LA enorme gárgola, con la frialdad característica de la piedra en la que tenía por costumbre transformarse, contempló con rostro inexpresivo al muchacho.
Por unos instantes, Elliot tuvo la impresión de que la criatura no sabía nada sobre aquel hechicero que tantos quebraderos de cabeza le había producido durante los últimos meses. Transcurridos unos segundos que parecieron una eternidad, por fin habló.
—Has planteado la cuestión de una manera muy abierta. ¿Puedo saber a qué se debe tu interés por esta información? —dijo con educación la gárgola, en un tono solemne que retumbó por las paredes del sótano.
—No —contestó Elliot con rotundidad, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño—. He resuelto el acertijo que me has planteado, y tengo derecho a que contestes a mi pregunta.
—Lo sé —replicó la gárgola—, pero es mi deber advertirte que esa información podría poner en peligro tu vida… y la de las demás personas que se encuentran aquí presentes.
Elliot respiró profundamente y notó que la túnica de Eric se agitaba incómodamente a sus espaldas. No esperaba que las gárgolas tuviesen arrebatos de conciencia y pensasen en las consecuencias que podían traer sus comentarios. Comenzaba a exasperarse. ¿Sería acaso alguna treta para no soltar prenda?
—Escúchame —dijo Elliot alzando la voz. Estaba comenzando a perder la paciencia—, si temiese por mi vida, probablemente no hubiera venido hasta aquí a despertarte. Acabo de enfrentarme a una hidra de siete cabezas y te puedo asegurar que lo que me cuentes no me va a asustar en absoluto. Así que haz el favor de hablar de una vez.
—Joven, admiro tu valentía. De todas formas, yo no estaría tan seguro de lo que dices… —contestó la gárgola, pero calló al ver el rostro del muchacho. Por muy difícil que le resultase, parecía dispuesto a estrangularla en cualquier momento—. Ahora bien, si es tu deseo seguir adelante… Elliot gruñó y la criatura comenzó a hablar. —Nos remontamos al año 1799, época en la cual Weston Lamphard se asentó definitivamente en esta mansión, emplazada a las afueras de Hiddenwood. Es posible que ya sepas que este gran hechicero perteneció al Consejo de los Elementales en los años 1798 y 1799, como representante del Aire. Por mi parte, desconozco los detalles de su experiencia en aquel cargo, pues únicamente tengo constancia de los sucesos acaecidos en esta vivienda, que son posteriores a esa etapa. No obstante, a tenor de lo escuchado, sí puedo decirte que para él debió de ser una experiencia tan corta como intensa.
—Lo sé —contestó Elliot, pellizcándose el labio inferior—, de hecho, me interesa especialmente el período de su vida, digamos, posterior al Consejo. Precisamente el que tú conoces…
—En ese caso, supongo que te seré de mayor utilidad —reconoció la criatura, antes de proseguir con el relato—. Como decía, es en el segundo semestre de 1799 cuando Weston Lamphard se muda definitivamente a esta vivienda, que él mismo edificó.
—¿Construyó él solo esta vivienda? —interrumpió Eric sin dar crédito a las palabras de la gárgola. Sonaba a un embuste de gran calado—. Tuvo que hacerlo con ayuda de la magia, porque si no…
—Weston era un hechicero increíblemente poderoso, capaz de eso… y mucho más —aclaró la gárgola, asintiendo con la cabeza ante la afirmación de Eric—. Como en numerosas ocasiones decía, éste sería el refugio que le acogería hasta el fin de sus días… como así fue.
»No obstante, esta mansión sufrió modificaciones sustanciales con el paso de los años. Debéis saber que este sótano no se construyó cuando se edificó la casa. Su planificación es posterior. Por aquel entonces yo estaba ubicada en el recibidor, frente a la puerta principal. Desde allí podía estar al tanto de todo lo que ocurría en la residencia que, dicho sea de paso, no era mucho. En ocasiones veía pasar al amo de la casa, caminando y hablando solo. Fue así como me enteré de cómo había llegado al Consejo de los Elementales, y de cómo se había visto obligado a abandonar el puesto que tanto le había costado alcanzar. Weston Lamphard albergaba un gran sufrimiento en su interior, puedo dar fe de ello.
