3

A media tarde, Pitt estaba de vuelta en Bow Street. Era uno de esos días brillantes de primavera en que el aire es nítido y el sol cae sobre el empedrado; el viento arrastraba aún un deje de penetrante frescor húmedo procedente del río. Una recua de coches traqueteaba por el Strand, bruñidos y sonoros los arneses, arrogantes los caballos, y detrás iban los barrenderos, limpiando los excrementos. Un organillo tocaba una conocida canción de music hall. En la lejanía un vendedor ambulante pregonaba su género, «¡Budín de ciruela caliente! ¡Budín de ciruela!», y poco a poco su voz se perdía a medida que iba hacia el malecón. El chico de los periódicos voceaba su extra: «¡Horrible asesinato en Westminster Bridge! ¡Parlamentario degollado!».

Pitt subió los peldaños y entró en la comisaría. Había otro sargento de servicio, pero no había duda de que lo habían puesto al corriente del caso.

—Buenas tardes, señor Pitt —dijo jovial—. El señor Drummond está en su despacho. Creo que hay novedades, pero poca cosa. Han encontrado un par de coches de alquiler, si es que eso sirve de algo.

—Gracias.

Pitt se dirigió hacia el pasillo, que olía a linóleo, un invento relativamente nuevo. Subió de dos en dos las escaleras y llamó a la puerta del despacho de Drummond. Su memoria retrocedió a unos meses atrás, cuando el inquilino del despacho era Dudley Athelstan. A Pitt le había parecido un hombre pomposo y lleno de la inseguridad de quien tiene ambiciones sociales, indeciso acerca de a qué amo tenía que servir. Athelstan había notado la insolencia de Pitt, su desaliño, pero por encima de todo su atrevimiento al haber desposado a Charlotte Ellison, socialmente muy superior a él.

Drummond era un hombre muy diferente, con el suficiente bagaje familiar y los medios económicos como para no importarle ninguna de las dos cosas. Pidió su permiso para entrar.

—Buenas tardes. —Pitt miró en derredor. La habitación estaba llena de recuerdos de casos anteriores, en muchos de los cuales había trabajado él; tragedias y soluciones, oscuridad y luz.

—Entre, Pitt. —Drummond le indicó que se aproximara a la lumbre. Buscó entre los papeles de su mesa, todos ellos escritos a mano en letra caligráfica de diversos grados de legibilidad—. Tengo algunos informes, nada importante de momento. Un cochero que cruzaba el puente a las doce y cuarto y no vio nada, salvo quizá una prostituta en el lado norte, y un grupo de caballeros saliendo de la Cámara de los Comunes. Hamilton pudo ser uno de ellos; tendremos que preguntar esta noche cuando la cámara suspenda la sesión. Ahora no vale la pena ir. Averiguaremos qué diputados viven en el lado sur del río y podrían haber vuelto a casa por ese extremo del puente. Tengo a un hombre en ello.

Pitt se quedó junto al fuego, notando cómo el delicioso calorcillo le subía por la parte posterior de las piernas. Athelstan solía monopolizar la chimenea.

—Supongo que habrá que contemplar la posibilidad de que fuera uno de sus colegas —dijo.

Drummond le miró con cierto desagrado, pero la lógica venció su aversión.

—Todavía no, pero puede que no lo descartemos —concedió—. Primero buscaremos enemigos personales o profesionales y, Dios nos asista, la posibilidad de que fuera un demente.

—O algún anarquista —añadió Pitt con tono sombrío, pasando las manos por la parte de su abrigo que el fuego calentaba.

Drummond se lo quedó mirando divertido, pero no indiferente.

—O algún anarquista —concedió—. Aunque no nos guste, haríamos bien en rezar para que sea algo personal. Que es lo que usted deberá investigar hoy.

—¿Qué tenemos?

—Dos cocheros, el de las doce y cuarto, y uno a eso de las doce y veinte, el que vio Hetty Milner, que también niega haber visto nada; pero como Hetty reparó en el coche inmediatamente antes de ir a hablar con Hamilton, eso no significa mucho. El pobre diablo debía de estar ya allí. Pero no tendría que ser difícil establecer la hora en que salió del Parlamento, así que nos queda un espacio de unos veinte minutos. Podría servirnos para determinar dónde estaban los posibles sospechosos, pero lo dudo: si fue cosa de familia es muy posible que no cometieran el crimen personalmente. —Drummond suspiró—. Podemos investigar movimientos de dinero, reintegros bancarios, ventas de joyas o cuadros, conocidos de carácter extravagante. —Se frotó la cara con las manos, consciente del cierre de filas que el escándalo inspiraba entre las clases altas—. Investigue sus negocios, ¿quiere, Pitt? Luego iría bien que viera en qué asunto político estaba metido. Tenemos la autonomía de Irlanda, la limpieza de los bajos fondos, la reforma de la ley de pobres; sabe Dios qué otras cosas podrían despertar sentimientos violentos.

—Sí, señor. —Era lo que él habría hecho, de todos modos—. Supongo que habrá alguien investigando a los agitadores conocidos.

