MIENTRAS Coreen se quedaba en Windbourgh muy a su pesar, Elliot y Eric regresaron a sus hogares para celebrar el Fin de Año en familia. Elliot prometió a sus amigos que les mantendría informados de cuanto sucediese una vez hablase con Úter Slipherall.
Ya en Hiddenwood, Elliot hubo de hacer un colosal esfuerzo para engullir los doce fresones con los que tradicionalmente se inauguraba el nuevo año en las ciudades del elemento Tierra. Estaban francamente deliciosos a la vez que jugosos, pero no le pasaban por la garganta. La tenía tan agarrotada como su estómago, tal era su estado de nerviosismo. ¿Qué pensaría Úter una vez le mostrase el diario? ¿Se enfadarían los miembros del Consejo con él por haber metido las narices donde nadie le llamaba? ¿Y si la Flor de la Armonía se ubicaba allí? ¿Sería necesario cambiarla? Todas estas y mil preguntas más le atenazaban la mente de tal manera que apenas pudo con el tercer fresón.
—Ya sabes, te espera un año de mala suerte si no los terminas —bromeó su padre, mientras Pinki no dudaba en zampárselos a picotazo limpio.
Pasó la noche en un incómodo duermevela, esperando que llegase la mañana siguiente. Cuando amaneció, Elliot estaba tan ojeroso que el loro se sobresaltó al ir a despertarle.
Afortunadamente, no hay nada que no arreglen una ducha bien fresquita y unas gachas recién preparadas acompañadas de un bizcocho de chocolate con avellanas recién horneado. Una vez se encontró más restablecido, Elliot se enfundó una buena túnica de abrigo y salió de casa. Había quedado en verse con Gifu a mediodía frente a la cabaña de su tatarabuelo.
Podía haberse evitado la caminata por el blanco y destellante bosque haciendo uso del espejo de su dormitorio, pero, pese a las protestas del duende, Elliot había preferido andar. Acompañado por su mascota, con aquel refrescante y prolongado paseo deseaba ordenar esas ideas que por la noche habían quedado un tanto enmarañadas. No quería dejarse nada en el tintero cuando le contase a Úter la increíble historia del diario.
—¡Elliot! —castañeteó Gifu, dando pequeños brincos sobre la rama de un abeto. Hacía lo que fuera con tal de no tragarse toda aquella nieve—. ¡Menos mal que eres puntual!
—No lo dudes. Pero ¿por qué no has entrado en casa de Úter? Podías haberme esperado allí dentro.
—En realidad, lo he intentado —confesó Gifu, encogiéndose de hombros—, pero sin duda Úter no tiene muchas ganas de verme, porque no abre la puerta.
—Vamos, Gifu. No creo que os llevéis tan mal como para que te deje fuera y agarres un buen constipado.
—Uy que no. Si tú supieras…
El aprendiz prefirió zanjar la conversación y se dirigió a la cabaña. Había quedado medio sepultada en uno de sus lados por la abundante nieve caída en los últimos días. Úter ni siquiera se había molestado en retirarla, porque para él no era necesario abrir las puertas ni las ventanas. Siempre esperaba a que se derritiese. Elliot golpeó la puerta con sus nudillos.
—¡Úter! —exclamó Elliot, sin obtener respuesta alguna—. ¿Podrías dejarnos pasar, por favor? Aquí fuera hace un poco de frío…
Sin embargo, no obtuvieron ninguna respuesta.
—Qué raro —dijo Elliot pocos segundos después—. Habrá salido. Quién sabe, a lo mejor ha decidido tomarse unas vacaciones.
—No me extrañaría nada que se hubiese ido de crucero. A lo mejor le ha cogido afición… —comentó Gifu, esbozando una sonrisa maliciosa—. Lo siento, lo siento.
El duende se disculpó rápidamente al ver el rostro de consternación de su amigo. Aún recordaba cómo dos años atrás, durante la Navidad, engañaron al fantasma para aparecer a bordo del crucero Deep Quest mientras buscaban a los desaparecidos señores Tomclyde. Ciertamente, a Elliot no le acababa de hacer mucha gracia el chiste de Gifu. Aun así, restó importancia al comentario y dejó una pequeña nota clavada en la puerta. Al menos, cuando volviese la vería.
