6

A Pitt le llevó toda la mañana el ponerse al día de las noticias llegadas a Bow Street referentes al caso, concretamente que el cuadro de Helen Carfax era muy bueno y valorado en quinientas libras esterlinas, lo suficiente para emplear a una sirvienta desde niña hasta vieja e incluso poder ahorrar algo. ¿Qué había hecho ella con tanto dinero? Seguro que había ido a parar a James, de una forma u otra: ¿un regalo?, ¿una asignación?, ¿para saldar sus deudas en Boodle’s?

Se supo algo más de los cocheros, pero nada nuevo que añadir a lo que ya conocían. Nadie había dicho nada de fenianos, anarquistas u otros grupos violentos.

La prensa seguía sacando la noticia en titulares, con artículos sobre inminentes disturbios y altercados callejeros.

El ministro del Interior se impacientaba y les había comunicado su profundo deseo de que resolvieran rápidamente el caso antes de que la inquietud general diese lugar al pánico.

No hubo que indagar mucho para saber que Florence Ivory vivía en Walnut Tree Walk, una bocacalle de Waterloo Road, a poca distancia de Paris Road, Royal Street y Westminster Bridge. La comisaría del distrito reaccionó con entrecejos fruncidos y ligeros encogimientos de hombros. No había datos sobre ninguna clase de delito. El sargento que respondió a las preguntas de Pitt esbozó una mueca amistosa.

Pitt se presentó a primera hora de la tarde. La casa era bonita, modesta para esa zona, pero bien cuidada, con las ventanas recién pintadas, cortinas de cretona y un jarrón con narcisos en la repisa.

Una criada le abrió la puerta. Llevaba un mandil en torno a su gruesa cintura, más por utilidad que por adorno, y contra la pared se apoyaba el estropajo que acababa de dejar para acudir a la puerta.

—¿Sí? —preguntó con cara de sorpresa.

—¿Está en casa la señora Ivory? Soy el inspector Pitt, de la comisaría de Bow Street; creo que la señora podría ayudarnos.

—¡Pues no veo cómo! Pero si quiere iré a ver. —La criada lo dejó en el escalón mientras iba hacia dentro sin coger sus utensilios de limpieza.

Florence Ivory tardó sólo un momento en aparecer. Sacó el estropajo del zaguán para guardarlo en un trastero del pasillo y luego encaró a Pitt con mirada franca. Era de estatura media y su esbeltez rayaba en la flacura. Carecía de pecho propiamente dicho, sus hombros eran cuadrados y huesudos; sin embargo, no carecía de femineidad, y su porte era elegante y personal. Su rostro no poseía la hermosura en sentido tradicional: ojos grandes y separados, cejas demasiado gruesas para la moda, nariz larga, recta y demasiado grande, líneas marcadas en torno a la boca. A pesar de ello, Pitt no creyó que pasara de los treinta y cinco. Su voz era ronca, pero dulce y personal.

—Buenas tardes, señor Pitt. Me han dicho que viene de la comisaría de Bow Street y que cree que puedo ayudarle. No imagino cómo, pero si quiere pasar lo intentaré.

—Gracias, señora Ivory.

La siguió por el pasillo a una habitación amplia donde, pese a los paneles oscuros, había cierta ilusión de luz. Sobre una mesa bruñida descansaba un plato de porcelana, agrietado pero conservando gran parte de su frágil belleza, y sobre el mismo había unas flores silvestres. La pared del fondo estaba formada por ventanas y una puerta cristalera que daba a un pequeño jardín. Las cortinas eran de algodón pálido, bordadas con motivos florales, y el sofá bajo las ventanas estaba cubierto de cojines a juego. Pitt se sintió a gusto.

En el jardín había una mujer encorvada trabajando los parterres. No estaba lejos, pues el jardín era pequeño, pero a través de los cristales Pitt no pudo distinguir más que una blusa blanca y el sol reflejándose en una nube de cabellos dorados.

—¿Y bien? —dijo Florence—. Supongo que su tiempo es precioso; el mío lo es. ¿Qué cree que sé que pueda interesar a la policía?

Pitt había estado estudiando de qué forma enfocar el asunto, y ahora que la había conocido todos sus preparativos le parecían inadecuados. La mujer le miraba con ojos penetrantes, su impaciencia estaba al borde de la aversión; buscar un modo intrincado de decir las cosas parecía un insulto a su inteligencia, algo que ella podía tomarse muy mal.

—Estoy investigando un asesinato, señora.

—No conozco a nadie que haya sido asesinado.

—¿Y Vyvyan Etheridge…?

—Oh. —La habían pillado, si no en una mentira sí en una inexactitud. Y eso hizo que la rabia asomara a sus mejillas, coloreándolas—. Por supuesto. Quizá la palabra asesinato me ha hecho pensar en algo más… personal. Me temo que no sé nada sobre anarquistas. Llevamos una vida muy tranquila, muy doméstica.

Pitt no supo por su expresión si la palabra tenía connotaciones de elogio o de acritud. ¿Acaso Ivory se veía también en el Parlamento? ¿O acaso lady Mary sólo citaba algún cotilleo mezclado con sus propios prejuicios?

—Pero usted conocía al señor Etheridge, ¿no es así?

—En sociedad, no. —Su voz disimuló la risa. Era un bonito instrumento, apasionado y flexible.

—No, señora Ivory. Pero tengo entendido que tuvo usted ocasión de acudir a él profesionalmente.

Su cara se endureció, desapareció la alegría, y algo cruzó por ella con la intensidad del miedo, un odio que amenazaba con hacerla estallar con violencia.

Pitt dio instintivamente un paso al frente, pero se contuvo y esperó. Aquella mujer era capaz de coger una navaja de afeitar y rajarle a uno la garganta de oreja a oreja. No parecía tener mucha fuerza física, pero sí una terrible fuerza de los sentimientos.

El silencio entre ellos fue tan grande que los sordos ruidos exteriores se magnificaron; la criada ocupada en la cocina, pasos de un niño por el pavimento más allá de las cortinas, el piar de un pájaro.

—En efecto —dijo ella al fin. Parecía hablar entre dientes—. Y si trataba a todo el mundo como me trató a mí, no dudo que alguien quisiera matarlo. Pero yo no fui.

—¿Qué le hizo, señora Ivory, que tan horrendo le parece?

—Provocar la confianza ajena y después traicionarla, señor Pitt. Es posible que usted no se haya sentido traicionado a menudo. Sin duda tiene recursos de los que echar mano cuando abusan de usted, cuando se siente agraviado. ¡No ponga esa cara! —El desdén se mezcló con un furioso humor, una clase de burla que él nunca había visto—. No estoy diciendo que sedujera mi corazón de muchacha, aunque Dios sabe que muchas mujeres han tenido que pasar por eso. Yo no tuve ninguna relación personal con Etheridge, ¡eso se lo aseguro!

