I

En el anochecer estival, el campamento de los mongoles se extendía muchos kilómetros a lo largo y a lo ancho, en todas direcciones, y, sin embargo, la llanura en la sombra de la montaña negra era tan grande que hacía que la nutrida congregación pareciera pequeña. Las tiendas salpicaban el paisaje hasta donde alcanzaba la vista y, a su alrededor ardían miles de fogatas iluminando el suelo. Más lejos aún, rebaños de cabras, ovejas, yaks y ponis arrancaban a la tierra su hierba con constante apetito. Cada amanecer eran conducidos hasta el río a pacer donde los pastos eran mejores antes de retornar a las gers. Aunque Gengis garantizaba la paz, la tensión y las sospechas iban creciendo día a día. Ninguno de ellos había visto nunca una multitud así y era fácil sentirse encerrado en una aglomeración tan numerosa de familias. Entre ellas se intercambiaban insultos reales e imaginarios que brotaban de la presión que todos experimentaban al vivir tan cerca de guerreros que no conocían. Por las noches se producían numerosas peleas entre los jóvenes, pese a que estaban prohibidas. Cada vez que despuntaba el alba se hallaban uno o dos nuevos cadáveres de hombres que habían buscado saldar una cuenta o una rencilla pendiente. Las tribus murmuraban entre ellas mientras esperaban noticias de por qué las habían hecho venir a un lugar tan alejado de sus propias tierras.

En el centro del ejército de tiendas y carros se elevaba la ger del propio Gengis, que no se parecía a nada que se hubiera visto antes en las llanuras. Tenía la mitad de altura pero el doble del ancho que las demás y había sido construida con materiales más resistentes que el entramado de mimbre de las tiendas que la rodeaban. La estructura había resultado ser demasiado pesada para permitir un fácil desmantelamiento y para transportarla la montaban sobre un carromato con ruedas tirado por ocho bueyes. Cuando cayó la noche, muchos cientos de guerreros dirigieron sus pasos hacia allí, sólo para confirmar lo que habían oído y maravillarse.

En el interior, la gran tienda estaba iluminada con lámparas de aceite de oveja, que arrojaban una cálida luz sobre sus habitantes y espesaban el aire. Las paredes estaban cubiertas de estandartes de guerra de seda, pero Gengis despreciaba toda ostentación de riqueza y se sentaba en un tosco banco de madera. Sus hermanos lo rodeaban acomodados sin formalidad sobre pilas de sillas y mantas de caballos y charlaban despreocupadamente.

Un guerrero joven, nervioso y aún sudoroso por la larga cabalgata que lo había traído hasta tan impresionante multitud, estaba sentado frente a Gengis. Los hombres en torno al khan no parecían estar prestando atención, pero el mensajero era consciente de que sus manos nunca estaban demasiado lejos de sus armas. No parecían tensos o preocupados por su presencia y consideró que tal vez sus manos siempre estuvieran próximas a la espada. Su pueblo había tomado una decisión y confiaba en que los khanes más ancianos supieran lo que estaban haciendo.

—Si ya has terminado el té, me gustaría escuchar tu mensaje —pidió Gengis.

El emisario asintió, dejando la chata taza a sus pies, en el suelo. Tragó el último sorbo mientras cerraba los ojos y reataba: «Éstas son las palabras de Barchuk, que es el khan de los uighurs».

Las conversaciones y risas que se oían a su alrededor cesaron mientras hablaba y supo que todos le estaban escuchando. Su nerviosismo se incrementó.

—He recibido con gozo las noticias de tu gloria, mi señor Gengis Khan. Nos habíamos cansado de esperar que nuestros pueblos se conocieran entre sí y se levantaran. El sol está alto en el cielo. El río está libre de hielo. Eres el gurkhan, el que nos guiará a todos. Dedicaré a ti mi fuerza y mi conocimiento.

El mensajero se detuvo y se enjugó el sudor de la frente. Cuando abrió los ojos, vio que Gengis le estaba observando con aire burlón y su estómago se encogió de miedo.

