8

Wallace Loughley, miembro del Parlamento, se hallaba al pie del Big Ben. La sesión había sido larga y estaba cansado. El debate había sido francamente estéril, y al final no habían conseguido nada. La noche era preciosa, demasiado para malgastarla en la Cámara de los Comunes escuchando argumentos que ya había oído una docena de veces. En el Savoy representaban una ópera muy buena de Gilbert y Sullivan, y sabía de varias damas encantadoras que asistirían.

La brisa había disipado el humo y la niebla, y Loughley vio el brillo de las estrellas. Quería haberle dicho a Sheridan… ¡maldición! Lo había tenido a un paso hacía poco. Seguro que no estaría lejos, la noche se prestaba para pasear. Vivía cerca de Waterloo Road.

Echó a andar hacia el puente a paso vivo, dejando atrás la estatua de Boadicea con sus caballos y su carro perfilados contra el cielo, las luces del Embankment convertidas en una hilera de lunas amarillas paralelas al río. Le encantaba la ciudad, sobre todo el centro. Allí había estado la sede del poder desde la época de Simón de Montfort y el primer Parlamento en el siglo XIII, e incluso antes, desde la carta constitucional de Enrique II y luego la Carta Magna. Ahora era el centro de un imperio que ninguno de ellos podía haber imaginado. ¡Cielos, si ni siquiera sabían que la tierra era redonda, cómo iban a saber que un cuarto de su esfera iba a ser británico!

Ah, ahí estaba Sheridan, apoyado contra la última farola, casi como si le estuviera esperando.

—¡Sheridan! —llamó Loughley, levantando su elegante bastón a modo de saludo—. ¡Sheridan! Quería preguntarle si quiere cenar conmigo la semana próxima, en mi club. Podríamos hablar de… Pero ¿qué le pasa? ¿Se encuentra mal? Parece… —Su voz se extinguió entre blasfemias de horror.

Cuthbert Sheridan estaba medio doblado hacia atrás contra la farola, la cabeza ladeada y un mechón sobre la frente, lívida a la luz artificial. La bufanda blanca estaba tan apretada en torno al cuello que su barbilla apuntaba hacia arriba, y la sangre había manchado la seda y la pechera de su camisa. El rostro se veía fantasmagórico, con los ojos fijos y la boca medio abierta.

Loughley vio que el cielo y el río giraban a su alrededor y notó un vahído en el estómago; al perder el equilibrio, se sujetó al pretil del puente. Había vuelto a pasar, y él se hallaba a solas en Westminster Bridge con el cadáver. El horror le impidió gritar.

Trastabilló de vuelta hacia el extremo norte y el palacio de Westminster, resbalando en el pavimento húmedo y con las luces bailando confusamente ante él.

—¿Se encuentra bien, señor? —dijo una voz.

Loughley alzó los ojos y vio una luz que brillaba sobre botones plateados y el uniforme de un policía.

—¡Dios mío! ¡Ha ocurrido otra vez! Allí… Es Cuthbert Sheridan.

—¿Qué ha pasado, señor? —La voz sonaba recelosa.

—Otro asesinato. Cuthbert Sheridan… ¡Le han rajado el cuello, pobre diablo! ¡Haga algo, por el amor de Dios!

En otro momento el agente Blackett habría pensado que el hombre que temblaba ante él y decía cosas incoherentes era un borracho con alucinaciones, pero todo aquello tenía algo de espantosamente familiar.

—Acompáñeme y dígame dónde, señor. —No quería perder al hombre de vista. ¿Acaso había pillado al misterioso asesino de Westminster? Lo dudaba. El hombre parecía verdaderamente conmocionado. Pero era un testigo, sin duda.

Loughley regresó de mala gana, entre náuseas de horror. Todo lo que había imaginado se convertía ahora en pesadilla.

—Oh… —dijo el agente Blackett. Miró el Big Ben, anotó la hora, sacó su silbato y lo hizo sonar con aguda intensidad.

Cuando Pitt llegó, Micah Drummond ya estaba allí, vestido como si acabara de levantarse de junto a su chimenea, entre aterido y apesadumbrado. Sus ojos tenían una mirada vacía incluso a la luz de la farola, y su nariz estaba más fruncida que de costumbre.

—Ah, Pitt. —Se apartó de los hombres arracimados junto al coche fúnebre—. Otro más, exactamente igual que los otros. Yo creía que Etheridge sería el último. Bueno, parece que al final no ha sido la mujer que usted decía. Esto es obra de un demente.