—Sí, todo eso está en marcha. Al menos, el lapso de tiempo a cubrir es bastante corto. Podría salir algo de las personas que acudieron corriendo a los gritos de Hetty Milner. Hasta el momento no hemos sacado nada útil, pero la memoria suele recordar una cara o un sonido a posteriori, algo que uno ve por el rabillo del ojo. —Empujó sobre la mesa una hoja de papel con un nombre y una dirección—. Es el socio de Hamilton. Podría empezar con él. Y…

Pitt esperó.

—¡Sea discreto, por lo que más quiera!

Pitt sonrió.

—Imagino que por eso me ha escogido para el caso, señor.

Drummond hizo una mueca.

—Largo —masculló.

Pitt tomó un cabriolé que le llevó por el Strand, Fleet Street y Ludgate Hill, pasando por St. Paul’s hasta Cheapside, y luego todo Cheapside y Threadneedle Street, dejando atrás el Banco de Inglaterra hasta Bishopsgate Street Within y las oficinas de Hamilton & Verdun. Presentó su tarjeta de visita, una extravagancia que se había permitido hacía algún tiempo y que resultaba sumamente útil.

—«Inspector Thomas Pitt, Bow Street» —leyó el empleado con sorpresa. Los policías no solían usar tarjetas, como tampoco el desratizador o el fontanero. ¡Cómo habían cambiado las cosas últimamente! ¿Adonde iríamos a parar?

—Quisiera hablar con el señor Charles Verdun, si es posible —dijo Pitt—. Es sobre la muerte de sir Lockwood Hamilton.

—¡Ah! —El empleado pareció alegrarse un poco, a su pesar. Estar relacionado con un asesinato famoso tenía cierto atractivo. Esta noche se lo contaría todo a Laetitia Morris tomando una cerveza en el Grinning Rat.

¡Eso le iba a hacer prestar atención! Seguro que ya no le encontraría aburrido. Harry Parsons no parecía ni la mitad de interesante con sus chivatazos sobre vulgares desfalcos. Miró a Pitt.

—Si quiere esperar aquí, veré qué decide el señor Verdun. No suele recibir a gente sólo porque se lo pidan, sabe. Quizá yo podría decirle algo. Espero que atrape a ese criminal. Puede que yo le conozca, sin saberlo, ¿qué le parece?

Pitt lo había calado.

—Sabré qué preguntarle después de que haya hablado con el señor Verdun.

—Claro. Bien, iré a ver qué dice.

El empleado se retiró para volver al poco rato y hacer pasar a Pitt a una habitación grande y sin arreglar, con un fuego humeante y varias butacas de cuero verde, cómodas y brillantes por el uso. Tras un maltrecho escritorio de anticuario atestado de papeles había un hombre de entre cincuenta y setenta años, de cara alargada, pobladas cejas grises y una expresión bonachona y antojadiza. El hombre compuso un gesto de apropiada seriedad e indicó a Pitt que se sentara en una silla. Luego se paseó un poco, echó un vistazo a la lumbre y agitó los brazos como para disipar el humo.

—¡Maldita sea! —exclamó mirando el fuego—. ¡No sé qué le pasa a la chimenea! ¿Quiere que abra la ventana?

Pitt contuvo la tos y asintió con la cabeza.

—Sí señor. Buena idea.

Verdun volvió al escritorio y tiró de la mitad inferior de la ventana de guillotina. Subió con un ruido sordo dejando entrar una ráfaga de aire fresco.

—Ah —dijo Verdun satisfecho—. Bien, ¿en qué puedo servirle? De la policía, ¿eh? Por lo del pobre Lockwood, claro. Qué cosa más sorprendente. Imagino que no tiene idea de quién lo hizo. No, claro que no; es demasiado pronto, ¿eh?

—Sí, señor. Tengo entendido que sir Lockwood era socio suyo.

—En cierto modo, sí. —Alcanzó un humidor[*] y sacó un cigarro puro. Lo encendió con una astilla del fuego y exhaló un humo acre que hizo jadear a Pitt. Verdun interpretó incorrectamente su expresión—. Turco —dijo muy ufano—. ¿Quiere uno?

«Mierda de camello», pensó Pitt.

—Muy amable, pero no, gracias —repuso—. ¿Por qué en cierto modo, señor?

—Oh. —Meneó la cabeza—. No paraba mucho aquí. Siempre metido en política, es lógico. Era secretario del ministro y todo eso. Cada cual sabe sus obligaciones.

—Pero tenía intereses financieros en la empresa, ¿no?

—Sí, sí. Podría decirse que sí.

Pitt estaba perplejo.

—¿No eran socios a partes iguales? —Su nombre figuraba primero en la placa de la calle.

—¡Desde luego! —concedió Verdun—. Pero él no venía aquí más que una vez por semana, a veces ni eso. —Lo dijo sin asomo de resentimiento.

—Entonces, usted hace casi todo el trabajo —insinuó Pitt. Quería ser comedido, pero con ese hombre resultaba difícil. Las indirectas parecían interpretarse absolutamente al revés.

Verdun levantó las cejas.

