Pitt regresó a casa con una sensación de alivio ligeramente empañada por una pequeña pregunta que le molestaba como un mosquito. El asunto estaba cerrado. No existía la menor duda de que Elsie Draper era una demente con instintos criminales. Había matado a tres hombres en Westminster Bridge e intentado asesinar a un cuarto. Sólo la valentía de Royce al ofrecerse como señuelo, y la policía que la había vigilado de cerca, habían impedido que la asesina tuviera éxito. Y si no hubiera sido Royce, habría sido cualquier otro.
Ahora Pitt tendría tiempo para estar con Charlotte y los niños. A lo mejor podría ocuparse un poco en el jardín. Podrían trabajar todos juntos, él con la pala, Jemima arrancando maleza, Daniel acarreando basura y Charlotte supervisando. Ella era la única que sabía cómo había de quedar. Sonrió al pensar en ello, como si sus dedos estuvieran ya tocando tierra, el sol le calentara la espalda y su familia estuviera riendo y charlando a su lado.
Primero Charlotte iría a decirle a tía Vespasia que Florence Ivory y Africa Dowell estaban libres de toda sospecha. Sería una de las pocas satisfacciones del caso: ver cómo desaparecían el miedo y la ira, saber que las dos mujeres podrían rehacer sus vidas, esto es, si decidían hacerlo y si Florence Ivory era capaz de librarse de su cólera.
Entró en la casa y fue hacia la cocina, donde Charlotte estaba amasando con las mangas subidas y Gracie a gatas, fregando el suelo. Toda la pieza estaba impregnada del aroma a pan recién hecho. Daniel estaba en el jardín jugando con un aro y Pitt oyó sus grititos de júbilo por la ventana abierta.
Rodeó a Charlotte con el brazo y le besó la mejilla, la nuca y el cuello, sin prestar atención a la harina y haciendo caso omiso de Gracie.
—¡Lo hemos resuelto! —dijo—. Anoche pillamos a la mujer in fraganti. Garnet Royce nos sirvió voluntariamente de señuelo. Ella le atacó con una navaja, yo salté del coche para impedírselo y Royce la mató, más o menos para salvarme.
Charlotte se puso rígida e intentó apartarse, notando que el miedo crecía en su interior.
—No —dijo él—. No me habría hecho nada; yo ya la había golpeado con una porra, y venían más agentes. Pero Royce debió de temer por mí. En fin, la pobre estaba completamente loca, y así es mejor que un juicio y luego la horca. Se acabó. Ah, ya soy inspector jefe.
Esta vez Charlotte sí se zafó. Le miró de arriba abajo, ruborizada, inquiriendo con la mirada.
—Estoy orgullosa de ti, Thomas; hacía tiempo que te lo merecías —dijo—. Pero ¿es lo que quieres?
—¿Por qué dices eso? —Había conseguido disimular su renuencia, su disgusto por tener que abandonar la calle.
—Podrían preguntarte y tú te podrías negar —dijo ella—. No hay necesidad de que aceptes ese nombramiento si significa estar sentado en la comisaría dando órdenes a los demás. —Sus ojos no mostraban sombras de vacilación ni indicio de lamentar lo que decía—. No nos hace falta el dinero. Puedes quedarte donde estás, haciendo lo que sabes hacer. Si hubieras estado dando órdenes a otros en lugar de hablar directamente con la gente, ¿se habría resuelto este caso?
Pensó en Maisie Willis y las violetas, en las largas horas pasadas en el pescante y el instante decisivo en que había advertido que el diputado que intentaba subir al cabriolé llevaba prímulas en el ojal.
—No lo sé —admitió—. Quizá sí.
—¡O quizá no! Thomas —repuso ella sonriendo—, quiero que hagas lo que más te apetezca y lo que se te da mejor. Lo contrario sería pagar un precio muy elevado por un poco más de dinero, que tampoco nos hace falta. Podemos afrontar los gastos, y con eso basta. ¿Qué haremos con más? ¿Qué hay más valioso que hacer lo que uno quiere?
—Ya he aceptado —dijo él.
—Pues vuelve a la comisaría y di que has cambiado de parecer. Por favor, Thomas.
Pitt no discutió, simplemente la abrazó con fuerza, sintiendo que en su interior la felicidad abría sus alas como una paloma.
Gracie cogió su balde y tarareando salió por la puerta de atrás para vaciarlo por el desagüe.
—Cuéntame —dijo Charlotte—. ¿Cómo la atrapaste, cómo se llamaba? ¿Por qué lo hizo? ¿Y por qué mataba miembros del Parlamento? ¿Se lo has dicho a Florence Ivory? ¿Y a tía Vespasia?
—No se lo he dicho a nadie; pensaba que querrías hacerlo tú.
—Oh, sí, desde luego. ¡Ojalá tuviéramos un teléfono de ésos! ¿Quieres que vayamos en ómnibus a contárselo? ¿Prefieres tomar antes una taza de té, o tienes hambre? ¿Quieres almorzar?
—Sí, sí, no, y es demasiado temprano —respondió él.
—¿Qué?
—Sí vamos a ver a tía Vespasia, sí me gustaría tomar un poco de té, no tengo hambre, y es demasiado temprano para almorzar. Además, el pan está leudando.
—Oh. Entonces pon el agua a hervir. Mientras acabo de amasar, puedes contarme quién era esa mujer y cómo la atrapaste… y por qué lo hizo.
Charlotte fue al fregadero, se lavó las manos y empezó a aporrear otra vez la masa, esparciendo más harina sobre la mesa. Pitt llenó el hervidor, lo puso sobre el hornillo y empezó a relatarle la historia desde el ofrecimiento de Royce y cómo lo habían llevado a cabo. Ella, por supuesto, ya conocía los abortados intentos de Micah Drummond.
—Entonces no iba a ciegas —dijo cuando él hubo terminado—. Quiero decir, no iba tras cualquier diputado. Ella conocía a Royce, has dicho que le llamó por el nombre.
Pitt recordó la llamarada de odio en la voz de la mujer, el triunfo al reconocer a Royce. «Al fin te tengo», había dicho e, ignorando el coche que se le acercaba por detrás y a Pitt saltando del mismo, había levantado la navaja para asesinar. Estaba loca, era una criatura privada del uso de razón, un ser destructivo… y sin embargo aquel odio tenía algo de profundamente humano.
Charlotte interrumpió sus pensamientos.
—¿Tú crees que sólo iba tras Royce, y que confundió a los otros tres con él? Todos vivían en la parte sur del río, todos regresaban andando a casa, y todos tenían el pelo rubio o gris.
—Todos fueron secretarios privados del ministro del Interior en algún momento de sus carreras. Salvo quizá el propio Royce, eso no lo sé —respondió Pitt despacio—. Me pregunto a qué se dedicaba hace diecisiete años…
Charlotte partió la masa, la metió en tres latas y la dejó a leudar.
—¡Tú también lo crees! Pero ¿por qué odiaba tanto a Royce? ¿Porque él la ingresó en Bedlam?
—Tal vez. —Su insatisfacción se convirtió en un escozor. Elsie Draper había atacado a Garnet Royce, no a Jasper, el médico. ¿Era sólo porque él era el hermano mayor, el fuerte, aquél en cuya casa había servido? ¿Por qué la melancolía producida por la muerte de la señora se había convertido en una manía homicida como la de Westminster Bridge?
Pitt terminó el té y se levantó.
—Tú ve a decírselo a tía Vespasia. Creo que iré a hablar con Drummond.
—¿Sobre Elsie Draper?
—Sí, creo que sí.
Camino de Bow Street vio a los vendedores de periódicos con sus letreros anunciando ediciones especiales. Los titulares proclamaban: «¡Apresado el asesino de Westminster!». «¡El Parlamento otra vez a salvo!». «¡Loca abatida a tiros en Westminster Bridge!». Compró un diario antes de entrar en la comisaría. Bajo los titulares había un artículo comentando el fin de la amenaza anarquista y la victoria de la ley gracias a la destreza y dedicación de la Policía Metropolitana y a la intrepidez de un parlamentario anónimo. La capital de la nación celebraba la vuelta al orden y la seguridad ciudadana.
Micah Drummond se sorprendió al ver a Pitt, más teniendo en cuenta que con el día que hacía hubiera podido estar disfrutando de su jardín.
—¿Qué pasa, Pitt? —Su cara reflejó una sombra de alarma.
Pitt cerró la puerta al entrar.
—Antes que nada, señor, le agradezco el ascenso, pero me gustaría quedarme en el puesto que ocupo, pues me permite hacer las investigaciones personalmente en vez de supervisar a otros. Yo creo que se me da mejor, y además lo prefiero.
Drummond sonrió; sus ojos tenían una expresión tristona y aliviada a la vez. O se esperaba algo menos agradable o en parte lo comprendía.
—No me sorprende —dijo con inocencia—. Ni lo lamento del todo. Usted habría sido un buen inspector jefe, pero habríamos perdido un gran elemento sacándole de la calle. Le admiro por su decisión, Pitt; no es fácil rehusar el dinero y la jerarquía.