Pitt sintió alivio entre el horror creciente. No quería que Florence Ivory fuera culpable. Su cara le vino a la memoria como si la hubiera visto un rato antes. Un rostro apasionado, capaz de la violencia suficiente para cometer un crimen, y también una inteligencia sutil, suficiente para haber previsto esta misma conversación.

—Es probable —dijo.

—¡Probable!

—Hay muchas posibilidades. —Pitt miró la farola. El cuerpo había sido depositado en el suelo. Lo observó, tomando mentalmente nota de la ropa, las manos, la herida igual que la de los otros dos, la cara pálida con su larga nariz y sus ojos hundidos, el cabello que aparecía plateado a la luz artificial—. Pudo haber sido un loco —prosiguió—, o unos anarquistas, aunque lo dudo; o quizá se esté tramando una conspiración política de la que no tenemos noticia. O tal vez esto no tenga nada que ver con los casos anteriores, y alguien se ha limitado a imitarlo. O podrían ser tres asesinatos, de los cuales sólo uno interesa al asesino y los otros dos ser una estratagema para despistarnos.

Drummond cerró los ojos como si sus párpados quisieran impedir el paso a una idea tan horrible. Se frotó la cara con sus largas manos y luego suspiró.

—¡Dios santo, espero que no! Nadie puede ser tan… —Pero no encontró la palabra.

—¿Quién es? —preguntó Pitt.

—Cuthbert Sheridan.

—¿Diputado?

—Sí, desde luego, otro parlamentario. Cuarenta años, casado, tres hijos. Vivía en el lado sur del río, en Baron’s Court, junto a Waterloo Road. Un diputado joven y prometedor, por el distrito de Warwickshire. Era un poco conservador, contrario a la autonomía de Irlanda y a la reforma penal; partidario de mejorar las condiciones laborales en minas y fábricas, así como la ley de pobres y la del trabajo infantil. Absolutamente contrario al voto de la mujer. —Miró a Pitt fijamente—. Total, cualquiera pudo hacerlo.

—Sabe muchas cosas de él —dijo Pitt con sorpresa—. Creía que lo habían encontrado hace sólo media hora.

—Lo encontró otro miembro del Parlamento. Le venía siguiendo para invitarle a cenar. Le reconoció enseguida y nos lo dijo. El pobre está muy afectado. Se llama Wallace Loughley, está sentado allá, junto al coche fúnebre. Alguien le ha dado un trago de brandy, pero más valdría interrogarle cuanto antes y dejar que se vaya a casa.

—¿Qué ha dicho el médico?

—Igual que los anteriores; al menos, lo parece a primera vista. Una sola herida, casi con seguridad hecha desde atrás. La víctima no parece haber ofrecido resistencia.

—Qué raro. —Pitt trató de imaginárselo—. Si iba andando por el puente de regreso a casa tras una sesión, probablemente caminaría a buen ritmo. Alguien tuvo que correr para adelantarle. ¿No le parece que un hombre solo, aquí en el puente y sobre todo después de dos asesinatos, se daría al menos la vuelta al oír unos pasos acercándose rápidamente por detrás? ¡Yo lo habría hecho!

—Y yo —concedió Drummond frunciendo aún más el entrecejo—. Y habría gritado y echado a correr. A no ser, claro, que ese alguien corriera en dirección a mí desde el lado sur. En cualquier caso, yo no me habría quedado quieto esperando a que alguien se me aproximara lo bastante como para acuchillarme por delante o por detrás. —Resopló. La noche era tan silenciosa que el agua se oía arremolinándose en torno a los pilares del puente, y más allá, siguiendo el Embankment—. A menos, por supuesto —concluyó Drummond—, que fuera un conocido mío. —Se mordió el labio—. Pero no una dama desconocida, eso seguro.

—¿Qué me dice de Wallace Loughley? —Pitt enarcó las cejas—. ¿Qué se sabe de él?

—Aún nada. Pero no será difícil averiguarlo. De entrada habrá que ver si es quien dice ser. Podría habernos engañado. ¡Yo no conozco de vista a los seiscientos setenta diputados! Creo que será mejor no dejarle ir a casa hasta que alguien le identifique.

—Iré a verle. —Pitt hundió las manos en los bolsillos. Dejó a Drummond y se acercó al coche mortuorio y al grupo de seis o siete hombres que lo rodeaban. Uno de ellos debía de ser el cochero; seguía pendiente del caballo, aunque las riendas estaban enganchadas a la riostra. Un hombre de unos cuarenta años, ojeroso y visiblemente asustado, con el cabello desaliñado sobre la frente, debía de ser Loughley. Estaba sentado en el bordillo, y al ver aproximarse a Pitt se puso en pie, expectante. Sin duda había sufrido una conmoción, pero Pitt no le vio histérico ni arrogante ni presa del pánico. Si el hombre había seguido a Sheridan para matarle, poseía un extraordinario dominio de sí mismo, un cerebro tan frío como el agua del Támesis.

