Pitt se marchó a las siete y media de la mañana, y Charlotte pasó a la acción tan pronto él puso un pie en la calle. Gracie, la criada que vivía en la casa, se ocupó de todo en la cocina, incluido los desayunos de Jemima, con seis años cumplidos y muy dueña de sí misma, y de Daniel, algo más pequeño y desesperado por no ser menos. Toda la casa respiraba un aire de tremenda excitación, y los dos niños no se estaban quietos.
Charlotte hizo que les dejaran los vestidos nuevos sobre la cama: volantes y puntillas color crema para Jemima, traje de terciopelo marrón con cuello de encaje para Daniel. Le había costado una hora de persuasión y luego un descarado soborno —la próxima vez que fueran en ómnibus podría pagar él mismo al conductor con su propio penique— convencer a Daniel de que iba a ponerse aquel traje.
El vestido de Charlotte era hecho a medida, cosa que antes de su matrimonio había sido lo normal. Ahora solía hacerse ella los vestidos, o bien se los adaptaba de los que le daba Emily, o incluso en ocasiones la tía abuela Vespasia.
Pero éste era suntuoso, de fina seda color ciruela con un escote que mostraba la garganta y los hombros y sólo un atisbo de senos, ceñido en la cintura y con un polisón exquisitamente femenino que la hacía sentirse irresistible ya antes de ponérselo. Producía un delicioso frufrú al caminar, y el tono realzaba su tez color de miel y su pelo dorado, que ella se había frotado con un pañuelo de seda hasta darle brillo.
Le llevó una hora y varios infructuosos intentos el peinarlo, rizarlo y aplicarle alfileres exactamente como ella quería, de forma que el rostro quedara realzado en todas sus facetas, a falta de algo que pudiera llegar a llamarse «cosméticos». Pintarse seguía siendo un pecado capital en sociedad, un lujo que sólo se permitían mujeres de dudosa moralidad.
Tras otra media hora larga haciendo pequeños ajustes en la ropa de los niños y las cintas del pelo de Jemima, Charlotte pudo ponerse al fin su vestido ante los suspiros y gritos de sus hijos y la admiración de Gracie, que casi no podía contener su deleite. Aquélla era la culminación de un romance total; había visto muchas veces a Emily y la tenía por una auténtica dama, y pensaba no perderse un solo detalle cuando su señora regresara de la ceremonia y se lo contara todo. Eso era mejor que todas las fotos del Illustrated London News o incluso que las baladas sentimentales que ella oía pregonar en la calle. Ni siquiera las noveluchas que leía a la luz de una vela en la alacena, debajo de la escalera, podían compararse a esto; después de todo, en estos casos se trataba de gente a la que no conocía de nada.
Emily les mandó un carruaje a las diez, y veinte minutos después, Charlotte, Jemima y Daniel se apeaban en St. Mary’s Church, Eaton Square.
Inmediatamente detrás, la madre de Charlotte, Caroline Ellison, bajó de su carruaje e indicó al cochero que buscara un sitio adecuado donde esperar. Era una mujer hermosa de cincuenta y tantos años y llevaba su viudedad con vigor y un sentido bastante osado de la libertad. Vestía de marrón dorado, tono que le quedaba admirablemente, y llevaba un sombrero casi tan espléndido como el de su hija. De su mano iba Edward, el hijo de Emily, ahora lord Ashworth en lugar de su padre, con un traje de terciopelo azul oscuro y el pelo perfectamente peinado. Se le veía nervioso y muy serio y agarraba la mano de su abuela con sus pequeños dedos.
Detrás, y asistida discretamente por un criado, venía la suegra de Caroline, ochenta y tantos años a sus espaldas, sacando fuerzas de achaques mientras sus brillantes ojos negros no perdían detalle y sus orejas, adornadas con oscilantes pendientes negros, seleccionaban lo que quería o no quería escuchar.
—Buenos días, mamá. —Charlotte besó con cuidado a Caroline para que ninguno de los dos sombreros perdiera su posición—. Buenos días, abuela.
—¿Te has creído que eres la novia? —le espetó la anciana mirándola de arriba abajo—. ¡En mi vida he visto un polisón como ése! Y llevas demasiado colorete… ¡como siempre!
—Al menos yo puedo ir de amarillo —replicó Charlotte observando la cetrina piel de su abuela y su vestido ocre oscuro, sin dejar de sonreír con primor.
—Es verdad —dijo la anciana mirándola con ceño—. Y es una lástima que no lo hayas hecho… ¡en vez de ponerte eso! Qué color más raro, jamás lo había visto. ¡Si te manchas de puré de frambuesa nadie lo notará!
—Tú siempre has sabido decir la palabra adecuada para que una persona se sienta a gusto.
La vieja dama inclinó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¡No oigo tan bien como antes! —Cogió su trompetilla y la dejó ostentosamente cerca de la mano, a fin de atraer la atención sobre su achaque.
—Y tú siempre has sido sorda cuando te convenía —contestó Charlotte.
—¿Cómo? ¡Haz el favor de no murmurar más, niña!
—Digo que hace buen tiempo. —Charlotte la miró a los ojos.
—¡Mentira! —le espetó la anciana—. Desde que te casaste con ese tontuelo de policía te has vuelto muy engreída; por cierto, ¿dónde está? No te has atrevido a traerlo, ¿eh? Muy lista; ¡seguramente se suena la nariz en la mesa y no sabe qué tenedor usar!
Charlotte recordó por enésima vez lo mal que le caía su abuela. La viudez y la soledad la habían hecho una mujer malévola; siempre recababa la atención con quejas o intentando hacer daño a sus allegados.
Charlotte renunció a buscar una réplica idónea y contundente.
—Está trabajando en un caso, abuela —dijo—. Un asesinato. Thomas está al mando de la investigación. Pero vendrá a la ceremonia si puede.
La anciana sorbió por la nariz.
—¡Asesinos! Adónde iremos a parar; el año pasado hubo tumultos en la calle, tiros y todo eso. Ni las criadas saben ya cómo comportarse; son perezosas, altaneras y descaradas. Vives en una época triste, Charlotte; la gente ha olvidado cuál es su sitio. Y tú no has colaborado a lo contrario; ¡mira que casarte con un policía! ¡No sé en qué estarías pensando! ¡Y tu madre tampoco! Yo sé lo que le habría dicho a mi hijo si hubiera pretendido casarse con la doncella.
—¡Yo también! —exclamó Charlotte, dando rienda suelta a su enfado—. Le habrías dicho: «Acuéstate con ella las veces que quieras, pero cásate con alguien de tu clase social o de una superior, ¡sobre todo si la chica tiene dinero!».
La anciana blandió su bastón como si quisiera arrearle a Charlotte en las piernas; luego, comprendiendo que su nieta apenas lo habría notado con el grosor de sus faldas, trató de buscar un equivalente verbal… pero no lo encontró.
—¿Cómo dices? —le espetó, derrotada—. ¡No haces más que farfullar, muchacha! ¿Es que llevas dientes artificiales o algo parecido?
