Charlotte volvió a casa con cierta sensación de fracaso. La visita a Parthenope Sheridan no había dado frutos. Era exactamente lo que parecía: una mujer profundamente compungida por lo sucedido y culpabilizada como es habitual cuando un miembro de la familia muere de repente y no ha habido tiempo de hablar de amor, de restañar viejas heridas, de pedir disculpas por malentendidos y rencores superficiales acerca de cosas que la muerte ha privado de importancia.
No tenía forma de adivinar si bajo aquella emoción se escondía otra cosa, algo más profundo. Si había habido celos, codicia, amantes, Charlotte no lo había advertido, ni siquiera se había formulado preguntas mentalmente.
El único paso adelante que habían dado ese día era que Zenobia estaba segura de que Helen Carfax no era sospechosa, ni directa ni indirectamente. Quedaba James Carfax, aunque ella no creía que tuviera el valor para haberlo hecho él mismo, ni la habilidad para procurarse los servicios de otro. Tanto Charlotte como Vespasia estuvieron de acuerdo con ella.
Charlotte les había contado sus impresiones acerca de Florence Ivory, la piedad que había sentido por ella, su impotencia ante la cólera de Florence, así como la profunda herida que la injusticia había infligido a aquella mujer, envenenando todo lo que de otro modo habría sido amor. Charlotte concluyó a regañadientes que no podía desechar la idea de que Florence pudiera ser culpable y que debían prepararse para esa eventualidad. No había averiguado nada en favor de la causa que las ocupaba.
Distintas ideas acudían a su mente, feas y horribles, de planes sutiles para diseñar no sólo la muerte de alguien conocido y próximo a ellas, sino la corrupción de un alma ajena, la senda que llevaba al asesinato y la pesadilla subsiguiente. ¿Era posible que todos los móviles fueran personales e independientes, que el vínculo entre ellos fuera una conspiración deliberada, buscando cada cual satisfacer la necesidad del otro? La idea era monstruosa, pero también lo habían sido las muertes, y al parecer no había más conexión entre las víctimas que su pertenencia al Parlamento, cosa que compartían con otros seiscientos hombres…
¿Estaba Florence Ivory lo bastante perturbada para matar, y para seguir matando una vez muerto Etheridge? ¿En tan poca estima tenía la vida, incluso la suya propia? Charlotte no sabía qué responder.
Dio instrucciones a Gracie en la cocina y a la señora Phelps, la mujer que iba dos veces por semana para hacer el trabajo pesado, y se puso a ordenar ropa limpia y a planchar. Mientras lo hacía, repasó cuanto habían averiguado tía Vespasia y Zenobia Gunne, y todo lo que le había dicho Pitt; pero la confusión resultante no logró aportar ningún rayo de esperanza. Si no había sido Florence, ¿entonces quién? ¿Acaso la profunda aversión de Barclay Hamilton hacia su madrastra tenía que ver con la muerte de su padre? ¿Sabía o sospechaba él algo? Ese pensamiento tampoco era agradable; los dos le habían caído bien, y ¿qué motivo podía haber para sustentar una antipatía capaz de alimentar el instinto asesino? Pitt tampoco había descubierto si el asesino era un enemigo político o de negocios.
¿Quizá James o Helen Carfax? Nobby Gunne pensaba que no, y su opinión parecía buena. Si algún valor tenían las investigaciones de las tres —cosa cada vez más dudosa; Charlotte jamás se había sentido tan insegura—, sería puramente por el hecho de ser mujeres y poder juzgar el carácter de otras mujeres, su estrecha relación con la buena sociedad, cosa que la policía no podía tener; ahí estaba la diferencia. Se las habían ingeniado para observar a los implicados cuando no podían estar en guardia, obteniendo confidencias debido a que aquéllos no sospechaban su interés. Descontando esa ventaja, no les quedaba nada.
¿Y Cuthbert Sheridan? De momento no sabían nada de él, aparte de que su familia parecía de lo más normal, y nadie parecía tener motivo para desear su muerte. Su viuda era una mujer que empezaba a descubrir sus propias aspiraciones y que por primera vez en la vida tenía opiniones independientes. Tal vez hubieran reñido, pero nadie contrata a un asesino para que mate al marido sólo porque éste no está de acuerdo con ciertos juicios políticos de nuevo cuño, incluso si está totalmente en contra. Y nada sugería que Cuthbert Sheridan hubiera sido así.
Pitt estaba en la calle tratando de averiguar algo más de la vida privada y política de Sheridan. ¿Y qué tenía éste en común con los otros que le hubiera hecho merecedor de la muerte? Charlotte no tenía la menor idea.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el cartero, que le traía la factura de la carnicería, la cuenta del carbonero y una larga carta de Emily. Las facturas eran un poco menos elevadas de lo que ella había esperado, lo cual la animó. Dejó las facturas sobre la repisa de la cocina y abrió la carta de Emily.