—¿Sabes algo sobre cómo… dejó el Consejo? Me refiero a si… dimitió, o algo por el estilo.
La criatura hizo un gesto con su bocaza que difícilmente podía haber sido interpretado como una sonrisa.
—A menudo podía oírsele quejándose y lamentándose por su cobardía —dijo la gárgola—. No había un solo día en el que no lo hiciera. Pasaba por aquí, cabizbajo, diciendo que no había tenido suficiente valor para confesarle al Oráculo su error. Simplemente renunció al puesto, pues se veía desbordado, debido a su juventud y a su falta de experiencia.
—¡¿Renunció?! ¿Quieres decir que se marchó sin más? —preguntó Elliot con creciente indignación.
—Eso fue lo que hizo: marcharse. Bien lejos, debo añadir —prosiguió la criatura de piedra—. Quería mantenerse lejos de los elementos a los que estaba asociado, Fuego y Aire. Precisamente por eso decidió asentarse en este lugar, tratando de ahuyentar los temores de ser encontrado algún día.
—¿Has dicho… encontrado? Imagino que, si fue una renuncia y no una deserción, no serían ni el Oráculo ni los miembros del Consejo quienes irían tras él —comentó Elliot con suspicacia, al tiempo que se volvía y miraba a sus compañeros buscando su aprobación. Entonces preguntó—: ¿Te refieres al ifrit que creó Lamphard? ¿Era eso lo que temía?
—Veo que conoces algo del tema —asintió la gárgola haciendo una breve pausa—. Efectivamente, en el centro de todo esto se hallaba ese ifrit, que con la llegada del nuevo siglo terminó cumpliendo su venganza.
Elliot chasqueó sus dedos y señaló a la gárgola.
—Eso me interesa. Explícame lo que sucedió lo más detalladamente posible, por favor.
Obedeciendo las órdenes de quien había desentrañado su enigma, la gárgola comenzó el relato.
—Sucedió el decimotercer día del primer mes del año 1800. Durante todo el día, el amo Weston había estado especialmente nervioso. Aunque no llevase demasiado tiempo confinado en esta casa, su mal carácter se había acentuado. Además, el hecho de verse privado de tanta gloria y de la adulación de la gente lo estaba volviendo cada vez más maniático. Las supersticiones también se fueron apoderando paulatinamente de él. Por ejemplo, ponía especial cuidado a la hora de manipular un espejo o la sal en las comidas. Cuando le zumbaban los oídos, se mostraba convencido de que alguien estaba hablando mal de él. Y si sentía un escalofrío repentino, gritaba exaltado que una persona acababa de pisar la que sería su futura tumba.
»Aquél era un día trece, lunes; pero trece, al fin y al cabo. Weston Lamphard no podía soportar ese número y, durante todo el día, se movió de aquí para allá como un basilisco diciendo que tenía un mal presentimiento. Vociferaba que el momento estaba cerca, que sentía «su» poder muy próximo. A medida que transcurría la jornada, su estado de salud mental se fue agravando hasta que, al caer la noche, sus augurios se volvieron reales.
»De pronto, un escalofrío le sacudió la espalda y le puso los pelos de punta. Aquello dio rienda suelta a su locura. Debido a la angustia que padecía, sus ojos estaban inyectados en sangre y la piel de su rostro había adquirido tintes violáceos. Gritó sin cesar, hasta quedarse prácticamente afónico, que el ifrit estaba allí, que había venido a acabar con él y que, sin lugar a dudas, aquélla iba a ser su tumba. El ifrit pretendía acabar con él en su propia casa.