Pitt se sonrojó. La admiración de un hombre al que respetaba y quería era algo valioso. Detestaba tener que sacar de nuevo a colación el asunto de Elsie Draper en lugar de dar las gracias y marcharse. Pero aquella pregunta seguía clamando por una respuesta.
—Gracias. —Suspiró lentamente—. Señor, quisiera seguir indagando sobre Elsie Draper. Verá, antes de golpear a Royce le llamó por su nombre. No estaba matando al azar; esa mujer le odiaba personalmente. Me gustaría saber por qué.
Drummond se quedó quieto, contemplando su escritorio, la pluma y el portatintero de oscura pizarra de Gales.
—Yo también quisiera saberlo —dijo—. Me preguntaba si el verdadero blanco había sido siempre Royce, si los otros tres fueron meras equivocaciones. No veía que tuvieran nada en común, salvo que vivían en el lado sur del río cerca de Westminster Bridge, y que tenían cierto parecido físico. No puede decirse que compartiesen opiniones políticas, aunque una loca que se ha pasado diecisiete años en Bedlam tampoco tendría en cuenta esas cosas. Pero he averiguado qué hacía Royce diecisiete años atrás.
—¿De veras?
La sonrisa de Drummond fue sucinta, descorazonada.
—Era secretario privado del ministro del Interior. —Sus ojos encontraron los de Pitt.
—¡Así que todos tuvieron ese cargo! Quizá por eso murieron. Ella buscaba a Royce, y aún le relacionaba con el cargo que había ocupado cuando ella servía en su casa. Seguramente preguntó por ahí y se enteró de otros tres hombres residentes al sur del río, en esa misma zona, que habían ostentado el cargo antes de dar con el que buscaba. Pero ¿por qué le odiaba hasta ese punto, después de tantos años?
—¡Porque él la había ingresado en Bedlam!
—Tal vez. ¿Me permite ir a Bedlam a ver qué puedo averiguar sobre ella?
—Sí. Claro, Pitt. Y luego infórmeme.
El hospital Bethlehem Royal era un enorme edificio de Lambeth Road, en la orilla sur del río, a una manzana de Westminster Bridge Road donde la calle giraba cuesta arriba alejándose del agua y de los jardines del Lambeth Palace, residencia oficial del arzobispo de Canterbury, primado de Inglaterra. Bedlam, como se conocía popularmente al hospital, era un mundo aparte, encerrado en sí mismo, tan lejos de lo cómodo y lo amable como las pesadillas de los sueños de los cuerdos.
En Bedlam todo era locura y desesperación. El manicomio había sido durante siglos lugar de reunión para los privados de razón. Al principio se los esposaba noche y día y se los torturaba para exorcizarlos de los demonios. La gente que gustaba de presenciar estas cosas solía acudir para entretenerse insultando a los locos, igual que generaciones más tarde la gente iba al carnaval, al zoológico o a presenciar un ahorcamiento.
Ahora se los trataba con más indulgencia. La mayoría de los artilugios de tortura habían desaparecido, salvo para los más violentos; pero existía aún el terror y la miseria, el aislamiento sin esperanza: la tortura mental.
Pitt había estado en Newgate y Coldbath Fields, y pese a los superintendentes con levita y el personal médico, las paredes olían a lo mismo y el aire tenía un deje fétido. Pitt hubo de esperar a que examinaran sus credenciales antes de que le trataran con el mínimo de cortesía.
—¿Elsie Draper? —preguntó el superintendente—. Tendré que consultar los archivos. ¿Qué desea saber? Le aseguro que cuando la soltamos llevaba nueve o diez años comportándose debidamente. En ningún momento dio muestras de conducta violenta. —El hombre se puso a la defensiva—. No podemos tenerlos aquí toda la vida, a menos que no haya otro remedio. ¡Nuestras instalaciones no son nada del otro mundo!
—¿Cuál era su dolencia?
—¿Dolencia, dice? —El superintendente parecía muy sensible a las críticas.
—¿Por qué la ingresaron?
—Melancolía aguda. Era una mujer de campo, muy sencilla, y había seguido a su señora cuando ésta se casó. Según tengo entendido, la señora murió… de escarlatina. Elsie Draper se perturbó a raíz de eso y su amo se vio en la obligación de recluirla. Fue muy caritativo por su parte, creo, dadas las circunstancias. Podía haberla despedido sin más.
—¿Melancolía?
—Se lo acabo de decir, sargento…
—Inspector Pitt.
—¡Muy bien, inspector! No sé qué más quiere que le diga. La cuidamos durante diecisiete años, y en ese tiempo no dio ningún indicio de instintos homicidas. Era perfectamente capaz de cuidar de sí misma cuando la pusimos en libertad, y ya no necesitaba atención médica ni teníamos motivos para temer que pudiera ser una carga para el resto de la comunidad.
Pitt no discutió; era un punto dudoso, pero no era esto lo que había venido a averiguar.
—¿Puedo hablar con los que la cuidaban? ¿Hay algún paciente con quien ella soliera hablar? ¿Alguien que la conociese bien?
—¡No sé qué espera sacar! ¡No es usted el único con perspicacia, sabe!
—No estoy buscando pruebas de que fuera una homicida —dijo Pitt—. Necesito saber otras cosas: sus motivos para actuar como lo hizo, o lo que ella consideraba sus motivos.
—Pues no veo qué importancia puede tener eso ahora.
—Nadie pone en entredicho su competencia, señor —replicó Pitt—. Le ruego que no ponga usted en entredicho la mía. Si no pensara que es necesario, me volvería a mi casa y me sentaría en el jardín.
La cara del hombre se frunció aún más.
—Está bien. Tenga la bondad de seguirme.
Y dio media vuelta para dirigirse por un frío corredor de piedra, subir unas escaleras y avanzar por otro pasadizo hasta una puerta que daba a una sala grande con diez camas. Había sillas junto a las camas y en otros sitios. Era la primera vez que Pitt veía por dentro un manicomio, y su primera sensación fue de alivio. Había jarros esmaltados con flores, y algún que otro cojín o manta que no era del hospital. Una de las mesitas estaba medio cubierta por un mantel amarillo.
Luego miró a las personas. La enfermera jefe estaba de pie junto a la ventana con el sol de primavera que se colaba por entre los barrotes y caía sobre su vestido gris y la cofia blanca. Su cara reflejaba la tensión de convivir con la miseria humana y sus ojos carecían de brillo. Tenía las manos grandes y enrojecidas, y del cinturón le colgaba una cadena con llaves.
A su izquierda, en el suelo, había una mujer de edad indefinible. Tenía las rodillas contra el mentón y se mecía sin parar, susurrando para sus adentros. El pelo le caía sobre la cara, apelmazado y sucio. Otra mujer con la piel llena de manchas y el pelo recogido en un moño miraba al vacío, ajena a los demás. Lo que veía excluía todo lo demás, y cuando otras dos le dirigieron la palabra ella pareció no oírlas.
Sentadas a una mesa, tres mujeres de edad jugaban a las cartas con vehemencia, pese a que tiraban cada vez una carta distinta y siempre la llamaban del mismo modo: el tres de tréboles.
Había otra con un periódico viejo, que sostenía boca abajo mientras repetía una y otra vez: «¡No lo encuentro! ¡No lo encuentro!».
—El inspector quiere hablar con alguien que conociera a Elsie Draper —dijo el superintendente.
—Válgame el cielo, ¿y para qué? —repuso de mal humor la enfermera jefe—. ¡Me gustaría saber de qué le va a servir ahora!
—¿Hay alguien? —preguntó Pitt, procurando sonreír. Aquel antro de desesperación empezaba a impregnarse en su piel: la confusión, las caras impotentes que le miraban, los guiños dando a entender que se las traicionaba—. ¡Necesito saberlo! —Quería mantener el tono comedido, pero un agudo delató lo que sentía.
La enfermera jefe se sabía la lista completa de horrores conocidos; nada la emocionaba ya.
—Polly Tallboys —dijo resignada—. Creo que sabrá algo. ¡Polly, ven aquí! Ven a hablar con este caballero. No temas, no te hará ningún daño. Tú sólo responde correctamente.
—¡Yo no he hecho nada! —Polly era una mujer menuda de ojos pálidos, y mientras se acercaba obediente no dejó de retorcer su vestido de algodón gris—. ¡Se lo juro!
Pitt se apartó de la enfermera y se sentó en una silla, indicando a Polly que hiciera otro tanto.
—Ya lo sé —dijo con tono afable—. Usted no lo hizo. Le creo.
—¿Sí? —Polly no sabía qué actitud tomar.
—Siéntese, por favor. Necesito su ayuda.
—¿La mía?
—Sí. Usted conocía a Elsie, ¿verdad? ¿Eran amigas?
—¿Elsie? Claro que conocía a Elsie. Se ha ido.
—Así es. —Aquella elemental verdad hizo que a Pitt se le encogiera el corazón—. Elsie había sido sirvienta —afirmó; le parecía que Polly no podía afrontar preguntas—. Y a usted le contó algo al respecto.
