gengis había deseado que su hermano por fin descubriera algo que pudiera hacer. Y, sin embargo, se resistía a dejarlo ir tan fácilmente. Hombres como Kokchu se mantenían separados de las tribus. Sin duda eran temidos, y eso era bueno, pero no formaban parte de la familia. No se les daba la bienvenida ni se los saludaba como a viejos amigos. Gengis meneó la cabeza ligeramente. También Temuge había estado siempre separado de las tribus, como un observador. Quizá ése fuera el camino que tomaría su vida.
—A condición de que practiques con la espada y el arco dos horas todos los días. Dame tu palabra de que lo harás y ratificaré tu elección, tu camino.
Temuge asintió, sonriendo con timidez.
—Lo haré. Tal vez te sea de más utilidad como chamán de lo que he sido como guerrero.
Los ojos de Gengis se endurecieron.
—Sigues siendo un guerrero, Temuge, aunque nunca haya sido fácil para ti. Aprende lo que desees de ese hombre, pero en la intimidad de tu corazón recuerda que eres mi hermano y el hijo de nuestro padre.
Temuge sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos y bajó la cabeza para que su hermano no las viera y se avergonzara de él.
—Nunca lo olvido —contestó.
—Entonces dile a tu nuevo maestro que venga a verme y será recompensado. Lo abrazaré delante de mis generales y les haré saber que es valioso para mí. Mi sombra garantizará que seas tratado con gentileza en el campamento.
Temuge hizo una profunda reverencia antes de dar media vuelta y marcharse, y Gengis se quedó solo con sus pensamientos, que giraban oscuros en su mente. Había abrigado la esperanza de que Temuge se endureciera y cabalgara junto a él y sus hermanos. Todavía no había conocido a ningún chamán que le gustara y Kokchu tenía toda la arrogancia de los de su clase. Gengis suspiró para sí. Quizá todo estuviera justificado: la curación había sido extraordinaria y recordaba bien cómo Kokchu había atravesado su propia carne sin derramar ni una sola gota de sangre. Se acordó de que se decía que los Chin tenían magos entre sus filas. Podría ser útil contar con hombres que pudieran igualarlos. Suspiró de nuevo. Que su hermano acabara perteneciendo a esa raza de hombres nunca había entrado en sus planes.
Khasar dio un paseo por el campamento, disfrutando del ajetreo y el bullicio. En cada pequeño espacio libre de terreno iban apareciendo nuevas gers y Gengis había ordenado que se excavaran profundos pozos para letrinas en cada intersección. Con tantos hombres, mujeres y niños congregados en un solo lugar, todos los días había nuevos problemas a los que hacer frente, pero a Khasar no le interesaban ese tipo de detalles. Kachiun parecía disfrutar con los desafíos y había organizado un grupo de cincuenta hombres fornidos para cavar los agujeros y ayudar a erigir las tiendas. Khasar vio a dos de ellos construyendo un refugio para proteger de la lluvia los haces de flechas de abedul recién confeccionadas. Muchos guerreros fabricaban sus propias flechas, pero Kachiun había encargado un número elevadísimo de ellas para el ejército y, en cada tienda por la que pasaba, Khasar veía a mujeres y niños ocupados manejando plumas, hilo y cola, reuniendo haces de cincuenta saetas listos para ser transportados. Las forjas de las tribus rugían y escupían fuego durante toda la noche para fabricar las cabezas y cada amanecer llegaban a las filas de guerreros nuevos arcos para que los probaran.
El vasto campamento era un lugar donde florecía la vida y el trabajo y a Khasar le gustaba ver a su pueblo afanarse tanto en sus tareas. En la distancia, se oyó el chillido de un niño que acababa de nacer y el joven guerrero sonrió para sí. Sus pies seguían senderos que el uso había abierto en la hierba, dejando al descubierto el barro.
Cuando se mancharan, el campamento dejaría en el terreno un gigantesco dibujo de formas que Khasar trató de imaginar.
