2

Charlotte Pitt no se había enterado aún del asesinato en Westminster Bridge, en ese momento estaba totalmente absorta en una reunión a la que asistía. Era la primera vez que participaba en una asamblea de aquellas características. La mayoría de los allí reunidos tenía poco en común aparte de estar interesados en la representación de las mujeres en el Parlamento. La mayoría no había pensado más allá de la utópica posibilidad de que las mujeres pudieran llegar a emitir un voto, pero un par de seres excepcionales habían concebido la idea de que la mujer pudiera llegar a ser miembro de tan augusto cuerpo. Una mujer en concreto se había ofrecido incluso para ser elegida. Por supuesto, se había hundido sin dejar rastro, una broma del peor gusto.

Charlotte estaba sentada en la fila posterior de una atestada sala de conferencias observando al primer ponente, una enérgica joven de facciones duras y manos enrojecidas, que ahora se puso en pie haciendo que los murmullos se extinguieran.

—¡Hermanas! —La palabra sonó extraña en medio de aquel grupo tan heterogéneo. Delante de Charlotte una mujer elegantemente vestida de seda verde encorvó un poco los hombros, apartándose del contacto y la complicidad con aquellas mujeres cuya proximidad se veía obligada a aceptar—. ¡Todas estamos aquí por la misma razón! —prosiguió la joven del estrado, su modulada voz algo endurecida por un fuerte acento del norte—. ¡Todas creemos que deberíamos tener voz sobre el modo de regir nuestras vidas, sobre qué leyes se aprueban y quién las hace! Cualquier clase de hombre tiene la oportunidad de elegir sus diputados, y si quiere ser elegido, ese diputado ha de responder ante el pueblo. La mitad del pueblo, hermanas, sólo la mitad: ¡la mitad de los ciudadanos!

Siguió hablando durante diez minutos, pero Charlotte sólo escuchaba a medias. Ya conocía los argumentos y le parecían irrefutables. Sólo había acudido para ver hasta qué punto había un respaldo y la clase de mujeres que asistían más por convicción que por curiosidad. Gran parte de ellas iba sobriamente vestida en tonos apagados y el corte de sus abrigos y faldas no era elegante sino pensado para soportar el paso de muchas modas. Algunas vestían chales sobre los hombros, pero no como detalle decorativo. Eran mujeres corrientes cuyos maridos debían de ser oficinistas o comerciantes, siempre tratando de ajustar las cuentas a final de mes. Las había más elegantes; unas cuantas jóvenes y bonitas, otras matronas de grandes pechos cubiertos por pieles y cuentas, y con sombreros empenachados.

Pero lo que más le interesaba a Charlotte eran sus caras, las expresiones fugaces que aparecían mientras escuchaban las ideas que casi toda la sociedad consideraba revolucionarias, antinaturales y ridículas o peligrosas, según su percepción de los cambios que de ellas pudieran surgir.

En algunas veía interés, incluso el brillo de la fe. En otras había confusión: la idea era demasiado ambiciosa, requería un rompimiento demasiado radical con las enseñanzas innatas de madres y abuelas, un modo de vida no siempre cómodo pero cuyas penurias eran al menos conocidas. En otras había burla y aversión, y también miedo al cambio.

Una cara en concreto atrajo su atención, redonda pero delicada, inteligente, curiosa, muy femenina, y con una quijada fuerte y obstinada. Fue su expresión lo que atrajo a Charlotte, la mezcla de maravilla y duda, como si nuevas ideas estuvieran penetrando en la mente de aquella mujer suscitando grandes preguntas. Tenía la mirada fija en la oradora, ansiosa por no perderse una sola palabra. Parecía ajena a las mujeres que se agolpaban a su alrededor; en efecto, cuándo una de ellas le dio un empujón involuntario y la pluma de un elegante sombrero rozó su mejilla, la mujer no hizo más que parpadear sin molestarse en desviar la mirada.

Con el tercer orador, una mujer delgada y de aspecto más que serio, empezaron las provocaciones. Si el tono era todavía moderadamente bondadoso, las preguntas eran punzantes.

—¿Dice usted que las mujeres saben tanto como los hombres sobre negocios? Eso no dice mucho en favor de su hombre, ¿verdad?

—¡Eso será si lo tiene!

Se oyeron carcajadas, entre agrias y compasivas: una mujer soltera era, a juicio de la mayoría, alguien que había fracasado en su objetivo primordial.

La mujer del estrado dio un ligero respingo, o así se lo pareció a Charlotte. Estaba habituada a esta clase de mofas.

—Y usted, ¿tiene marido? —le espetó la oradora sabiendo ya la respuesta—. ¿E hijos?

