21.EL ASEDIO

CON mucha fatiga acumulada y después de pasar toda la noche en movimiento, el nutrido ejército había montado el campamento aquella misma mañana. Para asombro de gran parte de sus súbditos, el propio Tánatos se había encargado de ampliar unas cavernas que se escondían en las faldas de uno de los montes de la vertiente tibetana de la cordillera del Himalaya. No muy lejos de allí, se oía con total claridad el rugido atronador del agua golpeando contra las piedras, que disimularía la cantinela de sus voces al hablar. Además, era un lugar donde difícilmente iban a poder ser avistados por los ojos del enemigo, lo que les permitiría encender unas generosas hogueras y preparar unos cuantos guisos para la cena. Alimentos no les faltaban, pues, cuando ni siquiera se vislumbraban los primeros rayos del sol y estaban próximos a realizar el último y definitivo alto, se habían permitido el lujo de hacerse con unos cuantos bueyes, cabritos y unos ánades de unas granjas que quedaban a unos tres kilómetros del lugar de acampada. Resultaba increíble la capacidad de carga de los trolls de las cavernas cuando tenían hambre.

Llevaban poco más de un mes realizando incómodos desplazamientos nocturnos, refugiándose durante el día en los lugares más inhóspitos para evitar llamar la atención de los elementales. Durante todo ese tiempo habían viajado por tierra, mar y aire tratando de pasar desapercibidos. Precisamente por eso, no había más remedio que viajar al amparo de la oscuridad y bajo potentes hechizos de ocultamiento generados por Tánatos. No obstante, los trolls no eran los únicos componentes de aquel multidisciplinar ejército. A él había que añadir otras criaturas, como los fieros aspiretes, los traicioneros trentis e, incluso, algunas nereidas deseosas de vengar a su congénere Mariana. La comitiva se completaba con un variopinto grupo humano de vándalos y saqueadores que se habían adherido a las fuerzas de Tánatos, con la garantía de una amnistía y una promesa de obtener sustanciosos botines una vez éste se alzase con el poder.

—Nos encontramos a muy pocas horas de camino de nuestro objetivo —anunció Tánatos una vez estuvieron instalados al amparo de las llamas del fuego—. Permaneceremos en este campamento hasta bien entrada la madrugada, para llegar a las puertas de la catarata escondida a primera hora de la mañana, cuando esos hechiceros de tres al cuarto aún tengan el desayuno en sus gaznates. Será entonces cuando dé comienzo nuestro asalto y demos el primer paso hacia una victoria incontestable.

—¡Sí! —exclamó la enardecida audiencia con un único grito que, curiosamente, quedó absorbido por las estalactitas que pendían sobre sus cabezas.

A media tarde, dieron buena cuenta de la comida. En comparación con su alimentación a lo largo del último mes, aquello fue todo un festín. Tanto los bueyes como las aves llenaron sus estómagos antes de tumbarse en los improvisados catres para recuperar fuerzas, pues no tardarían en necesitarlas.

A la hora establecida, con un orden difícil de imaginar en semejante agrupación, se pusieron en marcha. Los equipos de combate y las armas estaban preparados. Además, contaban con la increíble magia de Tánatos que, sin lugar a dudas, les conduciría a una victoria sin paliativos. En la impresionante comitiva eran los trolls quienes cerraban filas, aunque más de un trenti avispado había trabado amistad con ellos para poder subirse a sus anchas espaldas. En el exterior, les aguardaban el frescor nocturno y el cantar de algún que otro grillo. Las sombras los envolverían durante buena parte del itinerario y, salvo que se topasen de frente con un vigía, resultaría muy difícil que los descubriesen.

A medida que se acercaban al objetivo, el estruendo causado por la caída del agua era mayor. El ruido, que llegaba hasta ellos como un eco, era ensordecedor a poco más de seiscientos metros de distancia. Si ser vistos no era una tarea fácil para los elementales, resultaba prácticamente imposible que los oyesen por mucho que el suelo temblase bajo los pies de los trolls.

