23.LA HORA DEL CAOS

LOS habitantes de todas las ciudades elementales se echaron a la calle. No había una sola población elemental en la que no hubiese tenido lugar aquel desconcertante, a la vez que alarmante, suceso. Tanto en las capitales —Hiddenwood, Bubbleville, Blazeditch y Windbourgh—, como en ciudades de menor importancia como Fernforest, Lagoonoly, Dracosburgo o Burninton Village, por citar algunas, tuvieron lugar aquellas simultáneas explosiones.

Al principio, nadie comprendía por qué los espejos de sus hogares habían reventado como si alguien los hubiese golpeado con una maza. Y lo mismo ocurrió con los espejos de escuelas, comercios y los de cualquier otro lugar. Con el paso de los minutos, su extrañeza inicial se fue convirtiendo en un temor desaforado. Por lo pronto, las comunicaciones habían quedado cortadas en el mundo elemental, y eso comenzó a sembrar el pánico entre los hechiceros.

Lejos del mundo de la magia, en las restantes ciudades del mundo las personas quedaron horrorizadas al ver cómo sus espejos quedaban hechos trizas. Muchos de ellos eran supersticiosos y gritaban desesperados que aquello les traería siete años de mala suerte. No podía decirse que anduviesen muy desencaminados en sus afirmaciones, pues la ausencia de la Flor de la Armonía sembraría el caos en todo el mundo, ya fuera mágico o no.

La noticia de la ruptura de los espejos no tardó en llegar a oídos de los miembros del Consejo de los Elementales. Tan pronto estuvieron de vuelta en la capital del Aire, se toparon con un ambiente enrarecido y las gentes protestando en las calles. A los mercados les resultaría imposible abastecerse correctamente y pronto habría escasez de determinados productos. La comida era una de las principales preocupaciones. Tenían un serio problema con las comunicaciones elementales.

También constataron que en la escuela de Windbourgh había cierta conmoción, pues a la gran mayoría de los aprendices les sería imposible regresar a sus hogares ahora que el curso llegaba a su fin. Iba a suponer todo un reto hacer llegar a sus respectivas casas a los alumnos de las distintas ciudades del elemento Aire, así como a aquellos que estaban de intercambio.

Quien estaba verdaderamente abatido era Elliot. Cuando llegó a la escuela, lo último que le apetecía era tener una reunión con los miembros del Consejo. Se había pasado casi todo el vuelo de vuelta postrado sobre la alfombra dorada, pensando en su amigo Goryn.

Con los ojos enrojecidos, recordó aquel día en las gélidas aguas del lago Saint Jean cuando lo vio por primera vez. Estaba en el campamento de Schilchester y fue él quien le adentró en el mágico mundo de los elementales. Él había intercedido por su persona, cuando Aureolus Pathfinder sugería que no volviese a casa mientras no se aclarase su situación. Había sido su maestro de Naturaleza en la escuela de Hiddenwood, preocupándose constantemente por su bienestar. Recordó sus fresones mágicos y todos aquellos gratos momentos que había pasado con él…

También estaba muy triste por las muchas cosas que había ido averiguando a lo largo de aquel intenso año. Hasta entonces, desconocía completamente los detalles que envolvían el oscuro pasado de la estirpe de los Lamphard. Sin duda era una carga insoportable que el bueno de Goryn había tenido que llevar sobre sus espaldas desde el día en que accedió por primera vez al sótano de su mansión. Él no tenía la culpa de nada y, sin duda motivado por el deseo de salvar el honor de su familia, se había visto en la obligación de enfrentarse a Tánatos cara a cara. Sin posibilidad alguna, se había enfrentado a una muerte segura, y Elliot lloró por ello.

Pinki no comprendía el motivo exacto de la tristeza de su amo, pero intuía que algo importante había acontecido. Por eso no podía apartar su mirada compasiva del muchacho. Ni siquiera cuando accedieron al elegante despacho de Mathilda Flessinga. Elliot sintió cómo se le revolvía el estómago al ver los cristales del espejo esparcidos por la alfombra que cubría el suelo de la estancia. Cada vez que veía una escena similar, se acordaba de Goryn.

Ciertamente, los cuatro grandes elementales eran conscientes de que la caída de la Flor de la Armonía había propiciado la desaparición del Oráculo y, de alguna manera, percibían el vacío que había dejado. Al margen de los muchos temas que tendrían que tratar a partir de aquel instante, era preciso tener unas palabras con la última persona que había hablado con el Oráculo. Y esa persona no era otra que Elliot Tomclyde.