Era tan ridículo que Charlotte rompió a reír y rodeó con el brazo a la anciana, que guardó silencio de puro asombro.
Acababan de entrar en la iglesia y les estaban indicando sus asientos cuando llegó lady Vespasia Cumming-Gould. Era alta como Charlotte, pero de una delgadez exagerada, y permanecía extremadamente rígida, vestida de encaje de color crudo sobre raso color café y un sombrero tan elegante que hasta Charlotte quedó boquiabierta. Tenía más de ochenta años; de muchacha había mirado entre los balaustres de la escalera a los invitados que llegaban a casa de su padre para bailar toda la noche tras conocerse la victoria de Waterloo. Había sido la chica más guapa de su tiempo y su rostro, aun curtido por los años y la tragedia, conservaba una gracia y una proporción de rasgos que nada podía estropear.
Había sido la tía favorita del difunto marido de Emily, y tanto ésta como Charlotte la querían muchísimo. Era un sentimiento que ella correspondía, desafiando incluso las convenciones al incluir a Pitt, sin importarle lo que pensaran los demás de ella por recibir a un policía en su gabinete, como si Pitt hubiera sido un personaje y no una indeseable especie de funcionario. Ella siempre había tenido categoría y belleza para hacer caso omiso de las opiniones ajenas, y al hacerse mayor abusaba de ello sin piedad. Era partidaria de la reforma de las leyes y costumbres que no aprobaba, y no hacía ascos a entrometerse en averiguaciones siempre que Charlotte y Emily le brindaban la oportunidad. La iglesia no era buen sitio para saludos; Vespasia se limitó a inclinar la cabeza mirando a Charlotte y tomar asiento al extremo del banco, esperando a que llegara el resto de los invitados.
El novio, Jack Radley, estaba ya ante el altar y Charlotte empezaba a impacientarse cuando por fin apareció Pitt a su lado, con aspecto sorprendentemente elegante y un sombrero negro en las manos.
—¿De dónde has sacado eso? —le dijo Charlotte por lo bajo, alarmada por el gasto de una cosa que él no iba a usar nunca más.
—De Micah Drummond —respondió él, y ella vio que admiraba su vestido. Pitt se volvió y sonrió a la tía abuela Vespasia, la cual inclinó graciosamente la cabeza y cerró un párpado.
Hubo murmullos de excitación y luego se hizo el silencio; el órgano se hizo majestuoso, romántico y un poco rimbombante. Charlotte volvió la cabeza para ver a Emily envuelta en luz de sol en el pórtico de la iglesia, caminando lentamente del brazo de Dominic Corde, el viudo de su hermana mayor Sarah. Charlotte se sintió invadida por los recuerdos: la boda de Sarah; el tumulto de sus propias emociones en aquellos años en que se había creído terrible y desesperadamente enamorada de su cuñado Dominic; la propia Charlotte avanzando por la nave del brazo de su padre para unirse a Pitt en el altar. Entonces sabía que estaba haciendo lo que tenía que hacer, pese a los temores que sentía, al saber que perdería muchos amigos y la seguridad de tener posición y dinero.
Seguía pensando que había hecho bien pese a los lógicos apuros, cosas que ocho años atrás habría considerado faenas monótonas y penosas. Ahora su mundo era más amplio y sabía que incluso con la paga de policía, más una pequeña renta de parte de su propia familia, se consideraba una de las personas más afortunadas del mundo. Raramente pasaba frío, hambre jamás; no le faltaba de nada. Había tenido multitud de experiencias pero nunca el tedio ni el miedo a estar desperdiciando la vida en cosas inútiles, ni aquellas horas interminables bordando cosas que a nadie gustaban, pintando acuarelas insulsas, las visitas aburridísimas, los espantosos tés donde sólo se chismorreaba.
Emily estaba preciosa. Vestía de seda verde claro, su favorito, sobre un fondo marfil y recamado con perlas. Llevaba el pelo perfectamente peinado, como una pálida aureola, y su bonita piel exhibía el rosa de la excitación y la felicidad.
Jack Radley no tenía dinero y seguramente nunca lo tendría, como tampoco un título; Emily dejaría de ser lady Ashworth, y eso le había costado su momento de duda. Pero Jack tenía encanto, ingenio y una extraordinaria capacidad para la camaradería. Y desde la muerte de George había demostrado valor y generosidad de espíritu. Emily no sólo estaba enamorada, sino que sólo tenía ojos para él.
Charlotte tomó la mano de Pitt y notó que sus dedos se cerraban sobre los de ella. Mientras miraba la ceremonia, se sintió feliz por Emily y nada preocupada por el futuro.
Pitt hubo de marcharse cuando la parte formal de la ceremonia apenas había terminado. Se quedó sólo un momento para dar la enhorabuena a Jack, besar a Emily y saludar a Caroline, a la abuela y a Vespasia en la sacristía.
—Buenos días, Thomas —dijo muy seria la tía abuela—. Me complace que hayas podido venir.
Pitt apartó el sombrero de Drummond y le devolvió la sonrisa.
—Lamento haber llegado tan tarde —dijo sinceramente—, y tener que irme con tanta prisa.
—Será un caso urgente… —Vespasia enarcó sus cejas plateadas.
—Mucho —dijo él, sabiendo que ella sentía curiosidad—. Un desagradable asesinato.
—En Londres los hay a docenas —replicó ella—. ¿Motivo personal?
—Lo dudo.
—Entonces será una labor ingrata para ti, no tendrás que utilizar tus peculiares dotes. No será un asunto social, supongo.
—Que se sepa, no. Parece meramente político, o tal vez obra de un loco.
—Violencia corriente, pues.
Pitt sabía que la decepcionaba un poco no tener oportunidad de meter la nariz, aunque fuera indirectamente a través de Charlotte o Emily; también sabía que ella no quería admitirlo.
—Todo muy pedestre —concedió él—. Si es que a la postre se trata de eso.
—Thomas…
—Tendrá que excusarme, señora. —Y con una pequeña reverencia sonrió una vez más a Emily, dio media vuelta y se alejó a paso rápido por Lower Belgrave Street en dirección a Buckingham Palace Road.
Un buen amigo de Emily iba a ofrecer una pequeña recepción en una casa de Eaton Square, y pasados unos momentos todos salieron a la calle, primero Emily del brazo de Jack, seguidos por Caroline y Edward, y Charlotte y sus hijos. Dominic ofreció el brazo a la tía abuela Vespasia, que lo aceptó graciosamente, aunque todavía estaba pensando en Pitt. La anciana, sin dejar de rezongar todo el rato, fue acompañada por un amigo íntimo del novio.
Era el inicio de una nueva etapa en la vida de Emily.
De pronto, Charlotte pensó en las mujeres de la asamblea, unas tan escandalosamente complacientes, tan seguras de su comodidad, de su posición inexpugnable, y otras arriesgándose al ridículo y la notoriedad para luchar por una causa probablemente perdida. ¿Cuántas de ellas habrían sido novias como ésta, tan llena de esperanza e incertidumbre, soñando con la felicidad y la camaradería?
