EN el mundo elemental no tardó en correr la noticia de que la nereida Mariana había sido capturada y enviada de nuevo a Nucleum, de donde difícilmente podría volver a escapar. Si bien es cierto que no había sido la primera en conseguir darse a la fuga de la casi inexpugnable prisión mágica, también lo era que nadie había logrado repetir semejante proeza. Y en eso confiaban los elementales cuando la perversa criatura fue apresada.
En la escuela de Windbourgh la noticia causó un gran estupor. Ni los aprendices, ni los distintos profesores —y mucho menos Mathilda Flessinga— podían creerse que durante todo aquel tiempo la nereida se hubiera movido delante de sus mismas narices bajo la apariencia de la maestra Eleanor Foothills.
Elliot estaba en el comedor, junto a Coreen Puckett y otros alumnos de su curso. Mientras le explicaba a Coreen lo que había ocurrido en la mansión de los Lamphard y cómo se habían enfrentado a la nereida convertida en hidra, oía a sus compañeros. Aunque alguna de las chicas insistía en que le había entusiasmado pasar tanto tiempo junto a los pegasos, la gran mayoría coincidía en que habían perdido la oportunidad de conocer más a fondo otras criaturas. Desde luego, él no echaba de menos a las hidras de siete cabezas. Había tenido bastante con una y eso que ni siquiera era de las de verdad. Mientras sus compañeros seguían discutiendo, Elliot desvió su atención hacia la mesa de profesores. Especialmente interesante parecía el diálogo que estaban manteniendo sus maestros de Vuelo y Meteorología.
—¿Qué ha sido entonces de la pobre Eleanor? —preguntó Lucilda Wings sin probar bocado. Se había enterado de la noticia aquella misma mañana.
—La han encontrado en su despacho, encerrada en el altillo que hay sobre su gran armario de pared —reveló Tronero, que estaba al corriente de todo—. Era un buen escondite, la verdad. A nadie se le hubiese ocurrido buscar a una maestra de Seres Mágicos del Aire… ¡en su propio despacho! De todas formas, aún me pregunto cómo haría la nereida para subirla hasta allí. ¿Crees que la obligaría de alguna manera? No podía emplear la magia…
—¡Qué horror! —exclamó la profesora de Vuelo—. ¿Cómo está ella? Después de tantos meses…
—Ahora mismo se encuentra en la enfermería. Aunque, seguramente habrá tenido tiempos mejores, su situación podía haber sido peor. Al menos la nereida se preocupó de alimentarla durante todo este tiempo…
Lucilda Wings sabía que Tronero tenía razón en lo que decía. Nada le habría impedido a la criatura del agua abandonar a su suerte a la buena de Eleanor Foothills, y aquello sí hubiese supuesto un auténtico drama.
—Lo que no alcanzo a comprender es por qué antes de Navidad mostraba tanto interés por las alfombras voladoras y las escobas… —murmuró la maestra mientras Elliot miraba para otro lado. Él sí lo sabía…—. Ella insistía en que los aprendices no debían volar sobre un grifo y que, tal vez, le viniesen bien en una de sus lecciones. Sin embargo, si era una criatura del agua no estaba capacitada para practicar magia. Qué extraño…
—Sea como sea, todo ha vuelto a la normalidad —la tranquilizó Tronero, tratando de encauzar de nuevo el tema de conversación—. Nos quedan muy pocas lecciones antes de que los muchachos de cuarto echen a volar y deban valerse por ellos mismos. Me da la impresión de que este año hay muchos más indecisos que en otras promociones. ¿No crees?
—Puede que tengas razón… Los tiempos no acompañan precisamente para tomar una decisión sensata.
Mientras tanto, las clases habían seguido su curso durante el mes de abril con relativa normalidad. Evidentemente, fue especialmente emotivo el regreso de Eleanor Foothills, una vez se hubo restablecido. Aunque en la enfermería le desaconsejaban el alta aludiendo que debía guardar reposo, Foothills insistía en que la mejor medicina era poder impartir sus lecciones. Llevaba demasiado tiempo aislada y quería estar con sus aprendices. Cuando entró en la inmensa aula que tenían reservada para sus clases, los muchachos la recibieron con una retahíla de vítores y aplausos que lograron emocionarla.