Florencia, sábado
Queridísima Charlotte:
¡Qué encanto de ciudad! Palacios con nombres que se te deshacen en la lengua, estatuas por todas partes, y una belleza tan asombrosa que me quedo embobada en plena calle hasta que algún transeúnte tropieza conmigo y entonces me siento como una tonta, pero da igual. ¡Creo que Jack hace como que no va conmigo! ¡Y la gente! Yo pensaba que esas caras que pintaba Leonardo vivían solamente en su imaginación, o que tenía fijación por una sola familia y los pintaba una y otra vez. Pero Charlotte, ¡aquí hay personas con ese mismo aspecto! Vi una perfecta madona de las rocas ayer en la piazza, dando de comer a los pájaros mientras su coche aguardaba y el lacayo se ponía nervioso.
Yo creo que la mujer trataba de ver a uno de sus amantes, o quizá esperaba a que Dante cruzara el puente. Sé que me he equivocado de siglo, pero qué importa eso. Todo es como un magnífico sueño poético convertido en realidad.
Yo pensaba que esa luz dorada sobre las colinas en los cuadros renacentistas era una mezcla de la imaginación de los artistas y la capa de barniz viejo. Pues no: el aire aquí es realmente distinto, su color tiene una calidez especial, el cielo, las piedras y hasta los árboles tienen una pátina dorada. Nada que ver con Venecia, con toda su cambiante atmósfera, su cielo y agua azules, pero igual de encantador.
Creo que mi estatua favorita es el San Jorge de Donatello. No es muy grande, ¡pero es tan joven! Su rostro sugiere tanta esperanza y valor, es como si acabara de ver a Dios y estuviera dispuesto a vencer todos los males del mundo, a luchar contra todo dragón mísero y egoísta, toda idea oscura del hombre, sin reparar en lo larga u horrible que la lucha pueda llegar a ser. Mi corazón llora por él, porque veo a Edward y también a Daniel en su inocencia, y sin embargo me levanta el ánimo a mí también, debido a su valentía. De pie junto al Bargello, las lágrimas bañan mis mejillas. Jack cree que me estoy volviendo una excéntrica, o que el sol me ha afectado, pero yo creo haber descubierto lo mejor de mí misma.
La verdad es que lo estoy pasando de maravilla y conociendo a mucha gente interesante. Hay aquí una mujer que estuvo dos veces prometida y en las dos ocasiones le dieron calabazas. Tendrá unos treinta y cinco años, pero todavía se enfrenta a la vida con una expectación tal que resulta un placer estar con ella. Estoy segura de que quienes la abandonaron por otras no se la merecían. Qué poco criterio tienen algunas personas, escoger a una por ser bonita o dócil; deberían acabar casándose con alguien de mal temperamento y lengua viperina. ¡Así lo espero! Tiene un tipo de coraje que a mí me admira cada vez más. Está decidida a ser feliz, a ver las cosas buenas y sacar partido de las que no lo son. ¡Qué diferencia de algunos de nuestros compañeros de viaje!
Y en medio de la música y el teatro, los paseos en coche, las cenas, incluso los bailes, ha habido algunas catástrofes. Nos han robado, aunque por suerte no se llevaron cosas de valor, y un día al coche se le salió una rueda y no pudimos encontrar a nadie que lo reparase. Tuvimos que pasar la noche en un sitio frío y ruidoso entre Pisa y Siena, donde como es lógico nos recibieron mal, ¡y te juro que hasta había ratas!
Pero Jack es un encanto. Estoy segura de que seguiré siendo feliz con él incluso cuando se calmen los primeros ánimos y empecemos una vida normal, viéndonos a la hora del desayuno y la cena. Debo persuadirle de que se busque una ocupación, porque no podría soportar tenerle todo el día rondando por la casa, creo que nos cansaríamos uno del otro. Claro que tampoco me gustaría pasar el tiempo preocupada porque pueda estar en mala compañía. ¿Te has fijado en qué tediosa es la gente cuando se aburre mucho?
Sabes, yo creo que en cierto modo la felicidad es una cuestión de elección. Y yo he optado por ser feliz y que Jack contribuya a ello, o por decirlo en otros términos, que pienso aprovechar todas las oportunidades de que me complazca.
Espero estar de vuelta dentro de dos semanas, y en muchos sentidos lo deseo, sobre todo para verte otra vez. Te echo mucho en falta, y como no he podido recibir cartas tuyas, deseo más que nunca saber qué has estado haciendo, tú y Thomas. Sabes, ¡creo que echo de menos a Thomas tanto como al que más! Y por supuesto a Edward.
Iré a visitarte el día de mi regreso. Hasta entonces, cuídate y recuerda que te quiero.
Emily.
