Un día después de que Pitt partiera hacia Lincolnshire, Charlotte recibió una carta en mano poco antes del mediodía. Nada más ver al lacayo con el sobre supo que la carta era de la tía abuela Vespasia; su primer temor fue que la anciana hubiera caído enferma, pero luego notó que el lacayo llevaba una librea corriente y que su rostro no reflejaba aflicción alguna.
Charlotte le hizo esperar en la cocina. Fue al salón, rasgó el sobre y leyó la letra menuda y un poco retorcida de Vespasia:
Mi querida Charlotte:
Una vieja amiga mía, que estoy segura te caería muy bien, recela de que su nieta favorita pueda ser sospechosa de asesinato. Ha venido a mí pidiendo ayuda, y yo te la pido a ti. Con tu experiencia y destreza quizá podamos descubrir la verdad, ¡al menos ésa es mi intención!
Si puedes acompañar a mi lacayo y venir a verme para empezar un plan de ataque esta tarde, hazlo por favor. Si no, escribe una nota y hazme saber cuándo tendrás un momento libre. Piensa que se nos acaba el tiempo. Afectuosamente,
Vespasia Cumming-Gould.
PD: No hace falta vestirse de gala para la ocasión. Nobby es una persona muy informal y su angustia supera cualquier otra consideración.
Sólo había una respuesta posible. Charlotte sabía bien qué era tener un sospechoso de asesinato entre los seres más queridos, y sentir el miedo al arresto, a la cárcel, al juicio, incluso temer la pesadilla de la horca. Lo había sabido recientemente con Emily. La tía Vespasia había estado a su lado en aquella ocasión. Por supuesto que iría.
—¡Gracie! —llamó mientras iba hacia la cocina—. Gracie, he de salir para ayudar a alguien en apuros. Deles a los niños el almuerzo, y el té si es necesario. Esto es una emergencia; volveré en cuanto pueda.
—¡Desde luego, señora! —Gracie apartó la vista del lacayo y del té que le estaba sirviendo—. ¿Se trata de un enfermo, señora, o de… —trató en vano de ocultar su excitación— se trata de…? —No encontró la palabra idónea para la mezcla de peligro y aventura que bailaba en su imaginación. Conocía las batallas de Charlotte contra el crimen, pero no se atrevía a hablar de ello abiertamente.
Charlotte sonrió con ironía.
—No, Gracie, no hay ningún enfermo —concedió.
—¡Oh, señora! —jadeó la chica, suspirando. Por su mente pasaron maravillosas aventuras—. ¡Tenga cuidado, señora!
Cuarenta minutos después Charlotte se apeó del coche asistida por el lacayo y subió los peldaños de la puerta principal de la casa de Vespasia. La puerta se abrió sin darle tiempo a poner la mano en la aldaba, lo cual indicaba que la estaban esperando, pero le sorprendió ser recibida por el serio y elegante mayordomo.
—Buenos días, señora Pitt. Lady Cumming-Gould está en el gabinete, si quiere usted pasar. El almuerzo se servirá en la sala del desayuno.
—Gracias. —Le entregó la capa y le siguió por el zaguán.
El mayordomo abrió la puerta y Charlotte entró en el salón.
Tía abuela Vespasia estaba junto al fuego sentada en su butaca favorita. Enfrente de ella había una mujer demacrada con un rostro de maravillosa y dinámica fealdad, pero tan lleno de inteligencia que no carecía de belleza: ojos oscuros, cejas aladas, nariz poderosa, boca risueña y tal vez tierna. Se acercaba a los sesenta y su cutis estaba estropeado por toda clase de intemperies, desde el viento oceánico al calor del sol tropical. Miró a Charlotte con curiosidad.
—Pasa, Charlotte —dijo Vespasia—. Gracias, Jeavons. Avísenos cuando esté listo el almuerzo. —Se volvió hacia la mujer—. Te presento a Charlotte Pitt. Si alguien puede ayudarnos de verdad, ésa es ella. Charlotte, te presento a Zenobia Gunne.
—Cómo está usted —dijo educadamente Charlotte, aunque una simple mirada de la mujer le hizo ver que esa formalidad iba a ser rápidamente olvidada.
—Siéntate —le ordenó Vespasia con un gesto de su mano con puño de encaje—. Tenemos mucho que hacer. Nobby te contará lo que sabemos hasta ahora.
Charlotte obedeció, notando la urgencia en la voz de Vespasia y comprendiendo que la otra mujer debía sentirse incómoda por haber ido a pedir ayuda a una desconocida.
—Le estoy muy agradecida —le dijo Zenobia a Charlotte—. La situación es ésta: mi nieta tiene una casa al sur del río, la heredó de sus padres, mi hermano menor y su esposa, a la muerte de ambos hace ahora doce años. Africa (mi hermano le puso ese nombre en honor a ese continente porque yo pasé muchos años explorándolo y él me quería mucho), Africa es una chica inteligente, de opiniones muy independientes y con una gran compasión, sobre todo hacia aquellos que padecen injusticias.
Zenobia estudiaba a Charlotte mientras hablaba, tratando ya de averiguar qué impresión estaba formándose.
—Hace un par de años Africa conoció a una mujer, doce o catorce años mayor que ella, que había abandonado a su marido llevándose consigo a su hija pequeña. Durante un tiempo pudo arreglárselas con sus propios recursos, pero en vista de las circunstancias Africa ofreció un hogar a ambas, madre e hija. Se fueron tomando mucho cariño mutuo.
»Bien, la parte de la historia que nos concierne es que el cruel marido de la mujer pretendía obtener la custodia de la niña. Ella recurrió a su representante en el Parlamento, quien prometió ayudarla, cosa que al principio hizo. Pero luego cambió de parecer y decidió apoyar al marido, quien a raíz de ello obtuvo la custodia de la niña. La madre no ha vuelto a verla.
—¿Y el marido ha sido asesinado? —preguntó Charlotte, temiéndose lo peor.
—No. —Los ojos de Zenobia se clavaron en los suyos, y Charlotte advirtió que en ellos había determinación y dolor a la vez, lo que justificaba los temores de Vespasia—. No, señora Pitt, es el parlamentario quien ha sido asesinado.
Charlotte tuvo un escalofrío, como si aquella trágica noche neblinosa en el puente hubiera invadido el salón. Era el caso de Thomas, que él le había resumido con tanta confusión y tacto. Charlotte sabía que todo Londres estaba consternado por los crímenes, no sólo por su naturaleza sino también por la identidad de las víctimas y la aparente facilidad con que hombres queridos y respetados, legisladores ambos, habían visto la muerte a un paso del Parlamento.
—Sí —musitó sin dejar de mirarla—. Los asesinatos de Westminster Bridge. Temo que la policía pueda sospechar de Africa y su huésped. La pobre mujer tenía motivos, desde luego, y ni ella ni Africa pueden probar su inocencia.
La descripción hecha por Pitt estaba fresca en la memoria de Charlotte, con su comentario sobre la aflicción de Florence Ivory y el apasionamiento que según él podía inducirla a matar. La pregunta rondaba la cabeza de Charlotte. ¿Habían sido ellas?
—Hemos de hacer lo posible por ayudar —dijo Vespasia antes de que el silencio llegara a ser doloroso—. ¿Por dónde sugieres que empecemos?
La mente de Charlotte era un torbellino. ¿Hasta qué punto conocía la tía abuela a aquella mujer? ¿Eran amigas de toda la vida o sólo conocidas? Les separaba una generación. Si habían sido amigas años atrás, ¿qué había pasado desde entonces entre ellas? ¿Cuánto habían cambiado, cuánto las había marcado la experiencia, qué cosas valoraban de un modo distinto? ¿Qué clase de mujer se dedicaba a explorar África? ¿Por qué? ¿Con quién? ¿Acaso valoraba la lealtad familiar por encima de las vidas de quienes no eran de su clase o parentesco? Era ridículo hablar de ello delante de la mujer, ya que no podría hacerlo con franqueza.
—Por el principio —dijo muy seria Zenobia, respondiendo a la pregunta de Vespasia—. Yo no sé si Africa es inocente. Lo creo así, pero no tengo la certeza, y entiendo que si tratamos de ayudarla existe una posibilidad de que estemos haciendo justo lo contrario. Yo estoy dispuesta a aceptar ese riesgo.
Charlotte hizo un esfuerzo por ordenar sus ideas y expresarlas de un modo coherente.
—Si no podemos probar su inocencia —dijo al fin—, habrá que ver si podemos descubrir quién es el culpable… y demostrarlo. —No tenía sentido ser falsamente modesta o decorosa con aquella mujer—. He leído algunas cosas en la prensa. —De momento no quería revelar que su marido era el detective encargado del caso; Zenobia podía pensar que no era imparcial, y eso obligaría a Vespasia a un doble problema de lealtad.
Charlotte sabía que lo propio de las señoras bien era leer los ecos de sociedad o, como mucho, algo de teatro o críticas de libros o de arte, pero no había lugar a fingir que era una mujer de delicada sensibilidad (incluso pudiendo salir airosa de la prueba) si pretendían descubrir a los autores de aquel crimen atroz.
—¿Qué sabemos de los hechos? —empezó—. Dos miembros del Parlamento son asesinados de noche en Westminster Bridge, les cortan el cuello y luego atan sus cuerpos a la farola del extremo sur. El primero es sir Lockwood Hamilton y el segundo Vyvyan Etheridge. —Miró a Zenobia—. ¿Por qué iba esa mujer…? ¿cómo dice que se llama?
—Florence Ivory.
—¿Por qué iba Florence Ivory a matarlos? ¿Estaban ambos relacionados con la pérdida de su hija?