—¡Desde luego! —La cara ausente de Polly se iluminó—. Era doncella… y de las buenas. Me contaba que su señora era la dama más elegante del mundo. —La luz se fue extinguiendo en sus ojos, que se humedecieron.
Pitt sacó un pañuelo y se acercó para enjugarle las lágrimas. Fue un gesto inútil —ella siguió llorando— pero se sintió mejor así. De algún modo eso hacía que pareciese más una mujer y no tanto un objeto viejo que uno abandona en el trastero.
—La señora de Elsie murió hace mucho tiempo —insistió Pitt—. Elsie se puso muy triste.
La mujer asintió lentamente.
—Pobrecilla, famélica estaba; se murió de hambre, santo cielo.
Pitt estaba estupefacto. Tal vez había sido una idiotez venir a Bedlam en busca de una respuesta cuando ni siquiera sabía cuál era la pregunta, y encima preguntarle a una loca.
—¿De hambre? —repitió—. Yo creí que había muerto de escarlatina.
—Se murió de hambre —dijo con cuidado, pero su voz sonó vacía, como si ella no supiera qué querían decir las palabras.
—¿Eso le dijo Elsie?
—Eso me dijo Elsie. Por Cristo.
—¿Y le explicó el motivo? —La pregunta era demasiado optimista. ¿Qué iba a saber aquella pobre mujer, y qué podía significar, viniendo de la perturbada mente de Elsie?
—Por Cristo —repitió Polly, mirándolo con ojos hundidos.
—¿Y por qué por Cristo? —¿Valía la pena preguntarlo?
Polly pestañeó y Pitt procuró sonreír. Ella pareció despistarse.
—¿Cómo es que murió de hambre por Cristo? —insistió él.
—La iglesia —dijo ella, recuperando súbitamente el interés. La iglesia que había en una sala de Bethlehem Road. Ella sabía que era verdad, y él no quiso dejarla ir. Eso me decía Elsie. Eran extranjeros. Él había visto a Dios… y a Cristo.
—¿Quién, Polly?
—No sé.
—¿Cómo se llamaban?
—No me lo dijo. O yo no me enteré, vaya.
—Pero se reunían en una sala de Bethlehem Road. ¿Está segura?
Polly hizo un supremo esfuerzo, frunció la frente, cerró los puños sobre el regazo.
—No —dijo al fin—. No lo sé.
Pitt alargó la mano y la acarició.
—No importa. Me ha ayudado mucho. Gracias, Polly.
Ella sonrió cautelosa, y entonces una parte de ella advirtió que Pitt estaba contento, y la sonrisa se ensanchó.
—Opresión, eso dijo Elsie. Opresión… maldad, una terrible maldad. —Miró a Pitt para ver si lo había entendido.
—Muchas gracias, Polly. Ahora debo irme a investigar sobre lo que me ha dicho. Adiós, Polly. Voy a Bethlehem Road.
Ella asintió.
—Adiós, señor… —Trató de encontrar un nombre pero no pudo.
—Thomas Pitt —le dijo él.
—Adiós, Thomas Pitt.
Pitt dio las gracias a la enfermera jefe y un celador le acompañó a la salida.
Dejó el hospital Bethlehem Royal con un sentimiento de piedad que le dio ganas de echar a correr, no sólo para alejarse del lúgubre edificio sino también de todos sus recuerdos. Pese a ello, los pies se le pegaban al húmedo pavimento; aquellos rostros estaban demasiado nítidos en su mente como para dejarlos atrás como personas anónimas.
Fue andando hasta Bethlehem Road; tardó menos de quince minutos. No quería encontrar a Royce en casa sino dar con alguien que supiera algo de la orden religiosa que se había reunido en una sala diecisiete años atrás. Seguro que alguien se acordaría de la señora Royce y sabría algo de ella. Estaba desorientado. Sólo contaba con los recuerdos de una desequilibrada acerca de las divagantes obsesiones de una demente.
Seguía habiendo una sala, y según el letrero que había fuera podía ser alquilada por el público. Anotó las señas del conserje y al cabo de diez minutos se encontraba en una fría salita sentado frente a un hombre mayor y rechoncho con unos quevedos en la nariz y un pañuelo en la mano con el que se cubría los estornudos que le asaltaban.
—¿En qué puedo servirle, señor Pitt? —dijo, y estornudó.
—¿Era usted conserje del Bethlehem Road Hall hace diecisiete años, señor Plunkett?
—Sí, señor, lo era. ¿Hay algún problema?
—Descuide. ¿Alquilaba usted regularmente la sala a una organización religiosa?
—Y que lo diga; sí, señor. Unos excéntricos. Tenían unas creencias muy raras. No bautizaban a los niños porque decían que todos venimos al mundo puros y que los niños no podían pecar hasta los ocho años. Yo no estoy de acuerdo, no señor. El hombre nace pecando. Yo hice bautizar a mis hijos cuando tenían dos meses, como buen cristiano. Eso sí, eran todos muy educados y sobrios, vestían modestamente, trabajaban mucho y se ayudaban entre sí.
—¿Todavía se reúnen allí?
—No, no. Ignoro dónde habrán ido a parar. Cada vez eran menos, de eso hace unos cinco años, hasta que el último de ellos desapareció.
—¿Recuerda a una tal señora Royce, hace diecisiete años?
—¿Royce? No, señor, no me suena. Había unas cuantas señoritas. Guapas y muy educadas, todas ellas, pero se fueron. No sé a dónde. Quizá se casaron y decidieron llevar una vida decente, olvidarse de aquellas tonterías…
Pitt no podía rendirse ahora.
—¿Recuerda a alguien de esa época? Es importante, señor Plunkett.
—Estoy dispuesto a recordar todo lo que pueda, señor. ¿Cómo era esa lady Royce?
—Pues me temo que no lo sé. Murió por esos años, creo que de escarlatina.
—¡Oh! ¡Oh, Dios mío! ¿No sería la amiga de la señorita Forrester? Lizzie Forrester. Recuerdo que su amiga murió, la pobre.
Pitt trató de disimular su excitación. No era más que un hilo, tal vez nada, y se le podía romper en las manos.
—¿Dónde puedo encontrar a Lizzie Forrester?
—Eso no lo sé, señor. Creo que sus padres todavía viven en Tower Street. Si no recuerdo mal, era el número 23. Pero alguien se lo dirá si va allí y pregunta.
—¡Gracias, señor Plunkett! —Pitt se levantó, dio la mano al conserje y se despidió.
Pasó frente a un pub, y el olor de las tartas recién horneadas no le tentó siquiera, tan ansioso estaba por encontrar a Lizzie Forrester y saber otra versión de la verdad, algo en el pasado de Elsie Draper que había producido en su mente la semilla de una locura homicida.
No le costó dar con Tower Street: un par de preguntas a un transeúnte y al rato estaba frente al número 23. Era una puerta típica de clase media, con su aldaba de latón en forma de cabeza de caballo. Pitt la levantó y la dejó caer. Se apartó un paso y esperó hasta que apareció una pulcra y poco atractiva criada, bastante parecida a la mujer de la limpieza en casa de Pitt.
—¿Sí, señor? —dijo.
—Buenas tardes. ¿Es ésta la casa de los señores Forrester?
—Sí señor, así es.
—Soy el inspector Pitt, de la comisaría de Bow Street. —Vio que ella palidecía y lamentó su torpeza—. No ha pasado nada, señora, ningún crimen que concierna a esta familia. Es sólo que una de estas personas podría haber conocido a una señora de la cual quisiéramos saber algo; investigamos unos hechos que no guardan ninguna relación con los Forrester.
La mujer seguía recelando. La policía no solía ir a casa de la gente respetable.
Pitt probó de nuevo.
—Era una mujer muy distinguida, pero murió hace ya muchos años; por eso no podemos preguntarle a ella.
—Bueno, será mejor que pase y yo iré a preguntar. ¡Quédese ahí! —La mujer señaló un punto de la gastada alfombra turca cerca del paragüero y la maceta con aspidistras.
Pitt obedeció, mientras ella desaparecía por el pasillo de linóleo. Unos dechados rezaban «Dios te ve» y «En ningún sitio como en casa» y un retrato de la reina Victoria. Oyó a la criada llamando a una puerta y luego un pestillo que se abría y cerraba. Ahora debía estar explicando a alguien quién era él y qué buscaba allí.
Pasaron más de cinco minutos antes de que apareciera una pareja de mediana edad, con ropa limpia y gastada, él con una cadena de reloj en la cintura y ella con una pañoleta de encaje al cuello y un bonito azabache de Whitby.
—¿Señor Forrester? —preguntó Pitt.
—En efecto. Jonas Forrester, para servirle. Ésta es mi esposa. ¿Qué podemos hacer por usted? Martha dice que está investigando sobre una mujer que murió hace años.
—Tengo entendido que era amiga de su hija Elizabeth.
Forrester se puso tenso y su esposa le agarró del brazo.
—No tenemos ninguna Elizabeth —dijo él—. Nuestras hijas se llaman Catherine, Margaret y Anabelle. Lo siento; no podemos ayudarle.
