A la mañana siguiente, Charlotte fue en ómnibus a ver a tía abuela Vespasia. Hacía un precioso día de primavera, el aire estaba límpido y el sol calentaba. Le habría gustado estar en el campo o en una plaza con todas las hojas nuevas brotando y el trino de los pájaros. Tal vez ella y Pitt podrían ir este verano al campo un fin de semana. O más… ¿una semana entera?
Pensó en las pequeñas cosas que podría comprar con el dinero extra que Pitt iba a ganar. De entrada no estaría mal un sombrero nuevo, de ala muy grande y cinta rosa, y flores, ¡quedaban tan bien! Un sombrero así había que llevarlo un poco ladeado sobre el lado derecho.
Y podría comprar dos o tres vestidos de muselina para Jemima. ¿Le quedaría bien el azul pálido o mejor un verde claro? Por supuesto, la gente decía que azul y verde no casaban bien, pero a ella le gustaba esa combinación de color, como de hojas contrastando con el cielo.
Estuvo tan absorta durante todo el trayecto pensando cosas agradables que casi pasó de largo, cosa que habría sido un fastidio pues la distancia era considerable para hacerla a pie. La gente como su tía abuela Vespasia no vivía en la ruta del ómnibus público.
Se apeó con indecorosa presteza y trastabilló en la calzada. Hizo caso omiso de los comentarios críticos de dos señoras gordas de negro y partió a paso rápido en dirección a la casa de su tía abuela.
La hicieron pasar a la salita, donde Vespasia estaba sentada con una pluma en la mano y papel de escribir. Al entrar Charlotte, apartó rápidamente sus cosas.
—¿Has averiguado algo? —preguntó esperanzada, ahorrándose las formalidades del recibimiento.
—Es como nos temíamos. —Charlotte se sentó—. No te había contado que es Thomas quien lleva este caso. Tuve miedo de que Zenobia no me considerara imparcial, y pensé que si lo sabías tú eso podía ponerte en una situación embarazosa. Pero es Thomas quien fue a ver a la señora Ivory, y él cree que pudo haber sido ella. Tienen a todos los efectivos posibles buscando anarquistas, revolucionarios, fenianos y cualquier otro posible sospechoso de orden político, pero nadie ha descubierto nada. El único rayo de luz, si algo tan trágico puede ser llamado así, es que la señora Ivory no tenía ningún motivo para matar a Cuthbert Sheridan.
—No me gusta esa luz —dijo Vespasia.
—Y van a ascender a Thomas en cuanto se resuelva el caso.
—¿De verdad? —Las plateadas cejas de Vespasia se enarcaron con satisfacción—. Tienes que avisarme cuando sea oficial, y le enviaré una carta de enhorabuena. Mientras tanto, ¿qué podemos hacer para ayudar a Zenobia?
Charlotte notó que había dicho Zenobia, no Florence Ivory. La miró y por su expresión supo que la elección era deliberada.
—Creo que ha llegado el momento de razonar con frialdad —dijo con toda la suavidad de que fue capaz—. Thomas dice que han hecho lo posible por descubrir una conspiración de carácter revolucionario o político, pero no han encontrado nada. A decir verdad, cuesta imaginar que un objetivo político se sirva de actos cruentos sin acompañarlos de algún tipo de exigencia de cambio o reforma. Salvo, por supuesto, la anarquía, que a mí siempre me ha parecido una cosa de locos. ¿Quién puede beneficiarse de algo así?
Vespasia la miró con impaciencia.
—Mira, Charlotte, si crees que los objetivos políticos deben su concepción o su ejecución a una planificada sensatez, ¡entonces eres más ingenua de lo que yo suponía!
Charlotte notó que la sangre le subía a las mejillas. Quizá fuera una ingenua. Desde luego no había frecuentado los círculos del gobierno, como Vespasia, ni conocía los sueños de quienes ostentaban el poder o aspiraban a él. Sólo los había imaginado con un cierto grado de sentido común, lo que a tenor de los hechos bien podía ser una conclusión infundada.
—A veces, los que no pueden crear disfrutan del poder para destruir —prosiguió Vespasia—. No tienen otra cosa. Piensa, si no, en los crímenes que tú misma ayudaste a resolver. Fíjate en el dominio de unas personas sobre otras: la pescadera o la lavandera podrían haberles dicho a esas personas que con ello no conseguirían la admiración o el amor o la paz que deseaban, pero cada cual oye lo que quiere oír.
—Los anarquistas son peligrosos, tía Vespasia. Pero Thomas dice que la policía controla a muchos de ellos, y ninguno parece involucrado en los asesinatos de Westminster Bridge. Después de todo, los actos anónimos carecen de poder político. Uno ha de confesarlos en algún momento si quiere cosechar beneficios.
—Ya —concedió Vespasia, reacia en parte a descartar la idea de un agresor desconocido golpeando a diestro y siniestro por una causa. Para ella era menos horrible que la posibilidad de un amigo, o incluso un pariente, de la víctima dispuesto a asesinar a tres personas a fin de enmascarar un único asesinato—. Cabe la posibilidad de que exista una conexión entre los tres que no hayamos atinado a ver… —insistió.
—Los tres eran diputados —dijo Charlotte—. Thomas no ha podido averiguar nada más. No están relacionados por negocios, no son parientes, no comparten una misma postura, ¡es que ni siquiera son del mismo partido! Hay dos liberales y un tory. Y no comparten opiniones políticas o sociales, ni respecto a la autonomía de Irlanda ni a la reforma penal, industrial, etcétera, a excepción de que todos están en contra de ampliar a las mujeres el derecho al voto.
—Como la mayoría de la gente. —Vespasia estaba pálida, pero sesenta años de entrenamiento se reflejaban en sus manos, que descansaban elegantes sobre su regazo apoyadas en su pañuelo de encaje—. Si alguien planea matar miembros del Parlamento por esa razón, seguro que diezmará las dos cámaras.