—¡Pues claro que sí! ¡Diez niños tengo!

Más carcajadas.

—¿Tiene criada, cocinera, otros sirvientes? —preguntó la oradora.

—¡Por supuesto que no! ¿Qué se ha pensado que soy? Tengo una chica que viene a fregar los suelos.

—Entonces lleva la casa usted sola.

Se produjo un silencio y Charlotte miró a la mujer de rostro notable y vio que ya había comprendido lo que pretendía la oradora. Su cara expresaba satisfacción.

—¡Desde luego que sí!

—Las cuentas de la casa, el presupuesto, comprar la ropa, educar a diez hijos… Yo creo que usted sabe mucho de negocios… y de personas. Hasta me atrevería a decir que sabe juzgar a las personas. Sabe cuándo le están mintiendo, cuándo alguien trata de sisarle con el cambio o venderle una mercancía pasada, ¿me equivoco?

—Sí, bueno… —concedió la mujer. Todavía no estaba dispuesta a rendirse, al menos delante de tanta gente—. ¡Eso no significa que sepa gobernar un país!

—¿Y su marido sí? ¿Sabría él gobernar un país? ¿Sabría llevar la casa, por ejemplo?

—¡No es lo mismo!

—¿Él tiene voto?

—Claro, pero…

—¿Y la opinión de usted no vale tanto como la suya?

—¡Mi querida señora! —irrumpió otra voz, sonora y llena de desdén. Las cabezas se volvieron hacia la portadora de un sombrero color ciruela—. Estoy segura de que es una experta en comprar patatas para su familia y en valorar los gastos de la semana. ¡Pero no me diga que eso es lo mismo que elegir un primer ministro!

Hubo risas ahogadas y alguien gritó «Bravo, bravo».

—Nuestro sitio está en casa —dijo la del sombrero de ciruela, cobrando ímpetu—. Las labores domésticas se cuentan entre nuestros dones, y en cuanto que madres, por supuesto que sabemos educar a los hijos; son instintos que nacen en nosotras durante el embarazo. Dios ha dispuesto el mundo así. Pero nuestras opiniones sobre asuntos de finanzas, política exterior y asuntos de Estado son absolutamente negadas. Ni la naturaleza ni Dios pensaron que habíamos de meternos en estos berenjenales. Y si intentáramos ir en contra de eso, nos robaríamos a nosotras mismas y a nuestras hijas nuestro sitio en la sociedad y el respeto que nos deben nuestros hombres.

Hubo nuevos murmullos de aprobación, tímidos aplausos.

La mujer del estrado parecía exasperada por lo irrelevante de la argumentación.

—¡No la estoy proponiendo para primer ministro! —dijo bruscamente—. ¡Lo único que digo es que tiene tanto derecho como el mayordomo o el pollero de la esquina a elegir quién va a representarle en el Parlamento! ¡Y que su discernimiento para juzgar a las personas es tan válido como el de cualquiera!

—¡Oh! ¡Será impertinente! —La mujer del sombrero ciruela estaba escandalizada; su cara se ensombreció y su gruesa papada vibró mientras trataba de encontrar palabras hirientes para replicar.

—¡Tiene usted toda la razón! —De repente, la mujer que había cautivado a Charlotte rompió el silencio. Tenía una voz ronca pero agradable; tanto su dicción como su pose revelaban que procedía de buena familia—. La opinión de las mujeres sobre las personas es tan buena como la de los hombres; en conjunto, yo diría que incluso mejor. ¡Y no se necesita nada más para opinar sobre quién va a ser nuestro representante en el Parlamento!

Todo el mundo se volvió para mirarla y la mujer se ruborizó, pero eso no le impidió proseguir.

—Estamos maniatadas por las leyes; yo creo que sería justo que tuviéramos voz a la hora de decidir sobre el particular. Yo…

—¡Está usted en un error! —Una voz más profunda la interrumpió, voz de contralto de una mujer muy corpulenta, con un collar de azabache sobre el pecho y un bonito alfiler en la solapa—. La ley, pensada por hombres a los que usted desdeña, es nuestra máxima protección. Como mujer a usted la protege su marido, o caso de ser soltera, su padre; él se ocupa de sus necesidades espirituales y terrenas; él ejerce su sabiduría para ganar el sustento, sin el menor esfuerzo por parte de usted; se encarga de su bienestar. Si usted infringe la ley o se endeuda, es él quien responde ante los magistrados y quien dará satisfacción a los acreedores. Me parece justo que sea también él quien proyecte las leyes, ¡o que elija a quienes las hacen!