—Hablando de desaparecidos… —dijo Elliot separándose de la puerta—, ¿tenemos alguna noticia de Merak?
—Ninguna. Me tiene preocupado de veras —reconoció el duende, con un semblante serio nada habitual en él—. Creo que deberíamos comenzar a buscarlo.
—Puede que tengas razón. Lleva demasiado tiempo sin dar señales de vida. Tal vez sería conveniente hablar con Cloris Pleseck al respecto. El duende asintió.
—Bueno, tenemos todo un día por delante —dijo Gifu cuando iniciaron el camino de regreso—. ¿Tienes pensado hacer algo?
—Con este frío, no me apetece pasar mucho tiempo fuera de casa. Además, no sería mala idea que comenzase a practicar el hechizo del aura —reconoció Elliot—. Después de todo, no sería nada extraño que la nereida Mariana hubiese estado siguiendo mis pasos.
—Ah —dijo Gifu haciendo un mohín—. En ese caso, no creo que pueda serte de mucha ayuda.
—Pues, ahora que lo dices… sí. Necesitaré alguien en quien practicar el hechizo —apuntó Elliot, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Y duele?
—No. No lo creo —afirmó el joven—. Si doliese, no sería un encantamiento discreto. No tendría sentido que hechizase a una persona para seguirla si ésta sabe que lleva encima un aura. —Lo que dices tiene sentido…
Y prosiguieron su agradable paseo hasta que otearon las primeras viviendas de Hiddenwood. Bordearon el linde del bosque hasta pasar frente a la desangelada mansión de los Lamphard. Vestida de blanco perdía gran parte de su aire tétrico, aunque las gárgolas de la entrada seguían causando la misma sensación de respeto. Cinco minutos después, se hallaban en el recibidor de la vivienda de los Tomclyde despojándose de sus ropas de abrigo.
—Espérame aquí mientras voy a por el manual —indicó Elliot con un ademán, antes de perderse por la escalera que llevaba a su dormitorio.
Instantes después, el aprendiz bajó con el grueso volumen azul que Úter le había entregado la última vez que se vieron. Se adentraron en el salón y desplazaron algunos muebles aprovechando que los padres del joven no estaban en casa. Así podrían practicar los hechizos a sus anchas.
—Bien, vamos a ver qué dice el libro —dijo Elliot, sentándose sobre el único sofá que había quedado sin reubicar.
En principio, no parecía un hechizo excesivamente complicado. El texto explicaba claramente que era indispensable ejecutarlo sobre un ser vivo, pues eran las propias constantes vitales del ser hechizado las que mantenían activo el conjuro.
Otra de las premisas en las que hacía especial hincapié el manual era en la discreción con la que debía practicarse el hechizo. Tratándose de un recurso de espionaje o seguimiento, debía ser ejecutado sin ser visto u oído.
Una vez leídas las aclaraciones introductorias, el texto explicaba cómo debía realizarse. Al parecer, era fundamental disponer de suficiente luz en el lugar, pues aquello facilitaba la nitidez del brillo del aura. Para Gifu lo importante eran los efectos secundarios. Suspiró aliviado cuando Elliot le confirmó que no sentiría dolor alguno y que el resto de detalles del manual carecían de importancia.
—Entonces vamos allá —dictaminó el muchacho cuando consideró que lo tenía todo claro.
Envalentonado, Gifu se desplazó unos metros y se puso de espaldas a su amigo. Pinki observaba todo atentamente desde su rincón favorito de la habitación.
—Áureo! —pronunció Elliot en un susurro casi inaudible.
—¿Ya está? —preguntó Gifu, dándose media vuelta—. No he sentido nada.
Al ver la cara seria de Elliot, el duende se preocupó.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
—Por nada, por nada.
Elliot miró primero a Pinki y le susurró algo. Acto seguido, volvió a mirar al duende. Resultaba gracioso, casi cómico, verlo brillar como una pequeña bombilla.
Quizá fue el grito de Pinki lo que más le alarmó.
—¡Feo, feo!
