11

Pitt abandonó el funeral y anduvo bajo la lluvia hasta el Albert Embankment. Estaba a mitad de Lambeth Bridge cuando por fin consiguió un cabriolé para volver a la comisaría de Bow Street. Eso le permitió reflexionar antes de su próxima visita a Micah Drummond. Lo que Garnet Royce había dicho era espantoso, pero no se podía descartar. Existía la posibilidad de una conspiración, que alguien estuviera utilizando a un loco para conseguir sus fines, que le llevara al puente, le indicara la víctima y luego se lo llevara consigo. Ya habían interrogado a todos los cocheros con licencia para conducir carruajes de todo tipo, sin sacar ninguna información de provecho. Al principio se podía haber pensado que alguno mintiera, por miedo o bajo coacción, pero eso ya no podía sostenerse después de tres asesinatos.

Los esfuerzos por descubrir un móvil concreto y común a los tres crímenes habían fracasado. Ningún conflicto de dinero o poder, ningún motivo de venganza, amor u odio ligaba a las tres víctimas —al menos, que él o Drummond hubieran sido capaces de imaginar—. Incluso Charlotte, siempre tan perspicaz, no tenía nada que ofrecer, aparte de su temor a que Florence Ivory abrigara pasión y odio suficientes para decidirse a matar, y el valor para actuar una vez tomada la decisión.

Pero una vez muerto Etheridge, ¿qué motivo tenía ella para asesinar a Sheridan? Salvo precisamente ése, que no había motivo alguno, y quizá de esta forma probar su inocencia. ¿Pudo haber matado a Hamilton por equivocación, tomándole por Etheridge, y luego matar a Sheridan sólo porque no tenía sentido, para librarse de las sospechas? Para eso se necesitaba no sólo una mujer apasionada sino también de una frialdad estremecedora. Pitt no lo creía así. Su mente aguda, no influenciada por la culpa o los pretextos, comprendía el dolor de una mujer que había perdido a su hija.

No se podía hacer nada salvo volver a la básica y prosaica rutina policial: revisarlo todo, buscar las incoherencias, la persona que hubiera visto o recordado algo.

Micah Drummond estaba ya en su despacho cuando Pitt llamó a la puerta.

—Pase —dijo en voz baja.

Esperaba junto a la lumbre, calentándose y secando su ropa húmeda. Sus botas estaban oscuras de agua y el pantalón le humeaba un poco. Se apartó para que parte del calor llegara también a Pitt. Fue un gesto ínfimo, pero a Pitt le emocionó mucho más que cualquier palabra de elogio o compasión que Drummond hubiera podido ofrecerle.

—¿Y bien? —preguntó Drummond.

—Empezar de cero. Interrogar otra vez a los testigos, a los guardias que hacen la ronda en la zona, buscar otra vez a los cocheros y a todo el que pasó por el puente o sus alrededores una hora antes o después del crimen. Yo hablaré con todos los diputados que estuvieron en la cámara esas tres noches. Preguntaremos otra vez a los vendedores ambulantes.

Drummond le miró esperanzado:

—¿Cree que aún podemos descubrir algo?

—No lo sé. —Pitt no quería aparentar un optimismo infundado—. Pero no tenemos nada mejor.

—Necesitará otros seis guardias; es lo máximo que puedo darle. ¿Dónde los quiere?

—Podrían interrogar a los cocheros, los guardias de ronda, a los testigos, y echar una mano con los diputados. Empezaré esta tarde.

—Yo me ocuparé de algunos parlamentarios. —Drummond se apartó del fuego y descolgó su abrigo mojado del perchero—. ¿Por dónde empezamos?

La larga y fría tarde no aportó ningún fruto. Al día siguiente Pitt empezó otra vez, con la diferencia de que Charlotte le había dicho con tristeza que el sentimiento entre Barclay Hamilton y la mujer de su padre no eran celos o aborrecimiento como suponían, sino un profundo y desesperado amor. Pitt no sintió satisfacción sino respeto y compasión por la actitud honrosa que los había mantenido separados durante años. Se sintió de repente tan agradecido por su propia suerte que fue como una explosión de dicha.

Encontró a la florista cerca del puente. Era una mujer de caderas anchas y la cara curtida a la intemperie. No había forma de adivinar su edad, entre unos cincuenta bien llevados y unos desaprovechados treinta. Vendía violetas azules, moradas y blancas, y lo miró esperanzada cuando le vio aproximarse. Entonces lo reconoció como el policía que ya la había interrogado, y el fulgor desapareció de su cara.