Por un momento todo le sonó absurdo; entonces recordó que el amor puede ser algo inverosímil, por no hablar de la avidez que atrae a las personas con el disfraz del amor. Florence Ivory era una mujer de fuerte personalidad; no era descabellado pensar que su irónico interés hacia todo pudiera haber atraído a Etheridge.

—Si no me equivoco, la relación del señor Etheridge con usted fue en tanto que diputado del Parlamento, y supongo que es en ese sentido que usted se sintió traicionada.

Ella rio.

—Es usted terriblemente discreto, señor Pitt. ¿A quién está tratando de proteger? A mí no, desde luego. Nada de lo que pudiera decirme de Etheridge sería tan grave como lo que yo podría decir de él. ¿O es que está usted obligado a hablar bien de sus superiores?

Muchas respuestas pasaron rápidamente por la cabeza de Pitt, la mayoría sarcásticas o críticas, pero hubo de contenerse. No iba a permitir que ella le dijera cómo tenía que hacer su trabajo, ni cuáles habían de ser sus modales.

—Mi deber, señora Ivory, es descubrir quién asesinó al señor Etheridge. Lo que yo opine de él es insustancial —repuso fríamente—. Muchas de las personas que son asesinadas no me caerían bien de haberlas conocido. Por fortuna, la libertad de andar por la calle sin temor a que lo asesinen a uno no depende de que uno sea amigo o enemigo de la policía.

Ella se encendió, pero al punto se relajó con una sonrisa repentina.

—Supongo que es una suerte, de lo contrario viviríamos aterrorizados. Es usted muy punzante, señor Pitt. Tiene toda la razón, acudí a Etheridge para que me ayudara puesto que yo en esa época vivía en Lincolnshire, que era su circunscripción electoral.

—Entiendo que él no la ayudó.

El odio volvió a demudar su cara, afeándola; su boca, antes bulliciosa, blanda e inteligente, se convirtió en un rictus amargo.

—Prometió hacerlo, y luego, como todos los hombres, se solidarizó con los de su sexo. ¡Me dejó mano sobre mano! —Estaba temblando; tenso su delgado cuerpo bajo el vestido, rígidos los hombros.

La puerta cristalera se abrió en ese instante y la otra mujer entró. Se notaba que había oído la voz airada de Florence. Era un poco más joven que ésta, apenas tendría veinte años. Era de constitución muy diferente, más alta y de perfiles más suaves, con pecho delicado y brazos carnosos. Rossetti podría haber usado su perfecto rostro prerrafaelista en uno de sus romances artúricos; la joven tenía todo el candor y la fuerza inconsciente de sus personajes. Se acercó a Florence Ivory y la rodeó protectoramente con un brazo, mirando con rabia a Pitt. Florence puso una mano sobre la de ella.

—No pasa nada, Africa. El señor Pitt es de la policía. Está investigando el asesinato de Vyvyan Etheridge. Le estaba contando la clase de persona que era Etheridge. Naturalmente, he hablado de mi propia experiencia con él. —Volvió a mirar a Pitt—. Le presento a mi amiga y compañera, la señorita Africa Dowell; esta casa es suya, y tuvo la generosidad de acogerme en ella y darme un hogar cuando me quedé sin nada.

—Encantado, señorita Dowell —dijo Pitt muy serio.

—Bien, y usted —respondió ella en guardia—. ¿Qué quiere de nosotras? Despreciábamos al señor Etheridge, pero no le matamos ni sabemos quién lo hizo.

—No había supuesto tal cosa —dijo Pitt—. Pero sí podrían saber algo que tal vez me sirva cuando lo coteje con lo que sé o pueda averiguar en breve.

—No conocemos a ningún anarquista. —Hubo algo en su forma de alzar la barbilla, en su mirada retadora, que hizo pensar a Pitt que quizá mentía.

—¿Cree usted que fueron anarquistas, señorita Dowell? ¿Por qué?

Ella tragó saliva, obviamente confusa.

Florence intervino:

—Bueno, si el móvil fue personal, un asunto de herencia o de amoríos, difícilmente íbamos a saber nada nosotras. Y si no estoy equivocada, tampoco conocemos a ningún demente, por ahora.

Viéndolas a las dos cerrar filas, Pitt sólo se enojó en parte; se sentían dolidas y trataban de protegerse contra nuevas agresiones.

—Pero es posible que algunas personas le tuvieran antipatía por motivos de índole política —dijo Pitt.

—Antipatía es un término demasiado blando —intervino Florence, otra vez con saña—. Yo le odiaba. Y me atrevería a decir que no soy la única que sufrió su maltrato, pero no sé quiénes son, ni se lo diría si lo supiera.

—¿Gente lo bastante encolerizada como para actuar de forma violenta, señora Ivory?

—Ya se lo he dicho: no tengo ni idea. Pero hay veces en que ni todas las protestas del mundo sirven de nada, cuando la gente que tiene poder está cómoda, cuando tienen comida, seguridad, categoría social, familias que les rodean y un cargo desde el que procurar que todo siga como está. No pueden y no quieren creer que otras personas puedan sufrir dolor o injusticia, que las cosas deberían cambiar, y más si eso implica poner en cuestión un orden social para ellos tan satisfactorio.

Pitt vio el ardor de su expresión, la vehemencia de sus palabras, y supo que ésa no era una respuesta a su pregunta sino una profunda convicción que aguardaba el momento para emerger con la fuerza de años de sufrimiento.

Decidió que debía refrenar sus sentimientos. No era momento apropiado para expresar su propia opinión, para hablar de las injusticias que también a él le ponían furioso ni de la complacencia que él habría podido herir con su desdén. Y no había tiempo tampoco para filosofar. Había ido para saber si aquella mujer podía haber abandonado el respeto a la ley que impedía a la comunidad caer en el barbarismo, si había puesto su propio sentido de la equidad por encima de todo lo demás y había rajado el cuello a dos hombres.

—Según su parecer, señora Ivory, los satisfechos no suelen desear el cambio; son los insatisfechos quienes exigen mejoras, o acceder sin más al poder y sus recompensas.

La cara de ella volvió a tensarse de cólera, esta vez contra él.

—Por un momento había pensado que tenía usted imaginación, incluso compasión. ¡Ahora veo que es tan pagado de sí mismo, tan insensible y temeroso de perder su miserable nicho en la sociedad como el resto de sus congéneres!

Pitt ahuecó la voz:

—¿Mis congéneres?

—¡Los que tienen poder, señor Pitt! —le espetó—. ¡Hombres, casi todos ellos! Las mujeres nacemos adoptando el apellido del padre, su rango en la vida. Él decide dónde y cómo vamos a vivir. En casa su palabra es ley, él decide si se nos va a educar o no, lo que vamos a hacer, si nos casaremos, cuándo y con quién. Después, nuestros maridos deciden lo que hemos de decir, hacer y hasta pensar. Deciden cuál es nuestra religión, qué amigos podemos o no frecuentar, qué será de nuestros hijos. Y nosotras hemos de acatar sus palabras, pensemos lo que pensemos, fingir que son más inteligentes que nosotras, más sutiles, más imaginativos… ¡aunque su estupidez sea supina! —jadeó.