—¿Qué me has hecho? ¡Quítamelo! ¡No tiene ninguna gracia! —le espetó Gifu, que pensaba que había sufrido alguna mutación de su cuerpo—. ¿Así tratas a tus amigos?
—Tranquilo, no ha pasado nada —dijo Elliot entre carcajadas—. Pinki y yo queríamos gastarte una pequeña broma…
El duende lo miró ceñudo, de brazos cruzados. Obviamente, se había sentido ofendido por que le tomaran el pelo.
—No me extraña que seas el tataranieto de Úter —dijo, antes de que ambos soltaran una sonora carcajada.
—La verdad es que el aura ha salido bastante debilitada —reconoció Elliot entonces—. Creo que tendremos que practicarla bastante más…
Justo en ese instante, sonó una campanilla a sus espaldas. Era el inconfundible sonido de que acababa de llegar un mensaje por Buzón Express. Elliot se acercó al cajetín dorado y extrajo el pergamino atado con un lazo azul. Se llevó una buena sorpresa al ver que iba dirigido a él.
Querido Elliot: ¿Qué tal has pasado las Navidades? Algún día me gustaría visitar Hiddenwood. Debe de ser precioso eso de levantarte todos los días y contemplar por la ventana una ciudad completamente nevada. Los que vivimos en las ciudades del elemento Agua no tenemos esa suerte… No queda nada para que dé comienzo el segundo trimestre del curso. Cada vez estamos más cerca del final, y sigo sin saber qué va a ser de mi futuro. ¿Has pensado tú algo? Los maestros no tardarán en comentarlo en las próximas lecciones. Por cierto, ¿has tenido noticias de… Mariana? A lo largo de las Navidades han detenido al menos a una docena de personas, pero todos han quedado absueltos. ¿No crees que es extraño que haya desaparecido de la faz de la Tierra? Me imagino que la gente esperaba que actuase con prontitud, pero sigue sin dar señales de vida. Comienzo a estar intranquila. ¿Y si tenías razón en tus suposiciones? No dejo de pensar en ello… Según nos han contado mis tíos, a pocas millas de Lagoonoly han encontrado unos cultivos completamente destrozados y la gente tiene miedo. Nadie sabe por qué, pero el agua está distinta. Se ve de otra manera. Espero que tú estés bien y por Hiddenwood las cosas vayan un poco mejor que en las profundidades del mar. Besos deEloíse.
No era la primera carta que Elliot recibía durante sus vacaciones navideñas. Se habían acordado de él el señor Humpow, guardián de la escuela de Blazeditch, y también Goryn, entre otras personas. También lo hizo Sheila, pero su felicitación fue a parar directamente a la basura. Elliot seguía sin perdonarla por su traición del verano anterior. Ni siquiera en Navidad.
—Vaya, da la impresión de que las corrientes andan un poco revueltas en el elemento Agua —opinó Elliot, enrollando el pergamino de nuevo—. Este clima enrarecido comienza a recordarme al que vivimos el año pasado en Blazeditch. Ciertamente, no augura nada bueno.
—Tiene toda la pinta —corroboró Gifu—. ¿A qué se referirá con eso de que el agua se ve distinta? No me extrañaría nada que un nuevo kraken anduviese suelto y hubiese perdido tinta…
Elliot lo miró con cara de sorpresa.
—¿Cuántos krakens crees que hay en este mundo? —ironizó el muchacho.
—Si se reproducen, supongo que habrá más de uno —respondió el duende torciendo el gesto. Obviamente, no había captado el sarcasmo de su amigo—. No sé, digo yo…
—Oh, Gifu, déjalo. ¿Por qué no practicamos un poco más el encantamiento del aura?
El duende accedió a regañadientes a hacer, una vez más, de conejillo de indias. La verdad es que no tuvo muchos motivos para quejarse, pues, poco a poco, Elliot iba ganando en confianza y el hechizo le salía mejor a cada intento. Gifu no sentía dolor alguno. De hecho, no percibía las diferencias cuando su cuerpo quedaba resaltado con ese brillo dorado que, como indicaba el manual, únicamente percibía su creador. Así pasaron el resto de la jornada, hasta que regresaron los señores Tomclyde y se vieron obligados a colocar todo el mobiliario en su sitio.