»Justo en aquel instante, como si alguien hubiese encendido una bola de fuego mágica, un relámpago iluminó los exteriores. Era invierno y un grueso manto de nieve rodeaba la casa. El cielo estaba encapotado, pero no amenazaba mal tiempo. De hecho, nunca solía llover por esta zona en la época invernal. Hacía tanto frío que lo habitual era ver caer grandes copos de nieve a través de la ventana, día tras día. Aun así, algo extraño se estaba avecinando, pues comenzó a diluviar y un rayo hizo temblar los cimientos de la casa. Fue el estruendo del trueno el que definitivamente acalló los aullidos del amo.
»Aquello pareció devolver la cordura a Weston Lamphard. Como si hubiese asumido de golpe lo que estaba a punto de acontecer, sus nervios se calmaron, su tez recuperó el color sonrosado y, con la cabeza bien alta, recibió el primer impacto en la aldaba de la puerta principal. Paredes, cuadros y muebles se estremecieron al instante. No así el amo, que permaneció en el recibidor, a un lado, aguardando a que llegase el endemoniado ifrit. Hubo una segunda y hasta una tercera sacudida. Fue entonces cuando el escudo mágico que protegía la puerta cedió y la puerta reventó en miles de astillas.
»Un nuevo relámpago recortó la silueta del recién llegado: el ifrit. Se adentró en el recibidor y el amo Weston le hizo frente con toda la valentía de la que fue capaz. Lamentablemente, de poco o de nada sirvieron sus esfuerzos por hechizarle. Cualquier encantamiento era repelido por el genio maligno como si fuese una bocanada de humo. El amo peleaba tan vigorosa como inútilmente. No tenía ninguna posibilidad. Era como ver a una mosca tratando de luchar con un camaleón. A la legua se veía que el amo nada iba a conseguir y que, tarde o temprano, la ira del ifrit recaería sobre él.
»Y así fue.
»Estimo conveniente añadir que el ifrit venía en busca de algo. Cuando el genio se cansó de tantas arremetidas, le preguntó al amo Weston por una urna. Una vasija que, según el genio, el señor guardaba celosamente en aquella casa. De los métodos de tortura que empleó el genio para sonsacárselo, os ahorraré los detalles. No obstante, puedo decir que fueron diversos y crueles, pero en absoluto fructíferos. Sea como fuere, estuviera donde estuviere, el amo no confesó dónde estaba la codiciada urna.
—¿Y qué sucedió con Weston Lamphard? —Incapaz de contenerse, había sido Gifu quien había formulado la pregunta desde el fondo de la habitación. Sin embargo, podía haber sido cualquiera de los demás, pues estaban tan intrigados como él.
La gárgola les dirigió una mirada apesadumbrada y, acto seguido, focalizó sus ojos hacia su derecha, a otro punto de la estancia.
—Fue… fue algo espantoso —contestó. Era la primera vez que Elliot percibía verdaderos sentimientos en la voz de la criatura de piedra—. Le lanzó una maldición y… y…
—¿Y… qué? —En esta ocasión fue Úter el que demandó la aclaración—. No irás a decirnos que fue condenado a vagar eternamente por esta casa…
Pero la gárgola negó con la cabeza.
—Fue algo peor que eso. Mediante esa maldición, lo… lo transformó en un… espejo —confesó, sin apartar la vista de su derecha.
—¿En un espejo? —replicaron los demás al unísono, sin dar crédito a lo que sus oídos acababan de oír.