—Gracias, gracias. No sabéis cuánto os he echado de menos —dijo, tratando de contener un par de emocionadas lágrimas. Sin embargo, Foothills no era una mujer de muchas palabras y tampoco tenía tiempo que perder—. Debido a lo acontecido, vamos a vernos obligados a trabajar muy duramente en las escasas lecciones que nos restan hasta finalizar vuestro aprendizaje. Por decirlo de alguna manera, vamos a realizar un curso intensivo sobre Seres Mágicos del Aire.
—¡Genial!
—¡Por fin vamos a divertirnos!
La maestra sonrió.
—Como me acabo de reincorporar, no me ha dado tiempo de conseguir una criatura para esta clase. No es fácil hacerse con una arpía de un día para otro. Eso, por no hablar de una hidra de siete cabezas —dijo, haciéndole un guiño a Elliot Tomclyde, quien recibió el comentario con una buena dosis de alivio—. Como las gárgolas ya las hemos estudiado y no creo que os apetezca pasar otra mañana junto a los pegasos… ¿Qué os parecería si hablásemos de dragones? Creo recordar que alguno de vosotros me preguntó por ellos al principio del curso, ¿no es así?
—¡Sí! —exclamaron varios aprendices al unísono—. ¡Por fin una lección interesante!
De pronto, se hizo el silencio en la clase.
—Mi tío Gregory, que ha visitado más de la mitad de los países del mundo, dice que los dragones se extinguieron hace ya muchos años —anunció una chica rubia en un tono repipi. Saltaba a la vista que prefería los caballos alados a los dragones.
—Karina, aun dejando a un lado los dragones de granja, creo que todavía es un poco pronto para hablar de la extinción de estas criaturas —replicó la maestra, mientras la niña hundía su cabeza sobre los brazos cruzados—. Como casi todos sabréis, los dragones son las criaturas mágicas por excelencia… y las más famosas. De hecho, incluso los humanos han llegado a oír hablar de ellos en sus milenarios años de existencia. Esto tampoco es de extrañar ya que, por su naturaleza, los dragones son seres tremendamente difíciles de ocultar. Necesitan salir a campo abierto, cazar…
—¿Cuántos se han llegado a ver en los últimos… diez años? —insistió la muchacha, que estaba empecinada en creer a pies juntillas lo que su tío le había dicho.
—Ya que lo preguntas… Siete ejemplares, dos de ellos en los últimos quince meses. Es cierto que no es una cantidad numerosa, pero algo es algo. —La maestra intuyó que la chica iba a hacer una nueva réplica y prefirió atajarla de inmediato—. Precisamente, yo misma fui quien vi al último durante un viaje a las proximidades del Kilimanjaro y, por el momento, me fío bastante de mi vista, señorita.
Coreen levantó la mano y se animó a preguntar:
—¿Cómo era aquel dragón, maestra Foothills?
—Oh, dragona. Yo diría que era una dragona —corrigió, esbozando una sutil sonrisa—. Supongo que sabréis que las dragonas suelen ser más grandes en tamaño que los machos… y mucho más agresivas, por su deber de protección del nido y las crías. Ya sabéis, el instinto maternal. No obstante, no os recomiendo acercaros demasiado a ninguno de ellos, por muy mansos que os parezcan —sugirió, haciendo un guiño a sus alumnos—. La que yo vislumbré era de un color rojo escarlata bellísimo. Sus escamas brillaban con el sol del atardecer, dándole una tonalidad preciosa. Fue algo visto y no visto, como si hubiese surgido de las entrañas de la Tierra. En realidad, aún me pregunto de dónde habría salido. Pero como fue un regalo de la Madre Naturaleza, no me puedo quejar…
—Vaya, lo que daría yo por ver un dragón —murmuró uno de los jóvenes desde el fondo de la clase.