A partir de aquel punto, siguieron el curso del río Tsangpo. Esto fue muy del agrado de las nereidas que, al verse inmersas en su elemento, pasaron a encabezar la expedición. Los trentis, más que nunca, buscaron cobijo en las espaldas de los trolls. Los menos afortunados hubieron de compartir unas improvisadas balsas junto a los proscritos elementales.

Precisamente fueron las nereidas quienes detectaron las primeras trampas en el cauce del río. Las flores pirotécnicas habían sido colocadas en el agua de tal manera que el simple contacto con ellas hubiese cubierto el cielo de luces de color que habrían revelado su posición al instante. Resultaba evidente que habían sido diseñadas por expertos elementales del fuego, aunque las nereidas no tuvieron problema alguno para desactivarlas. Un simple tirón bajo el agua para sumergirlas las dejaba sin efecto.

Los aspiretes fueron los encargados del primer ataque. Como buenas criaturas del fuego, se habían mantenido alejados del agua en todo momento. Además, la diminuta llama que prendía la punta de sus serpenteantes colas hubiese sido fácilmente visible desde la lejanía a primera hora de la mañana. Por eso, calculando que a su llegada el sol ya iluminaría todo el firmamento, habían dado un amplio rodeo para llegar a los desfiladeros del cañón Tsangpo por el lado opuesto al que venía el grueso del ejército.

Sin duda fue una maniobra de distracción efectiva. Desde su posición, las nereidas divisaron a lo lejos los primeros rayos lanzados por los bastones mágicos de los elementales. La batalla había dado comienzo. Las luces blancas centellearon, mientras los demonios alados esquivaban los disparos al tiempo que se lanzaban en pos de los hechiceros. Cuando alguno de los aspiretes era alcanzado por uno de los rayos, quedaba petrificado al instante y caía sin remedio al agua, como si de una pequeña bomba se tratase.

Tan pronto surgieron los primeros destellos mágicos, los vigilantes de aquella vertiente dieron la voz de alarma y no pudieron evitar moverse, por lo que delataron sus posiciones.

Aprovechando la inicial confusión, Tánatos aprovechó para lanzar su particular ofensiva. Con magia sencilla, a la vez que cautelosa, el ifrit acabó con esos elementales en un abrir y cerrar de ojos. Acto seguido, desapareció. Debía levantar el escudo mágico que protegía la entrada de la catarata.

—¡Nos atacan! —gritó alguien no muy lejos de allí, sin que su grito alarmado resultase apagado del todo por el ruido de la cascada—. ¡Es una invasión por los dos flancos! ¡Todos a cubierto!

Espoleados por el griterío y el barullo de la borboteante catarata, los proscritos iniciaron su ofensiva por el río, seguidos por los gigantescos trolls. Se defendieron a duras penas de los rayos mágicos con sus escudos protectores pues, a pesar de todo, no dejaban de ser hechiceros elementales. Los que no manejaban los remos, lanzaban rayos reductores o similares hechizos de ataque. Algunos alcanzaron a ver con el rabillo del ojo cómo dos pegasos despegaban por el flanco izquierdo del río, a media altura, con sendos jinetes en sus lomos.

—¡Dos mensajeros! —advirtió uno de los asaltantes, cuyo aspecto era tan horrendo como el más temible de los piratas—. ¡Mensajeros escapando! ¡Detenedlos!

Inmediatamente, un trío de aspiretes salió en su persecución. Mucho iban a tener que acelerar los corceles alados para no ser alcanzados por los velocísimos demonios.

Mientras las nereidas se movían bajo el agua y seguían desactivando cuantas trampas encontraban a su paso, los trolls de las cavernas no tardaron en tomar la delantera. Sus corpachones gigantescos surcaron el agua arrastrados por unas musculosas piernas que se clavaban como estacas en el fondo de la laguna. Pese a estar inmunizados contra el agua, a los trentis no les hacía ninguna gracia ver las turbulentas olas que se creaban a su paso.

Cada vez se encontraban más cerca de las colosales cataratas, por lo que no tardaron en recibir una primera carga de rayos arrojados desde aquella posición.

—¡Varias decenas de trolls se aproximan por la parte central de la laguna! —exclamó uno de los elementales que estaba apostado a uno de los lados de la cascada más grande.