»Los hombres hacen las leyes y las administran; todos los policías son hombres, los jueces también; ¡allá adonde miro mi vida está regida por hombres! ¡No hay mujer a la que pueda acudir para que entienda lo que realmente siento!

»¿Sabe, señor Pitt, que sólo hace cuatro años que dejé de ser legalmente un mueble para mi marido? Una cosa, un objeto que le pertenecía como cualquiera de sus enseres domésticos, una silla o una mesa, la colada. La ley (la ley del hombre) reconoció al fin que en realidad yo soy una persona, un ser humano independiente y con un corazón y un cerebro propios. ¡Cuando me hago daño no es mi marido quien sangra, soy yo!

Pitt no había pensado en eso. Las mujeres de su familia eran tan independientes que jamás se le había ocurrido preguntarse por su situación legal. Ignoraba que la mujer casada había obtenido el derecho a conservar y administrar sus propiedades hacía sólo seis años; de hecho, cuando conoció a Charlotte en 1881, por ley él habría sido dueño de su dinero, incluso de su guardarropa, a partir de la boda. No había reflexionado sobre ello hasta que alguien había hecho una cruel observación sobre su cambio de suerte.

—¿Y considera que las protestas y los alegatos no sirven para nada? —dijo fatuamente, odiando tener que ser tan falso a pesar de que comprendía y se solidarizaba incluso con sus palabras. Era hijo de sirvientes en una hacienda rural; sabía lo que era la obediencia y la propiedad.

—O es usted tonto, señor Pitt, o me está tratando adrede con una condescendencia que considero despreciable y completamente fuera de lugar. Si trata de hacerme decir que en ocasiones la violencia es el único medio que le queda a quien está sufriendo lo indecible, entonces considere que se lo he dicho. —Le fulminó con la mirada, desafiándole a hacer la siguiente e inevitable acusación.

—No soy ningún tonto, señora Ivory —dijo en cambio Pitt, mirándola a sus encendidos ojos—. Y no creo que usted lo sea. Ignoro qué le pidió a Etheridge, pero no que cambiara toda la sociedad para dar a las mujeres una igualdad que no han podido gozar en estos dos mil años de historia, eso seguro. Es posible que sea usted muy ambiciosa, pero debió empezar por algo más concreto, y creo que más personal. ¿Qué fue ello?

La ira desapareció de nuevo rápidamente, como una fuerza que de tan violenta se ha consumido a sí misma, dejando sólo el dolor. Se sentó en un banco de madera con cojines y contempló el jardín por la ventana abierta.

—Imagino que si no se lo digo yo lo averiguará en alguna otra parte, tal vez con menos exactitud. Hace quince años estuve casada con William Ivory. Mis bienes no eran abundantes pero a mí me habría bastado para vivir con cierta holgura. Por supuesto, el día de mi boda me convertí en propiedad de mi marido, y ya no volví a ver mi dinero.

Tenía las manos quietas sobre el regazo; había sacado del bolsillo un pañuelo de encaje, pero no lo estaba retorciendo. Sólo la blancura de los nudillos delataba su tensión.

—Pero no me quejo de eso, por muy monstruoso que me parezca. Era una manera institucionalizada de que los hombres robaran a las mujeres e hicieran lo que les viniera en gana con su dinero, basándose en que somos blandas de mollera e ignorantes de las finanzas para administrarlo por nuestra cuenta. Hemos de ver cómo lo despilfarran nuestros maridos sin poder abrir la boca, ¡aunque tengamos mil veces más sentido común! Y si no sabemos de finanzas, ¿de quién es la culpa? ¿Quién impidió que se nos educara en todo lo que no fuera trivial?

Pitt esperó a que reanudara sus quejas. Africa Dowell permanecía sentada al extremo del banco, inmóvil, como si en efecto hubiera sido uno de esos cuadros románticos que tanto sugería y, como en ellos, toda la pasión y los sueños estaban en el rostro; ella bien podría haber visto partirse en dos en ese instante el espejo de Shalott, sellando su hado. Sabía de qué estaba hablando Florence Ivory, y sentía la misma herida abierta.

—Tuvimos dos hijos —prosiguió Florence—. Primero un niño y luego una niña. William se volvió más y más dictatorial. Nuestras risas le ofendían. Me acusaba de frívola si me gustaba estar con los niños, si les contaba cuentos o jugaba con ellos, pero si me apetecía hablar de política o de reformas legales que pudieran ayudar a los oprimidos, entonces me acusaba de entrometerme en asuntos demasiado complejos para mí y ajenos a mi incumbencia, decía que no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Mi lugar estaba en la sala, en la cocina o en la alcoba; en ningún otro sitio.

»Al final no pude aguantar más y lo abandoné. Supe desde el principio que no podía llevarme a mi hijo, pero mi hija Pansy tenía entonces seis años —incluso pronunciar su nombre pareció dolerle— y me la llevé. Fue muy duro para las dos. Teníamos poco dinero y pocos medios de ganar más. Al principio me acogió una amiga de Londres que comprendía más o menos mi postura, supongo que se apiadó de mí. Pero ella también estaba pasando un mal momento, y al final me vi forzada a no seguir abrumándola con nuestra carga. Fue entonces, de eso hace unos tres años, cuando Africa Dowell nos dio cobijo. —Miró a Pitt, detectando tal vez su confusión e impaciencia. La historia era triste, sí, pero todavía no había mencionado a Vyvyan Etheridge ni podía culparlo de nada de lo ocurrido.

»Yo era partidaria de la reforma electoral —dijo Florence con ironía—. Llegué incluso a aprobar que Helen Taylor intentara presentarse como candidata al Parlamento. Expresé libremente mis opiniones sobre el tema de los derechos de la mujer: que teníamos que poder votar y ocupar cargos, tomar decisiones tanto respecto a nuestro dinero como a nuestros hijos, e incluso tener acceso a esos conocimientos que nos permitirían elegir el número de hijos que deseábamos, en lugar de pasar toda nuestra vida adulta pariendo un hijo tras otro hasta quedar exhaustas de cuerpo y corazón, y encima en la miseria.

Su voz cobró aspereza; la humillación y la acritud seguían allí como una herida abierta, todavía supurante.

—Mi marido se enteró y fue a los tribunales diciendo que yo no era apta para tener la custodia de mi hija. Acudí a Vyvyan Etheridge con mi caso. Me dijo que mis ideas políticas no influían en mi aptitud como madre, y que no debían ser motivo de que se me privara de mi hija.