¿Y cuántas habrían terminado pocos años más tarde como aquella Ivory de la que habían hablado con tanto desprecio; luchando por una compensación, la infelicidad por antonomasia?
Apenas le había mencionado a Pitt aquella reunión; había demasiadas cosas en que pensar, aunque lo seguía teniendo en mente.
Claro que esto era distinto. Emily estaba enamorada, como reflejaba su rostro radiante, pero nunca había sido una ingenua, no había perdido de vista lo práctico durante todo el romance.
Charlotte sonrió al recordar su infancia en común, las largas horas charlando de los planes de futuro, de los hombres apuestos y gallardos que iban a conocer. Era Emily la que nunca soltaba del todo la realidad, incluso a sus doce años con coleta y un mandil blanco y almidonado sobre el vestido. Emily siempre tenía los pies en la tierra. ¡Era Charlotte la que tenía sueños que la transportaban fuera del mundo!
Se sirvió champán, se hicieron tostadas, hubo discursos y risas. Charlotte se sumaba a todo, contenta por su hermana y a gusto entre el hechizo de la ocasión, las luces y las copas, las flores embriagadoras, el frufrú del tafetán y la seda.
Puso unas pastas diminutas en un plato y se las llevó a su abuela, que estaba sentada en una butaca del rincón.
La anciana aceptó el plato, examinó su contenido y escogió la más grande.
—¿Adónde dices que irán? —preguntó—. Me lo dijiste pero no me acuerdo.
—A París, y luego a Italia —contestó Charlotte, procurando que no se le notara la envidia.
Ella sólo había disfrutado de un fin de semana largo en Margate[2], luego Pitt había tenido que volver a su trabajo y ella había pasado el mes siguiente mudándose a la primera de sus viviendas, cuyas habitaciones eran más pequeñas que el cuarto de la criada en su casa paterna. Había tenido que aprender a pasar todo un mes con el dinero que antes se habría gastado en un solo vestido, y a cocinar, cuando antes bastaba con dar instrucciones a la cocina. No tenía importancia, en realidad, pero le habría gustado hacer un viaje en barco, visitar otros países, cenar opíparamente, ¡no tanto por la comida cuanto por lo romántico! Le gustaría visitar Venecia, recorrer un canal a la luz de la luna y oír cantar a los gondoleros; y Florencia, esa ciudad de grandes artistas; y pasear por las ruinas de Roma soñando con la grandeza y la gloria de épocas pasadas.
—Muy bonito —convino la abuela, asintiendo con la cabeza—. Toda muchacha debería hacerlo alguna vez en su vida, y cuanto antes mejor. Es una experiencia útil, siempre y cuando una no se lo tome todo a pecho. Hay que aprender de los extranjeros, pero no imitarlos.
—Sí, abuela —dijo Charlotte distraídamente.
—¡Pero qué vas a saber tú! —prosiguió la anciana—. ¡No creo que llegues a ver nunca Calais, y mucho menos Venecia o Roma!
Era verdad, y esta vez su nieta no tuvo ánimos para replicar.
—Yo ya te lo decía —añadió la abuela con tono vengativo—. Pero como nunca escuchas… Ni de niña escuchabas. Quisiste escoger tu cama, pues ahora duerme en ella.
Charlotte se levantó y se acercó a Emily. La parte formal de la ceremonia había concluido y los novios se disponían a partir. Se la veía tan feliz que Charlotte sintió que le subían las lágrimas a medida que los sentimientos entraban en conflicto; alegría por Emily en ese momento y alivio por las sombras que quedaban atrás, la congoja y el luto, el terror que le había producido la sospecha, la esperanza por los años venideros, la envidia por las aventuras y la risa compartida, las nuevas perspectivas y el hechizo del amor.
Rodeó a Emily con sus brazos y la estrechó.
—Escríbeme. Cuéntame todas las cosas bonitas que veas, edificios y museos, los canales de Venecia. Háblame de la gente, si son graciosos o encantadores o raros. Háblame de la moda y de la comida, del tiempo, ¡de todo!
—¡Descuida! Te escribiré una carta cada día y la mandaré al correo cuando me sea posible —le prometió Emily, abrazándola a su vez—. No te metas en ningún lío mientras estoy fuera, o si lo haces ten cuidado. —La estrechó más fuerte—. Te quiero, Charlotte. Y gracias por estar ahí, todo el tiempo, desde que éramos pequeñas.
Dicho esto se fue, cogida del brazo de Jack y sonriendo a todo el mundo, llenos de lágrimas los ojos y arrastrando su precioso traje nupcial.
Transcurrieron varios días mientras Pitt iba agotando todas las posibilidades en la investigación del asesinato de sir Lockwood Hamilton. Los detalles de su negocio fueron examinados más a fondo, pero las cuentas de la compraventa de propiedades por parte de la empresa no arrojaron nada nuevo. No había nada fuera de lo normal, tanto en lo concerniente a compras efectuadas bajo algún tipo de coacción cuanto a posibles ventajas obtenidas de las desgracias ajenas, como tampoco se había vendido ninguna tenencia de tierras con beneficios inmoderados. Daba la impresión de ser como Charles Verdun había dicho: un negocio de cuyos beneficios, que no de su gestión, participaba Hamilton, y en el que el propio Verdun invertía su tiempo para distraerse. El negocio de Birmingham que proporcionaba a Hamilton el grueso de sus ingresos consistía básicamente en unas acciones heredadas, asunto que no parecía tener ningún gato encerrado.
Barclay Hamilton poseía una casa muy agradable en Chelsea y tenía fama de ser reservado y un poco melancólico, pero respetable a carta cabal. Nadie hablaba mal de él, y sus asuntos financieros estaban en perfecto orden. Era un magnífico partido al que muchas señoritas de buena familia se habían propuesto conquistar sin éxito. Pero nunca se decía nada en su descrédito, ni siquiera a hurtadillas.
El frío aliento del escándalo tampoco había alcanzado a Amethyst Hamilton. No malgastaba en trajes ni joyas, llevaba la casa con sabiduría pero sin extravagancias, recibía generosamente en interés de su marido. Tenía muchas amistades, pero ninguna tan íntima que provocara algún comentario que a Pitt le interesase analizar con detenimiento.
Una investigación más concienzuda de la carrera política de Hamilton, el resumen de la cual pasó Pitt muchas horas leyendo y releyendo, no reveló ninguna injusticia lo bastante flagrante como para haber provocado un asesinato. Hamilton podía haber sido objeto de envidia o de resentimiento por haber recibido favores, pero eso era común a otras muchas vidas de políticos. No parecía haber tomado posturas notables sobre ningún tema que pudieran señalarle como objeto de sentimientos violentos. Era una persona competente, querida y respetada, pero sin la grandeza que inspira pasiones.