No importaba ni la hora ni el lugar. Siempre resultaría igual de abrumador que medio centenar de semejantes criaturas embistiese de aquella forma tan salvaje. Descomunales masas de fibra y carne, armadas hasta los dientes, dispuestas a derribar cuantas barreras se interpusieran en su camino.

—¡Aguardad a que estén lo suficientemente cerca para no fallar! —gritó el que parecía estar al mando—. ¡Apuntad al pecho y a los brazos! Si no conseguimos abatirlos, por lo menos que no puedan utilizar sus puños para derribar nuestras defensas…

Y el avance no cesaba.

—¡Solomon! —vociferó de nuevo el jefe a un joven elemental que parecía novato en aquella labor—. ¡Estamos sin escudo exterior! Será mejor que entres y des la alarma. No sé cuánto tiempo vamos a ser capaces de contenerlos. Si no nos llegan refuerzos pronto desde Windbourgh, estamos perdidos. —Cuando el muchacho espigado desapareció por una pequeña grieta, alertó—: ¡Preparados!

Definitivamente, los trolls se pusieron a tiro, y la orden puso en tensión a los defensores.

—¡Disparad!

La penumbra que asolaba aquella ladera por la que caían las ingentes cantidades de agua se vio iluminada de pronto por varias decenas de cegadores rayos de luz. La mayoría de los disparos impactaron en el pecho de los invasores y algunos en las cabezas. La sorpresa fue que todos los disparos rebotaron como si los cuerpos de los trolls fuesen de goma.

—¡Señor, los están repeliendo! —anunció el que estaba más próximo al jefe, dando rienda suelta al pánico.

—¡Increíble! Las cotas de malla o lo que sea que lleven puesto deben de estar protegidos mágicamente —adivinó otro, cuya voz temblaba más a cada segundo que pasaba.

—Deben de disponer de magia muy poderosa para frenar estos ataques. De lo contrario, no les sería posible…

—¡Apuntad a las partes que tengan descubiertas! ¡Disparad, por el Oráculo! ¡Disparad!

Ante la proximidad de los trolls, las órdenes llegaban de manera desesperada. El desconcierto se había adueñado de los elementales. Los tenían encima y apenas habían causado algunos rasguños en un puñado de ellos.

—¡Retirada! —gritó el jefe, cuando vio que era inútil permanecer en aquella posición—. ¡A las puertas, rápido! Esperemos poder hacerles frente desde allí… y que los refuerzos lleguen pronto. Si no, nos van a aplastar.

Elliot y Pinki fueron los últimos en acceder al despacho de Mathilda Flessinga. Allí aguardaban ya Cloris Pleseck y Magnus Gardelegen, con rostros cariacontecidos. La situación no era para menos. Según le había comentado Úter justo antes de entrar en el despacho de la directora, habían recibido un mensaje urgente en el Claustro Magno hacía escasamente un cuarto de hora.

—Al parecer, enviaron un pergamino a Windbourgh hace más de media hora, pero nadie lo atendió —explicó Úter—. Por eso enviaron otro al Claustro Magno… donde me encontraba yo.

—¿Tú? —preguntó intrigado Elliot. No podía ocultar su sorpresa—. ¿Puede saberse qué hacías tú en el Claustro Magno a esas horas? Porque, o mucho me equivoco, o allí ahora mismo es casi de noche…

—Sencillamente, estaba hablando con Cloris —contestó Úter, sin dar más explicaciones—. Y, no, no te equivocas. En Hiddenwood ya se ha puesto el sol hace un buen rato.

Elliot estuvo a punto de insistir, pues no comprendía qué podía ser tan importante como para que el fantasma anduviese por el Claustro Magno de noche, cuando Úter volvió a hablar.

—Lo que sucede es extremadamente grave, jovencito. Lo que nos temíamos hace unos meses está teniendo lugar… ahora mismo. Las huestes de Tánatos se encuentran en las inmediaciones de las cataratas escondidas, en el Tíbet, y ya han dado comienzo al asalto.