»Yo entonces no sabía que mi marido tenía amigos muy influyentes que podían presionar a Etheridge. Los utilizó, habló con ellos de hombre a hombre, y Etheridge me hizo saber que lamentaba haber malinterpretado mi problema, y que habiéndolo estudiado con más detenimiento estaba de acuerdo con mi marido en que yo era una mujer inestable, histérica e ignorante, y que mi hija estaría mejor con su padre. Ese mismo día vinieron a llevársela, y ya no volví a verla. —Dudó un instante, dominándose a duras penas, tratando de borrar los recuerdos, y al proseguir su voz sonó monótona, casi muerta—. ¿Si siento la muerte de Vyvyan Etheridge? No. Sólo lamento que fuera rápida y que probablemente no llegó a saber quién lo mataba ni por qué. Era un cobarde y un traidor. Sabía que yo no era una persona histérica ni frívola. Quería a mi hija más que a nadie en el mundo, y ella confiaba en mí. Yo habría cuidado de ella mejor que nadie, le habría enseñado a tener coraje, dignidad y honor. Le habría enseñado a amar a los demás. ¿Y qué le habrá enseñado su padre? Que no sirve para otra cosa que para escuchar y obedecer, que no puede expresar sus sentimientos, pensar o soñar, que no puede defender lo que cree justo o bueno… —La voz le flaqueó al hablar de la hija perdida y malograda, la hija que había parido y amado tanto.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera seguir hablando.

—Etheridge sabía todo esto, pero se rindió a la presión de otros hombres, de las personas que podían hacérselo pasar mal si me apoyaba. Era más fácil no luchar, así que dejó que entregaran a mi hija a su autocrático padre. A mí ni siquiera se me permite verla. —Su cara parecía una máscara de la angustia, y Pitt sintió que hasta mirarla era una intrusión. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero lloraba sin muecas; aquella imagen tenía algo de terrible belleza por la mera fuerza de su apasionamiento.

Al final Africa se arrodilló y le tomó suavemente la mano. No abrazó a Florence; tal vez el momento para eso había pasado. Se limitó a mirar a Pitt.

—Hombres así merecen morir —dijo con voz queda—. Pero Florence no le mató, ni yo. Si eso esperaba averiguar viniendo aquí, ha hecho el viaje en vano.

Pitt sabía que ahora tenía que presionarlas para saber dónde habían estado en el momento en que Hamilton y Etheridge habían sido asesinados, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Suponía que jurarían haber estado en casa durmiendo. ¿Dónde si no iba a estar una mujer decente a esa hora de la noche? Y no había modo de probarlo.

—Confío en descubrir quién mató al señor Etheridge y a sir Lockwood Hamilton, señorita Dowell, pero no confío en que haya sido usted. De hecho, espero que podrá demostrarme que no lo hizo.

—La puerta está detrás de usted, señor Pitt —replicó Africa—. Tenga la amabilidad de dejarnos a solas.

Pitt llegó a casa al anochecer y tan pronto estuvo en la puerta trató de apartar el caso de su cabeza. Daniel ya había cenado y se iba a la cama, sólo tenía que darle un abrazo de buenas noches antes de que Charlotte lo llevara a su cuarto. Pero Jemima tenía privilegios y obligaciones que correspondían al hecho de ser la mayor. Estaban solas en el salón junto al fuego. La niña se agachó para recoger las piezas de un rompecabezas, mascullando mientras lo hacía. Pitt supo que el lío era obra de Daniel, y que ella se sentía muy virtuosa recogiendo todo aquello. Observó su pequeña figurada disimulando una sonrisa, y cuando Jemima se volvió por fin con satisfacción, él estaba totalmente serio. No hizo ningún comentario: la disciplina era territorio de Charlotte mientras los niños fueran tan pequeños. Prefería tratar a su hija como a una amiga muy pequeña a quien quería con una intensidad y una dulzura que aún le cogían desprevenido.

—Ya estoy —dijo ella solemne.

—Sí, ya lo veo —contestó él.

Jemima fue hacia él y se subió a sus rodillas como habría hecho a una silla, se dio la vuelta y se sentó. Su carita estaba muy seria. Sus ojos eran grises y las cejas un eco infantil de las de Charlotte. Pitt raramente notaba que su cabello tenía la textura del suyo propio, sólo que con el color más subido de su madre.

—Cuéntame un cuento, papá —pidió ella, aunque por el modo de acomodarse y la seguridad de su voz, más parecía una orden.

—¿Cuál?

—El que quieras.

Pitt estaba cansado.

—¿Quieres que te lea algo? —sugirió.

Ella le miró con aire de reproche.

—¡No! Háblame de princesas.

—No sé nada de princesas.

—Oh. —Pareció desilusionada.

—Bueno —se corrigió él—, sólo de una.

Jemima se animó. Estaba visto que con una habría bastante.

—Érase una vez una princesa… —Y le contó lo que recordaba de la reina Isabel, la hija de Enrique VIII, quien pese al peligro y las muchas tribulaciones consiguió llegar a monarca de Inglaterra. Estaba tan metido en su relato que no vio a Charlotte en el umbral.

Por fin, cuando agotó lo que recordaba, miró la cara extasiada de Jemima.

—¿Qué más? —le urgió la niña.

—Es todo lo que sé.

Ella agrandó los ojos.

—¿Fue una princesa de verdad?

—Sí, tan de verdad como tú.

Jemima le miró impresionada.

—¡Ah!

—Ya es hora de dormir —intervino Charlotte.

La niña rodeó el cuello de su padre y le besó.

—Gracias, papá. Buenas noches.

—Buenas noches, cariño.

Charlotte le miró un momento y sonrió. Luego cogió en brazos a Jemima y se la llevó de la habitación. Mientras Pitt las veía marcharse volvió a pensar en Florence Ivory y en la hija que le habían arrebatado.

¿Consideraría un juez a Charlotte persona «idónea»? Se había casado con alguien de condición más humilde, se entrometía regularmente en la investigación de crímenes, había estado en music halls y en depósitos de cadáveres, se había disfrazado de cortesana y había perseguido a una asesina en una persecución de coches que concluyó en pelea en una casa de dudosa fama. ¡Y había hecho campaña a su modo por la reforma!

Pitt no veía con claridad qué habría sentido de haberse presentado alguien para llevarse a sus hijos si sus circunstancias sociales hubieran sido consideradas inadecuadas. La sola idea le resultaba inconcebible.

Y la idea que se seguía inevitablemente de ello era que no le costaba creer que Florence Ivory hubiera podido odiar a Etheridge hasta el punto de rebanarle el cuello, y Africa Dowell con ella, de haber conocido y amado también a esa hija. Era una conclusión que no podía eludir, por más que lo deseara con todas sus fuerzas.

No le comentó nada a Charlotte esa noche, pero por la mañana, cuando llegó el correo, advirtió la carta con la letra de Emily y el matasellos de Venecia y supo que estaría llena de noticias, entusiasmo y romance. Emily podía haber dudado si hablar o no de todo el hechizo del viaje, en vista de que Charlotte nunca llegaría a ver aquellas cosas, pero conociendo a Emily le pareció que no la trataría con tanta condescendencia. Y adivinaba la mezcla de felicidad y envidia, y la sensación de haber sido excluida, que sentiría Charlotte al leer la carta.

