PRÓLOGO

EL khan de los naimanos era viejo. Su anciano cuerpo temblaba con el viento que azotaba las colinas. Mucho más abajo, el ejército que había reunido oponía resistencia al jefe mongol que se hacía llamar Gengis. Más de doce tribus luchaban en las estribaciones rocosas al lado de los naimanos tratando de resistir las oleadas de ataques de las tropas de Gengis Khan. A través del claro aire de la montaña, el khan oía los gritos y aullidos de los hombres, pero estaba casi ciego y no podía ver la batalla.

—Cuéntame lo que está pasando —volvió a pedirle a su chamán en un susurro.

Kokchu todavía no había cumplido los treinta años y, aunque nubes de pesar ensombrecían sus ojos, su vista era aguda y penetrante.

—Los jajirat han depuesto sus arcos y espadas, mi señor. Han perdido el valor, como habías vaticinado.

—Lo honran demasiado con su miedo —contestó el khan, ciñéndose el deel al escuálido cuerpo—. Háblame de mis naimanos: ¿siguen luchando?

Kokchu observó con calma las turbulentas masas de hombres y caballos antes de responder. Gengis los había pillado a todos por sorpresa surgiendo de las praderas al rayar el alba, cuando los mejores exploradores habían afirmado que se encontraba aún a cientos de kilómetros de distancia. El enemigo se había lanzado sobre la alianza naimana con la ferocidad de hombres acostumbrados a la victoria, pero los suyos habían dispuesto de una oportunidad para rechazar su carga. Kokchu maldijo en silencio a la tribu de los jajirat, que habían traído tantos hombres de las montañas que por un momento le habían hecho creer que podrían vencer a sus enemigos. Por un instante, su alianza había sido un acontecimiento grandioso, algo imposible sólo unos años antes… pero había perdurado lo que duró la primera carga, y luego el terror la había hecho añicos y los jajirat se habían retirado.

Mientras observaba, Kokchu maldecía entre dientes al ver cómo algunos de los guerreros a los que su khan había dado la bienvenida peleaban ahora contra sus hermanos. Su mente era la de una jauría de perros, que cambiaba de rumbo según soplara el viento.

—Siguen luchando, mi señor —respondió al fin—. Han resistido la carga y sus flechas están cayendo sobre los hombres de Gengis.

El khan de los naimanos juntó sus huesudas manos y se le pusieron blancos los nudillos.

—Eso está muy bien, Kokchu, pero debería regresar a su lado, para infundirles ánimo.

El chamán se volvió hacia el hombre al que había servido durante toda su edad adulta con una mirada febril.

—Morirás si lo haces, mi señor. Lo he visto. Tus vasallos defenderán esta colina contra las mismas almas de los muertos. —Ocultó su vergüenza. El khan había confiado en su consejo, pero cuando la primera línea de los naimanos se quebró ante sus ojos, Kokchu había visto su propia muerte bajo las silbantes flechas. Todo lo que quería en ese momento era alejarse de allí.

—Me has servido bien, Kokchu —aseguró el khan con un suspiro—. Te he mostrado mi gratitud. Ahora, dime una vez más qué estás viendo.

Kokchu tomó una rápida bocanada de aire antes de contestar.

—Los hermanos de Gengis se han unido a la batalla. Uno de ellos lidera la carga contra los flancos de nuestros guerreros. Está abriendo una profunda brecha en nuestras filas. —Se detuvo, mordiéndose el labio. Vio una flecha ascender zumbando como una mosca hacia ellos y clavarse en el suelo hasta las plumas, a apenas un metro por debajo de donde estaban acuclillados.

—Debemos subir un poco más, mi señor —aconsejó, poniéndose en pie sin retirar la vista de la salvaje masa que bullía en la falda de la colina.

El anciano khan se levantó con él, ayudado por dos guerreros que observaban con expresión impasible la destrucción de sus amigos y hermanos. A un gesto de Kokchu, ambos dieron media vuelta hacia la cima y ayudaron a trepar a su viejo khan.

