Al día siguiente agentes de policía empezaron a buscar un testigo que pudiera haber visto algo a partir de lo cual deducir un hecho: una hora más exacta, de qué lado del puente había venido el agresor, hacia qué lado había huido, si en coche o a pie. Poca cosa podían hacer hasta la tarde, porque quienes frecuentaban aquellas calles a eso de medianoche ahora estaban en sus casas, tiendas o alojamientos, lo cual podía ser casi en cualquier parte, e incluso los miembros del Parlamento podían estar en casa o en sus despachos y ministerios.
A mitad de semana habían dado con cuatro de los cocheros que habían cruzado el puente entre las diez y media y las once de la noche. Ninguno de ellos había visto nada fuera de lo normal, nadie que rondara por allí salvo las prostitutas de rigor, y éstas, como Hetty Milner, no hacían otra cosa que dedicarse a su profesión. Una había visto a un hombre que vendía budines de ciruela, pero era un habitual y cuando la policía lo interrogó el hombre no supo decir nada más.
Otros diputados habían hablado con Etheridge poco antes de abandonar la cámara. Ninguno había visto que le abordara nadie ni recordaba que él hubiera ido andando hacia el puente. Todos habían estado ocupados charlando, la noche era oscura, y estaban cansados y con ganas de irse a casa.
El resultado de toda una jornada de andar, interrogar y hacer deducciones no fue otro que la confirmación de que había sido una noche muy corriente. Nadie había reparado en ninguna persona extraña, nada había parecido inquietar a Etheridge ni ocasionar una conducta distinta de la habitual tras una sesión nocturna de la cámara. No había habido riñas, mensajes repentinos, prisas o ansiedad, ni amigos o conocidos aparte de sus colegas parlamentarios.
Etheridge había sido hallado muerto por Harry Rawlins a los diez minutos de haber cruzado sus últimas palabras con sus colegas a la entrada de la Cámara de los Comunes.
Pitt empezó a examinar la vida personal de Etheridge. En cuanto a sus asuntos financieros, le bastaron un par de horas para confirmar que había sido un hombre muy acaudalado y que no tenía otro heredero que su hija, Helen Carfax. Los bienes no estaban vinculados, y tanto la casa de Paris Road como sus magníficas propiedades en Lincolnshire y el West Riding carecían de hipoteca.
Pitt salió del despacho de los abogados poco satisfecho. Incluso al sol primaveral, sintió frío. El abogado, un hombre menudo y puntilloso con gafas sobre el puente de su estrecha nariz, no había mencionado a James Carfax, pero sus silencios fueron elocuentes. Frunció los labios mirando a Pitt con tristeza en sus ojos azules, pero su discreción había sido inmaculada; sólo le dijo lo que a su debido tiempo iba a ver la luz pública cuando fuera leído el testamento, aunque Pitt no esperaba otra cosa. La gente de la posición de Etheridge nunca contrataba abogados que traicionaran la confianza de sus clientes.
Pitt almorzó pan, cordero frío y sidra en el Got Compasses y luego alquiló un cabriolé para cruzar Westminster Bridge y regresar a Paris Road. Era una hora aceptable para una visita, y aunque Helen Carfax no estuviera en condiciones de recibirle en persona, eso no importaría; su principal objetivo era investigar los papeles de Etheridge en busca de la carta que ella había mencionado, o alguna otra que pudiera sugerir la posibilidad de un enemigo, una mujer que se hubiera sentido maltratada, un rival profesional o de negocios, cualquier cosa.
Al apearse del coche encontró la casa como cabía esperar, con todas las cortinas echadas y una corona negra en la puerta. La sirvienta que acudió a abrirle llevaba un crespón negro en el pelo en lugar de la gorra blanca que normalmente habría llevado, y sin delantal blanco. La muchacha estuvo a punto de decirle que fuera por la puerta de servicio, pero una mezcla de incertidumbre, miedo y agitación tras la noticia le hizo optar por lo más fácil y hacerlo pasar.
—No sé si la señora Carfax le recibirá —le advirtió.
—¿Y el señor Carfax? —preguntó él mientras la seguía hacia la salita.
—Ha salido para atender unos asuntos. Creo que volverá después de comer.
—¿Podría preguntar a la señora Carfax si puedo examinar el estudio del señor Etheridge para ver si encuentro la carta de la que me habló anoche?
—Sí, señor, se lo preguntaré —dijo indecisa, y le dejó a solas.
Pitt inspeccionó la salita con más detenimiento que la víspera. En ese gabinete debían de recibir a los invitados que se presentaban de improviso, y los residentes de la casa debían pasar allí una mañana tranquila examinando la correspondencia. La señora de la casa vendría para organizar los asuntos del día, dar instrucciones al ama de llaves y la cocinera y tratar asuntos domésticos o de la bodega con el mayordomo.
En un rincón había un escritorio estilo Reina Ana, y una mesa con varias fotografías enmarcadas. Las examinó detenidamente; la mayoría eran obviamente de Etheridge de joven, con una mujer de rostro afable a su lado. Parecían rígidos ante el fotógrafo, pero incluso en aquella pose formal había una clara seguridad en sí mismos, un porte que tenía más que ver con la felicidad que con la disciplina. A juzgar por la ropa, había sido tomada hacía una veintena de años. Había también una foto de un chico de unos trece años, delgado y con la mirada intensa de un inválido. Ese retrato estaba enmarcado en negro.
La mujer de edad que le recordaba a Pitt un caballo bonachón y más bien lúgubre era presumiblemente la madre de Etheridge. Ahí estaba el aire de familia; la misma frente ancha y la boca tierna, algo así como la imagen de su nieta como habría sido en otra época.
A la izquierda de la mesa había una foto grande de la propia Helen con James Carfax. Ella tenía un aspecto asombrosamente inocente, el rostro muy juvenil y los ojos llenos de esperanza y esa radiación propia de los enamorados. James también sonreía; sus ojos mostraban satisfacción, quizá alivio. Parecía más cohibido por la cámara que ella.
La fecha estaba en la esquina: 1883. Tal vez poco después de casarse.
Pitt fue a la biblioteca. Una selección de libros decía mucho de una persona, si los libros estaban realmente leídos; pero si se los tenía sólo para impresionar, entonces revelaban algo de las personas cuya opinión le interesaba. Si sólo estaban para decorar la pared no revelaban nada, salvo la superficialidad de quien usa los libros para ese fin. Allí había tomos de historia y filosofía así como algunos clásicos de la literatura, todos leídos a juzgar por su aspecto.