Ella no iba a decir nada, eso lo sabía bien Pitt. No le había enseñado la primera carta ni le enseñaría esta otra, porque quería que él pensase que sólo le importaba la felicidad de Emily, no las cosas que Emily disfrutaba, y en el fondo de su alma eso era en efecto lo que más le importaba.

Pitt escogió ese instante para hablarle de los asesinatos de Westminster, tanto para que ella no pensara en las noticias de Emily cuanto para apaciguar cierta soledad que sentía por no haber compartido con ella sus sensaciones, su frustración, y su profunda conciencia del dolor ajeno.

Se sentó a la mesa del desayuno a comer unas tostadas con la ácida mermelada de Charlotte.

—Ayer hablé con una mujer que podría haber degollado a los dos hombres de Westminster Bridge —dijo con la boca llena.

Charlotte dejó su taza en el aire.

—¡No me habías dicho que trabajabas en este caso! —exclamó.

Pitt sonrió.

—No he tenido ocasión, con la boda de Emily. Y luego supongo que la rutina ha podido conmigo. Pero no hay ningún conocido tuyo implicado.

Ella puso una cara de disculpa al darse cuenta de la tácita necesidad que Pitt tenía de hablar de algo que le desconcertaba o le afligía. Él se dio cuenta, comprendiendo la dulce complicidad que había entre los dos.

—¿Una mujer? —dijo ella levantando las cejas—. ¿De veras pudo hacerlo una mujer? ¿O te refieres a que pagó a alguien para que los matara?

—Creo que en este caso pudo hacerlo ella sola. Es muy apasionada, y cree tener una causa…

—¿De veras? —le interrumpió Charlotte.

—Quizá. —La tostada se le rompió entre los dedos. Recogió los trozos y la terminó antes de coger otra. Charlotte esperaba impaciente—. A ti te lo parecería, creo —dijo, y le resumió cuanto había acontecido hasta el momento, ampliando su opinión sobre Florence Ivory y Africa Dowell, mientras trataba de dar con las palabras más sutiles y adecuadas.

Charlotte le escuchó casi sin interrumpir, mencionando únicamente que el nombre de Florence Ivory había salido a relucir en aquella reunión, pero como no sabía nada de ella, salvo que despertaba compasión o desdén, no dijo más, y cuando él terminó de hablar no quedó tiempo para seguir discutiéndolo. A Pitt se le hacía tarde, pero se sentía más ligero pese a que nada había cambiado.

Mientras iba por la húmeda calle con la intención de alquilar un cabriolé para ir a Westminster, deseó poder llevar a Charlotte alguna vez a un sitio excitante y original, darle al menos un recuerdo grandioso que compensara los de Emily. Pero no veía la manera de poder costear un viaje.

Cuando Pitt se fue, Charlotte estuvo unos minutos pensando en Ivory, y su resentimiento, hasta que arrinconó sus pensamientos y abrió la carta. Estaba fechada en Venecia y rezaba así:

Queridísima Charlotte:

¡Menudo viaje! Largo y ruidoso. Cierta madame Charles de París no paró de hablar todo el tiempo, y además se reía como un caballo asustado. ¡No quiero volver a oír esa voz! Estaba tan cansada y sucia cuando llegué aquí que por poco me echo a llorar. Era noche cerrada y me dejé caer en un coche para que me llevara al hotel. Sólo tenía ganas de quitarme la mugre de encima y meterme en la cama para dormir una semana entera.

Luego, por la mañana, ¡abracadabra! Abrí los ojos y vi reflejos de luz en un techo exquisito y oí, oh maravilla, la hermosa y lírica voz de un hombre que cantaba como un ángel, perdiéndose en el aire matinal, ¡casi como un eco!

Salté de la cama sin pensar en mi camisón ni en mi pelo revuelto, sin importarme en lo más mínimo mi aspecto o lo que Jack pensaría de mí, corrí hacia el enorme ventanal y me asomé al exterior.

¡Agua, Charlotte! ¡Agua por todas partes! Verde y como un espejo, lamiendo la base de las fachadas. ¡Podría haber saltado desde la ventana, tan cerca estaba! Era la luz reflejada en su superficie ondulada por el viento lo que había visto yo en el techo de mi habitación.

El hombre que cantaba estaba de pie, grácil como un junco, en la popa de una embarcación que se movía impulsada por una vara larga o un remo, no lo recuerdo. Su cuerpo se mecía al moverse, y cantaba para expresar su alegría por esa mañana tan encantadora. Jack dice que lo hace para que los turistas le den dinero, pero me niego a creerle. Si yo hubiera ido en barca por ese canal también habría cantado de alegría.

Enfrente de nosotros hay un palacio de mármol, ¡en serio! He dado una vuelta en una de esas barcas, que aquí llaman góndolas, y he cruzado la bahía hasta la iglesia de Santa Maria della Salute. Charlotte, ¡ni en sueños has visto nunca algo tan precioso! Parece flotar sobre la superficie del mar como si fuera un espejismo. Todo es mármol claro, aire y agua azul, y luz dorada del sol. Aquí la luz es muy diferente, tiene una claridad especial; en cierto modo, es de otro color.

Me encanta cómo suena el italiano, es tan musical. Lo prefiero al francés, aunque apenas entiendo una palabra de ninguno de los dos.

¡Pero el olor! Dios santo, eso sí es diferente, y muy molesto. Pero juro que no dejaré que eso enturbie un solo momento de mi estancia. Me parece que ya lo noto menos a medida que me voy acostumbrando.

También me ha costado un poco adaptarme a la comida, y me cansa muchísimo llevar la misma ropa todo el día, pero no puedo llevar todo el armario a cuestas. ¡Además, el servicio de lavado deja mucho que desear!

Ya he comprado varias pinturas, una para ti, otra para Thomas, una para mamá y dos para mí, porque quiero recordar este viaje toda la vida.

Te echo mucho de menos, a pesar de las cosas que estoy viendo y de que Jack es muy dulce y divertido. Puesto que no sé dónde voy a estar, ni cuánto van a tardar en llegarme tus cartas, no puedo mandarte una dirección a la que puedas escribirme. Tendré que esperar a verte cuando regrese a casa, y entonces me lo contarás todo. Ansío oír lo que has estado haciendo, pensando, sintiendo…

Recuerdos a Thomas y los niños. He escrito por separado a mamá y Edward, por supuesto. Ah, no empieces ninguna aventura sin mí.

Tu hermana que te quiere,

Emily.

Charlotte dobló la carta y la metió en el sobre. La pondría en el costurero, un sitio donde Pitt no la encontraría. Le diría que Emily lo estaba pasando muy bien, claro, pero a él le dolería leer todas las cosas que Emily y Jack estaban disfrutando, cosas que ellos no verían nunca. No podía fingir que no tenía envidia, que no deseaba ir a Venecia y recorrer aquella ciudad llena de historia, belleza y romances: él no se lo creería.