—No tengo nada que decirle —afirmó antes de que Pitt abriese la boca—. Yo vendo flores a todo el que me las pide y charlo un poco con los caballeros, pero nada más. Oiga, no vi nada cuando asesinaron a esos hombres, aparte de lo de siempre, ningún coche se paró, ninguna chica trabajaba, aparte de las que ya le dije. Y Freddie, el que vende pastelillos, y Bert el de los emparedados.

Pitt hurgó en un bolsillo, sacó unas monedas y se las ofreció a la mujer.

—Violetas azules, por favor, o… ¿y las blancas?

—Son más caras, porque huelen mejor. Suele pasar con las flores blancas. Será por el color…

—Entonces démelas variadas, por favor.

—Aquí tiene, encanto, pero no crea que he visto nada. No puedo ayudarle. ¡Ojalá pudiera!

—Pero sí se acuerda de que le vendió flores a sir Lockwood, ¿verdad?

—¡Cómo no! Me las compraba muy a menudo. Era un caballero muy simpático, el pobre. Nunca regateaba, como algunos que yo me sé. ¡Los más ricos son capaces de regatear por un cuarto de penique!

Pitt se imaginó su vida; para ella una cantidad mísera a cambio de unas flores era muy importante, y aquella mujer sólo se indignaba un poco de que hombres que solían cenar cinco platos pudieran discutirle el precio de una flor.

—¿Recuerda usted esa noche? La sesión de la cámara duró hasta muy tarde.

—Y que lo diga, hay sesiones y sesiones —dijo casi con un guiño—. ¿De qué estarían hablando, me pregunto yo? ¿De los dimes y diretes de una nueva ley para nosotros los pobres, o catando un buen oporto?

—Estaba sereno, lo bastante como para volver a casa andando. Por favor, trate de recordarlo todo otra vez. ¿Había usted cenado? ¿Qué comió? ¿Lo compró en algún lado?

—¡Eso es! —dijo ella—. Tomé unas anguilas en escabeche y una rebanada de pan caliente en el puesto de Jacko, en el Embankment.

—¿Y luego qué? ¿A qué hora fue eso?

—Ni idea, encanto.

—Imposible. Tuvo usted que oír el Big Ben; ¡piense! Debía de estar esperando a que los diputados salieran de la cámara.

La mujer arrugó la cara.

—Oí dar las diez, pero eso fue antes de ir a Jacko’s.

—¿Recuerda si oyó las once? ¿Dónde estaba cuando el Big Ben dio las once?

Un viandante le compró un ramo de violetas moradas antes de que ella respondiera.

—Estaba hablando con Jacko. Dijo que era una buena noche para el negocio, que todavía había gente en la calle. Y yo le contesté que sí, porque había ido por más flores y apenas me quedaban.

—Y luego volvió aquí antes de que levantaran la sesión —insistió Pitt.

—No —dijo ella, muy concentrada y con ceño—. ¡De eso nada! Me harté de esperarlos y me fui hacia el Strand y los teatros. Ni una sola flor me quedó.

—Eso no puede ser. Seguro que fue otra noche. Usted le vendió unas flores a sir Lockwood Hamilton. Prímulas. Cuando le mataron llevaba flores frescas, y no las tenía al salir de la cámara unos minutos antes de cruzar el puente.

—¿Prímulas, dice? Yo no tengo prímulas. En esta época siempre llevo violetas. Después llevo de todo, pero ahora sólo violetas.

—¿Prímulas no? —recalcó Pitt, viendo abrirse en su mente una extraña y terrible idea—. Júrelo.

—¡Será posible! ¿Cree que llevo vendiendo flores desde los seis años y no sé diferenciar una prímula de una violeta? ¿Por quién me toma?

—Entonces ¿quién le dio prímulas a sir Lockwood Hamilton?

—¡Alguna que me tomó la delantera! —dijo ella hoscamente. Luego su cara se suavizó—. Claro que yo no debería haber ido hacia el Strand, ése no es mi sitio habitual, pero… —Se encogió de hombros—. Lo siento, ricura.

—Supongo que tampoco les vendió prímulas a Etheridge ni a Sheridan…

—¡Ya le he dicho que no vendo prímulas a nadie!

Pitt hundió las manos en los bolsillos y sacó una moneda de seis peniques. Se la dio y cogió dos ramitos más.

—Vaya, ¿y quién pudo ser?

—¡Puñeta! —La mujer abrió los ojos como platos—. ¡El asesino de Westminster! ¡Él se las vendió! ¿No se le hiela la sangre? ¡Pues a mí sí!

—¡Gracias! —Pitt se alejó a paso rápido, pidiendo a gritos un coche de alquiler.

—¿Una florista? —repitió Micah Drummond con perplejidad. Sopesó la idea, estudiándola a fondo y encontrándola aceptable.