Durante los días siguientes, Elliot no pudo apartar de su mente los acontecimientos recientes. Tenía la corazonada de que el descubrimiento en el Manaslu era importante. Lo suficiente como para no dar un paso en falso. Por eso era necesario hablar con Úter antes que con ninguna otra persona. Sin embargo, como el fantasma tardó unos cuantos días en aparecer, Elliot hubo de entretenerse practicando el aura aquí y allá. Pinki lo recibió en un par de ocasiones, pero los que más lo sufrieron fueron los murciélagos que revoloteaban por los alrededores de la casa de los Tomclyde al atardecer. Encaramado a su ventana, el aprendiz les lanzaba el hechizo y los veía zigzaguear en el aire como gigantescas luciérnagas en mitad de la noche. Era un bello espectáculo.
Por otra parte, no consiguieron hablar con Cloris Pleseck, pero sí lo hicieron con Goryn. Seguían sin noticias de Merak, y tanto Elliot como Gifu le transmitieron su intranquilidad. El último de la estirpe de los Lamphard casi les abroncó por no haberle avisado antes, pues ningún gnomo tardaba más de dos meses en cerrar un trato. Tenía que haberle ocurrido algo, y decidieron preparar carteles para iniciar su búsqueda.
Úter regresó a tiempo. Precisamente el día antes de que Elliot volviese a la escuela de Windbourgh para comenzar el segundo trimestre, el fantasma se personó en el salón de los Tomclyde, nada menos que atravesando la chimenea. Su aparición no pudo ser más oportuna, pues, en aquel instante, Elliot, Eric y Gifu se encontraban ensayando el aura por última vez. Eric había vuelto a Hiddenwood un día antes de lo previsto aprovechando que su amigo aún estaba allí. Así disfrutarían juntos de los últimos momentos de vacaciones.
—¡Úter! —exclamó Gifu al ver al fantasma. Se encontraba de cara a la chimenea, esperando a que Elliot le lanzase una nueva aura, cuando el rostro de Úter surgió intempestivamente. Estuvo a punto de quemarse el copete del susto que se llevó—. ¡Eso no ha tenido ninguna gracia!
—¡No podías llegar en mejor momento! —comentó Elliot, haciendo oídos sordos a las quejas de Gifu y a los improperios de Pinki.
—He venido con la urgencia que solicitabas en el mensaje, jovencito —respondió el fantasma.
No perdieron mucho tiempo explicando qué tal les había ido durante las Navidades, y tampoco se detuvieron más de la cuenta con los regalos que habían recibido. Era tal el ansia que tenía Elliot por contar a su tatarabuelo su descubrimiento, que ni siquiera se interesó por el motivo de su ausencia. Sencillamente, no pudo aguardar un segundo más, y soltó como un torrente todo aquello que se le acumulaba en la punta de la lengua.
Úter escuchó atentamente las palabras del muchacho con un gesto imperturbable. Obviamente, la procesión iba por dentro, porque era imposible mantenerse indiferente ante la información que le estaba dando su tataranieto. No le sorprendió lo más mínimo la osadía y la perseverancia del muchacho para sobrevolar la cordillera del Himalaya, buscando el despacho secreto de Weston Lamphard. Sin duda, sus días de juventud se veían reflejados en el aprendiz igual que en un espejo. Además, no era la primera vez que Elliot se lanzaba a la aventura sin temor alguno a las consecuencias. Lo mismo hizo cuando partió sin pensárselo dos veces rumbo a Nucleum para recuperar la Flor de la Armonía; o cuando se adentró en el Laberinto de la Eternidad, de donde nadie había logrado salir jamás hasta entonces. Sin duda, en Elliot se daba una intrínseca combinación de impetuosidad y valentía que era tan arriesgada como efectiva.
La falsa calma del fantasma se vio sacudida cuando el joven describió el extraño plano tridimensional que encontraron en la gruta. Todo apuntaba a que en aquella talla se reflejaba el escondite de la Flor de la Armonía. Lívido, Úter reaccionó al instante:
—Repite, repite eso último que acabas de decir —ordenó, tan aprisa que las palabras estuvieron a punto de trabársele.