Mientras tanto, Micah Drummond tenía a todos los efectivos disponibles investigando a los grupos de anarquistas y seudorrevolucionarios que habrían podido llegar a esos extremos en favor de su causa. Habló con cargos importantes de muchos distritos policiales de Londres e incluso con el Foreign Office, para ver si estaba al corriente de que algún país pudiera haber estado interesado en la muerte de un miembro del Parlamento. Al final entregó sus conclusiones a Pitt y le dijo que probara con sus propias fuentes en los bajos fondos para intentar recoger algún posible chivatazo.
Pitt leyó los informes y descartó sus tres cuartas partes. Los guardias habían hecho bien su trabajo, y sus informadores habían agotado las posibilidades de conseguir algún dato útil. De la cuarta parte restante escogió lo poco que pudo conseguir de peristas, ladrones de poca monta y falsificadores que le debían algún favor, o que buscaban algún tipo de ventaja.
Se cambió de ropa, dejó a un lado las hermosas botas que Emily le había regalado, y se puso un pantalón gastado y una chaqueta vieja con la intención de no levantar sospechas en las casuchas más pobres, los muelles más destartalados o los pubs más lúgubres del East End. Luego tomó un coche y tres kilómetros al este se apeó a unos pasos de Whitechapel Road.
Durante las tres horas siguientes habló con media docena de delincuentes, siempre en dirección a Mile End y luego al sur hasta el río y Wapping. Tomó un emparedado y un vaso de sidra en un pub con vistas al río y luego siguió adentrándose en los bajos fondos y las calles angostas y fétidas orientadas a Limehouse Reach, a un tiro de piedra del Támesis. Al final había conseguido información suficiente para canjearla por lo que necesitaba.
Encontró al hombre adecuado en lo alto de una desvencijada escalera medio podrida por la humedad de años, a unos mil metros de las estacas del desembarcadero en donde antaño habían amarrado piratas a merced de la marea alta. Se detuvo en un portal y llamó a los alabeados paneles.
Tras unos minutos de espera, la puerta se abrió un poco y se oyó un gruñido sordo con un matiz de amenaza, un perro que podía atacar al menor descuido. Pitt vio la cabeza del animal, un borrón blanco en las sombras: un cruce desafortunado de bull terrier y setter.
La puerta se abrió un poco más, mostrando una luz amarillenta y un hombre achaparrado de grueso cuello y cabello cerdoso y desvaído cortado al estilo carcelario. De cara rubicunda, tenía unas cejas tan pálidas que parecían incoloras, casi translúcidas. Sólo cuando el hombre abrió del todo la puerta pudo ver Pitt que tenía una pierna de madera bajo el grueso muslo cortado por encima de la rodilla. Supo que había dado con el que buscaba.
Pitt miró al perro.
—¿Deacon Stafford? —preguntó.
—Sí, ¿y usted quién es? ¿Qué busca aquí? No le conozco. —Examinó a Pitt de arriba abajo y luego le miró las manos—. ¡Usted es un «poli» disfrazado!
Pitt comprendió que su atuendo no había servido de mucho. La próxima vez tendría que acordarse de las uñas.
—Thin Jimmy me dijo que usted podría ayudarme —dijo sin inmutarse—. Tengo cierta información que podría serle de utilidad.
—Thin Jimmy… Está bien, pase. No puedo quedarme aquí de pie, tengo una pierna fastidiada.
Pitt conocía la historia de Deacon. Su padre se había marchado a Australia cuando la deportación todavía era una pena común por robos de poca monta, y su madre había sido enviada con sus tres hijos a una casa de caridad. El joven William Stafford había empezado a «recoger estopa» —deshilar sogas viejas— a los tres años. A los seis se había escapado y, medio muerto de hambre tras dedicarse a robar y mendigar, había sido recogido por un hombre que se dedicaba a adiestrar a un puñado de niños ladrones y carteristas, quedándose la mayor parte de sus ganancias, traficando con lo robado y dándoles a cambio comida y protección. William había sido un carterista experto antes de alcanzar una forma más elevada de ese arte, especializándose en robos a mujeres. Tras una temporada en el penal de Coldbath Fields, la humedad había hecho mella en sus huesos y sus dedos habían perdido agilidad. Tuvo que dedicarse a hurtar material para techos, sobre todo plomo de las iglesias, lo cual le valió su apodo[3]. Una caída en una noche de helada le había producido una rotura de muslo que, al gangrenarse, le costó la pierna. Ahora vivía en su humilde habitación repleta de muebles junto a las ascuas de un fuego humoso, dedicado a intercambiar información e influencia.
Deacon ofreció asiento a Pitt en una butaca enfrente de la suya, a un paso del fuego, y el perro fue a tumbarse entre los dos, observando a Pitt con sus rosados ojillos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Deacon curioso—. Thin Jimmy me conoce, es más listo que el hambre, pero ése a mí no me la da con queso, o sea que usted tampoco, o le pondrán como un pulpo antes de irse de Limehouse.
A Pitt no le cupo duda de que se ganaría una paliza de mil demonios si se la «daba con queso» a Deacon. Palabra por palabra, le pasó la información que había ido acumulando a lo largo del día. Deacon pareció satisfecho; la luz de un profundo regocijo interior iluminó su cara ancha, y sus labios se separaron en una sonrisa.
—Bueno, ¿qué quiere de mí? ¡No me lo habrá contado por que sí!
—El asesinato de Westminster Bridge —dijo candorosamente Pitt—. ¿Anarquistas, fenianos irlandeses, revolucionarios? ¿Qué ha oído usted?
Deacon le miró con sorpresa.
—¡Nada de nada! Bueno, algo sí. Diez años atrás yo habría apostado por Harry Parkin. Era el principal líder anarquista, pero se lo cargaron en el ochenta y tres. Primero tres semanas en el salero y luego una soga al cuello. De todos modos, sólo servía para robar a borrachos, pobre cabrón.
—No cuelgan a nadie por eso…
—Mató a uno —explicó Deacon—. El tipo le había querido estafar, y Parkin le abrió la cabeza. ¡Qué imbécil!
—No me ayuda mucho —dijo secamente Pitt—. Siga probando.
—Le preguntaré a Mary Murphy —propuso Deacon—. Es puta. Va por su cuenta, no tiene chulo. Si han sido fenianos, ella lo sabrá, pero yo creo que los tiros no van por ahí.
—¿Anarquistas? —insistió Pitt.
Deacon meneó la cabeza.
—¡Qué va! Ésos no actúan así. ¡Rajar a un tío en Westminster Bridge! ¿De qué les serviría? Ellos habrían puesto una bomba, algo espectacular. Les encantan las explosiones. Hablar, hablan cantidad, pero nunca harían una cosa tan silenciosa.
—Entonces ¿dónde está la clave?
—Yo creo que se lo cargó uno que le tenía manía. —Deacon abrió sus ojillos—. Me gano la vida dando soplos. Ya no soy lo bastante rápido para robar. Tendría que hacer el timo del tullido, ¡y así no se puede vivir!
No; mendigar pretextando heridas falsas o autoinfligidas no encajaba en el sentido que Deacon tenía de su dignidad.
—Ya —concedió Pitt, poniéndose lentamente en pie sin apartar la vista del perro—. Ni tampoco esconderse para siempre de la policía en una casa deshabitada.