Pitt contempló al sencillo matrimonio de pie en el zaguán, la cara sena, las manos limpias, el pelo arreglado, los dechados en las paredes que hablaban de una familia temerosa de Dios, y se preguntó por qué diablos iban a mentirle. ¿Qué había hecho Lizzie Forrester para que dijeran que no existía tal hija? ¿La estaban protegiendo o desentendiéndose de ella?
Decidió apostar fuerte.
—Según los registros, ustedes tuvieron una hija llamada Elizabeth.
La esposa de Forrester dio un respingo.
—Sería menos doloroso que me contaran la verdad —dijo Pitt—. Mucho mejor que si yo he de hacer preguntas a otras personas. ¿No les parece?
Forrester le miró con aversión.
—Muy bien, puesto que insiste. ¡Y eso que nosotros no hemos hecho nada para merecer esto, nada! Mary, cariño, tú no tienes por qué aguantarlo. Espérame en la salita. Iré dentro de un rato.
—Pero yo… —empezó a decir ella, dando un paso al frente.
—Está decidido, querida —dijo él sin emocionarse, pero en su tono cortés sonó tajante. No quería que le llevaran la contraria.
—De verdad, creo que…
—No me lo hagas repetir, querida.
—Está bien, como digas. —Y la mujer se retiró obediente, saludando desconsoladamente a Pitt con la cabeza, como reconociendo su presencia sólo a medias. Volvió por donde había venido y de nuevo se oyó el pestillo que se abría y cerraba.
—No hace falta que ella sufra —dijo Forrester mirando a Pitt con dureza—. La pobre ya ha soportado bastante. ¿Qué quiere saber? No hemos visto a Elizabeth desde hace diecisiete años, ni creo que volvamos a verla. Dejó de ser hija nuestra, y por más que diga la ley, nosotros ya no la consideramos como tal. ¡Pero no veo qué puede interesarle a usted! —Abrió la puerta del salón delantero y lo hizo pasar a una estancia fría con exceso de muebles, todos inmaculados. Las mesas estaban atiborradas de fotografías, figurillas de porcelana, estuches de laca japonesa, dos pájaros disecados, una comadreja, también disecada y dentro de un cristal, y numerosas plantas en maceta. Forrester no se sentó ni le ofreció asiento, aunque había tres sillas con antimacasares bordados en el respaldo—. ¡No me cabe en la cabeza! —repitió en tono acusador.
—Tal vez podría hablar personalmente con Elizabeth —sugirió Pitt.
—¡Imposible! Elizabeth se marchó a América hace diecisiete años. Hizo bien. No sabemos qué ha sido de ella ni dónde vive ahora. En realidad, ¡a mí como si está muerta! —dijo con la barbilla alta y los ojos brillantes, pero Pitt se percató de un temblor en la voz, el primer indicio de que además de la ira había también dolor.
—Creo que perteneció una temporada a una secta religiosa un tanto insólita —probó Pitt.
El dolor se esfumó de la cara de Forrester, quedando sólo la rabia y la perplejidad.
—¡Unos malhechores y unos blasfemos! —dijo temblando de rabia—. Eso es lo que eran. No sé cómo les permitieron venir a un país temeroso de Dios como éste y que contagiaran con su perversidad a personas inocentes. La policía debería dedicarse a poner fin a estas cosas. ¿Qué sentido tiene que vengan después de diecisiete años? A ver, diga. ¿De qué nos sirve ahora? Lizzie se fue con esa gente malvada y ya no supimos nada de ella. Somos una familia cristiana; le dijimos que no queríamos saber más de ella hasta que volviera al redil y renegara de esa gente.
No tenía que ver con el caso, pero Pitt lo preguntó a su pesar:
—¿Cuál era su religión, señor Forrester?
—Pura blasfemia y nada más —replicó el hombre, acalorado—. Una blasfemia contra el Creador y contra todo buen cristiano. Había un charlatán que juraba haber visto a Dios, ¡nada menos! ¡Decía que había visto a Dios y a Jesucristo, por separado! En esta casa creemos en un solo Dios, como la gente decente, y nadie me va a decir que un tipo ignorante que pretende hacer milagros va a tener que ver conmigo o con mi familia. Le prohibimos a Elizabeth asistir a sus reuniones. ¡Le advertimos lo que iba a pasar! Dios sabe las horas que pasó su madre hablando con ella. ¡Pero Elizabeth no quiso escucharla! Al final se fue a América con todos los demás embusteros que cayeron como ella, o que vieron la oportunidad de sacar provecho de mujeres crédulas.
»Uno hace todo lo que puede para mantener una familia cristiana, ¡y ya ve cómo se lo agradecen! Mi mujer y yo decimos que no tenemos una hija llamada Elizabeth, y no hay más que hablar.
Pitt comprendía el dolor y la rabia de aquel hombre: se sentía traicionado por su hija y por las circunstancias y, pese a las protestas, era evidente que la herida estaba aún abierta.
Pero Pitt tenía que seguir preguntando.
—¿Conoció su hija a una tal señora Royce antes de dejar Inglaterra?
—Es posible. Sí, creo que sí. Otra joven engañada que no quiso seguir el consejo de sus padres. Pero si no recuerdo mal murió de tifus o difteria.
—De escarlatina. Hace diecisiete años.
—¡No me diga! Pobre criatura. Morir sin poder arrepentirse. Una tragedia. De todos modos, la culpa recaerá sobre la cabeza de quienes la indujeron a la idolatría y a blasfemar contra Dios.
—¿Sabía usted algo de la señora Royce?
—No. Nunca permití que entrara en mi casa ninguna de esas personas. Perdí una hija, con eso tuve más que suficiente. Pero Elizabeth hablaba de ella a menudo, como si la tuviera en gran estima. —Suspiró—. Aunque imagino que ser de noble cuna no ayuda nada a una mujer, si está delicada y tiene poca fuerza de voluntad. Las mujeres deben precaverse de los charlatanes, señor, de los blasfemos como aquél.
Pitt no quería renunciar aún.
—¿Conoce a alguien que pueda hablarme de la señora Royce? ¿Le escribió alguna vez a su hija? ¿Tenían algún amigo común, alguien de por aquí que todavía pertenezca a esa religión?
—Si lo hay, yo no le conozco, ¡ni ganas que tengo! Son emisarios del diablo, eso es lo que son.
—Es importante, señor Forrester. —¿Cuál era la verdad? ¿A quién le importaba, después de tantos años? ¿Sólo a él, porque quería saber por qué la mente enferma de Elsie Draper se había aferrado todos esos años en Bedlam a su odio hacia Garnet Royce? ¿Qué importaba eso ahora?
Forrester parecía incómodo, miraba a Pitt sin verle.
—Bueno, verá…
—¿Sí?
—La señora Royce escribió varias cartas a Lizzie, después que ella se marchara a América. Nosotros no se las mandamos. No sabíamos adónde, y habíamos jurado no volver a hablar de ella jamás, como si se hubiera muerto, de hecho así era para su madre y para mí. Pero como las cartas no eran nuestras, tampoco podíamos destruirlas. Aún las guardamos en alguna parte, en el cuarto de los trastos.
Pitt tembló de excitación, como si de pronto hubiera atisbado un rayo de esperanza.
—¿Puedo verlas?
—Como quiera. Pero le ruego que no se lo diga a mi mujer. Léalas en el trastero, es la condición que le pongo. —Parecía indeciso sobre la posibilidad de imponer condiciones a un policía, pero su firmeza era grande y su mirada retadora.
—Por supuesto —concedió Pitt. No quería causar ningún problema—. Dígame dónde es.
Quince minutos después Pitt estaba acurrucado bajo las vigas del techo en un pequeño, desastrado y gélido trastero donde había tres grandes baúles abiertos, una pila de cajas de sombreros, y frente a él por fin las seis cartas dirigidas a Lizzie Forrester y fechadas entre el 28 de abril y el 2 de junio de 1871. Todas estaban tal cual habían llegado: sin abrir.
Abrió el primer sobre. La carta estaba escrita con una letra juvenil y femenina, un tanto apresurada, como si el remitente hubiera temido ser interrumpido.
Bethlehem Road, 19
28 de abril de 1871
Mi querida Lizzie:
He probado con todas las argucias que conozco, pero es inútil, Garnet no da su brazo a torcer. Ni siquiera se digna a escucharme. Cada vez que menciono la iglesia me prohíbe seguir hablando. En los dos últimos días me ha mandado tres veces a mi cuarto hasta que recobre el juicio y me olvide para siempre de este tema.
Pero no puedo. ¡No conozco otra verdad frente al mundo! He repasado todo cuanto dicen los hermanos, me lo he repetido mentalmente un millar de veces, y no le veo ningún fallo. Claro que al principio algunas cosas suenan raras, y están muy lejos de lo que a mí me inculcaron de pequeña, pero si lo pienso a la luz de lo que me dicta el corazón, todo me parece justo y correcto.