—Lo que digo es cierto. Eric puede corroborarlo —insistió Elliot, señalando a su amigo—. Cuando acercabas el dedo a un pico, éste desprendía su nombre como si de una nubecilla se tratara. Había una enorme catarata —o eso parecía—, junto a la que resaltaba un pequeño punto que, al tocarlo, decía «Laptiterus Armoniattus».
—O, lo que es lo mismo, la Flor de la Armonía —aclaró Gifu, por si el fantasma seguía sin enterarse.
El comentario del duende pasó inadvertido, dada la inquietud que había calado en Úter.
—¡Esto es algo gravísimo! —clamó, poniendo el grito en el cielo—. La Flor de la Armonía al descubierto…
—Ese despacho llevaba cerrado muchísimos años —añadió Eric, restando importancia al asunto—. Es posible que la Flor ahora se encuentre en otro lugar.
El fantasma negó con la cabeza.
—No lo creo. No lo descarto, pero no lo creo. La Laptiterus Armoniattus simplemente se traslada para su florecimiento. Además, siempre se mueve al mismo sitio: el Claustro Magno. Por lo que yo tengo entendido, jamás se ha trasladado a otro lugar.
—Si excluimos Nucleum —se apresuró a añadir Elliot—. No olvides que los aspiretes consiguieron hacerse con ella.
—En cualquier caso, de haberse realizado un cambio de ubicación, se habría hecho con gran secretismo, digo yo… —insistió Eric, volviendo a la conversación.
—No lo dudes. Pero no es la impresión que tengo —repuso Úter, dando un profundo suspiro—. Por favor, decidme que sois los únicos que conocéis ese lugar. Que nadie os ha seguido.
—Salvo Coreen Puckett, nadie más lo sabe —constató Elliot.
—¿Y estás seguro de que…?
—Completamente —interrumpió el aprendiz—. Coreen es de toda confianza y no ha sido suplantado por la nereida. Siempre se ha comportado perfectamente, sin cambios extraños en su personalidad.
—Espero que estés en lo cierto… Aun así, es de vital importancia avisar al Consejo de los Elementales para que se reúna con carácter de urgencia. Ellos son los únicos que pueden contrastar esta información. Esto no me gusta nada…
Esas fueron las últimas palabras que oyeron de boca del fantasma antes de que saliese disparado por el mismo sitio por el que había aparecido. Con cierto sentimiento de culpabilidad, a la vez que intranquilidad, los dos amigos deberían presentarse al día siguiente en sus respectivas escuelas para hacer frente al segundo trimestre de su último curso de aprendizaje. Así se despidieron, prometiendo mantenerse al corriente de cualquier novedad.
Windbourgh seguía inmerso en unas bajísimas temperaturas, agudizadas por el glacial viento que soplaba sin tregua, aunque el cielo seguía tan despejado como siempre. Con aquellas condiciones tan favorables, el maestro Tronero adaptaba las lecciones de Meteorología a su gusto. Si tenía que convocar una masa de cúmulos lluviosos, lo hacía sin más remilgos. Si era preciso incrementar la potencia del viento hasta darle un tinte huracanado, lo adaptaba a las circunstancias. Jugando con la climatología de aquella forma, los aprendices sabrían adaptarse a las difíciles condiciones que, en ocasiones, presentaba la vida real.
Durante aquella mañana, los alumnos hubieron de vérselas con las corrientes aéreas. Concretamente, estuvieron trabajando lo que se daba en conocer como la «tenaza de viento».
—No me cabe la menor duda de que a Lucilda Wings no le hará la menor gracia que os enseñe esto, pero lo considero bastante útil —dijo Tronero—. La tenaza de viento es una brusca turbulencia que frena en seco el vuelo de cualquier criatura. Bien podríais ser vosotros a bordo de una alfombra, bien un inmenso dragón, si es que aún queda alguno. Todo dependerá de la intensidad con la que adaptéis la corriente de aire. Si el elemental es lo suficientemente poderoso, puede llegar a conjurar una TAC (turbulencia de aire claro). Sin duda, ésta es la versión más potente dentro de las turbulencias. Para que los que hayáis estudiado Meteorología en Bubbleville os hagáis una idea, se trata de un movimiento similar al de las olas tipo seiche. Su desplazamiento puede realizarse tanto en sentido horizontal como vertical. Ciertamente, no alcanzan la envergadura de un tsunami, pero pueden llegar a ser igual de destructivas.