—Al menos tengo algo que buscar —dijo Pitt—. En cierto modo, las floristas son invisibles hasta que uno las busca. Entonces forman un cuerpo muy definido. Tienen su propio territorio, como los pájaros. No verá dos iguales en la misma calle.

—¿Como los pájaros?

—El lado de Westminster Bridge que da al Parlamento es terreno de Maisie Willis; la noche en que mataron a Hamilton, como sabemos, ella decidió probar en el Strand. Pero nuestro asesino no podía saberlo. Él, o será mejor decir ella, aprovechó la oportunidad, lo mismo que con Etheridge y Sheridan. Debió de estar alerta, esperando la ocasión. Es posible que fuera allí varias noches antes de que la cámara terminara su sesión. Cuando Maisie no estaba en el puente, tuvo al hombre que buscaba para ella sola. La víctima debió de detenerse a comprar flores, sin prestar atención a la vendedora en la penumbra.

Se inclinó con ansia, cada vez más clara la imagen en su mente.

—Ella, o él, cogió el dinero, le dio las flores, luego simuló que le prendía una en el ojal… —cerró la mano derecha como si empuñara una navaja— y le cortó el cuello. Después, mientras él se desplomaba lo apoyó contra la farola y lo ató con su propia bufanda, sin tocar las flores. Debió de esconder la navaja en la bandeja y alejarse andando como si tal cosa. Nadie repararía en ella: era una florista que había hecho una venta y prendido las flores en el ojal de su cliente.

—¡Tuvo que ser una mujer muy fornida! —dijo Drummond con un escalofrío—. O puede que fuera un hombre; es muy fácil disfrazarse de florista, bien embozado contra el frío de la noche, el sombrero bien calado y un chal en torno al cuello y la barbilla. ¿Cómo vamos a encontrarlo, Pitt?

—¡Ahora hay una persona sobre la cual hacer preguntas! Empezaremos de nuevo con los otros diputados. No pudo haber vendido sólo ese ramo, seguro que otros le compraron flores. Es posible que alguien recuerde algo de la florista. Al fin y al cabo, no era normal que no fuera Maisie, y tampoco que vendiera prímulas y no violetas. Al menos sabremos qué estatura tenía, eso no es fácil de disimular. Y añadir peso con ropa es bastante fácil, pero no quitárselo. Un hombre puede pasar por una anciana, pero es más difícil parecer una joven; la piel y el esqueleto no acompañan. Quizá alguien se fijó en las manos. Seguro que llevaba mitones, pero ¿de qué talla? Un hombre fornido no puede hacer que sus manos parezcan de mujer.

—Tal vez lo hicieron entre dos. —Drummond lo miró con ojos brillantes y las facciones arrugadas—. Tal vez las flores eran un señuelo para llamar la atención de la víctima mientras el otro la atacaba por detrás…

Pitt sabía en qué estaba pensando: Africa Dowell con las flores mientras Florence Ivory se acercaba por detrás con una navaja, la víctima girándose en el último instante y luego las dos mujeres atándolo al poste de la farola. Era más peligroso; y más fácil que alguien reparara en dos mujeres abandonando la escena. Pero no imposible.

—Tiene que haber ropa —dijo—. Una florista vestida como una dama se habría notado mucho, y ningún diputado ha dicho que no fuera la mujer de siempre, por lo tanto debía tener un aspecto similar, estatura parecida, pecho y hombros grandes, caderas anchas. Ropa sencilla, sombrero y chal, y probablemente un segundo chal para protegerse del viento que sopla del río. Y lo más importante, una bandeja de flores. Tuvo que comprar algunas, no muchas. Quería dar la impresión de que estaba al final de una fructífera jornada: bastaría con cuatro o cinco pomos. Pero tuvo que comprarlos en alguna parte.

—¿No dijo usted que Florence Ivory tenía un jardín? —preguntó Drummond, acercándose a la lumbre y mirando a Pitt al inclinarse para echar más carbón. El día había refrescado y una fina llovizna mojaba la ventana. Ambos tenían frío.

—Así es, pero un jardín particular no da tantas prímulas a la vez.

—¿Ah, no? ¿Cómo sabe tanto de jardinería, Pitt? Usted no tiene jardín. ¿De dónde saca el tiempo? Bueno, no se preocupe, tendrá más cuando le asciendan después de este caso.

Pitt sonrió brevemente.

—Desde luego. En realidad sí tenemos jardín; es muy pequeño, pero es Charlotte quien se ocupa más de cuidarlo. Yo me crie en el campo.