—Si se trata de algo personal, habría que pensar seriamente en quién puede tener un motivo. Me he hecho amiga de lady Hamilton, y aunque me resulta muy difícil creer que haya sido ella, podría haber cierta conexión. —Le vino a la cabeza un recuerdo desagradable—. Y a veces la verdad es dura de creer. Gente que te ha caído bien, que aún te cae bien, puede tener obsesiones terribles, miedos irracionales que generan violencia, o viejas heridas que no cicatrizan. Por encima de todo, ellos piensan en la venganza.
Vespasia guardó silencio; quizá estaba pensando en la misma gente, o en una persona concreta de la que también ella había estado encariñada.
Y luego tenemos al joven Barclay Hamilton —dijo Charlotte—. Algo relacionado con el segundo matrimonio de su padre parece preocuparle mucho, pero no creo que al extremo de impulsarlo a matar.
—Ni yo —concedió en voz baja Vespasia, con un cansancio que a duras penas logró vencer—. ¿Qué me dices de Etheridge? Ahí hay mucho dinero en juego.
—James Carfax —contestó Charlotte—. O su esposa, a fin de evitar que le fuera infiel o la abandonara.
—Qué trágico —suspiró Vespasia—. Pobre criatura, pagar un precio tan horrible por algo que en el fondo es sólo una ilusión, y que además no dura mucho. Esa mujer se habrá destruido por nada.
—O en el caso de que James haya tenido otras relaciones —prosiguió Charlotte, pensando en voz alta—, otro amor quizá…
—Es probable que tuviera otros líos —dijo Vespasia con severidad—. Pero incluso en el caso de que esas mujeres tuvieran maridos ofendidos, degollar a tres diputados y colgarlos de Westminster Bridge me parece un poco grotesco y hasta cierto punto desmesurado.
Charlotte quedó anonadada. Aquello era absurdo. Si hubiera sido solamente Etheridge, la cosa habría tenido sentido.
—No tiene trazas de ser un crimen pasional —dijo—. La verdad es que yo no le veo lógica alguna.
—Entonces sólo hay una conclusión posible —dijo Vespasia con tono lúgubre—: hay algo que no sabemos. Si se trata de una pasión no fue temporal sino más bien extraordinariamente arraigada, por lo que supongo que estamos ante algo muy profundo.
—Es decir —sugirió Charlotte—, que alguien ha sido objeto de una dolorosa infamia, y eso le corroe el alma.
Vespasia la miró. Iba a decirle que no fuera tan melodramática, pero de pronto imaginó el horror de una cosa semejante y prefirió callar.
Charlotte amplió su teoría.
—Quizá hay un móvil que no hemos sabido ver, tal vez por desconocimiento de los hechos o las personas, o porque resulta demasiado feo para nosotras y hemos declinado verlo. Todo lo que había en común entre las tres víctimas es que se oponían enérgicamente al movimiento en pro del voto femenino.
—La postura de Hamilton no era enérgica —le corrigió Vespasia; entre ellas no hacía falta decir que la muerte de Hamilton podía haberse tratado de un error al suponer, debido a la escasa luz en el puente, que él era Etheridge—. Podría ser que alguien tratara de manchar la reputación de las que abogan por el sufragio, a sabiendas de que la culpa recaería en ellas. Grotesco y hasta cierto punto desmesurado. —Charlotte empleó las mismas palabras de Vespasia, pero al momento lamentó su impertinencia—. Perdona.
Su tía abuela relajó las facciones, admitiendo la emoción del momento.
—Tienes razón —reconoció—. Aunque tu manera de mostrarlo haya sido un tanto cruel. —Se acercó a la ventana para contemplar el jardín, el sol sesgado que iluminaba los troncos de los árboles y los primeros brotes de los rosales—. Lo mejor sería seguir con lo que tenemos. Ya que pensamos que Florence Ivory podría ser culpable, sería conveniente que pudieras formarte una más amplia opinión de su personalidad. Si quieres, podrías ir a verla otra vez.
Charlotte miró la esbelta espalda de Vespasia, tiesa bajo el vestido de bordados, los hombros que de tan delgados le recordaron dolorosamente su provecta edad y su fragilidad; recordó que con la edad uno no deja de amar ni de sufrir, ni de sentirse menos vulnerable. Sin esperar a que su timidez se lo impidiera, se acercó, la rodeó con sus brazos y la estrechó como habría hecho a una hermana o una hija.
—Te quiero, tía Vespasia, y nada me gustaría tanto como llegar a parecerme un poco a ti.
Vespasia tardó unos segundos en reaccionar, y cuando lo hizo su voz sonó un poco ronca:
—Gracias, querida. —Sorbió delicadamente por la nariz—. Creo que has empezado muy bien, con lo bueno y con lo malo. Y ahora, si fueras tan gentil de soltarme, he de ir por mi pañuelo. —Lo hizo y se sonó la nariz de un modo menos señorial que de costumbre, dando la espalda a Charlotte—. ¡Bueno! —dijo, remetiéndose el pañuelo en una de sus mangas—. Usaré ese teléfono para hablar con Nobby y le diré que vuelva a visitar a lady Mary Carfax; yo por mi parte renovaré ciertas amistades del ámbito político para ver si averiguo algo; tú irás a ver a Florence Ivory. Y mañana nos encontraremos aquí a las dos para ir a darle el pésame a la viuda de Cuthbert Sheridan. Podría ser incluso que la víctima principal hubiera sido él. —Procuró ocultar en su voz un rayo de esperanza (resultaba casi indecente), pero no lo logró.
—Sí, tía —dijo Charlotte—. Mañana a las dos.
Charlotte se puso en camino para visitar a Florence Ivory con escasa satisfacción. Se temía que, o no sacaría nada nuevo de la entrevista o su actual ansiedad se vería reforzada y saldría con la convicción aún mayor de que Florence no sólo era capaz sino que probablemente había cometido aquellos asesinatos, quizá con ayuda de la sobrina de Zenobia, Africa Dowell. En el fondo confiaba en que no estuvieran en casa.