Espero poder convencerle; Garnet es un hombre bueno y justo, y sólo desea lo mejor para mí. Sé por mi experiencia como prometida y luego esposa suya que él desea protegerme y guardarme de todo mal.
Reza por mí, Lizzie, que encuentre la forma de aplacar su corazón para que me permita volver al seno de la iglesia, compartir la dulce compañía de mis hermanas y aprender las verdaderas enseñanzas del Salvador de toda la Humanidad.
Tu amiga del alma,
Naomi Royce.
La siguiente carta era de una semana después.
Querida Lizzie:
¡Casi no sé cómo empezar! Mi marido y yo hemos tenido una pelea espantosa. Garnet me ha prohibido pisar otra vez la iglesia, y ni siquiera me deja hablar del Evangelio en casa. No debo mencionar las enseñanzas o nada que tenga que ver con los hermanos, ni tratar de explicarle por qué me consta que la iglesia es la verdad o por qué lo creo yo así.
¡Sé que para él es duro! Me consta, créeme. Yo también fui educada en la fe cristiana y lo creí hasta que cumplí los dieciocho; entonces empecé a ver que algunas de sus doctrinas no respondían las preguntas que brotaban en mi corazón.
Si Dios es un ser tan maravilloso y santo como nos dicen —y yo creo que lo es—, y si Él es nuestro padre como nos han enseñado, ¿por qué entonces somos criaturas tan imperfectas, sin esperanzas de crecer, meros hijos espirituales, pigmeos de alma tan deforme? ¡Me cuesta creer que Dios nos creara así! Hay esperanza para nosotros, sólo hemos de esforzarnos más, aprender quiénes somos, aprender las cosas buenas, buscar el conocimiento con humildad para dejar que nos enseñen. Y con el tiempo, y por la gracia de Nuestro Señor, llegaremos a ser dignos de ser llamados sus hijos.
Garnet dice que blasfemo, y me ha ordenado que me arrepienta de lo que digo y que vaya con él los domingos a una iglesia «decente», como es mi deber para con Dios, la sociedad y él mismo.
¡No puedo hacerlo! Lizzie, ¿cómo voy a negar lo que creo que es verdad? Pero él no quiere ni escucharme. ¡Reza para darme valor, Lizzie!
Que Dios te guarde.
Tu querida amiga,
Naomi Royce.
La tercera carta había sido escrita sólo tres días después de la segunda.
Queridísima Lizzie:
Hoy es domingo y Garnet ha ido a su iglesia. Yo estoy en mi cuarto y la puerta está cerrada con llave… por fuera. Me ha dicho que si no pienso ir a su iglesia, como debería hacer una cristiana, entonces no voy a ninguna parte.
Debo alegrarme por esto. Si no tengo libertad para elegir dónde y cómo puedo adorar a Dios, como creemos que todas las personas deberían hacer, prefiero quedarme aquí. Estoy decidida. No pienso ir a su iglesia ni abjurar de mi propia conciencia.
Elsie, mi doncella, es muy buena conmigo y me trae la comida a la habitación. No sé qué haría sin ella; Elsie vino conmigo cuando me casé y parece no tenerle miedo a Garnet. Sé que ella enviará esta carta. Sólo me quedarán tres sellos cuando haya mandado ésta; Elsie me ha jurado que procurará evitar al mayordomo y enviarte las cartas que yo te vaya escribiendo.
Espero que la próxima vez que escriba tenga mejores noticias.
Mientras tanto, no desesperes y confía en Dios; nadie ha confiado en Él en vano. Él nos cuida a todos y no nos dará una carga más pesada de lo que podamos aguantar.
Tu amiga de siempre,
Naomi.
La siguiente carta no llevaba fecha, y la letra era más desgarbada e irregular.
Queridísima Lizzie:
Parece que ha llegado el momento de tomar la decisión más importante de mi vida. Ayer recé todo el día para hacer un riguroso examen de mis creencias a la luz de cuanto Garnet ha dicho sobre que nuestra fe es blasfema, antinatural y basada en las divagaciones de un charlatán. Él dice que la Biblia es suficiente para todos los cristianos, y que quien añada cosas en un sentido u otro es perverso y debería ser denunciado como tal, que no hay más revelación que la que existe, ni nunca la habrá.
Pero cuanto más rezo, más claro veo que esto no es así. Dios no ha cerrado el reino de los cielos, la verdad ha sido restaurada, y no soy quién para negarlo. ¡Aun a riesgo de perder mi alma, no puedo! ¡Qué terrible prueba estoy pasando, Lizzie! Ah, ojalá estuvieras aquí para al menos no sentirme sola un momento. Sólo tengo a Elsie, y la pobre no entiende nada, pero me quiere y siempre me será fiel. Y eso lo agradezco más de lo que puedo expresar con palabras.
Tuve una horrible pelea con Garnet. ¡Me ha dicho que hasta que no abjure de mi blasfemia tendré que quedarme en mi alcoba! Lo haré, le dije que sí, pero no pienso comer hasta que me permita escoger por mí misma, siguiendo los dictados de mi conciencia, la religión que yo desee ¡y lo que yo quiera creer de Dios!
Garnet no se enfadó. Yo diría que realmente cree que actúa por mi bien, pero Lizzie, soy una persona, ¡tengo mis propias ideas y mi propio corazón! ¡Nadie tiene derecho a escoger por mí! Nadie puede sentir mi dolor o mi alegría, ni ser culpable de mis pecados. Mi alma es tan preciosa como la de cualquiera. Tengo sólo una vida ¡y quiero escoger yo!
Si Garnet no me deja salir de mi alcoba, me negaré a comer. Al final tendrá que darme la libertad para que profese la fe que yo he elegido. Entonces seré para él una esposa obediente, llevaré a cabo todas mis obligaciones, sociales y domésticas, seré modesta y educada y todo lo que él quiera. Pero no renunciaré a mí misma.
Tu hermana en la palabra de Cristo,
Naomi.
La siguiente carta era mucho más corta. Pitt la abrió sin reparar en que tenía los dedos helados ni que los calambres empezaban a apoderarse de sus piernas.
Queridísima Lizzie:
Al principio me fue muy difícil cumplir mi palabra. ¡El hambre era cada vez más espantoso! Todos los libros que cogía parecían hablar de comida. Tenía mucho dolor de cabeza y a cada momento me entraba frío.
Ahora no me cuesta tanto. Ha transcurrido una semana y me siento cansada y muy débil, pero el hambre ya ha pasado. Sigo teniendo mucho frío, y Elsie me pone mantas y colchas encima como si yo fuera una niña. Pero no voy a ceder.
¡Reza por mí!
Confía en Dios,
Naomi.
La última eran apenas dos líneas, garabateadas en letra frágil y muy difícil de leer.
Queridísima Lizzie:
Temo que si él cede será ya demasiado tarde. Estoy perdiendo toda la fuerza y no creo que dure mucho más.
Naomi.
Pitt permaneció en el frío trastero ajeno a las vigas del techo, al frío y al silencio de la casa bajo sus pies. Elsie tenía razón; todos esos años su cerebro enloquecido se había aferrado a un pedazo de verdad. Naomi Royce había preferido morir de inanición antes que abjurar de la fe en la que creía. No hubo tal escarlatina, sino una orden religiosa que la sociedad no habría tolerado, una nueva fe que habría podido escandalizar a los electores de un miembro del Parlamento haciéndole quedar en ridículo.
Así, él la había encerrado en su cuarto hasta que recobrara el juicio.
Pero había interpretado mal la pasión de su fe y la fuerza de su corazón. Ella había preferido morir de hambre que renunciar a su Dios. ¡Eso sí habría sido un gran escándalo, mucho más que una secta religiosa poco convencional! El diputado habría perdido su escaño y su reputación. La esposa encerrada en su cuarto y muriendo de hambre: opresión, locura, suicidio.
Así que había ido a ver a su hermano Jasper para declarar que la causa de la muerte había sido la escarlatina. ¿Qué pasó después? La fiel Elsie había contado la verdad. No podían dejar que se supiera aquello; los rumores podían significar la ruina. Mejor recluirla en Bedlam, donde sería silenciada para siempre. Que Jasper rellenara los formularios, el asunto quedaría solucionado esa misma noche: melancolía por la muerte de su querida señora. ¿Quién sabría la verdad? ¿Quién la echaría de menos? Sus historias quedarían como los desvaríos de una demente.
Pitt dobló las cartas y se guardó los sobres en el bolsillo. Cuando se puso en pie sintió punzadas de dolor en las piernas. Trastabilló por la empinada escalera que descendía al rellano.
La sirvienta le esperaba en el zaguán, parecía fatigada y un poco atemorizada. La policía siempre la asustaba, y no le parecía respetable tenerla en casa.
—¿Ha encontrado lo que buscaba, señor?
—Sí, gracias. Dígale al señor Forrester que me llevo las cartas, y dele las gracias de mi parte.
—Sí, señor. Gracias. —Y le abrió la puerta de la calle suspirando de alivio.
Micah Drummond miró a Pitt con semblante pálido.