—¡Tonterías! —exclamó Charlotte. No podía contenerse por más tiempo—. Si mi marido se endeuda, ambos pasaremos hambre. Si cometo un delito puede que la gente en general le mire con malos ojos, pero seguro que seré yo quien vaya a la cárcel, no él. Y si yo mato a alguien, ¡es a mí a quien cuelgan!

Fue como si todos hubiesen contenido el aliento, sorprendidos ante lo innecesario de aquella rudeza.

Charlotte no se arredró; había querido dar el golpe, y la sensación de éxito era muy estimulante.

—Estoy de acuerdo con la señorita Wutherspoon; las mujeres tenemos tanto ojo para juzgar a las personas como los hombres. ¿Qué puede ser más importante en la vida que decidir con quién se casa uno? ¿Y qué es lo que impulsa a un hombre a decidirse, si de él depende?

—Una cara guapa —respondió una hoscamente.

Otra dio una respuesta menos fina, provocando las risas.

—Belleza, atractivo. —Charlotte respondió a su propia pregunta antes de que perdiera el hilo—. A menudo son halagos, y el color de sus ojos o la forma que tiene de reír. Una mujer siempre escoge al hombre que podrá mantenerla, a ella y a sus hijos. —Dio un pequeño respingo ante su doblez; ella había escogido a Pitt porque la intrigaba, la hechizaba y la asustaba con su franqueza, la hacía reír, la encendía con su aversión a la injusticia, y porque además de amarle confiaba en él. Que fuera social y económicamente un desastre, y así quisiera seguir, no había influido para nada en su decisión. Pero le constaba que la mayor parte de las mujeres tenía más sentido común. Había seguido adelante a pesar de todo, en particular de su antiguo amor por su cuñado Dominic, de lo que se sonrojó, pero el rubor quedó oculto por el tono subido de su entusiasmo.

»Los hombres pueden embarcarse en toda clase de aventuras y arrostrar los resultados, pase lo que pase, pero las mujeres siempre buscamos las consecuencias, sabiendo que los hijos han de comer e ir vestidos, que necesitan un hogar seguro no sólo hoy y mañana sino el año que viene y dentro de diez años. La mujer es menos imprudente. —Pensó en todas las mujeres sabias y valientes que había conocido, y en los riesgos que tanto ella como Emily habían arrostrado—. Cuando se acaban los gritos y las heroicidades, ¿quién es la que cuida al enfermo, entierra a los muertos y empieza de cero? ¡La mujer! Nuestras opiniones deberían contar, nuestro juicio sobre la honestidad o valía del hombre que ha de representarnos debería pesar también en la balanza.

—¡Tiene toda la razón! —exclamó la señorita Wutherspoon desde el estrado—. Y si los parlamentarios hubieran de rendir cuentas a las mujeres además de a los hombres para ser elegidos, ¡no habría las injusticias que ahora hay!

—¿Qué injusticias? —Quiso saber alguien—. ¿Qué necesita una mujer decente que no tenga ya?

—Ninguna mujer normal quiere exponerse al ridículo —dijo la del sombrero ciruela con tono de indignación—, desfilando para que la gente la acepte o la rechace, implorando que la escuchen, que la elijan, que crean en sus opiniones o confíen en su intuición sobre temas de los que no sabe nada de nada. La señora Taylor es el hazmerreír, y lejos de ser amiga de las mujeres, es más bien nuestro peor enemigo. ¡Ni la doctora Pankhurst[1] querría dejarse ver con ella en público! Candidatas al Parlamento, ¡pero bueno! Cualquier día acabaríamos convertidas en brujas, como esa Ivory, que ha abandonado toda la decencia y la contención que son esenciales para la mujer y la sociedad, ¡qué digo!, y para la civilización también.

Se oyeron exclamaciones de aprobación y también siseos y protestas. Algunas pedían incluso que las traidoras a la causa abandonaran la sala y volvieran a sus habitaciones de niños o cualesquiera sitios cerrados donde vivieran.

Una mujer gorda con vestido de fustán levantó su paraguas con tan mala fortuna que el casquillo del mismo se enganchó en las faldas de una sirvienta de edad. Se oyó un grito de alarma. La sirvienta, pensando que la agredían por sus críticas a la del sombrero de ciruela, blandió su bolso golpeando la cabeza de la mujer de fustán, y la melé resultante poco tuvo que ver con el ejercicio del derecho al privilegio o la responsabilidad, y menos aún con el Parlamento.

No queriendo verse involucrada en una riña, Charlotte se escabulló. Había andado unos metros hacia la salida posterior cuando vio a la mujer que le había llamado la atención. Estaba de espaldas y no reparó en Charlotte, atraída su atención por un cabriolé aparcado junto a la acera. La mujer discutía acaloradamente con un hombre delgado y elegante cuyo pelo rubio brillaba casi blanco al sol. Era obvio que estaba muy enfadado.