—Verlo no es lo mismo que enfrentarte a él —puntualizó la profesora—. Estoy totalmente contigo. Ojalá pudiese volver a ver a otro… —Tras hacer una pequeña pausa, Foothills batió sus palmas y exclamó—: Bien, basta de sentimentalismos. Vamos a hablar un poco de los dragones. ¿Quién podría decirme partes del dragón que contengan elevadas propiedades mágicas?
Los aprendices no tardaron en responder a la pregunta: la piel, el corazón, los cuernos, la sangre, el hígado… Casi todo era aprovechable en un dragón para pociones, ungüentos y demás.
—¿Todas las especies de dragón poseen las mismas cualidades? —se interesó otro alumno.
—Como es evidente, no —aclaró la maestra—. Cada especie tiene sus puntos fuertes y sus puntos débiles.
—¿Cuántas especies de dragones se conocen? —preguntó Elliot entonces.
—¿Cuántas dirías tú que hay?
—No lo sé… ¿Cuatro? —trató de adivinar el muchacho.
—¿Por qué esa cifra? —insistió la maestra, acercándose un poco hasta la mesa en la que se encontraba Elliot.
—Uno por elemento…
—No te has alejado en tus suposiciones, Elliot —le felicitó Foothills—. Es cierto que cada elemento cuenta con su propia especie de dragón. Los rojos del fuego, los azules del agua, los verdes de la tierra… y los albinos, que se corresponden con el aire.
—¿Está segura de que no hay ninguno más? —preguntó entonces Coreen, frunciendo el ceño.
—Sé muy bien a lo que te refieres —respondió la maestra, haciendo una mueca con sus labios—. Los dragones dorados.
El aprendiz asintió con vehemencia.
—El dragón dorado sí es una leyenda —dijo Foothills elevando ligeramente el tono—. Al menos, ésa es mi opinión. Únicamente se habría avistado un ejemplar, hace ya muchísimos años… y no se le da mucho crédito a esa afirmación. De hecho, hay quien aseguraba que aquel ejemplar era albino, pero que los rayos de sol bien podían haber cambiado su tonalidad.
—Usted ha dicho que el dragón que vio en el Kilimanjaro era rojo… —recordó Coreen—. ¿No podía haber sido un dragón dorado? Los rayos del atardecer suelen tener un color cobrizo y…
—Gracias, Coreen, pero sé muy bien lo que vi —dijo la maestra, zanjando el debate.
—Entonces, según usted la draconita no existe… —insistió Coreen.
La maestra arrugó la frente.
—Tanto la existencia de la draconita como la de los dragones dorados no son más que leyendas elementales —sentenció Foothills, cruzándose de brazos. No tenía intención de discutir más sobre el tema—. Y ahora, será mejor que pasemos a temas más serios sobre los dragones…
—¿Qué es la draconita? —preguntó Elliot, después de darle con el codo en las costillas a su amigo.
—Oh, una piedra… —le explicó el aprendiz—. Es una piedra que el dragón dorado tiene en la cabeza… vivo. Por eso Foothills dice que es una leyenda. Si uno no existe, lo otro tampoco.
—¡Caray! —exclamó Elliot en un sordo susurro.
—Señor Puckett —interrumpió la maestra elevando el tono de su voz. El hecho de referirse a él como «señor» era un claro síntoma de su enfado creciente—. Si sigue hablando sin permiso, voy a tener que castigarle. Lo mismo le digo a usted, señor Tomclyde.
La tertulia sobre los dragones se prolongó hasta el final de la clase y aún hubiese durado más tiempo de haber dispuesto de él. Por mucho que los aprendices suplicaron en varias ocasiones que les enseñase a enfrentarse a un dragón, la maestra se negó rotundamente.