—Son palabras muy hermosas —aseguró Gengis—, pero ¿dónde están los uighurs? Han dispuesto de un año para encontrar este lugar. Si tengo que ir a traerlos personalmente… —Dejó que la amenaza quedara flotando en el aire.

El mensajero habló con rapidez.

—Mi señor, nos llevó meses sólo construir los carromatos para viajar. No nos hemos movido de nuestras tierras durante muchas generaciones. Cinco grandes templos tuvieron que ser desmontados piedra a piedra, cada una de las piedras numerada para poder construirlos de nuevo. Sólo nuestros pergaminos llenaron una docena de carros y no pueden avanzar muy aprisa.

—¿Tenéis escritura? —preguntó Gengis, echándose hacia delante con interés.

El mensajero asintió sin orgullo.

—Hace ya muchos años, señor. Hemos recopilado los escritos de las naciones del oeste siempre que nos han permitido obtenerlos comerciando con ellos. Nuestro khan es un hombre de gran erudición e incluso ha copiado obras de los Chin y de los Xi Xia.

—¿Así que tengo que dar la bienvenida a eruditos y profesores en este lugar? —preguntó Gengis—. ¿Lucharéis con los pergaminos?

El mensajero se sonrojó mientras los hombres de la ger se reían entre dientes.

—También hay cuatro mil guerreros, mi señor. Seguirán a Barchuk allí donde los guíe.

—Me seguirán a mí o serán abandonados en la hierba a merced de las bestias —respondió Gengis. Por un instante, el emisario se quedó sin palabras, mirando fijamente, pero luego bajó la vista hacia el suelo de madera pulida y permaneció en silencio.

Gengis contuvo su irritación.

—No has dicho cuándo van a venir esos eruditos uighurs —dijo—. Calculo que tardarán sólo unos pocos días más, señor. Me marché hace tres lunas y estaban casi listos para partir. Ya no puede quedar mucho para que lleguen, si tienes paciencia.

—Por cuatro mil, esperaré —replicó Gengis en tono suave, pensativo—. ¿Conoces el alfabeto de los Chin?

—No tengo conmigo mis letras, señor. Mi khan sabe leer sus palabras.

—¿Dicen esos pergaminos cómo conquistar una ciudad hecha de piedra?

El mensajero dudó al percibir el agudo interés de los hombres que lo rodeaban.

—No he oído nada semejante, señor. Los Chin escriben de filosofía, las palabras de Buda, Confucio y Lao Tse. No escriben sobre la guerra o, si lo hacen, no nos han permitido ver esos pergaminos.

—Entonces no me sirven para nada —espetó Gengis—. Que te den algo de comer y ten cuidado de no iniciar una pelea con tu soberbia. Juzgaré a los uighurs cuando por fin los tenga ante mí.

El emisario hizo una profunda reverencia antes de salir de la ger y suspiró aliviado en cuanto abandonó aquella atmósfera cargada de humo. Una vez más, se preguntó si su khan comprendía la promesa que implicaban sus palabras. Los uighurs ya no se gobernaban a sí mismos.

Al contemplar el vasto campamento que lo rodeaba, el mensajero observó que había luces centelleando en muchos kilómetros a la redonda. Una sola palabra del hombre que acababa de conocer bastaría para hacerlas partir en cualquier dirección. Quizá el khan de los uighurs no había tenido elección.

Hoelun humedeció el paño en un cubo y, a continuación, lo extendió sobre la frente de su hijo. Temuge siempre había sido más débil que el resto de sus hermanos y parecía una carga añadida que cayera enfermo más a menudo que Khasar o Kachiun, o que el mismo Temujin.

Sonrió con ironía al pensar que ahora debía llamar «Gengis» a su hijo. Gengis quería decir océano y era una palabra hermosa cuyo significado habitual había sido tergiversado y ampliado por su ambición. Él, que en sus veintiséis años de vida nunca había visto el mar. Por otro lado, ella desde luego tampoco.

Temuge se revolvió en sueños, y su rostro se crispó cuando su madre le palpó el estómago con los dedos.