Charlotte se quedó un rato con la carta en la mano y una creciente sensación de calidez. Sin darse cuenta, estaba sonriendo. Le habría encantado ver Florencia, con todo su colorido, las cosas hermosas, sobre todo el San Jorge, y todo lo demás. Pero Emily tenía razón: la felicidad era en buena parte elección, y ella podía optar por mirar con envidia el periplo de Emily o considerar la rara y preciosa relación que tenía con Pitt, la tolerancia de éste para con sus aventuras, la disposición que tenía a compartir con ella sus ideas y sus emociones. Con sorpresa y gratitud comprendió que desde que había conocido a Pitt jamás se había sentido realmente sola. ¿Qué era una vida de grandes viajes comparado con eso?
Pasó el día trabajando en la casa, hablando consigo misma mientras limpiaba, ordenaba y daba cera a los muebles. Mandó a Gracie por flores, y carne para preparar el plato favorito de Pitt, budín de carne y riñones. Puso la mesa e hizo que los niños se lavaran y se pusieran la camisa de dormir para cuando él llegara.
Les dejó correr a la puerta para saludarle y que los abrazara y los llevara a la cama; luego le echó los brazos al cuello y le abrazó con fuerza sin decir palabra, sólo contenta de tenerle allí.
Pitt reparó en el mantel blanco y las flores, vio que Charlotte se había tomado especial interés en los detalles. Al ver el budín dorado y las verduras frescas y percibir el delicioso olor que emanaba del plato, lo interpretó de la manera más equivocada. Pensó en Micah Drummond y en el ascenso prometido, en las cartas de Emily, que no había leído, y en todas las cosas nuevas que un poco más de dinero significaría para Charlotte.
Cuanto más pensaba en el trabajo de mesa, más odiaba esa idea, pero al ver la cara risueña de su mujer y los toques femeninos que había en la casa —las flores, las pantallas pintadas a mano, el mantel con bordados, el costurero lleno de tela para la ropa de los niños— pensó que era un precio muy bajo por la felicidad de ella. Pitt estaba decidido a hacerlo y a intentar que ella nunca supiera lo que eso iba a costarle. Sonriendo, empezó a hablarle de cómo le había ido el día y lo poco que habían obtenido sobre Cuthbert Sheridan y su familia.
Charlotte asistió con Vespasia y Zenobia al funeral de Cuthbert Sheridan. El tiempo había cambiado y el sol y el viento suaves habían sido sustituidos por chubascos que los dejaron empapados para luego dejar una pátina de luz fría sobre las superficies mojadas, los canalones chorreantes y las hojas que goteaban.
Habían ido las tres en el coche de Vespasia, por comodidad pero también para intercambiar observaciones, si había lugar, aunque ninguna de las tres tenía demasiadas esperanzas de sacar nada nuevo. La investigación parecía en punto muerto. Según Pitt, les explicó Charlotte, la policía tampoco había avanzado demasiado. Si Florence Ivory había matado a Sheridan, no habían descubierto un móvil aparente y tampoco había ningún testigo que supiera de una conexión entre ambos, no digamos situarla a ella en la escena del crimen con medios para llevarlo a cabo.
Vespasia iba muy erguida en su asiento, ataviada de encaje azul y lavanda; Zenobia enfrente de ella, viajando de espaldas. Llevaba un elegante y fino vestido azul oscuro con unos dibujos en negro que semejaban una flor de lis, pespunteado en la pechera con cuentas negras y las mangas fruncidas a la altura del hombro. Como complemento llevaba un sombrero negro alarmantemente ladeado que parecía amenazar con salir volando cada vez que soplaba una ráfaga hacia el este.
Como era su costumbre, Charlotte había pedido prestado un viejo vestido a Vespasia, uno gris oscuro, además de sombrero y capa negros, y con su hermoso pelo y su piel color de miel el efecto era realmente favorecedor. La doncella de Vespasia le había hecho unos retoques consistentes en eliminar del vestido las señales de la moda de cinco años atrás, y ahora era simplemente un bonito vestido con el que asistir a un funeral distinguida pero no ostentosa.
Llegaron puntualmente, detrás de la familia, otros miembros del Parlamento y sus esposas, y de Charles Verdun, a quien Vespasia conocía e hizo notar a Charlotte en voz baja mientras se apeaban del coche y recorrían a pie la corta distancia desde Prince’s Road hasta la sacristía de St. Mary’s Church.
Desde el banco en que se sentaron observaron la llegada de Amethyst Hamilton, andando recta un paso por delante de su hermano, sir Garnet Royce, y negándose a aceptar el brazo que éste le ofrecía. Algo más atrás, con el sombrero en la mano y aspecto oportunamente melancólico y más que dolido, venía su hermano menor Jasper, con una mujer rubia que debía de ser su esposa. Charlotte se lo mencionó a Vespasia y observó con discreción mientras eran acompañados a un banco tres filas más adelante, lo que la privó de la oportunidad de ver sus caras. Sir Garnet llamaba mucho la atención con su frente alta y su nariz aguileña. La luz de los ventanales del ala sur brilló un momento sobre su cabeza plateada antes de que las nubes volvieran a barrer el cielo y el sol se desvaneciese. Charlotte notó que muchos ojos estaban pendientes de él, y que sir Garnet saludaba de vez en cuando con la cabeza a algún conocido, pero parecía más preocupado por el bienestar de su hermana, cosa que ésta daba la impresión de aborrecer inexplicablemente.