—Solamente Etheridge. No tengo la menor idea de si la policía piensa que pudo haber matado también a sir Lockwood.
Charlotte se quedó perpleja.
—¿Está segura de que tiene motivos para temer algo, señorita Gunne? ¿No será que la policía se limita a interrogar a todo aquel que pudiera guardar rencor a cualquiera de las víctimas, con la esperanza de averiguar algo, y que no abrigan sospechas sobre la señora Ivory o su sobrina?
Zenobia sonrió con una mezcla de ironía, diversión y pena.
—Es una posibilidad, señora Pitt, pero Africa me dijo que fue a verlas un policía bastante raro. No las amenazó en ningún momento, y no pareció alegrarse al descubrir que tenían un poderoso motivo. Florence le contó la historia y no hizo ningún intento de ocultar su aflicción por la pérdida de su hija ni su odio hacia Etheridge. Africa tuvo la impresión de que el policía hubiera preferido descubrir una solución alternativa al caso; en realidad, está convencida de que la historia le deprimió. Pero también está segura de que el policía investigará y volverá a presentarse. Y puesto que no hay testigos de que estuvieron aquella noche en su casa, que cae cerca de Westminster Bridge, y como tienen motivos de sobra y Africa posee dinero suficiente para haber contratado al asesino, temen ser arrestadas.
Charlotte no pudo evitar temer lo mismo, con la salvedad de que no creía que hubieran matado también a Lockwood Hamilton. Y parecía improbable, pero no imposible, que hubiera otro asesino suelto en Londres.
—Entonces, si no fueron ellas —dijo—, tuvo que ser otra persona. ¡Tratemos de averiguar quién!
Zenobia pugnaba contra un pánico creciente. Lo consiguió, pero Charlotte adivinó en sus ojos que conocía la enormidad de la tarea, la práctica imposibilidad de la misma.
Vespasia se enderezó en su butaca y adelantó la barbilla, pero habló con más coraje que convencimiento, y las tres lo sabían.
—Estoy segura de que a Charlotte se le ocurrirá algo. Hablémoslo mientras almorzamos. ¿Pasamos a la sala del desayuno? Allí estaremos bien; los narcisos están en flor y la vista es siempre agradable.
Se puso en pie, rechazando la ayuda de Charlotte, y se dirigió hacia allí como si hubiera sido una reunión fortuita, la renovación de una vieja amistad y el establecimiento de una nueva, y no hubiera nada más en que pensar que pasar la tarde y ver a quién visitarían mañana.
La sala tenía suelo de parquet, como el vestíbulo, y unas cristaleras que daban a la terraza. Había aparadores llenos de porcelana de Milton en blanco y azul, y un servicio completo de Rockingham blanco con ribetes dorados. Se había dispuesto una mesa plegable y la sirvienta esperaba para servir la sopa.
Cuando ya empezaba el segundo plato, pollo con verduras, y los criados habían partido momentáneamente, Vespasia miró a Charlotte, y ésta supo que era el momento de hablar. Se olvidó de la deliciosa comida y del dulzor de los brotes de primavera.
—Si se trata de anarquistas o revolucionarios —dijo con cuidado, mientras intentaba no pensar en Florence Ivory y su hija, o en Zenobia Gunne, serena, atenta, pero plenamente consciente de la tragedia—, o de un loco suelto, entonces tenemos pocas posibilidades de descubrirlo. Por tanto, lo mejor sería dirigir nuestros esfuerzos hacia donde tenemos alguna posibilidad de éxito, lo que equivale a suponer que sir Lockwood Hamilton y el señor Etheridge fueron asesinados por alguien que los conocía y tenía una razón personal para desear su muerte. Hay muy pocos sentimientos lo bastante fuertes para impulsar a esos extremos a una persona: el odio, que ampara la venganza por injusticias pasadas; la avaricia; y el miedo, a algún peligro físico o perder algo muy querido, como la propia reputación, el amor, el honor, o simplemente la paz cotidiana.
—Sabemos muy poco de las víctimas —intervino Zenobia frunciendo el entrecejo, y haciéndose cargo una vez más de que la tarea podía ser más ambiciosa de lo que había pensado al acudir a Vespasia.
No era la dificultad lo que inquietaba a Charlotte, sino el temor de que a la postre descubrieran que había sido Florence Ivory quien había cometido los asesinatos, si no directamente, sí por el delito aún mayor de contratar a alguien para tal fin.
—Eso es lo que deberíamos empezar a investigar —dijo en voz alta, apartando las verduras de su plato; de repente, su exquisito sabor ya no le interesaba—. Estamos en mejor posición que la policía para entrevistarnos con la gente adecuada de modo y manera que podamos observarlos sin que se pongan en guardia. Y como en muchos sentidos estamos en una posición social similar, podemos comprender lo que hay más allá de sus palabras, lo que realmente piensan.
Vespasia dobló las manos sobre el regazo y prestó atención como una colegiala.
—¿Por quién deberíamos empezar? —preguntó.
—¿Qué sabemos de Etheridge? —inquirió Charlotte—. ¿Ha dejado viuda, familia, amante? —Vio con satisfacción que la cara de Zenobia no se azoraba ni daba muestras de haber sido ofendida en su decencia—. Y si de esto no sacamos nada, ¿tenía algún rival en el ámbito profesional o de negocios?
—El Times decía que era viudo y que deja una sola hija, casada con un tal James Carfax —dijo Vespasia—. Sir Lockwood dejó viuda y un hijo de su primer matrimonio.
—Excelente. Ya tenemos por dónde empezar. Para nosotras siempre será mejor entrevistarnos con mujeres y sacar luego conclusiones. Así que tenemos a la hija de Etheridge…
—Helen Carfax —apuntó Vespasia.
Charlotte asintió.
—Y lady Amethyst Hamilton. ¿El hijo está casado?
—No mencionaba nada al respecto.
Zenobia se adelantó.
—Yo conozco un poco a cierta lady Mary Carfax; hace ya mucho de eso pero creo recordar, si no me equivoco, que su hijo se llamaba James.
—Tendrás que ponerte en contacto con ella —dijo Vespasia.
La sinuosa boca de Zenobia apuntó hacia el suelo.
—Nos caíamos bastante mal —reconoció—. Ella siempre criticó que yo me fuera a África, entre otras cosas. Opinaba que yo deshonraba mi cuna y mi sexo comportándome del modo más inadecuado a la menor ocasión. Y yo pensaba de ella que era vanidosa, estrecha de miras y carente de imaginación.
—Las dos teníais razón —dijo Vespasia con acritud—. Pero como es improbable que ella haya mejorado con los años, y tú quieres sacarle información, no ella a ti, entonces eres tú la que tendrás que plegarte a sus prejuicios sociales, lo bastante al menos para mostrarte agradable con ella.
Zenobia se había enfrentado a los insectos y al calor del Congo, a las incomodidades de cruzar desiertos y navegar en canoa; había luchado contra la extenuación, las enfermedades, las iras de la familia, los funcionarios tozudos y los nativos amotinados. Había aguantado la nostalgia, el ostracismo y la soledad. Estaba más que a la altura de la autodisciplina requerida para ser cortés con lady Mary Carfax, ya que era tan necesario.
—Por supuesto —dijo—. ¿Qué más?
—Una de nosotras visitará a lady Hamilton —prosiguió Charlotte—. Tía Vespasia, quizá deberías hacerlo tú. No la conocemos, así que habrá que inventar una excusa. Podrías decir que conocías a sir Lockwood por tu trabajo en pro de la reforma social, y que has ido a darle el pésame.
—Yo no le conocía —replicó Vespasia, agitando una mano—. Y estoy de acuerdo en que eso no importa. Sin embargo, y puesto que es una mentira, igual podrías decirla tú. Yo iré a ver a Somerset Carlisle y me enteraré de todo lo que pueda en cuanto a la trayectoria política de los dos. Queda la posibilidad de que el crimen fuera político, y haríamos bien en cubrir también esa parte de la investigación.
—¿Quién es Somerset Carlisle? —preguntó Zenobia—. Creo haber oído ese nombre.
—Es diputado —respondió Vespasia—. Un hombre colérico y con sentido del humor. —Sonrió, y Charlotte adivinó qué clase de aventura estaba recordando ahora. La mirada azul de su tía abuela parecía distante y casi inocente—. Y siente pasión por la reforma. Estoy segura de que nos ayudará.
Zenobia trató de parecer esperanzada y casi lo logró:
—¿Cuándo empezamos?
—Cuando hayamos terminado de almorzar —respondió Vespasia, y un destello de satisfacción asomó a su cara al ver que la incredulidad daba paso a una súbita luz de esperanza en los ojos de Zenobia.
Estuvieron muy ocupadas al terminar la comida. La ropa que vestían para la reunión era absolutamente inadecuada para los recados que se habían propuesto. El informal atuendo de Zenobia, con muy pocas cosas a juego, sería un insulto para alguien con la susceptibilidad social de lady Mary Carfax, de modo que iría a casa y se pondría lo más de moda que tenía, que era un sencillo vestido del año anterior, pero mejor de lo que llevaba puesto. No era que careciera de recursos, sólo que juzgaba la ropa en función de si era o no práctica.
Preguntó a Charlotte si había algo en concreto que debiera decir a lady Mary, pero aquélla, temiendo que el encuentro iba a ser bastante azaroso, contestó que de momento era suficiente con reanudar su relación.