—Buenas noches, señor Loughley —dijo Pitt—. ¿A qué hora vio usted por última vez al señor Sheridan con vida?

Loughley tragó saliva.

—Serían poco más de las diez y media, creo. Salí de la cámara a y veinte y hablé con un par de personas. No estoy seguro de cuánto tiempo pasó, pero fue poco. Vi a Sheridan y le di las buenas noches; después el coronel Devon me dijo algo referente a la sesión. Entonces recordé que quería hablar con Sheridan; como hacía sólo unos minutos que se había ido, fui tras él y… y ya sabe usted lo que me encontré.

—¿El coronel Devon es también diputado?

—Sí. ¡Santo Dios! ¡No pensará que…! Puede comprobarlo si quiere. Seguro que él recuerda lo que hablamos; era sobre el debate de esta noche.

—¿Vio a alguien más en el puente, señor Loughley?

—No, no vi a nadie. Eso es lo más raro: ¡no recuerdo haber visto a nadie más! Y sin embargo debía de hacer sólo… —Inspiró hondo y añadió—: Unos minutos después de…

En el extremo norte del puente se produjo un ligero alboroto y se oyó gritar a alguien que era retenido por la policía. Una mujer empezó a chillar y alguien se la llevó. Se oyeron pasos rápidos, y acto seguido vieron aproximarse una figura de negro. Al pasar bajo la farola, Pitt reconoció al hombre: era Garnet Royce.

—Buenas noches, señor —dijo Pitt.

Royce miró a Loughley y le saludó por el nombre. Luego miró a Pitt y a Drummond, que se había acercado.

—¡Esto empieza a ser grave! —dijo inexorable—. ¿Tiene idea de lo cerca que está la gente de perder el control? Por lo visto estamos al borde de la anarquía. La gente normal tiene pánico, todo el mundo habla de conspiraciones para derrocar la monarquía, de obreros sublevados, de huelgas, ¡hasta de revolución! —Meneó la cabeza, desdeñando la histeria colectiva más que las ideas en sí mismas—. Seguramente es un loco suelto y nada más, ¡pero hay que detenerle! ¡Esto no puede seguir así! ¡Por Dios, caballeros, pongamos toda la carne en el asador y acabemos con esta pesadilla de una vez! Es responsabilidad nuestra. Los débiles y menos favorecidos confían en nosotros para que los defendamos de los estragos del delito y de los anarquistas que buscan destruir los fundamentos del Imperio. ¡Es nuestro deber! —Hablaba muy en serio; sus ojos despedían un fulgor de sinceridad que ni Pitt ni Drummond ponían en duda—. Si hay algo que yo pueda hacer, lo que sea, ¡dígamelo! Tengo amigos, colegas, influencia. ¿Qué necesitan? —Miró apremiante a uno y al otro—. ¡Vamos, hable!

—Si yo lo supiera, sir Garnet, le aseguro que se lo pediría —replicó cansinamente Drummond—. Pero no tenemos idea acerca del móvil.

—No pretenderá que comprendamos los motivos de un demente, ¿verdad? —argumentó Royce—. ¿O está sugiriendo que se trata de algo personal, que los tres hombres tenían un enemigo común? —Su cara reflejó incredulidad, y en sus ojos hubo un destello de áspero humor.

—Los tres tal vez no —dijo Pitt, observando su expresión de sorpresa y luego de comprensión y horror—. El enemigo de uno de ellos, quizá.

—Entonces no es un loco sino un fanático —dijo Royce quedamente, temblorosa la voz—. ¿Quién sino un lunático haría una cosa así a dos extraños, a sangre fría, para enmascarar la muerte que le interesaba?

—No lo sabemos —contestó Drummond—. Es sólo una posibilidad. Pero estamos investigando a todos los grupos anarquistas o revolucionarios. Hemos consultado a todos los informadores.

—¡Una recompensa! —dijo de pronto Royce—. Yo y otros empresarios podríamos ofrecer una cuantiosa recompensa para que quien sepa alguna cosa se decida a informar a la policía. Lo haré mañana, tan pronto la noticia salga en los periódicos. —Se pasó la mano por la frente para apartar unos cabellos—. Temo que el pánico cunda, y no se puede culpar a la gente. Mi pobre hermana se siente obligada a permanecer aquí por un prurito de honor hasta que el caso se resuelva. Se lo ruego, caballeros, hagan todo lo que puedan. Consideraré un favor que me tengan al corriente, para saber si puedo ayudar en algo. Trabajé una vez en el Ministerio del Interior y conozco los procedimientos policiales. Créanme, estoy con ustedes. No espero ningún milagro.