—No hay lugar para eso. Sería una completa pérdida de tiempo —anunció Foothills sacudiendo las manos como si tratase de ahuyentar a sus alumnos. Éstos protestaron inútilmente, pero la decisión estaba tomada—. Os enseñaré alguna técnica de defensa contra las arpías o contra un grifo herido, pero el tema de los dragones lo doy por concluido. Dudo mucho de que, a lo largo de vuestra vida, alguno de vosotros llegue a ver algún ejemplar. Y mucho menos que, viéndolo, tenga la estúpida idea de enfrentarse a él. De ninguna manera.
—Pero…
—Llegado el caso, no olvidéis mi consejo: sea macho o hembra, debéis manteneros alejados de él.
—¿Y si es más de uno?
La maestra sacudió la cabeza, perdiendo la paciencia.
—Razón de más para alejaros de ese lugar cuanto antes —sentenció—. Y ahora, recoged vuestras cosas o llegaréis tarde al almuerzo. Venga, venga…
Casi con la misma emoción con la que habían acogido la lección teórica sobre los dragones, a lo largo del mes de mayo los aprendices disfrutaron de las restantes enseñanzas en Seres Mágicos del Aire. Aunque a marchas forzadas, Foothills logró inculcarles un mínimo de conocimientos sobre las más peligrosas criaturas del elemento Aire.
Los demás maestros habían disfrutado de un curso mucho más tranquilo y habían podido hacer frente a sus respectivos programas sin interferencias de ningún tipo. Quizá por eso Lucilda Wings les permitió a los chicos que volasen con total libertad durante la última clase del curso.
—El próximo viernes será un día importante en vuestras vidas. Será el día de vuestra elección, donde escogeréis el devenir de vuestras vidas —gritó, tratando de hacerse oír entre los enfurecidos silbidos del viento—. Puesto que hoy será nuestro último día de clase juntos, quiero que sea de vuelo libre. ¡Me gustaría veros a todos surcando el cielo con la mayor alegría posible!
Aquella lección de Vuelo fue la antesala de las siguientes despedidas. La nostalgia fue invadiendo los rostros de varios de los aprendices de cuarto curso a medida que transcurrieron las lecciones de la última semana. Al fin y al cabo, para ellos Windbourgh había sido su segunda casa. Tras cuatro años de aprendizaje elemental, llegaba el momento de decir adiós a aquel maravilloso castillo en el que tanto habían aprendido, a aquellos maestros con los que en breve dejarían de meterse a hurtadillas y a aquellos compañeros con los que tan gratos momentos habían compartido… A muchos de ellos dejarían de verlos en el momento que abandonasen la escuela. A partir de aquel instante, sus destinos se separarían y daría comienzo un nuevo período en sus vidas, donde todo volvería a ser nuevo.
Elliot afrontó la última semana con una mentalidad distinta a la de sus compañeros. Su estómago andaba revuelto, más que por la nostalgia, por el desconcierto. Para él, aquél era un año más que tocaba a su fin. Como la Madre Naturaleza lo había dotado de poder sobre los cuatro elementos, a lo largo de su vida como aprendiz se había visto obligado a estudiar cada año en una escuela diferente. Por eso no podía decir que fuesen momentos especialmente nostálgicos. Guardaba especial cariño a la escuela de Hiddenwood, pues en ella inició su aprendizaje mágico. Pero también añoraba las escuelas de Bubbleville y de Blazeditch. Aunque sentía escalofríos cada vez que pensaba en Iceheart y las momias, era la escuela donde había profundizado su relación con Eloise. De la ciudad flotante de Windbourgh también se llevaría muy gratos recuerdos, además de una gran amistad como la de Coreen.
Pero ¿qué sucedería a partir del viernes?
Aquella pregunta se la había formulado en varias ocasiones a lo largo del año. Ahora que llegaba el momento de decidir, la dichosa cuestión le martilleaba la cabeza día tras día, hora tras hora. ¿Qué iba a hacer cuando concluyese su aprendizaje? Puesto que había estudiado en las cuatro escuelas, ¿acaso no tenía derecho a realizar su elección en cualquiera de ellas?