Vespasia se quitó el vestido ligero de andar por casa y se puso uno más cálido en lana azul cielo con chaqueta a juego, para no pasar frío por la calle. Añadió un toque de glamour porque le gustaba la belleza y no podía renunciar a ello en ninguna circunstancia. De haber decidido algo tan extraordinario como remontar el Congo en bote de remos, lo habría hecho con el pelo bien arreglado y con un vestido elegante y original. Además, le caía bien Somerset Carlisle y aún era lo bastante coqueta para desear que él la encontrara atractiva. Aunque tuviera unos treinta y cinco años menos que ella, Somerset seguía siendo un hombre.
Y para Charlotte buscó un vestido en color gris antracita con un delicioso polisón, que era a la vez sobrio para dar el pésame y elegante para proclamar que quien lo llevaba era una dama. Vespasia ya se había permitido anteriormente el lujo de resolver crímenes, y había sabido cuáles iban a ser las exigencias antes de enviar al lacayo a buscar a Charlotte. La doncella de Vespasia había estado atareada toda la mañana.
Así pues, Charlotte fue en el coche con su tía abuela, dejándola en la residencia de Somerset Carlisle antes de seguir hacia Royal Street.
Charlotte era valiente, pero cuando vio a Vespasia con la espalda recta como una baqueta y el sombrero ladeado con suprema elegancia, desapareciendo en el umbral, se sintió abrumada por la locura de su empresa. Le había halagado que su tía abuela acudiera a ella, y había hecho creer a Vespasia y a la señorita Gunne que era capaz de más de lo que en realidad era. Acabaría haciendo una tontería o, peor aún, agraviando a una mujer que había tenido una terrible pérdida en circunstancias horribles y, aún más doloroso, estaba dando falsas esperanzas a dos mujeres de edad que habían confiado en ella, cuando lo mejor habría sido depositar su confianza en la policía o en un buen abogado, cosa que ellas podían permitirse.
El coche avanzaba a buen ritmo por Whitehall; a esa hora de la tarde había pocos viandantes, y el tráfico rodado era muy escaso. Alcanzarían la sombra del Big Ben dentro de poco. Apenas tendría tiempo de serenarse antes de llegar a Westminster Bridge y cruzarlo hasta Royal Street. ¿Qué diablos iba a decir? Durante el almuerzo le había parecido una aventura; ahora le parecía ridículo, ¡y de muy mala educación!
¿Tendría que ordenar al cochero que diera un par de vueltas a la manzana mientras ella trataba de pergeñar alguna historia increíble? ¿Como qué, por ejemplo? «Buenas tardes, lady Hamilton, usted no me conoce, pero mi marido es policía, en realidad está investigando el asesinato de su marido, y creo que yo puedo averiguar algo. Voy a descubrir quién lo hizo y por qué, y empezaré por trabar amistad con usted. ¡Cuénteme su vida!». ¿Trataría de ser sutil? ¿O más bien optaría por ser sincera?
El coche se detuvo y momentos después la puerta se abrió y Charlotte se vio obligada a tomar la mano del lacayo y apearse. ¡Se había acabado el tiempo!
Le fallaron las piernas, como si sus rodillas no hubieran tenido hueso. Al pisar la acera, fue consciente de que el lacayo y el cochero la miraban.
—Espere, por favor —dijo en voz baja, y se recogió las faldas para dirigirse a la puerta de la casa. ¡Ni siquiera llevaba una tarjeta de visita! Ahora ya no tenía remedio.
Al abrirse la puerta, apareció una criada de negro, muy bien adiestrada como para mostrar sorpresa.
—¿Sí, señora?
No había otra salida que lanzarse.
—Buenas tardes. Me llamo Charlotte Ellison —dijo. Podía ser que recordaran el apellido Pitt—. Espero no molestar, pero admiraba tanto a sir Lockwood que he venido personalmente a expresar mis condolencias a lady Hamilton, en vez de escribirle una nota, cosa que me parecía un desaire. —Se quedó mirando la bandeja de plata que la criada le tendía en espera de una tarjeta, y notó que se sonrojaba—. Lo siento, he estado de viaje y he deshecho el equipaje a toda prisa. —Se obligó a sonreír—. Diga por favor a lady Hamilton que Charlotte Ellison sólo quiere expresarle el cariño de muchas personas que admiraban la cortesía y la compasión de sir Lockwood, y la sabiduría con que nos aconsejó durante nuestra lucha por ciertas reformas en la ley de pobres y en la educación de los niños indigentes. —Eso sería suficiente; sabía algo de ello por su desesperada lucha junto a Vespasia y Somerset Carlisle en la época de los asesinatos de Resurrection Row. Sonrió con todo su encanto y se mantuvo firme.
—Por supuesto, señora. —La criada dejó la bandeja vacía sobre la mesa del vestíbulo y la hizo pasar—. Si hace el favor de esperar en la salita, iré a ver si lady Hamilton puede recibirla.
Charlotte echó un vistazo rápido para hacerse una idea de la mujer en cuya casa se hallaba. Era una salita elegante, original, con pocos elementos. Tampoco veía la pugna entre dos personalidades, dos gustos distintos, ningún signo de que una segunda esposa hubiera ocupado el puesto de la primera. No había nada discordante, ningún recuerdo que chirriara. La única cosa que le pareció procedente del pasado era un cuadro de un jardín, descolorido y en exceso dulzón, poco acorde con las demás acuarelas, pero no desagradable, más un gesto sentimental que una intrusión.
Se abrió la puerta y apareció una mujer de negro. Era alta y esbelta, entre cuarenta y cinco y cincuenta años, y su pelo oscuro tenía toques de gris. Su rostro había conocido la tristeza mucho antes de este último revés, pero en él no había cólera ni rabia ante la vida, como tampoco autocompasión.
—Soy Amethyst Hamilton —dijo—. Mi doncella me ha dicho que se llama Charlotte Ellison y que ha venido a expresarme su condolencia por la muerte de mi esposo. Confieso que él no mencionó su nombre, pero ha sido usted muy considerada viniendo en persona. Como es lógico, ahora mismo no recibo visitas, aparte de quienes vienen a mostrar su compasión, de modo que iba a tomar el té sola. Si quiere acompañarme, por mí no hay inconveniente. —Una leve y fugaz sonrisa iluminó su cara—. Hay muy poca gente que se encuentre a gusto en una casa de luto; creo que su compañía me vendrá bien. Pero lo comprenderé si tiene otras visitas que hacer.
A Charlotte le invadió la culpa. Conocía el terrible aislamiento que acompaña al luto: había visto la soledad de Emily a la muerte de George el año anterior, que, como en el caso de esta mujer, se había agravado con el horror del asesinato, la carga de una investigación policial y el escándalo, y a la postre el miedo y la suspicacia de gente, impregnándolo todo de duda. Y hete aquí que ella estaba mintiendo a aquella mujer, valiéndose de la máscara de la piedad para indagar en los secretos de la familia, para conocer hechos y emociones normalmente disimulados en presencia de la policía, y todo porque Charlotte pensaba que ella era más capaz de penetrar en la vulnerabilidad de su clase y de su sexo.
—Gracias —dijo con un hilo de voz. Tragó saliva; era muy posible que Florence Ivory hubiera matado al marido de esa mujer al confundirle con otro hombre—. Me gustaría.
—Entonces acompáñeme al salón. Se está mejor allí. Dígame, señorita Ellison, ¿cómo fue que conoció a mi esposo?
—Verá, hace un tiempo participé en un intento de modificar las leyes sobre asilos. Por supuesto, yo no era más que una parte minúscula de ese intento; me limitaba a reunir información. Había gente mucho más importante, personas con influencia y discernimiento. Sir Lockwood fue muy bueno con nosotros en esa ocasión, y me dio la impresión de ser un hombre compasivo e íntegro.
—Sí, —Amethyst Hamilton asintió con una sonrisa, pasando al salón y ofreciéndole una silla junto a la lumbre—. No podría usted haberle descrito mejor —dijo al sentarse—. Había muchos que no estaban de acuerdo con él en ciertos temas, pero nunca supe de nadie que le juzgara deshonesto ni egoísta.
Amethyst tiró de la campanilla que tenía al lado, y cuando apareció la doncella le pidió té y, tras un vistazo a Charlotte, también pastas y emparedados. Luego siguió hablando.
—Es curioso la cantidad de gente que no quiere hablar de la muerte. Mandan flores o tarjetas, pero si vienen hablan del tiempo o de mi salud, o de la de ellos. De todo menos de Lockwood. Es como si quisieran privarle de la existencia. Reconozco que por mi parte es muy poco razonable; supongo que lo hacen en consideración a mis sentimientos.
—Y quizá también por engorro —añadió Charlotte antes de recordar que estaba haciendo una visita de cortesía; no conocía a esa mujer, y nadie le había pedido su sincera opinión. Notó que se ruborizaba un poco—. Perdone.
Amethyst se mordió el labio.
—Tiene usted toda la razón, señorita Ellison. Raramente sabemos cómo ser honestos con las emociones de los demás cuando nosotros no las compartimos. Es muy poco patriótico decirlo, pero me temo que es un verdadero defecto nacional.
—Desde luego. —Charlotte no había salido al extranjero, de modo que ignoraba si era o no un defecto nacional, pero acababa de afirmar que volvía de un viaje, así que no le quedaba otra salida que compartir esa opinión.
—Yo tenía una hermana —siguió apresuradamente— que murió en circunstancias trágicas, y me ocurrió exactamente lo mismo. Cuénteme todo lo que quiera de sir Lockwood, si es su deseo. No creo que eso me cause engorro o falta de interés. Parte del respeto que sentimos hacia quienes admiramos consiste en seguir hablando de ellos cuando ya no están aquí, y elogiarlos ante los demás.
—Es usted muy amable.
—En absoluto. —Charlotte volvió a sentir el aguijonazo de la culpa, pero ahora no podía volverse atrás—. ¿Cómo se conocieron? Imagino que fue muy romántico.