Drummond miró hacia el final del puente, donde se había congregado una muchedumbre cada vez más inquieta y asustada, que contemplaba ahora el corrillo de policías y el silencioso coche mortuorio esperando su macabra carga.

—Gracias, sir Garnet. Sí, creo que una recompensa podría funcionar. Desde Judas hasta hoy no ha habido causa que no haya sido traicionada por dinero. Se lo agradezco.

—La tendrán mañana por la noche —prometió Royce—. Y ahora les dejo con sus cosas. Pobre Sheridan, ¡que Dios le acoja! Por cierto, ¿quieren que se lo comunique a su esposa?

A Pitt le habría encantado, pero ése era cometido suyo, no de Royce.

—Gracias, pero he de hacerlo yo. Debo hacerle algunas preguntas.

Royce asintió con la cabeza.

—Ya.

Volvió a ponerse el sombrero y echó a andar hacia el sur y luego cuesta arriba en dirección a Bethlehem Road.

Drummond permaneció un instante en silencio, contemplando la oscuridad.

—Royce parece comprender muy bien la situación —dijo pensativo—. Y se le ve muy preocupado… ¿Qué sabe usted de él?

—Ha sido diputado durante más de veinte años —respondió Pitt—. Muy capaz, dotado incluso. Como él mismo ha dicho, tuvo un cargo importante en el Ministerio del Interior. Su reputación es intachable, tanto en lo personal como en lo profesional. Su mujer murió hace unos años; sigue viudo. Era cuñado de Hamilton, pero supongo que eso ya lo sabía usted.

Drummond inclinó la cabeza.

—Imagino que habrá investigado su relación con la víctima —preguntó.

Pitt sonrió.

—Así es. No eran íntimos. Y no se ha podido encontrar ninguna relación financiera entre ambos, salvo que Royce parece ocuparse de los asuntos de su hermana ahora que ella ha enviudado. Claro que es su hermano mayor…

—¿Rivalidad profesional con Hamilton?

—No. Trabajaban en campos diferentes. Y en todo caso, aliados.

—¿Algo personal? —insistió Drummond.

—No, y tampoco político; claro que uno no asesina a nadie por defender causas distintas a la propia. Por lo que he podido saber de Royce, es un hombre muy tradicional y hogareño, de sólidas convicciones sobre la responsabilidad de los fuertes para con los débiles… por el propio interés de éstos.

Drummond suspiró.

—Eso es típico de cualquier miembro de la cámara… y de cualquier caballero inglés, acaudalado y de mediana edad.

Pitt resopló y echó a andar en la misma dirección por donde había partido Royce, pero al llegar al extremo del puente torció hacia Baron’s Place y la residencia del difunto Cuthbert Sheridan.

Fue lo mismo que las otras veces: subir los escalones a oscuras, llamar varias veces a la puerta para despertar a la servidumbre y luego esperar a que encendiesen la luz y se pusieran una chaqueta encima para ver a quién se le ocurría llamar a esas horas. La misma expresión de horror, la petición de que esperara un momento, el esfuerzo por no perder la compostura, el largo silencio mientras se desvelaba la horrible noticia, y Pitt se encontró una vez más en una fría salita frente a una mujer pálida como la cera que trataba con todas sus fuerzas de no llorar ni desmayarse.

Parthenope Sheridan aparentaba tener unos treinta y cinco años, era menuda y de espalda muy recta. Su cara era demasiado puntiaguda para ser bonita, pero sus ojos y su pelo eran agradables, y sus dientes ligeramente torcidos le daban un toque singular que en otro momento habría podido ser atractivo. Ahora miraba a Pitt con ojos abismados.

—¿Cuthbert? —repitió el nombre como si necesitara decirlo otra vez para captar el significado—. ¿Que han asesinado a Cuthbert en Westminster Bridge? ¿Como a los otros dos? ¿Por qué? Él no tiene ninguna relación con… con… ¿qué? ¿Qué pasa, inspector? No entiendo nada. —Alcanzó la silla que tenía detrás, se sentó y se cubrió la cara con las manos.

Pitt deseó poder rodearla con sus brazos y dejar que llorase en su hombro, evitar que ella fuese incapaz de compartir su emoción, porque en la casa no había nada más que sirvientes, niños y un policía.

Pero Pitt no podía hacer nada. Ni toda la compasión del mundo podía salvar el abismo social que los separaba. La familiaridad no hizo sino incrementar la pena de aquella mujer. De modo que rompió el silencio con palabras formales y la necesidad de cumplir con su obligación.