Como estaba relajado, al principio no se percató del tumulto que había en un cruce de caminos a unos pasos por delante de él. Siete hombres que formaban una única masa furiosa luchaban para obligar a un semental renuente a que se arrodillara. Khasar se detuvo a mirar cómo castraban al animal e hizo una mueca de dolor cuando el caballo sacudió una pata, golpeó en el estómago con su casco a uno de los hombres y lo dejó tirado en el suelo, retorciéndose. El poni era joven y su musculatura era poderosa. Se rebelaba contra los hombres, utilizando su enorme fuerza contra las cuerdas con que lo habían atado. Cuando por fin lo derribaran, le amarrarían las patas, dejándolo indefenso ante el cuchillo de castrar. No parecían tener mucha idea de lo que estaban haciendo; Khasar meneó la cabeza divertido y decidió acercarse al grupo.
Cuando dio la vuelta al animal para evitar sus patadas, éste se encabritó y levantó en el impulso a uno de los hombres. El poni bufó furioso y retrocedió hacia Khasar, pisándole un pie y haciéndole gritar de dolor. El hombre más próximo a él reaccionó al oírlo, dándole un revés en la cara para que se quitara de en medio.
La ira que sintió Khasar fue tan grande como la del caballo atado y descargo un golpe brutal sobre su agresor que se tambaleó, aturdido. Khasar vio que los demás soltaban las cuerdas y lo miraban con ojos amenazantes. El poni aprovechó la inesperada libertad para echar a correr desbocado y con la cabeza gacha, a través del campamento. Alrededor del grupo de hombres, los otros sementales de la manada relincharon respondiendo a sus llamadas y Khasar quedó solo frente a unos hombres furiosos. Los miró sin miedo, sabiendo que reconocerían su armadura.
—Sois woyela —dijo, tratando de romper la tensión—. Haré que vuelvan a capturar a vuestro caballo y que os lo traigan.
Ellos guardaron silencio e intercambiaron miradas. Todos se parecían entre sí y Khasar se dio cuenta de que eran los hijos del khan woyela. Su padre había llegado unos cuantos días antes, trayendo consigo quinientos guerreros y sus familias. Tenía fama de poseer un genio muy vivo y un sentido del honor muy agudizado. Cuando aquellos hombres empezaron a rodearlo, Khasar pensó que sus hijos habían heredado esos mismos rasgos.
Por un momento, Khasar pensó que tal vez lo dejaran marchar sin pelear, pero aquél al que había golpeado estaba loco de rabia y fue el que más se acercó a él, reforzado por la presencia de sus hermanos. En un lado de la cara, una marca lívida mostraba dónde le había pegado Khasar.
—¿Qué derecho tienes a interferir? —espetó uno de los otros. Lo estaban acosando deliberadamente y Khasar notó que el trajín del campamento había cesado a su alrededor. Había muchas familias observando el intercambio de palabras y, con desaliento, supo que no podía echarse atrás sin avergonzar a Gengis e incluso poner en peligro su control sobre el campamento.
—Estaba intentando pasar —aventuró con las mandíbulas apretadas, preparándose—. Si el buey de tu hermano no me hubiera golpeado, ese poni ya, estaría en el suelo. La próxima vez atadle antes las patas.
Uno de los más altos escupió en el suelo, cerca de sus pies, y Khasar apretó los puños. Entonces una voz cortó el aire.
—¿Qué es esto?
El efecto de esa voz sobre los hermanos fue instantáneo. Quedaron paralizados. Khasar se giró y vio a un hombre entrado en años con las mismas facciones de los otros. Sólo podía ser el khan de los woyela y Khasar no podía hacer otra cosa que inclinar la cabeza ante él. Todavía no se habían desenvainado las espadas y sabía que no debía insultar al único hombre que quizá pudiera controlar a sus hijos.
—Eres el hermano del hombre que se hace llamar Gengis —dijo el khan—. Pero éste es el campamento woyela. ¿Por qué has venido aquí a enfurecer a mis hijos y arruinar su trabajo?