—¿De veras? —Drummond enarcó las cejas—. No lo sabía. Yo pensaba que era londinense. Es curioso lo poco que sabemos de los demás, aunque los veamos día tras día. Así que compró las prímulas…

—Sí, seguramente en el mismo sitio donde las compran las demás floristas. Algún mercado. Podemos investigarlo.

—Bien; dé las instrucciones oportunas. Yo volveré sobre el asunto cuando interrogue a los diputados. ¿Quién podría pasar por una vendedora ambulante? Lady Hamilton no, desde luego.

—Lo dudo, y no creo que Barclay Hamilton pudiera disfrazarse con éxito de mujer; es demasiado alto, entre otras cosas.

—¿La señora Sheridan?

—Quizá.

—¿Helen Carfax?

Pitt se encogió de hombros, la pregunta era difícil. No podía imaginarse a aquella mujer pálida y desdichada que había visto tras morir su padre, arrasada en lágrimas, locamente enamorada de su marido, herida por toda su indiferencia, con la confianza para adquirir unas flores y luego apostarse en una esquina para vendérselas a los transeúntes a fin de cometer un asesinato. Recordó la voz de Maisie Willis, informal, gruesa, idiosincrásica.

—Dudo que ella pudiera hacerlo —dijo—. Y a James Carfax le pasa igual que a Barclay Hamilton, le sobra estatura.

—¿Florence Ivory?

Florence había abandonado a su esposo y finalmente había sido acogida en casa de Africa Dowell. Quizá también había trabajado en algo.

—Supongo que pudo ser ella. Le sobra imaginación e inteligencia para hacerlo, y tiene suficiente fuerza de voluntad.

—Hemos de atraparla, Pitt. Ahora tenemos un motivo para registrar su casa. Puede que encontremos la ropa; si es que piensa actuar de nuevo sin duda debe guardarla. ¡Debe de estar loca, santo Dios!

—Sí —concedió Pitt con desdicha—. Me atrevería a decir que lo está, pobre mujer.

Pero un minucioso registro no dio otro fruto que ropa de faena muy remendada, guantes de jardinería y mandiles de cocina —nada apropiado para disfrazarse de florista— y sólo cestos de flores pero ninguna bandeja como las utilizadas en los puestos callejeros.

El tercer interrogatorio a los miembros del Parlamento sirvió de poca cosa. Varios hombres, al ser presionados, pudieron recordar una florista diferente en las noches de los crímenes, pero apenas pudieron describir detalles: un poco más gruesa que Maisie Willis, incluso más alta, pero poco más. Lo que sí recordaban era que no vendía violetas sino prímulas.

¿Iba muy embozada con chales o bufandas?

No especialmente.

¿Era joven o vieja, rubia o morena?

Joven no, eso seguro, pero tampoco parecía muy vieja. Unos cuarenta años, cincuenta a lo sumo. Por el amor de Dios, ¿quién ocupa el tiempo calculando la edad de las floristas?

Una mujer corpulenta, en eso estaban todos de acuerdo, más que Maisie Willis. Entonces no podía ser Florence Ivory. ¿Africa Dowell un poco hinchada, la cara tiznada para disimular su bonito cutis, el pelo oculto bajo un sombrero o un pañuelo, con un poco de mugre añadida para darle más credibilidad?

Pitt regresó a Bow Street y se reunió con Drummond para informar de sus pesquisas y planear el siguiente movimiento.

Drummond se veía cansado y vencido. Tenía los bajos del pantalón mojados, los pies fríos, y estaba exhausto de hablar, de buscar una manera educada de hacer una y otra vez preguntas que ya habían sido contestadas con negativas, agotado de sopesar y medir y tamizar cada recuerdo, hecho y sugerencia, para al final no saber más de lo que sabía al principio.

—¿Cree que volverá a actuar? —preguntó.

—Sabe Dios —respondió Pitt, no con intención de blasfemar sino porque así lo creía—. Pero si ocurre, esta vez sabemos qué debemos buscar. —Drummond apartó el secante y el tintero y se sentó en el canto del escritorio—. Podrían pasar semanas, o meses, si es que llega a producirse.

Se miraron. Ambas caras reflejaron el mismo pensamiento.

Drummond lo expresó con palabras:

—Hemos de provocarla. Haremos que alguien cruce el puente a solas después de una sesión nocturna en la cámara. Nosotros estaremos preparados; podemos disfrazarnos de vendedores o de cocheros.

—No hay ningún policía que pueda pasar por diputado.

Drummond torció el gesto.

—No, pero puedo hacerlo yo mismo.