—¡Qué va! —Amethyst casi rio, y su rostro se ablandó con el recuerdo, el eco de la muchacha que había sido estaba en las líneas de su boca y la momentánea lisura de su frente—. Me tropecé con él en una reunión política a la que yo había asistido con mi hermano mayor. Recuerdo que llevaba un sombrero color crema con una pluma, y un collar de cuentas de ámbar que me gustaba tanto que no paraba de manosearlo. Por desgracia se rompió y las cuentas se esparcieron por el suelo. Me enfadé y me agaché para recogerlas, pero aún fue peor. El resto de las cuentas cayó en cascada. Un caballero pisó una de ellas y perdió el equilibrio, cayendo sobre una señora corpulenta que llevaba un perro en brazos. La mujer chilló, el perro dio un salto y se escabulló bajo las faldas de la que estaba a su lado. Todo lo cual hizo perder el hilo al conferenciante. Lockwood me miró con ceño y me dijo que me serenara, porque creo que yo estaba empezando a reírme. Pero al menos me ayudó a recuperar las cuentas de mi collar.
Amethyst sirvió el té después de despedir a la criada, y en los treinta minutos siguientes Charlotte se limitó a escuchar mientras ella le hablaba de su noviazgo y de un par de acontecimientos de la última época de su matrimonio. Lockwood Hamilton parecía haber sido una persona gentil y bastante seria que bajo su fachada pública era un hombre vulnerable, muy enamorado de su segunda esposa. A cada frase que oía, Charlotte encontraba más y más misterioso que alguien le hubiera cortado el cuello amparado en la penumbra de Westminster Bridge.
Habían dado las cuatro cuando la criada llamó a la puerta para anunciar al señor Barclay Hamilton.
Amethyst se puso lívida. En mitad de aquella rememoración feliz algo doloroso se había colado subrepticiamente en su mente dejando una estela de soledad y tragedia que le devolvía al presente.
—Dígale que pase. —La voz sonó un poco forzada. Se volvió hacia Charlotte—: Es el hijo de la primera esposa de mi marido. Espero que no le importe. Será una visita de cortesía, y no quiero que se sienta en la necesidad de dejarnos.
—Pero si se trata de asuntos de familia… ¿no les importunaré con mi presencia? Si usted quiere…
—No, no. De hecho no somos muy amigos. Es más, creo que su presencia hará las cosas más fáciles… para los dos.
Se lo estaba suplicando, pese a la formalidad de sus palabras, y Charlotte creyó obligado quedarse aun deseando no hacerlo.
La criada regresó con un hombre unos diez años más joven que Amethyst, muy delgado y con una cara interesante que la tensión había vuelto casi blanca. Miró sólo un momento a Charlotte, pero ella supo que le desconcertaba verla allí, y eso le quitó de la boca lo que había venido a decir.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, Barclay —respondió Amethyst con frialdad, volviéndose hacia Charlotte—. El señor Barclay Hamilton, la señorita Charlotte Ellison, que ha tenido la amabilidad de venir a darme el pésame.
—Cómo está usted, señorita Ellison. —Antes de que ella pudiera contestar, él se volvió a Amethyst—. Disculpa que me haya presentado a una hora poco adecuada. Traía unos papeles referentes a la finca. —Se los tendió, no tanto como si se los ofreciera cuanto para indicar la razón de su presencia.
—Eres muy amable —dijo Amethyst—. Pero no hacía falta. No estaba nerviosa por ello. Podías haberlos enviado y te evitabas el viaje.
Barclay puso cara de circunstancia; su boca adoptó un gesto duro.
—Son papeles de carácter reservado. Creo que no he hablado con claridad: se trata de escrituras de tierras y contratos de arrendamiento.
Si Amethyst se percató del tono, fingió que no, o le daba lo mismo.
—Estoy segura de que podrás ocuparte mejor que yo de esas cosas. A fin de cuentas, tú eres el albacea. —No le ofreció té ni le invitó a sentarse.
—Y mi obligación consiste en que tú te des cuenta de la situación y sepas qué propiedades posees en este momento.
Barclay la miraba, y ella finalmente se encendió, pero la sangre abandonó sus mejillas dejándola más pálida que antes.
—Gracias por cumplir con tu obligación. —Ahora se mostraba educada, pero tan distante que casi parecía grosera—. No esperaba menos de ti, por supuesto.
El tono de él fue igualmente puntilloso y gélido.
—Cumple tú con la tuya y mira esos papeles.
Ella se puso rígida y alzó la cabeza:
—¡Creo que olvidas con quién estás hablando!
Unas líneas blancas rodearon la boca de Barclay Hamilton, tal era la intensidad de sus sentimientos y el esfuerzo de su autodominio. Al hablar, la voz le tembló:
—Eso no lo he olvidado nunca, señora. Jamás, desde el día que nos conocimos, he olvidado ni por un momento quién es usted. Y pongo a Dios por testigo.
—Si ha terminado lo que ha venido a hacer —dijo ella en voz baja y serena—, creo que lo mejor será que se vaya. Buenas tardes, señor Hamilton.
Él inclinó la cabeza, primero a Amethyst y luego a Charlotte.
—Buenas tardes, señora; señorita Ellison… —Y salió del salón dando un portazo.
Por un momento Charlotte pensó en fingir que nada había pasado, pero era absurdo. Antes de la interrupción, ella y Amethyst estaban hablando como si fueran amigas; había habido un hilo de entendimiento que descartaba cualquier posible fingimiento. Habría sido un desaire, como dejarla plantada.
Pasaban los segundos y Amethyst no hacía nada. Charlotte esperó hasta que el silencio devino insoportable y luego se inclinó para verter los posos del té de Amethyst en la taza al efecto y volvió a llenarla de la tetera. Se acercó a ella.
—Tómese esto —le sugirió amablemente—. Ya veo que la relación es muy difícil. Sería necio que le ofreciera mi ayuda, seguramente no hay nada que yo pueda hacer, pero le ruego que acepte mi solidaridad. Yo también tengo parientes que me parecen muy difíciles. —Estaba pensando en la abuela.
Amethyst se dominó y aceptó la taza, sorbiendo el té en silencio.
—Gracias —dijo al fin—. Es usted muy atenta. Disculpe que la haya sometido a un enfrentamiento tan engorroso. No tenía la menor idea de que la cosa iba a ser tan… incómoda. —Pero ya no dijo más, ni ofreció explicación alguna.
Tampoco es que Charlotte lo esperara. Al parecer, Barclay Hamilton había aceptado tan mal que ella se casara con su padre que aún después de muchos años no la había perdonado. Quizá era una forma de celos, quizá su devoción hacia su madre era tan grande que le hacía imposible admitir que alguien ocupara su lugar. Pobre Amethyst, el fantasma de la primera lady Hamilton debía de haberla acechado a conciencia. En ese instante Charlotte sintió aversión por Barclay Hamilton, a pesar de que cuanto había visto en su rostro le había resultado agradable.
Se disponía a servirse otra pasta cuando la criada anunció a sir Garnet Royce, quien la seguía tan de cerca que Amethyst, de haberlo querido, no habría podido negarse a recibirlo. A juzgar por la serena certeza que expresaban sus ojos, sir Garnet daba por supuesto que su visita era oportuna. Al ver a Charlotte, levantó las cejas pero sin llegar a azararse.
—Buenas tardes, Amethyst; ¡buenas tardes!
—La señorita Charlotte Ellison —presentó Amethyst—. Ha tenido la bondad de venir en persona a darme el pésame.
—Qué amable —Garnet hizo una breve inclinación con la cabeza. Había cumplido con los buenos modales, y ahora la ignoró como habría hecho con el mayordomo o el ama de llaves—. Amethyst, ya está todo listo para el funeral. He hecho una lista de personas que creo sería oportuno invitar, y de las que se ofenderán si las excluimos. Puedes leerla, claro, pero estoy seguro de que estarás de acuerdo. —No hizo el menor ademán de enseñársela—. He escogido también un orden de rezos y varios himnos. Le pedí a Canon Burridge si podía dirigir. Yo creo que es el más idóneo para la ocasión.
—¿Me has dejado algo para mí? —La voz de Amethyst tuvo un deje especial, pero no era de extrañar dadas las circunstancias. A Charlotte le habría sabido mal que alguien se ocupara hasta ese punto de todo, pero quizá se había vuelto demasiado independiente desde su boda y su declive en la escala social. Garnet Royce hacía lo que juzgaba mejor para su hermana (su rostro reflejaba buena voluntad y sentido práctico) y Amethyst no puso ninguna objeción, aunque por un instante una arruga frunció su frente y ella pareció dispuesta a protestar, pero luego cambió de opinión.
—Gracias —se limitó a decir.
Garnet fue hacia la mesa donde Barclay Hamilton había dejado los documentos.
—¿Qué es todo esto? —Los examinó—. ¿Escrituras de propiedad?
—Sí, las ha traído Barclay —explicó Amethyst, y de nuevo una sombra de ira y dolor cruzó por su cara.
—Les echaré un vistazo. —Garnet hizo ademán de metérselos en el bolsillo.
—¡Te agradeceré que dejes esos papeles donde están! —le espetó Amethyst—. ¡Soy perfectamente capaz de examinarlos yo sola!
Garnet sonrió.
—Querida, tú no sabes nada de estas cosas.
—Pues aprenderé. Ya es hora, creo yo —replicó.