—Su sentencia fue firme y sus palabras muy claras —anunció la gárgola con voz solemne. En ese instante, como si fuese el narrador de un cuento, procedió a contarlo con pelos y señales:
—Muy pocos mortales habrían tenido la resistencia que has demostrado por no revelar una información que sólo tú guardas. Precisamente ese secreto tan valioso, y no el hecho de que seas quien me trajo a este mundo, me impide acabar contigo de una manera fulminante. No puedo permitirme ese lujo… No por el momento. No obstante, te condenaré a permanecer en este mundo bajo una apariencia que perdure durante todos los siglos que hagan falta, hasta que encuentre la vasija… o decidas hablar. Porque, sí, con tu nueva apariencia tendrás el poder para comunicarte. Aunque únicamente podrás hacerlo con una persona a la que la Madre Naturaleza haya dotado de control sobre los cuatro elementos… como yo —aclaró, esbozando una sardónica sonrisa—. Algo que, como bien sabes, jamás ha acontecido en la historia elemental. Dudo mucho que exista alguien con semejante poder, pero, llegado el caso, las posibilidades de que esa hipotética persona dé contigo serían tan remotas…
—Tus amenazas no me dan miedo alguno —escupió con altivez Weston Lamphard, sosteniéndose en pie a duras penas—. Puedes hacer conmigo lo que quieras, pero algún día alguien vendrá y te derrotará. Además, dudo que me puedas convertir en algo que perdure tanto tiempo.
El ifrit soltó una risotada despreocupada. Obviamente, no creía en absoluto las palabras de Lamphard.
—Amigo mío, te aseguro que te equivocas —repuso el genio, muy seguro de sí mismo—. A partir de ahora adoptarás la apariencia de un espejo. Bien sabes el incalculable valor que tienen estos objetos dentro del mundo elemental. Pero no será un espejo cualquiera, no. Estará recubierto con tanta riqueza que, difícilmente, tus herederos podrán desprenderse de él. La codicia humana no tiene límites. Y, te lo puedo asegurar, ellos no serán menos.
—Bien sabes que no tengo hijos —escupió Lamphard.
—Pero sí tienes dos hermanos… —repuso el ifrit, asestando un nuevo golpe al maltrecho hechicero—. No sé si me habrás oído correctamente, pero no dije descendientes… sino herederos.
—Si tan seguro estás de lo que dices, en ese caso, cualquiera de ellos me podrá vender y hacer fortuna. De esa manera, perderías mi rastro y jamás volverías a encontrarme… Como verás, tu plan no es tan perfecto.
—Weston, Weston, no menosprecies mi inteligencia. Como podrás comprender, ésa fue una de las primeras cosas en las que pensé. Soy perfectamente consciente de que mi principal amenaza sería que se desprendiesen de ti por un despreciable puñado de esmeraldas o rubíes. A decir verdad, me fastidia decirlo, pero vales bastante más. Precisamente por eso, una segunda maldición recaerá sobre todos aquellos que te hereden —dijo el ifrit, relamiéndose con sus palabras al tiempo que contemplaba el sufrimiento del derrotado elemental. Estaba jugando sus cartas mejor que nunca—. Eso no te lo esperabas, ¿verdad?
Los ojos de Weston Lamphard no podían mostrar otra cosa que pavor. Hacía un buen rato que había dejado a un lado el miedo por lo que pudiera pasarle. Al fin y al cabo, él era el responsable de que ese maléfico ifrit pululase por el mundo y él pagaría por ello. Pero el hecho de poner en peligro a los que viniesen detrás de él… ¡Le estaba amenazando con una maldición sobre ellos! Aun así, no podía ceder ante ningún chantaje. Ante ninguno. Su sufrimiento interno era tal que no pudo evitar que una pequeña lágrima se escapase de sus ojos enrojecidos.
—Ya que no me vas a entregar la Flor de la Armonía, ésta es tu última oportunidad para decirme dónde has escondido mi urna, Lamphard —anunció el genio sin perder la calma.
Pese a todas las emociones y los sentimientos que lo embargaban por dentro, Weston Lamphard hizo un movimiento de negación con la cabeza. Jamás lo diría. Jamás.