Junto a ellos, Jasper guardaba silencio mientras manoseaba su devocionario.
Se produjo cierto revuelo al aparecer un conocido personaje del gobierno en representación del primer ministro; si el gobierno y la policía no podían resolver el crimen y apresar al asesino, al menos que se les viera dando los debidos respetos.
Micah Drummond llegó con más sigilo y fue a sentarse en el último banco, observando, aunque había renunciado a esperar nada de la visita. Ni Charlotte ni Vespasia vieron a Pitt, de pie en el fondo de la iglesia, como si fuera un guardia más, salvo por el charco de agua que el abrigo mojado había formado a sus pies; pero Charlotte sabía que estaría allí.
Al fondo, entre otros miembros del Parlamento, Charlotte vio la graciosa cara de pobladas cejas de Somerset Carlisle. Le miró un instante antes de que él reparara en Vespasia e inclinara la cabeza a modo de saludo.
Luego llegaron los Carfax. James, de negro, estaba muy elegante pero más pálido que de costumbre; cabizbajo, procuraba no mirar a nadie. Parecía faltarle la confianza en su atractivo personal, la naturalidad brillaba por su ausencia. Helen caminaba de su brazo, y su rostro tenía una paz que realzaba su porte digno. Soltó la mano de James antes de que él lo hiciera y se sentó con mucha compostura en el banco a la derecha de Charlotte.
Lady Mary fue la última en llegar. Estaba majestuosa, incluso regia. Su vestido era de última moda; azul oscuro ribeteado de flor de lis negra y pespunteado de cuentas negras en la garganta y el pecho, con frunces en las mangas. Un sombrero negro adornaba su cabeza con elegancia, en un ángulo precario y atrevido. Al llegar a la altura de Charlotte, sus ojos se dirigieron al suntuoso sombrero de Zenobia, y entonces se quedó helada. Su mano enguantada en negro aferró el mango del paraguas negro.
A su espalda un guardia susurró «Disculpe, milady», instándola a ocupar su sitio. Temblando de furia, lady Mary no pudo hacer otra cosa que obedecer.
Zenobia buscó un pañuelo en su retícula[*] pero no encontró ninguno. Vespasia, que había visto llegar a lady Mary, le pasó uno con una sonrisa, y Zenobia procedió a dar rienda suelta a un ataque de tos… o de risa.
El órgano interpretaba una música lúgubre en tono menor. Finalmente apareció la viuda de Sheridan, con velo y de riguroso luto, seguida de sus hijos, que se veían empequeñecidos y como desamparados. Una institutriz vestida de negro fue a arrodillarse en el banco de atrás.
Empezó el sermón. La música y las oraciones acompañaron la monótona y hueca voz del vicario en su ritual de dar expresión digna y formal a la aflicción. Charlotte prestó poca atención a las palabras, dedicándose a observar a los Carfax con toda la discreción que le permitía su libro de rezos.
Lady Mary miraba al frente fijamente, evitando mirar a Zenobia, que estaba a su izquierda. Si se hubiera quitado el sombrero habría podido hacerlo, pero eso era imposible en la iglesia; incluso alterando su ángulo habría llamado la atención de los presentes.
A su lado, James participaba de la liturgia, levantándose cuando los demás lo hacían, arrodillándose en actitud de oración, y sentándose solemnemente con la mirada fija en el vicario cuando éste empezó su alocución. Pero su gesto cansado, el esfuerzo y la lenta absorción del luctuoso suceso no respondían al dolor. Nada había permitido suponer que conociera a Cuthbert Sheridan, y Zenobia había dicho días atrás que le había visto bastante animado dentro de lo que cabía tras la muerte de su suegro. De hecho, había tenido la impresión de que James rezumaba una especie de seguridad en sí mismo, la certeza de satisfacciones futuras.
Charlotte cantó el himno mecánicamente y continuó mirando a James Carfax. Su entusiasmo le había abandonado: en los últimos días había sufrido una pérdida genuina.
El vicario había comenzado su elogio; Pitt estaría escuchando para ver si captaba algo que resultase útil a la investigación, cosa muy improbable. Charlotte se dedicó a mirar a Helen Carfax.
La voz del vicario subía y bajaba con regularidad, hundiéndose al final de cada frase; era curioso que ese ritmo le hiciera parecer muy poco sincero o emotivo. Pero la liturgia era la liturgia, y eso daba cierta familiaridad a la ceremonia, lo cual, suponía ella, debía ser alentador para aquellos que buscaban consuelo.