Fue Helen en persona quien apareció unos diez minutos después, muy pálida y totalmente de negro, lo que la hacía parecer más joven pero también más cansada, como si estuviera convaleciente de una larga enfermedad. Pero su porte era admirable.
—Buenos días, inspector Pitt —dijo—. Creo que ha venido a buscar la carta que le mencioné anoche, ¿no es así? Dudo que la encuentre, no creo que mi padre la conservara. Pero, naturalmente, puede usted buscar.
—Gracias, señora Carfax. —Quería disculparse por molestarla, pero no se le ocurría nada que no sonara trivial en esas circunstancias y se limitó a seguirla en silencio por el zaguán.
Una criada con un montón de ropa limpia y su ayudante, de unos catorce años, con un friegasuelos en la mano se habían asomado a la barandilla del rellano. Si el ama de llaves las pillaba serían reprendidas y se les diría lo que les pasaba a las chicas que se entrometían en los asuntos de sus superiores en lugar de hacer su trabajo.
La biblioteca, un cuarto igualmente espacioso, tenía dos paredes con paneles de roble, una con grandes ventanales y las cortinas echadas como correspondía a una casa de luto; las otras dos paredes tenían estanterías de libros con puerta de cristal. El fuego estaba apagado, pero las cenizas habían sido retiradas y la chimenea estaba limpia.
—Ése es el escritorio de mi padre —dijo Helen, indicando un escritorio de roble fileteado de piel en marrón oscuro y con nueve cajones, cuatro a cada lado y uno en medio. Helen extendió su pequeña mano, ofreciéndole una llave esmeradamente trabajada.
—Gracias, señora. —Pitt la cogió y, sintiéndose más intruso que de costumbre, abrió el primer cajón y empezó a examinar los papeles—. Imagino que todo esto es del señor Etheridge —dijo—. ¿Su esposo nunca usa este despacho?
—No, mi marido tiene su oficina en la City. Nunca se trae trabajo a casa. Tiene muchos amigos, pero poca correspondencia privada.
Pitt estuvo examinando cartas sin contestar, pequeños asuntos de límites de tierras, carreteras en mal estado, peleas entre vecinos, todo muy trivial comparado con una muerte violenta. Ninguna de ellas estaba escrita con inquina; la simple irritación, más que ira o desespero, parecía ser la nota dominante.
—¿El señor Carfax ha tenido que ir esta mañana a la City? —preguntó de repente, esperando sorprenderla.
—Sí, bueno… —le miró—. No estoy segura. Me lo ha dicho, pero se me ha olvidado.
—¿A su marido le interesa la política?
—No. Se dedica a la edición. Es un negocio familiar. No va cada día al trabajo, sólo cuando se reúne la junta, o… —dejó la frase sin terminar, decidiendo que no quería hablar del asunto.
Pitt abrió el segundo cajón, lleno de facturas diversas. Las examinó detenidamente, interesado al ver que todas parecían dirigidas a Etheridge, ninguna a James Carfax. Allí había todo lo que podía esperarse relativo a la organización de la casa: compras de alimentos, jabón, velas, limpiametales, ropa de cama, carbón y madera; repuestos de loza y cacharros de cocina, uniformes del servicio, libreas para los lacayos; mantenimiento de los carruajes y provisiones para los caballos, incluso la reparación de los arneses. Si James Carfax contribuía en algo, debía de ser muy poco. Lo único que faltaba era algún recibo de gastos para ropa femenina, zapatos, telas para vestido o facturas de la modista, sombreros o perfumes. Parecía que Helen tenía alguna renta o bien dinero propio; o tal vez era eso lo que James se encargaba de comprar.
Continuó con el siguiente cajón y luego otro más. No descubrió más que facturas domésticas y algunos papeles relativos a las propiedades rurales de Etheridge. Nada guardaba el menor parecido con una amenaza.
—Me imaginaba que no la habría guardado —dijo otra vez Helen cuando Pitt concluyó su búsqueda—. Pero… alguna importancia debió de tener. —Miró hacia las cortinas—. Tenía que decírselo a usted.
—Por supuesto. —Pitt había reparado en lo que la había impulsado a hablar, aunque estaba menos seguro de su causa de lo que su educada respuesta pudo hacerle suponer a ella. Un anarquista anónimo, salido de los bajos fondos en plena noche, ya era lo bastante horrible, pero infinitamente mejor que un impulso asesino nacido en la casa, vivido allí, formando parte de ellos y de sus vidas, inmiscuyéndose en cada pausa de la conversación, en cada silencio de la noche.
»Gracias, señora Carfax —dijo—. ¿Podría ser que la carta estuviera en otra habitación? La antecámara, quizá, o el salón. ¿No podría su padre haberla subido al piso de arriba para evitar que alguien la encontrara y se inquietara? —No lo creía posible, pero deseaba estar un rato más en la casa y hablar quizá con el personal de servicio. La doncella de Helen podía decirle cuanto él quería saber, pero naturalmente no lo haría. La discreción era su principal cualidad, más aún que su destreza para peinar o coser, o el arte de guarnecer o planchar vestidos. Quienes traicionaban la confianza de los amos ya no volvían a encontrar trabajo. La alta sociedad era muy reducida.
Pareció que Helen tampoco quería descartar la posibilidad, por más exigua que fuese.
—Sí, es posible que la guardara arriba. Le enseñaré el vestidor de mi padre; es un sitio bastante íntimo para guardar algo así. Yo no habría podido encontrar allí la carta e inquietarme.
Helen le condujo al vestíbulo para subir por la hermosa escalera y seguir hasta el dormitorio principal y el vestidor contiguo. Las cortinas no estaban echadas del todo, y Pitt pudo contemplar brevemente la vista de las caballerizas y los hermosos jardines de Lambeth Palace.
Al darse la vuelta vio a Helen junto a un tocador, el cajón superior del cual tenía un ojo de cerradura de latón. Sin decir palabra, ella abrió el cajón. En él había las joyas personales de Etheridge, dos relojes, varios pares de gemelos con piedras semipreciosas y tres pares de oro, con un blasón grabado, así como dos sortijas, una de ellas de mujer con una bonita esmeralda.
—Era de mi madre —dijo Helen en voz baja detrás de Pitt—. La guardaba él. Dijo que me la reservaba para cuando él hubiera… muerto. —Por un momento estuvo a punto de derrumbarse, y hubo de darse la vuelta hasta recobrar la compostura.
Pitt no podía hacer nada; incluso mostrar que lo había notado habría sido impropio. Eran desconocidos, de sexos opuestos, y el abismo social que había entre ellos era infranqueable. Compartir la compasión que podía sentir por ella habría sido imperdonable.