—¿Hemos contraatacado, Kokchu? —preguntó con voz temblorosa.

Kokchu se giró y su rostro se crispó ante el espectáculo que se ofrecía a su vista: las flechas surcaban el aire y parecían avanzar lentamente, como si atravesaran aceite. La fuerza naimana había sido dividida en dos por la carga de Gengis. La armadura de sus guerreros, copiada de los Chin, era mejor que el cuero cocido que utilizaban los naimanos. Sobre sus túnicas de seda, cada uno de los hombres llevaba una coraza formada por cientos de tiras de hierro de un dedo de ancho cosidas a un tupido lienzo. Con todo, no podía detener los impactos más potentes, aunque a menudo la cabeza de flecha quedaba atrapada en la seda. Kokchu vio cómo los guerreros de Gengis capeaban la lluvia de proyectiles. El estandarte con la cola de caballo de la tribu de los merkitas fue pisoteado y ellos también arrojaron las armas y se arrodillaron ante su rival con los pechos palpitantes. Sólo los oirates y los naimanos continuaban peleando, enfurecidos, sabiendo que no podrían resistir mucho más. La gran alianza se había formado para rechazar a un único enemigo y con su derrota se evaporaba toda esperanza de libertad. Kokchu frunció el ceño, considerando su futuro.

—Los hombres luchan con orgullo, mi señor. No saldrán huyendo, no mientras tú los estés mirando. —Vio que cientos de guerreros de Gengis habían alcanzado el pie de la montaña y lanzaban torvas miradas hacia las líneas de vasallos. A esa altura, el viento era glacial y Kokchu sintió que le inundaban la ira y la desesperación. Había llegado demasiado lejos para fracasar en una reseca colina bajo el frío sol… Todos los secretos que había aprendido de su padre, que había incluso superado, se perderían con un solo golpe de una espada, o una flecha, y su vida acabaría. Durante un instante, odió al viejo khan que había intentado oponer resistencia a la nueva potencia de las llanuras. Había fracasado y eso lo convertía en un necio, por muy fuerte que fuera una vez. En silencio, Kokchu maldijo la mala suerte que aún le acechaba.

Mientras ascendían, el khan de los naimanos jadeaba y agitó una mano fatigada para avisar a los hombres que lo sostenían por los brazos.

—Necesito descansar aquí —musitó, meneando la cabeza.

—Mi señor están demasiado cerca —replicó Kokchu. Los vasallos hicieron caso omiso del chamán y ayudaron a su khan a encontrar un montículo en la hierba donde pudiera sentarse.

—Entonces, ¿hemos perdido? —preguntó el khan—. ¿Cómo, si no es pasando sobre los cadáveres de los naimanos, habrían podido alcanzar esta colina los perros de Gengis?

Kokchu evitó mirar a los vasallos a los ojos. Ellos conocían la verdad tan bien como él mismo, pero nadie quería pronunciar las palabras que aniquilarían la última esperanza de un viejo. En el suelo, allá abajo, se veían las marcas de curvas y brochazos de los cadáveres, como una sangrienta caligrafía sobre la hierba. Los oirates habían luchado bien y habían resistido con valentía, pero finalmente también ellos habían caído. El ejército de Gengis se movía con agilidad, aprovechando todas las debilidades que advertían en las líneas enemigas. Kokchu observó a varios grupos formados por decenas y centenas de hombres atravesar el campo de batalla a la carrera, mientras sus oficiales se comunicaban a asombrosa velocidad. Sólo quedaba el inmenso coraje de los guerreros naimanos para enfrentarse a la tormenta, y no sería suficiente. Kokchu recobró la esperanza por un momento cuando los guerreros recuperaron la falda de la colina, pero era un pequeño grupo de hombres exhaustos y fueron barridos por la siguiente carga de envergadura lanzada sobre ellos.