—Nosotros tampoco, señora, pero estamos trabajando a conciencia. Podría tratarse de un asesinato político, o bien que alguien tenía una enemistad personal hacia uno de los tres, o puede tratarse de un loco; no hemos encontrado una razón que nos convenza.

La mujer hizo un esfuerzo por hablar con claridad, sin lágrimas, sin sorber por la nariz.

—¿Político? ¿Quiere decir anarquistas? Se habla de un complot contra la Corona o el Parlamento. Pero ¿por qué Cuthbert? Él sólo era un funcionario del Tesoro.

—¿Siempre había estado en el Tesoro, señora?

—No, no; los diputados van cambiando de cargo. También había estado en Interior, y unos meses en el Foreign Office.

—¿Tenía una postura clara respecto a la autodeterminación de Irlanda?

—No… es decir, creo que votaba a favor, no estoy segura. No hablaba de esas cosas conmigo.

—Y la reforma, señora; ¿apoyaba la reforma social e industrial o estaba en contra?

—Siempre y cuando estuviera bien dirigida y se hiciera sin prisas, Cuthbert estaba a favor. —De pronto, una expresión de ira y dolor cruzó por su cara.

Pitt hizo la pregunta que menos deseaba formular.

—¿Y la reforma electoral, era favorable al voto de la mujer?

—No —masculló—. En absoluto.

—¿Su postura era conocida?

Ella arqueó las cejas.

—Bueno, sí, supongo. A veces la expresaba con mucha vehemencia.

A Pitt no se le escapó la inquieta sorpresa que asomaba a su cara.

—¿Opinaba usted igual, señora Sheridan?

Palideció tanto que sus ojeras se volvieron casi grises incluso a la amarillenta luz de gas.

—No —susurró—. Yo sostengo que la mujer debería tener el derecho a votar a sus representantes en el Parlamento, y también a presentar candidaturas a los consistorios locales. Yo pertenezco a un grupo que aboga por el sufragio de la mujer.

—¿Conoce usted a Florence Ivory o a Africa Dowell?

Su expresión no registró cambio alguno, ni miedo ni nerviosismo.

—Sí, las conozco, aunque no muy bien. No somos muchas, señor Pitt; es lógico que nos conozcamos, sobre todo si se trata de mujeres dispuestas a correr riesgos, a luchar por su causa en vez de seguir implorando a un gobierno de hombres que se niegan a escucharnos. Quienes detentan el poder jamás se han sentido inclinados a renunciar a él de buena gana. Casi siempre les ha sido arrebatado por la fuerza, o se les ha escapado de las manos por debilidad o exceso de corrupción.

—¿Cuál de las dos cosas cree la señora Ivory que ocurrirá aquí?

Un leve rubor coloreó las mejillas de la mujer. Endureció el gesto.

—Será mejor que se lo pregunte a ella, señor Pitt, ¡pero antes descubra quién ha asesinado a mi marido! —La ira se disolvió en un nerviosismo agónico y la mujer se reclinó contra el respaldo de la silla, llorando silenciosamente y temblando.

Pitt no podía pedir disculpas. Habría sido ridículo; él no tenía parte en aquel sufrimiento; cualquier comentario habría servido solamente para mostrar su falta de comprensión. Así pues, se dirigió hacia el zaguán, pasando junto al lívido mayordomo, y abrió él mismo la puerta de la calle. Bajó los peldaños hacia la oscura noche de primavera; una bruma subía ahora del río trayendo el olor de la marea ascendente. Ella seguiría llorando cuando la luz de la mañana le devolviera la realidad, los recuerdos, la soledad.

Cuando Pitt llegó a su casa fue a la cocina y preparó té. Pasó más de una hora sentado a la mesa, bebiendo la infusión y calentándose las manos en el tazón. Se sentía cansado e impotente. Había habido tres asesinatos y no disponía de ninguna prueba. ¿Había sido realmente Florence Ivory, desquiciada por la pérdida de su hija?

Pero ¿y Cuthbert Sheridan? ¿Mero odio porque él también era contrario a dar más poder e influencia a las mujeres en el gobierno, en la justicia, la medicina y a saber qué otras cosas más? Hacía sólo doce años que las facultades de medicina abrían sus puertas a las mujeres, seis años que la mujer casada podía administrar y ser propietaria de sus propios bienes, cuatro desde que habían dejado de ser un mueble que pertenecía al marido.

Mas ¿quién sino una loca iba a asesinar a aquellos que no estaban dispuestos a cambiar? ¡Eso incluía a todo el mundo excepto un puñado de personas! No tenía sentido, pero ¿había que buscarlo en estas muertes?