—Parece que se ha quedado tranquilo. Voy a salir un rato, si te parece —dijo Borte.

Hoelun miró con frialdad a la mujer que Temujin había tomado por esposa. Borte le había dado cuatro hijos perfectos y, durante una época, Hoelun creyó que llegarían a quererse como hermanas, o al menos a ser amigas. Hubo un tiempo en que la joven había estado llena de vida y entusiasmo, pero habían sucedido cosas que la habían afectado en lo más íntimo, en lo invisible. Hoelun sabía cómo miraba Temujin al mayor de sus hijos. No jugaba con el pequeño Jochi y prácticamente lo ignoraba. Borte había luchado contra esa desconfianza, pero se había instalado entre ellos como una cuña de hierro clavada en una madera resistente El hecho de que los otros tres chicos hubieran heredado los ojos amarillos de su padre no era de ninguna ayuda. Los de Jochi eran castaño oscuro, tan oscuro como su pelo en la penumbra. Mientras que Temujin adoraba a los demás niños, Jochi corría a refugiarse en las faldas de su madre, incapaz de comprender la frialdad del rostro de su padre cuando posaba en él su mirada. Hoelun notó que la joven miraba de reojo a la puerta de la tienda, sin duda pensando en sus hijos.

—Tienes sirvientes que pueden ocuparse de acostarlos —replicó Hoelun, en tono de reproche—. Si Temuge se despierta, te voy a necesitar a mi lado.

Mientras hablaba, sus yemas masajeaban con suavidad un oscuro nudo escondido bajo la piel del vientre de su hijo, a sólo unos dedos de distancia de su negro vello púbico. Había visto lesiones así con anterioridad, cuando los hombres levantaban pesos que excedían sus fuerzas. El dolor era insoportable, pero la mayoría se recuperaba. Temuge no tenía ese tipo de suerte y jamás la había tenido. Ahora que se había hecho mayor parecía menos un guerrero que nunca. Cuando dormía tenía rostro de poeta y por eso mismo ella lo amaba. Tal vez porque su padre se habría regocijado al ver en qué hombres se habían convertido sus otros hijos, ella siempre había sentido una ternura especial hacia Temuge. No se había convertido en un hombre despiadado como los demás, pese a haber soportado las mismas penalidades. Suspiró para sí y en la penumbra sintió los ojos de Borte posarse sobre ella.

—Puede que se recupere —la alentó Borte. Hoelun hizo un gesto de dolor. A su hijo le salían ampollas cuando se exponía al sol y rara vez llevaba consigo una hoja mayor que un cuchillo de mesa. A Hoelun no le había importado cuando empezó a aprender las historias de las tribus, grabándolas en su mente a tal velocidad que los ancianos quedaban asombrados por su excelente memoria. No todos podían ser hábiles con las armas y los caballos, se dijo. Sabía que Temuge detestaba las burlas y pullas que le lanzaban cuando trabajaba, aunque pocos se atrevían a arriesgarse a que Gengis las oyera. Temuge se negaba a mencionar los insultos y ésa era también una forma de coraje. Ninguno de sus hijos carecía de temple.

Ambas mujeres alzaron la vista cuando la pequeña puerta de la tienda se abrió. Hoelun frunció el ceño al ver entrar a Kokchu, que las saludó con una breve inclinación de cabeza. La intensa mirada del chamán se clavó de inmediato en la figura tendida de su hijo y Hoelun luchó por no mostrar su disgusto, aunque ella misma era incapaz de comprender su propia reacción. Había algo en ese chamán que le daba escalofríos y había hecho caso omiso de los mensajeros que le había enviado hasta el momento. Por un instante, se irguió, luchando entre la indignación y el cansancio.

—No te he hecho llamar —espetó con frialdad.

Kokchu no pareció notar el tono de su voz.

—He enviado a un siervo para rogar que me permitieras hablar un momento contigo, madre de los khanes. Quizá no haya llegado todavía. Todo el campamento está hablando de la enfermedad de tu Hijo.