—Tus vasallos aún están dispuestos a morir por ti, mi señor —murmuró Kokchu. Era lo único que podía decir. El resto del ejército que la noche anterior parecía tan brillante y poderoso había sido destruido. A sus oídos llegaban los gritos de los moribundos.

El khan asintió, cerrando los ojos.

—Creía que podríamos obtener la victoria —musitó con un hilo de voz—. Si todo ha terminado, dile a mis hijos que depongan sus espadas. No haré que mueran por nada.

Los hijos del khan habían sido asesinados cuando las tropas de Gengis se abalanzaron sobre los naimanos. Los dos vasallos miraron fijamente a Kokchu cuando escucharon la orden, ocultando su dolor y su ira. El mayor de ellos desenfundó su espada y comprobó el filo. Al hablar, las venas de su rostro y cuello se mostraron con claridad como una delicada malla bajo su piel.

—Yo avisaré a tus hijos, señor, si me permites dejarte.

El khan alzó la cabeza.

—Diles que conserven la vida, Murakh, para poder ver adonde nos lleva a todos este Gengis.

Murakh se limpió con rabia las lágrimas que habían aflorado a sus ojos cuando se volvió hacia el otro vasallo, ignorando a Kokchu, como si no estuviera allí.

—Protege al khan, hijo mío —ordenó con suavidad y el joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Murakh le puso la mano en el hombro y se inclinó hacia delante, uniendo su frente a la de su hijo durante unos instantes. Sin mirar al chamán que los había llevado a la colina, Murakh inició el descenso de la pendiente a grandes zancadas.

El khan suspiró con la mente atormentada.

—Diles que dejen paso al conquistador —susurró. Kokchu lo observaba con una temblorosa gota de sudor pendiendo de la nariz—. Quizá muestre piedad hacia mis hijos cuando me haya matado a mí.

Mucho más abajo, Kokchu vio que Murakh, el vasallo, alcanzaba al último puñado de defensores. Al verle llegar se irguieron como pudieron: aquellos hombres rotos, agotados, levantaron pese a todo la barbilla y se esforzaron en no dejar traslucir que habían tenido miedo. Kokchu oyó cómo se despedían unos de otros mientras se dirigían con paso ligero hacia el enemigo.

Al pie de la montaña, Kokchu divisó al propio Gengis atravesando una masa de guerreros con la armadura manchada de sangre. Kokchu sintió cómo su mirada le pasaba por encima y, temblando, toco el puño de su cuchillo. ¿Perdonaría Gengis la vida a un chamán que lo deslizara por la garganta de su propio khan? El anciano seguía sentado con la cabeza gacha, su cuello tan delgado que movía a la compasión. Tal vez gracias a ese asesinato conservara la vida y, en aquel momento, la muerte le inspiraba un terror desesperado.

Durante largo tiempo, Gengis mantuvo la vista fija en lo alto sin moverse y Kokchu dejó caer la mano. No conocía a ese frío guerrero que venía de ninguna parte con la luz del amanecer. Kokchu se sentó junto a su khan y contempló cómo el último de los naimanos descendía en busca de la muerte. El chamán entonó entonces un antiguo hechizo de protección que su padre le había enseñado para que los enemigos se pasaran a su bando. Al escuchar las rimas, la tensión del viejo khan pareció remitir.

Murakh había sido una vez el primer guerrero de los naimanos y ese día no había luchado. Con un aullido ululante, se arrojó contra las líneas de los hombres de Gengis sin pensar ni por un instante en su propia defensa. Los últimos naimanos, sintiendo que su agotamiento desaparecía, lo siguieron gritando. Sus flechas tumbaron a algunos guerreros de Gengis, pero éstos enseguida se levantaban y rompían los astiles, enseñando los dientes mientras seguían avanzando. Cuando Murakh mató al primer hombre que se interpuso en su camino, doce más lo atacaron desde todos los flancos y sus costillas empezaron a sangrar por multitud de cortes.