—En ese caso, que se cumpla lo establecido —dictaminó el ifrit, haciendo una inclinación de cabeza. Inmediatamente después, con una voz tan potente que hizo temblar las paredes igual que los truenos que resonaban en el exterior, exclamó—: ¡Yo te condeno, Weston Lamphard, a permanecer bajo la apariencia de un bello espejo enjoyado el resto de los días! Asimismo, tendrás una inscripción en la parte frontal que podrá ser leída únicamente por aquellos que te hereden. Con ella, se les mostrará el sucio y traidor linaje al que pertenecen, y la deshonra que supondría desprenderse de semejante objeto maldito. Asimismo, se les conminará a vestir permanentemente de negro, como señal de duelo por el mal que has hecho al mundo elemental. Un mal que, desde ya mismo, ha comenzado a sembrar el caos en el mundo. Un mal que ha terminado contigo, Weston Lamphard.
—Esas fueron las últimas palabras que pronunció Tánatos antes de transformar al amo Weston en este espejo… —concluyó la gárgola.
No transcurrieron ni dos segundos antes de que el grupo de amigos reaccionase ante lo que acababan de escuchar.
—¿Cómo has dicho?
—¿Puedes repetir ese nombre?
Ciertamente, se habían quedado helados, más que por la propia historia, por el nombre que acababa de pronunciar. La gárgola, por su parte, no tuvo problema alguno en repetir lo que acababa de decir.
—He dicho que ésas fueron las últimas palabras que pronunció Tánatos antes de…
Pero Elliot le impidió que terminara la frase.
—¿Tánatos? ¿Te refieres al Tánatos que…? Ya sabes, al Tánatos que todos conocemos.
—No sé a qué te refieres —reconoció la criatura, encogiendo ligeramente sus fornidos hombros—. Hace mucho tiempo que nadie me despertaba para tener una conversación de estas características.
—¿Mucho tiempo? —Elliot era incapaz de contener su curiosidad. A medida que iba recabando información, se percataba de cuántas más cosas desconocería—. ¿Estás hablando de meses? ¿Años, tal vez? ¿Quién fue la última persona con quien hablaste de esto?
—Demasiadas son las preguntas que formulas, joven —le echó en cara la gárgola, cruzándose de brazos y mostrando a su vez sus poderosas garras—. Si llego a saberlo, te hubiese planteado un acertijo diez veces más complejo. De hecho, esas preguntas difieren mucho de la cuestión que deseabas conocer en un principio y, por ello, lo justo sería que te plantease un nuevo enigma, ¿no crees? No obstante, empiezas a caerme bien. Por eso, si me lo permites, antes de seguir adelante con esta conversación, quisiera formularte una pregunta.
Elliot dudó. ¿Significaba eso que iba a plantearle un nuevo acertijo? Oía los murmullos de Gifu y Eric a sus espaldas, que no parecían muy convencidos con la proposición de la gárgola. Sin duda, no les gustaban nada los afilados garfios que sobresalían de las garras de la criatura. Algo que, por otra parte, no parecía preocupar en exceso a Úter.
—Está bien —aceptó finalmente Elliot. Si le caía bien a la gárgola, no osaría atacarle… ¿o sí?—. Hazme esa pregunta.
—No es ni la primera, ni la segunda vez que vienes por aquí —comentó la criatura, dando a entender que las gárgolas, pese a permanecer en estado de letargo, se enteraban de cuantas cosas sucedían a su alrededor—. De hecho, tengo la impresión de que has sido capaz de comunicarte con el espejo… con el amo Weston. ¿Me equivoco?
—No te equivocas.
—En ese caso, teniendo en cuenta todo lo que hemos hablado, tampoco creo que me equivoque si afirmo que eres un elemental… único. Recordando las palabras que dijera Tánatos, tus habilidades han de ser compatibles con los cuatro elementos, ¿no es así?
—Efectivamente, la Madre Naturaleza así lo ha querido —reconoció Elliot, sorprendido ante la capacidad de raciocinio de la criatura de piedra.
—En ese caso, supongo que estarás preparado para seguir adelante con esta misión que el destino te ha encomendado.
Elliot permaneció tan callado como sus compañeros.
—Hace ya unos cuantos años que apareció por aquí el último de los Lamphard…
—¿Te refieres a Goryn? ¿Goryn Lamphard?