Hoelun sintió que el chamán fijaba los ojos en ella, dispuesto a aguardar hasta ser formalmente bienvenido, y ella volvió a posar su vista en Temuge. Kokchu estaba siempre observando como si, dentro de él, hubiera otro que mirara hacia fuera. Hoelun había observado cómo se introducía en los círculos más próximos a Gengis y sabía que aquel recién llegado nunca le gustaría. Los guerreros podían apestar a excrementos, a grasa de oveja y sudor, pero así olía un hombre sano. Kokchu desprendía un repulsivo hedor a carne podrida, aunque Hoelun no lograba distinguir si procedía de sus ropas o de su propio cuerpo.

Ante su silencio, el chamán debería haber salido de la ger a menos que deseara arriesgarse a que la madre del gran khan llamara a los guardias. Sin embargo, habló con tranquilo descaro, seguro en cierto modo de que Hoelun no le diría que se marchara.

—Poseo ciertos poderes curativos y, si me lo permites, lo examinaré.

Hoelun se esforzó por reprimir su rechazo. El chamán de los olkhun’ut sólo había entonado unas salmodias ante el cuerpo de Temuge, sin resultado.

—Te doy la bienvenida a mi hogar, Kokchu —dijo Hoelun por fin. Notó cómo se relajaba sutilmente y no pudo evitar sentir que se había aproximado en exceso a algo desagradable.

—Mi hijo está dormido. El dolor es muy intenso cuando está despierto y deseo que descanse.

Kokchu atravesó la pequeña tienda y se acuclilló junto a las dos mujeres. En un gesto inconsciente, ambas se retiraron de su lado.

—Necesita curación más que descanso, creo yo. —Kokchu escudriñó con calma a Temuge, inclinándose sobre él para olerle el aliento. Al ver que alargaba la mano hacia su estómago desnudo y palpaba el área donde se localizaba el bulto, Hoelun se estremeció al imaginarse el dolor de su hijo, pero no lo detuvo. Temuge gimió en sueños y Hoelun contuvo el aliento.

Un rato después, Kokchu asintió para sí.

—Debes prepararte, anciana madre. Este muchacho va a morir.

La mano de Hoelun salió disparada y agarró la delgada muñeca del chamán, que se asombró de la fuerza de la mujer.

—Se ha desgarrado las tripas, chamán. Lo he visto muchas veces. Lo he visto hasta en ponis y cabras y siempre sobreviven.

Kokchu se liberó de sus temblorosos dedos con la otra mano Le gustó ver el terror en los ojos de Hoelun. Si tenía miedo, podría ser suya, en cuerpo y alma. Si hubiera sido una joven madre naimana, podría haber buscado favores sexuales a cambio de la curación de su hijo, pero en ese nuevo campamento, necesitaba impresionar al gran khan. Al responder mantuvo la expresión impertérrita.

—¿Ves lo oscuro que está el bulto? Es un tumor que no puede extirparse. Tal vez, si estuviera en la piel, lo podría quemar, pero sus garras habrán penetrado en su estómago y pulmones. Lo está devorando implacablemente y no estará satisfecho hasta que lo mate.

—Te equivocas —espetó Hoelun, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Kokchu bajó la mirada para que no pudiera ver el destello de triunfo en los suyos.

—Ojalá me equivocara, madre. He visto cosas así antes y su apetito es insaciable. Continuará ensañándose con él hasta que perezcan juntos. —Para apoyar su argumento, alargó la mano y pellizcó la hinchazón. Temuge dio un respingo y se despertó con un grito ahogado.

—¿Quién eres? —preguntó Temuge a Kokchu, jadeante. Trató de incorporarse, pero el dolor le hizo gritar y cayó de espaldas en el estrecho camastro. Tiró de la manta con manos rápidas para cubrir su desnudez y sus mejillas se ruborizaron bajo el escrutinio de Kokchu.

—Es un chamán, Temuge. Va a ponerte bien —lo tranquilizó Hoelun. La frente de Temuge se perló de sudor frío y su madre se lo secó dándole unos ligeros toques con el paño mientras el joven se volvía a tender. Al rato, su respiración se fue haciendo más lenta y, exhausto, se quedó dormido de nuevo. La tensión de Hoelun disminuyó un poco, pero no así el terror que Kokchu había introducido en su hogar.