Y durante ocho noches consecutivas Micah Drummond hubo de colarse en la galería y esperar a que la sesión se levantara, para luego mezclarse con los diputados a la salida. Después salía de allí e iba andando hacia Westminster Bridge. Por dos veces compró violetas a Maisie Willis, y un pastelillo caliente al vendedor apostado en el Embankment, pero no vio a nadie con prímulas ni nadie se le acercó.

La novena noche, desanimado y exhausto, estaba subiéndose el cuello del abrigo porque hacía frío y la niebla subía desde el río, cuando Garnet Royce llegó a su altura.

—Buenas noches, señor Drummond.

—Ah, sir Garnet, buenas noches.

La cara de Royce estaba tensa. La luz de la farola brillaba en su frente amplia y reflejaba el pálido centelleo de sus ojos.

—Sé lo que está haciendo, señor Drummond —dijo quedamente—, y que no está teniendo éxito. De esta manera no logrará nada. Ya le ofrecí mi ayuda antes, y lo decía en serio. Deje que yo cruce andando el puente. Si ese loco piensa actuar otra vez, soy un blanco legítimo: un verdadero miembro del Parlamento… —Hizo una pausa, se aclaró la garganta e hizo un esfuerzo para que no le temblara la voz—. Un diputado de verdad, que vive en el lado sur del río y que podría volver a casa andando si hace una noche serena.

Drummond dudó. Todos los riesgos aparecieron ante sus ojos: su propia culpabilidad si algo le ocurría a Garnet Royce, las acusaciones de que sería objeto. Se encogió pensando con qué facilidad podrían llamarle cobarde. Y sin embargo había abandonado durante ocho noches el palacio de Westminster y cruzado a solas el puente, sin conseguir nada. Lo que Royce decía era cierto: el asesino podía estar loco, pero no era nada fácil engañarle, o engañarla.

Sabía que Royce tenía miedo; podía verlo en sus ojos, en los surcos nerviosos de su boca y la rigidez de su porte, en su manera de parecer ajeno al frío y a las personas que estaban a escasa distancia de ellos.

—Es usted muy intrépido, sir Garnet —dijo sinceramente—. Acepto su ofrecimiento. Ojalá pudiéramos hacerlo sin usted, pero parece que no es posible. —Vio que Royce levantaba un poco más la barbilla y que su cuello se tensaba. La suerte estaba echada—. Estaremos cerca de usted en todo momento; cocheros, vendedores, borrachos. Tiene mi palabra de que no sufrirá daño alguno. —¡Ojalá pudiera cumplir su promesa!

Se lo contó a Pitt al día siguiente, sentado en su despacho junto a un fuego que crepitaba. La vista de las llamas subiendo hacia la chimenea y el chisporroteo le pareció una isla segura, una buena compañía mientras pensaba en la noche en el puente. Había tenido que cruzarlo de nuevo tras hablar con Royce, recorriendo la penumbra entre farolas, oyendo el eco de sus propios pasos en el pavimento húmedo, mientras la bruma surgía en velos de la sombría superficie del río y las luces y las voces de la orilla parecían remotas y distorsionadas.

Pitt le estaba mirando.

—¿Hay alguna alternativa? —le preguntó impotente Drummond—. ¡Hemos de impedir que actúe!

—Lo sé —dijo Pitt—. Si hay otra alternativa, la desconozco.

—Yo estaré allí. Puedo hacerme pasar por un borracho que vuelve de la ópera…

—¡Ni hablar… señor! —Pitt se mostró firme; en otra ocasión y con otra persona, habría podido considerarse una grosería—. Si necesitamos a Royce, es sólo porque el asesino sabe que usted no es un miembro del Parlamento. Para que esto surta efecto, Royce ha de parecer vulnerable, una víctima y no un señuelo de la policía. Usted no debe acercarse más allá de Victoria Embankment. Pondremos tres agentes al fondo, de modo que no pueda escapar por allí, y hablaremos con la policía del río para que no pueda saltar del puente y zambullirse en el agua, aunque sabe Dios cómo iba a poder hacerlo. Tendremos a dos agentes disfrazados de vendedores ambulantes en el lado del Parlamento, y yo conduciré un cabriolé cuando Royce vaya hacia allá. Si me rezago un poco, podré vigilarle; me mantendré todo lo cerca que pueda sin ahuyentar a nadie. La gente siempre supone que los cocheros están vigilando la calle.

—¿Y no podríamos poner a un hombre en el puente mismo? Haciendo de borracho o de mendigo… —Drummond estaba pálido.

—No. —Pitt fue terminante—. Si ve a alguien más allí, el asesino se asustará.

Drummond hizo un último intento.

—¡Le di mi palabra a Royce de que estaría protegido!

No había nada que decir. Conocían los riesgos, y les constaba que no podían hacer nada más.