Lo mejor era decirle que Emily lo estaba pasando bien y nada más. Él supondría que si no le enseñaba la carta era porque contenía algún secreto entre hermanas, quizá incluso detalles de su vida personal. Al fin y al cabo, Emily estaba de luna de miel.

Se levantó de la mesa y guardó la carta en el bolsillo de su delantal. Como estaban en primavera, aprovecharía para hacer limpieza a fondo y renovar todo lo posible. Ya había pensado en algo para las cortinas del descansillo.

Pitt fue a la Cámara de los Comunes en el palacio de Westminster y solicitó permiso para entrar en el despacho de Etheridge y examinar sus papeles, en busca de cartas o documentos que pudieran contener una alusión a William o Florence Ivory. Preguntaría también si en el distrito electoral de Etheridge había algún despacho donde pudiera haber notas o correspondencia sobre el asunto.

Un funcionario con rígido cuello de puntas y unos quevedos de montura dorada le miró con suspicacia.

—No me suena el nombre. Al señor Etheridge solían acudir muchos de sus electores reclamando su intervención en asuntos de lo más dispar.

—Se trataba de la custodia de una niña.

—Ya existe una ley sobre el particular. —El hombre le miró por encima de sus quevedos—. Imagino que el señor Etheridge habrá respondido al señor o la señora Ivory informándoles de ello, y si existe ese documento, es lo único que debe de haber. Andamos escasos de espacio; no podemos ir almacenando correspondencia trivial durante siglos.

—¡La custodia de un hijo no es algo trivial! —dijo Pitt conteniendo la rabia—. Si usted no puede encontrar esa carta, haré entrar a mis hombres y que registren hasta el último papel, hasta que demos con ella o nos aseguremos de que no está aquí. Luego buscaremos en Lincolnshire.

El hombre se ruborizó de irritación.

—¡Está propasándose, inspector! No tiene ningún mandato para registrar los papeles del señor Etheridge.

—Entonces búsqueme los que hablan de William y Florence Ivory —le espetó Pitt—. Supongo que ya habrá deducido que puede tener relación con un asesinato.

Los labios del funcionario se tensaron. Dio media vuelta y se alejó por el corredor seguido por Pitt. Llegaron al despacho que Etheridge había compartido con otro diputado, y el funcionario dijo unas palabras en voz baja a un empleado. En pie frente a un armario lleno de carpetas, el empleado miró con alarma a Pitt.

—¿Ivory? —Parecía confuso—. No lo recuerdo. ¿En qué fecha fue eso?

Pitt se dio cuenta de que no lo sabía, no lo había preguntado. Una omisión estúpida, pero ahora era tarde para rectificar.

—No lo sé —contestó con toda la frialdad posible—. Empiece desde ahora hacia atrás.

El hombre le miró con perplejidad, pero luego se acercó a unas carpetas y empezó a buscar entre los papeles.

El funcionario suspiró y se excusó, y sus pasos se perdieron en el corredor. Pitt permaneció en el despacho, aguardando.

La espera no fue tan larga como había temido. A los cinco minutos el empleado sacó una carpeta delgada y de ella una carta. Se la tendió con cara de aversión.

—Aquí tiene, inspector, una copia de una carta del señor Etheridge a la señora Florence Ivory con fecha 4 de enero de 1886. Aunque no se me ocurre qué interés pueda tener para la policía.

Pitt la leyó.

Querida señora Ivory:

Lamento su lógica inquietud en el asunto de su hija, pero todo está decidido, y temo que no podré seguir manteniendo correspondencia con usted sobre el particular.

Estoy seguro de que con el tiempo comprenderá que todas las acciones que se han emprendido iban en interés de su hija, lo cual usted, como madre, ha de querer también.

Sinceramente suyo,

Vyvyan Etheridge, diputado.

—Tiene que haber más —dijo Pitt con tono perentorio—. ¡Esto no es sino el final de una correspondencia considerable! ¿Dónde está el resto?

—Es todo lo que hay —respondió el empleado—. Supongo que se trata de un asunto relacionado con el distrito electoral, con Lincolnshire.

—Entonces deme una dirección. Iré a investigar a Lincolnshire.

El hombre escribió en un papel y se lo entregó. Pitt le dio las gracias y se fue.

Una vez en Bow Street, se dirigió al despacho de Micah Drummond y llamó a la puerta.

—¡Entre! —Drummond levantó la vista de una pila de papeles. Pareció aliviado de ver a Pitt—. ¿Alguna noticia? Cuanto más investigamos a los grupos conocidos de anarquistas, menos cosas encontramos.

—Sí, señor. —Pitt tomó asiento sin que le invitaran a hacerlo; estaba demasiado absorto en sus pensamientos para reparar en ello—. Etheridge había prometido ayudar a una antigua electora suya en un asunto de custodia, pero luego se alió con el padre. Ella perdió a la niña y parece muy afectada por ello. Admite que hay veces en que la violencia es el único recurso ante ciertas injusticias. Hay pruebas de que Etheridge la traicionó. Sin embargo, ella niega que le haya matado.

—¿Usted cree que lo hizo? —La alegría de Drummond ante la posibilidad de una solución rápida estaba ya empañada por su propia percepción del móvil, y por un toque de oscuridad en la rabia de Pitt que a Drummond le pareció no iba contra la mujer en cuestión.

—No lo sé. Pero es demasiado obvio para no hacer nada al respecto. Las cartas deben de estar en el despacho del distrito electoral, en Lincolnshire. Tendré que ir allí a investigar. Necesitaré una orden de registro, por si algún empleado me niega el permiso, y también un billete de tren.

—¿Quiere partir esta misma noche?

—Sí.

Drummond le estudió durante unos momentos.

Luego pulsó un timbre y al cabo de un momento apareció un guardia al que dio las órdenes oportunas.

—Vaya a casa del inspector e informe a la señora Pitt que su marido se ausentará esta noche; dígale que le haga la maleta, con unos emparedados, y regrese aquí cuanto antes. Deje el coche a la puerta. Cuando salga, dígale a Parkins que prepare una orden de registro en la casa de Vyvyan Etheridge en Lincolnshire, papeles o cartas que pudieran contener alguna amenaza de muerte, y cualquier cosa relacionada con…

—Florence o William Ivory —apuntó Pitt.

—Eso. ¡Muévase, hombre!

El guardia obedeció. Drummond miró a Pitt.

—¿Cree posible que esa pobre mujer lo hiciera sola?

—Lo dudo. —Recordó su esbelta figura, la virulencia de su expresión, y el brazo protector de la otra mujer, más joven y corpulenta—. Fue acogida en casa de Africa Dowell, quien también conocía a la niña y parece solidarizarse con la señora Ivory.