De pronto, un joven aprendiz de primer curso apareció en el patio donde transcurría la lección. Con paso decidido, se dirigió al maestro Tronero y le transmitió un mensaje al oído. Después de oírlo, Tronero frunció el ceño y rebuscó con la mirada entre los aprendices.
—Elliot Tomclyde —dijo una vez lo encontró, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—, debes personarte inmediatamente en el despacho de la directora Flessinga.
Los gestos de sus compañeros no diferían mucho de los del profesor. No era de extrañar, pues empezar el trimestre en el despacho de la directora nunca era un buen presagio. Incluso Coreen Puckett se alarmó por unos instantes, hasta que cruzó su mirada con la de Elliot.
Elliot no se sentía agobiado en absoluto. Todo lo contrario; por la tranquilidad con la que abandonó el lugar, parecía que supiese para qué se le requería.
Y así era. Aunque no esperaba que fuese tan pronto, sí sabía que aquella llamada llegaría tarde o temprano. Al parecer, el Consejo de los Elementales se había tomado su historia tan en serio como el propio Úter. Regresó al interior de la escuela y atravesó los fríos corredores de piedra del castillo. Subió las escaleras, dejó atrás tapices y armaduras, hasta que se encontró frente a la robusta puerta de roble tras la que se encontraba el despacho de Mathilda Flessinga. Golpeó la madera con sus nudillos.
Una vez cruzó la puerta, allí aguardaban los cuatro miembros del Consejo, acompañados por su tatarabuelo. No fue aquello lo que le abrumó, sino el hecho de pensar que, doscientos años atrás, el titular de aquel despacho había sido Weston Lamphard.
Las palabras de la directora de Windbourgh lo sacaron de su ensimismamiento inicial:
—Elliot, Finías nos ha informado de lo acaecido en los últimos días. Es preciso que nos lleves hasta ese lugar secreto que habéis encontrado tus amigos y tú. Según nos ha comentado, parece ser que se encuentra en las laderas del monte Manaslu, ¿no es así?
El joven asintió y la directora se pellizcó el labio.
—Esta semana el Manaslu no queda cerca de Windbourgh precisamente, pero debemos ir allí cuanto antes.
Elliot no puso ninguna objeción, aunque les recordó que no había espejo alguno en la gruta, por lo que el único medio de acceder a ella era mediante un vehículo.
—Aunque lo hubiese, desconoceríamos el hechizo de destino. No tenemos más remedio que ir volando y para ello necesitaremos cinco alfombras… veloces a ser posible, desde luego —dictaminó Mathilda Flessinga—. Bien, Lucilda se encargará de ello.
Una hora después, la reducida comitiva surcaba los aires con rumbo sursureste sobre unas impresionantes alfombras. Al desplegarse los vehículos, adquirieron una textura rígida y metalizada. Además, en cuanto se metieron dentro, automáticamente se generó un escudo aerodinámico que ejercía una doble función. Por un lado, evitaba que el aire diese en la cara del piloto; y por otro, dotaba a la estructura de una forma aerodinámica que permitía cortar el aire como un cuchillo. Úter, por su parte, los siguió haciendo un gran esfuerzo por alcanzarlos.
Elliot quedó fascinado con el vuelo. Veía pasar las cumbres nevadas como pequeños conos de azúcar, engulléndolos casi sin pensarlo. Jamás había imaginado que una alfombra pudiera alcanzar tal velocidad. Por un momento llegó a preguntarse si sería capaz de romper la barrera del sonido.
Con la pregunta aún en mente, vio cómo Mathilda Fiessinga viraba con sutileza su alfombra orientándola a una montaña que sobresalía ligeramente sobre las demás. Elliot la reconoció al instante: el Manaslu.