No tuvo suerte. Estaban en casa y dispuestas a recibirla; de hecho le dieron la bienvenida.
—Adelante, señorita Ellison —dijo Africa. Estaba pálida, pero sus pómulos mostraban un toque de color y tenía sombras bajo los ojos, de miedo y de cansancio—. Me alegro de verla otra vez. Nos preocupaba que este último asesinato pudiera haberla apartado de nuestra causa. Todo esto es una verdadera pesadilla.
Llevó a Charlotte a la acogedora salita, con sus cortinas floreadas y sus plantas. El sol entraba por las ventanas, y tres jacintos azules llenaban la habitación de un aroma embriagador que en otro momento habría podido distraer su atención.
Ahora, sin embargo, Charlotte sólo tenía ojos y pensamientos para Florence Ivory, que estaba sentada en una silla de junquillo con cojines verdes y blancos, y sostenía una cesta de rafia que estaba remendando. Miró a Charlotte con una expresión más a la defensiva que su compañera.
—Buenas tardes, señorita Ellison. Es usted muy amable viniendo a vernos. ¿Debo suponer que sigue usted comprometida con nuestra causa?, ¿o ha venido a decirnos que eso es agua pasada?
A Charlotte aquello le sentó un poco mal; la manera de hablar de Florence era ofensiva.
—No me rendiré hasta que el asunto esté ganado o perdido, o hasta que encuentre alguna prueba de su culpabilidad que haga moralmente imposible seguir investigando —contestó fríamente.
La peculiar cara de Florence, con sus inteligentes ojos, pareció por un momento al borde de la risa; pero a continuación Florence la invitó a tomar asiento.
—¿Qué más le puedo decir? Conocía a Cuthbert Sheridan solamente de nombre, pero he hablado con su esposa en varias ocasiones. De hecho, puede que mi intervención fuera decisiva para que ella se apuntara al movimiento sufragista.
Charlotte observó el dolor reflejado en aquel rostro; la ironía de su mirada, la acritud de la boca.
—¿Debo suponer que el señor Sheridan no lo aprobaba? —preguntó.
—Debe —respondió Florence con sequedad. Estudió a Charlotte, y su cara adoptó una expresión de apenas disimulado desdén. Sólo su necesidad de ayuda y un resto de buenos modales consiguieron ocultarla—. Es un tema que despierta intensas emociones, señorita Ellison, aunque parece que usted no está al corriente. Ignoro cómo ha sido su vida hasta ahora. Imagino que usted es una de esas mujeres satisfechas que tienen todo lo que necesitan y se complacen en dar a cambio un temperamento dócil y mucha destreza para llevar la casa, o hacer que otros lo hagan por usted, y que se considera afortunada de estar en esa posición.
—Tiene usted razón, ¡no sabe nada de mi vida! —repuso Charlotte enfadada—. ¡Y sus suposiciones son una impertinencia!
Tan pronto lo hubo dicho, recordó lo mucho que aquella mujer había sufrido, y se dio cuenta con repentina vergüenza de que quizá ella era precisamente como Florence la acusaba de ser. Tenía poco dinero, por descontado, pero ¿hasta qué punto definía eso la alegría de una vida? Tenía suficiente. Jamás había pasado hambre, y pocas veces pasaba frío. Tenía a sus hijos, y Pitt no la trataba como una posesión, sino como una amiga. Mientras seguía sentada en la silla verde y blanca con el sol entrando por las ventanas del jardín y el aire impregnado de aroma a jacinto, comprendió con gratitud que disfrutaba de una libertad que innumerables mujeres habrían cambiado por todas sus sedas y sus criados.
Florence la estaba mirando, y su cara reflejaba confusión por primera vez desde que se conocían.
—Discúlpeme —dijo Charlotte con dificultad—. Mi grosería era innecesaria, y en cierto sentido está usted en lo cierto. Realmente no comprendo su ira, porque yo no he sido víctima de las injusticias de las que habla. Explíquemelo.
Florence arqueó las cejas.
—Santo Dios, ¿que le explique qué? ¿La historia social de la mujer?
—Si se trata de eso… ¿Es por ello que murieron tres hombres?
—¡Yo qué sé! ¡Pero si lo hubiera hecho yo, sí!
—¿Por qué razón? ¿Para tener derecho al voto?
Florence se puso en pie de golpe; la cesta de rafia y la aguja cayeron sobre la alfombra. Se encaró a Charlotte con punzante condescendencia.
—¿Se cree usted inteligente? ¿Capaz de aprender cosas? ¿Tiene usted emociones, incluso pasiones? ¿Sabe algo de la gente, de los hijos? ¿Sabe lo que quiere para sí misma?
—Por supuesto que sí.
—¿Está segura de que no es una niña demasiado grande para su edad?
Charlotte volvió a enfadarse. Se levantó también, ardientes las mejillas.
—¡Sí, estoy muy segura! —masculló—. Soy muy perspicaz para juzgar a la gente, he aprendido muchas cosas y soy perfectamente capaz de emitir juicios inteligentes y sensatos. Cometo errores, como todo el mundo. Ser adulto no le hace a nadie inmune al error, sólo aporta más importancia a los errores ¡y también le da a una más poder para enmendarlos!
Florence no relajó su expresión.
—De acuerdo. Estoy tan segura como usted de que no soy ninguna niña, y no me gusta que me traten como tal y que sean otros quienes tomen las decisiones por mí, se trate de mi padre o de mi marido, como si lo que ellos quieren fuera siempre lo mismo que yo quiero o dieran por sentado que es en mi propio beneficio. —Dio media vuelta y rodeó la silla, inclinada sobre el respaldo, con el vestido de muselina tenso sobre su cuerpo enjuto—. ¿Acaso supone que la ley sería como es si quienes la hacen fueran responsables también ante nosotras, en vez de sólo ante los hombres? Conteste.
Charlotte abrió la boca, pero Florence le impidió hablar.
—¿Regala usted algo a su madre por Navidad o el día de su cumpleaños?
—¿Cómo dice?