—¿No se habían incrementado las medidas de seguridad para evitar que pasara algo así? —inquirió Elliot en el momento en que accedía al despacho de Mathilda Flessinga. Por muchas vueltas que le diese al tema, no dejaba de preguntarse qué pintaba él en todo aquello.

Los máximos representantes del Agua y la Tierra saludaron a los recién llegados con una ligera inclinación de cabeza. Flessinga, por su parte, abrió el mensaje urgente que aguardaba en su buzón particular. Unos segundos después, fue Aureolus Pathfinder quien accedió al despacho por el espejo privado de la directora.

—La situación es crítica —anunció Mathilda Flessinga, como si estuviese contestando a la pregunta formulada por Elliot—. Según se informa en esta escueta misiva, Tánatos cuenta con varias decenas de trolls de las cavernas, además de un numeroso ejército. Las defensas que habíamos previsto se quedan muy cortas para tanto potencial.

—Se ha preparado a conciencia… —fueron las primeras palabras del recién llegado Pathfinder.

—Eso parece —asintió Magnus Gardelegen.

—¿No tiene la Flor de la Armonía una protección especial? —preguntó Elliot, interrumpiendo el silencio que invadía el ambiente—. ¿No la guardan las hadas de la armonía de tal manera que nadie pueda acceder hasta ella?

Aureolus Pathfinder se volvió y contempló estupefacto al muchacho. Obviamente, no se había percatado de su presencia.

—¿Cómo es que Elliot está aquí? —inquirió entonces, en tono glacial. Pese a que su relación con el joven había mejorado ostensiblemente el año anterior, Pathfinder era una persona íntegra a la vez que muy estricta. Aquélla era una reunión del Consejo de los Elementales y, por muy bien que se llevase con el muchacho, no debía estar allí presente. Y menos acompañado por su mascota…

Elliot sintió que se le subían los colores al ver que todos lo miraban fijamente. Sabía que Pathfinder tenía razón. A decir verdad, ni él mismo sabía por qué le habían llamado. Finalmente fue Cloris Pleseck quién rompió el angustioso silencio.

—Ha sido convocado por el Oráculo —reveló, mordiéndose el labio.

¡El Oráculo! ¿Era verdad eso? Claro… Seguramente ése era el motivo por el que Úter y Cloris Pleseck se encontraban hablando en el Claustro Magno. Pero… Todo aquello no terminaba de encajar. Ellos estaban reunidos antes de tener noticias del ataque de Tánatos. Por lo tanto, no debía de existir relación alguna entre una y otra cosa, ¿o sí? ¿Acaso el Oráculo había tenido algún tipo de premonición? ¿Sabía que Tánatos se aproximaba a la Flor? ¿Podía llegar a sentir una cosa así?

—Es su deseo tener un encuentro personal con él… en el monte Manaslu —prosiguió Cloris Pleseck—. Lo antes posible.

—¿No es ése el monte en el que se hallaba el despacho escondido de Weston Lamphard? —inquirió el representante del Fuego.

—Lo es —asintió Mathilda Flessinga.

—¿Por qué motivo habría de querer reunirse el Oráculo con Elliot en ese lugar? —preguntó, antes de hacer una reflexión—: En una situación tan comprometida, su magia podría sernos de utilidad…

—Sus razones tendrá, Aureolus —lo apaciguó Magnus Gardelegen—. La cuestión es que el tiempo ya se nos está agotando.

—Mientras Cloris os estaba enviando las cartas de aviso, envié a Gifu en busca de Goryn y de cuantos elementales pudiese reclutar —anunció Úter, cambiando de tema.

—No te ofendas, amigo, pero dudo mucho que un duende y un hechicero puedan hacer algo para frenar una embestida de esta magnitud.

Aunque todos sabían que Aureolus volvía a tener razón, no hicieron ningún comentario al respecto. Al menos Úter se había puesto en acción y, dadas las circunstancias, no cabía la menor duda de que Goryn tendría un interés especial en todo aquello.

—Estamos en una situación crítica. Por su cercanía, me temo que no nos queda más remedio que ampararnos en la ayuda que puedan prestar los habitantes de Windbourgh —dijo Magnus Gardelegen, tratando de aportar cierta sensatez a la reunión—. ¿Cuántas criaturas mágicas podríamos conseguir, Mathilda?