—¿Trabajo, dice? Bueno, sí, supongo. Nunca se me había ocurrido pensarlo en esos términos. Uno tiene que estar ocupado en algo, ¿sabe? No me gusta ir de club en club con un montón de tipos hablando de sinvergüenzas, del tiempo, de quién dijo cuál cosa o de cómo va vestida la gente… y de quién tiene un lío con la esposa de quién. A mí siempre me resulta fácil estar de acuerdo con los demás como para discutir por eso.

Pitt ocultó una sonrisa.

—Su negocio es de bienes inmuebles, ¿no? —le espetó.

—En efecto —dijo Verdun, dando una calada a su cigarro. Pitt se alegraba de que la ventana estuviera abierta; la cosa olía realmente mal—. ¿Qué tiene eso que ver con que al pobre Lockwood lo asesinaran en Westminster Bridge? —prosiguió, arrugando la cara—. No creerá usted que tuvo que ver con el negocio, ¿verdad? Es altamente improbable. ¿Por qué iba a hacer nadie una cosa así?

A Pitt se le ocurrían varios motivos. No sería el primer propietario de los barrios bajos que cargaba exorbitantes alquileres y metía a quince o veinte personas en una sola habitación húmeda e infestada de ratas. Ni sería el primero que utilizaba sus casas como burdeles, fábricas clandestinas o guarida de ladrones. Cabía la posibilidad de que Hamilton lo hubiera hecho y le hubieran matado por venganza… o que lo hubiese hecho Verdun, y al descubrirlo Hamilton y amenazarlo con denunciarle, Verdun lo asesinara para que no hablase.

O quizá era alguien que lo había hecho movido por la furia tras haber sido echado de una casa u obligado a aceptar a palos un trato lucrativo. Sin embargo, Pitt no mencionó nada de todo esto.

—Imagino que habrá bastante dinero en juego —dijo con toda la inocencia de que fue capaz.

—No mucho —replicó candorosamente Verdun—. Lo hago para entretenerme, ¿comprende? Mi mujer murió hace veinte años. No he vuelto a tener ganas de casarme. Nunca podría querer a nadie como la quise a ella… —Por un momento su mirada fue distante, apacible, al recordar una felicidad pasada que le seguía agradando. Luego se retractó—. Los hijos ya son mayores. ¡Tenía que hacer algo!

—Pero le dará buenos ingresos… —Pitt evaluó su ropa. Estaba gastada por el uso, pero sus botas eran excelentes, su chaqueta de Savile Row, sus camisas seguramente de Gieves Son. No vestía a la moda; se le veía lo bastante seguro de sí mismo y de su lugar en la sociedad para que no le hiciera ninguna falta. El suyo era dinero viejo, dinero tranquilo.

—No crea —interrumpió las divagaciones de Pitt—. Para qué. Hamilton se ganaba la vida con no sé qué vagones de tren, en Birmingham o algo parecido.

—¿Y usted, señor?

—¿Yo? —Otra vez la subida de cejas hirsutas; los grises ojos redondos brillaron de ironía y humor reprimido—. No lo necesito, tengo suficiente. Ya sabe, la familia.

Pitt lo había imaginado; de hecho no se habría sorprendido de un título honorífico que Verdun desdeñara usar.

Fuera se oyó un traqueteo, una especie de arrítmica matraca.

—¿Lo oye usted? —dijo rápidamente Verdun—. ¡Qué horrible artefacto! Una máquina de escribir, ya ve. Se la compré a mi empleado; el chico no sabe escribir para que le entienda todo el mundo, salvo el boticario. Qué espanto de cosa. Es como un montón de caballos dando vueltas en un patio adoquinado.

—¿Podría proporcionar a la policía una lista de los contratos efectuados en los últimos doce meses, señor Verdun? —pidió Pitt, mordiéndose el labio. Quería que aquel hombre le cayera bien, pero sus modales ligeramente dulces podían ocultar pasiones mucho más desagradables. A Pitt le habían caído bien personas de las que luego había conocido sus instintos homicidas—. Y los de un futuro inmediato —agregó—. Tendremos en cuenta que es información confidencial.

—Mi querido amigo, creo que se aburrirá mortalmente. Pero como usted guste. No sé cómo va a descubrir al asesino de Lockwood en la lista de casas adosadas de Primrose Hill, Kentish Town o Highgate, pero supongo que sabe lo que se hace.

Todos los barrios mencionados eran zonas suburbanas respetables.

—¿Qué me dice del East End? —preguntó Pitt—. ¿No tienen solares allí?

Verdun fue más rápido de lo esperado:

—Supongo que habría que pensar en eso. No. Pero puede examinar los libros si cree que es su obligación.

Pitt sabía que sería inútil, pero un auditor inteligente podía encontrar alguna discrepancia que apuntara a otros registros, otros contratos… ¿Malversación incluso? Esperaba que no. Prefería que Verdun fuera lo que aparentaba ser.

—Gracias, señor. ¿Conoce personalmente a lady Hamilton?