Florence repitió la pregunta con un deje de burlona impaciencia en la voz.
—Sí. Pero ¿qué tiene eso que ver con el sufragio?
—¿Sabía que por ley no puede hacerle un regalo a nadie, a nadie en absoluto, desde el día en que se prometió, no digo casó sino prometió, sin la autorización de su marido?
—Pues no, yo…
—¿Y que hasta hace cuatro años incluso su ropa y sus efectos personales le pertenecían a él? ¿Y que si usted heredaba algún dinero, joyas de su madre, lo que fuere, también pertenecía a su marido? Si usted trabajaba y ganaba algún dinero, eso también era de él, hasta el punto de que podía exigirle cobrarlo y usted no podía tocarlo siquiera. ¿Cree que puede redactar un testamento para dejar sus cosas a su hija, su hermana, una amiga, o recompensar a una criada? Pues sí… ¡siempre que su marido lo apruebe! ¡Y si en algún momento él cambia de opinión u otros se lo hacen ver así, entonces usted ya no puede hacerlo! ¿Lo sabía? ¿O pensaba que sus vestidos, sus zapatos, sus pañuelos, sus horquillas eran suyas? ¡Pues no! Usted no posee nada. ¡Ni siquiera su cuerpo le pertenece! —Su boca se frunció en recuerdo de algún viejo calvario que ningún bálsamo había conseguido suavizar—. Usted no puede repudiar a su marido, no importa el trato que reciba ni que se haya acostado con muchas otras, sea por amor o por lujuria. ¡Ni siquiera puede abandonar su techo a menos que él le dé permiso! Si se va, él puede obligarla a volver y demandar a quien le dé cobijo, ¡aunque sea su propia madre!
»Y si él le da permiso para irse, sus bienes seguirán siendo de él como lo será todo lo que usted gane, y él no tiene obligación de darle a usted ni a sus hijos, caso de que le autorice a llevárselos, ni un solo penique para no morir de hambre o de frío.
»¡No! ¡No me interrumpa! —gritó Florence cuando Charlotte abrió la boca para replicar—. ¡Al cuerno su suficiencia! ¿Se imaginaba que tenía voz en lo que pueda pasarles a sus hijos, aunque sean niños de pecho? ¡Pues se equivoca! Los hijos son de él, y puede hacer con ellos lo que le plazca, educarlos o no, enseñarles lo que le dé la gana o no enseñarles nada, ocuparse de su salud y bienestar con entera discrecionalidad. Cuando hace testamento puede disponer de los bienes que usted tuviera antes de casarse. Si le da la gana, puede dejarle sus joyas a cualquier amante. ¿No sabía esto, señorita Ellison? ¿Cree que el Parlamento aprobaría leyes como éstas si también hubiera de responder ante votantes femeninas? ¿Lo cree así?
Charlotte abrió de nuevo la boca para replicar, pero estaba abrumada por aquella lluvia de injusticias, y más que eso por el sentimiento de ultraje que hervía en el delgado cuerpo de Florence. Charlotte se hundió en el brazo de la butaca. Florence no sólo estaba enumerando las desigualdades de la ley, sino expresando a gritos su propio dolor. Eso era palpable, incluso si Charlotte no hubiera sabido por Pitt cómo había perdido su casa y luego a sus hijos. Nunca se había detenido a pensar en un divorcio o en una separación porque eso no se había dado en su familia ni entre sus amigas. Por supuesto, sabía desde hacía tiempo que era una falacia creer que los hombres tenían apetitos naturales que debían ser satisfechos y que las mujeres honradas no, y que por tanto era de esperar que un hombre cometiera adulterio y que la mujer se comportase como si no lo supiese. El adulterio del hombre no era causa de divorcio para una mujer y, en cualquier caso, una divorciada dejaba de existir para la sociedad, y una mujer podía quedarse en la calle con sus escasas habilidades para ganarse la vida… Nadie contrataba a una divorciada.
—¡Eso, señorita Ellison, es sólo una parte de los motivos por los que quiero que la mujer tenga el derecho de voto!
Florence la estaba mirando, pálida, exhausta por sus emociones liberadas y las batallas que había perdido. Había en ella odio suficiente para sofocar cualquier escrúpulo de duda o de piedad. Si ella había matado a tres hombres en Westminster Bridge, Charlotte lo ignoraba, pero sentada en aquella habitación soleada que olía a jacintos, volvió a sentir la amarga convicción de que Florence era capaz de hacerlo.
Las tres estaban inmóviles. Florence permanecía aferrada al respaldo de la silla, la tela de su vestido tirante en los hombros. En el jardín, un pájaro saltó al alféizar desde la rama baja de una lila.
Africa Dowell se apartó del rincón desde donde había estado escuchando. Hizo ademán de tocar a Florence, pero algo en la rígida figura de ésta la disuadió, y entonces se giró hacia Charlotte con mirada de miedo y desafío.
—Florence habla por un gran número de mujeres, más de las que usted imagina. La señora Sheridan había entrado recientemente en un grupo que defendía el sufragio femenino, y hay otros por todo el país. Gente famosa ha abogado por ello. John Stuart Mill escribió un ensayo hace años… —Se interrumpió, consciente de que nada de lo que dijera podría borrar la constatación de un apasionamiento que podía, y tal vez había, impulsado a Florence Ivory a matar.
Charlotte contempló la alfombra y midió sus palabras.
—Dice que muchas mujeres opinan igual —empezó.
—Sí, muchas —respondió Africa.
Charlotte la miró a los ojos.
—¿Y por qué no todas? ¿Por qué las hay que están en contra o les da lo mismo?
La respuesta de Florence fue áspera y presta.