El cántico de Kokchu prosiguió mientras observaba con ojos asombrados cómo Gengis soplaba un cuerno y sus hombres se retiraban de los jadeantes supervivientes naimanos.

Murakh seguía en pie; aturdido, pero con vida. Kokchu vio que Gengis lo llamaba, pero no logró distinguir las palabras. Murakh negó con la cabeza y escupió sangre en el suelo mientras levantaba la espada una vez más. Sólo quedaban unos pocos naimanos en pie, todos ellos heridos, con la sangre chorreándoles por las piernas. Ellos también alzaron sus hojas, tambaleándose al hacerlo.

—¡Habéis luchado bien!, —exclamó Gengis—. Rendíos ante mí y os daré la bienvenida en mis hogueras. Seréis tratados con honor.

Murakh le sonrió enseñando los dientes teñidos de rojo.

—Escupo sobre el honor de los Lobos —respondió.

Gengis permaneció muy quieto sobre su silla un momento antes de encogerse de hombros y dejar caer su brazo de nuevo. La línea se lanzó hacia delante y Murakh y los demás fueron aplastados por la arrolladora ola de hombres y de filos.

Sobre la alta colina, Kokchu se puso en pie. La salmodia murió en su garganta cuando Gengis desmontó y comenzó a escalar la ladera. La batalla había concluido. Los muertos se contaban por centenares, pero los que se habían rendido eran millares. A Kokchu su destino le era indiferente.

—Se acerca —comunicó Kokchu suavemente, atisbando el pie dé la montaña. Su estómago se encogió y los músculos de sus piernas se estremecieron como un caballo acosado por las moscas. El hombre que había unido las tribus de las llanuras bajo su estandarte ascendía por la pendiente con paso decidido y expresión impávida. Kokchu observó que su armadura estaba abollada y varias escamas de metal colgaban de hilos. La lucha había sido dura, pero Gengis trepaba con la boca cerrada, como si no sintiera el esfuerzo.

—¿Han sobrevivido mis hijos? —susurró el khan, rompiendo su silencio. Alargó la mano y se aferró a la manga de la túnica de Kokchu.

—No —respondió Kokchu con un súbito arrebato de crueldad. La mano cayó sin fuerzas y el viejo quedó encorvado. Mientras el chamán lo contemplaba, los ojos lechosos se alzaron una vez más y había nuevas fuerzas en su actitud.

—Entonces, que venga ya ese Gengis —exclamó—. ¿Qué puede importarme ahora?

Kokchu no contestó, incapaz de retirar su mirada del guerrero que ascendía la colina. El frío viento le golpeaba la nuca y supo que nunca antes lo había percibido con tal suavidad. Había visto a hombres enfrentarse al fin; él les había dado muerte con los más oscuros ritos, enviando sus almas hacia la lejanía. Vio su propia muerte llegar en el paso firme de ese hombre y por un instante casi perdió los nervios y echó a correr. No fue el valor lo que lo retuvo allí. Era un hombre de palabras y hechizos más temido entre los naimanos de lo que nunca lo había sido su padre. Con la certidumbre de la llegada del invierno, huir significaba morir. Oyó el suspiro del metal cuando el hijo de Murakh desenvainó la espada, pero no le confortó. Había algo pavoroso en la regularidad del tranquilo paso del destructor. Los ejércitos no lo habían detenido. El viejo khan levantó la cabeza hacia él, presintiendo que se aproximaba del mismo modo que sus ojos ciegos aún podían localizar el sol.

Gengis hizo una pausa antes de alcanzar a los tres hombres y se quedó mirándolos. Era alto y su piel brillaba lustrosa y saludable. Tenía los ojos amarillos como los lobos y Kokchu no vio en ellos ninguna compasión. Mientras el chamán seguía paralizado, Gengis desenfundó una espada, aún marcada por los rastros de sangre. El hijo de Murakh dio un paso adelante para interponerse entre ambos khanes. Gengis se volvió hacia él con un destello de irritación en la mirada y el joven se puso tenso.