—El mismo —confesó la gárgola—. Aquélla fue la única vez que bajó al sótano para enfrentarse al espejo. Fue entonces cuando le fue revelada la leyenda del espejo y habló conmigo.
—¿Quiere decir eso que Goryn conoce el secreto de… de Tánatos? ¿Está al tanto de su naturaleza?
La gárgola asintió.
—Como cualquier Lamphard, lo sabe…
—¿Os dais cuenta de lo importante que es todo esto? —dijo Elliot, dirigiéndose a sus amigos—. ¡Tánatos es el ifrit que creó Weston Lamphard en su día! ¡Tiene que serlo! Teniendo en cuenta lo que dice el diario que encontramos en el Manaslu, todas las piezas comienzan a encajar… Empezando por su longevidad. Un ifrit no es una persona normal y, por lo tanto, no muere como una persona normal.
—Cierto —convino Gifu, esbozando una picara sonrisa—, en eso le gana hasta a nuestro amigo el fantasma.
—Gifu, no es un buen momento para bromas —le espetó Eric—. Todo esto es muy serio a la vez que grave.
—Lo sé, y no estaba bromeando —reconoció—. Tánatos ya estaba causando daño mucho antes de que Úter… Finías Tomclyde naciera.
—Efectivamente —se mostró de acuerdo el fantasma—. Ese ifrit debe de tener más de doscientos años de historia, que se dice pronto.
—Doscientos años… —murmuró Elliot a media voz—. Cifra que se corresponde, de alguna manera, con la conocida leyenda de sir Alfred de Darkshine, según la cual anduvo por esta zona y debió de enfrentarse al poderoso espíritu de la Gran Secuoya. Al menos es lo que cuentan los lugareños…
Transcurrieron unos segundos de reflexión, antes de que Eric lanzase la pregunta que merodeaba por la mente de todos los presentes.
—¿Por qué Goryn no ha dicho nada a los miembros del Consejo? Precisamente él ha estado siempre muy próximo a ellos y podía…
—Esa es la cuestión: no podía —replicó la gárgola, volviendo a intervenir en la conversación.
—Pero…
—Todo sucedió poco antes de fallecer su padre —constató la criatura—. Fue entonces cuando éste le mostró esta cámara y le hizo jurar lo mismo que le hicieran a él en su día. Lo que hay guardado en este sótano, en este sótano se quedaría. Nada de lo que viese u oyese debería salir jamás de este lugar. Era un juramento inquebrantable por el honor de los Lamphard. Por el poco que les quedaba…
—Además, él jamás tuvo acceso al diario de Weston Lamphard, ¿recuerdas? —Era Elliot quien había intervenido, dando una muestra de apoyo al que fuera su maestro de Naturaleza—. Nadie en dos siglos había sido capaz de acceder al despacho escondido en la cordillera del Himalaya.
—Tienes razón —dijo Eric.
—En cualquier caso, es tremendamente pesada la carga que acarrea desde entonces el bueno de Goryn —prosiguió Elliot—. Eso explica que siempre le veamos enfundado en una túnica de color negro…
—Tal como dicta la maldición que profiriera Tánatos contra los Lamphard —completó Úter.
Elliot meneaba la cabeza sin poder creerse lo que estaba oyendo. Todo aquel tiempo desde que conociera a Goryn, jamás lo había visto flaquear. Intuía que, si había permanecido cerca del Consejo de los Elementales, era porque así podía tener información acerca de Tánatos, de forma que algún día tuviera la oportunidad de combatir contra él por su honor. Por el honor de los Lamphard.
—No obstante, es muy probable que desconozca el verdadero potencial de Tánatos —afirmó Elliot, todavía pensando en Goryn—. Como revela el diario, el ifrit fue creado con poderes sobre los cuatro elementos…
—Y Tánatos busca desesperadamente la Flor de la Armonía —concluyó Úter—. Si lo consigue…
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Eric—. ¡Estaríamos hablando de un ser indestructible!