El jueves, una vez finalizó la sesión de Astronomía, Elliot regresó a su dormitorio. Como si se hubiesen puesto de acuerdo para escribir, sobre su cama reposaban las cartas de Eric y Eloise. Pinki se lanzó en picado a por ellas y se las entregó servicialmente a su amo. Sin rasgar los sobres, Elliot podía intuir con facilidad el contenido de ambos mensajes. Precisamente por eso, se los guardó en la túnica y se dirigió al comedor para disfrutar del almuerzo junto a Coreen.
El jolgorio entre los aprendices de cuarto curso era justificado, pues ya habían terminado las lecciones. Disponían de unas pocas horas de total libertad antes de hacer frente a uno de los momentos más importantes de su vida. Como no podía ser de otra manera, a ese momento hacían referencia sus amigos en las cartas. Mientras Eloise parecía tener las ideas bastante más claras, comentando que le gustaría desempeñar alguna labor con la que ayudar a los demás («elaborando pociones o algo así»), Eric había decidido que realizaría su elección «agitando el dedo al azar». ¡Qué típico de él!
Al tiempo que Elliot desplazaba sus ojos por sendos pergaminos, Pinki aprovechó para dar buena cuenta de los restos de comida que había en el plato de su amo.
—¡Pinki! —exclamó Elliot dirigiendo una mirada furibunda a su loro. En cualquier caso, la reprimenda llegaba demasiado tarde—. ¡Cuántas veces tengo que decirte que no comas de mi plato!
—¡Galleta, galleta! —Fue la réplica del loro, a quien sólo le faltaba una lengua más larga para poder relamerse.
—¡Eso no era una galleta! —exclamó Elliot, cada vez más irascible.
—Tranquilo, amigo —le recomendó Coreen, dándole un par de palmadas sobre la espalda—. Mañana te habrás librado de toda esa tensión nerviosa. Es algo que siempre ocurre.
—No estoy muy seguro de que eso vaya a suceder —respondió Elliot, meneando la cabeza—. Tengo un mal presentimiento…
—Oh, no seas pesimista. Confía en mí. Mañana por la noche te irás a la cama sabiendo qué será de tu vida en los próximos meses.
Pinki aleteó, como si se mostrase de acuerdo con las palabras de Coreen, aunque Elliot sospechaba que lo que quería era más comida.
Ni el paseo que dieron por la tarde por las inmediaciones de la escuela, ni el espectacular banquete de despedida con el que fueron agasajados, ni el hecho de que las vacaciones de verano aguardasen a la vuelta de la esquina fueron motivos suficientes para que Elliot conciliase bien el sueño aquella noche.
Pinki había insistido enormemente en dar un paseo nocturno y, pese a sus reticencias, el muchacho al final se lo había permitido. Sabía que en Windbourgh el loro no se alejaba demasiado de la escuela. Además, tenía tantas cosas en la cabeza que le iba a resultar imposible dormir antes de que su mascota regresase.
Pasadas las tres de la madrugada, con Pinki ya de vuelta, los párpados de Elliot quedaron sellados dejándole descansar unas pocas horas.
La mañana de la elección comenzó con nervios y ajetreo por todos los corredores del castillo. Ni siquiera un primer día de curso causaba tanto revuelo en la escuela. Los aprendices no cesaban de preguntarse qué opciones les resultarían posibles y si habría plazas para todos. Había quien, incluso, se negaba a comentar su decisión entre los compañeros por temor a que se la pisaran. Otros, menos honestos aún, preferían la vía del engaño, y mentían sobre lo que tenían intención de seleccionar. Había tácticas para todos los gustos.
Una vez más, después del desayuno el comedor cerró sus puertas para engalanarse. En breve, allí quedarían instaladas las sillas y la gran mesa, donde se efectuaría la correspondiente elección ante la directora Flessinga, los profesores y un fedatario público de la alcaldía de Windbourgh.