Se puso a registrar cajones lo más rápido que pudo, viendo enseguida que no había nada que sugiriese una amenaza: una vieja carta de amor de la esposa de Etheridge, un billete de diez libras y otro de veinte, y algunas fotografías de su familia. Pitt cerró el cajón con suavidad y al levantar la mirada vio que Helen estaba otra vez de cara a él, dominada ya la angustia.
—¿No? —preguntó ella como si hubiera sabido la respuesta.
—No —confirmó él—. Pero como usted dice, señora, esa clase de cartas uno las destruye.
—Sí… —pareció que iba a decir algo más, pero que no sabía cómo.
Pitt esperó. No podía ayudarla, aunque era tan consciente de su nerviosismo como del sol que se colaba en la habitación. Al final no pudo aguantarse.
—Puede que esté en su despacho de la Cámara de los Comunes —dijo—. Aún he de pasar por allí.
—Sí, por supuesto.
—Pero si se le ocurre algo más que decirme, señora Carfax, mándeme un mensaje a la comisaría, y yo vendré a verla cuando a usted le vaya bien.
—Gracias, inspector —contestó ella, pareciendo aliviada.
Mientras volvían hacia la escalera, Pitt reparó en dos trozos descoloridos en el papel de la pared, como si hubieran retirado un cuadro y hubieran cambiado otros dos para conservar el equilibrio.
—Su padre vendió uno de sus cuadros hace poco —dijo Pitt—. ¿Sabe usted a quién?
Ella se sobresaltó, pero no rehusó responder.
—El cuadro era mío, señor Pitt. No creo que tenga nada que ver en esto.
—Comprendo. Gracias. —Entonces Helen había ingresado recientemente cierta cantidad de dinero. Tendría que investigarlo para averiguar a cuánto ascendía la suma.
La puerta de la calle se abrió y James Carfax apareció en el vano seguido de una ráfaga de viento primaveral. El lacayo fue a cogerle el sombrero, el abrigo y el paraguas, y James cruzó el vestíbulo, deteniéndose al advertir movimiento en lo alto de la escalera, frunciendo el entrecejo y, por último, al reconocer a Pitt, esbozando una expresión de ira.
—¿Qué diablos hace usted aquí? —inquirió—. Pero hombre de Dios, ¡mi esposa acaba de perder a su padre! Salga a la calle y busque al loco que hizo esto. ¡No pierda el tiempo fastidiándonos!
—James… —Helen empezó a bajar, apoyando su impoluta mano en la barandilla. Pitt se rezagó un poco pues apenas podía ver la falda negra en la escalera iluminada por la lámpara de gas y temía poder pisársela—. Ha venido a ver si podía encontrar una carta amenazadora que le dije que papá había recibido.
—¡Ya la buscaremos nosotros! —A James no se le aplacaba tan fácilmente—. Si damos con ella se lo haremos saber. Ahora, buenos días; el lacayo le indicará el camino.
Pitt se volvió hacia Helen.
—Con su permiso, señora, quisiera hablar con los lacayos y los cocheros.
—¿Para qué? —Por lo visto, James seguía considerándolo un intruso.
—Como el señor Etheridge fue agredido en la calle, señor, es posible que le siguieran durante un rato para observarle —contestó Pitt sin alterarse—. Es posible que alguno de ellos pueda recordar algo que pueda sernos de utilidad.
La cólera tiñó las mejillas de James; él debería haber deducido esa contingencia. En muchos aspectos era más joven de los treinta años, más o menos, que Pitt le daba. Su sofisticación apenas encubría sus emociones. Era muy posible que el control absoluto de su suegro sobre la organización de la casa le hubiera pesado más de lo que él mismo podía reconocer.
Helen puso la mano ligeramente sobre el brazo de su marido, como si temiera que él pudiera rechazarla y quisiera poder fingir que no lo había notado si eso ocurría.
—Debemos ayudar, James. Ya sé que quizá no encuentren a ese loco o a ese anarquista, sea lo que sea, pero…
—¡Eso no hay ni que decirlo, Helen! —James miró a Pitt; eran casi de la misma estatura—. Interrogue al servicio, si quiere, y luego déjenos en paz. Permita que mi mujer guarde luto en privado y con decencia. —No tocó la mano de ella, como Pitt habría hecho en su lugar.
Se apartó de Helen y luego le pasó un brazo por los hombros. Pitt vio que ella se relajaba. Para el inspector era un gesto más frío e impersonal que el cogerle la mano. Pero uno nunca sabe cómo son las relaciones de los demás. A veces, lo que parece afecto esconde vacíos de soledad cuyo dolor los terceros no pueden imaginar; otros, que parecen distantes, siguiendo su propio camino sin consideración, en realidad se comprenden mutuamente, y los silencios existen porque no hay necesidad de hablar, del mismo modo que una riña es la extraña cobertura de la calidez y la lealtad sin límites. El amor de James y Helen Carfax tal vez no era como él había imaginado, no tan lleno de dolor para ella ni tan formal para él.
Se excusó y fue hacia la puerta que daba a los aposentos del servicio, presentándose ante el mayordomo. Fue recibido con fría suspicacia.
—La señora Carfax me dijo que su padre había recibido una carta amenazadora —añadió.
—Si supiéramos algo ya se lo habríamos dicho —empezó el mayordomo—. Pero si quiere hacer preguntas, llamaré a todos para que contesten lo mejor que sepan.
—Gracias.
Pitt había pensado algunas preguntas, no porque confiara obtener respuestas útiles, pero eso le daría la oportunidad de hacerse una idea más amplia de la casa. La cocinera le ofreció una taza de té, que él agradeció mientras calibraba por la conversación la composición de la servidumbre. Etheridge había tenido diez sirvientes en total, incluyendo una para el piso de arriba, otra para la planta baja, la muchacha de catorce años, una doncella para Helen, varias lavanderas, una criada para el salón, otra para la cocina y varias más para la trascocina. Y por supuesto el ama de llaves. Había dos lacayos, ambos de un metro ochenta de estatura, un mayordomo, un ayuda de cámara, un limpiabotas y, fuera, dos mozos de cuadra y un cochero.