—¡No podemos hacer nada! No hubo ningún crimen. De acuerdo, estuvo mal, pero ¿a quién acusamos? ¿Y de qué? Garnet Royce hizo lo que le parecía mejor para su esposa; se equivocó. Ella murió de hambre por voluntad propia; también se equivocó. Y luego él hizo lo posible por salvaguardar su reputación.
—¡La de él!
—Sí, la de él también, pero si acusáramos a todos los hombres de la ciudad que lo hacen, la mitad de la buena sociedad estaría en la cárcel.
—Y la mitad de la clase media sería aspirante a subir de categoría —dijo Pitt—. ¡Pero a sus esposas no las encerraron hasta morirse de hambre para impedirles ir a una iglesia mal vista! ¿Y cómo puede alguien decidir si una persona está loca y encerrarla en Bedlam para el resto de sus días? ¡Eso es como una muerte en vida!
—En alguna parte hay que tener a los locos, Pitt.
Pitt descargó un puñetazo sobre el escritorio, encolerizado por la injusticia cometida.
—¡Esa mujer no estaba loca antes de ser recluida! Santo Dios, ¿quién no perdería la cabeza encerrado en Bedlam durante tantos años? ¿Ha estado allí alguna vez? ¿Se hace usted una idea? Piense en lo que Royce le hizo a esa mujer. ¿Cómo podemos permitir una cosa así? No es extraño que quisiera asesinarle; rajarle el cuello habría sido una muerte plácida comparada con la lenta tortura a la que él la sometió.
—¡Ya lo sé! —La voz de Drummond se quebró bajo la tensión emocional—. ¡Lo sé, Pitt! Pero Naomi Royce está muerta, Elsie Draper también, y no podemos acusar de nada a nadie. Garnet Royce sólo ejercía los mismos derechos y responsabilidades que cualquier hombre respecto a su mujer. Marido y mujer son uno ante la ley: él vota por ella, responde financiera y legalmente por ella, y siempre ha determinado cuál había de ser la religión de su pareja, y su estatus social. Él no la asesinó. —Pitt se hundió en su butaca—. Y a Jasper sólo podríamos acusarlo de falsificar el certificado de defunción de Naomi Royce. Después de diecisiete años sería difícil probarlo, pero aunque lo lográramos ningún jurado le condenaría.
—¿Y de recluir a Elsie Draper?
Drummond le miró apesadumbrado.
—Usted y yo creemos que ella estaba cuerda cuando la recluyeron, pero es sólo nuestra palabra contra la de un médico respetable. ¡Y Dios sabe que estaba bien loca cuando murió!
—¿Y la palabra de Naomi Royce? —Apoyó la mano encima de los sobres que había esparcidos sobre la mesa—. ¡Tenemos las cartas!
—¿La opinión de una mujer que había abrazado una extraña religión y que prefirió morir de hambre antes que obedecer al marido y volver a la fe ortodoxa? ¿Quién va a condenar a un hombre en base a eso?
—Nadie —dijo Pitt, cansado—. Nadie.
—¿Qué piensa hacer?
—No lo sé. ¿Puedo quedarme esto?
—Como quiera, pero ya sabe que no le servirán de nada. No puede acusar a Royce.
—Lo sé. —Pitt cogió las cartas, las dobló y tras guardarlas en sus sobres se las metió en su chaqueta—. De todos modos, quiero quedármelas. Prefiero no olvidar.
Drummond sonrió amargamente.
—No olvidará. Y yo tampoco. Pobre mujer… ¡pobrecilla!
Charlotte alzó la vista con los ojos llenos de horror. Tenía la cara anegada en lágrimas y las manos le temblaban sosteniendo las cartas.
—¡Oh, Thomas! ¡Esto es infame! Cómo debieron sufrir; primero Naomi y luego Elsie. ¡Cómo debió de sentirse esa pobre criatura! Ver cómo su señora moría lentamente, debilitándose día a día, sin por ello traicionar su verdad, y la pobre Elsie sin poder hacer nada. Y cuando la cosa llegó demasiado lejos y ella ya no podía comer, ver cómo iba perdiendo el conocimiento y finalmente la vida. Y cuando Elsie se opuso a que certificaran que había muerto de escarlatina, le dijeron que estaba loca y la recluyeron para el resto de sus días en un manicomio. —Sacó el pañuelo y se sonó con furia—. ¿Qué vamos a hacer, Thomas?
—Nada. No podemos hacer nada —contestó lúgubremente.
—¡Pero eso es absurdo!
—No se ha cometido ningún crimen. —Y le contó lo que Drummond le había dicho.
Charlotte se quedó estupefacta, sin habla y sabiendo que todo aquello era verdad, que discutir no tenía objeto. Al mirarle a los ojos, fue tan consciente del dolor y la ira de Pitt como lo era de los suyos propios.
—Muy bien —dijo al fin—. Eso lo entiendo. Estoy segura de que le perseguirías si hubiera una base, claro que lo harías. Pero no tiene sentido recurrir a la vía judicial por un asunto como éste. Si no te importa, creo que mañana iré a enseñarle las cartas a tía Vespasia. Estoy segura de que le gustará saber la verdad del caso. ¿Puedo?
—Como quieras. —Pitt era reacio, pero ¿por qué no había de enterarse Vespasia? Quizá podrían consolarse la una a la otra. A lo mejor ella quería darle vueltas al asunto, y él estaba demasiado fatigado para revivir las emociones del día—. Por qué no.
—Estarás cansado —dijo ella mientras se guardaba las cartas en el delantal—. Ve a sentarte junto al fuego y yo te prepararé la cena. ¿Quieres arenque ahumado? Hoy he comprado dos en la pescadería. Y hay pan caliente.
Al día siguiente, por la tarde, Charlotte tenía ya una idea clara de lo que iba a hacer y cómo iba a hacerlo. Nadie la ayudaría, de un modo consciente al menos, pero Vespasia haría cuanto fuera preciso, siempre y cuando ella se lo pidiera correctamente. Pitt había pasado la mañana en el jardín, pero a las cinco de la tarde el tiempo había cambiado de súbito, un viento helado se había levantado del este cubriendo el cielo de nubes amenazadoras, y la niebla prometía ser muy fría al anochecer. Pitt había entrado en casa y se había dormido frente a la lumbre.
Charlotte no le molestó. Dejó un pastel de puerro y patata en el horno y una nota en la mesa de la cocina diciéndole que había ido a ver a tía Vespasia. Como hacía mucho frío y la niebla tenía amortajado el río, Charlotte optó por la cara alternativa de alquilar un coche que la llevara a su destino. Vespasia la recibió con sorpresa.
—¿Pasa algo malo, querida? —preguntó—. ¿De qué se trata? ¿Qué ha ocurrido?
Charlotte sacó las cartas que llevaba en la retícula y le explicó cómo las había conseguido Pitt.
Vespasia abrió los sobres, se ajustó los quevedos en la nariz y las leyó despacio y sin hacer comentarios. Al terminar la última, suspiró quedamente.
—Qué desgracia. Dos vidas malogradas, y todo por el horrible dominio de una persona sobre otra. Aún está lejano el día en que aprenderemos a tratarnos los unos a los otros con dignidad. Gracias por enseñármelas, Charlotte, aunque esta noche desearé que no lo hubieras hecho. La próxima vez que vea a Somerset he de hablarle de la ley sobre manicomios; me estoy haciendo vieja para defender causas de las que no sé nada, pero esto me va a obsesionar. ¿Qué hay peor que la enajenación, como no sea pasarse años siendo la única persona cuerda en un castillo de locos?
—Perdona. No debería haberte enseñado esas cartas.
—Te equivocas, querida. Era lógico. —Puso su mano sobre la de Charlotte—. Queremos compartir nuestro dolor. Y es mejor que hayas acudido a mí que al pobre Thomas. Él ya ha visto más que suficiente en pocas semanas, y seguro que su impotencia tiene que dolerle.
—Sí —concedió Charlotte; sabía que era así. Pero eran casi las seis y tenía que poner en práctica su plan—. Tengo intención de ir a ver a sir Garnet Royce, incluso entregarle estas cartas. —Vio que Vespasia se ponía rígida—. Después de todo son suyas, según se mire.
—¡Bobadas! Querida Charlotte, no niego que puedas mentir a otras personas, aunque lo dudo, pero por favor no lo intentes conmigo. Tú no crees que esas cartas sean propiedad de sir Garnet Royce. Las escribió su esposa a una tal señorita Forrester, y si no pudieron hacérselas llegar, entonces no hay otro propietario que el Servicio de Correos. Además, ¡a ti te importaría un bledo que fuesen de sir Garnet! ¿Qué te propones hacer?
Mentir ya no tenía objeto; le había fallado.
—Quiero obligarle a que sepa la verdad, y que sepa que yo lo sé —respondió Charlotte. No era todo su plan, pero sí una parte.
—Es peligroso.