A medida que pasaban los minutos, se fueron reuniendo los aprendices de cuarto. A las diez y media, todos se agolpaban ya frente a las puertas del comedor cuando éstas se abrieron de par en par. Sin esperar orden alguna, los jóvenes se adentraron en masa y fueron ocupando las sillas forradas en terciopelo rojo que habían quedado colocadas en forma de media luna, orientadas hacia la larga mesa que había al fondo. La excitación se palpaba en el ambiente, con incesantes comentarios y gritos de nerviosismo. Al final fue el maestro Tronero quien, haciendo honor a su apellido, provocó un trueno en la estancia para mandarlos callar.
Con todas las sillas de la mesa principal ocupadas, Mathilda Flessinga se puso en pie y se acercó a un improvisado atril. Desde allí dirigió unas palabras a los que, en pocos instantes, dejarían de ser aprendices.
—Mis queridos y jóvenes amigos —saludó en tono solemne—, siento al mismo tiempo alegría y tristeza en este día tan especial para todos vosotros. Alegría, porque a partir de ahora vuestros sueños se harán realidad y podréis poner en práctica todo cuanto habéis aprendido en estos cuatro intensos años de aprendizaje. Tristeza, porque sé que nada volverá a ser lo mismo sin vosotros. Es cierto que vendrán nuevas generaciones de aprendices, pero, cada una que se marcha deja una huella muy profunda en esta escuela y en mi corazón.
Flessinga se vio obligada a hacer una pausa, pues se vio embargada por la emoción. No importaba que tuviese que repetir el mismo discurso año tras año. Siempre le sucedía lo mismo.
—Durante siglos, los elementales han poblado los distintos puntos del planeta con un único afán: mantener el equilibrio natural —prosiguió, tras emitir un suave carraspeo—. Dentro de unos minutos procederéis a elegir aquellas labores que marcarán vuestro devenir. De aquí saldrán meteorólogos, futuros maestros, controladores aéreos, fabricantes de alfombras mágicas, cuidadores de pegasos… Tareas, todas ellas, tan dignas como importantes, necesarias para preservar ese equilibrio en nuestro mundo. No obstante, sí quiero recalcar una cosa: el trabajo es importante, pero mucho más lo que os rodea. Vuestra familia, los amigos, los vecinos… En definitiva, todos los elementales. Bien sabéis que un buen trabajo no define a un elemental, sino que es la propia persona quien debe definirse a sí misma. Serán vuestra forma de pensar y vuestros actos los que definitivamente os marquen como personas.
»En la reunión que tuvo lugar el pasado mes de abril, ya se os explicó cómo sería el método de elección y el proceso que seguiría en los días venideros. Por eso, no me queda más que desearos muchos éxitos y mucha suerte en vuestras futuras vidas.
Dicho esto, Flessinga regresó a su asiento. El silencio era sobrecogedor y no amenazaba con abandonar la sala. Los muchachos sabían que había llegado la hora de la verdad.
Sucedió en el momento en que el primero de los aprendices se acercaba hasta la mesa para realizar su elección. Cuando la voz de Tronero aún resonaba en la sala, haciendo retumbar el nombre del muchacho («Samuel Atroth»), alguien irrumpió en la reunión. Lo hizo de una manera tan silenciosa que nadie se percató de su presencia hasta que alcanzó la mitad del pasillo. Entonces, los ojos de los aprendices se clavaron en la deslumbrante figura blanca y más de uno se llevó un buen susto por la impresión. Ciertamente, lo último que podían esperar es que un fantasma se presentase en el acto de selección.
—¡Úter! —murmuró Elliot al ver a su tatarabuelo flotando en medio de la estancia. No obstante, no era a él a quien buscaba, sino a Mathilda Flessinga. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? El fantasma completó lo que le quedaba de trayecto hasta la mesa principal, bajo la atenta mirada y los crecientes cuchicheos de los aprendices. La directora, que al verlo aparecer se había puesto en pie, abandonó su sitio de inmediato.