En las tres noches siguientes la cámara terminó temprano sus sesiones, y la policía vigiló con escasas esperanzas de que ocurriera algo. La cuarta noche el cielo apareció cargado de lluvia. La oscuridad cayó rápidamente. Las farolas del Embankment semejaban una ristra de lunas caídas. El aire olía a humedad y a lo largo del río las barcazas se movían como cuñas de oscuridad cortando la susurrante superficie del agua, con sus reflejos quebrados.

Al pie de la estatua de Boadicea y sus esplendorosos caballos, con sus pezuñas al aire y el carro corriendo eternamente en su heroica lucha contra el invasor romano muerto dos mil años atrás, un agente vigilaba disfrazado de vendedor de bocadillos con el carrito delante, el cuello resguardado del frío, los dedos azules pese a los mitones, esperando la llegada de Garnet Royce y dispuesto a seguir sus pasos tan pronto alguien se le acercara. Llevaba la porra oculta bajo el abrigo.

A la entrada de la Cámara de los Comunes un agente disfrazado de lacayo permanecía firmes como esperando a que su amo se acercara con algún recado, pero sus ojos vigilaban la llegada de Royce… y de una florista.

Al fondo del puente, en la orilla sur, aguardaban otros tres agentes; dos de a pie, vestidos de caballeros sin nada mejor que hacer que buscar compañía femenina. El tercer policía conducía un coche de alquiler, que mantenía a unos veinte metros del extremo del puente frente a la primera casa de Bellevue Road, como si esperara a un cliente que estuviera visitando a alguien.

Micah Drummond estaba en un portal lejos de las luces de Victoria Embankment y forzaba la vista hacia New Palace Yard y los diputados que salían. No podía distinguirlos individualmente, pero estaba todo lo cerca que le parecía oportuno. Llevaba el sombrero echado hacia adelante y la bufanda subida hasta el mentón. Cualquier transeúnte le habría tomado por un caballero que había festejado algo con excesiva prodigalidad y se había detenido para despejar la cabeza antes de volver a casa. Nadie se paró a mirarle.

Río abajo, las sirenas estaban sonando pues la marea ascendente había espesado la niebla.

En la orilla norte de Victoria Embankment, Pitt ocupaba el asiento de un segundo cabriolé, más arriba de los escalones que conducían al agua. Podía verlos a todos: la altura del pescante le daba un buen punto de observación y de paso hacía que su cara fuera más difícilmente reconocible para alguien que pasara a pie. Sostenía las riendas flojas en la mano mientras el caballo cambiaba el peso de patas, impaciente. Alguien le hizo señas, y Pitt respondió:

—Lo siento, jefe, tengo un pasajero. El hombre rezongó que él no veía ninguno pero prosiguió su camino.

Los minutos iban pasando y los miembros del Parlamento empezaron a dispersarse. El agente vendió algunos emparedados. Pitt confió en que no los agotara, porque eso le privaría de la excusa para estar allí. Un vendedor ambulante en una noche así y a esa hora, sin nada que vender, habría levantado sospechas.

¿Dónde estaba Royce? ¿Qué diablos estaba haciendo? Pitt no podría culparle si al final se había echado atrás; esa noche iba a hacer falta un hombre valiente para cruzar Westminster Bridge a solas. El Big Ben tocó las once y cuarto. Pitt ansiaba bajar del coche e ir en busca de Royce.

Si había salido por otro lado en dirección a Lambeth Bridge en coche, podían estar esperando hasta la madrugada.

—¡Cochero! Al veinticinco de Great Peter Street. ¡Venga, hombre! ¡Está dormido o qué!

—Perdone, señor, espero a un pasajero.

—¡Bobadas! ¡Haga el favor de ponerse en marcha! —Era un hombre de mediana edad, enérgico, de pelo gris pulcramente ondulado y expresión irritada. Alargó una mano para abrir la portezuela.

—¡Le digo que espero a un pasajero, señor! —repitió Pitt; los nervios le estaban traicionando—. ¡Está allí dentro! —Señaló con un dedo enguantado en dirección a los edificios que bordeaban el Embankment—. Me ha dicho que regresaría enseguida.

El hombre juró por lo bajo. Era un diputado. Pitt recordó haberle visto fotografiado en The Illustrated London News; un hombre de aspecto imponente, bien vestido y… de repente, Pitt sintió un escalofrío. Volvió a ver mentalmente las pálidas flores que el hombre llevaba en el ojal: ¡prímulas!

Cerró la mano con tal fuerza que el caballo se sobresaltó, haciendo tintinear los arneses.