—Querida Parthenope, esto es indecente y, para serte franco, un poco ridículo. Me decepcionas dejándote ver en un sitio como éste, ¡y me disgusta que tú no te hayas dado cuenta!

Charlotte no podía ver la cara de la mujer, pero su voz reflejaba un conflicto de emociones.

—Me dan ganas de responderte con la disculpa más obvia, Cuthbert, y decir que ahí dentro no me conoce nadie. Pero eso carece de importancia.

—Por supuesto. El riesgo…

Ella le interrumpió.

—¡No estoy hablando de riesgos! Si a mí me interesa que las mujeres tengan representación en el Parlamento, ¿qué le importa a nadie?

—¡Ya tienen representación! —El hombre estaba exasperado, y su cara reflejó un destello de impaciencia—. ¡Estás excelentemente representada por los actuales miembros de la Cámara! Por el amor de Dios, ¡no legislamos sólo para nosotros! ¿A quién has estado escuchando? ¿Has vuelto a ver a esa maldita Ivory? ¡Te dije claramente que no me gustaba! ¿Por qué insistes en desobedecerme? Esa mujer es una arpía, una desequilibrada que encarna las cosas más deplorables de una mujer.

—¡Pues no la he visto! —La voz de Parthenope era grave, pero tenía la intensidad de la cólera—. Te dije que iría a verla, y no lo he hecho. Pero no dejaré de escuchar la opinión de la gente sobre la posibilidad de que la mujer tenga algún día derecho al voto.

—Entonces quédate en casa; lee artículos, si hace falta, aunque eso no ocurrirá nunca. Es innecesario e improcedente. Los intereses de la mujer ya están debidamente representados, ¡y todas las mujeres de sentido común lo saben muy bien!

—¡Claro! —repuso ella con dureza y agudo sarcasmo—. ¡Será que yo no tengo sentido común! Sólo el que hace falta para gobernar una casa con ocho sirvientes, ocuparse de la contabilidad, mantener la disciplina y el orden y la camaradería, educar y enseñar a mis hijos, recibir a nuestros amigos negociantes y parlamentarios y procurarles buenas comidas en un ambiente agradable, y procurar que nadie se ofenda, se encuentre a disgusto, excluido, y mantener conversaciones agradables, ingeniosas pero jamás ofensivas, y nunca, nunca, aburrir. ¡Y naturalmente estar hermosa mientras tanto! ¡Supongo que eso no me da competencia para decidir cuál candidato debería representarme en el Parlamento!

La cara del hombre rubio estaba contraída, sus ojos echaban chispas.

—¡Parthenope! ¡No digas tonterías! —dijo entre dientes—. Te prohíbo que te empeñes en discutir en la vía pública. Nos vamos a casa, ¡de donde no deberías haber salido!

—Por supuesto. —Ella no gritaba todavía, pero estaba rígida de furor—. Quizá cuando me tengas allí te molestarás en cerrar la puerta.

Él la cogió por los brazos, pero ella no ofreció resistencia.

—Parthenope, no tengo el menor deseo de restringir tus actividades ni de ser rudo contigo. ¡Tú ya lo sabes! Además, eres brillante llevando la casa. Siempre lo he dicho, y te agradezco profundamente todo lo que haces. Eres la esposa perfecta en todos los sentidos… —Pero seguía perdiendo la batalla; ella no quería halagos, ni siquiera reconocimiento—. Maldita sea, ¡no se trata de seleccionar una criada! En eso no tienes rival, ¡pero elegir un miembro del Parlamento es absolutamente distinto!

—¿De veras? —Ella levantó las cejas—. No me digas. ¿No te gustaría que tu diputado fuera honrado a carta cabal, de sólidas convicciones morales, discreto cuando hace falta, leal a su causa y competente en su trabajo?

—¡Lo que no quiero es que saque el polvo a los muebles o pele patatas!

—¡Vaya, Cuthbert! —Sabía que sólo había ganado esa batalla, no la guerra.

Él no había cambiado de parecer, ni probablemente lo haría nunca. Seguía empeñado en hacerla subir al cabriolé y abandonar la zona antes de que llegara alguien que pudiera reconocerlos. Ella cedió y dejó que la ayudara a subir al coche. Charlotte vio su rostro inteligente y obstinado, la confusión reflejada en sus rasgos; las nuevas ideas no podrían ser extinguidas, pero tampoco podrían negarse las viejas lealtades. Parthenope miró a su marido con áspera e irresoluta ansiedad.

Después, el hombre montó a su lado y cerró la portezuela. Charlotte salió de las sombras y caminó por la acera como si en ese momento hubiera abandonado la sala.