Vio que todos se relajaban mientras les contaba un par de historias graciosas sobre su experiencia como policía y compartía el té y un trozo del mejor pastel de la cocinera, que ella guardaba para la servidumbre. Observó a la doncella con más detenimiento que a los otros. Ella aceptó algunas bromas inofensivas porque su posición entre la servidumbre era bastante alta, pese a que sólo debía tener unos veinticinco años, pero tan pronto Pitt empezó a hablar de Helen y James hubo una ligerísima alteración en su gesto, un tensarse de los músculos de sus hombros, cautela en sus ojos. Ella sabía del dolor de una mujer que amaba más de lo que era amada, y no iba a revelarlo al resto de los criados y menos aún a aquel policía entrometido.
Era cuanto Pitt había querido, y cuando hubo terminado su pastel, les dio las gracias y salió en busca del cochero, que estaba limpiando arneses en la caballeriza.
Pitt le preguntó si había notado que alguien se fijara especialmente en los trayectos de Etheridge, aunque no esperaba sacar nada. Lo que quería saber era a dónde iba James Carfax y con qué frecuencia.
Cuando partió, a media tarde, cogió un cabriolé para cruzar el puente hasta St. James’s y el famoso club Boodle’s, del que según el cochero era miembro James Carfax. El hombre fue discreto, nombrando únicamente los sitios a donde el joven caballero era probable que fuese: su club, de vez en cuando su lugar de trabajo, teatros, bailes y cenas del círculo social, y en verano las carreras, las regatas y las fiestas al aire libre a las que acudía la buena sociedad, si tenían suficiente categoría y dinero para ser invitados.
Anochecía cuando Pitt encontró al portero de Boodle’s y con una mezcla de halago y apremio, le sonsacó que James Carfax era en efecto un visitante asiduo, que tenía muchas amistades entre los socios del club y que a menudo se quedaban hasta tarde jugando a las cartas, y que sí, suponía que todos ellos bebían un poco, como hacen los caballeros. No, no siempre se iba en su propio coche, a veces lo despedía y utilizaba el vehículo de alguno de sus amigos. ¿Si regresaba a casa? Bueno, no era cosa suya decir a dónde iba un joven caballero cuando abandonaba el club. ¿Solía ganar a las cartas? El portero no lo sabía, pero sí que pagaba puntualmente sus deudas, de lo contrario no seguiría siendo miembro del club.
Pitt hubo de contentarse con eso, aunque los pensamientos que le inquietaban empezaban a abrirse paso en su cabeza, y nada de lo que había sabido le sosegaba.
Aún podía hacer otra cosa antes de volver a su casa. Cogió otro coche en St. James’s, bajando por Buckingham Palace Road y al sur por el Chelsea Embankment hasta la casa de Barclay Hamilton, próxima al Albert Bridge. Era inútil preguntar a algún conocido de Carfax la clase de información que le interesaba. Pero Barclay Hamilton también había perdido recientemente a su padre del mismo modo grotesco y violento con que Helen Carfax había perdido al suyo. Podría presionarle con preguntas más directas y tal vez él podría responderlas sin el temor a la condena social que otros podían tener, esa sensación de haber traicionado a aquellos que implícitamente confiaban en él.
El recibimiento fue entre sorprendido y cortés. Ahora que tenía la oportunidad de ver a Barclay Hamilton a solas, y no tras el impacto de un hecho luctuoso, Pitt le juzgó un hombre de reservado encanto. La brusquedad de sus modales en su primer encuentro se había evaporado, y cuando invitó a pasar a Pitt lo hizo con toda la curiosidad que la cortesía permitía.
La sala de estar no era grande pero estaba bien amueblada, más para comodidad del propietario que para impresionar a otros. Las butacas eran viejas, la alfombra turca roja y azul estaba gastada en el centro pero conservaba en sus bordes la viveza del color. Los cuadros, en su mayoría acuarelas, no eran caros, tal vez incluso de aficionado, pero todos sugerían haber sido elegidos más por su delicada estética que por su precio. Los libros de la estantería con cristaleras estaban ordenados por temas y no para complacer a la vista.
—Aquí no dejo entrar a mi ama de llaves más que para sacar el polvo —dijo Hamilton con una suave sonrisa—. Ella protesta, pero obedece. Se siente muy desilusionada porque no la dejo adornar las sillas con un antimacasar ni poner fotos de familia encima de la mesa. Sólo tolero una de mi madre, nada más. No me gusta sentirme observado por una galería de personajes.
Pitt sonrió. Aquélla era una habitación masculina, y le recordaba sus días de soltero, aunque su alojamiento había consistido en una sola habitación y nada tenía que ver con la elegancia de Chelsea. Su toque masculino se lo recordaba, la impronta de un solo dueño, de un solo gusto, un hombre libre de ir y venir cuando quisiera, de dejar las cosas donde le viniera en gana sin tener que pensar en nadie más.
Aquélla había sido una buena época de su vida, tiempo para madurar, para hacerse hombre, pero ahora la rememoraba con una tolerancia carente de nostalgia. Ninguna casa sería un hogar para él si no estaba Charlotte, sus fotos favoritas —que él aborrecía— colgadas en la pared, su costura desparramada por todas partes, sus libros dejados sobre la mesa, sus zapatillas siempre en el sitio justo para que él tropezara, su voz desde la cocina, las luces encendidas, la calidez, el contacto físico, familiar pero todavía excitante, necesitado aún con urgencia, y, por encima de todo, el compartir la vida con ella, oírla explicar los avatares del día, lo gracioso o lo enojoso, y la infatigable curiosidad y preocupación por el trabajo de Pitt y sus desvelos profesionales.
Hamilton le estaba mirando con ojos estupefactos. Parecía risueño, pero había una sombra sobre el puente de la nariz, una fragilidad, como si hubiera visto morir sus sueños y tenido que volver a empezar sobre una pérdida que aún le dolía.
—¿Qué puedo decirle que no sepa usted, inspector?
—¿Se ha enterado de la muerte de Vyvyan Etheridge?
—Por supuesto. Creo que no hay nadie en toda la ciudad que no lo sepa.
—¿Conoce personalmente o por referencias a su yerno James Carfax?
—Un poco. ¿Por qué lo pregunta? ¿No pensará que está vinculado a algún grupo anarquista? —Otra vez aquella fugaz sonrisa, la conciencia de lo absurdo.
—¿Usted no lo cree probable?
—No.
—¿Por qué no? —Pitt trató de parecer escéptico, como si fuera en esa línea que estaba investigando.
—Francamente, no tiene el entusiasmo ni la dedicación para ser algo tan radical.
—¿Radical? —Pitt sintió curiosidad. No había esperado una respuesta así: no una imposibilidad ética sino una superficialidad emocional. Eso decía más de Hamilton que de James Carfax—. ¿Usted no cree que lo habría encontrado repugnante, poco ético, desleal para con su propia clase?