La representante del Aire afrontó el último tramo del trayecto con decisión, haciendo gala de unos excelentes conocimientos de vuelo. Cuando se acercaron al embarcadero, Flessinga lo sobrevoló y, advertida de antemano, optó por no posarse allí. Para evitar la activación del hechizo que convocaba al tornado, se decantó por una maniobra un poco más compleja: arrimar la alfombra a la escalinata que llevaba hasta la puerta escondida. Con templanza y gran maestría, los cuatro grandes hechiceros elementales posaron sus respectivas alfombras en la misma repisa que se alzaba frente al portón. Uno a uno fueron descendiendo y se situaron frente a ésta. Elliot, por su parte, hizo un buen aterrizaje y se colocó junto a ellos. Aureolus Pathfinder y Cloris Pleseck se quedaron algo más atrás, en las escalinatas, pues apenas tenían espacio para moverse.
El muchacho se adelantó unos pasos y, al posar su mano sobre la fría madera de la puerta, una sensación de alarma se apoderó de su interior. Sin esfuerzo aparente, con un sutil empellón, la hoja de la puerta se deslizó por las ruidosas bisagras. Una puerta que, como todos pudieron comprobar, estaba ya abierta. Elliot dirigió una mirada significativa, casi temerosa, a quienes le acompañaban.
Dio un paso al frente y penetró de nuevo en el lugar en que, muchos años atrás, Weston Lamphard abandonó el diario que con tanto celo había ido escribiendo. En la estancia se percibía una extraña intranquilidad, envuelta en una insondable oscuridad. Elliot recordó la primera vez que estuvo allí, junto con Coreen y Eric. La gruta estaba oscura, sí, pero la sensación que causaba era bien distinta. Empezando porque ellos habían dejado la puerta perfectamente cerrada al marcharse. La pregunta era ¿quién había estado allí después que ellos?
Aureolus Pathfinder no perdió un instante y encendió una bola de fuego que reveló el estado del despacho. La primera impresión que tuvieron fue que el tornado, que con tanta eficacia ahuyentaba a los curiosos del Manaslu, se había colado en el interior de la gruta. Los pocos volúmenes que albergaran las baldas de roca estaban esparcidos de cualquier forma por el suelo. Incluso algunas hojas se habían desprendido de ellos, tratando de huir del maltrato sufrido. En uno de los rincones había una vasija rota y un par de objetos decorativos que parecían haber sido lanzados violentamente contra el muro de piedra. Lo único que permanecía intacto en la estancia eran la mesa escritorio… y el mapa tridimensional labrado en la propia pared.
Fue entonces cuando Flessinga, Pleseck, Pathfinder y Gardelegen miraron con rostros angustiados al muchacho, demandando una explicación. El gesto de negación de Elliot fue tan significativo que la representante de la Tierra se llevó las manos a la cara al tiempo que ahogaba un sollozo.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha podido pasar aquí, Elliot? —preguntó fríamente Aureolus Pathfinder. Si bien es cierto que el aprendiz guardaba una excelente relación con el representante del Fuego a raíz de lo acontecido durante el curso anterior, en esos momentos la amistad quedaba relegada a un segundo plano.
Ciertamente, tenía una idea, pero no se explicaba cómo podía haber sucedido.
—Nadie nos siguió… —musitó Elliot, que aún seguía sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Mientras, sus oídos percibían el agitado respirar de los miembros del Consejo.
—Desde luego, el mapa está tallado con gran maestría y todo lujo de detalles —comentó Úter, que llevaba observándolo un rato—. ¿Alguno de vosotros puede corroborar que, en la actualidad, la Flor de la Armonía se encuentra en el lugar indicado?
Cloris Pleseck asintió. Lo sabía.
—Tuve que reunirme con las hadas de la armonía para preparar la última fiesta de florecimiento —les contó—. Aunque no me llegaron a mostrar el lugar donde se albergaba la Flor, por las condiciones climatológicas y de altitud, pude deducir aproximadamente su ubicación. Estaba convencida de que se encontraba en algún lugar del Himalaya. Y este mapa corrobora mis sospechas.
—Pero la cordillera del Himalaya es inmensamente amplia —comentó Flessinga, lanzando un pequeño rayo de luz entre tanta oscuridad.