—Si no hay esperanza, chamán, ¿por qué sigues aquí? —inquirió—. Hay otros hombres y mujeres que necesitan tus poderes sanadores. —No podía eliminar la aspereza de su tono y no podía adivinar el placer que eso le producía a Kokchu.

—He derrotado al monstruo que lo está devorando en dos ocasiones en mi vida. Es un rito oscuro y peligroso para el hombre que lo practica además de para el enfermo. Te lo digo para que no desesperes, pero sería absurdo tener esperanzas. Acepta la idea de que ha muerto y, si consigo devolvértelo, te llenarás de gozo.

Hoelun sintió un escalofrío al mirar al chamán a los ojos. Se dio cuenta de que olía a sangre, aunque no había ni rastro de ella en su piel. Apretó los puños al imaginar a ese hombre tocando a su perfecto hijo, pero la había atemorizado con su cháchara sobre la muerte y ahora estaba indefensa ante él.

—¿Qué tengo que hacer? —susurró.

Kokchu permaneció muy quieto mientras lo consideraba.

—Necesitaré todas mis fuerzas para que los espíritus accedan a entrar en tu hijo. Hará falta una cabra para absorber el tumor y otra para purificarlo con sangre. Tengo las hierbas que necesito, si estoy suficientemente fuerte.

—¿Y si fracasas? —preguntó Borte de repente.

Kokchu respiró hondo, dejando que el aire vibrara al atravesar sus labios.

—Si me fallan las fuerzas cuando empiece a cantar sobreviviré. Si llego a la última etapa y los espíritus me llevan, entonces veréis cómo soy arrancado de mi cuerpo, que aún vivirá durante un tiempo. Pero sin su alma, no será más que carne vacía. Esto no es ningún juego, madre.

Hoelun lo miró: había vuelto a despertar sus sospechas. Parecía tan convincente y, sin embargo, sus veloces ojos siempre estaban observando, vigilando cómo eran recibidas sus palabras.

—Trae dos cabras, Borte. Veamos qué es capaz de hacer.

Fuera estaba oscuro y mientras Borte iba a buscar a los animales, Kokchu utilizó el paño para secar el pecho y el abdomen de Temuge. Cuando le introdujo los dedos en la boca, el joven se despertó otra vez aterrorizado, con los ojos brillantes.

—No te muevas, chico. Te ayudaré si tengo la fuerza suficiente —le dijo Kokchu. No se giró cuando trajeron las cabras balando y las arrastraron hasta dejarlas a su lado, concentrando toda su atención en el joven a su cuidado.

Con la morosidad que corresponde a los rituales, Kokchu extrajo cuatro vasijas de latón de su túnica y las colocó en el suelo. Echó un montón de polvo gris en cada una de ellas y encendió una astilla en el hornillo. Al poco, las serpenteantes volutas de humo gris espesaban el aire de la ger hasta hacerlo irrespirable. Kokchu aspiró profundamente ese aire, llenándose los pulmones con él. Hoelun tosió poniéndose la mano en la boca y se sonrojó. Los gases estaban empezando a marearla, pero no dejaría solo a su hijo con un hombre en el que no confiaba.

En un susurro, Kokchu comenzó a entonar una monótona salmodia en la lengua más antigua de su pueblo, casi olvidada. Hoelun se echó para atrás en su asiento mientras la escuchaba, recordando los sonidos de los sanadores y chamanes de su juventud. Los recuerdos que evocó en Borte eran más oscuros: había oído a su marido recitar las antiguas palabras una noche muy larga antes de destripar a sus secuestradores y de meterle en la boca a su esposa delgadas tajadas de su corazón quemado. Era una lengua de sangre y crueldad, muy apropiada para las estepas invernales. No había una sola palabra para designar la bondad, o el amor. Mientras escuchaba al chamán, los jirones de humo iban envolviéndola, adormeciendo su piel. Las repetitivas rimas despertaron en su mente un torrente de imágenes sanguinarias y no pudo dominar las arcadas.