Helen estaba erguida, rectos los hombros, mirando al frente. Durante todo el servicio había participado con algo parecido al primer germen del entusiasmo. Había en ella una determinación que contrastaba con la inquietud y ansiedad descritos por Zenobia y Pitt. No obstante, mientras Charlotte la observaba sostener con su mano enguantada el libro de cánticos sobre el regazo, sus pálidas mejillas y el ligero movimiento de los labios, habría apostado a que si Helen encontraba consuelo en algo era únicamente en el hecho de haber tomado una decisión, no en que su miedo hubiera desaparecido. Charlotte comprendió que lo que estaba viendo no era alegría sino arrojo.
¿Habría llegado Helen al convencimiento de que su esposo no había intervenido en la muerte de su padre? ¿O acaso el verdadero peso que la abrumaba era el mero dolor de saber que él no la quería con la intensidad que ella deseaba, algo que James era incapaz de hacer? Y ahora que había aceptado la verdad, atemperada por el hecho de que fuera una debilidad de él, no de ella, Helen había dejado de perseguir ese amor empeñando su autoestima, su dignidad y su idea de lo justo. Tal vez lo que había recuperado era su propia integridad.
En tres ocasiones vio Charlotte a James hablar con ella, y en cada una ella le respondió educadamente en voz baja; pero no parecía una mujer desesperada por encontrar amor, sino más bien una madre paciente ante un niño majadero. Ahora el sorprendido era James. Estaba habituado a ser pretendido, no a ser el pretendiente, y el cambio le resultaba muy desagradable. Charlotte sonrió y pensó en Pitt de pie al fondo de la iglesia con el abrigo mojado, observando y a la espera, y mentalmente se puso a su lado e imaginó que él le cogía la mano.
Tras el último himno y el postrer amén, mucha gente se dispuso a marchar. Sólo la viuda y los más íntimos siguieron a los portadores del féretro hasta la tumba.
Era un acto sombrío; nada de la música y el boato anteriores, nada de sermones sobre la resurrección, sino la devolución a su origen de los restos mortales, el ataúd y la fría tierra de primavera.
Aquí las emociones estarían en carne viva, algún rostro o algún gesto delataría las pasiones que movían a la gente bajo la seda y el fustán, la baratea[*] y el velarte.
Fuera el sol brillaba con fuerza sobre la fachada de piedra de la iglesia y la espesa hierba verde que rodeaba las lápidas. En ellas había grabados viejos nombres y recuerdos. Charlotte se preguntó si alguno habría sido asesinado, pero difícilmente lo habrían hecho constar en el mármol.
El suelo estaba mojado y las nubes, grises. El viento cortaba y en cualquier momento podía empezar a llover otra vez. Los portadores del féretro mantuvieron su paso mesurado, balanceando la carga, mientras la brisa empujaba el aleteante crespón de sus sombreros negros. Iban mirando al suelo, seguramente por miedo a resbalar más que por recatada piedad.
Charlotte siguió a la viuda a una distancia prudencial, procurando quedar a la altura de Amethyst Hamilton. Le sonrió brevemente a modo de saludo —no era éste el sitio para cultivar una amistad— y se mantuvo a su lado mientras Amethyst seguía a sus hermanos hacia el gran hoyo abierto en la tierra, con sus oscuros bordes precipitándose a un fondo invisible.
Rodearon la fosa mientras los portadores bajaban el ataúd, y el lúgubre ritual se vio adornado por un viento que aupaba faldas y hacía ondear crespones negros. Las mujeres levantaron manos enguantadas en negro para sujetar sus sombreros. Lady Mary y Zenobia lo hicieron exactamente en el mismo momento, inclinando sus enormes alas en un ángulo todavía más atrevido. Alguien sofocó una risa y hubo de disimularla con una tos fingida. Lady Mary buscó en vano al culpable con la mirada. Luego incrustó la contera del paraguas en el suelo de un golpe y alzó la barbilla, mirando fijamente al frente.
Charlotte observó a Jasper Royce y esposa. Ella iba bien vestida pero sin gracia, y parecía estar allí por obligación. Jasper era una versión suavizada y menos enfática de su hermano mayor. Tenía la misma frente pero sin el genio del viudo Royce; sus cejas eran respetables, pero más rectas y no tan pobladas; su boca era más voluble, el labio inferior más grueso. No era tan singular ni tan impresionante, y sin embargo a Charlotte le pareció que debía ser más agradable como compañero.
Ahora se le veía aburrido; miraba ociosamente a quien tenía delante al otro lado de la sepultura, pero nadie parecía darse cuenta. Podía haber estado pensando en la cena o en los pacientes, en cualquier cosa salvo en lo que les había convocado allí.