Khasar se sonrojó, irritado. Sin duda Kachiun habría sido informado de la confrontación y habría hombres de camino, pero, por un momento, no estuvo seguro de si podría responder a eso sin perder la calma. Era evidente que el khan de los woyela estaba disfrutando de la situación y Khasar estaba convencido de que lo había visto todo desde el principio. Cuando hubo controlado su temperamento, habló al khan despacio y con claridad.
—He golpeado al hombre que me golpeó. Hoy no hay motivo para que se produzca un derramamiento de sangre.
Como respuesta, la boca del khan se retorció en una mueca desdeñosa. Allí mismo había cien guerreros que responderían de inmediato a su llamada y sus hijos estaban dispuestos a infundir humildad a fuerza de golpes en ese hombre que se erguía con tanto orgullo frente a ellos.
—Me esperaba esa respuesta. Pero el honor no puede echarse a un lado cuando no resulta conveniente. Esta parte del campamento es territorio woyela. Has entrado aquí sin autorización.
Khasar adoptó la impasible expresión del guerrero para ocultar su irritación.
—Las órdenes de mi hermano fueron claras —contestó—. Todas las tribus pueden utilizar las tierras mientras estamos reunidos. Aquí no hay ningún territorio woyela.
Los hijos del khan se pusieron a murmurar entre ellos al oír esas palabras y el propio khan pareció ponerse tenso.
—Yo digo que sí lo hay y no veo a nadie con el rango suficiente para cuestionar mi palabra. Pero veo que te escondes tras la sombra de tu hermano.
Khasar inspiró lentamente. Si se acogía a la protección de Gengis, el incidente concluiría. El khan de los woyela no era tan tonto como para retar a su hermano en el campamento, con un vasto ejército listo para reaccionar a su llamada. Y, sin embargo, el hombre lo miraba como una serpiente a punto de atacar y Khasar se preguntó si realmente habría sido el azar el que había puesto a los hermanos y al salvaje semental en su camino esa mañana. Siempre habría hombres deseando poner a prueba a aquellos que se atrevían a liderarlos en combate. Khasar sacudió la cabeza para despejarse. A Kachiun le encantaban la política y las negociaciones, pero a él no le gustaban, no para que el khan y sus hijos se lucieran de cara a la galería.
—No derramaré sangre aquí —comenzó a decir Khasar reconociendo el destello de triunfo en los ojos del khan— pero no necesitaré resguardarme bajo la sombra de mi hermano. —A la vez que hablaba, asestó un brutal puñetazo en la barbilla del hermano que estaba más cerca de él, abatiéndolo. Los otros rugieron y saltaron sobre él casi como si fueran un solo hombre. Le llovieron golpes en la cabeza y los hombros y retrocedió, afirmó las piernas y descargó un buen golpe en la cara de uno de ellos, notando cómo se rompía el hueso. A Khasar le gustaba pelear tanto como a cualquier hombre que ha crecido entre hermanos, pero tenía todas las de perder y casi se desplomó cuando le echaron la cabeza para atrás de un impacto y le machacaron la armadura a golpes. Al menos esa zona estaba protegida y, mientras siguiera en pie, podía agacharse y esquivar sus puñetazos a la vez que se defendía pegándose con todo el que podía.
Justo cuando pensaba aquello, uno de ellos lo sujetó por la cintura y lo tiró al suelo. Khasar soltó una fuerte patada y oyó un chillido mientras se cubría la cabeza para protegerse de sus botas. ¿Dónde estaba Kachiun, por todos los espíritus? Khasar sentía la sangre manando de su nariz y sus labios habían empezado a hincharse. Le zumbaba la cabeza por un puntapié que había recibido en la oreja derecha. Si recibía muchos más golpes como ése, quedaría lesionado de forma permanente.
Sintió el peso de uno de ellos que se había sentado a horcajadas sobre él y le tiraba de los brazos para retirarlos de su cara. Khasar alzó la vista y miró al hombre por un hueco. Eligió el momento oportuno y le metió el pulgar en el ojo a su atacante con todas sus fuerzas. Pareció ceder bajo el golpe y deseó haberlo dejado ciego. Con un grito, el hijo del khan woyela se separó de él rodando, pero las patadas no hicieron más que intensificarse.