Decidió acostarse; se le había pasado el frío y tenía sueño, pero su mente seguía igual de turbia.

Partió muy de mañana tras cruzar unas palabras con Charlotte sobre el hallazgo de Sheridan, el horror y la creciente sensación de pánico entre la gente.

—Esto no puede haberlo hecho Florence Ivory —dijo ella.

Pitt quería decir: «no, por supuesto, esto lo cambia todo». Pero no cambiaba nada. Una sensación tan grande de injusticia no tiene en cuenta la sensatez, ni siquiera la propia conservación. La razón no era un criterio aplicable a este caso.

—¿Thomas?

—Sí. —Pitt cogió su abrigo—. Lo siento, pero todavía podría ser ella.

Micah Drummond estaba ya en su despacho y Pitt subió directamente. Los diarios se amontonaban sobre su mesa y el que estaba encima proclamaba en sus titulares: «Tercer asesinato en Westminster Bridge» y «Otro diputado degollado cerca de la Cámara de los Comunes».

—El resto es más o menos igual, o peor —dijo Drummond—. Royce tiene razón; empieza a cundir el pánico. El ministro del Interior me ha hecho llamar; no se me ocurre qué puedo decirle. ¿Tenemos alguna novedad?

—La viuda de Sheridan conocía a la señora Ivory y a Africa Dowell —respondió Pitt—. Es miembro de una organización local en pro del sufragio femenino, y su marido era muy contrario a ello.

Drummond permaneció inmóvil unos momentos.

—Ah —dijo al fin, pero sin convicción ni certidumbre—. ¿Cree que eso puede tener algo que ver? ¿Una conspiración de sufragistas…?

Dicho en esos términos parecía absurdo, pero Pitt no podía olvidar la pasión de Florence Ivory, la pérdida que el tiempo había agravado. Florence era una mujer que no se detendría por miedo, por correr un riesgo personal ni por las creencias o dudas de otras personas. Pitt estaba seguro de que era capaz de hacerlo, tanto emocional como físicamente, contando con la ayuda de Africa, una mujer joven llena de idealismo, que reaccionaba con ardor ante las amargas injusticias de las que creía habían sido objeto Florence y su hija. Tenía la mirada del visionario o del revolucionario.

—¿Pitt? —Drummond interrumpió sus pensamientos.

—No, no creo —dijo, midiendo sus palabras—. A menos que dos personas formen una conspiración. Pero podría tratarse de una serie de coincidencias…

—Explíquese. —Drummond también empezaba a ver el perfil de una pauta, pero había demasiadas incógnitas. Él no había entrevistado a los implicados y no podía juzgar, y en el fondo de su mente estaban los titulares de la prensa, las caras asustadas de los altos cargos del gobierno que se sentían responsables y que ahora le azuzaban. Drummond no tenía miedo; no era de los que eludían el desafío o el deber, ni culpaba a los demás si no sabía por dónde salir. Pero tampoco eludía la gravedad de una situación—. Por Dios, Pitt, ¡quiero saber qué está pensando!

Pitt fue sincero.

—Temo que pueda haber sido Florence Ivory con la ayuda de Africa Dowell. Pienso que ella es lo bastante apasionada y radical para hacerlo. Desde luego tenía un motivo, y es muy posible que confundiera a Hamilton por Etheridge. Lo que no sé es por qué luego mató a Sheridan. Eso parece obra de alguien con una sangre fría pasmosa. Fue algo gratuito. Claro que puede haberlo hecho otro, tal vez un enemigo de Sheridan que sacara partido de una espantosa oportunidad.

—Y a usted le sabría mal que hubiera sido Florence Ivory —añadió Drummond con suspicacia.

—Sí. —Era cierto. Le había caído bien y le había afectado mucho su dolor, tal vez demasiado, pensando en sus propios hijos. Pero no era el primer asesino que le caía bien. Lo que no podía soportar eran los hipócritas, los santurrones, los que se cebaban en la humillación y el dolor ajenos—. Pero también creo que estamos muy lejos de la respuesta.

—¿Una conspiración política?

—Tal vez. —Pero Pitt lo dudaba; porque se trataría de un complot de dimensiones monstruosas, obra de locos.

Drummond se puso en pie y se acercó a la lumbre, frotándose las manos como si tuviera frío, aunque el despacho estaba caldeado.

—Hemos de resolver esto, Pitt —dijo sin condescendencia, mirándole a la cara; por un momento, la diferencia de cargo entre los dos dejó de existir—. Tengo a todos los hombres disponibles rastrillando los archivos de todos los descontentos políticos, los neorrevolucionarios, los socialistas radicales, los activistas irlandeses y galeses. Usted concéntrese en todo lo que sean motivos personales: codicia, odio, venganza, lujuria, chantaje; lo que se le ocurra como móvil para que un hombre asesine a otro; o una mujer, si usted lo cree posible. En este caso sobran mujeres con dinero para contratar a alguien que hiciera el trabajo sucio.