—Ahora que está restablecida y dadas las circunstancias, espero que Eleanor Foothills pueda hacerse con unos cuantos grifos…

—Eso frenará las acometidas de los aspiretes, pero dudo mucho que sirva de algo contra los trolls de las cavernas —apuntó Pathfinder.

—¡Aunque contásemos con gigantes en nuestras filas, no podríamos desplazarlos hasta allí lo suficientemente rápido! —gritó Flessinga, perdiendo los nervios. Sabía que estaba en juego el equilibrio del mundo elemental, y no tenían medios suficientes para preservarlo.

A tenor de las circunstancias, trataron de buscar todas las soluciones posibles. Mientras discutían, la directora de Windbourgh tomó un pergamino de su escritorio y escribió algo en él con una pluma de pavo real. Acto seguido, se dirigió al joven.

—Elliot, ¿sabrás llegar hasta el Manaslu desde aquí? —preguntó al tiempo que el muchacho asentía sin dudar—. Claro, cómo no ibas a conocer el camino. A estas alturas te lo sabrás de memoria… Toma, hazle llegar este mensaje a la maestra Wings. Es una orden para que te entregue la alfombra voladora más veloz que haya en la escuela en estos momentos. Partirás hacia el Manaslu tan pronto te sea posible. Allí te reunirás con el Oráculo.

En el preciso instante en el que Elliot se disponía a abandonar la estancia, Goryn y Gifu cruzaron el espejo. Ni siquiera tuvo tiempo de saludarles. Las instrucciones eran bien claras y no había tiempo que perder. Antes de cerrar la puerta tras él, el muchacho oyó cómo Mathilda Flessiga decía a sus compañeros del Consejo:

—Debo hablar cuanto antes con Eleanor Foothills…

¡PUM!

El sonido del golpe se transmitió por las paredes de piedra con tal virulencia que les hizo estremecerse. Apenas serían sesenta los elementales que, hacía más de veinte minutos, se habían pertrechado al amparo de las puertas que se escondían tras la mayor de las caídas de agua. A través de aquel majestuoso túnel se llegaba en pocos minutos a la ciudadela de las hadas de la armonía, lugar en el que se escondía la Flor de la Armonía. Los hechiceros se habían visto obligados a replegarse ante la imposibilidad de detener el implacable avance de los trolls y los restantes miembros del ejército de Tánatos. A decir verdad, habían estado tan ocupados con las colosales criaturas que no habían tenido ni tiempo de fijarse en Tánatos. Y eso era algo preocupante. Eso sí, ninguno ponía en duda que se encontraba muy cerca.

¡PUM!

Con cada sacudida que producían los trolls en las enormes puertas, los pelos se les ponían como escarpias. Todos se hacían la misma pregunta: ¿Aguantarían las puertas hasta que llegasen los primeros refuerzos? Todos daban por sentado que tarde o temprano los portalones caerían. No importaba que hubiesen sido forjados por elfos en tiempos inmemoriales y estuviesen protegidas mágicamente. Ningún hechizo era eterno y, mucho menos, si Tánatos estaba detrás de todo. Las gruesas barras que las atravesaban en su parte posterior terminarían por ceder y se verían obligados a luchar en un desigual cuerpo a cuerpo.

¡PUM!

Aquel impacto despertó los ánimos del hechicero al mando quien, envalentonado, se adelantó unos pasos y se dirigió a los elementales que lo acompañaban.

—Compañeros, llevamos muchos años trabajando juntos, y ahora se nos presenta la oportunidad más grande pero a la vez más dura de nuestras vidas —recitó, dando inicio a un pequeño discurso enfocado a levantar la moral de los presentes—. Para bien o para mal, hemos sido elegidos para proteger los designios de la Flor de la Armonía. Una planta cuyo néctar, como bien sabéis, garantiza el equilibrio en el mundo elemental y cuyo destino va unido a la existencia del Oráculo.