Oyó un aullido de dolor que brotaba de algún lugar cercano y, por un instante, Khasar se vio solo y trató de ponerse en pie. Vio que un extraño había saltado sobre los hermanos woyela, derribando a uno de ellos y propinándole a otro una buena patada en la rodilla. El recién llegado era poco más que un niño, pero sabía cómo poner todo su peso en los golpes. Khasar le sonrió con sus labios partidos, pero estaba demasiado aturdido para levantarse.
—¡Parad ahora mismo! —ordenó una voz a sus espaldas y Khasar sintió que le inundaba una ola de esperanza antes de darse cuenta de que Temuge no había llegado con una docena de hombres para ayudarlo. Su hermano pequeño se encaramó en la masa de brazos y piernas que pataleaban y golpeaban y tiró de uno de los woyela, sacándolo de allí.
—¡Trae a Kachiun! —gritó Khasar; sintiendo que se le caía el alma a los pies. Lo único que iba a conseguir Temuge era que le dieran una paliza y entonces finalmente habría sangre. Gengis podía aceptar que un hermano se peleara, pero la implicación de un segundo hermano significaría un ataque personal contra su familia demasiado grande como para pasarlo por alto. El khan de los woyela parecía ajeno al peligro y Khasar le oyó reírse cuando uno de sus hijos le pegó un puñetazo a Temuge en la cara, haciéndolo caer de rodillas. El joven desconocido también había perdido la ventaja de la sorpresa y estaba recibiendo un aluvión de patadas y guantazos. Los hijos del khan woyela se reían a carcajadas mientras concentraban sus esfuerzos en sus dos nuevos rivales y Khasar se encolerizó al oír a Temuge gritar de dolor y humillación, protegiéndose con las manos de sus puntapiés mientras luchaba por incorporarse.
Entonces se oyó otro sonido: una serie de fuertes crujidos que hicieron que los woyela aullaran y se replegaran. Khasar continuó en el suelo, protegiéndose la cabeza, hasta que reconoció la voz de Kachiun, tensa de ira. Había traído a varios hombres con él y lo que había oído Khasar eran los palos con los que se habían armado.
—¡Levántate si puedes, hermano! ¡Dime cuál de ellos quieres que muera! —le gritó Kachiun a Khasar. Cuando Khasar bajó por fin las manos, escupió una flema rojiza en el suelo y se alzó apoyándose en los brazos. Su rostro era una masa amoratada y sanguinolenta y, al verlo, el khan de los woyela se puso rígido y su regocijo se extinguió.
—Esto es un asunto privado —se precipitó a decir el khan cuando Kachiun lo fulminó con la mirada—. Tu hermano no pidió privilegios de rango.
Kachiun se volvió hacia Khasar, que se encogió de hombros, sintiendo al instante un dolor que pintó una mueca crispada en su rostro.
También Temuge se había vuelto a poner en pie y su rostro aparecía pálido como la leche. Su mirada era fría y su vergüenza lo había puesto más furioso de lo que Khasar o Kachiun lo habían visto jamás. El tercer hombre se enderezó dolorido y Khasar le dio las gracias con una inclinación de cabeza. A él también lo habían apaleado, pero esbozó una sonrisa contagiosa mientras apoyaba jadeante las manos en las rodillas.
—Tened cuidado —advirtió Kachiun a sus hermanos en un murmullo apenas audible. Había traído consigo a apenas doce de sus trabajadores, los que estaban más cerca de él cuando le avisaron de la pelea. Sólo resistirían unos minutos frente a los hombres armados de los woyela. Entre la multitud relucían miradas llenas de dureza y el khan recobró parte de su confianza.
—El honor ha quedado satisfecho —declaró—. No hay cuentas pendientes entre nosotros. —Miró a Khasar para comprobar qué efecto producían en él sus palabras. Khasar sonrió torciendo la boca. Había oído el sonido de pasos marciales acercándose. Todos los presentes se irguieron alarmados al oír el tintineante avance de los guerreros armados. Sólo podía ser Gengis.