Deacon comprendió la amenaza, pero no pareció tomárselo a mal; era una parte del trato.
—Ese asesinato no tiene nada que ver con la gente del East End —dijo—. ¿De qué nos iba a servir? Y nosotros sabemos de anarquistas y todo eso, porque nos conviene. Tendré los ojos bien abiertos, puesto que me ha dado lo que yo quería. Pero le diré algo: esto no es cosa de revolucionarios, lo mejor sería que buscara entre los de su clase.
—Quizá un demente… —dijo Pitt con tono lúgubre.
—Ah. —Deacon suspiró—. Hay muchos sueltos por ahí, sí, pero no en el East End. Nosotros nos ocupamos de ésos a nuestra manera. Ya se lo he dicho, busque entre los de su clase, amigo.
Fue a los cinco días de la boda de Emily y su partida en transbordador a París cuando Pitt despertó de su primera noche entera desde el asesinato al oír golpes apremiantes en la puerta de su casa. Salió de la blanda oscuridad del sueño al comprender que los golpes eran reales y exigían su atención.
—¿Qué ocurre? —preguntó Charlotte adormilada. Era curioso que pudiera dormir con aquel ruido y que sin embargo si alguno de los niños susurraba apenas, se despertaba y salía corriendo a por la bata antes de que él consiguiera abrir los ojos.
—La puerta —dijo Pitt entumecido, tanteando en busca de su ropa. Sólo podía ser para él, y seguro que le harían ir a alguna parte en mitad de la noche. Buscó los calcetines pero sólo encontró uno.
Charlotte se incorporó y trató de dar con una cerilla para encender la lámpara de gas.
—Deja —dijo él en voz baja—. Ha de estar por aquí.
Ella no preguntó quién llamaba a la puerta; sabía por experiencia que sólo podía ser un policía con alguna noticia urgente. Eso no le gustaba, pero aceptaba el hecho como parte de la vida de Pitt. Lo que más temía eran los golpes que pudieran sonar cuando Pitt no estaba en casa, y que la noticia fuera la más dolorosa.
Pitt encontró el otro calcetín, se lo puso y se levantó. Se inclinó para besar a su mujer, salió de puntillas y bajó la escalera para ponerse las botas y acudir a la puerta.
En el portal había un agente, parcialmente iluminada su cara por la farola más próxima.
—¡Ha habido otro! —Lo dijo precipitadamente, aliviado de que Pitt estuviera allí para mitigar su horror solitario—. Drummond dice que vaya usted enseguida. Tengo un coche listo, señor.
Pitt reparó en el cabriolé que había unas puertas más allá. El caballo estaba inquieto y el cochero aguardaba sentado en el pescante elevado con las riendas en la mano y una manta por las rodillas. El aliento del caballo formaba en el aire una nube de vapor.
—¿Otro qué? —Pitt estaba confuso.
—Otro diputado, señor, con el cuello abierto y atado a la farola de Westminster Bridge, igual que el anterior.
Por un momento Pitt no reaccionó. Se había dejado convencer por Deacon de que era un crimen personal, motivado por el miedo o la codicia o alguna oscura venganza. Ahora parecía que la única respuesta era la peor: un demente estaba haciendo de las suyas.
—¿Quién es? —preguntó.
—Vyvyan Etheridge. Nunca había oído hablar de él —respondió nervioso el agente—. Claro que yo no sé mucho de políticos, sólo lo que sabe todo el mundo.
—Es mejor que vayamos.
Pitt alcanzó su abrigo, de cuyos bolsillos colgaban aún los guantes, y luego cerró la puerta y siguió al agente por el húmedo pavimento mientras el rocío se condensaba en las paredes, relucientes a la luz de las lámparas de gas. Montaron al coche y partieron en dirección al puente.
Pitt fue metiéndose los faldones de la camisa bajo el abrigo. Tendría que haberse puesto más ropa; seguro que pasaría frío.
—¿Qué más sabe? —preguntó en la negrura de la noche, dándose un topetazo con el tabique del coche al doblar éste en una esquina—. ¿Qué hora es?
—Serán las doce menos cuarto, señor —contestó el agente, volviendo a acomodarse en su asiento sólo para ser arrojado de él cuando giraron hacia el otro lado—. Al pobre lo encontraron a eso de las once. La cámara celebraba otra sesión nocturna. Debieron de matarlo cuando volvía a su casa, igual que al otro. Vivía en una bocacalle de Lambeth Palace Road, al sur del río.
—¿Alguna cosa más?
—No que yo sepa, señor.
Pitt no preguntó quién había encontrado el cadáver; prefería sacar sus propias conclusiones cuando llegara allí. Recorrieron en silencio la noche primaveral, chocando el uno contra el otro mientras el coche brincaba y se escoraba doblando esquinas, se enderezaba otra vez y seguía corriendo.
Pararon al final de Westminster Bridge y Pitt bajó al resplandor de la farola en cuestión. Había un grupo de personas en pie, fascinadas y horrorizadas a la vez. A nadie se le permitía abandonar el lugar, pero nadie quería hacerlo tampoco. Un horror indefinido los mantenía unidos, como si no quisieran abandonar a aquellos que habían compartido la noticia bajo esa farola, aislados entre las sombras circundantes.
La enjuta figura de Micah Drummond era fácilmente distinguible y Pitt fue hacia él. En el suelo, colocado de forma que pareciera decente, había el cuerpo de un hombre de edad entre mediana y avanzada, vestido con sobrias prendas de excelente calidad, y a su lado un sombrero de seda. Sobre su cuello, un tanto sesgada, una bufanda blanca de seda había sido cortada con un cuchillo. Estaba empapada en sangre, que también le manchaba la pechera de la camisa, y en el cuello se veía una sola, limpia y espantosa herida de lado a lado.
Pitt se arrodilló para examinarlo mejor. El rostro aparecía sereno, como si no hubiera visto venir la muerte. Era una cara aristocrática y no desagradable, con su nariz larga, una buena frente y la boca tal vez un poco seria pero no cruel. El cabello era gris perla, pero todavía abundante. En el ojal empezaban a marchitarse unas flores frescas.
Pitt apartó la vista y miró a Drummond.
—Vyvyan Etheridge, diputado —dijo éste en voz baja. Estaba pálido y ojeroso.
Pitt sintió una punzada de piedad por su jefe. Mañana todo Londres, desde la fregona hasta el primer ministro, clamaría por una rápida solución, asombrado de que miembros de la clase gobernante, hombres considerados por encima de toda sospecha, pudieran ser asesinados impunemente a unos cientos de metros del Parlamento.
Pitt se puso en pie.
—¿Le han robado? —preguntó, aunque sabía la repuesta.
—No —contestó Drummond, meneando la cabeza—. Un reloj de oro, muy caro, diez soberanos de oro y unos diez chelines en monedas de plata y cobre, una petaca de brandy. Visto con esta luz parece de exquisita factura, en plata de ley, no chapada, y con su nombre grabado. Los gemelos de oro y el bastón con contera de plata, todo está aquí. Ah, y unos guantes franceses de piel.