—¡Porque es más fácil! Desde la cuna se nos enseña a ser ignorantes, encantadoras, obedientes; a depender completamente de alguien que nos mantenga. Les decimos a los hombres que somos frágiles de cuerpo y de mente y que necesitamos protección ante los peligros de la vida, que necesitamos que nos cuiden, ¡que no se nos puede culpar de nada porque somos irresponsables! Y, en efecto, ellos nos cuidan. Hacen por nosotras lo que una madre con el hijo que no sabe andar: ¡llevarnos en brazos! ¡Yo no quiero que me lleven en brazos toda la vida! —Se golpeó el pecho con violencia—. Quiero ser yo quien decide mi camino, no que me lleven a donde quiera mi marido. Pero tanto se les ha dicho a las mujeres que no saben andar solas que ahora lo creen, y no tienen la valentía necesaria para probarlo. Otras son demasiado perezosas; es más fácil que te lleven en brazos.
Era una verdad a medias. Charlotte conocía otras razones: el amor, la gratitud, la culpa, la necesidad de ser querida con ternura y sin rivalidad, la profunda satisfacción de ganarse el respeto y alimentar lo mejor de un hombre, y, tal vez la razón más poderosa, la necesidad de dar amor, de mimar a los pequeños y los débiles, de dar apoyo a un hombre, que a ojos del mundo parecía el miembro más fuerte de la pareja y que sin embargo era vulnerable, tanto o más que la mujer. El mundo esperaba mucho de los hombres y no les permitía debilidades ni lágrimas ni fallos. De pronto recordó cosas de Pitt, de George, de Dominic, incluso de su propio padre, vistos ahora con serenidad retrospectiva, y de otros hombres a quienes el baño astringente de una investigación había despojado poco a poco de toda protección. Sus personalidades habían resultado tan frágiles, tan llenas de miedos, debilidades, pequeñas vanidades y decepciones como las de una mujer. Sólo la apariencia externa era diferente y su poder, de puertas afuera.
Pero no tenía sentido explicarle todo eso a Florence Ivory. Sus heridas eran demasiado profundas, y justa su causa. Charlotte pensó en cómo se habría sentido si hubiera perdido a sus hijos, y supo que la lógica habría salido mal parada. Pero la lógica era lo único que podía ayudarla. Cambió de tema y miró a Florence con una serenidad que no sentía.
—¿Dónde estuvo usted cuando Sheridan fue asesinado? —preguntó.
Florence se sobresaltó y luego sonrió sin humor.
—Aquí, sola —dijo quedamente—. Africa había ido a visitar a una amiga que no se encontraba bien. Pero ¿por qué iba yo a matar a Sheridan? Él no me hizo nada, no más que cualquier otro hombre que nos niegue el derecho a ser personas y no meros apéndices. ¿Sabía que por ley no puede usted hacer un contrato? Y si le roban es su marido quien sufre la afrenta, no usted, aunque el bolso sea suyo. —Rio secamente—. ¡A usted no pueden ni siquiera procesarla! Ni hacerla responsable de sus propias deudas. Por desgracia, si comete un asesinato, la culpa sí es suya, ¡a su marido no le colgarán por eso! Pero yo no maté a Sheridan ni a Etheridge ni a Lockwood Hamilton. Aunque dudo que pueda demostrarlo. Pierde usted el tiempo con su buena voluntad, señorita Ellison.
—Es posible. —Charlotte se puso en pie y la miró con frialdad—. Pero si decido perder el tiempo es asunto mío.
—Lo dudo —respondió Florence—. Si ahonda en el asunto creo que descubrirá que su tiempo pertenece a su padre o a su marido, si lo tiene —concluyó. Se inclinó para recoger la cesta de rafia, como si Charlotte ya se hubiera ido.
Africa la acompañó a la puerta con la cara lívida, buscando las palabras y descartándolas a medida que asomaban a sus labios. Las líneas de su cuerpo, sus rígidos movimientos, delataban su temor. Quería a Florence, se apiadaba de ella, le quemaban sus heridas y las injusticias sufridas, y temía que la tortura de perder a su hija la hubiera impulsado a salir por la noche con una navaja para matar, una vez, y otra, y otra.
Lo mismo pensaba Charlotte. Miró a la joven de rostro prerrafaelista, fuerte, joven y asustado, lleno de determinación para luchar por una causa perdida, y le apretó las manos fugazmente. No había nada que decir.
Luego dio media vuelta y echó a andar calle abajo hacia el lugar donde tomaría el ómnibus para el trayecto de regreso.
Zenobia Gunne se enfrentó a la perspectiva de visitar por segunda vez a lady Mary Carfax con los mismos arrestos que había necesitado para remontar el río Congo en una canoa descubierta, sólo que la tarea de ahora prometía menos compensaciones. No habría atardeceres abrasadores, ni raíces de mangle asomando del río iluminado por la aurora, ni aves coloreadas como alhajas lanzadas al cielo. Aquí sólo le esperaba el desdén y los viejos rencores acumulados durante treinta años por Mary Carfax.
Con grandes recelos, un nudo en el estómago y su propia sensación de estar fuera de sitio, hizo llamar a su carruaje y obedeció las instrucciones de Vespasia. No tenía en común con Mary Carfax más que viejos recuerdos.
Ella también temía que Florence Ivory pudiera ser culpable y que la piedad de Africa pudiese haberla impulsado, si no a ayudar exactamente a Florence, sí al menos a protegerla una vez cometido el crimen.
Y entonces un pensamiento más funesto se abrió paso en su mente. ¿Se había acabado, o la cosa iba a continuar? Sheridan había sido asesinado después que las injusticias de Etheridge hubieran sido más que vengadas. ¿Sabía Africa que había sido Florence, o su solidaridad le impedía ver los hechos?
Zenobia le habría ofrecido su amistad, le habría impedido intimar hasta ese punto con una mujer tan impulsiva, tan apasionada con respecto a las injusticias, tan próxima a perder el equilibrio emocional y la cordura. Africa era hija de su hermano menor; Zenobia habría debido tomarse más en serio sus obligaciones a la muerte de sus padres. Pero había recorrido el mundo siguiendo egoístamente sus propios intereses.
Ahora era demasiado tarde para ofrecer tiempo y amistad; la única salida sería demostrar la inocencia de Florence y, como Charlotte había apuntado —qué mujer tan curiosa, esa Charlotte, tan escindida entre dos mundos y sin embargo tan a gusto en ambos—, eso sólo podía lograrse demostrando que el culpable era otro.
