8.LA DESAPARICIÓN DE MERAK

AUNQUE el hábitat natural de los gnomos se encuentra en las entrañas de la Tierra, en grutas o en minas, ellos pasan más de la mitad de su vida viajando. Estas criaturas son uno de los principales motores de la economía elemental, pues son muy buenos en el ámbito de los negocios y los intercambios.

Merak era todo un veterano del mundo empresarial. Había realizado innumerables viajes y cerrado multitud de tratos a lo largo de su vida, contratando cargamentos en puertos, minas y mercados. En definitiva, se había granjeado una digna reputación y respeto. Por si fuera poco, había estado en el centro de la Tierra, había viajado en burbuja por el fondo del océano, se había adentrado en el Reino Trenti…, lugares que muy pocos gnomos habían visitado en sus longevas vidas.

Sin duda, era un gnomo conocido. Las cosas le iban tan bien últimamente que se había visto obligado a realizar más desplazamientos. Por eso se había apartado un poco de la vida social y de sus amigos más cercanos. Apenas le quedaba tiempo para cartearse ocasionalmente con alguno de ellos, y era algo que echaba en falta, hasta tal punto que había decidido que ese viaje sería el último. Cuando regresase, se dedicaría a temas de menor importancia que le permitiesen llevar una vida más sosegada.

Sin embargo, basta que uno desee una cosa para que el destino le guarde otra bien distinta. Y aquel viaje le tenía preparada una sorpresa.

Tras cerrar la puerta de hojalata que daba a su pequeño hogar, el gnomo recorrió los túneles que conducían a la superficie terrestre. Cuando salió a cielo descubierto, recibió con agrado el frescor matutino. Había decidido salir a una hora muy temprana, pues primero debía pasar por Hiddenwood para proveerse de alimentos.

Como no podía ser de otra forma, el único lugar que había abierto a una hora tan temprana era El Jardín Interior. Cuando compró todo lo que necesitaba, partió con su capa de viaje y un diminuto hatillo sobre el hombro.

Afortunadamente, la primera jornada de viaje transcurrió sin mayores problemas, aunque al llegar la noche Merak hubo de encaramarse a las ramas de un inmenso abeto, a unos cuantos metros del suelo. No era algo que le agradase especialmente, pero era necesario salvaguardarse, pues los bosques habían dejado de ser un lugar seguro. Los maleantes y algunas criaturas desaprensivas aprovechaban la caída del sol para sacar partido de todo aquel que anduviese a solas por los solitarios caminos.

A la mañana siguiente, descendió del árbol sintiendo un espantoso dolor de espalda, más convencido si cabe de que debía jubilarse cuanto antes. Acto seguido, prosiguió su camino entre árboles y arbustos, siempre alejado de las civilizaciones humanas, como en tantas otras ocasiones había hecho.

Así fue como, tres días más tarde, llegó al pequeño poblado en el que había de cerrar su último trato. En realidad, antes de adentrarse entre las modestas casitas ubicadas a ambos lados del camino, se dirigió a la mina que había a medio kilómetro de allí.

Hacía mucho tiempo que no hacía negocios con Odrik, al menos tres años desde la última vez. De hecho, fue el año en el que conoció a Elliot Tomclyde. Como todo buen mercader, Odrik se había mostrado extremadamente amable invitándole a visitar su mina, pues tenía unas piedras de primerísima calidad que quería mostrarle. Aunque Merak ansiaba poner punto y final a su carrera como mercader, no quiso parecer un maleducado y despreciar tan amable invitación. En los mercados últimamente abundaban los minerales falsificados, y era todo un privilegio que contasen con él para contratar buena mercancía.

—¡Merak! —gritó Odrik al ver llegar al viajero. Se acercó hasta él, esbozando una amplia sonrisa—. ¡Adelante! ¡Adelante!