—¿Ningún papel?
—¿Cómo?
—¿Ningún papel? —repitió Pitt sin demasiadas esperanzas, pero tenía que preguntarlo—. Quizá el que lo hizo dejó alguna nota, una amenaza. Algún tipo de identificación.
—No. Sólo estaban los de Etheridge: un par de cartas, tarjetas de visita, cosas así.
—¿Quién le encontró?
—El joven que está allá. —Drummond señaló ligeramente con la cabeza—. Creo que andaba un poco borracho en ese momento, pero ahora ya está sobrio, pobre diablo. Se llama Harry Rawlins.
—Gracias, señor.
Pitt cruzó la calzada en dirección al grupo de personas que aguardaba bajo la farola de enfrente. Todo tenía un aire de ensueño, como si Pitt estuviera reviviendo la anterior ocasión. El cielo nocturno era el mismo sobre su cabeza, el aire olía a limpio sobre el río, el agua rielaba brillante y satinada más allá del pretil, reflejando las luces del Embankment, el triple globo de las farolas, el perfil gótico negro del palacio de Westminster destacándose en el cielo estrellado. Sólo el grupito de gente era distinto; no estaba Hetty Milner con su tez blanca y sus faldas chillonas. Había, en cambio, un cochero libre de servicio, un camarero de taberna que volvía a casa, un empleado y su amiga, asustados e incómodos, un mozo de la cercana estación de Waterloo, y un joven con un mechón rubio cayéndole sobre la frente, la cara pálida como el mármol y horrorizados ojos. Iba bien vestido, debía tratarse de un joven caballero de visita nocturna en la ciudad. Todo vestigio de desenfreno había desaparecido de su persona, y se le veía abrumadoramente sobrio.
—Señor Rawlins. —No tuvo necesidad de preguntar cuál de ellos era—. Soy el inspector Pitt. ¿Podría decirme exactamente qué pasó?
Rawlins tragó saliva. Al principio no pudo articular palabra. No era un vagabundo cualquiera lo que había encontrado, sino un hombre de su propia condición, atado patéticamente a una farola, con el sombrero ladeado, la bufanda blanca ceñida bajo el mentón y la cabeza colgando en una parodia de embriaguez.
Pitt esperó.
Rawlins se aclaró la garganta.
—Salía de una fiesta con unos amigos, y…
—¿Dónde? —le urgió Pitt.
—Pues… en el Whitehall Club, está aquí al lado. —Señaló hacia el otro extremo del puente—. Junto a Cannon Street.
—¿Dónde se aloja usted, señor?
—En Charles Street, al sur del río, saliendo de Westminster Bridge Road. Iba de regreso a casa. No quería que mi padre me viera un poco… achispado. Pensé que un poco de aire fresco…
—Entonces, ¿volvía a casa por el puente?
—Sí, en efecto. —Se balanceó sobre los pies—. ¡Dios mío! ¡Jamás he visto nada tan horrible! El pobre hombre estaba inclinado hacia atrás contra la farola, un poco de lado, como si estuviera beodo. No noté nada hasta que estuve a su altura, y entonces vi de quién se trataba. Le había visto en un par de ocasiones; era amigo de mi padre, por decirlo de alguna manera. Entonces pensé: ¡Vyvyan Etheridge nunca se emborracha de esa manera! Así que me acerqué, pensando que debía de estar enfermo y… —Tragó saliva. A pesar del frío, su cara empezaba a sudar— y entonces vi que estaba muerto. Naturalmente, me acordé del pobre Hamilton, de modo que volví hacia el lado del Parlamento, creo que eché a correr, y entonces grité algo. Bueno, el caso es que vino el guardia y yo, bueno, le conté lo que había visto.
—¿Había alguien más en el puente, o viniendo de esa dirección cuando usted llegó?
—Pues… —bizqueó—. No lo recuerdo bien. Lo siento mucho. En ese momento yo estaba un poco… ebrio, hasta que vi a Etheridge y comprendí lo que había pasado.
—Intente recordar, por favor —insistió Pitt, mirando aquel rostro bien parecido, serio y bastante plácido.
Rawlins se puso muy pálido. No estaba ni tan borracho ni tan conmocionado como para no comprender lo que había detrás de la insistencia de Pitt.
—Creo que sí había alguien en el lado opuesto del puente. Quiero decir en la otra acera, caminaba hacia mí; era una persona muy corpulenta. Creo recordar un abrigo más bien largo, oscuro, pero nada más; como una sombra que se movía. Lo siento, no puedo ayudarle.
Pitt esperó, como si confiara en que a Rawlins se le ocurriera alguna otra cosa. Luego aceptó que el joven había pasado por un estado de absoluta turbación y que no había nada que hacer.
—¿Y la hora, caballero? —preguntó.
—¿Qué?
—La hora. Tiene usted el Big Ben detrás.
—Ah, sí. Bueno, oí cómo daba las once, así que serían y cinco. Más o menos.
—Y está seguro de que no vio a nadie más. ¿No pasó ningún coche?
La mirada del joven registró un breve destello.
—Sí, sí, vi un coche. Pasó por el puente y siguió por Victoria Embankment. Lo recuerdo ahora que usted lo menciona. Lo siento, agente.
Pitt no se molestó en corregirle acerca de su cargo. El joven no había querido insultarle; estaba demasiado conmocionado para reparar en sutilezas.
—Gracias. Si recuerda alguna cosa más, estaré en la comisaría de Bow Street. Ahora es mejor que se vaya a casa, se tome un té caliente y se meta en la cama.
—Sí, eso haré. Buenas noches… —El joven se alejó rápida y precariamente, dando bandazos de un charco de luz a otro por Westminster Bridge Road y perdiéndose detrás de los edificios.
Pitt volvió a donde estaba Drummond, quien le miró a los ojos buscando un signo de esperanza pero sin encontrar ninguno.
—Es lo único que tenemos —dijo apesadumbrado—. Todo indica que es un crimen político. Mañana haremos que los hombres investiguen alguna eventual conspiración, pero ya estamos haciendo todo lo posible. No hay ninguna prueba que relacione a alguien con el asesinato. Santo cielo, Pitt, espero que no sea un lunático.
—Yo también, señor. Habrá que doblar los efectivos y confiar en pillarlo con las manos en la masa. —Lo dijo con desesperación, pero sabía que poco más podían hacer—. Aún quedan otras posibilidades.
—¿Que alguien se equivocara con la primera víctima? —dijo Drummond pensativo—. ¿Que iban por Etheridge pero mataron a Hamilton por error? Entre farola y farola hay trechos muy oscuros, y si estaba de espaldas a la luz y su cara en sombras cuando fue agredido, sus rasgos son bastante parecidos y tiene el mismo color de cabello, entonces una persona asustada o colérica… —No terminó la frase; la visión era bastante clara.