Hamilton se sonrojó ligeramente, pero sus cándidos ojos no dejaron de mirar a Pitt.
—Me extrañaría que él considerara la pregunta desde esta perspectiva. Es más, dudo que haya pensado jamás en la política salvo para suponer que el sistema seguirá inamovible y le garantizará el tipo de vida que desea vivir.
—¿Por ejemplo?
Hamilton encogió los hombros:
—Que yo sepa, almorzar con los amigos, jugar un poco, ir a las carreras y a fiestas elegantes, el teatro, los bailes, alguna noche discreta de vez en cuando con una puta y quizá una pelea a puñetazos si le sale al paso.
—No tiene usted buena opinión de él.
Barclay hizo una mueca.
—Bien, supongo que no es peor que muchos otros. Pero no creo que sea un anarquista disfrazado. Se lo aseguro, inspector, ¡no existe disfraz tan perfecto!
—¿Suele ganar cuando juega?
—En conjunto no, por lo que he podido oír.
—Pero paga las deudas. ¿Goza de medios considerables?
—Lo dudo. Su familia no es rica, aunque su madre heredó algún título honorífico. Carfax se casó bien, como usted ya sabe. Helen Etheridge es una mujer con muchas posibilidades, supongo que eso es ya una realidad. Imagino que es ella quien le paga las deudas. Tampoco es que pierda mucho, por lo que sé.
—¿Es usted socio de Boodle’s?
—¿Yo? No me interesan esas cosas. Pero tengo algunos conocidos que lo son. La alta sociedad es muy pequeña, inspector. Y mi padre vivía a menos de dos kilómetros de Paris Road.
—Pero hace muchos años que no vive en casa de su padre.
El humor y la tranquilidad desaparecieron de la cara de Hamilton, como si alguien hubiera abierto una puerta dando paso a una ráfaga de frío invernal.
—No. —Tenía un nudo en la garganta—. Mi padre se casó otra vez tras la muerte de mi madre. Yo ya era adulto; era lo más normal del mundo que me buscara mi propio sitio donde vivir. Pero eso no tiene nada que ver con James Carfax. Me he referido a ello para que viera que en la alta sociedad uno no puede evitar saber cosas de otros si se mueve en círculos similares.
Pitt lamentó haberle hecho sufrir involuntariamente. Le caía bien Barclay, y no había sido su intención hurgar en una vieja herida que difícilmente podía interesar a la investigación.
—Por supuesto —dijo, haciendo tácitas sus disculpas; cuanto menos se tocara la herida, más pronto se reabsorbería—. ¿Ha mencionado otras mujeres como una suposición o posee usted algún dato concreto?
Hamilton suspiró y se relajó de nuevo.
—No, inspector. Me temo que mis conjeturas están basadas únicamente en la reputación de Carfax; es posible que haya sido injusto con él. No me cae bien; debería usted considerar cuanto le he dicho desde esa perspectiva.
—¿Conoció usted a la esposa de Carfax antes de su boda?
—Desde luego.
—¿Le gustaba Helen Etheridge? —preguntó Pitt con candor suficiente para que la frase sonara desprovista de implicaciones.
—Sí —dijo Hamilton con la misma franqueza—. Pero no románticamente. Verá usted, siempre me pareció que era muy joven. Había en ella algo infantil; era como una chiquilla aferrada a sus sueños. —Sonrió tristemente—. ¡Como si fuera la primera vez que se recogía el pelo y se ponía de largo!
Pitt se imaginó a la señora Carfax, su vulnerabilidad y la evidente adoración hacia su marido, y compartió en silencio su opinión.
—Por desgracia, todos hemos de crecer —añadió Hamilton con una leve sonrisa—. Las mujeres quizá menos, en conjunto. —Se mordió los labios como si quisiera tragarse esas palabras—. Al menos, algunas mujeres. Me temo que no puedo ayudarle, inspector. No siento simpatía por James Carfax, pero podría jurar que no tiene relación alguna con anarquistas u otros conspiradores políticos, y tampoco es ningún loco. Carfax es exactamente lo que aparenta, un joven bastante egoísta que se aburre, bebe un poco más de lo debido y le gusta presumir pero no tiene medios económicos para estar a la altura de sus amigos sin valerse del dinero de su mujer, lo cual le fastidia, pero no hasta el extremo de impedirle hacerlo.
—¿Y si su esposa dejara de pasarle dinero? —preguntó Pitt.
—No lo hará. Al menos —se corrigió—, yo no creo que lo haga, a menos que la dañara con una conducta temeraria. Pero no le veo capaz de esa tontería.
—Ya, supongo que no. Gracias, señor Hamilton. Agradezco su franqueza; seguramente me ha ahorrado horas de preguntas delicadas. —Se puso en pie. Era tarde y fuera empezaba a hacer frío, tenía ganas de volver a casa. Pronto habría pasado otro día sin que hubiera conseguido apenas nada.
Barclay Hamilton se levantó también. Era más alto de lo que Pitt creía, y más flaco. Parecía avergonzado.
—Discúlpeme, inspector. He hablado con más sinceridad de la que tenía derecho. Estoy cansado. Sé que he sido muy poco discreto y probablemente muy poco caritativo con Carfax. No debería haber hablado así.
Pitt sonrió.
—Usted me ha advertido que no le caía bien.
Hamilton se relajó, y la luz que iluminó su cara evocó al joven que debía haber sido dieciocho años atrás, cuando Amethyst Royce se había casado con su padre.
—Espero verle de nuevo, inspector, en mejores circunstancias —dijo Hamilton, y en vez de llamar al criado le tendió la mano y se la estrechó como si fuesen amigos, no un caballero y un inspector de policía.
Pitt salió de la casa y caminó despacio por el Embankment hasta encontrar un coche para volver a casa. El aire era helado y una bruma subía del río. En algún punto aguas abajo chillaban las sirenas de los barcos, amortiguadas por la distancia y la humedad del ambiente.
¿Podía James Carfax haber asesinado a su suegro para disponer rápidamente de la herencia de su esposa? O, peor y más doloroso que lo anterior, ¿podía Helen, angustiada por conservar a su esposo, haber asesinado a su propio padre? ¿Por su dinero, dinero que necesitaba para dar a James las cosas materiales que él consideraba tan importantes?, ¿para tenerlo pendiente de ella, y así pretender que eso era amor? Helen no podía haberlo hecho sola, pero sí haber pagado a alguien para que lo hiciera. Lo mismo era válido para el asesinato de sir Lockwood: un asesino a sueldo podía haberle tomado erróneamente por Etheridge, algo que una persona que le hubiera conocido bien no habría hecho en un puente iluminado como el de Westminster.