—Investigaré más de cerca a James Carfax. Y creo que habrá que indagar a fondo en la vida personal de Etheridge. Aunque no es probable que un marido o un amante ultrajado sea capaz de matar tres veces.

—La verdad es que nada parece probable, como no se trate de un astuto lunático que odia a todo diputado que viva en el lado sur del río. —Drummond lo dijo con una sonrisa sesgada—. Hemos doblado las patrullas en esa zona. Los parlamentarios están sobre aviso; me extrañaría mucho que alguno de ellos cometiera el descuido de cruzar el puente para volver a casa. —Se ajustó el corbatín y la chaqueta, y su cara perdió la pizca de humor que había mostrado—. Será mejor que vaya a ver al ministro del Interior. —Al llegar a la puerta se dio la vuelta y añadió—: Cuando terminemos con el caso, Pitt, le propondré para ese ascenso. Tiene mi palabra de que lo intentaré. Lo haría ahora mismo, pero le necesito en la calle hasta que esto termine. Usted se lo merece más que de sobra, y su salario lo va a notar mucho. —Dicho esto salió cerrando la puerta, dejando a Pitt junto al fuego, sorprendido y perplejo.

Drummond tenía razón, su ascenso se había ido postergando; el propio Pitt había sido el causante por su actitud hacia sus superiores, por una insubordinación no de hecho sino de manera de ser. Estaría bien que le reconocieran su talento; incluso tener más autoridad. Y el aumento de ingresos significaría mucho para Charlotte, no escatimar tanto en ropa, un viaje al campo o a la costa, incluso con el tiempo unas vacaciones en el extranjero. A lo mejor Charlotte podría conocer París.

Claro que eso significaría trabajo de oficina. Tendría que encargar a otros que salieran a la calle a interrogar a la gente y sopesar sus respuestas; sería otro el que habría de cumplir la ingrata tarea de informar a los afligidos, examinar muertos, practicar arrestos. Él se limitaría a dirigir, tomar decisiones, dar consejos, encauzar las investigaciones.

No le gustaría; a veces odiaría su trabajo y distanciarse del trabajo de calle con toda su crudeza, humanidad y pasión. Sus hombres le informarían de los hechos candentes, ya no estaría en contacto con la realidad de las personas.

Pero entonces pensó en Charlotte con la carta de Emily metida en el bolsillo de su delantal, esperando a que él se fuera para que no la viera leer los detalles de Venecia y Roma, todo el encanto de los sitios que Emily estaba visitando.

Aceptaría el ascenso, por supuesto que sí. Tenía que hacerlo. Pero antes tenían que atrapar al asesino de Westminster.

¿Podía ser James Carfax? No acababa de ver en aquel rostro agraciado, atractivo y un tanto superficial la crueldad necesaria para matar a tres hombres sólo para cobrar la herencia de su mujer, por mucho que la deseara.

¿Y Helen? ¿Quería lo bastante a su esposo, deseaba conservarlo hasta el punto de cometer esos crímenes, primero por él y luego para protegerse a sí misma? ¿O a él?

Pasó todo el día investigando asuntos financieros. Primero encontró el registro por la venta del cuadro de Helen Carfax, luego retrocedió en el tiempo para ver si había vendido otros bienes y descubrió que así era —pequeños bocetos, chucherías, un par de tallas—, antes de vender el cuadro cuya ausencia él había notado. No había modo de demostrar en qué había empleado el dinero resultante sin investigar sus cuentas privadas, y quizá ni siquiera entonces. Podía haber sido en vestidos y perfumes, para hacerse más atractiva a ojos de un marido distraído, o en joyas, o tal vez en gastos de medicinas o regalos para James u otra persona. O quizá jugando… algunas mujeres lo hacían.

Llegó a casa cansado y deprimido, poco después de las seis. No era solamente por la dificultad del caso, era la idea del ascenso, de encargar a otros el trabajo en vez de hacerlo él. Pero no podía dejar que Charlotte conociera sus sentimientos o eso la privaría de gozar de las recompensas que ello iba a traer consigo. Había que disimular como fuera.

Charlotte estaba en la cocina terminando el té de los niños y preparando el suyo. La habitación estaba caldeada y tenía el suave brillo de las lámparas de gas de la pared mientras fuera anochecía. Había fregado la mesa de madera, y se notaba aroma a jabón y pan caliente y a algo cuya fragancia Pitt no consiguió identificar.