—O bien el segundo crimen es una imitación del primero. —Pitt dudó incluso al decirlo—. A veces pasa, sobre todo cuando a un crimen se le da mucha publicidad, como en el caso de Hamilton. O podría ser que sólo uno de los dos crímenes sea importante, y se nos quiere hacer creer que son anarquistas o un loco suelto, para enmascarar un crimen a sangre fría con otro.
—¿Cuál era la víctima que buscaban, Etheridge o Hamilton? —Drummond se veía cansado. Había dormido poco durante la última semana y ahora el horror de todo ello se presentaba ante él con todas sus oscuras implicaciones.
—Será mejor que vaya a decírselo a la viuda. —Pitt estaba tiritando. El aire parecía haberle calado hasta los huesos—. ¿Tiene usted la dirección?
—Paris Road, 3. Junto a Lambeth Palace Road.
—Iré andando.
—Hay un cabriolé —dijo Drummond.
—No; prefiero caminar. —Necesitaba tiempo para reflexionar y prepararse.
Partió a paso rápido, balanceando los brazos contra el frío, tratando de pensar en cómo iba a decírselo a la familia.
Hubo de llamar cinco minutos seguidos a la puerta hasta que un lacayo encendió la luz del vestíbulo y abrió cautelosamente la puerta.
—Inspector Thomas Pitt, de la comisaría de Bow Street —dijo—. Lo lamento pero tengo malas noticias para la familia del señor Etheridge. ¿Puedo entrar?
—Sí, señor. —El lacayo abrió más la puerta.
El vestíbulo era grande y con paneles de roble. Una solitaria luz mostraba borrosos perfiles de unos retratos y los suaves azules de una escena veneciana. Una majestuosa escalera subía en espiral hacia las sombras de un rellano y la luz que brillaba en la galería.
—¿Se trata de un accidente, señor? —preguntó nervioso el lacayo, la cara contraída por la expectación—. ¿Se ha puesto enfermo el señor Etheridge?
—No; me temo que ha muerto. Ha sido asesinado, de la misma manera que sir Lockwood Hamilton.
—¡Oh, Dios mío! —El lacayo se puso lívido, lo que hizo que las pecas de su nariz saltaran a la vista.
Pitt temió que fuera a desmayarse. Tendió una mano, y ese gesto pareció serenar al hombre. No debía pasar de los veinte años.
—¿Hay algún mayordomo? —preguntó Pitt. El joven no tenía por qué soportar él solo la carga de una noticia así.
—Sí, señor.
—Será mejor que vaya a llamarle, y a una de las criadas, antes de que se lo digamos a la señora Etheridge.
—¿La señora Etheridge? No existe ninguna, señor. Él, bueno, él es viudo. Desde hace mucho, antes de que viniera a esta casa. Sólo está la señorita Helen, que es su hija; la señora Carfax, que es ella, y el señor Carfax.
—Entonces llame al mayordomo, a una criada y al señor y la señora Carfax. Lo siento, pero tendré que hablar con todos.
El lacayo lo dejó en la salita, de un austero verde oscuro, con primerizas flores de primavera en un vaporoso jarrón Lalique de cristal azul y cuadros en la pared, de los cuales al menos uno le pareció a Pitt un Guardi auténtico. El finado Vyvyan Etheridge tenía buen gusto… y mucho dinero con el que darse ese lujo.
Pasó casi un cuarto de hora antes de que James y Helen Carfax entraran pálidos y en camisa de dormir y bata. La hija de Etheridge tenía cerca de veinte años y su misma cara aristocrática de amplia frente, pero su boca era más suave, y sus pómulos y la línea de su garganta tenían una delicadeza que, si bien no le aportaba hermosura, sí denotaba una imaginación y quizá una sensibilidad no aparente en su padre. Tenía pelo espeso y de un tono indeterminado; y perturbada en mitad del sueño por la trágica noticia, Helen se había quedado sin ánimos y sin color.
James Carfax era mucho más alto que ella, delgado y de talle esbelto. Tenía una majestuosa cabeza de pelo negro y ojos grandes. Habría sido apuesto si su cara hubiera mostrado fuerza en lugar de simple serenidad. Su boca tenía una calidad mercurial; era una boca tan dispuesta a sonreír como a hacer muecas. James permaneció con el brazo sobre los hombros de su esposa y mirando a Pitt a la defensiva.
—Lo siento muchísimo, señora Carfax —dijo Pitt—. Si puede servirle de consuelo, sepa que su padre murió en unos segundos y que, a juzgar por la placidez de su rostro, seguramente no pasó miedo, apenas unos instantes de dolor.
—Gracias —balbuceó ella.
—Quizá le convendría sentarse —sugirió Pitt— y hacer que su criada la traiga una tisana…
—No es necesario —le espetó James Carfax—. Ahora que nos ha comunicado la noticia, mi esposa se va a retirar a su habitación.
—Si prefieren que vuelva mañana por la mañana —dijo Pitt mirando a Helen—, entonces, de acuerdo. Sin embargo, cuanto antes pueda darnos toda la información posible, más probabilidades tendremos de apresar al responsable de esto.
—¡Tonterías! —repuso James al punto—. ¡No podemos ayudarle en nada! Es evidente que quien asesinó a sir Lockwood Hamilton sigue suelto y ha matado también a mi suegro. Debería estar usted peinando las calles. Seguro que es un loco o un complot anarquista. En cualquier caso, ¡no va a encontrar ninguna pista en esta casa!
Pitt estaba acostumbrado y sabía que la primera oleada de aflicción solía exteriorizarse en forma de ira. Mucha gente combatía el dolor sacándolo junto a alguna otra emoción intensa. El deseo de culpar a alguien solía ser uno de los recursos más empleados.
—No obstante, debo preguntar —insistió Pitt—. Es posible que la agresión haya sido motivada por algo personal, quizá algún tipo de animadversión política.
—¿Contra mi suegro y sir Lockwood a la vez? —Las cejas de James se enarcaron en señal de incredulidad y sarcasmo.
—Yo he de investigar, señor. —Pitt sostuvo su mirada—. No puedo decidir por adelantado cuál va a ser la solución. A veces se cometen asesinatos por imitación, esperando que el primer asesino cargue con la culpa de los dos.
James perdió la poca paciencia que le quedaba.
—¡Seguro que son anarquistas, y lo que pasa es que no es lo bastante competente para atraparlos!
Pitt se lo pasó por alto y miró a Helen, que había seguido su consejo y estaba sentada incómodamente en el borde del amplio sofá verde oscuro. Estaba encorvada, abrazada a sí misma como si tuviera frío, pese a que la habitación conservaba el calor de la lumbre.
—¿Hay otros miembros de la familia a los que se haya de informar? —le preguntó Pitt.
Ella negó con la cabeza:
—No; soy la única hija. Mi hermano murió años atrás, cuando tenía doce años. Y mi madre poco después. Tengo un tío en el ejército de la India, pero yo misma le escribiré, dentro de un par de días.
Así que ella heredaría. Pitt lo comprobaría, por supuesto, pero sería muy raro que Etheridge dejara la fortuna a alguien ajeno a la familia.