Mañana debía averiguar cuál era el cuadro vendido, y por cuánto dinero. No sería tan sencillo descubrir qué había sido del dinero correspondiente, pero eso también era posible.
Pitt regresó a casa muy cansado, con la cara de Helen en su memoria, su dolorosa ternura y el temor de sus ojos.
A la mañana siguiente Pitt se levantó temprano para ir a ver a Micah Drummond, y Charlotte recibió la primera carta de Emily, con matasellos de París. La contempló durante unos minutos sin abrirla. En parte estaba ansiosa por saber que Emily se encontraba bien y feliz, y en parte la roía la envidia por la aventura, la diversión, la excitación y el inicio del amor.
Después de apoyarla en la tetera y contemplarla mientras comía dos tostadas con mermelada, una conserva que preparaba extraordinariamente bien —su mejor logro culinario—, finalmente sucumbió.
Estaba fechada en París, abril de 1888, y decía así:
Queridísima Charlotte:
Han ocurrido tantas cosas que casi no sé por dónde empezar. ¡La travesía en barco fue espantosa! ¡Hacía un viento helado y había mar gruesa! Pero en cuanto tocamos tierra todo cambió. El viaje en coche de Calais a París me hizo pensar en todas las aventuras que había leído en los libros, los mosqueteros y Luis XVI (era el XVI, ¿verdad?). Fue una maravillosa idea por parte de Jack, y con todos los ingredientes que yo había soñado: granjas donde vendían queso, árboles hermosos, pequeñas aldeas donde discutían las campesinas, todo muy encantador y romántico. Me acordé de los aristócratas que huían durante la Revolución; ¡seguro que pasaron por allí para embarcarse a Inglaterra!
Jack lo tenía todo dispuesto en París. El hotel es pequeño y muy típico, y tiene vistas a una plaza adoquinada donde las hojas de los árboles empiezan a desplegarse y un hombre toca el acordeón por las tardes bajo las ventanas. Nos sentamos a una mesa al aire libre con mantel a cuadros y bebemos vino. Hace fresco, lo reconozco, pero qué más da. Jack me compró un chal de seda y me siento muy francesa y elegante con él sobre los hombros.
Hemos andado muchísimo y me duelen los pies, pero el tiempo ha sido estupendo, luminoso y con un poco de brisa, no sabes cómo lo he disfrutado. ¡París es tan bonito! Allá donde voy siento que alguien famoso ha pasado por estas mismas calles, un gran artista de original y apasionada visión, o un revolucionario exaltado o un romántico como Sydney Carton, que lo redimió todo gracias al amor.
También hemos ido al teatro, por supuesto. No entendí gran cosa, pero pude captar la atmósfera, que era lo más importante. ¡Y la música, Charlotte! Me habría puesto a cantar por la calle, sólo que entonces me habrían detenido por alterar el orden.
Y nos divertimos mucho porque a Jack le encanta tanto como a mí. Es un compañero excelente, además de tierno y considerado en todos los sentidos.
Y he notado que las mujeres le miran con ojos brillantes, ¡y no poca envidia!
En París los vestidos son maravillosos, pero me temo que pasarían de moda enseguida. Ya me imagino gastándome un dineral en la modista, teniendo que hacer retoques constantemente para estar a la par de la madame de al lado.
Partimos rumbo al sur mañana por la mañana y casi no me atrevo a pensar que pueda ser tan estupendo como esto. ¿Será Venecia tan hermosa como la he soñado? Ojalá supiera más sobre su historia. Tendré que buscarme un libro y aprender algunas cosas. Mi cabeza está llena de cosas románticas y, me atrevería a decir, de emociones bastante irreales.
Espero que tú y los niños estéis bien, y que Thomas no tenga demasiado trabajo. ¿Está investigando algún caso interesante? Estoy impaciente por conocer tus noticias en cuanto regrese, pero por favor, ¡cuídate y no te metas en nada peligroso! Sé curiosa, pero sólo mentalmente. No estoy contigo físicamente, pero ten presente que sí lo estoy en el pensamiento. Pronto volveremos a vernos.
Con todo mi afecto,
Emily.
Charlotte guardó la carta con una sonrisa y lágrimas en los ojos. Le deseaba a Emily toda la felicidad del mundo. Era fácil sentir un alborozo interior ante la idea de Emily cantando y bailando por las calles de París, sobre todo tras la tragedia y el horror de la muerte de George.
Pero también le roía el miedo a haber quedado excluida. Estaba sentada en la cocina, a solas, en una casa pequeña de un barrio muy corriente de Londres, donde con toda probabilidad iba a estar durante el resto de su vida. Pitt siempre trabajaría mucho, por menos dinero al mes del que Emily estaba gastando ahora a diario.
Pero no era eso: el dinero no daba la felicidad, ¡pero la inactividad tampoco! La causa de la pesadumbre que sentía era la idea de pasear entre risas y camaradería por sitios hermosos con tiempo que gastar, y el estar enamorada. Sí, era la magia del amor, la ternura que no era un hábito sino algo intenso y emocionante, lleno de descubrimientos, el no dar nada por sentado. Era ser el centro del mundo de otra persona, y ésta del de una.
Lo cual era una estupidez. Ella no habría cambiado a Pitt por Jack Radley ni por nadie. Y tampoco habría cambiado su vida por la de Emily… salvo quizá en esos momentos…
Oyó los pasos de Gracie en el pasillo, que volvía de la puerta principal tras haber tenido unas palabras con el pescadero. Gracie no tenía tiempo para tenderos engreídos.
—Lo sé —dijo Charlotte antes de que ella pudiera empezar con sus improperios—. ¡Es un impertinente!
Gracie vio que no iba a sacar nada y al instante cambió de política. Tenía dieciséis años cumplidos, y mucha experiencia.
—¿En qué trabaja ahora el señor Pitt, señora?
—En un caso político.
—Ah. ¡Qué lástima! Bueno, da igual, ¡a lo mejor la próxima vez tiene más suerte! —Y se dispuso a limpiar la chimenea y encender el fuego.
Pitt supo por Micah Drummond que también éste había pasado por la Cámara de los Comunes y hablado con varios colegas de Etheridge.