Micah Drummond se puso alerta en su portal, pero no pudo ver nada más que a Pitt, tieso en el pescante.

El ulular de una sirena de niebla sonó río arriba, y las luces reflejadas en el agua danzaron por la orilla.

Garnet Royce bajaba por la calle. Gritó algo a alguien con voz ronca; evidentemente estaba asustado. Sus pasos vacilaron al pasar junto al vendedor de emparedados y dirigirse al puente. Llevaba la espalda muy erguida y ni una sola vez se volvió para mirar atrás.

Pitt hizo avanzar unos pasos al caballo. Un hombre que empuñaba un paraguas pasó entre él y Royce. El vendedor abandonó su carrito y el lacayo se dirigió al puente como si hubiera decidido dejar de esperar.

De la sombra negra de Boadicea apareció otra figura: fornida, de espaldas anchas, un grueso chal en torno a los hombros y portando una bandeja de florista. La mujer ignoró al lacayo —los lacayos raramente compraban flores— y se dirigió a paso sorprendentemente rápido hacia Royce. Éste iba andando a paso regular por el centro de la acera, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, absorto en las farolas. Estaba exactamente a mitad del puente.

Micah Drummond dejó su portal.

Pitt azuzó al caballo y lo hizo girar hacia el puente. Se encontraba a escasa distancia de la florista. Pudo ver su silueta destacándose contra la niebla. Andaba con pies ligeros, recortando la distancia que la separaba de Royce, quien no parecía haberse percatado de su presencia.

Dejó la bruma lechosa de una de las farolas y penetró en la oscuridad. La niebla parecía de plata en torno a las luces, y las gotitas brillaban en el aire hermosas y extrañas. Tenía la espalda iluminada, mostrando la anchura de sus hombros, el ángulo ajustado del ala de su sombrero, y su cara era una mera reducción de la sombra, anónima mientras entraba en el hueco de noche que mediaba entre una farola y la siguiente.

Pitt agarró las riendas con tal fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas a través de la lana húmeda de sus mitones. Tenía el cuerpo bañado en un sudor frío.

—¿Flores, señor? ¿Me compra usted unas prímulas? —La voz era apenas audible, aguda, como de muchacha.

Royce se volvió. Estaba lo bastante próximo a la luz como para que sus rasgos fueran patentes. Vio a la mujer con su bandeja de flores. Vio que ella cogía un pomo de prímulas en una mano mientras con la otra sacaba algo de debajo. Royce abrió la boca en una exclamación sorda de terror… y de suprema victoria.

Pitt soltó las riendas y saltó del pescante, aterrizando sobre la resbaladiza calzada. La mujer alzó el brazo con la navaja en la mano, la hoja brillante a la luz.

—¡Ya te tengo! —gritó la mujer, arrojando la bandeja de las flores al pavimento—. ¡Por fin te tengo, Royce!

Pitt cayó sobre ella, descargando su porra sobre el hombro de la mujer. El golpe la inmovilizó y la hizo girarse rápidamente, la cara blanca de sorpresa, empuñando todavía la navaja.

Por unos segundos los tres quedaron inmóviles: la mujer con sus ojos negros y su boca abierta, la navaja en alto, Pitt con la porra en la mano y Royce a un paso de ellos.

Entonces Royce echó mano al bolsillo y antes de que la mujer pudiera moverse, sonó un disparo y ella trastabilló hacia Pitt. Hubo otro disparo, y otro más, y la mujer cayó de bruces a la calzada, el chal empapado en sangre, la navaja tintineando débilmente sobre las piedras y los capullos de prímula esparcidos alrededor.

Pitt se inclinó un momento. No había nada que hacer. Estaba muerta: una bala le había traspasado el corazón por detrás, otra el hombro y la tercera el pecho.

Se levantó lentamente y miró a Royce, que seguía en pie con el arma —un revólver negro y bruñido— en la mano. Tenía la cara blanca y desprovista de expresión; pero el miedo le había abandonado también.

—¡Hombre de Dios! ¡Un poco más y le mato a usted también! —dijo con voz ronca. Luego se pasó la mano por los ojos y pestañeó como si estuviera mareado—. ¿Está muerta? —dijo mirando a la mujer.

—Sí.

—Lo siento. —Royce fue hacia ella pero se detuvo a dos pasos. Le entregó el revólver a Pitt y se quedó mirando el cadáver—. Quizá haya sido mejor así. Ahora la pobre podrá descansar en paz. Esto es más limpio que la horca.

Pitt no encontró objeciones. La horca era una cosa terrible y grotesca, y ¿para qué someter a un largo proceso a una mujer tan desequilibrada? Miró a Royce y trató de pensar en unas frases adecuadas.