—Su padre era viudo desde hacía años —dijo.
—Así es.
—¿Alguna vez había pensado en casarse de nuevo? —Era un modo bastante discreto de averiguar si Etheridge tenía algún vínculo amoroso. Esperaba que Helen entendiera la pregunta.
Una tenue sonrisa iluminó su cara y se esfumó al instante.
—Que yo sepa, no. Eso no quita que algunas damas pudieran pensar en ello.
—Lo imagino —convino Pitt—. Era de buena familia, tenía éxito en su carrera, una impecable reputación, simpático y bien parecido, disponía de cuantiosos recursos, y era lo bastante joven para fundar otra familia.
James alzó rápidamente la cabeza y su boca quedó medio abierta por un sentimiento de alarma o de pérdida que Pitt atisbó.
Los ojos de Helen buscaron la cara de su marido, palideciendo primero todavía más y luego ruborizándose un poco. Se volvió hacia Pitt y habló tan quedamente que él hubo de inclinarse para discernir las palabras.
—No creo que él… tuviera ningún deseo de volver a casarse. Estoy segura de que yo lo habría sabido.
—¿Alguna de las damas que ha mencionado tenía motivos para abrigar alguna esperanza?
—No.
Pitt miró a James, pero éste evitó sus ojos.
—¿Me dará usted el nombre de sus abogados mañana? —preguntó Pitt—. Y el de los socios de negocios que pudiera tener.
—Si lo cree necesario… —Helen estaba muy pálida. Tenía los puños apretados y su cuerpo seguía encorvado al borde del asiento.
—Los asuntos de Vyvyan estaban en perfecto orden —terció James mirando a Pitt con ceño—. No creo que tengan nada que ver en esto. Opino que es una intrusión injustificada por su parte. La riqueza del señor Etheridge procedía de haber heredado tierras en Lincolnshire y el West Riding, aparte de acciones en varias compañías de la City. Supongo que a algunos descontentos o revolucionarios podría haberles sentado mal, pero lo mismo les habría sentado mal de cualquier otra persona. —Tenía los ojos brillantes y la mandíbula un poco adelantada. Estaba retando a Pitt, como si sospechara que éste pudiera tener cierta simpatía hacia los que James consideraba de su propia clase.
—Lo estamos investigando, por supuesto. —Pitt sonrió también y sostuvo su mirada. Fue James el que apartó la vista—. Preguntaré asimismo por su carrera política —continuó—. Tal vez usted podría hacerme un resumen para empezar.
Helen se aclaró la voz.
—Ha sido diputado por el partido liberal durante veintiún años, desde las elecciones de diciembre de 1868. Por el distrito de Lincolnshire. Fue subsecretario del Tesoro en 1880 cuando Gladstone era primer ministro y canciller del Exchequer, y del India Office cuando lord Randolph Churchill era secretario para la India, creo que en 1885. Y también fue secretario particular de sir William Harcourt cuando éste era ministro del Interior, pero sólo durante un año, creo que en 1883. Actualmente no tiene, no tenía —dijo, rectificando— ningún cargo en particular, pero sí mucha influencia.
—Gracias. ¿Sabe usted por casualidad si tenía una postura radical sobre la cuestión irlandesa? La autodeterminación, por ejemplo.
Ella se estremeció y volvió a mirar a James, pero éste pareció no darse cuenta, absorto en alguna cosa.
—Estaba en contra de la autodeterminación —dijo en voz baja. Y luego sus ojos se agrandaron y hubo como un destello, algo que se ponía en marcha: ¿ira y esperanza, o mera inteligencia?—. ¿Cree usted que podrían haber sido fenianos, una conspiración irlandesa?
—Es posible. —Pitt lo dudaba; recordó que Hamilton estaba muy a favor de la autodeterminación. Pero también podía ser que Hamilton hubiera sido asesinado por error. De noche, con la escasez de luz… los dos hombres eran de estatura similar, de edades parecidas, e incluso sus rasgos tenían algo en común—. Podría ser.
—Entonces será mejor que empiece con sus pesquisas —dijo James, que parecía más relajado—. Vamos a retirarnos. Mi esposa ha sufrido una gran conmoción. Estoy seguro de que podrá saber más cosas de los colegas políticos de mi suegro. —Se dio la vuelta. Su preocupación por Helen no le llevó sin embargo a ofrecerle el brazo.
El rostro de Helen Carfax registró una fugaz expresión dolorida, que dominó y ocultó. Pitt dudó un momento en ofrecerle la mano. Lo deseaba, como lo habría hecho con Charlotte, pero entonces recordó su posición: era un policía, no un invitado. Ella lo consideraría una impertinencia, y además eso dejaría bien claro que su marido no había tenido el gesto. James esperaba junto a la puerta.
—¿Ha estado usted en casa toda la noche, señor? —dijo Pitt con un deje que no quería mostrar, pero aquel hombre le provocaba cólera.
James pareció sorprendido. Sus mejillas se colorearon un poco, algo apenas perceptible a la luz de las dos lámparas pero inequívoco para alguien que le estuviera observando como Pitt.
El hombre dudó. ¿Estaba decidiendo si mentirle o no?
—No importa. —Pitt sonrió amargamente—. Le preguntaré al lacayo. No necesito retenerlos más. Gracias, señora Carfax. Lamento profundamente haber tenido que darle tan dolorosa noticia.
—No necesitamos sus excusas, ¡lárguese de una vez! —exclamó James. Luego, comprendiendo que se estaba delatando con su desmedida grosería, salió de la habitación, dejando la puerta abierta sin esperar a Helen.
Ella se quedó mirando a Pitt, luchando consigo misma.
Pitt esperó a que hablara. Temía disuadirla de ello si la coaccionaba.
—Yo estaba en casa —dijo, y al momento pareció arrepentirse—. Quiero decir que me acosté pronto. Yo… no sé qué hizo mi marido, pero mi padre había recibido una carta que le inquietó. Creo que podrían haberle amenazado de alguna forma.
—¿Sabe quién le envió esa carta, señora Carfax?
—No. Era algo político, creo. ¿Tendrá que ver con Irlanda?
—Gracias. Puede que mañana tenga usted la amabilidad de ver si recuerda algo más. Investigaremos entre sus colegas. ¿Sabe si su padre guardó la carta?
Helen parecía a punto de desmayarse.
—No… No lo sé.
—No destruya ningún documento, por favor. Lo mejor será que cierre el estudio de su padre con llave.
—Por supuesto. Y ahora, si me disculpa, necesito estar a solas.
Pitt se puso firme. Fue un extraño gesto, pero sentía compasión por aquella mujer, no sólo porque había perdido a su padre en circunstancias violentas y públicas, sino por otra clase de dolor que había detectado en ella. Pensaba que quizá ella le quería más que su padre a ella, y había algo más, otra herida profunda sobre la que sólo podía hacer conjeturas.
El lacayo le acompañó hasta la puerta, y Pitt bajó los peldaños hacia la calle silenciosa con la profunda sensación de que quedaban otras tragedias por descubrir.