—¡Bobadas! —repuso él sin acritud—. No necesitas preocuparte por los detalles y la administración de la finca, ni aprender palabras nuevas. La ley es muy compleja para una mujer, querida hermana. Deja que tu asesor se asegure de que todo está en orden; yo así lo creo, habida cuenta de que Lockwood era meticuloso con sus cosas. Ya te explicaré en qué se traduce eso, qué es lo que posees, y te aconsejaré qué pasos has de dar, si hace falta. Dudo que haya que retocar muchas cosas. Deberías tomarte unas vacaciones, alejarte de todo esto, serenarte y animarte un poco. Créeme, querida, yo todavía recuerdo claramente mi propio duelo. —La cara de Garnet se ensombreció con un recuerdo que no compartía salvo por alusión, y Amethyst no le dijo nada. Debía de tratarse de una pérdida antigua o anulada ahora por la herida tan reciente de ella.
»Ve a pasar unas semanas a Aldeburgh. —Garnet la miró otra vez solícito—. Pasea junto al mar, disfruta del aire, visita a gente agradable y habla de las cosas del campo. Aléjate de Londres hasta que todo esto haya terminado.
Ella apartó la vista y miró por el pequeño espacio que quedaba en la ventana por debajo de la cortina.
—Creo que no me apetece.
—Te conviene, querida —dijo él con suavidad, guardándose los papeles en el bolsillo—. Después de lo ocurrido necesitas un cambio. Estoy seguro de que Jasper diría lo mismo.
—¡Desde luego! —exclamó ella—. ¡Siempre está de acuerdo contigo! Pero eso no quiere decir que tenga razón. No me apetece irme por ahora, ¡y no quiero que me coaccionen!
Él meneó la cabeza.
—Eres muy obstinada, Amethyst. Casi diría que testaruda, cosa que en una mujer no está bien. Pones las cosas muy difíciles a los que quieren ayudarte.
A Charlotte le recordó a su padre por su firme determinación de proteger al prójimo, y al mismo tiempo su absoluta ignorancia de lo que los demás sentían en el fondo, de lo que podían pensar o anhelar.
—Aprecio tus desvelos, Garnet —dijo Amethyst, empeñada en conservar la paciencia—. Aún no estoy preparada para irme. Cuando lo esté te lo diré, y si tu invitación continúa en pie, aceptaré encantada. Por el momento pienso quedarme en Royal Street. Y haz el favor de devolverme esas escrituras. Ya es hora de que sepa cómo administrar yo sola las propiedades. Soy viuda, y será mejor que aprenda a conducirme como tal.
—Te conduces magníficamente, querida. Jasper y yo nos ocuparemos de tus casas y te aconsejaremos, y ni que decir tiene que los asuntos financieros y legales los llevarán personas competentes. Y si más adelante decidieras casarte otra vez, procuraremos pensar en alguien apropiado.
—¡Yo no quiero volverme a casar!
—Bueno, por ahora no, claro. No sería muy decoroso, aunque lo desearas. Pero dentro de un año o dos…
Ella se le encaró.
—¡Garnet, haz el favor de escucharme por una vez en tu vida! ¡Quiero familiarizarme con mis propios asuntos!
Su terquedad, esa ciega negativa a ser juiciosa, lo exasperaba, pero procuró mantener el tono ecuánime y la expresión serena.
—Estás en un gran error, pero creo que cuando hayas tenido un poco de tiempo te darás cuenta de lo que digo. Naturalmente, estás bajo los efectos de la tragedia. Sé muy bien cómo te sientes ahora, querida. Sí, lo sé, Naomi murió de escarlatina —frunció el entrecejo—, pero la sensación de pérdida es exactamente la misma, sea cual sea la causa.
Amethyst agrandó los ojos de sorpresa, y luego algo le vino a la memoria, algo que la confundió e instaló en su cara la piedad y la incredulidad. Él no pareció advertir nada. Estaba abismado en sus ideas y sus planes.
—Vendré a verte mañana o pasado. —Se volvió hacia Charlotte, recordando su presencia—. Muy amable de su parte por haber venido, señorita. Ellison. Que tenga un buen día.
—Igualmente, sir Garnet —contestó ella, poniéndose de pie—. Creo que ya es hora de que me vaya.
—¿Ha venido en cabriolé?
—No, tengo mi coche afuera —dijo ella sin pestañear, como acostumbrada a tener un carruaje siempre a su disposición. Luego le dijo a Amethyst—: Gracias por concederme su tiempo, lady Hamilton. Vine a darle el pésame y he disfrutado de su compañía más que de muchas otras personas. Se lo agradezco.
Por primera vez desde el anuncio de la visita de Barclay Hamilton, Amethyst sonrió abiertamente.
—Vuelva cuando quiera, si a usted no le importa.
—Será un placer —dijo Charlotte sin saber si ello sería posible, y sin la menor esperanza de que pudiera ayudar en algo a Florence Ivory y Africa Dowell. De hecho, su visita no había hecho más que confirmar que Lockwood Hamilton era justo lo que parecía ser, y que debieron confundirlo con otra persona, presumiblemente la segunda víctima, Vyvyan Etheridge.
Se despidió de ellos y montó en el coche de Vespasia con la sensación de no haber logrado nada, salvo quizá la eliminación de cierto hilo de pensamiento. Le resultaría muy difícil creer que Amethyst Hamilton hubiera tenido algo que ver en la muerte de su marido. Le pediría a tía Vespasia que indagara más acerca de Barclay Hamilton; tal vez podrían sacar algo de su madre, aunque las posibilidades eran remotas. Más oscuro le parecía el personaje de Florence Ivory. Cuanto antes pudiera formarse una impresión personal de ella, mejor.
—A Walnut Tree Walk, por favor —le dijo al cochero, antes de darse cuenta de que sobraba el «por favor»; al fin y al cabo estaba dando órdenes a un sirviente, no pidiendo algo a un amigo. Había olvidado cómo comportarse debidamente.
Zenobia Gunne abrigaba en su propio coche los mismos recelos que antes Charlotte en el de Vespasia. No le tenía miedo a Mary Carfax, pero le caía mal y sabía que ese sentimiento era compartido. Zenobia necesitaba una razón muy poderosa para ir a visitarla sin previo aviso, y Mary no iba a creer una que no lo fuese. La última vez que se habían visto, en un baile en 1850, Mary era una mujer de frágil a imperiosa belleza, recién prometida a Gerald Carfax de manera satisfactoria pero nada romántica. Zenobia estaba soltera. Ambas se habían enamorado, cada cual a su modo, del capitán Peter Holland. Con Mary había sido gentil y deslumbrante, y ella de pronto había visto cómo se le escapaba toda posibilidad de romance al estar ligada a Gerald; con Zenobia había sido un hombre demasiado pobre para tener esposa, pero siempre divertido e imaginativo, su boca siempre presta a la sonrisa, sensible a lo bello y también a lo divertido, un hombre valiente, tierno y gracioso al que ella había amado profundamente. Peter había muerto en Crimea, y Zenobia no había vuelto a amar a nadie con la misma intensidad, o sin sentir que volvían todos sus sueños. Y con cualquier otro hombre, en los momentos más tiernos, eran los ojos de Peter los que veía, la risa de Peter la que oía.
A raíz de aquello había visitado África por primera vez, escandalizando a su familia así como a Mary Carfax. Pero ¿qué importaba, si el capitán había muerto? Mejor estar sola que vivir una ficción con otro.
Mientras el coche corría por las calles en dirección a Kensington, Zenobia se devanaba los sesos tratando de encontrar una historia verosímil. Ya era bastante difícil incluso para una vieja amiga y confidente sacar algo útil que arrojase alguna luz sobre el asesinato de Vyvyan Etheridge; ¡pero si no conseguía pasar de la puerta, ni siquiera sacaría eso!
¿Recordaba Mary aquel baile? ¿Sabía que Peter quería a Zenobia, y que ésta le habría convencido de que no le importaba el dinero ni la alta sociedad, de no ser porque él murió en la batalla de Balaklava? ¿O Mary seguía pensando que habría sido ella la elegida, de haber tenido él la libertad de elegir a alguien?
¡La clave era la desesperación! Debía hablar con sinceridad, dentro de lo posible. Debía encontrar un motivo sobre el cual mentir de forma convincente; las emociones eran más difíciles de simular. Ya no sabía qué hacer, necesitaba saber… ¡exacto!: necesitaba saber el paradero de una amiga común de aquellos tiempos, y su desespero la había hecho acudir a Mary Carfax. Mary se lo tragaría. Pero ¿qué le diría con respecto a quién estaba buscando? No podía ser nadie lo bastante fácil de encontrar sin recurrir a otra persona. ¡Ah! Beatrice Allenby era la candidata ideal. ¡Se había casado con un belga fabricante de queso y vivía en Brujas! No podía esperarse que nadie tuviera esa información. Y a Mary Carfax le encantaría hablar de ello: era un escándalo a pequeña escala, una chica de buena familia podía casarse con un barón alemán o un conde italiano, pero nunca con un belga ¡y menos si fabricaba queso, de la clase que fuera!
Para cuando llegó a Kensington, Zenobia se había serenado y llevaba la historia ensayada mentalmente al detalle. Un niño con un aro y un palo pasó por su lado corriendo, perseguido por su institutriz. Zenobia sonrió y subió los escalones. Entregó su tarjeta a la criada, miró fijamente a la muchacha, que era más bien descarada, y vio satisfecha cómo se dirigía a dar la noticia a su señora.
La criada regresó momentos después y llevó a Zenobia hasta el salón. Como había supuesto, la curiosidad de Mary Carfax era demasiado grande para hacerla esperar.
—Cuánto me alegro de verla, señorita Gunne, después de tantos años —mintió con una gélida sonrisa—. Tome asiento, por favor. —Su atención era cortés, pero también había un excesivo interés, una forma de recordar que Mary era ligeramente más joven que Zenobia, hecho que había atesorado como oro en paño durante su juventud y que ahora no iba a pasar por alto—. ¿Le apetece tomar algo? ¿Una tisana, quizá?