—Gracias, sir Garnet. Apreciamos mucho su coraje, sin él no habríamos logrado atraparla. —Le tendió la mano.

Los agentes habían acudido del lado sur del puente, y el vendedor de pastelillos y el lacayo se acercaban desde más allá del círculo de luz. Micah Drummond se detuvo y miró a la mujer y luego a Pitt y a Royce.

Royce estrechó la mano de Pitt con fuerza.

Micah Drummond se arrodilló para apartar el chal de la cara de la mujer.

—¿La conoce usted? —le preguntó a Royce.

—¿Conocerla? ¡No, por Dios!

Drummond volvió a mirarla y cuando se dio la vuelta su voz sonó floja, entre compasiva y horrorizada.

—Parte de la ropa procede de Bedlam. Se diría que estuvo recientemente en el manicomio.

Pitt recordó las últimas palabras de la mujer. Miró a Royce.

—Ella le conocía —dijo—. Le llamó por el nombre.

Royce permaneció inmóvil, desorbitados los ojos; luego, lentamente, miró a la mujer. Nadie dijo nada. Río abajo sonó otra sirena.

—Bien, no estoy seguro, pero si realmente viene de Bedlam, entonces podría ser Elsie Draper, pobrecilla. Fue doncella de mi esposa hace diecisiete años. Procedía del campo, se vino con Naomi cuando nos casamos. Elsie la adoraba, y la muerte de Naomi la afectó mucho. Viendo que estaba perturbada, decidimos llevarla a un manicomio. Yo… no imaginaba que fuera una homicida. Lo que me extraña es que pudiera salir de allí.

—Nadie nos ha notificado una fuga —respondió Drummond—. Seguramente fue puesta en libertad. Debieron de pensar que después de tantos años ya no era peligrosa.

Royce ahogó una exclamación.

—Vamos. —Drummond se incorporó—. Haremos que se la lleve un coche mortuorio. Pitt, traiga su coche y lleve a sir Garnet a… ¿cuál es su dirección?

—Bethlehem Road —dijo Royce—. Gracias. Reconozco que de pronto estoy mucho más cansado de lo que pensaba.

—Le estamos muy agradecidos, por supuesto. —Drummond le ofreció la mano—. Todo Londres está en deuda con usted.

—Preferiría que no mencionara mi intervención —dijo Royce—. Podría parecer… Y otra cosa: quisiera costearle un buen entierro. Elsie era una buena criada antes… antes de perder la razón.

Pitt subió al pescante del coche. Drummond abrió la portezuela para que subiese Royce, y Pitt azuzó al caballo.

Charlotte dormía cuando Pitt llegó a su casa, y él no quiso despertarla. No se sentía nada eufórico por haber cerrado un caso largo y tenebroso. El fin de la tensión no le había supuesto más que cansancio, y al día siguiente se quedó dormido y hubo de salir sin desayunar.

A Charlotte no le dijo nada. Primero se aseguraría de que lo que había visto claramente la víspera fuese realmente la verdad. Ya habría tiempo de enviarle un mensaje para que pudiera decir a la tía abuela Vespasia que Florence Ivory ya no era sospechosa de nada. Se limitó a decir que el caso había tocado a su fin, le dio un beso y salió a toda prisa mientras ella le gritaba que se lo explicara mejor.

Micah Drummond estaba ya en Bow Street. Por primera vez en varias semanas parecía haber dormido sin pesadillas ni interrupciones frecuentes.

—Buenos días, Pitt —dijo tendiéndole la mano—. Enhorabuena, inspector jefe. El caso está cerrado. No hay duda de que esa pobre mujer era la asesina. Había otras manchas de sangre en la ropa, viejas manchas en el delantal y las mangas. Y la navaja tenía manchas de sangre en la hoja y el mango. Hemos hecho una verificación en el manicomio de Bethlehem Road: nos han confirmado que es Elsie Draper, diagnosticada de melancolía aguda hace diecisiete años y puesta en libertad dos semanas antes del asesinato de Lockwood Hamilton. Nunca les había dado problema alguno; parece que era un poco simple, pero no violenta. Una decisión trágicamente errónea, pero ya nadie puede hacer nada. El caso está cerrado. El ministro del Interior ha hecho llegar su felicitación esta mañana. Los periódicos han tirado ediciones especiales. —Sonrió—. Buen trabajo, Pitt. Puede irse a casa y tomarse unos días libres; se lo ha ganado. La semana que viene empezará como inspector jefe, con una oficina en el piso de arriba. —Drummond le tendió de nuevo la mano.

Pitt se la estrechó con firmeza.

—Gracias, señor —dijo… pero no era eso lo que él quería.