Sir Garnet, en cambio, estaba ojo avizor; de hecho, parecía estudiar a los demás con la misma diligencia que Charlotte, que se cuidó de que él no advirtiera que estaba siendo observado. Mirarle con la fijeza con que lo estaba haciendo; si él se percataba, habría parecido chocante y exigido una oportuna explicación.
El ataúd fue bajado a la fosa y las primeras gotas de lluvia salpicaron los sombreros y las faldas de las damas y las cabezas de los hombres; se abrieron paraguas rápidamente. Sólo una persona alteró su postura lo bastante para mirar al cielo.
La voz del vicario sonó un poco más apresurada.
Garnet Royce estaba tenso; había en su cara unas arrugas de desvelo más patentes que tras la muerte de Lockwood Hamilton. No paraba de moverse, de vigilar, de mirar en torno como si cualquier movimiento pudiera tener importancia, como si a través de ello pudiera conseguir una respuesta que necesitaba hasta el punto de que su búsqueda lo obnubilara por completo.
¿Conocía él algún factor que Charlotte ignorara?
¿O era sólo que su inteligencia le hacía ver aquellos horrores en toda su magnitud, más que a quienes habían acudido por motivo personal o solidaridad? ¿Y los otros miembros del Parlamento? ¿No sabían que la prensa estaba clamando por un arresto, que la gente escribía cartas exigiendo una solución, más policía en las calles, más seguridad para los ciudadanos honrados? Se hablaba de traición, de sedición, de críticas al gobierno y a la aristocracia, ¡hasta a la reina! ¡El miedo a la anarquía y la revolución era muy real! El propio trono estaba en peligro, si había que creer en los rumores más pesimistas.
¿Acaso Royce podía ver lo que otros sólo imaginaban? ¿O especulaba sobre una conspiración de carácter privado, un pacto secreto para asesinar por dinero, o cualesquiera fuesen los motivos que podían impulsar a tres personas a aliarse para hacer que todos los crímenes parecieran obra de un mismo y temible maníaco?
¿Estaría Amethyst Hamilton, después de todo, en el origen de la muerte de su esposo, ya como autora o como causa?
La ceremonia concluyó al fin y todos regresaron andando a la sacristía. La lluvia arreció en rachas que brillaban plateadas a la luz. No estaba bien visto correr. Lady Mary Carfax abrió su paraguas descuidadamente, asestando un golpe a la falda de Zenobia con la puntiaguda contera. El paraguas se enganchó en un volante y desgarró un pedazo de seda.
—Oh, cuánto lo siento —dijo lady Mary con una escueta sonrisa de triunfo.
—No es nada —replicó Zenobia inclinando la cabeza—. Puedo recomendarle un buen óptico si…
—¡Veo perfectamente, muchas gracias! —le espetó lady Mary.
—¿Quizá un bastón, entonces —sonrió Zenobia—, para mantener mejor el equilibrio…?
Lady Mary metió el pie en un charco, salpicándolas a las dos, y se dirigió hacia la esposa del ministro del gabinete.
Todo el mundo se apresuró hacia la iglesia, encorvados los hombros y recogidas las faldas para eludir la hierba mojada. Los hombres trataban de avanzar todo lo deprisa que era compatible con la dignidad.
Charlotte advirtió con irritación que se le había caído el pañuelo, el que había sacado de vez en cuando para llevárselo a los ojos y así poder observar sin ser vista a Garnet Royce. Era uno de los pocos pañuelos con ribete de encaje que le quedaban y demasiado precioso para perderlo sólo por no mojarse. Se disculpó con Vespasia y desanduvo sus pasos hacia el cementerio.
Acababa de doblar la esquina de la iglesia y se aproximaba a una gran lápida estilo rococó cuando vio a un hombre y una mujer frente a frente como si hubieran acabado de encontrarse. Él era Barclay Hamilton, la cara mojada y el pelo pegado a la cabeza. La áspera luz del día mostraba el dolor de su rostro; parecía un hombre aquejado de una larga y penosa enfermedad. Ella era Amethyst. Primero se ruborizó, pero luego la sangre le abandonó la cara y la dejó tan pálida como él. Movió las manos como para apartarlo, un gesto fútil que se extinguió rápidamente. No le miró.
—Yo… pensaba que tenía que venir —dijo ella débilmente.
—Por supuesto —dijo él—. Se le debe un respeto.
—Sí, yo… —Se mordió el labio y le miró el botón central de su abrigo—. Supongo que no sirve de nada, pero…
—Quién sabe. —Él la miró, absorbiendo cada fugaz expresión como si quisiera grabarlas a fuego en su memoria—. Puede que con el tiempo ella comprenda… que estuvo bien que viniera gente.
—Sí. —Amethyst no hizo ademán de moverse—. Yo, bueno, creo que me alegro de que viniera gente al… al… —estaba a punto de llorar— al funeral de Lockwood. —Inspiró hondo y después le miró a la cara—. Yo le quería mucho, sabes.