—¿A Amethyst? Sí, un poco. Una gran mujer. Muy reservada. Despide un aire de tristeza; será porque no tuvo hijos. Claro que Lockwood nunca lo mencionó, estaba muy encariñado con ella. No hablaba mucho, pero se le notaba. Uno se da cuenta de esas cosas si alguna vez ha estado enamorado.

Pitt pensó un momento en Charlotte, en la calidez de su vida juntos.

—Desde luego. —Aprovechó la oportunidad que le brindaba el tema familiar—. Pero hay un hijo del primer matrimonio de sir Lockwood, ¿no es cierto?

—Ah, sí, Barclay. Un tipo simpático. No ha llegado a casarse, no sé por qué.

—¿Estaba muy unido a su madre?

—¿A Beatrice? Ni idea. No se lleva bien con Amethyst, si se refiere a eso.

—¿Sabe por qué?

—No. Imagino que le supo mal que su padre se casara otra vez. Qué tontería. Yo creo que debería alegrarse de que su padre fuera feliz, y Amethyst es una excelente esposa, de eso no hay duda. Siempre le apoyó en su carrera, sabía tratar a los amigos con destreza y tacto, y llevaba muy bien la casa. En realidad, creo que Lockwood era más feliz con ella que con Beatrice.

—Puede que Barclay fuera consciente de ello y se lo tomara a mal en nombre de su madre.

Verdun se quedó boquiabierto.

—Pero hombre, ¿no estará sugiriendo que Barclay esperó veinte años para acechar a su padre una noche en Westminster Bridge y rebanarle el cuello?

—No, claro que no. —Era descabellado—. ¿Diría usted que Barclay Hamilton tiene buenos recursos financieros?

—Eso sí lo sé: heredó de su abuelo materno. No mucho, pero sí suficiente. Tiene una bonita casa en Chelsea, muy bonita. Cerca de Albert Bridge.

—Imagino que no conocerá usted a nadie que pudiera desearle mal a sir Lockwood. ¿Tiene noticias de que alguien le amenazara?

Verdun sonrió.

—Lo siento. En ese caso se lo habría dicho. Al fin y al cabo, no se puede permitir que la gente vaya por ahí matando porque sí, ¿verdad?

—No, señor. —Pitt se puso en pie—. Gracias por su ayuda. Si me permite echar un vistazo a esos registros… Con el último año será suficiente.

—Por supuesto. Diré a Telford que le haga una copia en esa máquina horrenda, si usted quiere. A lo mejor hasta resulta útil. ¡Suena como un centenar de erizos con botas de tachuelas!

Eran las seis y cuarto cuando Pitt pudo entrar finalmente en el despacho del ministro del Interior en Whitehall. Era muy espacioso y formal, y los funcionarios con levita y cuello de puntas dejaron bien claro que era un favor concedido en circunstancias muy especiales el que Pitt hubiera pasado de la entrada, y no digamos ya penetrado en el despacho particular de un miembro del Gabinete. Pitt intentó enderezar su corbata con muy poca suerte, y se mesó el cabello sin mejores resultados.

—¿Sí, inspector? —dijo cortésmente el ministro—. Puedo concederle diez minutos. Lockwood Hamilton era mi secretario privado para asuntos parlamentarios, muy eficiente y discreto. Lamento muchísimo su muerte.

—¿Era ambicioso, señor ministro?

—Naturalmente. Yo no apoyaría a nadie que fuese indiferente a su carrera.

—¿Cuánto hacía que ocupaba ese cargo?

—Unos seis meses.

—¿Y antes?

—Fue diputado en diversos comités. ¿Por qué lo pregunta? —Frunció el entrecejo—. ¿No pensará que esto ha tenido que ver con la política?

—No lo sé, señor. ¿Ha estado sir Lockwood involucrado en asuntos que hayan podido levantar animadversión?

—Por el amor de Dios, ¡Hamilton era secretario mío, no ministro!

Pitt comprendió que había cometido un error táctico.

—Antes de promoverle a este cargo, señor —continuó—, debió usted de informarse acerca de él: su trayectoria política, su postura sobre temas importantes, su vida privada, su reputación, sus asuntos financieros…

—Por supuesto —concedió con aspereza el ministro, antes de comprender el objetivo de Pitt—. Pero no creo que pueda decirle nada de utilidad. Nunca nombro a personas que creo pueden ser asesinadas por su vida privada, y él no era lo bastante importante para ser un blanco político.

—Seguramente no, señor —hubo de convenir Pitt—. Sin embargo, estaría descuidando mis obligaciones si no tuviera en cuenta todas las posibilidades. Una persona lo bastante desequilibrada para pensar en un asesinato como solución a sus problemas podría no pensar con la misma lógica que usted o que yo.

El ministro le miró como recelando de un posible sarcasmo; no le gustaba la impertinencia de Pitt al equiparar a un ministro del gobierno con un policía en materia de racionalidad, pero sostuvo la mirada azul de Pitt y decidió que no valía la pena insistir en ello.