—No si me prestas tu coche y tu cochero para ir a su casa. Puede que sir Garnet se enfade, pero a mí no me hará nada. No se atrevería a tanto. Y sólo me llevaré dos cartas, el resto las dejo aquí. —Observó a Vespasia, que dudaba, discutiendo consigo misma los pros y los contras—. ¡Merece saber la verdad! —se apresuró a decir—. La ley no puede hacerle nada, pero yo sí. Y pienso hacerlo, por Naomi y por Elsie Draper. Me presentaré en un coche apropiado, con lacayo, y los sirvientes me dejarán pasar. ¡Royce no puede hacerme nada! Por favor, Vespasia. Sólo quiero que me prestes tu coche un par de horas. —Pensó en añadir: «Si no, tendré que ir en un cabriolé de alquiler», pero le pareció que era presionarla demasiado, y a Vespasia no le habría gustado.
—Muy bien. Pero enviaré también a Forbes, para que vaya en el pescante. Es mi condición.
—Gracias, tía Vespasia. Saldré a eso de las siete, si te parece bien. De ese modo seguramente le encontraré en casa, puesto que hoy la Cámara de los Comunes no tiene ningún asunto importante que tratar, según me han dicho.
—Entonces será mejor que comas algo. —Vespasia enarcó sus plateadas cejas—. Oh, supongo que le habrás dejado al pobre Thomas algo de comer.
—Por supuesto. Y una nota diciendo que venía a verte y que estaré en casa a las ocho y media o las nueve.
—Claro —dijo Vespasia, lacónica—. Entonces pediré a la cocina que nos suban algo. ¿Te apetecería un poco de estofado de conejo?
Una hora después Charlotte se acurrucaba en el carruaje de Vespasia mientras los caballos tiraban despacio por las neblinosas calles, de Belgravia al palacio de Westminster, cruzando el puente y siguiendo la orilla meridional del río hacia Bethlehem Road. Hacía un frío cortante, el aire estaba inmóvil y la humedad se helaba al contacto con las frías piedras. Charlotte temía en parte llegar a casa de Royce, pero estaba tan aterida y su determinación era tal que ya no había nada que pudiera hacerla cambiar de parecer o demorar la visita. No permitiría que Garnet Royce cerrara los ojos a lo ocurrido o se convenciera de que había actuado correctamente. El coche se detuvo y Charlotte oyó que el lacayo bajaba y momentos después le abría la portezuela. Aceptó la mano que le ofrecía. La niebla era ahora tan densa que casi no podía ver las casas al extremo de la calle.
—Gracias. Siento tener que pedirle que espere aquí, pero confío en que no tardaré.
—No se preocupe, señora —contestó Forbes desde la penumbra—. Su señoría dijo que la esperáramos frente a la casa, y eso haremos.
Garnet Royce la recibió con bastante cortesía, pero con modales distantes y no exentos de sorpresa. Era evidente que no recordaba haberla visto en casa de Amethyst Hamilton tras la muerte de sir Lockwood, lo cual no era de extrañar, y no tenía idea de quién podía ser. Charlotte no perdió el tiempo con frivolidades.
—He venido a verle, sir Garnet, porque tengo previsto escribir un libro acerca de cierta secta religiosa a la que su esposa, Naomi Royce, perteneció antes de morir.
Royce se quedó lívido.
—Mi esposa siempre fue de la iglesia anglicana, señora. Creo que la han informado mal.
—Sus cartas lo prueban —replicó Charlotte con la misma frialdad—. Escribió varias, muy personales y trágicas, a una tal Lizzie Forrester, que era miembro de la misma secta. La señorita Forrester emigró a América y las cartas nunca llegaron a ella. Han permanecido aquí, y ahora obran en mi poder.
Royce estaba estupefacto.
Charlotte debía apresurarse si no quería que la echaran. Abrió su retícula y sacó las cartas. Se puso a leer, empezando por las explicaciones de Naomi sobre la prohibición de su marido de acudir a la iglesia que ella quería y la reclusión en su cuarto hasta que se plegara a sus deseos, y luego la promesa de que ella se negaría a comer hasta que él le diera libertad de conciencia. A punto de llegar al final, Charlotte miró a Royce: la rabia le había hecho apretar los puños, y su mirada expresaba desdén.
—Sólo se me ocurre pensar que me está amenazando con provocar un escándalo si no le doy dinero. El chantaje es una argucia peligrosa; le aconsejo que me entregue las cartas y se marche antes de buscarse la ruina.
Charlotte vio que estaba asustado, y su propia aversión se agrandó. Le vino a la cabeza la media vida que Elsie Draper había pasado en Bedlam.
—No quiero nada de usted, sir Garnet —dijo con voz áspera—, salvo decirle qué es lo que hizo: negó usted a una mujer el derecho a buscar a Dios a su manera y a seguir su propia conciencia según lo que la fe le dictaba. ¡Ella le hubiera obedecido en lo demás! Pero usted lo quería todo, quería poseer su mente y su alma. Habría sido un escándalo, ¿verdad? «Esposa de parlamentario entra en una secta religiosa». Se habría quedado usted sin amigos, y sin un puesto en el partido. De modo que la encerró en su cuarto hasta que se mostrara sumisa. Pero no había tenido en cuenta el ímpetu de sus creencias, su fortaleza; que preferiría morir antes que renunciar a su verdad. ¡Y así fue: murió!
»Cuánto pánico debió de sentir usted entonces. Hizo que su hermano escribiera un certificado de defunción por escarlatina, y él accedió a hacerlo para evitar el escándalo. “Esposa de parlamentario se suicida encerrada bajo llave. ¿La impulsó a ello su marido o se trata de un caso de enajenación mental?”.
»Sólo que Elsie, la siempre leal Elsie, no pasó por el aro; ella quería contar la verdad, ¡y usted tuvo que recluirla en Bedlam! Diecisiete años en un manicomio, diecisiete años muriendo en vida. ¡No es de extrañar que al salir fuese a cazarlo a usted con una navaja! Si bien no estaba loca cuando la ingresaron, sí lo estaba, y cómo, cuando la dejaron salir.
Durante casi un minuto de espantoso silencio se miraron con mutua animosidad. Luego, poco a poco, la cara de él cambió al captar en las palabras de Charlotte algo que le sonaba a herejía pues desafiaba todas las normas que él conocía, subvirtiendo el orden referente a los derechos y obligaciones de los fuertes para con los débiles —a quienes había que gobernar y proteger por su propio bien, fueran cuales fuesen sus deseos—. Pero mientras la miraba, esas ideas pasaron de largo. Charlotte se daba cuenta de que luchaba con un conflicto interno.
—Mi esposa era una mujer de mentalidad frágil, señora. Usted no la conoció. Solía tener caprichos repentinos, y se dejaba convencer fácilmente por charlatanes y gente de febril imaginación. Lo que buscaban era su dinero. Eso tal vez no sale en sus cartas, pero es así, y yo temía que se aprovecharan de ella. Nunca dejé que entraran en casa, como habría hecho cualquier hombre responsable.
Royce tragó saliva, tratando de serenarse y de apartar de su mente el horror que durante breves momentos había bloqueado el paso a las palabras.
—La juzgué mal. Era más vulnerable a sus lisonjas de lo que yo pensaba, y en eso tuvo que ver también su mala salud. Ahora me doy cuenta de que debería haber pedido ayuda médica mucho antes de lo que lo hice. Imaginé que simplemente era testaruda, cuando en realidad estaba sufriendo los estragos de la fiebre y los efectos que le causaban unas personas intrigantes. Me arrepiento de lo que hice; usted no sabe hasta qué punto lo he lamentado todos estos años.
Charlotte vio que estaba tergiversando cuanto ella le había dicho.
—¡Pero usted no tenía ningún derecho a decidir sobre sus creencias! —exclamó—. ¡Nadie tiene derecho a escoger por los demás! ¿Cómo se atrevió? ¿Cómo se atreve a juzgar lo que otras personas quieren? Eso no es protección, es… es… —Trató de dar con la palabra—. ¡Eso es dominio! ¡Y no está bien!
—Es obligación de los fuertes proteger a los débiles, señora mía, especialmente a los que uno tiene a su cuidado. Y ya se dará cuenta de que la sociedad no le va a agradecer que trate de sacar partido de la desgracia de mi familia.
—¿Qué me dice de Elsie Draper? ¡Usted la condenó de por vida encerrándola en un manicomio!
Una breve sonrisa iluminó la expresión de Royce.
—¿Sostiene usted, señora, que ella no estaba loca?
—¡No lo estaba cuando usted la recluyó! —Charlotte iba perdiendo la partida, y pudo verlo en la cara de él, en el tono más firme y sereno de su voz.
—Será mejor que se marche, señora. No tiene nada que hacer aquí. Si escribe ese libro y menciona en él a alguien de mi familia, la demandaré por calumnia y la sociedad la rechazará por aventurera. Buenas noches. Mi lacayo la acompañará hasta la puerta.