—¡Dese prisa, por favor! —gritó al cochero—. ¡Va usted muy despacio! ¿A qué está esperando?
Al llegar, entregó su tarjeta a la criada de lady Mary y esperó a que se la llevara a su señora. Zenobia no pretendía mentir sobre el motivo de su visita; no era de las que decían embustes, no se le daba bien, y tampoco se le ocurría una mentira creíble.
La muchacha regresó y la acompañó al salón, donde un fuego ardía en contraste con la clemencia del tiempo. Mary Carfax estaba erguida en su silla francesa con dorados. Disimuló su sorpresa porque la curiosidad la vencía, y como ésta era una emoción que estaba mal vista, hizo lo posible por ocultarla también.
—Cuánto me alegro de verla otra vez… tan pronto —dijo con voz vacilante, como si no hubiera decidido qué actitud tomar—. Temía que… —Pero cambió de parecer, eso era rebajarse mucho—. Pensaba que la tarde iba a ser aburrida —dijo en cambio—. ¿Cómo está? Siéntese y póngase cómoda. Hace un tiempo espléndido, ¿no le parece?
Zenobia apenas lo había notado, pero había que llevar la conversación con urbanidad, costara lo que costase.
—Encantador —concedió, optando por el asiento más alejado del fuego—. Han salido muchos capullos y el aire está apacible. Me he cruzado con gente que paseaba por el parque y en la rotonda tocaba una orquestina alemana.
—Dan ganas de que llegue el verano. —Lady Mary hervía de curiosidad por saber el motivo de que Zenobia, quien sin duda la detestaba, la visitase nada menos que dos veces en menos de quince días—. ¿Piensa ir a Ascott o a Henley? A mí me cansan las carreras, pero hay que dejarse ver, ¿no cree usted?
Zenobia se tragó su respuesta y se obligó a mostrar una expresión afable.
—Estoy segura de que sus amigas tendrán un desengaño si usted no va, pero temo que no resulte apropiado para mí. Un miembro de mi familia está pasando una tragedia, y si las cosas empeoran no creo que yo esté en disposición de disfrutar esa clase de eventos sociales.
Lady Mary se rebulló en su butaca y sus dedos se cerraron en torno a las complicadas volutas que remataban los apoyabrazos.
—¿De veras? Lo siento. —Dudó un poco y luego se lanzó—. ¿Puedo ayudarla en algo?
Zenobia tragó el nudo que tenía en la garganta. Pensó en Peter Holland la víspera de que zarpara rumbo a Crimea. ¡Cuánto se habría reído de esa situación! Habría visto el peligro, y lo ridículo de la misma.
—Quizá podría decirme algo sobre esas mujeres que se empeñan en obtener el derecho al voto. —Lady Mary tensó los músculos, juntó las cejas y endureció su mirada de ojos azul claro—. ¿Qué clase de personas son? En concreto, ¿quiénes son?
—Lo que son es muy fácil de decir —contestó lady Mary—. Son mujeres que no han sabido hacer un buen matrimonio, o que tienen una mentalidad masculina y desean dominar en vez de ser criaturas coquetas, domésticas y sensibles como Dios y la naturaleza las concibieron. Son mujeres que no han conseguido ser atractivas ni han adquirido las artes que tan útiles nos son en nuestra función de tener y criar hijos y ordenar la casa de forma que sea el refugio de paz y decencia para el marido, lejos de la maldad del mundo. Ignoro por qué hay mujeres que desean otra cosa, como no sea, claro está, en venganza contra las que somos normales y a las que no pueden o no saben emular. Por desgracia cada vez son más, y están poniendo en peligro los fundamentos de la sociedad. —Enarcó las cejas—. Espero que no tenga usted nada que ver con ellas, por más que sus instintos y el hecho de ser soltera puedan tentarla. —Por un momento la malicia brilló en sus ojos, acicateada por viejos recuerdos. El pretexto de la piedad era una farsa: Mary Carfax no había olvidado ni perdonado nada.
»Dios sabe —continuó con su voz más bien fina— que ya hay suficiente inquietud en el país. La gente ha llegado a criticar a la reina y creo que se habla de revolución y anarquía. El gobierno recibe amenazas desde todas direcciones. —Suspiró—. Sólo hay que pensar en ese horror de Westminster Bridge para percatarse de que la sociedad está en peligro.
—¿Lo cree así? —Zenobia simuló una mezcla de duda y respeto, pero por dentro sonreía.
—¡Estoy segura! —exclamó lady Mary—. ¿Qué otra interpretación daría usted a los hechos?
Ahora tocaba mostrarse inocente.
—Supongo que las tragedias de las que habla son causa de algún motivo personal: envidia, avaricia, miedo, o quizá venganza por algún desaire…
—¿Venganza contra tres hombres que además son miembros del Parlamento? —Lady Mary estaba interesada a pesar suyo. Inspiró lentamente, miró las fotografías de Gerald Carfax y de James en lo alto del piano y soltó un suspiro—. Uno de ellos era el suegro de mi hijo.
—Sí, habrá sido una verdadera tragedia —murmuró superficialmente Zenobia—. Para usted y para su hijo, por supuesto. —No sabía cómo actuar. Necesitaba conocer más cosas de James y su esposa, pero preguntando directamente sólo obtendría la opinión personal de lady Mary, que inevitablemente sería parcial. Pero no se le ocurría otra manera de enfocarlo—. Imagino que estará muy afectado.
—Oh, sí, por supuesto. Claro que lo está. —Lady Mary puso morritos.
Zenobia había conocido gente de todas clases, caballeros y trabajadores, artesanos, jugadores, marinos, aventureros y salvajes, y había aprendido lo mucho que tenían en común. Se percató de que lady Mary estaba incómoda bajo su ligera indecisión y el somero toque de color que alumbraba sus pálidas mejillas: Mary era de las que no se rebajaba a maquillarse. Así que a James Carfax no le dolía demasiado haber perdido a su suegro.