—Puede que nos enfrentemos a lo irracional —dijo fríamente—. De hecho, así lo espero. Toda sociedad está expuesta a algún que otro demente. Un crimen familiar sería muy desagradable, pero el escándalo duraría unos días y después quedaría relegado al olvido. Mucho peor sería una conspiración de anarquistas o revolucionarios cuyo objetivo no fuera el pobre Hamilton en concreto sino una desestabilización a gran escala para provocar la alarma general. —Sus manos se tensaron imperceptiblemente—. Debemos aclarar este asunto cuanto antes. Imagino que tendrá en ello a todos los hombres disponibles. Pitt entendía su razonamiento, pero le disgustaba su frialdad en medio de aquel pulcro despacho que olía ligeramente a cera de abeja y cuero. El ministro prefería una tragedia particular, con todo su dolor, a un complot impersonal tramado por exaltados que soñaban con el cambio de poder en un cuartucho cualquiera, y no sentía ningún escrúpulo en decirlo.

—¿Y bien? —inquirió el ministro, irritado—. ¡Diga algo, hombre!

—La respuesta es sí, señor. ¿Pensó usted en alguna otra persona para el cargo aparte de sir Lockwood?

—Naturalmente.

—Tal vez su secretario podría darme los nombres. —No era una pregunta.

—Si lo cree necesario… —Se mostraba reacio, pero aceptaba la sugerencia—. No es un cargo que un hombre cuerdo mataría por conseguir.

—¿Cuál sería el cargo por el que una persona cuerda lo haría, señor? —preguntó Pitt, tratando de que su voz sonara desprovista de toda insinuación.

El ministro le lanzó una mirada de fría antipatía.

—¡Creo, inspector, que debería usted buscar al sospechoso fuera del gobierno de su majestad! —contestó ácidamente.

Pitt no se arredró: hasta cierto punto era agradable que la aversión fuese mutua.

—¿Puede usted decirme cuál era la opinión de sir Lockwood sobre algunos puntos candentes, por ejemplo, la autodeterminación de Irlanda?

El ministro del Interior adelantó el labio inferior con aire reflexivo.

—Supongo que podría tener que ver con eso, no tanto con el pobre Hamilton en concreto como con el gobierno en general. Es un tema que siempre levanta acaloradas emociones. Él estaba a favor, y no se mordía la lengua. Claro que si la gente tuviera que matarse por estar en desacuerdo sobre la cuestión irlandesa, las calles de Londres parecerían Waterloo después de la batalla.

—¿Y sobre otros asuntos, señor? ¿La reforma penal, la ley de pobres, las condiciones en las fábricas, la limpieza de los bajos fondos, el sufragio universal?

—¿Qué?

—El sufragio —repitió Pitt.

—Por el amor de Dios, cierto que hay algunas mujeres estridentes y desencaminadas que no saben qué les conviene, ¡pero no creo que le rajaran el cuello a un hombre sólo para pedir el derecho al voto!

—Probablemente no. Pero ¿cuáles eran las opiniones de sir Lockwood?

El ministro se disponía a descartar el asunto pero pareció comprender a regañadientes que era tan válido como cualquier posibilidad.

—Hamilton no era reformista —contestó—. Salvo en términos muy moderados. ¡Era un hombre muy sensato! Yo no le habría nombrado secretario particular si no hubiera confiado en sus juicios.

—¿Y su reputación personal?

—Impecable. —Una leve sonrisa asomó a los labios del ministro—. Y no es una respuesta diplomática. Quería mucho a su esposa, una mujer excelente, y no era de esos hombres que buscan… diversión. Se le daban mal las lisonjas y la conversación trivial, y nunca le vi admirando a otra mujer.

Habiendo conocido a Amethyst Hamilton, a Pitt no le costó creerle. Charles Verdun había afirmado otro tanto.

—Cuanto más sé de él, menos probable me parece que despertara odios lo bastante violentos como para incitar a nadie al asesinato. —Pitt sintió una ligera satisfacción al ver que el ministro apreciaba ese giro en su argumentación, por más que a él mismo no le gustara.

—Entonces será mejor que investigue las pruebas que tenga y siga la pista de todos los agitadores y grupos políticos conocidos —dijo el ministro—. Manténgame informado.

—Descuide. Gracias, señor.

—Que tenga un buen día.

La sesión de la Cámara de los Comunes no había terminado; era demasiado pronto para intentar desandar los pasos de Hamilton la noche anterior. Pitt tenía frío y hambre y sabía muy poco más que cuando había salido de casa aquella tarde tras arañar unas horas de sueño. Regresaría a Bow Street para tomar un bocado y un tazón de té y ver si había noticias de los agentes que estaban buscando testigos.

Pero cuando llegó a comisaría el sargento de servicio le dijo que sir Garnet Royce había ido a verle.

—Dígale que vaya a mi despacho —contestó Pitt.

Dudaba que pudiera ser una visita útil, pero le debía la cortesía de recibirle. Apartó unos papeles de la silla para que Royce tomase asiento y fue detrás de su mesa a echar un vistazo por si había nuevos informes o algún recado. No había nada salvo el montón de transacciones de Verdun, con una nota de un especialista en fraude, diciendo que en su opinión los papeles eran lo que aparentaban ser; lo único que se deducía de ellos era que la empresa llevaba a cabo transacciones bastante eficientes en diversas zonas elegantes del extrarradio.