—No veo nada que pueda ayudarnos —dijo, meneando la cabeza. No mencionó presión alguna por parte del jefe de policía ni del Ministerio del Interior, pero no hacía falta que lo dijera. Aún eran los primeros días, pero el miedo estaba allí, la ansiedad de satisfacer las exigencias del público, de responder las preguntas, calmar los ánimos y dar la impresión de que todo estaba controlado. Algunos estarían temiendo ser acusados de incompetencia, incluso perder el cargo, y buscarían alguien a quien echar las culpas.
—¿Enemigos políticos? —preguntó Pitt.
—Rivales. —Drummond encogió los hombros—. Pero no era lo bastante ambicioso para tener enemigos ni lo bastante conflictivo para haber despertado pasiones violentas. Y tenía suficientes ingresos como para no ser codicioso ni verse tentado por la corrupción.
—¿Y la cuestión irlandesa?
—Contrario a la autodeterminación, pero también lo eran otros trescientos cuarenta hace tres años, y más aún en el ochenta y seis. Además, Hamilton sí estaba a favor. Y en otros asuntos Etheridge parece haber sido moderado, humano sin llegar a radical. A favor de la reforma penal, de la ley de pobres… pero el cambio social debería ser paulatino para no desestabilizar ni la sociedad ni la industria. Todo muy normal.
Pitt suspiró.
—Cuanto más sé del caso, más lo considero algo personal y que el pobre Hamilton sólo fue víctima de un error lamentable.
—Pero ¿quién? —Drummond le miró con ceño—. ¿Su yerno, por dinero? Me parece un poco histérico. Habría conseguido ese dinero a su debido tiempo. No había planes para desheredarlo, ¿verdad? La mujer no iba a abandonarle. ¡Habría sido un suicidio social!
—No. —Pitt recordó de pronto la cara preocupada y vulnerable de Helen Carfax—. Todo lo contrario, ella está muy enamorada de su marido. Y seguramente le da todo el dinero que le pide; parece que para él eso es lo más importante de ella.
—Oh. —Drummond se apoyó en el respaldo—. Pues será mejor que siga investigando por ahí. A menos que Hamilton fuera la víctima buscada y que añadieran a Etheridge a fin de ocultar el móvil… Pero estoy de acuerdo en que es un poco rebuscado, demasiado riesgo. Y no parece que en la familia de Hamilton ni entre sus conocidos haya nadie con un móvil que podamos descubrir. ¿Qué me dice de ese cuadro de Helen Carfax? ¿Cuál era el precio?
—Todavía no lo sé. Pensaba averiguarlo hoy. Puede estar entre unas libras y una pequeña fortuna.
—Pondré a Burrage en eso. Usted vuelva a casa de los Carfax. No sé qué más puede hacer, pero siga intentándolo. Vea si James Carfax está involucrado con alguna mujer, no sólo que la utilice. Vea si sus deudas son importantes o acuciantes. A lo mejor no podía esperar más.
—Sí, señor. Volveré a mediodía para ver si Burrage tiene algo del cuadro.
Drummond abrió la boca para protestar, pero luego cambió de opinión y se limitó a ver cómo se marchaba Pitt.
Pero cuando Pitt regresó a eso de las dos y media, mucho después del almuerzo, las noticias que recibió no tenían nada que ver con el cuadro. Había una nota de Helen Carfax diciendo que había recordado exactamente en qué consistía la amenaza que su padre había recibido, y que si Pitt deseaba pasarse por Paris Road ella se lo contaría.
Fue una sorpresa. Pitt había llegado a pensar que todo era inventado, por el deseo de Helen de convencerle a él y a sí misma de que el odio que rodeaba al asesinato tenía su origen lejos de la casa o de la familia, que era algo exterior, propio de las calles oscuras por donde ella nunca se aventuraba: los bajos fondos y los muelles, las tabernas y callejuelas de los descontentos. Él no esperaba que volviera a mencionarlo, salvo como una vaga posibilidad.
De modo que dejó la comisaría y tomó un coche alquilado para ir a Paris Road.
Ella le recibió con la mirada abatida, sus rígidas manos abriéndose y cerrándose a los costados, y se demoró un instante con la mano en el tirador cuando le condujo al gabinete. Pero luego se puso a hablar de personas que podían ser los autores del asesinato de su padre.
—Me atrevería a decir que usted sabe algo, inspector Pitt, puesto que es policía —empezó sin mirarle a él sino a la alfombra—. Hace tres años una mujer llamada Helen Taylor intentó presentarse candidata al Parlamento. ¡Fíjese usted, una mujer! —Su voz sonaba un poco estridente, como si bajo la capa de quietud asomara la histeria—. Naturalmente eso provocó no pocos sentimientos encontrados. Era una persona muy rara, llamarla excéntrica sería poco. ¡Llevaba pantalones! El doctor Pankhurst, quizá haya oído hablar de él, decidió acompañarla en público. Fue de lo más indecoroso y, lógicamente, la señora Pankhurst se opuso a ello; creo que el doctor dejó de hacerlo. La señora Pankhurst es de las que quiere que las mujeres tengan acceso al voto.
—Sí, señora, algo sé de todo eso. En 1867 John Stuart Mill escribió un folleto muy convincente sobre el derecho de la mujer al voto. Y en 1792 una tal Mary Wollstonecraft escribió sobre la igualdad política y civil de las mujeres.
—Sí, supongo que sí. Es algo que no me interesa mucho. Pero algunas mujeres que abogan por esa causa lo hacen de un modo muy violento. La conducta de la señorita Taylor es sin duda un ejemplo de su… de su desconsideración hacia las normas de la sociedad.
Pitt procuró componer una expresión de interés.
—En efecto, cabría considerarlo una imprudencia —apuntó.
—¿Imprudencia? —Helen desorbitó los ojos y por un momento sus manos dejaron de moverse.
—No consiguió ninguno de los resultados que buscaba.
—¿Acaso tenía alguna posibilidad? Ninguna persona cuerda debió creer que iba a tener éxito.
—¿Quién piensa usted que amenazó a su padre, señora Carfax?
—Una mujer… una de las sufragistas. Él se oponía a ello, sabe usted.
—No lo sabía. Pero seguro que su opinión es la de la mayoría del Parlamento, y del país. Una mayoría considerable.
—Por supuesto, inspector. —Estaba tan nerviosa que se había echado a temblar. Palideció, y su voz fue sólo un susurro—: Señor Pitt, yo sólo digo que una persona capaz de… hacer lo que le hicieron a mi padre y a sir Lockwood Hamilton no puede considerarse normal.
—No, señora. Lamento haberla importunado. —Se disculpaba por ser testigo de su congoja, no por pedirle que se explicara, pero daba igual si ella no lo entendía. Lo único que importaba era que ella se diera cuenta de que se compadecía.