Al igual que él, Odrik era un gnomo, aunque su aspecto físico era muy similar al de una roca. De hecho, podría pasar perfectamente desapercibido como un pedrusco más en una cantera. Como todos los gnomos, era menudo, aunque tan ancho como una pelota grasienta. A su mediana edad, se notaba a primera vista que le iban bien las cosas. Su color de piel era parduzco, y presentaba dos incisivos tan afilados como los de un vampiro, que solían poner nervioso a todo aquel con el que negociaba. No en balde se le solía conocer como el Chupasangre.

Merak movió sus cansados pies hasta la entrada de la mina, donde aguardaba el importante mercader. Una vez allí, se saludaron muy cordialmente.

—Te veo igual que siempre, viejo amigo —dijo el Chupasangre, invitándole a adentrarse en el oscuro túnel de la mina—. Vayamos a mi despacho. Sin duda necesitas un buen trago de vino para reponer fuerzas. Ya hablaremos después de negocios.

—Como tú digas —respondió Merak, siguiendo los pasos del orondo gnomo.

En realidad, no le hubiese venido nada mal una buena comida y un rato para descansar. Sin embargo, si Odrik prefería ir al grano sin más rodeos… volvería antes a casa. Tampoco era una mala idea.

No sabía cuan equivocado estaba.

Atravesaron unos cuantos túneles perfectamente horadados y concienzudamente apuntalados. Merak estudió con interés las paredes de roca y las ramificaciones con las que se iban topando por el camino, hasta que llegaron al despacho de Odrik. Éste extrajo unas llaves y empujó una puerta que chirrió al abrirse.

Odrik lo invitó a ponerse cómodo y sirvió vino en un par de copas doradas. Le tendió una a Merak y se sentó en la lujosa butaca que había tras su escritorio.

—Bebe, bebe —insistió el Chupasangre, esgrimiendo una sonrisa desconcertante—. Mientras te recobras de esos últimos kilómetros, háblame de tu viaje. ¿Algún problema?

—Ninguno, por fortuna —contestó Merak, saboreando el líquido dulzón. Hubiese preferido una buena tinaja de agua para calmar su sed, pero aquel vino entraba muy bien. Demasiado bien…

—Me alegro. Últimamente hemos tenido problemas con algún que otro granuja en la parte noroeste del bosque —confesó Odrik, sirviendo una segunda copa al recién llegado.

—Vaya… —dijo Merak, sintiéndose ligeramente mareado—. Ya no estamos seguros ni en nuestros… propios caminos. Lo siento, estoy un poco embotado. Debe de ser el vino, sumado al cansancio…

El Chupasangre sonrió.

—Verás —dijo entonces—, antes de mostrarte mis mercancías, me gustaría hablar de una piedra azul que tú tienes…

—¿Una piedra azul? —preguntó Merak, con estupor. No sabía si era por el vino, pero no recordaba ninguna piedra azul—. La verdad es que no sé a qué te refieres…

—Déjame que te refresque la memoria… —insistió Odrik, inclinándose sobre los codos—. Hace tres años saliste de este mismo despacho con una piedra azul. Una que brillaba…

—¡Ah! —exclamó el gnomo, soltando una estúpida risita. Recordaba muy bien que se la había regalado a Elliot, como una señal de la amistad que los unía—. Esa piedra…

Odrik lo miró fijamente y sus ojos brillaron.

—Exacto, me alegra saber que la recuerdas. Verás, Merak, creo que no fuiste del todo sincero conmigo cuando te la llevaste… Y ya sabes que entre los gnomos debemos ser honrados. Si no lo somos nosotros, ¿cómo podemos pretender que los elementales lo sean?

—Lo siento, me he… perdido —dijo Merak, sin comprender nada de lo que le estaba diciendo Odrik. Además, la cabeza le daba mil vueltas y tenía la impresión de que se iba a desmayar de un momento a otro.

—Es muy sencillo —resumió el Chupasangre, esbozando una sonrisa maliciosa. Sus afilados dientes empezaban a resultar amenazantes—. Tú me pagaste nueve esmeraldas por aquella piedra. Si fuésemos justos, debería reclamarte su verdadero valor. Digamos… un millón de zafiros. Pero creo que jamás conseguirías esa cantidad, y no estoy dispuesto a arruinarte. No, no soy tan malvado. —Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, para plantar su redonda cara frente a la de Merak—. En su lugar, te voy a pedir amablemente que me devuelvas esa piedra…

—Pero… Yo… No la tengo —reconoció Merak a duras penas.