—Es lógico. —Drummond parecía serio y apesadumbrado. Él también tenía hijos, ya mayores, y su esposa había muerto. Echaba de menos la vida familiar—. ¿Qué hay de Hamilton? ¿Fue un error?

—Casi con seguridad, si es que lo hizo ella. No sé cuántas veces se entrevistó con Etheridge, si es que llegó a hacerlo.

—Dice usted que esa Africa Dowell… ha dicho Africa, ¿no?

Pitt sonrió.

—En efecto; así la llamó la señora Ivory: Africa Dowell.

—Bien, pues si esa Africa Dowell la acogió en su casa, quiere decir que ella tenía poco dinero, por lo que no pudo pagar a nadie para que matara a Etheridge. Se trata de una muerte muy… muy eficazmente violenta para ser cosa de una mujer. ¿Cómo es ella, qué antecedentes tiene? ¿Acaso fue granjera de pequeña para estar habituada a rebanar cuellos?

—Lo ignoro. —Otra cosa que había olvidado indagar—. Pero es muy apasionada y bastante inteligente, incluso diría que osada. Supongo que pudo hacerlo, si llegó a tomar semejante decisión. Pero a juzgar por donde vive, una casa muy atractiva en un buen barrio, la Dowell sí tiene dinero. Podría haberle pagado a alguien.

Drummond torció el gesto.

—Bien, en cualquier caso eso explicaría que Hamilton fuera la primera víctima por un error de identidad. Será mejor que vaya a Lincolnshire y vea qué puede averiguar. Traiga todo lo que encuentre. —Alzó los ojos y pareció que iba a añadir alguna cosa, pero se encogió de hombros—. Infórmeme a su regreso —se limitó a decir.

—Sí, señor.

Pitt bajó a esperar la llegada del guardia con sus cosas para el viaje. Sabía lo que Drummond había querido decir: había que resolver el caso, y pronto. La protesta pública estaba siendo estridente, casi rayana en la histeria en algunos periódicos. El hecho mismo de que las víctimas fuesen representantes del pueblo, que los crímenes hubieran socavado la base de la estabilidad, la libertad y el orden, atemorizaba a todos los ciudadanos. Los asesinatos parecían un reflejo de un espíritu revolucionario oscuro e inquietante, algo que sólo podía provocar caos y destrucción. Algunos empezaban a recordar la guillotina jacobina, con la sangre corriendo por las cunetas. Por su parte, ni Pitt ni Drummond concebían que una mujer se hubiera visto impulsada a vengarse de aquel modo por la pérdida de su hija.

Pitt llegó a la estación de Broad Street con el tiempo justo y tomó un tren con destino a Lincolnshire. Cerró la puerta del vagón cuando la máquina empezaba a vomitar vapor y, entre rugidos y estrépito de hierros, abandonó la enorme y mugrienta cúpula para iniciar el largo trayecto, dejando atrás las fábricas y las casas, pasando por los suburbios de la ciudad más grande, rica y populosa del mundo. En ella vivían más escoceses que en Edimburgo, más irlandeses que en Dublín y más católicos romanos que en la propia Roma.

Pitt sintió una especie de temor reverencial ante la enormidad de la metrópoli mientras contemplaba por la ventanilla hileras e hileras de casas, sucias del vapor y el hollín de innumerables trenes como aquél. Casi cuatro millones de personas vivían en Londres, desde los demacrados niños sin casa que perecían de hambre y frío, a la gente más rica, más atractiva y con mayor talento de toda una nación civilizada. Era el corazón de un imperio que se extendía por todo el mundo, fuente de arte, teatro, ópera y music hall, leyes… abusos y una codicia monumental.

Se comió los emparedados de carne con encurtidos y estiró las piernas entumecidas cuando por fin llegaron a Grantham. Para llegar a la casa del difunto Vyvyan Etheridge hubo de tomar otro tren de línea secundaria y tras hora y media de viaje alquilar un poni y una tartana. Le abrió la puerta un criado que hacía las veces de vigilante. Pitt tuvo ciertas dificultades para persuadirle de que su misión allí era legítima.

Eran más de las cuatro cuando por fin entró en el umbrío estudio de Etheridge, otra suntuosa y elegante habitación atiborrada de libros, y se puso a buscar entre los papeles. Leía a la luz de una lámpara, y estaba aterido cuando una hora después encontró lo que había ido a buscar.

La primera carta era muy simple. Llevaba fecha de hacía casi dos años.

Estimado señor Etheridge:

Recurro a usted como mi representante en el Parlamento para que me ayude a resolver un problema. Mi historia es muy sencilla. Me casé a los diecinueve años, por disposición paterna, con un hombre varios años mayor que yo y de carácter muy severo y autoritario. Me empeñé en complacerlo y en buscar cierta felicidad durante doce años. En ese período le di tres hijos, uno de los cuales murió. A los otros dos, un niño y una niña, los cuidé y los quise con toda mi alma.

Sin embargo, con el tiempo la conducta de mi marido y su inquebrantable dominio sobre mi vida, incluso en los más nimios detalles, me hizo tan desdichada que decidí separarme de él. Cuando le planteé la cuestión, él no pareció contrariarse, es más, creo que se había cansado de mí y que la perspectiva de librarse de mi compañía sin perjuicio para él le pareció una solución atrayente.

Insistió en que mi hijo debía quedarse con él, bajo su custodia, y que yo no podría opinar ni influir en su futuro. En cambio, permitió que me quedara a mi hija.

No solicité ningún tipo de compensación económica, y él tampoco dispuso nada para mí ni para nuestra hija Pamela, que entonces contaba seis años. Encontré alojamiento y un sencillo trabajo en casa de una mujer de recursos razonables, y todo marchaba bien hasta que el mes pasado mi marido exigió la custodia de nuestra hija, y la idea de perderla es algo que no puedo soportar. Ella está bien conmigo y es feliz, no le falta de nada, ni en lo material ni en lo concerniente a su educación y bienestar moral.

Solicito su ayuda en este asunto, pues no tengo a nadie más a quien acudir.

Muy agradecida,

Florence Ivory.

Seguía una copia de la respuesta de Etheridge.

Mi querida señora Ivory:

Su situación me ha emocionado profundamente y pienso examinar su caso de inmediato. En mi opinión, el acuerdo al que usted y su marido llegaron en un principio me parece muy respetable, y puesto que usted no le pidió ayuda económica, él ha actuado de modo poco honroso y no puede reclamarle a usted nada, menos aún apartar de su madre a una niña tan pequeña.

Volveré a escribirle cuando reúna más información.

Hasta entonces, reciba un atento saludo.

Vyvyan Etheridge.

La siguiente carta era también copia de la que Etheridge había escrito a Florence Ivory, fechada dos semanas después.

Querida señora Ivory:

He indagado más en su situación y no veo motivo para que se inquiete o tema por usted ni por la felicidad de su hija. He hablado con su marido y le he asegurado que su demanda carece de base. Una niña de esa edad está mucho mejor al cuidado de su madre natural que de una institutriz o niñera y, como usted misma decía, no le falta ninguno de los aditamentos de salud, cultura y una sólida educación moral.