—Goryn ha sido un excelente elemental toda su vida —afirmó Magnus Gardelegen, rompiendo el sepulcral silencio que reinaba en la habitación—. Siempre estuvo dispuesto a ayudarnos en cualquier labor, sobre todo para acabar con Tánatos. Hasta hace bien poco, él era el único que conocía su secreto, un secreto que albergaba en lo más profundo de su corazón y que, tarde o temprano, podía llevarle a enfrentarse con Tánatos.

—Qué injusta es la vida —protestó Cloris Pleseck entre lágrimas. Ella conocía especialmente a Goryn, pues estaba al mando de la escuela de Hiddenwood y había tenido un trato muy directo con él—. Me siento responsable de su muerte…

—De ninguna manera, Cloris —la interrumpió Úter Slipherall, que también se hallaba presente—. Si alguien tiene alguna responsabilidad en ese tema, ése soy yo. Fui quien propuso avisarle del problema al que nos enfrentábamos.

—Amigos, nadie tiene la culpa de lo sucedido —dictaminó Magnus Gardelegen con solemnidad, tomando el mando de la situación—. En los momentos difíciles hay que tomar decisiones comprometidas, y Goryn lo hizo. Sin lugar a dudas, en su fuero interno estaría convencido de que algún día habría de verse las caras con Tánatos. Y, conociéndole, estoy convencido de que él ansiaba ese enfrentamiento.

Ni Cloris Pleseck ni Úter Slipherall ni ninguna otra persona… Elliot sabía que había sido él quien entró en la mansión de los Lamphard y descubrió el sótano oculto en la biblioteca. El espejo le había transmitido una información y había llegado hasta el despacho secreto de Weston Lamphard en el Manaslu. Por si fuera poco, había regresado a la casona para que la gárgola terminase de poner patas arriba el secreto de los Lamphard.

—Nos enfrentamos a un hecho sin precedentes y me atrevo a decir que estamos ante la peor crisis de toda la historia elemental —prosiguió Magnus Gardelegen. Su larga barba blanca y las arrugas que surcaban su rostro le hacían más viejo que nunca—. Por si fuera poco, desgraciadamente, nos enfrentamos a un enemigo poderosísimo. No obstante, antes de ponernos a debatir y tomar cualquier decisión, necesitamos hablar contigo, Elliot. —El muchacho alzó la cabeza—. Si no me equivoco, tú fuiste la última persona que habló con el Oráculo…

Elliot asintió.

—Sospecho que tenía algo muy importante que decirte. De lo contrario, no te habría llamado con ese carácter de urgencia…

El muchacho volvió a hacer un gesto afirmativo y suspiró.

—Sabía lo que iba a pasar —reveló Elliot con pesar—. Sabía que la Flor de la Armonía iba a caer y que su final estaba cerca.

Los miembros del Consejo se miraron extrañados. Así pues, consciente de la amenaza que se cernía sobre el mundo elemental, había decidido confiar en Elliot antes que en ellos.

—Si lo que dices es cierto, cosa que no pongo en duda, intuyo que el Oráculo te ha encomendado una misión —adivinó Aureolus Pathfinder—. No veo otro motivo para que te llamara a su presencia…

El muchacho asintió.

—Sí… Debo buscar las cuatro Piedras Elementales.

—¿Las Piedras Elementales? —inquirió Mathilda Flessinga—. Pero…

—Me ha dicho que para eso me trajo la Madre Naturaleza al mundo elemental, que ésa es la principal razón por la que recibí el don sobre los cuatro elementos —reveló Elliot.

—Tiene sentido —aseveró Aureolus Pathfinder, ante la mirada de Magnus Gardelegen—. ¿No te ha encomendado nada más?

—¡Por favor, Aureolus! —exclamó Cloris Pleseck a sus espaldas—. ¿No te parece suficiente que el muchacho tenga que hacer frente a esa misión… él solo?

—No estará solo —anunció Úter, acercándose hasta su tataranieto—. Yo le acompañaré a cualquier lugar que haga falta.

Magnus Gardelegen sonrió, al tiempo que veía la alegría reflejada en el rostro del joven.

—¡Úter! —exclamó Elliot, haciendo que Pinki saltase de su hombro. Le hubiera dado un abrazo al fantasma de buena gana.