—Claro que lo sé —susurró él—. ¿Crees que lo he puesto en duda alguna vez?
—No. —Tragó saliva mientras la emoción y los años de dolor se aunaban para vencerla—. ¡No! —Su cuerpo se estremeció con los sollozos.
Con una ternura tan honda que a Charlotte se le partió el corazón de verlos, él la estrechó entre sus brazos mientras ella lloraba, con la mejilla pegada a sus cabellos y después a los labios, en un instante de breve e inconmensurable intimidad.
Charlotte se escondió tras la recargada lápida y se alejó bajo la lluvia. Por fin entendía la gélida cortesía, la tensión entre los dos y el honor que les impedía estar juntos, su terrible lealtad para con el hombre que fue marido para ella e hijo para él. Y su muerte no les había aportado libertad alguna: la prohibición que pesaba sobre su amor era sencillamente eterna.
Pitt asistió al funeral sin esperanzas de obtener ninguna información valiosa. Durante el servicio permaneció en la parte de atrás observando a los que iban llegando. Vio a Charlotte con Vespasia y una mujer de aspecto imponente y mucho más elegante de lo que Charlotte le había hecho suponer, seguramente Zenobia Gunne.
Luego vio a lady Mary Carfax entrar majestuosamente con un vestido casi tan idéntico que parecía una copia, y supo que no se había equivocado la primera vez.
También advirtió la nueva calma interior de Helen Carfax y la seguridad que había abandonado a James, recordando lo que Charlotte le había contado sobre la visita de Zenobia. Un día, si ello era posible sin la incomodidad de las convenciones sociales, le gustaría conocer a Zenobia Gunne.
Había notado que Charles Verdun era de los primeros en llegar, y recordó lo bien que le había caído aquel hombre. No había descartado, empero, una posible rivalidad entre Verdun y Hamilton. Bien sabía Dios que todavía no había una pauta sino sólo elementos aislados, pasiones, injusticias, terribles pérdidas y odios, posibilidades de error en la oscuridad y siempre de fondo el murmullo de la anarquía en las feas calles detrás de Limehouse y Whitechapel y St. Giles. O la locura, que podía estar en cualquier parte.
Hamilton y Etheridge se parecían físicamente en estatura y complexión, ambos de cara alargada, pálida y bien afeitada, y pelo plateado. Sheridan era más joven, y rubio, pero casi de la misma estatura. Y allá en el puente, bajo las pequeñas esferas de luz en medio de la oscuridad circundante, ¿qué diferencia había entre el pelo gris y el rubio?
¿Había sido un grotesco error, o el asesino era perfectamente sensato en su propósito y había en eso una clave que Pitt aún no había adivinado?
Observó a los actores mientras fingían devoción durante el tedioso ritual. Se fijó en Somerset Carlisle y recordó la extraña y apasionada moralidad que le había llevado a tan inexplicable conducta el día en que se conocieron, años atrás. Vio a la viuda y le pareció una grosería preguntarle por su aflicción. Observó a Jasper y Garnet Royce, a Amethyst Hamilton. Vio que Barclay Hamilton se sentaba deliberadamente lejos de ellos pero sin llamar la atención pidiendo a otros que se movieran de sitio.
Al concluir la ceremonia, Pitt no les siguió al cementerio. Se habría dejado ver demasiado y nadie le habría tomado por un pariente o un socio. Además, pocos resultados podía esperar allí.
Así pues, permaneció cerca de la sacristía, observando. Vio que Charlotte se volvía, miraba en su retícula y corría de nuevo hacia el exterior.
Micah Drummond entró un momento después, sacudiendo el agua de su abrigo y su sombrero. Parecía tener frío, y su cara reflejaba una creciente ansiedad. Pitt imaginó las miradas acusadoras que su jefe habría tenido que soportar de los parlamentarios, los apartes de los miembros del gabinete, los comentarios sobre la ineficacia policial. Pitt le sonrió desolado. No habían adelantado nada, y ambos eran conscientes de ello.
No había tiempo para hablar, y hacerlo habría comprometido el anonimato de Pitt. Al cabo de un momento llegó Garnet Royce, ajeno a la lluvia que le corría por la cara y goteaba de su abrigo. No observó a Pitt, pero de inmediato se aproximó a Micah Drummond, con la seriedad reflejada en su rostro.
—Pobre Sheridan —dijo—. Una tragedia para todos. Y un drama para su viuda. Qué manera tan… tan violenta de morir. Mi hermana aún está sufriendo por el pobre Hamilton. Es natural.
—Por supuesto —dijo Drummond, tensa la voz por la culpabilidad que acarreaba el no poder hacer nada al respecto, el no poder afirmar que la investigación había progresado algo. No tenía nada que ofrecer, y era incapaz de mentir.