Creo que no la molestará más con este asunto, pero si se diera el caso, no vacile en comunicármelo y veré que le asignen un asesor legal y que obtenga usted una sentencia que le evite ser objeto de nuevas amenazas.

Reciba un respetuoso saludo.

Vyvyan Etheridge.

A ésta seguía otra carta en una letra muy diferente.

Apreciado señor Etheridge:

Abundando en nuestra charla del 4 de este mes, creo que tal vez usted desconoce la conducta y el carácter de mi mujer, Florence Ivory, quien en cierto modo le dio a usted una idea errónea de sí misma cuando solicitó su intervención para impedir que yo tuviera la custodia de mi hija, Pamela Ivory.

Mi esposa es una mujer de emociones virulentas y caprichos inmaduros. Por desgracia, tiene poco sentido común y es muy autoindulgente con sus antojos. Me duele decirlo, pero no puedo considerarla una persona capaz de llevar a buen término la educación de un hijo, menos aún de una hija, a la que sin duda imbuiría de sus excéntricas ideas.

No era mi deseo informarle de esto, pero las circunstancias me obligan. Mi esposa ha defendido varias causas socialmente radicales, entre ellas el que las mujeres tengan derecho al voto, llegando al extremo de visitar y ser vista públicamente en compañía de Helen Taylor, una persona de lo más fanático y revolucionario, ¡que va por la calle vistiendo pantalones!

Asimismo, ha expresado gran admiración por una tal señora Annie Bezant, que también ha abandonado la casa de su marido, el reverendo Bezant, y que se dedica a despertar el rencor entre las chicas que hacen fósforos y demás empleadas de la fábrica Bryant Mays. ¡Está fomentando el malestar social y aboga por la huelga!

Estoy seguro de que ahora comprenderá que mi esposa no es una mujer capacitada para tener la custodia de mi hija, y por tanto le ruego que deje de ofrecerle sus servicios en este asunto. Eso sólo puede redundar en problemas para mi hija, caso de que su madre consiga su propósito.

Su seguro servidor,

William Ivory.

Y la copia de Etheridge con su respuesta:

Apreciado señor Ivory:

Gracias por la carta referente a su esposa y a la custodia de su hija. He conocido a la señora Ivory y la considero una mujer de gran determinación y quizá de opiniones un tanto equivocadas respecto a ciertos temas sociales, pero su conducta fue perfectamente decorosa, y es obvio que está volcada en su hija, la cual goza de buena salud y progresa en su educación satisfactoriamente.

Si bien estoy de acuerdo con usted en que el comportamiento de Helen Taylor es muy excéntrico y posiblemente no ayuda a su causa, no creo que eso constituya motivo suficiente para incapacitar a su esposa respecto del cuidado de su hija. Como usted sabe, la ley permite en la actualidad que una mujer, caso de que enviude, pueda cuidar por sí sola a sus hijos. Así pues, opino que en este caso una niña tan pequeña está mejor con su madre, y espero que así seguirá siendo.

Le saluda atentamente,

Vyvyan Etheridge.

A continuación, como evidenciaba la letra de la siguiente carta, una cuarta voz se sumaba a la correspondencia.

Querido Vyvyan:

He sabido por William Ivory, que es un buen amigo mío, que has amparado a su infortunada esposa en el asunto de la custodia de su hija Pamela. Debo decirte que temo no hayas sido bien informado al respecto. Se trata de una mujer pertinaz que ha defendido públicamente algunas causas altamente conflictivas, como por ejemplo el derecho al voto de las mujeres, y peor aún, la militancia industrial entre algunas de las obreras menos cualificadas de la ciudad.

Ha expresado abiertamente su simpatía por las chicas que hacen fósforos en Bryant Mays ¡animándolas a desertar de su trabajo!

Si apoyamos a esta gente, ¿quién sabe en qué podrían acabar todas estas disputas? Ten en cuenta que existe ya un malestar en el país, y son muchos los que desean el derrumbamiento del orden social, ¡para sustituirlo sabe Dios por qué otra cosa! La anarquía, a juzgar por lo que dicen.

Debo recomendarte encarecidamente que no sigas dando apoyo de ninguna clase a Florence Ivory, y que ayudes en cambio al pobre William a obtener la custodia de su hija sin dilación, antes de que ella se vea más perjudicada por el excéntrico e indisciplinado comportamiento de su madre.

Tuyo,

Garnet Royce, diputado.

¡Garnet Royce! Así que el educado y arbitrario Garnet Royce, tan solícito con los asuntos de su hermana, tan preocupado por ayudar, era quien se ponía de parte del convencionalismo para dejar a Florence Ivory sin su hija. ¿Por qué? ¿Ignorancia, conservadurismo, algún favor que devolver, o sólo la creencia de que Florence no sabía ocuparse del bienestar de su propia hija?

Leyó la copia de la siguiente carta de Etheridge.

Querida señora Ivory:

Lamento comunicarle que sigo investigando sobre la petición de su marido referente a la custodia de su hija. Creo que las circunstancias no son las que yo supuse en un principio, o las que usted me hizo creer.

Por consiguiente me veo obligado a retirarle mi apoyo, y poner mi empeño del lado de su marido para que éste obtenga la custodia de sus dos hijos y pueda educar a ambos en un hogar decente y temeroso de Dios.

Sinceramente suyo,

Vyvyan Etheridge.

Señor Etheridge:

¡Casi no podía creerlo cuando abrí su carta! Fui a verle enseguida a su casa, pero su criado no me dejó entrar. Estaba segura de que tras las promesas que usted me hizo, y su visita a mi casa, no podía traicionar de este modo la confianza que deposité en usted.

¡Si no me ayuda perderé a mi hija! Mi marido ha jurado que si obtiene la custodia no podré verla más, ni mucho menos hablar o jugar con ella, enseñarle lo que yo aprecio o convencerla de que no es mi deseo que estemos separadas, ¡que la querré con todas mis fuerzas mientras viva!

Se lo ruego. Ayúdeme por favor.

Florence Ivory.

¡No me contesta! Por favor, señor Etheridge, al menos deje que le hable. ¡Yo puedo cuidar de mi hija! ¿Qué delito he cometido?

Florence Ivory.

Y de la última, escrita en letra temblorosa por la emoción:

Mi hija se ha ido. No puedo expresar mi dolor con palabras, pero algún día sabrá usted todo lo que ahora siento, ¡y entonces deseará con toda su alma no haberme traicionado así!

Florence Ivory.

Pitt dobló la nota y la guardó con el resto de la correspondencia en un sobre grande. Se puso en pie, golpeándose la rodilla con el escritorio sin notarlo. Su mente estaba en Westminster Bridge, y con dos mujeres en una habitación de Walnut Tree Walk, una habitación llena de cretona y luz, y de dolor impregnando el recinto.