—No pensarías que iba a dejarte solo ante el peligro… Además, tengo la sensación de que ésta es la misión de mi vida. Si he esperado tanto tiempo, debe de ser por algo tan importante como esto, ¿no crees? —le dijo su tatarabuelo, guiñándole un ojo—. Por otro lado, creo que por ahí hay un duende que tampoco estaría dispuesto a perderse una aventura así…

—Obviamente, contaréis con la ayuda del Consejo de los Elementales, aunque trabajo no nos va a faltar… —reconoció Magnus Gardelegen.

—No es por ser aguafiestas —interrumpió Aureolus Pathfinder, retomando el tema—, pero no creo que Tánatos os vaya a poner las cosas fáciles a vosotros dos.

—¡No lo pongo en duda! —respondió Úter—. Nadie ha dicho que sea una misión fácil. A Tánatos le ha llevado muchísimo tiempo conseguir su objetivo, como para que ahora vayan a acabar con su sueño de un plumazo.

Pathfinder se mesó la barba, meneando su cabeza.

—Creo que no me has entendido, Finías —dijo, haciendo especial énfasis en el verdadero nombre del fantasma—. Tanto Elliot como tú le habéis amargado bastante la vida… Sinceramente, no creo que Tánatos piense en las Piedras Elementales ahora mismo. Acaba de conseguir su sueño y, como es natural, disfrutará del momento. Eso es algo que supone una pequeña ventaja. De todas formas, me da en la nariz que, ahora que ha conseguido su principal objetivo, tratará de haceros sufrir todo lo que pueda. Te recuerdo que odia especialmente a vuestra familia…

El rostro de Elliot cambió por completo.

—¡Mis padres! —gritó—. ¡Mis padres también son Tomclyde! ¡Puede que estén en peligro!

—Es verdad, Elliot —reconoció Mathilda Flessinga en un tono preocupantemente sosegado—. De todas formas, estate tranquilo porque es muy improbable que Tánatos vaya ahora a Hiddenwood a buscar a tus padres. No obstante, no me cabe la menor duda de que en algún momento lo hará.

—Al igual que las demás ciudades elementales, Hiddenwood ha dejado de ser un lugar seguro —sentenció Cloris Pleseck.

—Entonces…

—Lo que dice Cloris es cierto, Elliot —comentó Úter—. A partir de ahora, ningún Tomclyde estará seguro en el mundo elemental.

—Pero… En algún lugar tendremos que vivir. No podemos ser fugitivos eternamente.

Fue Magnus Gardelegen quien tomó la palabra en esta ocasión, adoptando un tono paternal.

—Pienso que, tal como están las cosas en el mundo elemental, lo más seguro para vosotros es que regreséis a Quebec —sugirió—. Al menos, tus padres no quedarán tan expuestos…

—¿A Quebec? —protestó Elliot—. ¡No podemos escondernos en estos momentos!

—Tampoco debéis lanzaros alocadamente a por las Piedras… —le contestó Pathfinder.

—Por lo pronto, será mejor que regreséis cuanto antes a Hiddenwood —anunció Magnus Gardelegen—. Mathilda, no creo que suponga un gran inconveniente que Elliot se quede con esa alfombra, ¿verdad?

—En absoluto. Cuanto antes llegue a Hiddenwood, mejor. Además, tengo la impresión de que la demanda de alfombras y escobas va a subir como la espuma.

—Sin duda. Es preciso reconstruir el entramado de espejos tan pronto como sea posible —reconoció el mayor de los elementales—. En ese caso, Elliot, te aconsejaría que partieses cuanto antes. Te espera un largo viaje hasta la capital del elemento Tierra.

—Yo regresaré con él —anunció Úter—. Y, ya que vamos a Hiddenwood, creo que podríamos hacerle un hueco a Gifu…

No era el mismo Hiddenwood de siempre. De eso se dieron cuenta nada más sobrevolar la ciudad. Los primeros efectos del caos se empezaban a notar en las calles de la capital. Si bien es cierto que muchos de sus habitantes no eran conscientes de lo que había sucedido en realidad, la mayoría se temía ya lo peor.

La ausencia de Cloris Pleseck, la ruptura de los espejos… Los rumores empezaban a correr y el nerviosismo era latente. Elliot lo percibió nada más cruzar la puerta de su casa.

—¡Oh, Elliot! —exclamó su madre, abrazando fuertemente a su hijo hasta dejarle sin respiración—. ¡Estábamos tan preocupados por ti! ¡Pensaba que te había sucedido algo!

—Tranquila, mamá —dijo Elliot—. Como ves, estoy bien.

—Corren rumores desde la ciudad de Windbourgh. ¡Son noticias horribles!