Cinco minutos después Charlotte se encontraba en el coche de Vespasia mientras los caballos avanzaban despacio a través de la niebla, bajando por Bethlehem Road de regreso a Westminster Bridge y a la oscuridad del río. Había fallado. No había hecho más que zarandear un poco la autosuficiencia de Royce, ese breve lapso en que él había atisbado la idea de haber sido culpable de una monstruosa opresión. Pero luego se había justificado a sí mismo y todo había quedado como antes; era poderoso, suficiente, seguro de sí mismo. Y pensar que ella incluso se había asustado. Qué tontería; él la había desdeñado sin otra cosa que aversión. ¡Ni siquiera le había pedido las cartas!
Ahora se acercaban al puente; Charlotte lo notó por el ruido de los cascos. La niebla era muy densa y el pavimento estaba resbaladizo de escarcha. Tuvo un sobresalto cuando un caballo trastabilló.
¿Por qué se detenían?
Forbes le abrió la portezuela.
—Señora, hay un caballero que desea hablar con usted.
—¿Un caballero?
—Sí. Dice que se trata de algo confidencial, si no tiene usted inconveniente en bajar un momento; sería más decoroso que si sube él al coche.
—¿Quién es?
—No lo sé, señora. No le he reconocido, y a decir verdad, en una noche como ésta no podría reconocer ni a mi propio hermano. Pero me quedaré aquí mismo, señora, a unos pasos de usted. Ha dicho que era sobre la aprobación de una ley que garantiza la libertad de conciencia.
¿Libertad de conciencia? ¿Acaso algo de lo dicho había llegado a conmover a Garnet Royce?
Se apeó del coche valiéndose de la mano de Forbes y pisó con cuidado el resbaladizo pavimento del puente. Vio una figura borrosa, a sólo unos pasos de allí. Era Garnet Royce, abrigado contra la inclemencia de la noche. Debía de haberlo reconsiderado al salir ella y después seguido al coche; habían hecho el trayecto a paso de andadura.
—Lo siento —dijo Royce—. Creo que la he interpretado mal. Sus motivos no eran egoístas, como yo suponía. Si pudiera dedicarme unos minutos de su tiempo… —Se apartó un poco del coche para quedar fuera del alcance del oído de Forbes y del cochero.
Ella le siguió, comprendiendo que deseaba privacidad. El asunto era muy delicado.
—Confieso que me excedí en mi celo. Traté a Naomi como si fuera una niña. Tiene toda la razón. Una mujer adulta, sea casada o soltera, debería tener la libertad de hacer lo que le dicta la conciencia y abrazar cualquier religión, si tal es su deseo.
—Quería usted hablar de una ley. —¿Es que finalmente saldría algo bueno de todo aquello?—. ¿Existe alguna posibilidad de que semejante ley llegue a ser aprobada algún día?
—No lo sé —dijo él quedamente—. Pero sin duda estoy en posición de averiguar lo que se puede hacer, y de presentar un proyecto. Tal vez si usted me dijera lo que considera beneficioso para las mujeres, siempre que no vaya en detrimento del orden establecido y de proteger al débil y al ignorante de la explotación. Lo que no es sencillo.
Charlotte pensó en ello, tratando de encontrar una respuesta sensata. ¿Una ley? Nunca había pensado en términos legales. Pero él parecía hablar en serio, sus ojos brillaban a la luz de la farola y el halo de la niebla. Apenas se distinguía el contorno del coche a unos metros de allí.
Volvió a mirarle, y fue entonces cuando vio el súbito cambio de su expresión, el fulgor del frenesí cuando sus labios descubrieron los dientes y la mano enguantada le tapó los labios antes de que pudiera gritar. ¡La estaba empujando hacia el pretil del puente!
Charlotte se defendió a puntapiés, pero era inútil. Trató de morderle pero sólo se magulló la boca. La barandilla se le estaba clavando en la espalda. No tardaría en ser lanzada al vacío, y luego la oscuridad y el agua helada se la tragarían. Esta noche nadie podía salir vivo del río.
Con un rápido movimiento de la otra mano, trató de alcanzarle los ojos con los dedos. Se oyó un grito de dolor, ahogado por la niebla. Royce se precipitó sobre ella para golpearla, pero sus pies resbalaron en el hielo y por un segundo quedó doblado sobre el pretil, agitando los brazos y las piernas. Luego, cual pájaro herido, la cabeza le venció y Royce cayó al largo abismo de la noche y el río. Ella no oyó el chapoteo del cuerpo al chocar con el agua; la niebla lo había apagado en su silencio.
Charlotte permaneció apoyada en el pretil, mareada y temblando. El sudor de unos momentos atrás se le estaba helando en la piel. El miedo y la culpa la habían privado de fuerzas.
—¡Señora!
Se puso rígida, conteniendo la respiración.
—Señora, ¿se encuentra bien?
Era Forbes, que se acercó invisible hasta estar casi a su lado.
—Sí. —Su voz sonó casi irreconocible.
—¿Está segura, señora? Tiene mala cara. ¿Ese caballero la ha… molestado? Si es así…
—¡No! —Charlotte tragó con fuerza. Sentía un nudo en la garganta, y las rodillas le flaqueaban. ¿Cómo explicar lo sucedido? ¿Pensarían que ella le había empujado al vacío, que le había asesinado? ¿Quién la iba a creer? ¿Creerían que ella no había pretendido chantajearle, creerían que le había hecho caer al río al amenazarla él con llamar a la policía?
—Señora, si me permite, creo que debería usted volver al coche y dejar que la lleve a casa de lady Cumming-Gould.
—No, gracias, Forbes. ¿Puede llevarme a la comisaría de Bow Street? He de dar parte de un… incidente.
—Sí, señora, como usted diga. Charlotte se apoyó agradecida en el brazo del lacayo y, trastabillando en el estribo, medio cayó en el interior del coche y se quedó tiritando, mientras cubrían la corta distancia hasta el fondo del puente y luego al norte hasta Bow Street.
Una vez allí, Forbes la ayudó otra vez a bajar, muy nervioso por su estado, y la acompañó hasta el despacho de Micah Drummond, en el primer piso de la comisaría.
Drummond la miró alarmado y luego miró a Forbes.
—¡Vaya a buscar al inspector Pitt! —le ordenó—. ¡Muévase, hombre!
Forbes giró sobre sus talones y bajó las escaleras de dos en dos.
—Siéntese, señora Pitt. —Drummond casi tuvo que sentarla en la silla—. Y ahora cuénteme qué ha pasado. ¿Se encuentra mal?
Ella lo que quería era lanzarse en brazos de Pitt y que la estrechara, llorar hasta cansarse y dormir, pero tenía que explicar lo sucedido antes de que él llegara. La culpa era de ella, y lo menos que podía hacer por Pitt era no involucrarlo y ahorrarle la tortura de las explicaciones.
Lenta y cuidadosamente, entre sorbos de brandy, que ella detestaba, y mirando la cara bondadosa de Drummond, relató con detalle todo cuanto había hecho, y la reacción de Garnet Royce. Vio el miedo y la ira en los ojos de Drummond, su percepción de lo que había pasado antes de que ella llegara a esa parte del relato, y un fugaz parpadeo de admiración por ella.
Charlotte balbució al contarle cómo Royce había resbalado en el hielo cayendo al río desde el pretil, pero poco a poco y con los ojos cerrados encontró las palabras, aunque no las adecuadas para expresar todo el horror y la culpa que sentía.
Luego abrió los ojos y miró a Drummond. ¿Qué sería de ella? ¿Y de Pitt? ¿Le habría puesto en peligro también a él? Estaba avergonzada, y a la vez asustada.
Drummond le cogió las manos.
—No hay duda de que ha muerto —dijo—. Nadie puede sobrevivir en el río con este tiempo, incluso si hubiera salido bien parado de la caída. La policía del río le habrá encontrado ya; o quizá mañana, depende de la marea. Pueden llegar a tres conclusiones: suicidio, accidente o asesinato. Usted fue la última persona que le vio con vida, así que irán a interrogarla.
Charlotte quiso decir algo pero no le salió la voz. ¡La cosa era peor de lo que había supuesto! Él le apretó las manos.
—Fue un accidente que ocurrió cuando él intentaba cometer un asesinato. Su terror al escándalo era tan grande que podía matar sólo por conservar su posición. Pero no podemos demostrarlo, y quizá es preferible no intentarlo. Sería una tragedia para su familia y no lograríamos nada. Lo mejor será decir a la policía del río que Royce recibió unas cartas escritas por su difunta esposa que le inquietaron profundamente, y que tememos que lo perturbaron, lo cual es absolutamente cierto. Que ellos saquen las conclusiones que quieran, aunque yo creo que optarán por el suicidio. Sería lo mejor para todos, dadas las circunstancias. No hay necesidad de ensuciar su nombre con acusaciones indemostrables.
Charlotte indagó en su cara y sólo halló comprensión. Su alivio fue inmenso y no pudo contener las lágrimas por más tiempo. Ocultando la cara entre las manos sollozó de compasión, cansancio e infinita gratitud.
Ni siquiera reparó en que entraba Pitt, lívido de cara, con Forbes a su lado, pero sí notó que la rodeaba con sus brazos mientras ella aspiraba el aroma familiar de su abrigo, notando la textura de la tela contra la mejilla.