—En cualquier caso, no creo que te cueste demasiado recuperarla… ¿Me equivoco?

—Lo siento… No creo que sea posible.

—¡Ya lo creo que es posible! —exclamó el Chupasangre, perdiendo los estribos momentáneamente.

La cabeza comenzaba a pesarle demasiado a Merak y tenía problemas para mantenerla erguida. Aun así, fue capaz de preguntar:

—¿Qué interés te une a… la piedra?

—Eso a ti no te importa, porque aquí las preguntas las hago yo… Bien, ¿vas a entregármela o no? —repitió una vez más, echándole su maloliente aliento en la cara.

—Te he… dicho… que… no… la… tengo —replicó Merak a duras penas. Hubiese sido un buen momento para dar por zanjada la cuestión, ponerse en pie y marcharse de allí, pero sus músculos no le obedecían. Era como si su cerebro fuese incapaz de ejecutar una sola orden.

—Pero sabrás quién la tiene…

—Lo que haya sido de ella… no es de mi incumbencia.

Tras sus últimas palabras, Merak recibió un bofetón que lo espabiló al instante.

—¡Claro que es de tu incumbencia, viejo estúpido! —le espetó Odrik de muy malas maneras—. Por si no te has dado cuenta aún, tu vida depende de ello.

—Ya te he dicho que yo no la tengo y no tengo ni idea de lo que habrá sido de ella —repitió Merak, de un tirón.

—En ese caso, veremos si la oscuridad de nuestra mina puede refrescarte un poco la memoria o aportarte un poco de ciencia infusa.

Tras pronunciar estas palabras, Odrik le propinó un nuevo bofetón a Merak. Estaba tan débil, que quedó inconsciente y, tras el impacto, cayó al suelo como un fardo.

Cuando se despertó, aún pasaron unos cuantos minutos antes de que recordase lo sucedido. De pronto, le vino a la memoria el vino y, sobre todo, los ojos inyectados en sangre de Odrik antes de propinarle aquel último golpe.

—¡Odrik! —gritó desesperadamente, percibiendo cómo el eco de su voz rebotaba por las paredes—. ¡Sácame de aquí, maldito embustero!

A pocos metros de él titilaba una vela. Estaba prácticamente consumida y la luz que desprendía era tan débil que apenas iluminaba a su alrededor. A primera vista, aquélla era una gruta como otra cualquiera, cerrada por una puerta de aspecto endeble. Aun así, tratándose de la mina de Odrik, tenía muy pocas posibilidades de escapar. No podía adentrarse en los túneles que había tras la puerta sin conocerlos. Se perdería a las primeras de cambio. Aquello sería su fin, y Odrik lo sabía.

Merak recapacitó. A esas alturas tenía muy claro que el Chupasangre no iba a ofrecerle ninguna mercancía. Simplemente le había traído hasta allí para hacerse con la Piedra de la Luz. Pero esa piedra era de Elliot… ¡Elliot! ¿Y si Odrik averiguaba que la tenía él? ¡Pondría la vida de su amigo en peligro! El gnomo suspiró al recordar que Elliot se encontraba muy lejos de allí, en Windbourgh. Aun así, la mente del Chupasangre era tan retorcida que se las apañaría para atraerle. Y Elliot era de los que fácilmente caía en esas trampas. Desde allí no podía prevenirle. ¿Podía hacer algo para que Odrik se olvidara del asunto? ¿Y si conseguía esa cantidad de piedras? ¡Un millón de zafiros! Ninguna piedra podía llegar a valer tanto. ¡Ni que tuviese poderes mágicos! De pronto lo entendió: ¿y si era una piedra mágica?

Seguía meditando cuando la llama de la vela se extinguió, abandonándole en una angustiosa oscuridad.