Zenobia probó por otra vía, presintiendo haber encontrado una brecha.
—El luto es una cosa muy dura para los jóvenes, y la señora Carfax debe de sentirse muy afligida, claro está.
—Mucho —concedió lady Mary—. Se lo ha tomado muy a pecho, lo cual es lógico, creo yo. Pero eso hace que James lo esté pasando mal.
Zenobia no dijo nada, invitándola con su silencio a proseguir.
—Ella depende mucho de mi hijo —añadió su anfitriona—. Y es muy exigente.
Zenobia advirtió una vez más su indecisión, y las evocaciones que la motivaban. Recordaba cómo había sido Mary Carfax treinta años atrás: orgullosa, dominante, convencida de saber qué era lo mejor para todos y resuelta, en su propio interés, a conseguirlo. Sin duda, James había sido su objetivo prioritario, y lady Mary no debía aprobar las exigencias de una esposa.
Toda idea ulterior en este sentido fue estorbada por la entrada de la doncella, que volvía para anunciar que habían llegado los Carfax, que estaban detrás de ella. Zenobia los estudió con interés cuando le fueron presentados. James era bastante alto, de una esbeltez elegante y con esa sonrisa fácil que a ella nunca le había gustado. Pero ¿estaba juzgándole a él o a sí misma? No era un hombre fuerte, se dijo, y ella no lo hubiera escogido como compañía para surcar los grandes ríos de África; se habría asustado al menor peligro.
Helen Carfax era otra cosa. Su rostro reflejaba fortaleza, no hermosura, y un equilibrio de facciones que resultaba agradable y que podía serlo más con el paso del tiempo. Pero era una mujer sometida a grandes tensiones. Zenobia conocía los síntomas: no hizo nada tan obvio como retorcerse las manos o estrujar el pañuelo, tirarse de los guantes o dar vueltas a un anillo; todo estaba en sus ojos, un redondel blanco entre la pupila y el párpado inferior, y una forma de andar rígida como si le doliera la musculatura. Era algo más que dolor por la pérdida de un ser querido; era miedo a una pérdida que aún estaba por venir. Y su marido parecía ajeno a ello.
—Cómo está usted, señorita Gunne. —James hizo una pequeña reverencia. Era atractivo, directo, tenía ojos bonitos y miró los de ella con una sonrisa candorosa—. Espero que no las interrumpamos. Vengo a ver a mamá muy a menudo, no tengo nada urgente que decirle. En época de luto uno no tiene muchas visitas que hacer, y he pensado que sería agradable salir un poco de casa. Por favor, no abrevie usted su visita por nosotros.
—Encantada, señor Carfax —dijo Zenobia, estudiándolo. Llevaba un traje bien cortado, camisa de seda, el anillo de sello era de un gusto exquisito. Incluso sus botas eran hechas a mano y, suponía ella, de cuero de importación. Alguien le estaba pasando una bonita asignación, y no era lady Mary, ¡como no fuera que hubiese cambiado de personalidad! Ella le habría dado dinero en cuentagotas, con cuidado, vigilando en qué gastaba hasta el último penique: era su estilo de poder—. Es usted muy amable —agregó, por hábito, no porque él le hubiera caído bien.
James señaló hacia Helen.
—Permita que le presente a mi esposa.
—Cómo está usted, señorita Gunne —dijo cortésmente Helen—. Me alegro de conocerla.
—Y yo a usted, señora Carfax. —Zenobia sonrió un poco, como se hace con una mujer a la que se acaba de conocer—. Reciba mi más profunda condolencia por su reciente pérdida. Cualquier persona sensible ha de acompañarla en el sentimiento.
Dio la impresión de que Helen se desconcertaba; estaría pensando en otra cosa.
—Gracias… —murmuró—. Muy amable de su parte… —Al parecer había olvidado el nombre de Zenobia.
La siguiente media hora transcurrió entre conversaciones irrelevantes. James y su madre tenían mucho en común, socialmente, aunque no emocionalmente. Zenobia los observó con interés, haciendo alguna cortés observación a Helen, e indagando en su rostro cuando ella miraba a su marido. A partir de las trivialidades, del chismorreo social, de las pausas, del parpadeo de resentimientos y dolor reprimido, de los hábitos de la cortesía tan bien inculcados que uno no se daba cuenta de tenerlos, y por el aire de temor ignorado por los otros, Zenobia pudo componer una historia completa de deseos insatisfechos.
Conocía a Mary Carfax y no le sorprendió que malcriara y dominara a la vez a su hijo, halagándole y alimentando su vanidad y sus apetitos, sin dejar de apretar la bolsa con sus enjoyados dedos. Era inevitable, pues, que él estuviera educadamente resentido, que pasara de la gratitud al rencor, que estuviera acostumbrado a depender de ella, que en el fondo supiera que ella le creía un hombre estupendo, el mejor, y que él mismo dudara de haber justificado esa apreciación. Zenobia no habría dudado a quién mirar si la víctima hubiera sido Mary Carfax.
Pero había sido Etheridge. Pensó en el dinero, lo mucho que James Carfax podía necesitar para obtener su preciada libertad. Pero ¿dinero de quién? Sólo de Mary; y eso no le ataría a Helen, con la ley de propiedad de las mujeres casadas recién aprobada por el Parlamento.