Nadie pudo oír las palabras que salieron de la boca del fantasma, pero debían de ser extremadamente graves a tenor de la desencajada cara que se le quedó a la directora Flessinga. La conversación no duró mucho, pues únicamente intercambiaron unas pocas frases. Poco después, con un asentimiento, el fantasma se volvía hacia la audiencia y se puso a buscar a alguien. Mientras, la directora regresó a la mesa.
—Osvaldo, Lucilda —llamó.
Fue todo lo que la oyeron pronunciar, pues la atención no tardó en desviarse a otro lugar.
—¡Elliot! —gritó el fantasma, acercándose hasta el lugar en que se encontraba sentado el muchacho.
—¡Úter! —exclamó éste, inclinándose hacia delante. Salvando a Coreen, que ya había oído hablar del fantasma, la mayoría de los compañeros que había sentados a su alrededor lo contemplaban atónitos—. ¿Qué sucede? ¿Por qué has venido hasta aquí?
—Lo siento, Elliot. No hay tiempo para explicaciones. Debes venir conmigo inmediatamente.
—Pero… ¿qué pasa con mi elección?
—¿Elección? —repitió Úter en tono airado—. ¡No hay tiempo para elecciones! Debes venir conmigo inmediatamente, ¡vamos!
Elliot vio que Mathilda Flessinga se dirigía hacia ellos. Úter se inclinó sobre el muchacho y le susurró unas palabras al oído.
—Es urgente. Van a proceder a evacuar la escuela.
Elliot se levantó como un resorte.
—¿Qué?
Coreen lo miraba sin comprender absolutamente nada. Elliot le devolvió la mirada encogiéndose de hombros. Era un gesto de incomprensión, pero no le quedaba otra que despedirse de su amigo.
—Lo siento, Coreen, debo marcharme.
—Pero… ¿tiene que ver con…? Ya sabes.
—No lo sé, pero me temo que sí —reconoció Elliot.
—Entonces quiero ayudar.
—Lo siento, jovencito —intervino Úter de una manera un tanto brusca y haciendo evidente su tensión—. El riesgo es demasiado grande. Además, es el Consejo de los Elementales quien ha requerido la presencia de Elliot, por lo que debe ir sin compañía…
—Comprendo —respondió el muchacho en tono alicaído.
—Eh —lo animó Elliot—. Sin ti, no podría haber hecho absolutamente nada. Jamás hubiese encontrado las laderas del Manaslu, me salvaste la vida con aquel tornado… Créeme, nada me gustaría más que pudieses acompañarme en estos momentos.
Los dos muchachos contemplaron al fantasma, que tenía prisa por partir de inmediato.
—Prométeme que, si puedo ser de ayuda, me avisarás —dijo Coreen.
—No lo dudes —confirmó Elliot—. Es más, me pondré en contacto contigo en cuanto pueda.
Los dos amigos se dieron un abrazo de despedida, y Elliot se perdió entre los alumnos mientras oía las voces de Osvaldo Tronero y Lucilda Wings indicando que la sesión había quedado suspendida ante el desconcierto de los presentes. El muchacho, acompañado por Úter, abandonaba el comedor en ese preciso instante.
—¿Me vas a explicar qué pasa? —volvió a preguntar Elliot, aprovechando que el recibidor estaba completamente desierto.
—Algo muy grave, Elliot —fue todo lo que le dijo su tatarabuelo por el momento.
—¡Por los cuatro elementos! ¿Cómo puede estar sucediendo una cosa así? —clamó Mathilda Flessinga—. ¿Y Magnus? ¿Cloris? ¿Aureolus? ¿Están ellos al corriente?
El fantasma asintió, mientras subían las escaleras a toda prisa. Un metro por detrás, Elliot seguía sus pasos sin comprender nada.
—Llegarán de un momento a otro.
La representante del Aire se paró en seco, a punto de sufrir un desvanecimiento. Apoyó sus rechonchas manos sobre los muros de piedra y, bajo la titilante luz de la antorcha que prendía sobre su cabeza, sollozó:
—¡Esto es el fin! ¡La Flor de la Armonía bajo asedio!