—Cálmate, mujer —bramó Kokchu, con una mirada salvaje—. Guarda silencio mientras llegan los espíritus. —Su cántico se reanudó con mayor energía, con Kokchu repitiendo de forma hipnótica las frases una y otra vez, intensificando el volumen y la urgencia. La primera cabra baló desesperada cuando la sostuvo sobre el cuerpo de Temuge, con la mirada fija en los atemorizados ojos del muchacho. Con su cuchillo, Kokchu le cortó el pescuezo a la cabra y la mantuvo allí mientras su sangre manaba humeante sobre el hijo de Hoelun. Temuge chilló al sentir ese calor repentino, pero Hoelun le rozó los labios con la mano y el chico se tranquilizó.

Kokchu dejó caer al animal, que seguía pataleando. Su salmodia se aceleró y cerró los ojos, apretando con la mano las tripas de Temuge. Para su sorpresa, el joven seguía en silencio y tuvo que retorcer el bulto con más fuerza para hacerle gritar. La sangre ocultó el brusco ademán con el que desenredó la parte estrangulada de intestino y lo empujó de nuevo tras la pared de músculo. Su padre le había enseñado el ritual con un tumor real y Kokchu había visto al anciano cantando mientras los hombres y las mujeres chillaban, llegando incluso a gritar a su vez en sus bocas abiertas de modo que su saliva les entraba en la garganta. El padre de Kokchu los había agotado hasta tal punto que se sentían desorientados y se volvían locos y creían. Había visto bultos espantosos encoger y desaparecer tras superar ese punto de agonía y de fe. Si un hombre se entregaba por entero a un chaman, a veces los espíritus recompensaban esa confianza.

Emplear esa sabiduría para engañar a un muchacho con el estómago herniado no era honorable, pero la recompensa sería magnífica. Temuge era el hermano del khan y un hombre en esa posición siempre sería un valioso aliado. Pensó en las advertencias de su padre sobre los peligros que acechaban a aquellos que abusaban de los espíritus con mentiras y trucos. Nunca había entendido el poder, ni lo embriagador que podía llegar a ser. Los espíritus revoloteaban alrededor de la fe como las moscas en torno a la carne muerta. No había nada malo en hacer que la fe creciera en el campamento del khan. Su autoridad no podía sino aumentar.

Kokchu respiraba trabajosamente mientras entonaba su monótono canto, con los ojos en blanco, y adentraba su mano más aún en la barriga de Temuge. Con un grito de triunfo, hizo como si diera un fuerte tirón, sacando un pequeño trozo de hígado de ternera que antes había escondido allí. Al apretarlo en su mano, se agitó como si tuviera vida, y Borte y Hoelun retrocedieron.

Kokchu prosiguió su salmodia mientras tiraba de la otra cabra para acercarla hacia él. Ese animal también se debatió, pero el chamán metió la mano por detrás de sus amarillos dientes, aunque la cabra empezó a roerle los nudillos. Empujó la hedionda carne por su gaznate hasta que la bestia no pudo por menos que tragarla en medio de entrecortados espasmos. Cuando el chamán vio que la garganta se movía, la masajeó frotando con fuerza para empujar al hígado hasta el estómago de la cabra. Luego la soltó.

—Que no entre en contacto con los demás animales —ordenó, jadeante— o el tumor se contagiará y vivirá de nuevo, y tal vez incluso regrese hasta tu hijo. —El sudor resbalaba por su nariz mientras las miraba—. Sería mejor quemarla hasta que no queden de ella más que las cenizas. No debe ser comida porque su carne aún contiene el tumor Aseguraos bien de que es así. No tengo fuerzas para repetir el ritual.

Se dejó caer sin fuerzas como si se hubiera desmayado, aunque seguía respirando como un perro al sol.

—El dolor ha desaparecido —oyó decir a Temuge, en tono sorprendido—. Tengo la zona dolorida, pero mucho menos que antes. —Kokchu percibió cómo Hoelun se inclinaba sobre su hijo y le oyó emitir un grito ahogado cuando su madre tocó el lugar por donde sus intestinos habían atravesado el músculo estomacal.