—¿Que no hay cuentas pendientes? —preguntó Kachiun al khan en un áspero susurro—. Eso no es decisión tuya, woyela.
Todos los ojos se volvieron hacia Gengis. Caminaba junto a Arslan y otros cinco hombres con sus corazas, completamente pertrechados para la batalla. Todos ellos portaban espadas y los hijos del khan woyela se miraron entre ellos, preocupados al caer en la cuenta de lo que habían hecho. Habían hablado de poner a prueba a uno de los hermanos de Gengis y esa parte había salido a la perfección, pero la llegada de Temuge los había arrastrado a aguas más profundas y ahora ninguno de ellos sabía cómo se resolvería la situación.
Gengis observó con atención la escena, con el rostro impasible como una máscara. Su mirada se detuvo en Temuge y, por un instante, sus ojos de lobo se endurecieron al ver cómo le temblaban las manos a su hermano pequeño. El khan de los woyela fue el primero en hablar.
—El problema ya está resuelto, señor —aseguró—. Ha sido una mera distracción, una riña a causa de un caballo —tragó saliva con esfuerzo—, no hay necesidad de que tu autoridad intervenga en este asunto.
Gengis hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Kachiun?
Kachiun dominó su ira para responder con voz calmada.
—No sé cuál fue el desencadenante de la pelea. Eso puede decírtelo mejor Khasar.
Khasar se estremeció al oír su nombre. Bajo la fija mirada de Gengis, eligió con cuidado sus palabras. En un momento dado, todo el campamento estaría al comente de lo sucedido y no quería que lo miraran como a un niño que había ido a quejarse a su padre. No si quería liderarlos más tarde en una batalla.
—He quedado satisfecho con mi parte en esto, hermano —contestó apretando los dientes—. Si siento la necesidad de seguir discutiéndolo con estos hombres, lo haré otro día.
—No, no lo harás —espetó Gengis, captando la amenaza implícita al igual que los propios woyela—. Lo prohíbo.
Khasar hizo una inclinación de cabeza.
—Como quieras, señor —respondió.
Gengis posó la mirada en Temuge, percibiendo su vergüenza por haber recibido una paliza en público, unida a la encendida ira que había sorprendido antes a Khasar y Kachiun.
—Tú también estás marcado, Temuge. No puedo creer que hayas tomado parte en esto.
—Intentó pararlo —contestó Kachiun—. Lo tiraron contra el suelo de rodillas y…
—¡Ya basta! —chilló Temuge—. Con el tiempo, iré devolviendo todos los golpes recibidos. —Se ruborizó y dio la impresión de que iba a echarse a llorar como un niño. Gengis lo miró fijamente y de repente su propia ira estalló. Con un gruñido, sacudió la cabeza y avanzó a grandes zancadas hacia los hermanos woyela. Uno de ellos no reaccionó con suficiente prontitud y Gengis lo derribó de un empujón con el hombro, sin que el gran khan diera muestras de haber notado el impacto siquiera. El khan woyela alzó las manos implorando clemencia, pero Gengis lo agarró por el deel y tiró de él hacia delante. Cuando Gengis desenfundó la espada, los guerreros woyela desenvainaron las suyas con un áspero sonido metálico.
—¡Quietos! —rugió Gengis, con la voz que se había hecho oír en el fragor de cientos de batallas, pero los guerreros desobedecieron la orden y, mientras se cerraban sobre él, Gengis alzó al khan como a una marmota que acabara de apresar. Con dos rápidos movimientos, pasó el filo de la espada por los muslos del khan, cercenando los músculos.
—Si habéis obligado a mi hermano a arrodillarse, woyela, tú no te pondrás en pie nunca más —exclamó. El khan empezó a lanzar alaridos y cayó al suelo mientras la sangre chorreaba hasta sus pies. Antes de que los guerreros pudieran llegar a él, Gengis elevó la mirada y la clavó con dureza en ellos.
—Si cuando mi corazón lata diez veces queda una sola espada en la mano de cualquiera de vosotros, ningún hombre, mujer o niño woyela sobrevivirá a esta noche.