Llamaron a la puerta y un guardia hizo pasar a Garnet Royce. Iba elegantemente vestido con un abrigo de cuello de terciopelo. Dejó el sombrero sobre el escritorio. En aquel despacho ordinario, su figura era realmente imponente.

—Buenas tardes, señor —dijo Pitt.

—Buenas, inspector. —Royce declinó sentarse. Empuñaba todavía un bastón con contera de plata que hizo girar nervioso en sus fuertes manos al hablar—. Veo que la prensa ha utilizado al pobre Lockwood para los titulares. Imagino que era de esperar. Para la familia es inquietante. Hace difícil solucionar los problemas con dignidad; demasiada gente holgazaneando por ahí como sepultureros. ¡Es repugnante! Eso saca lo mejor y lo peor de la gente. Se hará cargo de la preocupación que siento por mi hermana.

—Por supuesto, señor. —Pitt lo decía en serio.

Royce se inclinó un poco.

—Si fue un loco cualquiera, como parece lo más probable, ¿qué posibilidades tiene de atraparlo, inspector? Responda con sinceridad, de hombre a hombre.

Pitt le miró: la fuerza de la nariz y los pómulos, la boca amplia y la frente pronunciada. No era un rostro delicado, pero sí inteligente y enérgico.

—Con un poco de suerte, bastantes; sin un testigo a mano y si el hombre no agrede a nadie más, pocas. Pero si se trata de un loco, seguirá atrayendo la atención sobre sí mismo, y entonces le encontraremos.

—Ya. Por supuesto. —Las manos se cerraron sobre el bastón—. ¿Tiene alguna idea de quién pudo ser?

—No, señor. Estamos trabajando sobre las posibilidades más claras: rivalidad profesional, enemigos políticos.

—Lockwood no era tan importante como para granjearse enemigos políticos —dijo Royce—. Naturalmente, algunas personas perdieron ascensos cuando él los ganó, pero era de esperar, digo yo. Todos los que desempeñan cargos públicos son conscientes de eso.

—¿Había alguien que pudiera habérselo tomado especialmente mal?

Royce pensó un momento, indagando en su memoria.

—Hanbury se molestó bastante por la presidencia de una comisión parlamentaria hace varios años y parece que le guardaba cierto rencor. También discutían por la autodeterminación; Hanbury era contrario a ella, y Lockwood estaba a favor. Claro que uno no comete asesinato por una cosa así.

Pitt estudió la cara del otro a la luz de la lámpara de gas. No había en ella sombra alguna de falsedad, tampoco ironía o humor. Quería decir exactamente lo que había dicho, y Pitt no pudo estar en desacuerdo. Si el móvil del asesinato era político, radicaba en algo más hondo que cualquiera de los temas mencionados; tenía que tratarse de una rivalidad más personal, algo más amargo que la cuestión del autogobierno en Irlanda o la reforma social.

Royce se marchó y Pitt subió a ver a Micah Drummond.

—Nada que nos sirva. —Drummond empujó unos papeles hacia él sobre su escritorio. Parecía cansado y tenía marcadas ojeras. Era sólo el primer día, pero ya sentía la presión de la gente a medida que el horror se tornaba miedo, y la alarma de quienes estaban en el poder y conocían el peligro real.

—Se ha podido establecer la hora de la muerte entre las doce menos diez, cuando la cámara terminó la sesión, y las doce y veinte, cuando Hetty Milner le encontró. Deberíamos poder reducir ese lapso cuando hablemos con los diputados al término de la sesión de esta noche.

—¿Algún vendedor ambulante que le viera? —preguntó Pitt—. ¿O alguien que estuviera en la zona y no le haya visto, para reducir las posibilidades?

Drummond suspiró y rebuscó entre los papeles.

—Una florista dice que no le vio. Le conocía, de modo que es bastante fiable. Uno que vende pastelillos calientes en Westminster, Freddie no sé qué, afirma que no vio nada especial: media docena de hombres, cualesquiera de los cuales podía ser Hamilton, pero no lo puede asegurar. Un individuo de aspecto distinguido, con abrigo oscuro, sombrero de seda y bufanda blanca, de estatura normal, con las sienes plateadas; ¡las calles cercanas al puente están llenas de gente así cuando terminan las sesiones!

—Naturalmente, es posible que no fueran por Hamilton —dijo Pitt.

Drummond alzó los ojos.

—Sí, ya había pensado en eso. Pero si el asesino buscaba a otra persona, ¿por dónde vamos a empezar? ¡Podría ser cualquiera!

Pitt se sentó en la silla de respaldo recto frente al escritorio.

—Si se trata de un ataque indiscriminado contra el gobierno y Hamilton fue víctima del azar —dijo—, entonces debe tratarse de anarquistas o revolucionarios. De estos grupos tenemos bastante información.