—Baja la colina, chico, si deseas vivir —dijo Gengis—. Ya he visto bastantes miembros de mi pueblo morir hoy.

Sin una sola palabra, el joven sacudió la cabeza y Gengis suspiró. Con un veloz golpe, arrojó lejos la espada del muchacho a la vez que adelantaba la mano libre y le clavaba un puñal en la garganta. Cuando la vida abandonó al hijo de Murakh, su cuerpo cayó en los brazos abiertos de Gengis, que emitió un gruñido al recibir el peso y lo echó a un lado con esfuerzo. Kokchu observó cómo el flácido cuerpo caía a trompicones por la pendiente.

Con calma, Gengis limpió su cuchillo y, cuando lo volvió a meter en la funda de su cintura, su fatiga resultó súbitamente evidente.

—Habría tratado a los naimanos con honor si os hubierais unido a mí —afirmó.

El anciano khan se giró hacia él con la mirada vacía.

—Ya has oído mi respuesta —repuso, con voz fuerte—. Ahora envíame junto a mis hijos.

Gengis asintió. Su espada descendió con aparente lentitud. La cabeza del khan se separó de sus hombros y salió rodando colina abajo. El cuerpo apenas se sacudió bajo el filo de la espada y sólo se inclinó ligeramente hacia un lado. Kokchu oyó la sangre salpicar las rocas mientras todos y cada uno de sus sentidos pedía a gritos vivir. Palideció cuando Gengis se giró hacia él y, desesperado, empezó a hablar a borbotones.

—No puedes derramar la sangre de un chamán, señor. No puedes. Soy un hombre poderoso, uno que comprende el poder. Golpéame y descubrirás que tengo la piel de hierro. En vez de eso, déjame servirte. Déjame proclamar tu victoria.

—¿Tan bien como serviste al khan de los naimanos trayéndolo aquí a morir? —respondió Gengis.

—¿No lo alejé de la batalla? Te vi venir en sueños, señor. Preparé el camino para ti tan bien como pude. ¿No eres tú el futuro de las tribus? Mi voz es la voz de los espíritus. Yo gobierno las aguas, mientras tú gobiernas en el cielo y la tierra. Permíteme servirte.

Gengis, manteniendo su espada perfectamente inmóvil, vaciló. El hombre al que se enfrentaba llevaba un deel marrón oscuro sobre una túnica y unos pantalones mugrientos. El deel estaba decorado con motivos bordados, remolinos de púrpura ennegrecidos por la grasa y la suciedad. Las botas de Kokchu estaban atadas con cuerdas, como las que llevaría un hombre que se ha hecho con ellas cuando al último propietario ya no le servían para nada.

Y, sin embargo, había algo en el modo en que esos ojos relucían en el oscuro rostro. Gengis recordó cómo Eeluk de los Lobos había asesinado al chamán de su padre. Quizá el destino de Eeluk hubiera quedado sellado en ese sangriento día tantos años atrás. Kokchu mantenía la mirada fija en él mientras aguardaba el golpe que acabaría con su vida.

—No necesito otro contador de historias —replicó Gengis—. Ya tengo tres hombres que afirman que los espíritus hablan a través de ellos.

Kokchu notó la curiosidad en los ojos del khan y no dudó.

—Son niños, mi señor. Déjame que te haga una demostración —pidió. Sin esperar respuesta, alargó la mano hacia el interior de su deel y sacó un alargado pedazo de acero atado torpemente a una empuñadura de cuerno. Sintió cómo Gengis alzaba la espada y Kokchu levantó su mano libre con la palma abierta para rechazar el golpe, cerrando los ojos.

Con un tremendo esfuerzo de voluntad, el chamán trató de no pensar en el viento que fustigaba su piel y en el frío miedo que le devoraba el estómago. Murmuró las palabras que su padre le había enseñado a fuerza de golpes y sintió que la calma de un trance le invadía con más brusquedad y velocidad de lo que él mismo habría esperado. Los espíritus estaban con él y su caricia ralentizó su corazón. En un segundo, estaba en otro lugar, mirando.