»En el momento en que esas puertas caigan, llegará nuestro momento. La misión de los trolls terminará en ese mismo instante pues, obviamente, su tamaño les impide pasar más allá de este corredor. Será el momento de enfrentarnos de igual a igual con la escoria del bando de Tánatos. ¡Viles traidores a los elementos que merecen un escarmiento, y nosotros se lo vamos a dar!

—¡Sí! —gritaron más animados a su alrededor.

¡PUM!

El golpazo volvió a encoger sus corazones. Más aún cuando un ligero crujido les puso los pelos de punta. No había que ser demasiado inteligente para saber que las puertas estaban a punto de caer.

—¡Nos enfrentaremos al mismísimo Tánatos si es preciso! ¡Por nuestro honor! ¡Por el Oráculo! —exclamó, arrancando una nueva salva de vítores entre el bando defensor.

Hasta unos seres con tan poca materia gris como los trolls se habían dado cuenta de que las bisagras de las puertas estaban a punto de quebrarse, por lo que intensificaron el ritmo de los impactos con el ariete. Los batacazos sonaron una vez más. Dos… Tres…

—¡Bastones preparados! —ordenó el jefe, entre golpe y golpe—. ¡Escudos protectores desplegados!

Los hechiceros practicaron el correspondiente hechizo defensivo y el corredor se llenó de figuras semitransparentes compuestas principalmente por aire, dispuestas a frenar los ataques de los invasores.

Fue como si el tiempo se detuviese con la llegada del último impacto. Las barras centrales que sostenían ambos portones se partieron en dos, los goznes superiores saltaron irremediablemente y el ariete penetró de lleno en la estancia. Las inmensas moles de los trolls de las cavernas quedaron recortadas a la luz del día. Fue un grito de salvaje alegría el que profirieron, tan aterrador, que los defensores no pudieron evitar dar un paso atrás.

—¡Mantened la posición!

Justo en el momento en que los trolls se apartaban a un lado para dar paso a los hechiceros, una nueva alarma resonó a sus espaldas. Ahogado por el ruido de las cataratas y los gritos de los trolls, nadie había oído el zumbido de las alas de una de las hadas de la armonía que se había desplazado hasta su posición.

—¡Trentis! —exclamó desesperada—. ¡Montones de trentis se están colando por las grietas laterales y están llegando hasta la ciudadela por distintos conductos!

—Esos refuerzos… —musitó el jefe—. Por favor, que lleguen esos refuerzos de una vez…

Los ciudadanos de Windbourgh no habían tardado en echarse a las calles. Todo aquel que tenía disponible una alfombra o una escoba, no había dudado en ponerse en marcha junto a los miembros del Consejo de los Elementales. Eran conscientes de lo mucho que había en juego y de cómo cambiarían sus vidas si la Flor de la Armonía caía en manos indeseadas. De nada serviría quedarse en sus casas y después lamentarse. Había que actuar.

El grupo de apoyo se fragmentó poco después de la partida. Las alfombras mágicas no tardaron en abrir una buena brecha respecto a las escobas voladoras, mucho menos veloces. Mathilda Flessinga, Magnus Gardelegen, Cloris Pleseck y Aureolus Pathfinder iban seguidos muy de cerca por Goryn y los restantes voluntarios. Gifu se aferraba a la túnica de Goryn para no salir despedido, mientras Úter seguía la estela de las alfombras sin esfuerzo alguno. El grupo de las escobas era mucho más numeroso. Hacían todo lo que podían para sacar el máximo rendimiento a los artilugios mágicos, pero todo esfuerzo parecía insuficiente.

Quienes no daban mucho más de sí eran los grifos y los pegasos, dirigidos con maestría por Eleanor Foothills. Volaban al límite de sus fuerzas y llegarían a las cataratas escondidas cuando sus alas se lo permitiesen.

Surcaban el firmamento sin prestar atención a lo que tenían a sus pies, cuando un destello multicolor surgió en el horizonte.

—¡Una flor pirotécnica! —exclamó Aureolus Pathfinder con todas sus fuerzas—. Eso significa que aún no llegamos demasiado tarde…

—Debemos de estar a unos veinte kilómetros —calculó Flessinga—. ¡Con estas alfombras llegaremos allí en menos de ocho minutos!