Zenobia contuvo la respuesta que le vino a los labios y forzó la apertura que había planeado.
—Gracias, es muy amable. —Se sentó en el borde de la silla, como dictaban las normas de urbanidad, y no apoyada en el respaldo, que habría sido más cómodo—. Tiene usted buen aspecto.
—Yo diría que es el clima —respondió lady Mary con toda la intención—. Es bueno para el cutis.
Zenobia, tostada por el sol de África, ansió dejarla con la palabra en la boca pero se acordó de su sobrina y lo omitió.
—Estoy segura —concedió de mala gana—. Con tanta lluvia…
—Hemos tenido un invierno bastante agradable —la contradijo lady Mary—. Pero usted no habrá estado aquí para disfrutarlo, ¿verdad?
Zenobia le dio gusto.
—No; he regresado hace muy poco.
Las cejas de lady Mary se enarcaron.
—¿Y ha venido a verme a mí?
Zenobia no movió ni un músculo.
—Quería visitar a Beatrice Allenby, pero no puedo dar con ella. Por lo visto, nadie sabe dónde reside actualmente. Y como recordaba que usted y ella eran muy amigas, he pensado que tal vez supiera alguna cosa.
Lady Mary forcejeó consigo misma; la ocasión de hablar de un escándalo se impuso.
—Por supuesto, ¡aunque, la verdad, no sé si debería contárselo! —dijo.
Zenobia fingió sorpresa y preocupación:
—¡Santo cielo! ¿Alguna desgracia?
—No es la palabra que yo habría escogido.
—¡Oh! ¿No se referirá a un crimen?
—¡Pues claro que no! La verdad, tiene usted una mente tan… —Lady Mary se contuvo a tiempo de no ser grosera. Eso habría sido una vulgaridad, y Zenobia Gunne le caía demasiado mal para ser vulgar delante de ella—. Se ha acostumbrado usted a la conducta poco convencional de los extranjeros. Naturalmente que no hablo de un crimen, más bien de… una catástrofe social. Se casó con quien no debía y ahora vive en Bélgica.
—¡Dios mío! —Zenobia consiguió que su asombro fuera perfecto—. ¡Eso es extraordinario! Bueno, en Bélgica hay ciudades preciosas. Personalmente creo que será feliz allí.
—¿Con un fabricante de queso? —añadió lady Mary.
—¿Un qué?
—¡Un fabricante de quesos! —espetó, dejando que las palabras despidieran toda su fragancia comercial.
Zenobia recordó conversaciones parecidas años atrás, y la cara de Peter Holland siempre risueña. Sabía qué habría pensado él, qué le habría dicho a Mary sin darle tiempo a respirar. Arqueó las cejas.
—¿Está segura?
—¡Pues claro que lo estoy! —espetó lady Mary—. ¡No son cosas en las que una se equivoque fácilmente!
—Caramba. ¡La madre de Beatrice debe de estar horrorizada! —Zenobia recordó claramente a la señora Allenby, la cual se habría alegrado de cualquier marido siempre y cuando Beatrice no se quedara en casa.
—Es lógico —concedió lady Mary—. ¿Y quién no? ¡Aunque la culpa no fue más que suya! No vigilaba a su hija como hubiera debido. Hay que estar siempre ojo avizor.
Era la apertura que Zenobia había estado esperando.
—Por descontado, su hijo se casó muy bien, ¿no es cierto? Claro que oí decir que era un joven muy apuesto. —No sabía nada al respecto, pero a ninguna madre le importaba que calificaran de apuesto a un hijo suyo; seguro que así se lo parecía. Había muchas fotografías por toda la habitación, pero Zenobia era demasiado corta de vista para apreciarlas. Podrían haber sido de cualquiera—. Y con mucho encanto —añadió por si acaso—. Menos mal. Los jóvenes apuestos suelen ser maleducados, como si el placer de mirarlos les diera carta blanca para conducirse mal.
—Desde luego —dijo lady Mary—. ¡Podría haberse casado con quien hubiera querido!
Era una clara exageración, pero Zenobia hizo oídos sordos. Recordó lo pomposo que había sido Gerald Carfax y se imaginó el prolongado tedio de Mary con el paso de los años, el breve sueño de amor que se desvanecía al fin, porque recordarlo hacía insoportable el presente.
—Entonces se casó por amor. Qué bonito —observó—. No hay duda de que será muy feliz.
Lady Mary inspiró para declarar que así era pero luego recordó el asesinato de Etheridge y comprendió que no sería afortunado decir tal cosa.
—Sí, bueno…
Zenobia esperó con la pregunta reflejada en su cara.
—Su suegro murió trágicamente hace muy poco. Él aún está de luto.
—¡Oh! ¡Dios mío! —Zenobia fingió darse cuenta de repente—. ¡Pero claro! Vyvyan Etheridge, asesinado en Westminster Bridge. Una verdadera catástrofe. Le ruego que acepte mis condolencias.
Lady Mary tensó el gesto.
—Gracias. Para ser alguien que ha regresado de los confines del Imperio, está usted muy bien informada. Debo decir que yo creía que una estaba a salvo de estas cosas en Londres, ¡pero está visto que no! En cualquier caso, no me cabe duda de que todo se resolverá pronto y quedará olvidado. No puede tener nada que ver con nosotros.
—Naturalmente —dijo Zenobia con dificultad. Recordó por qué le caía tan mal Mary Carfax—. No es como casarse con un fabricante de queso, claro.
Lady Mary no captó el sarcasmo; su inteligencia no daba para tanto.
—Casi todo depende de la educación —dijo—. James jamás habría hecho una cosa tan egoísta e irresponsable. Yo no le habría permitido barajar una idea semejante cuando era joven, y ahora que es un hombre adulto sigue respetando mis deseos, como es lógico.
Y tus cuartos, pensó Zenobia, pero no dijo nada.
—¡Y no es que no tenga genio! —Miró a Zenobia con un destello de desaprobación que contenía la sombra de una sonrisa—. Tiene muchas amistades elegantes, y desde luego no permite que su esposa se entrometa en sus… placeres. Una mujer tiene que saber estar en su sitio; ésa es su mayor fuerza, su verdadero poder. Usted también lo sabría, Zenobia, si lo hubiera conservado en lugar de recorrer innecesariamente países paganos. No hay motivo para que una inglesa vaya de acá para allá, sola, con prendas chabacanas y metiéndose donde no le llaman. La aventura es cosa de hombres, como otras muchas actividades.
—¡De lo contrario acaba una casándose con un fabricante de queso en vez de con un heredero! —le espetó Zenobia—. Imagino que la esposa de James habrá heredado una fortuna.
—No tengo ni idea. Yo no pregunto a mi hijo por sus asuntos financieros. —La voz de lady Mary sonó fría pero su boca mostraba un pliegue de satisfacción.
—Los asuntos financieros de su nuera —la corrigió Zenobia—. El Parlamento ha aprobado una ley según la cual los bienes de la esposa pertenecen a ésta, no a su marido.
Lady Mary arrugó la nariz y su sonrisa permaneció allí.
—Una mujer que amara y confiara en su marido seguiría dejándolo al cuidado de éste —replicó—. Mientras estuviera vivo. Como usted sabría si hubiera disfrutado un matrimonio feliz. No es propio de mujeres implicarse en tales cosas. ¡En cuanto empecemos a hacerlo, Zenobia, los hombres dejarán de cuidarnos como deberían! Por el amor de Dios, mujer, ¿es que no tiene entendederas?
Zenobia soltó una carcajada. Detestaba a Mary Carfax y todo lo relacionado con ella, pero por primera vez desde su separación treinta y ocho años atrás, creía entenderla un poco, y esa sensación iba acompañada de cierta calidez.
—¡Yo no le veo la gracia! —dijo lady Mary.
—Lo creo —asintió Zenobia entre risas—. Siempre le pasó lo mismo.
Lady Mary alcanzó la cuerda de la campanilla.
—Tendrá otras visitas que hacer; no quiero entretenerla más, Zenobia.
No tenía más salida que despedirse. Se puso en pie. La visita había sido un completo desastre, pero pensaba marcharse con dignidad.
—Gracias por darme la noticia de Beatrice Allenby. Sabía que usted era la persona que podía saber lo ocurrido… y que no podría callárselo. Ha sido una tarde encantadora. Hasta la vista.
Y cuando la criada abría la puerta en respuesta a la campanilla, ella salió, cruzó el vestíbulo y abandonó la casa tan pronto la puerta principal estuvo abierta. Una vez en la calle maldijo generosamente en un dialecto que le había enseñado en el Congo un nativo. No había conseguido nada que pudiera ayudar a Florence Ivory o a Africa Dowell.
Vespasia tenía la misión más sencilla, pero por otro lado era la única que podía llevarla a cabo. Conocía bien el mundo de la política, a diferencia de Charlotte y de Zenobia; poseía la categoría y la reputación necesarias para abordar casi a cualquiera, y gracias a sus muchas batallas en pro de la reforma social había adquirido la experiencia de saber muy bien cuándo le mentían o se la sacaban de encima con una versión corregida de la verdad, adecuada para mujeres y aficionados.