Los oficiales que había entre los guerreros vacilaron y alzaron los brazos para detener a los demás. Gengis se erguía ante ellos sin ningún temor, mientras, a sus pies, su khan se tendía sobre un costado, gimiendo. Los hijos todavía estaban paralizados, horrorizados por lo que acababan de presenciar. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, el khan hizo un ademán que sus oficiales eligieron interpretar como asentimiento. Enfundaron sus espadas y los guerreros los imitaron, con los ojos desorbitados. Gengis asintió con la cabeza.
—Cuando partamos a la batalla, vosotros, woyela, seréis la guardia de mi hermano —les dijo y se giró hacia Khasar—. Si los aceptas. —Khasar asintió en un murmullo, con el rostro hinchado vacío de expresión—. Entonces este asunto ha concluido. La venganza ha quedado saldada y se ha hecho justicia.
Gengis miró a sus hermanos a los ojos y los tres se unieron a él mientras regresaba a la gran ger y a los asuntos del día. Khasar dio una palmada en el hombro del joven que le había ayudado para que los siguiera y no se quedara allí a recibir otra paliza.
—Este chico vino en mi ayuda —explicó Khasar mientras caminaban—. No le tiene miedo a nada, hermano.
Durante un instante, Gengis miró al muchacho y notó su orgullo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con brusquedad, indignado aún por lo que había visto.
—Tsubodai de los uriankhai, señor.
—Ven a verme cuando quieras un buen caballo y una armadura —dijo Gengis. Tsubodai sonrió de oreja a oreja y Khasar le dio un leve puñetazo en el hombro, complacido. A sus espaldas, el khan de los woyela era atendido por sus mujeres. Con tales heridas, nunca volvería a poder erguirse y puede que jamás volviera a caminar.
Cuando Gengis y sus hermanos pasaron por delante de las distintas tribus congregadas bajo la montaña negra, muchos los miraron con admiración y aprobación. Había demostrado que no permitiría que se le desafiara sin castigo y había obtenido una pequeña victoria.
Los uighurs fueron avistados en el horizonte cuando declinaba el verano y las crecidas de las aguas de las montañas estaban a punto de desbordar el río Onon. Las llanuras aún conservaban su color verde brillante y las alondras saltaban y trinaban al ver pasar los carromatos de los uighurs.
Era una impresionante exhibición de fuerza y Gengis respondió situando a cinco mil de sus jinetes en filas frente al inmenso campamento. No se presentó a darles la bienvenida en persona, sabiendo que su ausencia sería entendida como una sutil desaprobación por su tardanza. Rodeado por los woyela, fue Khasar quien avanzó a caballo para recibir a los recién llegados, y ninguno de los hijos del khan woyela osó retirar la vista de su nuca.
Cuando los uighurs estuvieron más próximos, Khasar se acercó al carro que precedía la oscura serpiente de personas y animales. Sus ojos repasaron con rapidez a los guerreros, juzgando su calidad. Estaban bien armados y parecían fieros y alerta, aunque sabía que las apariencias podían inducir a engaño. Aprenderían las tácticas que habían reportado la victoria a Gengis o, si no, se limitarían a llevar mensajes entre las tropas.
Los uighurs eran mercaderes de caballos además de estudiosos y a Khasar le complació ver la vasta manada que los acompañaba. Habría unos tres ponis por guerrero y se dijo que a lo largo del siguiente mes habría mucho bullicio en el campamento cuando las demás tribus se pusieran a negociar para reponer sus líneas de sangre.
Cuando alzó la mano, los guerreros que rodeaban el primer carro se detuvieron, adoptando una posición defensiva y llevando las manos a la empuñadura de sus espadas. Khasar pensó que los uighurs debían contar con unas buenas reservas de acero para que tantos de ellos llevaran espadas. Tal vez también se comerciaría con hierro en el campamento. Había todavía demasiados hombres que, aparte de su arco, no poseían más que un cuchillo. Khasar dirigió su mirada al hombre bajo, canoso, que conducía el carro. Había sido él quien levantó la mano para ordenar a la columna que se detuviera y Khasar notó en la forma en que lo miraban los guerreros que aguardaban órdenes de él. A pesar de que el corte de su deel era muy sencillo, tenía que ser el khan de los uighurs, Barchuk. Khasar decidió honrarlo hablando en primer lugar.