No transcurrieron ni seis minutos antes de que las alfombras mágicas sobrevolasen la zona. Apenas realizaron la primera aproximación, una comitiva de aspiretes salió a darles la bienvenida.

Los maléficos demonios alados aprovecharon su velocidad para moverse bajo las alfombras, tratando de desequilibrar a sus ocupantes. Uno de los aspiretes logró rasgar el tejido de una de ellas, haciendo que el elemental cayese irremediablemente al vacío. Fue Úter Slipherall quien, en un asombroso alarde de reflejos, envió una nube de algodón mágica en su ayuda. La ilusión fue tan consistente que contuvo la atroz caída del hechicero y lo depositó mansamente en el suelo. Mathilda Flessinga lo felicitó por ello y ese momento de despiste fue aprovechado por dos aspiretes para atacar a la representante del Aire. Inmediatamente acudieron en su auxilio sus compañeros del Consejo y los dos demonios no tardaron en caer pesadamente a las aguas del Tsangpo convertidos en pedruscos.

—¡Dos menos! —exclamó Pathfinder mientras se frotaba las manos.

—No cantes victoria demasiado pronto, Aureolus —le espetó Gardelegen—. ¡Ahí vienen más!

El cielo no tardó en convertirse en un conglomerado de rayos de luz y puntos rojos que se movían a gran velocidad. En muchas ocasiones, las alfombras se veían obligadas a hacer loops y giros imposibles para evitar las embestidas de los demonios del fuego. Aunque no había rastro alguno de Tánatos, los miembros del Consejo intuían dónde andaría en aquel preciso instante. El ejército de aspiretes no era más que la retaguardia, una cortina de humo para concederle a su señor más tiempo para llevar a buen puerto su misión. Afortunadamente para el bando de los elementales, las bajas fueron escasas antes de que llegasen en su ayuda las escobas voladoras. Con el revuelo de su aparición, Magnus Gardelegen vio cómo Goryn se lanzaba en picado hacia las descomunales cascadas de agua. Siguieron sus pasos unas cuantas alfombras más.

—¡Por lo que más quieras, Goryn, no cometas una estupidez! —exclamó el gran hechicero del Agua, mientras abatía a un nuevo aspirete. El maestro de la escuela de Hiddenwood no debió de oírle, pues siguió imparable en su descenso.

Acto seguido tuvo que orientar su alfombra hacia la laguna, donde se había trasladado parte de la singular batalla. Varios de los elementales, despojados de sus medios de transporte, debían enfrentarse a las nereidas. Bien es cierto que las criaturas del agua carecían de magia, pero se movían a la perfección en su elemento. Y eso dificultaba muchísimo la labor de los hechiceros, que veían cómo su número iba menguando con una rapidez excesiva.

Goryn, con Gifu aún pegado a sus espaldas, traspasó la cascada de agua a gran velocidad y se adentró en los túneles donde combatían proscritos y defensores. A su paso por allí, con un rayo reductor salvó a uno de los elementales que se encontraba en una situación desesperada. Su alfombra pasó fugazmente y dejó atrás el singular combate.

Atravesaron los túneles en pocos segundos. Fue el duende el que avistó a los trentis a lo lejos, atacando a un grupúsculo de hadas de la armonía.

—¡Yo me quedo aquí! —gritó el duende.

Y dando un salto acrobático, se apeó de la alfombra mientras ésta se perdía a lo lejos. Ya iba siendo hora de que esos trentis, que ensuciaban el nombre de la raza de los duendes, recibiesen su merecido. Desenfundó con agilidad su daga y se lanzó en aquella dirección.

La aparición de los grifos y los pegasos fue todo un alivio para las menguadas fuerzas elementales, especialmente para aquellos que habían caído al agua y a duras penas podían alcanzar la orilla. Tras ponerlos a buen recaudo, las enormes bestias aladas apuntaron valientemente sus afilados picos al lugar en que se encontraban los trolls de las cavernas. Su agresividad, a la vez que su corpulencia, era un escollo difícil de superar para los elementales. Tenían que atravesar las puertas que daban acceso a la ciudadela de las hadas de la armonía cuanto antes.

Y el tiempo se les estaba agotando.