¿O sí? Sólo había que mirar el semblante pálido de Helen, sus ojos posados en James o mirando por la ventana hacia el cielo, para darse cuenta de que amaba a su marido mucho más que él a ella. Helen le elogiaba, le protegía, un suave arrebol encendía sus mejillas cuando él le hablaba con dulzura, su dolor se mostraba al desnudo cuando la trataba con condescendencia o la utilizaba como blanco de sus chistes ligeros, desagradables en toda su sutil crueldad. Ella era capaz de darle cualquier cosa por lograr su amor, y Zenobia empezaba a sufrir por ella al comprender que su dolor no iba a tener fin. Estaba buscando algo que James no poseía y no podía dar. Para que James Carfax tuviera la fuerza interior que le permitiera ser generoso y limpio en el amor tendrían que pasar muchas cosas, cambios inimaginables. Zenobia había amado a hombres débiles estando sola en África, y los recuerdos acudieron a su mente. Había caído en la dolorosa cuenta de que su amor nunca le sería devuelto. De donde no hay, poco puede sacarse; la calidad de los sentimientos refleja la calidad del hombre… o de la mujer. Un alma con poco coraje, honor o compasión puede dar lo que tiene, pero nunca podrá satisfacer a un corazón grande.
Helen Carfax lo sabría con el tiempo, comprendería que ni de James ni de nadie más obtendría lo que ellos no podían darle.
Zenobia recordó algunas de sus aventuras románticas, la temeridad de la entrega, el aferrarse a la esperanza, y se preguntó con un temor frío si Helen habría pagado ya el precio más alto, dar muerte a su padre con sus propias manos, por el dinero con el cual comprar la fidelidad de su marido.
Volvió a mirar su pálida cara de ojos ribeteados en blanco, posados ahora en la elegante figura de James, y pensó que el miedo era por él, no por ella. Helen tenía miedo de que él hubiera cometido el crimen o que hubiera tramado su ejecución.
Zenobia se levantó, un tanto rígida después de haber estado sentada tanto rato.
—Estoy segura, lady Mary, de que tendrá asuntos familiares que tratar y necesitará un poco de intimidad. Hace un día tan bonito que me apetece pasear un poco al sol. Señora Carfax, ¿quisiera usted acompañarme?
Helen pareció sobresaltarse, casi como si no hubiera comprendido el ofrecimiento.
—Podemos ir andando hasta el final de la calle —insistió Zenobia—. Seguro que el aire nos vendrá bien y así yo podré disfrutar de su compañía, y quizá hasta de su brazo.
Era ridículo; Zenobia era mucho más fuerte que ella y no necesitaba apoyarse en nadie, pero Helen no podía declinar una invitación expresada en aquellos términos sin ser descortés. Pidió disculpas a su marido y su suegra y a los cinco minutos ella y Zenobia estaban en la calle.
El tema en ningún caso podía abordarse directamente, pero Zenobia se sintió impelida —aun a riesgo de causar una gran ofensa— a hablar a Helen como habría hecho a una hija. Estaba dispuesta a combinar emociones sinceras con cosas inventadas para conseguirlo.
—La compadezco querida —dijo tan pronto estuvieron a unos pasos de la casa—. Yo también perdí a mi padre en circunstancias violentas e inquietantes. —No tenía tiempo para perder en relatar esa ficción; sólo era un prolegómeno. La historia importante eran los intentos de Zenobia para obtener de un hombre un amor del que él no era capaz, y cómo a la postre había perdido su integridad, pagando una fortuna por algo que no existía, ni para ella ni para nadie más. Empezó despacio, ampliando sus inventadas congojas a sus viajes por el continente negro, y evitando la anestesiante realidad de Balaklava y la muerte de Peter Holland. Zenobia decidió crear un padre imaginario que moría estando en la flor de la vida, y luego un pretendiente, mezcla de hombres que había conocido y querido de una forma u otra… pero no Peter—. Dios mío, le quería tanto… —suspiró mirando hacia un seto de espino—. Era apuesto y atento, un compañero encantador e interesante.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Helen por mera cortesía, pues el silencio parecía exigirlo.
Zenobia mezcló desilusión y una pequeña dosis de licencia poética.
—Le proporcioné dinero para su viaje y muchas otras facilidades.
Por primera vez, Helen pareció prestar toda su atención.
—Bueno, es lógico; usted le amaba.
—Y deseaba que él me amara a mí —prosiguió Zenobia a sabiendas de que iba a meter el dedo en la llaga—. Incluso hice cosas que ahora me doy cuenta que fueron deshonrosas. Supongo que ya lo sabía entonces, sólo que no tuve la valentía de aceptarlo. —Dirigió la vista hacia las blancas nubes que surcaban el cielo—. Me llevó mucho tiempo y muchos sinsabores comprender que había pagado un precio muy alto por algo que no era real, algo que nunca podía esperar alcanzar.
—¿El qué? —Helen tragó saliva, pero Zenobia siguió sin mirarla—. ¿A qué se refiere?
—A una ilusión que compartimos muchas mujeres, querida: que todos los hombres pueden dar ese amor que nosotras anhelamos, y que siendo fieles, generosas y pacientes ellos al final nos lo darán. Hay personas que no son capaces de un compromiso semejante. No se pueden pedir peras al olmo, y persistir en ello sólo redunda en perjuicio de la cordura, la salud e incluso la autoestima, destruye la integridad de unos ideales que subyacen a toda felicidad duradera.
Helen guardó silencio durante un rato. No se oía otra cosa que el ritmo estable de sus pisadas sobre la acera, un pájaro piando en la copa de un árbol, y en la carretera el ruido de cascos de caballo y de ruedas de carruajes.
Finalmente, Helen apoyó una mano en el brazo de Zenobia.
—Gracias —dijo con apuros—. Creo que a mí me ha pasado lo mismo. ¿Quizá lo sabía usted? Pero yo sabré encontrar arrestos para poner fin a esta situación. Ya he causado demasiado daño. He echado las culpas a las mujeres que luchan por el voto en el Parlamento, porque necesitaba apartar a la policía de mi propia casa, cuando en verdad no tengo la menor idea de quién pueda haber asesinado a mi padre. Por mi parte estuvo muy mal. Espero que nadie haya salido perjudicado, salvo yo misma, por ser tan pobre de espíritu. Es una verdad difícil de afrontar, pero… pero creo que es un poco tarde para… —Calló, incapaz de proseguir, viendo que las palabras sobraban.
Zenobia la entendía muy bien. Apoyó una mano en la de ella y siguieron andando en silencio por la luminosa y soleada calle bordeada de setos.