—La piel no está rasgada —advirtió Temuge. Kokchu notó la admiración en su voz y eligió ese momento para abrir los ojos e incorporarse. Tenía la vista cansada y entornó los ojos para mirar a través de la nube de humo de la tienda.

Sus largos dedos rebuscaron en los bolsillos de su deel y extrajo un trozo de crin de caballo trenzada que estaba manchada con sangre seca.

—Esto ha sido bendecido —les dijo—. Lo ataré a la herida para que nada pueda penetrar en ella.

Todos permanecieron callados mientras arrancaba una mugrienta cinta de tela de su deel y hacía que Temuge se incorporara. Kokchu salmodiaba entre dientes mientras la ataba alrededor de la barriga del joven, cubriendo el rígido trozo de pelo con franjas y franjas de tela y tensando cada una de las vueltas hasta que el amuleto quedó oculto a la vista. Cuando lo hubo atado, Kokchu se echó para atrás, satisfecho al saber que las tripas ya no se saldrían y arruinarían todo su trabajo.

—Mantén el amuleto en su sitio durante una luna —indicó con voz fatigada—. Si dejas que caiga, quizá el tumor vuelva a encontrar refugio en ti una vez más. —Cerró los ojos, como si estuviera exhausto—. Ahora tengo que dormir. Dormiré esta noche y la mayor parte de mañana. Quemad esa cabra antes de que propague el mal. En unas pocas horas como mucho estará muerta.

Puesto que había rodado el hígado con una dosis de veneno suficiente para matar a un hombre adulto, sabía que estaba diciendo la verdad. No habría ningún animal sospechosamente sano que pudiera malograr su éxito.

—Te doy las gracias por lo que has hecho —intervino Hoelun—. No lo entiendo…

Kokchu sonrió con aire cansado.

—Me costó veinte años de estudio llegar a dominar mis poderes, anciana madre. No creas que puedes entenderlo en una sola noche. Tu hijo se curará, como habría sucedido si el tumor no hubiera empezado a retorcerse en su interior. —Se quedó pensativo durante un momento. No conocía a aquella mujer pero estaba seguro de que le contaría a Gengis lo que había pasado. Para no tener ninguna duda de que así era, volvió a hablar.

—Debo pedirte que no le cuentes a nadie lo que has visto. Todavía existen tribus en las que asesinan a aquéllos que practican la antigua magia. Se considera demasiado peligrosa. —Se encogió de hombros—. Tal vez lo sea.

Diciendo eso, sabía a ciencia cierta que la historia se difundiría por todo el campamento antes de que rayara el nuevo día. Siempre había alguien que quería un hechizo contra la enfermedad, o que una maldición cayera sobre su enemigo. Dejarían leche y carne a la puerta de su ger y con el poder vendrían también el respeto y el miedo. Deseaba que le tuvieran miedo, porque cuando le temieran, le darían todo lo que les pidiera. ¿Qué importaba si no había salvado una vida esta vez? La fe estaría allí cuando tuviera otra vida en sus manos. Había arrojado una piedra al río y las ondas se propagarían muy lejos.

Gengis y sus generales estaban solos en la gran ger cuando la luna ascendió sobre sus huestes. Había sido un día ajetreado para todos ellos, pero no podían dormir mientras él permaneciera despierto: al día siguiente habría bostezos y ojos enrojecidos por doquier. Gengis parecía tan fresco como estaba esa misma mañana, cuando había recibido a doscientos hombres y mujeres de una tribu túrquica que procedían de una zona tan al noroeste que no entendían más que unas pocas palabras de lo que les decía. Aun así, habían venido.