—Sí. —Drummond sacó un fajo de papeles de un cajón del escritorio—. Tengo hombres investigando eso, están tratando de averiguar los movimientos de los miembros más conocidos. Algunos pretenden derrocar la monarquía y establecer una república, otros quieren el caos absoluto. Son fáciles de ver: normalmente en pubs o en esquinas soltando discursos fanáticos. Algunos tienen contactos en el extranjero, también lo estamos investigando. —Suspiró—. ¿Qué ha averiguado usted, Pitt? ¿Hay algo personal?

—De momento no, señor. Parece que era un hombre corriente, tuvo éxito en los negocios, pero no veo nada que pudiera inspirar odio y mucho menos motivar un asesinato. Su socio, Verdun, es un hombre moderado y cortés que tiene negocios inmobiliarios, más por hacer algo que por dinero.

Drummond no parecía convencido.

—Tengo la contabilidad de la empresa —dijo rápidamente Pitt—. No hay más que transacciones normales en áreas residenciales respetables. Si es que también negocian en los barrios bajos, entonces llevan una perfecta contabilidad clandestina.

—¿Lo cree posible?

—No.

—Bien, investigue a Verdun para ver si es lo que dice ser. Averigüe si juega o si tiene amantes.

Pitt sonrió.

—Lo haré, pero apuesto a que no le gustaría que las tuviera.

Drummond enarcó las cejas.

—¿Y su empleo, Pitt? ¿Apostaría eso también? Y el mío, si no solucionamos este caso.

—No creo que saquemos nada de Charles Verdun, señor.

—¿Y el móvil político? ¿Qué le dijo el ministro del Interior?

Pitt le resumió lo que había sabido de Hamilton por su superior, y Drummond se mostró cada vez más abatido.

—¿Una víctima fortuita? —musitó—. ¿Le tomaron por otro personaje más importante? Dios mío, espero que no; ¡eso significaría que el asesino puede matar otra vez!

—Volvemos a los anarquistas —dijo Pitt, levantándose—. Será mejor que vaya a ver qué averiguo cuando los diputados salgan de los Comunes; quién habló con Hamilton por última vez, y si vieron que alguien se le acercaba.

Drummond sacó un reloj de oro de su chaleco.

—Tendrá usted que esperar bastante.

Pitt esperó al fresco en el extremo norte de Westminster Bridge durante más de una hora y media hasta que vio a los primeros saliendo de la Cámara de los Comunes y torciendo hacia el río. Había comido solamente dos pastelillos calientes y un budín de ciruela mientras contemplaba a innumerables parejas caminando del brazo por el malecón y a dos borrachos cantando a destiempo, y tenía los dedos entumecidos.

—Disculpen, señores. —Dio un paso al frente.

Dos parlamentarios se detuvieron ceñudos al verse abordados por un extraño. Repararon en sus bolsillos abultados y su bufanda de lana e hicieron ademán de proseguir su camino.

—Policía de Bow Street, señor —dijo Pitt al punto—. Estamos investigando el asesinato de sir Lockwood Hamilton.

Se quedaron pasmados al oír hablar de algo que habían preferido olvidar.

—Un asunto horrendo —dijo uno.

—Horrendo, sí —dijo el otro.

—¿Le vio usted ayer tarde, señor?

—Oh, sí, le vi. ¿Tú no, Arbuthnot? —El más alto miró a su compañero—. No sé qué hora sería. Cuando salíamos.

—Creo que la cámara terminó la sesión a eso de las once y veinte —sugirió Pitt.

—Sí —concedió el más rubio y fornido—. Es probable. Vi a Hamilton cuando salíamos. Pobre hombre. ¡Qué espanto!

—¿Estaba solo, señor?

—Más o menos; vi que acababa de hablar con alguien. —El parlamentario le miró con ojos bondadosos—. Lo siento, no sé con quién. Algún otro diputado. Dijo buenas noches o algo parecido y echó a andar hacia el puente. Vive en el lado sur.

—¿Vio si alguien le seguía? —preguntó Pitt. La cara del diputado pareció contraerse como si hubiera recibido el impacto de la realidad. Aquello ya no era un ejercicio de memoria. Una imagen vívida se formó en su mente: había presenciado lo que no tardaría en devenir un asesinato. Sus años de seguridad en sí mismo se evaporaron, y vio la vulnerabilidad del hombre que estaba en el puente como si se tratara de él mismo.

—Pobre hombre —repitió con un nudo en la garganta—. Yo diría que sí, pero no tengo la más remota idea de quién podía ser. Sólo vi una silueta, una sombra, mientras Hamilton empezaba a cruzar el puente pasada la primera farola. Creo que somos muchos los que volvemos a casa andando si hace buena noche y vivimos cerca. Claro que algunos van en coche propio o de alquiler. Es un fastidio cuando la sesión acaba tarde. Yo sólo tenía ganas de irme a casa a dormir. Lo siento.

—¿Alguna impresión acerca de la sombra, señor? Estatura, forma de andar.

—Lo siento, ni siquiera estoy seguro de que viera nada. Sólo algo que se movía a contraluz… ¡qué espanto!

—¿Y usted, señor? —Pitt se volvió hacia el otro hombre—. ¿Vio a sir Lockwood con alguien?