—Aprecio su… tacto, señor Pitt. No debo entretenerle más. Gracias por venir tan deprisa.
Pitt se marchó sumido en sus pensamientos. ¿Era posible que una mujer ansiosa de justicia electoral pudiera cortarle el cuello a dos diputados sólo porque estaban entre la gran mayoría que pensaba que su causa era inoportuna o incluso ridícula? No parecía tener sentido. Pero como Helen Carfax había apuntado, un acto como aquél no era propio de una persona cuya mente funcionara como las demás, fuera cual fuese la causa.
Pensó otra vez en James Carfax, cuyos motivos eran más fáciles de comprender, y de creer. Quería saber qué había detrás del joven mimado y superficial que según Barclay Hamilton era, o del nervioso marido que él mismo había podido ver.
Poco después de las cuatro de la tarde, Pitt entregó su tarjeta a la sirvienta de la residencia de lady Mary Carfax en Kensington y solicitó media hora de su tiempo, si tenía la amabilidad. Era sobre la reciente muerte violenta de Vyvyan Etheridge, parlamentario.
Lady Mary le hizo llegar el mensaje de que aguardara en la salita, y que iría a verle cuando fuera oportuno.
Eso ocurrió tres cuartos de hora después, una demora pensada para que Pitt no se diera aires o imaginara que ella no tenía nada mejor que hacer. Luego se rindió a su curiosidad e hizo que la sirvienta le hiciera pasar al gabinete, donde ella le esperaba sentada en una silla. Tres sillas más y una meridiana llenaban casi la estancia. Había un par de cuadros agradables en las paredes y muchas fotografías y retratos de grupo. Al menos una docena de ellas mostraban el desarrollo de James Carfax desde niño hasta el joven pensativo y bastante cohibido pasando el brazo por los hombros de su madre.
Lady Mary Carfax no era una mujer alta, pero se sentaba con imperiosa rigidez, y por supuesto no se levantó al entrar Pitt. Llevaba una diadema de cabello gris, con rizos naturales. Debía de haber sido muy guapa en su juventud; su piel aún era bonita y su nariz, recta y delicada, pero en sus ojos azul grisáceo había frialdad y su garganta mostraba un perfil flácido. En sus años mozos debió de tener una boca atractiva; ahora se la veía prieta, lo que delataba un frío interior, una implacabilidad que a juicio de Pitt dominaba todo su rostro.
No se molestó en volver el cuello, y muy a regañadientes le dio permiso para sentarse.
—Gracias, lady Mary —dijo Pitt, sentándose enfrente de ella.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle? Sé bastante de política, pero dudo que pueda decirle nada sobre anarquistas y otra gente descontenta.
—Su nuera, la señora Carfax, cree que su padre fue amenazado por una mujer que abogaba por el derecho al voto femenino para elegir diputados al Parlamento.
Los párpados ligeramente caídos de lady Mary se elevaron.
—¡Dios santo! Como es lógico, ya sabía que eran unas descaradas, desprovistas de la sensibilidad y los refinamientos propios de una mujer. Pero reconozco que hasta ahora no se me había ocurrido que pudieran llegar a tal extremo de falta de cordura. Desde el principio le advertí al señor Etheridge que no se compadeciera de ellas. No es normal que las mujeres quieran dominar los asuntos públicos. Nosotras no tenemos la necesaria brusquedad de carácter; nuestro sitio no está allí.
Pitt estaba sorprendido.
—¿Significa eso que el señor Etheridge llegó en algún momento a estar a favor del sufragio universal?
—¡No creo que hubiera llegado a tanto! —dijo con repugnancia—. Pero sí consideraba la posibilidad de que las mujeres de cierta madurez y cuenta corriente (no cualquier mujer) pudieran elegir concejales y, en algunos casos, tener el derecho a la custodia de sus hijos en caso de separación.
—Dice usted mujeres con cierta cuenta corriente. ¿Y las que no tienen recursos?
—Supongo que está bromeando, señor… ¿cómo ha dicho que se llama?
—Pitt, señora. Pues no, sólo quería saber qué ideas tenía el señor Etheridge.
—Ideas equivocadas, señor Pitt. Las mujeres carecen de educación, no comprenden los asuntos políticos o de gobierno, no conocen de leyes y apenas de finanzas, aparte de las puramente domésticas. ¿Se imagina qué clase de gente votarían para el Parlamento si pudieran hacerlo? ¡Acabaríamos gobernados por un novelista romántico o un actor! ¿Qué país nos iba a tomar en serio? Esto sería el principio del fin del Imperio, ¡y todo el mundo cristiano se resentiría después! ¿Quién puede desear una cosa así?
—¿Usted cree que las mujeres con derecho a voto harían eso, lady Mary?
—Toda sociedad está basada en un orden. Romperlo es poner en peligro la sociedad.
—Pero ¿no estaba el señor Etheridge de acuerdo?
Lady Mary apretó los labios al recordarlo, pero sólo sentía irritación e impaciencia por haber tenido que sacar de la cabeza de su consuegro aquellas tonterías.
—Primero no, pero luego vio que se había propasado en su simpatía natural por cierta mujer cuya conducta más que irresponsable le había supuesto a ella un percance familiar. La mujer recurrió a él en su condición de parlamentario, y durante un tiempo las opiniones del señor Etheridge quedaron afectadas por los radicales y casi histéricos puntos de vista de ella. Él, eso sí, se daba cuenta de que toda la idea era absurda, ¡a fin de cuentas tampoco podía decirse que fuera el deseo de muchas personas! Nadie había sustentado jamás una idea tan descabellada aparte de un puñado de exaltadas indeseables.
—¿Fue ésa la conclusión del señor Etheridge?
—¡Naturalmente! —Una fugaz sonrisa asomó a sus labios—. No era ningún necio, sólo susceptible a sentir compasión por gente que no la merece. Y Florence Ivory no la merecía, desde luego. Su influjo duró poco; él se dio cuenta enseguida de que era una mujer indeseable en todos los aspectos.
—¿Florence Ivory?
—Una criatura estridente y nada femenina. Si busca usted un asesino político, señor Pitt, yo la investigaría a ella y a sus compinches. Creo que aún vive en la misma zona al otro lado del río, cerca de Westminster Bridge. O eso me contó el señor Etheridge.
—Ya. Gracias, lady Mary.
—Sólo cumplo con mi deber —dijo ella alzando el mentón—. Desagradable pero necesario. ¡Buenas tardes, señor Pitt!