—Cada día llegan más, y sólo quedan dos lunas de verano —afirmó Gengis, mirando con orgullo a los hombres que habían estado a su lado desde los primeros días. A sus cincuenta años, Arslan estaba empezando a envejecer tras los largos años de guerra. Él y su hijo Jelme se habían unido a Gengis cuando no tenía nada más que su ingenio y a sus tres hermanos. Ambos habían permanecido absolutamente leales a él durante los años más duros y Gengis les había hecho prosperar y obtener esposas y riqueza. Gengis hizo un gesto con la cabeza al espadero que se había convertido en su general, alegrándose al comprobar que su espalda seguía tan erguida como siempre.

Temuge no asistía a sus reuniones, ni siquiera cuando estaba bien. De todos sus hermanos, era el único que no había mostrado ninguna aptitud para la estrategia. Gengis le adoraba, pero no podía confiar en su capacidad para liderar a otros. Meneó la cabeza, dándose cuenta de que sus pensamientos estaban divagando. También él estaba cansado, aunque no iba a permitir que los demás lo notaran.

—Algunas de las nuevas tribus ni siquiera han oído hablar de los Chin —dijo Kachiun—. Los que han llegado esta mañana iban vestidos con ropas que nunca antes había visto. No son mongoles como nosotros.

—Tal vez —replicó Gengis—, pero haré que se sientan bienvenidas. Esperemos a que demuestren su valía en la batalla antes de juzgarlos. No son tártaros ni enemigos de sangre de ninguno de nosotros. Al menos nadie me llamará para aclarar alguna rencilla que se remonta a decenas de generaciones. Nos serán útiles.

Tomó un trago de un basto tazón de barro, relamiéndose al paladear la amargura del airag negro, y prosiguió:

—No bajéis la guardia en el campamento, hermanos míos. Han venido porque no venir sería como pedir que los destruyéramos. Todavía no confían en nosotros. Muchos de ellos sólo conocen mi nombre y nada más.

—He apostado hombres en todas las hogueras para escuchar —intervino Kachiun—. Siempre habrá alguien que quiera sacar provecho en una reunión de este tipo. Seguro que mientras estamos aquí hablando, habrá mil conversaciones sobre nosotros. Mis hombres escucharán incluso los susurros. Sabré si es necesario actuar.

Gengis miró a su hermano haciendo un gesto de asentimiento. Se sentía orgulloso de él. Gracias a la práctica del arco, Kachiun se había convertido en un hombre robusto con unos hombros de una inmensa anchura. Compartían un vínculo que Gengis no sentía con ningún otro, ni siquiera con Khasar.

—Aun así, siento que me cosquillea la espalda cuando atravieso el campamento. Mientras aguardamos, se van inquietando cada vez más, pero vendrán más, así que todavía no puedo avanzar. Ya sólo los uighurs serán de gran valor. Los que están aquí pueden ponernos a prueba, así que estad preparados y no permitáis que ningún insulto quede sin castigo. Confiaré en vuestro juicio, aunque arrojéis docenas de cabezas a mis pies.

Los generales de la ger entrecruzaron sus miradas sin sonreír. Por cada hombre que habían traído a la inmensa llanura, habían venido dos más. La ventaja de la que disfrutaban era que ninguno de los khanes más fuertes conocía el alcance de su apoyo. Todo el que se aproximaba a la sombra de la montaña negra veía un solo ejército y no se paraban a pensar en el hecho de que estaba compuesto de cien facciones distintas, observándose entre sí con mutua desconfianza.

Gengis por fin dejó escapar un bostezo.

—Id a dormir un poco, hermanos míos —ordenó, cansado—. Está a punto de amanecer y los rebaños deben ser conducidos a pastos nuevos.

—Iré a ver cómo está Temuge antes de acostarme —dijo Kachiun.

Gengis suspiró.

—Esperemos que el padre cielo le devuelva la salud. No puedo perder a mi único hermano sensato.

Kachiun resopló, abriendo de un empujón la pequeña puerta que daba al aire exterior. Cuando todos hubieron salido, Gengis se puso en pie, haciendo crujir los huesos con un rápido movimiento de las manos para aliviar la rigidez de su cuello. La ger familiar estaba cerca, aunque sus hijos estarían dormidos. Una noche más en la que tendría que meterse a trompicones entre las mantas sin que su familia supiera que había llegado a casa.