—Bienvenido al campamento, señor —saludó en tono formal—. Tu tribu es la última en llegar pero mi señor Gengis ha recibido tu mensaje con buena voluntad y ha asignado unas tierras de pasto para vuestras familias.
Asintiendo pensativo, el desconocido observó a los jinetes que esperaban en formación detrás de Khasar.
—Ya imagino que tenemos que ser los últimos. Me cuesta creer que haya algún guerrero más en el mundo, viendo el tamaño de las huestes reunidas en esta llanura. Sois los primeros hombres que vemos en muchos días de viaje. —Meneó la cabeza admirado al recordarlo—. Los uighurs nos pondremos en manos de Gengis, como prometí. Muéstranos dónde podemos plantar nuestras tiendas y nosotros haremos el resto.
A Khasar le gustó la franqueza algo brusca del khan, muy distinta de la pose exigente de algunos khanes con los que había tratado. Sonrió.
—Soy su hermano, Khasar —dijo—. Os lo mostraré yo mismo.
—Siéntate junto a mí, entonces, Khasar. Estoy deseando que me pongas al corriente de todo. —El khan dio unos golpecitos en el banco de madera del carromato y Khasar desmontó, y envió su caballo a la primera fila de los guerreros woyela con una palmada en la grupa.
—Si somos los últimos, entonces puede que no falte mucho para que Gengis arroje esta inmensa flecha contra sus enemigos —añadió el khan mientras Khasar trepaba y se acomodaba a su lado. Barchuk chasqueó la lengua y el buey tiró del carro, que echó a andar con una sacudida. Complacido, Khasar observó que los guerreros uighurs mantenían la formación a su alrededor. Por fin podrían partir hacia la lucha.
—Sólo él puede decirlo, señor. —Los moretones que le habían producido los woyela habían desaparecido casi por completo pero, aunque no hizo ningún comentario, notó que los ojos de Barchuk los registraban. Tras ver cómo habían sido humillados los woyela, el campamento había permanecido en silencio durante un tiempo, pero al aproximarse el final del verano, los hombres estaban inquietos de nuevo y, ahora que los uighurs habían llegado, pensó que su hermano se pondría en marcha a los pocos días. Sintió que su propia excitación crecía ante esa perspectiva. Habían logrado reunir a las tribus y Gengis les tomaría juramento de lealtad. Después de eso, irían a la guerra y él y sus hermanos librarían a su pueblo del yugo de los Chin.
—Pareces alegre, Khasar —observó Barchuk mientras guiaba el carro para esquivar un montículo en la hierba. El khan era mayor, pero su cuerpo era enjuto y nervudo y sus ojos parecían tener siempre una expresión divertida.
—Estaba pensando que nunca antes hemos estado unidos, señor. Siempre hemos estado enfrentados por alguna rencilla o algún soborno de los Chin. —Hizo un amplio gesto con la mano para abarcar el campamento de la llanura—. ¿Esto? Esto es algo nuevo.
—Puede acabar con la destrucción de nuestro pueblo —murmuró Barchuk, observándolo con atención. Khasar esbozó una ancha sonrisa. Recordaba a Kachiun y a Gengis debatiendo ese mismo tema y repitió sus palabras.
—Sí, pero ninguno de nosotros, ningún hombre, mujer o niño estará vivo dentro de cien años. Todos los que ves aquí ahora no serán más que huesos.
Vio que Barchuk fruncía el ceño, desconcertado y, mientras continuaba, deseó poseer la habilidad de Kachiun para hablar.
—¿Cuál es el sentido de la vida sino la conquista? Robar mujeres y tierras. Prefiero estar aquí y ver esto que vivir toda mi vida en paz.
Barchuk asintió con la cabeza.
—Eres un filósofo, Khasar.
Khasar se rió entre dientes.
—Eres el único que piensa eso. No, soy el hermano del gran khan y éste es nuestro momento.