—Lo sé…

—Entonces, ¿es cierto que la Flor de la Armonía ha caído? —inquirió el señor Tomclyde, dando un abrazo protector a su mujer.

—Me temo que sí, Mark —afirmó el fantasma a espaldas de Elliot.

—¿Qué va a ser del mundo elemental entonces?

El fantasma arqueó las cejas. Ciertamente, aquello era un misterio.

—Ojalá lo supiese. Ojalá… —reconoció Úter—. Por lo pronto, me temo que no tendréis más remedio que abandonar la capital y regresar a Quebec.

—¿Por qué a Quebec? —protestó la señora Tomclyde—. Estamos bien aquí. La señora Pobedy…

—Así lo estima conveniente el Consejo de los Elementales —informó Úter—. Es por vuestra seguridad.

—Es por ese tal Tánatos, ¿verdad? —adivinó la madre de Elliot.

—Hiddenwood ha dejado de ser un lugar seguro, mamá —dijo el muchacho, restando importancia a todo lo demás—. Estaréis más cómodos y más seguros allí. No es más que…

—¿«Estaréis»? ¡Cómo que «estaréis»! —bramó la señora Tomclyde—. ¿Acaso tú vas a algún otro sitio?

—No, Elliot también irá con vosotros —se adelantó Úter, mirando de reojo a su tataranieto. No era el momento más adecuado para hablar de ciertos temas. Sería mejor dejarlo para más adelante.

Pinki se posó sobre el hombro de su amo.

—¿Ha llegado alguna carta para mí por Buzón Express? —preguntó Elliot entonces, cambiando de tema—. ¿Algo de la escuela?

—Estamos sin correo —advirtió el señor Tomclyde—. Nada funciona correctamente desde que los espejos se desintegraron…

Era lógico. El buen funcionamiento de Buzón Express estaba intrínsecamente relacionado con los espejos. ¡Era otro síntoma del caos reinante! Entonces no tenía noticias de sus amigos. ¿Qué habría sido de Eloise? ¿Y de Eric?

Como si le hubiese leído el pensamiento, su madre anunció de pronto:

—De todas formas, tu amigo Eric se pasó por aquí esta mañana… y me dejó esta nota para ti.

Elliot tomó el pequeño papel doblado de manos de su madre y se apresuró a leer su contenido. El mensaje era muy escueto. Su amigo le decía que debía marcharse a Fernforest con su familia. Sin lugar a dudas, a estas alturas, sus padres estarían más que preocupados. Ni siquiera habían podido formalizar su elección, que había quedado pospuesta para más adelante, por lo que tenía libertad total por el momento. «Si hay algo que podamos hacer, no dudes en contar conmigo», fueron las palabras con las que se despedía el bueno de Eric.

Todo había sucedido de una manera tan precipitada…

No podía quitarse de la cabeza la apresurada despedida de Coreen en Windbourgh pero, en verdad, su amigo no habría podido hacer nada para impedir la destrucción de la Flor de la Armonía. Ahora bien, ¿podría ayudarle a hacerse con alguna de las Piedras Elementales? Estaba seguro de que Coreen lo haría encantado; además, había prometido que le avisaría. ¿Y Merak?, seguían sin noticias del gnomo.

Lo habían comentado en el viaje de regreso. A ninguno le cabía la menor duda de que le había sucedido algo, y estaban dispuestos a averiguarlo tan pronto fuese posible. Ahora, lo más importante era hacer las maletas y dejar a sus padres en Quebec. Aquella ciudad en la que había disfrutado de las batallas de bolas de nieve, de los carnavales de invierno y de la figura de Bonhomme. Aquella ciudad que, como tantas otras en el mundo, vivía ajena al mundo de los elementales. Pronto, muy pronto, no tardarían en percibir que algo extraño sucedía en el mundo.

No se demoraron mucho en preparar el equipaje, que debía ser lo más liviano posible. Poco podían aprovechar, pues ni siquiera las túnicas les serían útiles en la ciudad canadiense.

Incluyeron alguna que otra cosa de valor, así como el antiguo medallón de la familia. Y aquella misma noche, silenciosa y ocultamente, la familia Tomclyde abandonó su acogedora vivienda de la ciudad de Hiddenwood, rumbo a Quebec. No se despidieron de nadie; ni siquiera de la señora Pobedy. No era conveniente dejar rastro alguno sobre su paradero. De esa manera, si alguien preguntaba por ellos, nadie podría proporcionar información alguna. Sencillamente, habrían desaparecido de la faz de la Tierra.