Royce no tuvo dificultad para formular la siguiente pregunta. El silencio invitaba a hacerlo.
—¿Cree usted realmente que son anarquistas o revolucionarios? ¡Bien es cierto que los hay por todas partes! Nunca había oído tantos rumores sobre la caída de la monarquía y el nuevo orden violento. Sé que su majestad no es joven y que sin duda lleva mal su viudedad, pero la gente espera ciertas cosas de una reina, independientemente de sus desgracias personales. Y la conducta del príncipe de Gales no ayuda al lustre de la corona, desde luego. Y encima el duque de Clarence está provocando chismorreos con su vida disipada e irresponsable. Se diría que todo lo que nos ha costado medio milenio construir está ahora en peligro, ¡y parecemos incapaces de frenar a los asesinos que acechan en el corazón mismo de la ciudad! —Parecía asustado, no con el pánico de la histeria o la cobardía, sino con la conciencia del que ve las cosas claras y está resuelto a librar una batalla perdida.
Micah Drummond le dio la única respuesta que podía, pero su cara enjuta no pareció templada al hablar.
—Hemos investigado a los descontentos, los seudorrevolucionarios y los insurreccionistas de todos los pelajes, y por supuesto tenemos agentes e informadores trabajando. Pero no existe rumor alguno que los relacione con el asesino de Westminster, ¡incluso parece que esto les disgusta! Lo que quieren es ganarse al pueblo, al hombre a quien la sociedad rechaza u oprime, al hombre sojuzgado por el excesivo trabajo y la paga exigua. Estas muertes no favorecen la causa de nadie, ni siquiera la de los fenianos.
Royce se puso tenso como si algún temor hubiera sido confirmado.
—Entonces ¿no cree que hayan sido anarquistas?
—No, sir Garnet, todo apunta en otras direcciones. —Drummond se miró las botas empapadas—. Pero no sé cuál.
—Pero es terrible. —Royce cerró los ojos con profunda inquietud—. Henos aquí, usted y yo, el gobierno y la ley de la nación, ¡incapaces de proteger a la gente corriente en el corazón de la capital! ¿Quién será el próximo? —Levantó la vista y miró a Drummond con ojos brillantes, casi plateados ahora que la lluvia había cesado—. ¿Usted, yo? Le diré una cosa, por nada del mundo iría a casa andando al anochecer si hubiera de pasar por Westminster Bridge. ¡Y siento culpa, señor Drummond! Toda la vida me he esforzado por tomar decisiones ecuánimes, por desarrollar una voluntad fuerte a fin de proteger a los más débiles, aquéllos por quienes debo preocuparme. ¡Y ya ve, soy incapaz de ejercer mis propios privilegios y obligaciones porque un demente anda suelto cometiendo asesinatos!
Drummond puso cara de haber sido abofeteado, pero no movió un solo músculo. Royce prosiguió antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas.
—¡Pero no le culpo a usted, hombre de Dios! ¿Cómo va a encontrar nadie a un loco suelto? ¡Podría ser cualquiera! Estoy seguro que a la luz del día tiene el mismo aspecto que nosotros. O quizá es un mendigo que duerme en cualquier portal entre aquí y Mile End o Woolwich. Somos casi cuatro millones en la ciudad. ¡Pero hemos de dar con él! ¿Ha averiguado alguna cosa?
Drummond suspiró lentamente.
—Sabemos que escoge el momento con cuidado, porque a pesar de toda la gente que hay en el Embankment y a la entrada de las cámaras, vendedores ambulantes, prostitutas y cocheros, nadie le ha visto.
—¡O alguien está mintiendo! —repuso Royce—. Quizá tiene un cómplice.
Drummond le miró.
—Eso supondría cierto grado de cordura, al menos por parte de uno de ellos. ¿Por qué iba nadie a cooperar en tan grotesca e infructuosa fechoría si no es por dinero?
—No lo sé —admitió Royce—. Puede que el cómplice sea el verdadero instigador, y encarga los asesinatos a un loco.
Drummond se estremeció.
—Es grotesco, pero supongo que posible. Alguien cruza el puente conduciendo un cabriolé, de noche, con un loco por pasajero, lo suelta el tiempo justo para que mate y luego le saca de la escena del crimen antes de que se descubra el cadáver… En un momento, andando a buen paso, podría confundirse entre la gente que va por el Embankment, o hacia el sur por Waterloo Road… Es espantoso.
—Desde luego —asintió sombríamente Royce.
Guardaron silencio. Fuera, los aleros goteaban y las sombras de los que se marchaban cruzaron el umbral de la iglesia.
—Si puedo ayudar en algo —dijo por fin Royce—, sea lo que sea, venga a verme. Lo digo en serio, Drummond. Hay que atrapar a ese monstruo antes de que mate otra vez.
—Gracias. Si se me ocurre algo, iré a verle.