Tuvo suerte de encontrar a Somerset Carlisle en casa, pero de haber estado ausente ella le habría esperado. El asunto era demasiado urgente para posponerlo. Lógicamente, no se lo había dicho así a Zenobia, pero cuantos más detalles sabía, más temía que la policía pudiera presentar excelentes cargos contra Florence Ivory, si no es que ella era verdaderamente culpable. Si Zenobia no hubiera tenido el carácter que tenía —excéntrica, fogosa, solitaria y de inclinaciones profundas y duraderas— Vespasia habría eludido cualquier implicación en el asunto. Pero ya que había accedido a ayudar, la cosa menos cruel que se le ocurría pensar era que cuanto antes descubrieran la verdad, mejor para todos. Había la remota posibilidad de que encontraran otra solución; si no, como mínimo acabarían con la intriga que corroía a Zenobia, ese atroz vaivén entre la esperanza y la fría desesperación a medida que una información se solapaba a otra. Y tan duro como cualquier revelación era el gris silencio de la espera, no saber qué iba a pasar, tratar de componer mentalmente lo que la policía podía estar pensando.
Vespasia lo había experimentado a raíz de la muerte de George, y sabía lo que debía sentir Zenobia como no podía hacerlo un profano.
Por consiguiente no tuvo el menor escrúpulo en mandar a Charlotte a cualquier recado que pudiera resultar de utilidad. Habría hecho igual con Emily si ella no hubiera estado en Italia, y además se alegraba mucho de ocupar el tiempo de Somerset Carlisle y utilizar su talento, si es que podía sacar algo de él.
Carlisle la recibió en su estudio. Era una habitación más pequeña que el salón, pero muy confortable, amueblada con cuero viejo y de madera bien encerada que devolvía la luz de la lumbre. El espacioso escritorio estaba lleno de papeles y libros abiertos, con tres plumas estilográficas, media barrita de lacre y varios sellos de correos.
Somerset Carlisle era un hombre delgado de cuarenta y tantos años, con el aspecto de quien ha quemado todos sus excesos de energía en una actividad implacable, un rostro donde la emoción y la ironía estaban tan cerca de la superficie que sólo los años de disciplina las mantenían dentro de los límites del buen gusto, no porque creyera o temiera las teorías de otros, sino porque sabía que no era práctico desconcertar a la gente. Sin embargo, como Vespasia sabía muy bien, poseía una imaginación ilimitada y era capaz de estar a la altura de cualquier circunstancia, por más extraña que fuera, siempre y cuando le pareciera justa.
Carlisle se sorprendió al verla. Una dama de la categoría de Vespasia no se habría presentado en su casa sin una razón de peso; conociéndola, seguro que tenía que ver con algún crimen o injusticia.
Al entrar ella, se levantó, desparramando sin querer un montón de cartas, a lo que hizo caso omiso.
—¡Lady Cumming-Gould! Siempre es un placer verla. Siéntese, por favor. —Apartó a un gato de la silla y sacudió el asiento con la mano, atusando el cojín—. ¿Quiere que pida el té?
—Quizá más tarde —dijo ella—. De momento sólo necesito su ayuda.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
El gato se acercó sigilosamente al escritorio, saltó a él e intentó trepar a una pila de libros.
—¡Hamish! —exclamó Carlisle—. ¡Baja de ahí, tonto! —El gato le ignoró—. ¿Ha ocurrido algo? —preguntó a Vespasia.
—Desde luego —concedió ella, recordando con una agradable sensación lo bien que le caía aquel hombre—. Dos diputados han sido asesinados en Westminster Bridge. Degollados.
Las pobladas cejas de Carlisle se alzaron.
—¿Eso la ha traído aquí?
—No, por supuesto que no. Estoy preocupada porque la policía sospecha de la sobrina de una buena amiga mía.
—¿Una mujer? —dijo él, incrédulo—. No parece un crimen propio de una mujer, ni por el modo ni por el lugar. ¿Es que Thomas Pitt lo cree así?
—La verdad es que no lo sé —confesó ella—. Pero creo que no, o Charlotte lo habría mencionado, suponiendo que ella sepa algo. Últimamente ha estado muy absorta con la boda de Emily.
—¿La boda de Emily? —Somerset estaba asombrado, y complacido también—. No sabía que hubiera vuelto a casarse.
—Pues sí, con un joven encantador y sin un penique en el bolsillo. Pero no es tan catastrófico como puede parecer; yo creo, aunque en estas cosas es difícil afirmar nada, que él la quiere mucho y ha demostrado su fidelidad incluso en momentos muy difíciles; le gusta la aventura y tiene un agradable sentido del humor, así que la cosa podría salir bien. Al menos ha empezado felizmente, cosa que no siempre ocurre.
—Pero le preocupa la sobrina de su amiga, ¿verdad? Conque le ha dado por asesinar diputados, ¿eh?
Ella sabía que su tono frívolo no quería decir que no apreciara la gravedad de la situación.
—Porque la segunda víctima le prometió ayudarla a conservar la custodia de su hija y luego renegó de su palabra y ayudó al marido, a resultas de lo cual ella perdió la niña y es probable que no vuelva a verla más.
Él frunció la frente.
—¿Por qué? ¿Por qué una madre habría de perder la custodia de su hija? —preguntó.
—Se la considera no idónea para educar a una niña debido a sus opiniones. Por ejemplo, cree que las mujeres deberían tener derecho a votar sus representantes en el Parlamento y los ayuntamientos, y se ha relacionado con la señora Bezant en su lucha por un salario digno y por las mejoras de las condiciones para las chicas que hacen fósforos en Bryant Mays. Usted sin duda sabrá mejor que yo la cantidad de chicas que mueren de necrosis de mandíbula debido al fósforo y se quedan calvas antes de los veinte años por llevar cajas sobre la cabeza.
El semblante de Carlisle se ensombreció.
—En efecto. Dígame, Vespasia —dijo, saltándose las formalidades—, ¿cree usted que esa mujer pudo matar a los diputados?
—Sí. Pero no la conozco personalmente. Tal vez crea lo contrario cuando lo haga, aunque lo dudo. Zenobia Gunne también opina lo mismo. Pero he prometido ayudarla. Por eso he venido a preguntarle si sabe usted algo sobre Lockwood Hamilton o Vyvyan Etheridge que pudiera ayudarnos a descubrir quién los asesinó, tanto si fueron Florence Ivory y Africa Dowell u otras personas.
—¿Dos mujeres?
—Florence es la madre que perdió a su hija; Africa es la sobrina de Zenobia, con quien la señora Ivory comparte casa.
Pensativo, Carlisle se levantó, fue hasta la puerta, pidió té y emparedados y volvió a sentarse frente a Vespasia, teniendo que quitar primero a Hamish de la silla.
—Naturalmente, cuando me enteré de los asesinatos lo primero que pensé fue que era obra de anarquistas, de un lunático o de alguien con un motivo personal, aunque confieso que esto último me pareció improbable tras la muerte de Etheridge.
—¿Tenían alguna cosa en común? —preguntó Vespasia.
—Lo ignoro, pero supongo que lo mismo que podrían tener en común otras doscientas personas.
—Entonces habrá que suponer que asesinaron a uno de los dos por error —concluyó ella—. ¿Le parece posible?
Carlisle reflexionó.
—Sí. Ambos vivían en el lado sur de Westminster Bridge, un agradable paseo hasta casa en una noche primaveral. Ambos eran de constitución mediana, de rasgos conspicuos como el pelo gris perla, pálidos y de facciones más bien alargadas. Yo nunca los habría confundido, pero es posible que a oscuras y alguien que no los conociera mucho… Eso significaría que Etheridge era el objetivo del asesino y Hamilton una equivocación; no es posible que el error fuera el segundo.
—Dígame lo que sepa de Etheridge. —Vespasia se apoyó en el respaldo y entrelazó las manos sobre el regazo.
Por unos segundos Carlisle permaneció en silencio, ordenando sus ideas, momento en el que llegó el té.
—Su carrera fue sólida pero nada espectacular —empezó—. Tenía propiedades en dos o tres condados, también en Londres, y recursos suficientes, pero se trata de dinero viejo. Él no ganaba mucho.
—¿Política? —interrumpió ella.
—Ahí está lo más difícil de entender. Etheridge nunca hizo nada conflictivo, que yo sepa solía seguir la línea del partido. Estaba por la reforma, pero sólo al ritmo que aprobaban sus superiores. No era ni radical ni innovador, pero tampoco intransigente.
—Me está diciendo que iba con el viento que corre —observó Vespasia con menosprecio.
—No sé si lo diría de un modo tan cruel. Pero sí que seguía la corriente principal. Si tenía alguna convicción, era la misma de sus colegas. Estaba contra la autonomía de Irlanda, pero sólo en las votaciones; nunca hablaba de ello en la cámara, de modo que difícilmente pudo haber sido blanco de los fenianos.
—¿Y su cargo? Seguro que pisoteó a alguien en su escalada.
—Querida Vespasia, Etheridge no llegó tan lejos para hacerle a nadie nada grave; ¡desde luego nada que provocara que le rebanasen el cuello!
—Entonces ¿violó a la hija de alguien, sedujo a la esposa de otro? Por Dios, Somerset, ¡alguien lo mató!
—Ya lo sé. —Se miró las manos y luego a ella—. ¿No cree que pudo ser simplemente un loco suelto, o incluso la sobrina de su amiga, como usted se teme?
—Es probable, pero no seguro. Y mientras existan dudas al respecto, seguiré investigando. Puede que tuviera una amante, o un amante. O tal vez jugara; tal vez alguien le debía mucho dinero, o quizá él tenía deudas. Quizá se enteró por azar de algo importante y le mataron para acallarle.
Carlisle frunció el entrecejo.
—¿Enterarse de qué?
—¡Yo qué sé! Hombre de Dios, ¡usted no ha nacido ayer! Escándalo, corrupción, traición… hay muchas posibilidades.
—Sabe una cosa, siempre me ha asombrado que una mujer de su linaje, con una vida tan ejemplar, posea un conocimiento tan amplio de los pecados y perversiones humanos. Se diría que nunca ha visto una cocina, por no decir un burdel.