—Es cierto, Mathilda —admitió la hechicera de la túnica verde—. Sin embargo, no son tantas las cataratas, ni la vegetación… La Laptiterus Armoniattus necesita de unas condiciones muy particulares para su cuidado…
—Aún no está todo perdido —anunció Magnus Gardelegen, llamando a la calma a los presentes—. Es necesario hablar con las hadas de la armonía y confirmar que este mapa revela la ubicación de la Flor de la Armonía. Si es así…
—Si es así —prosiguió Aureolus Pathfinder—, estaremos en un grave aprieto, Magnus. No sabemos cuánto tiempo nos lleva de ventaja quienquiera que haya sido. —Entonces se dirigió a Elliot—: Muchacho, haz memoria. ¿No recuerdas nada extraño? ¿Nadie que os haya podido seguir hasta aquí? Elliot negó.
—No vimos absolutamente a nadie. Pero, claro, eso no significa que no pudieran seguirnos de lejos. Yo… Lo siento. ¡Aquel espejo parecía insistir en que tenía que encontrar este lugar como fuese! —gritó en un arrebato de furia.
El fantasma se acercó hasta su tataranieto. Sujetó sus hombros con firmeza y lo miró a los ojos.
—Escucha, Elliot —dijo entonces—, el verdadero culpable de todo esto es quien esculpió ese mapa en la pared. Sin él, este problema jamás hubiese existido.
—Ya, pero yo he venido hasta aquí y, por meter las narices donde no me llaman, he puesto en peligro a la comunidad elemental.
—No, no, no…
—Lo que dice Finías es cierto —anunció Magnus Gardelegen con voz firme—. No cargues sobre ti las culpas porque, por lo que nos has contado, no eras la única persona que trataba de encontrar este… despacho. Alguien más lo buscaba con ansia…
—Sí, pero fui yo quien captó el mensaje del espejo. —Tal vez porque tú estabas capacitado para hacerlo —insistió el hechicero del Agua—. Tarde o temprano, seguro que la otra parte lo habría averiguado.
—O no…
—Elliot, aún no hay nada perdido. ¿Acaso crees que las hadas de la armonía van a permitir que alguien robe la Flor de la Armonía? ¡De ninguna manera! Aun así, enviaremos unos cuantos refuerzos a la zona.
Las palabras de Magnus Gardelegen sosegaron al muchacho por unos instantes, aunque no terminaron de convencerle.
—¿Puede ser Tánatos quien va detrás de la Flor? —preguntó entonces el muchacho.
—No me cabe la menor duda —afirmó Aureolus Pathfinder, uniéndose a la conversación—. Siempre la ha codiciado, como quedó demostrado hace dos años y medio…
Como si de una visión se tratara, la mente del aprendiz repasó su primer encuentro con Tánatos. Desde la cúpula del Claustro Magno fue testigo de cómo los aspiretes se hicieron con la Flor de la Armonía y cómo horadaron un boquete en la tierra para dirigirse a Nucleum. Una vez allí, rescataron a Tánatos de la celda que lo había mantenido prisionero durante tanto tiempo y le entregaron la tan ansiada planta. Precisamente en la prisión mágica tuvo su primer encuentro con el maestro del caos, al que logró arrebatarle la Laptiterus Armoniattus delante de sus propias narices… Sí, estaba claro que Tánatos haría cualquier cosa por conseguir la Flor; con ella tenía en sus manos el equilibrio del mundo elemental.
—Por pequeña que sea, siempre nos queda la posibilidad de que quien haya entrado aquí no se haya fijado en el mapa… o que no fuese eso lo que estaba buscando —apuntó Mathilda Flessinga, tratando de justificar el desorden que los rodeaba. El hecho de haber tirado al suelo los libros y haberse desahogado con algún que otro objeto podía significar que la persona no encontró lo que realmente buscaba… En cualquier caso, ni siquiera ella misma tomó muy en serio sus palabras.
Encogiéndose de hombros, fue Magnus Gardelegen quien finalmente habló:
—Supongo que estaréis conmigo en que, ahora, lo más importante es alertar a las hadas de la armonía… por lo que pudiera pasar.