Gengis abrió los ojos, admirado, mientras Kokchu llevaba el puñal a su propio antebrazo y hundía en la carne la delgada hoja. El chamán no dejó traslucir ningún dolor mientras el metal lo atravesaba y Gengis contempló, fascinado, cómo la punta hacía que la piel se levantara por el otro lado. El metal emergió negro y Kokchu parpadeó despacio, casi con pereza, mientras extraía el puñal.

Observó los ojos del joven khan mientras sacaba el puñal. Estaban clavados en la herida. Kokchu inspiró profundamente, sintiendo que el trance se acentuaba hasta que una inmensa frialdad se aposentó en todos y cada uno de sus miembros.

—¿Hay sangre, señor? —susurró, sabiendo la respuesta de antemano.

Gengis frunció el ceño. No envainó la espada, pero se adelantó y pasó su áspero pulgar por la herida ovalada del brazo del chamán.

—Ni una gota. Es un truco muy útil —admitió a regañadientes—. ¿Puede enseñarse?

Kokchu sonrió, ya sin miedo.

—Los espíritus no se acercan a aquellos que no han elegido, señor.

Gengis asintió y se alejó unos pasos. A pesar del helado viento, el chamán hedía como una cabra vieja y no sabía qué pensar de esa extraña herida que no sangraba.

Con un gruñido, pasó los dedos por el filo de su espada y la enfundó.

—Te daré un año de vida, chamán. Es tiempo suficiente para que pruebes tu valía.

Kokchu se postró de hinojos, apoyando la cara en el suelo.

—Eres el gran khan, como he vaticinado —la alabó, con lágrimas marcando el polvo de sus mejillas. Entonces sintió que la frialdad de los espíritus susurrantes lo abandonaba. Tiró de su manga para cubrir la mancha de sangre, que crecía a toda velocidad.

—Es cierto —respondió Gengis. Miró hacia el ejército que aguardaba su regreso en la falda de la colina—. El mundo oirá mi nombre. —Cuando volvió a hablar lo hizo en una voz tan baja que Kokchu tuvo que esforzarse para oír sus palabras.

—Ésta no es una época de muerte, chamán. Somos un solo pueblo y no habrá más batallas entre nosotros. Haré que todos nos unamos. Las audaces caerán a nuestro paso, conquistaremos nuevas tierras por las que cabalgaremos a voluntad. Las mujeres llorarán y su llanto me dará satisfacción.

Bajó la vista hacia aquel chamán postrado ante él, con el ceño fruncido.

—Vivirás, chamán. Ya te lo he dicho. Ahora, ponte en pie y bajemos.

Al pie de la montaña, Gengis saludó con un gesto a sus hermanos, Kachiun y Khasar. Desde que comenzara la reunión de las tribus, ambos habían ido ganando autoridad, pero seguían siendo jóvenes y Kachiun sonrió cuando su hermano avanzó entre sus guerreros.

—¿Y éste quién es? —preguntó Khasar; mirando con fijeza a Kokchu y su andrajoso deel.

—El chamán de los naimanos —contestó Gengis.

Otro hombre se aproximó con su poni y desmontó, con la mirada clavada en Kokchu. Arslan había sido espadero de la tribu de los naimanos y Kokchu lo reconoció. Ese hombre era un asesino, recordó, al que habían forzado al destierro. No se sorprendió de encontrar a alguien de su calaña entre los oficiales de confianza de Gengis.

—Te recuerdo —aseguró Arslan—. Entonces, ¿tu padre ha muerto?

—Hace años, perjuro —respondió Kokchu, irritado por el tono. Por primera vez, se dio cuenta de que había perdido la autoridad que tanto le había costado conseguir entre los naimanos. Había pocos hombres en aquella tribu que no bajaran los ojos al encontrarse con su mirada, por miedo a que los acusara de deslealtad y tuvieran que enfrentarse a sus cuchillos y su fuego. Kokchu miró directamente a los ojos del traidor naimano sin encogerse. Llegarían a saber quién era con el tiempo.