—Es la impresión que quiero dar —replicó ella—. Para una mujer, el aspecto es su fortuna, y lo que aparente será la medida de lo que los demás crean que es. Si tuviera un poco más de sentido práctico lo sabría. A veces creo que es usted un idealista.
—Quizá sí, a veces —concedió él—. Pero hurgaré un poco por ahí acerca de Etheridge, aunque dudo que pueda averiguar algo de mucha utilidad.
Lo mismo pensaba Vespasia, pero no quería rendirse tan pronto.
—Gracias. Sea lo que sea, creo que servirá. Aunque con ello sólo descartemos algunas posibilidades.
Carlisle sonrió, y en su mirada hubo cierta ternura además de respeto. Ella se sintió un poco incómoda, lo cual era absurdo: Vespasia estaba por encima de toda perplejidad. Pero le sorprendía ver hasta qué punto la complacía el afecto de él. Tomó otro canapé —eran de salmón con mahonesa—, le dio uno al gato y cambió de tema.
Charlotte se apeó en Walnut Tree Walk y fue directamente a la puerta. Para esta visita la única postura posible era la franqueza absoluta. No lo había preguntado pero suponía que Zenobia le habría dicho a su sobrina que iba a hacer todo lo posible; ¿por qué, si no, habría confiado en ella su sobrina?
Una criada, no de uniforme sino con un vestido azul y delantal blanco, sin cofia, abrió la puerta.
—¿Sí, señora?
—Buenas tardes. Mis excusas por presentarme a estas horas —dijo Charlotte con aplomo—, pero es muy importante que hable con la señorita Africa Dowell. Me llamo Charlotte Ellison y vengo de parte de su tía, Zenobia Gunne, por un asunto de cierta urgencia.
La criada la invitó a entrar. A Charlotte le gustó la casa. El zaguán estaba adornado con bambú y madera encerada, y era muy luminoso. Bulbos y flores crecían en macetas de terracota verde, y vio cortinas de cretona en el comedor.
La criada tardó un momento y luego la acompañó a una sala que parecía la única habitación de la casa pensada para recibir invitados. La pared del fondo estaba formada por ventanas y cristaleras, los asientos tenían cojines floreados, y sobre la mesita de patas de bambú había cuencos con flores. Sin embargo, Charlotte percibió una especie de vaciedad, algo que no habría esperado de aquellas dos mujeres. Tardó sólo un instante en comprender la causa de aquella sensación: no había fotos por ninguna parte, pese a que en la repisa de la chimenea había sitio de sobra, así como en el alféizar, la mesa y el aparador. No había ninguna fotografía de la niña, como las que Charlotte tenía de Jemima y Daniel en su casa. No había el menor recordatorio.
Y aunque aquél era un cuarto femenino, tampoco había madejas de lana ni costurero ni bordados. Una mirada de soslayo a la estantería reveló textos de filosofía e historia política, pero nada de humor ni de romance, y desde luego ninguna lectura para niñas.
Era como si se hubiera expurgado todo rastro de recuerdo doloroso o de deseo de fundar un hogar. Charlotte lo comprendía en parte, pero la sensación fue inquietante.
La mujer que estaba de pie en mitad de la habitación era angulosa, por no decir huesuda, y al tiempo tenía una suerte de gracia perversa. Su sencillo vestido de muselina le sentaba extrañamente bien. Un vestido de volantes habría desentonado con su sorprendente rostro de ojos muy separados, nariz dominante y boca enmarcada en arrugas de dolor. Aparentaba unos treinta y cinco años, y Charlotte supo que era Florence Ivory. Se sintió desconcertada. Una mujer así podía haber amado y odiado hasta el punto de hacer una locura.
Sentada junto a la ventana, una mujer más joven con un rostro sacado de un cuadro de Rossetti miró a Charlotte con aire vigilante, presta a defender lo que amaba. Era la cara del visionario, del que persigue su sueño y muere por una causa.
—Encantada de conocerla —dijo tras una leve vacilación—. Esta mañana he estado en compañía de lady Vespasia Cumming-Gould y de su tía, la señorita Gunne. Me invitaron a almorzar porque les preocupa su bienestar y la posibilidad de que pueda ser injustamente acusada de un crimen.
—¿De veras? —Florence Ivory pareció encontrarlo divertido—. ¿Y cuál es su implicación en todo esto, señorita Ellison? ¡No me diga que visita a todas las mujeres de Londres que son objeto de injusticias!
Charlotte notó una punzada de irritación.
—Desde luego que no, señora Ivory —respondió con aspereza—. He venido porque la señorita Gunne se ha empeñado en tratar de impedir esa injusticia que ella teme, y ha pedido ayuda a mi tía abuela Vespasia, quien a su vez ha acudido a mí.
—Sigo sin ver qué podría hacer usted. —Florence hablaba con descortesía pero también con desesperación.
—¡Naturalmente! —le espetó Charlotte—. Si lo viera, probablemente lo haría usted misma. Talento no le falta. —Su mente volvió a aquella reunión de mujeres—. Sólo poseo cierta experiencia, sentido común, y algo de valor. —No hablaba con tanta brusquedad ni tanta arrogancia desde hacía muchísimo tiempo, pensó. Pero tenía que defenderse de la agresividad de aquella mujer.
Africa Dowell se levantó y se acercó a Florence Ivory. Era más alta de lo que Charlotte pensaba y, aunque esbelta, daba la impresión de tener una complexión atlética bajo su vestido de algodón rosa.
—Usted no puede ser detective, señorita Ellison, si lady Cumming-Gould es su tía abuela. ¿Qué se propone hacer para ayudarnos?
Florence la miró con ceño.
—Vamos, Africa. La policía está compuesta de hombres, y si bien hay algunos más o menos educados y hasta con cierta imaginación, es inútil suponer que puedan llegar a conclusión alguna que no sea la más obvia. No creo que vayan a sospechar de la familia o los conocidos de la señorita Ellison, ¿verdad? ¡Nuestra esperanza es que atrapen a algún demente antes de que puedan presentar cargos contra mí!
Africa mostró más paciencia de la que habría tenido Charlotte.
—Tía Zenobia es realmente increíble. —Adelantó levemente la barbilla—. Recién cumplidos los treinta le dio por explorar. Estuvo en Egipto y luego en el Congo. Remontó el gran río en canoa; era el único blanco de la expedición. Ha tenido la valentía de hacer cosas que tú querrías hacer, así que no la desdeñes. —Se abstuvo de añadir más críticas a los prejuicios de Florence Ivory.
La lealtad de Africa, más que los hechos en sí, conmovieron a Florence. Se relajó y puso una mano sobre el brazo de su amiga.
—Me gustaría hacer cosas así, es cierto —admitió—. Ha de ser una persona extraordinaria, pero no veo de qué forma pueda ayudarnos.
Africa miró a Charlotte.
Ésta no encontró nada que las consolara. Ella obraba según el azar y el instinto, metiéndose en los acontecimientos, observando y preocupándose. Y por descontado habría sido muy mala idea decir que su marido era de la policía.
—Investigaremos otras alternativas —respondió con escasa convicción—. Averiguaremos si alguna de las víctimas tenía enemigos políticos o personales…
—¿No es eso lo que hace la policía? —preguntó Africa.
Charlotte vio cólera en el rostro de Florence, una emoción que parecía justificada. Sintió compasión: Florence Ivory ya había perdido a un ser querido, nada menos que a su hija. Pero su condena de todas las personas que detentaban autoridad, no sólo de quienes la habían traicionado, no le granjeaba las simpatías de Charlotte.
—¿Qué le hace pensar que la policía sospecha tanto de usted, señora Ivory? —preguntó con cierta brusquedad.
—La mirada de aquel policía —respondió Florence con gesto de dolor y desprecio.
Charlotte no se lo podía creer.
—¿Cómo dice?
—Lo noté en sus ojos. Era una mezcla de piedad y enjuiciamiento… Claro que tengo todo en mi contra: escribí a Etheridge amenazándolo, y la policía no tardará en encontrar esas cartas; tengo el arma, ya que cualquiera puede comprar una navaja de afeitar, ¡y la cocina está llena de cuchillos! Además, yo estaba sola en casa la noche en que lo mataron; Africa fue a visitar a una vecina enferma y se quedó allí hasta la madrugada, pero la mujer estaba delirando, así que no creo que sepa si Africa se quedó o no. Puede que sepa usted resolver pequeños hurtos y descubrir autores de cartas desagradables, pero demostrar mi inocencia es más que un reto a su talento. De todos modos, le doy las gracias por sus bienintencionados esfuerzos. Y dígale a lady Cumming-Gould que le agradezco sus desvelos.
Charlotte estaba tan enfadada que necesitó de toda su fuerza de voluntad para recordarse que aquella mujer ya había sufrido mucho. Sólo visualizando mentalmente la cara de Jemima, recordando el peso de aquel cuerpo delicado en sus brazos, el olor de su cabello, pudo Charlotte acallar su enfado. Pero la piedad que sintió a continuación fue tan intensa que la dejó casi sin aliento.
—Quizá no sea usted la única persona a la que traicionó, señora Ivory; y si no le mató, entonces seguiremos buscando al que lo hizo. Y pienso hacerlo porque me apetece. Gracias por su tiempo. Buenos días. Buenos días, señorita Dowell. —Y sin más se marchó.
Salió al último sol de la tarde de primavera, sintiéndose extenuada y asustada. Ni siquiera estaba convencida de que Florence Ivory hubiese matado a Etheridge. El móvil estaba allí, desde luego, ¡y el furor necesario!