Se acercó a ella en silencio, la estrechó y la besó, haciendo caso omiso de sus manos mojadas y de la harina que manchaba su mandil. Pasada la primera sorpresa ella reaccionó calurosamente, incluso con pasión.

Pitt fue directo al grano.

—¡Me van a ascender en cuanto se solucione este caso! ¡Eso significará mucho dinero, influencia y posición!

Ella le abrazó con más fuerza, hundiendo la cara en su hombro.

—¡Thomas, es maravilloso! Te lo mereces, ¡hace siglos que te lo mereces! ¿Seguirás investigando personalmente tus casos?

—No.

—¡Entonces también será más seguro!

Lo había hecho, se lo había dicho sin una sombra, sin que ella sospechara nada, aparte de la alegría y el orgullo inherentes al ascenso. Se sintió repentinamente solo. Ella ni siquiera sabía lo que le iba a costar; no tenía idea de lo mucho que él prefería estar en la calle, con la gente, palpando la suciedad y el dolor de la vida cotidiana. Era el único modo de entender las cosas. Pero eso eran tonterías. ¿Por qué se lo estaba diciendo así, sino justamente porque no quería que ella notara sus recelos? No podía estropearlo ahora. La apartó un poco y sonrió.

Ella escrutó su cara, y algo le hizo preguntar:

—¿Qué pasa?

—Nada, este caso —respondió él—. Cuanto más indago, menos lo entiendo.

—Cuéntame más cosas. Háblame de la última víctima. Serviré la cena. Gracie está arriba con los niños. Puedes explicármelo mientras comemos.

Y dando por sentado su consentimiento, Charlotte levantó la tapa de la sartén y removió un par de veces, llenando la cocina de un delicioso aroma. Luego cogió los platos que había puesto a calentar en el horno y sirvió estofado de cordero con puerros, rodajas de patata y nabos dulces y una pizca de romero que le daba sabor.

Pitt le contó todo cuanto había omitido en sus dispersos resúmenes previos, que habían sido más emocionales que lógicos, además de lo poco que había averiguado desde entonces y lo muy escaso que tenía sobre Cuthbert Sheridan.

Ella guardó silencio con la vista fija en su plato. Cuando por fin levantó los ojos, sus mejillas tenían un color subido y la expresión de vergüenza y desafío que él le había visto ya otras veces.

—Bien —dijo él—, ¿hasta qué punto estás metida en esto? Tu expresión no tiene que ver con nosotros y Emily está en Italia, ¿verdad?

—¡Desde luego! —Charlotte parecía casi aliviada—. Emily está en Florencia. La carta que recibí esta mañana venía de allí. Claro que ahora puede estar en otra parte.

—¿Y bien?

—Fue tía abuela Vespasia…

Él arqueó las cejas.

—¿Te llamó para descubrir al asesino de Westminster? —dijo con incredulidad.

—Bueno, sí, en cierto modo…

—Explícate, Charlotte.

—Verás, Africa Dowell es sobrina de una amiga íntima de Vespasia, Zenobia Gunne. Creen que la policía sospecha de ella, por lo visto con razón. ¡Por supuesto, yo no les he dicho que eras tú!

Pitt se la quedó mirando pero ella no pestañeó. Sabía guardar un secreto, a veces, y podía ser esquiva, con esfuerzo, pero a él no sabía mentirle, y ambos eran conscientes de ello.

—¿Y qué habéis descubierto? —preguntó al fin.

Charlotte se mordió el labio.

—Nada. Lo siento.

—¿Nada de nada?

—Bien, me he hecho amiga de Amethyst Hamilton…

—¿Cómo diantre lo has conseguido? ¿Es que tía Vespasia la conoce?

—No… Le dije una mentira. —Bajó la vista, avergonzada, y luego volvió a mirarlo—. Ella y su hijastro se odian mutuamente, pero yo no veo que eso pueda haberlos impulsado al asesinato. Ella llevaba casada muchos años, y no ha habido nadie nuevo…

—¿Y? —la instó él.

—Ha heredado mucho, pero eso no es razón suficiente, sobre todo para… —Volvió a callar.

—¿Para qué?

—Iba a decir que para matar también a Etheridge y Sheridan, pero imagino que una cosa no va necesariamente con la otra.

—No necesariamente. Puede que los dos últimos asesinatos pretendieran disimular el único que importa, o podría haberlos cometido un imitador. No lo sé.

Charlotte apoyó una mano sobre la de él.

—Pero lo sabrás —dijo con convicción, y él no supo si hablaba con la mente o el corazón—. Lo sabremos —añadió ella como si lo hubiera pensado mejor.