—No, no. Ojalá pudiera ayudarle, pero fue más una impresión que otra cosa. Es difícil ver la cara de alguien bajo una farola y uno realmente no sabe… la oscuridad, ¿comprende? Lo siento mucho.

—Por supuesto. Gracias por su ayuda. —Pitt inclinó la cabeza y fue hacia el siguiente grupo, que empezaba ya a dispersarse en coches o a pie.

Paró a otra media docena de personas, pero no obtuvo nada que le permitiera precisar más la hora de la muerte. Lockwood Hamilton había ido hacia Westminster Bridge entre las doce y diez y las doce y veinte. Hetty Milner había gritado a las doce y veintiuno. En esos nueve u once minutos alguien había matado a Hamilton y le había atado a una farola.

Pitt llegó a su casa poco antes de medianoche. Entró con su llave y se quitó las botas en el vestíbulo para no hacer ruido mientras iba hacia la cocina. Allí encontró un plato de carne fría, pan recién horneado, mantequilla y encurtidos, y una nota de Charlotte. El hervidor estaba junto al fogón y sólo había que moverlo, dentro el agua ya estaba caliente. La tetera estaba sobre el hornillo, y junto a ella la cajita del té —esmaltada con adornos de flores— y una cucharilla.

Estaba a medio comer cuando se abrió la puerta y entró Charlotte, pestañeando a la luz, con el pelo por los hombros en una cascada color caoba. Vestía una bata vieja de lana azul con bordados, y cuando besó a Pitt éste notó el aroma a jabón y sábanas tibias.

—¿El caso es importante? —preguntó ella.

Pitt la miró: no había en su pregunta ningún asomo de su habitual perspicacia o de sus apenas disimuladas ganas de entrometerse, proceso en el cual más de una vez había tenido un éxito notable.

—Sí, han asesinado a un diputado —respondió Pitt, terminando su rebanada de pan y encurtidos. No le apetecía contarle los detalles macabros, porque esta noche su intención era olvidarse de todo.

Ella pareció sorprendida, pero menos interesada de lo que él había esperado.

—Debes de tener frío. ¿Has averiguado algo? —Ni siquiera le miró mientras se servía té. Se sentó en una silla. ¿Estaba actuando falsamente? En tal caso, no era propio de ella; ella sabía que no se le daba bien.

—Charlotte.

—¿Sí? —Sus ojos eran gris oscuro a la luz de la lámpara, y parecían inocentes.

—No, no he averiguado nada.

—Ah. —Parecía inquieta, pero no interesada.

—¿Ocurre algo? —preguntó él, súbitamente nervioso.

—¿Has olvidado la boda de Emily? —dijo ella con los ojos muy abiertos.

Entonces él comprendió toda su excitación, la preocupación de que todo estuviera en orden, su soledad al pensar que Emily se marchaba, la envidia por lo atractivo y lo romántico de la boda, y la dicha que sentía por su hermana. Habían compartido muchas cosas juntas y eran más que hermanas, se complementaban a la perfección.

Pitt le cogió la mano. El gesto mismo era una admisión, y ella lo supo antes de que él hablara.

—Pues lo había olvidado, no la boda pero sí que era este viernes. Lo siento.

La decepción asomó a la cara de ella como la sombra de una nube. Al momento lo dominó.

—Vendrás, ¿verdad, Thomas?

Hasta ese momento él no había estado seguro de que ella lo deseara así. Emily se había casado en primeras nupcias muy por encima incluso de la posición confortable de clase media de sus padres, convirtiéndose en lady Ashworth, con una más que considerable riqueza. Tras enviudar recientemente, ahora se proponía casarse con Jack Radley, un caballero de indudable buena cuna que no tenía un céntimo. Charlotte había hecho algo inclasificable al casarse con un policía, ¡con un nivel social equiparable al desratizador y el lacayo!

Los Ellison habían tratado siempre a Pitt con cortesía. Pese a que ella había perdido todo su antiguo círculo social, sabían que Charlotte era feliz. Emily le regalaba vestidos usados (alguno nuevo de vez en cuando), les compraba cosas bonitas siempre que el tacto lo permitía, y compartía con Charlotte la diversión y la tragedia, el peligro y el triunfo de los casos de Pitt.

Con todo, Charlotte podría haberse alegrado en secreto si él no hubiera podido asistir a la boda, temiendo miradas de superioridad por sus posibles meteduras de pata. Por otra parte, las diferencias entre el antiguo mundo de ella y el de él eran sutiles pero inconmensurables.

—Sí, al menos un rato. Es posible que no pueda quedarme mucho.

—¡Pero puedes venir!

—Sí.

Charlotte se relajó e incluso le sonrió cogiéndole una mano.

—¡Estupendo! Significa mucho para Emily, y también para mí. La tía abuela Vespasia irá. Verás mi nuevo vestido; no es nada extravagante, pero sí muy especial.

Pitt se tranquilizó al fin, soltando todos los nudos que sentía a medida que la oscuridad se desvanecía. Era tan normal, tan increíblemente trivial: el tono de una tela, el arreglo de un vestido, el número de flores en el sombrero. Era ridículo, inmensamente insignificante… ¡y el colmo de lo sensato!