Gengis percibió la tensión entre ambos con una expresión casi divertida.

—Sin ofensas, chamán. No para el primer guerrero que se unió a mi bandera. Los naimanos ya no existen, ni hay vínculos con ninguna tribu. Ahora están todas bajo mi mando.

—Lo he visto en mis visiones —respondió Kokchu de inmediato—. Los espíritus te han bendecido.

El rostro de Gengis se endureció al oír aquellas palabras.

—Ha sido una bendición muy dura. El ejército que ves a tu alrededor ha sido reunido a base de fuerza y destreza. Si las almas de nuestros padres nos estaban ayudando, han sido demasiado sutiles para que yo las notara.

Kokchu pestañeó. El khan de los naimanos era crédulo y fácil de manejar. Se percató de que ese nuevo jefe no estaba tan abierto como él a su influencia. Sin embargo, paladeó el dulce aire que entraba en sus pulmones. Estaba vivo y sólo una hora antes no habría apostado ni siquiera por eso.

Gengis se volvió hacia sus hermanos, desterrando a Kokchu de sus pensamientos.

—Que los nuevos hombres presten juramento ante mí esta tarde, al ponerse el sol —le ordenó a Khasar—. Haz que se mezclen con los demás para que empiecen a sentirse parte de nosotros, en vez de enemigos derrotados. Hazlo con cuidado. No puedo permitirme tener que vigilar mis espaldas.

Khasar hizo una leve inclinación de cabeza antes de dar media vuelta y atravesar con amplias zancadas el grupo de guerreros en dirección a donde las tribus vencidas aún esperaban de rodillas.

Kokchu vio cómo, al mirarse, una sonrisa de afecto mutuo se dibujaba en los labios de Gengis y su hermano menor, Kachiun. Ambos eran amigos, se dijo Kokchu, que estaba empezando a aprender todo cuanto podía. Hasta el más pequeño detalle sería útil en años venideros.

—Hemos destruido la alianza, Kachiun. ¿No te dije que lo lograríamos? —preguntó Gengis, palmeándole la espalda—. Tus caballos con armadura llegaron en el momento justo.

—Tal como me enseñaste —contestó Kachiun, pronunciando el elogio sin ningún esfuerzo.

—Con los nuevos guerreros, éste es un ejército que conquistará las llanuras —añadió Gengis, sonriendo—. Es hora de emprender el camino, por fin —continuó, y se quedó pensativo un momento—. Envía jinetes en todas direcciones, Kachiun. Quiero que desaparezcan de las tierras todas las familias nómadas y las pequeñas tribus. Diles que vengan a la montaña negra en la próxima primavera, cerca del río Onon. Es una llanura que podrá dar cabida a los miles de miembros de nuestro pueblo. Allí nos reuniremos, listos para partir.

—¿Qué mensaje debo darles? —preguntó Kachiun.

—Diles que vengan a mí —respondió con suavidad—. Diles que Gengis los convoca a una reunión. Ahora no hay nadie que pueda oponerse a nosotros. Pueden seguirme o pasar sus últimos días esperando a que mis guerreros aparezcan en el horizonte. Diles eso. —Miró a su alrededor con satisfacción. En siete años, había reunido más de diez mil hombres. Con los supervivientes de la alianza de tribus que acababa de derrotar, casi había duplicado esa cifra. No quedaba nadie en las estepas que pudiera desafiar su liderazgo. Retiró la vista del sol y la posó en el este, imaginando las colosales y ricas ciudades de los Chin.

—Nos han mantenido divididos durante mil generaciones Kachiun. Nos han manipulado hasta que no éramos más que perros salvajes. Eso ha quedado atrás. Ahora he reunido a nuestro pueblo y van a empezar a temblar Porque voy a darles motivos.