7.LA LLAVE

LA superficie sobre la que se habían posado sus pies era esponjosa, como fabricada de algodón. Era suficientemente extensa, de manera que tanto los jóvenes como su maestro se situaron cómodamente, sin llegar a atisbar los indefinidos bordes del terreno.

Aparte de eso, no había nada más en el entorno que les rodeaba pues, a su alrededor, se extendía un vacío azul celeste que se perdía en lontananza. Elliot sintió vértigo al pensar que la clase de Meteorología de aquel día se celebraba sobre una nube. Y es que Osvaldo Tronero tenía previsto para ese día la práctica del tornado. La fuerte brisa que azotaba los rostros de los aprendices sería, además, muy apropiada para la ejecución del conjuro en cuestión.

—La creación de un tornado es un acto de elevada complejidad en lo que a magia elemental se refiere —anunció el profesor, antes de pasar a explicarles su enorme potencia destructiva—. Podéis estar seguros de que, si no se hace con control, muy probablemente puede afectar al equilibrio. Precisamente por eso, tan sólo se utiliza en muy contadas ocasiones.

Elliot escuchaba atentamente las palabras de Tronero, pero el viento que soplaba se las llevó bien lejos y el hueco que dejó en su mente pasó a ser ocupado por Eloise. Había estado con ella el pasado sábado y habían quedado que volverían a verse tan pronto les fuese posible. Mientras tanto, seguirían escribiéndose. Se había quedado embobado pensando en ella y, justo cuando pensaba en la nereida Mariana, sintió un picotazo en la oreja que lo devolvió inmediatamente a la lección de Meteorología. El maestro lo estaba reprendiendo por estar —nunca mejor dicho—, en las nubes.

Después de lograr pobres avances a la hora de realizar el tornado, el muchacho asistió a la segunda lección de Aerohechizos, con Phipps, y a la de Seres Mágicos del Aire. Afortunadamente, Foothills escogió en esta ocasión diferentes voluntarios para practicar las técnicas de defensa ante una gárgola que propusiera un enigma demasiado complicado para ser resuelto bajo presión. Elliot había tenido bastante con el primer día.

Después de disfrutar de una buena comida, Elliot y Coreen —acompañados por Pinki— decidieron oxigenarse un rato. A diferencia de Blazeditch, en Windbourgh los aprendices podían visitar la capital del Aire cuando quisieran, siempre que fuese dentro de unos horarios razonables y nunca durante las clases.

Los tres atravesaron el enorme portón que daba acceso al castillo y cruzaron el puente levadizo que se extendía hasta el otro lado del vacío. En lugar del tradicional foso con el que se protegían todas las fortalezas medievales, la nada rodeaba el castillo de Windbourgh, un inmenso vacío de nubes imposible de cruzar si no era a través del puente que conectaba con la ciudad. Daba vértigo asomarse a las barandillas y atisbar la enorme distancia que los separaba de las cumbres que sobrevolaban en aquel instante.

El hecho de ir caminando sobre una superficie tan volátil y vaporosa era algo normal en una localidad cuyos cimientos se asentaban sobre densos nubarrones. Pasaron por un camino bastante húmedo, como si la nube amenazase lluvia a quien anduviese bajo ella. A ambos lados de la calzada crecían unos hermosos lirios de agua de color azulado que los muchachos no tardaron en dejar atrás, para entrar de lleno en las callejas de la ciudad medieval de Windbourgh.

Elliot sentía muchísima curiosidad por saber cómo se mantenían en pie aquellas casas de piedra en un terreno tan inestable y que no cesaba de moverse. También resultaba llamativo que las ventanas de las viviendas estuviesen permanentemente abiertas. Y es que en Windbourgh, como en todas las restantes ciudades flotantes, nunca sufrían las inclemencias del tiempo. Ellos vivían por encima del nivel de las nubes. Lo único que podía afectarles de verdad era el viento pero, como solían decir, ya estaban acostumbrados.

—Si nunca llueve, ¿cómo hacéis los elementales del Aire para conseguir agua? —preguntó Elliot, que se sentía más sorprendido a cada segundo que pasaba. Mucho más incluso que cuando conoció Bubbleville.

—Muy fácil. La extraemos del suelo —explicó Coreen, sonriendo ante la evidencia de la respuesta—. No olvides que las nubes siempre están cargadas de agua. El suelo que pisas no cesa de recolectar agua allá por donde pasa. Agua que luego se canaliza por unos pozos especiales y que llega a todos y cada uno de los hogares de Windbourgh.

—¿Y el agua caliente? —insistió Elliot, convencido de que encontraría algún punto débil a la ciudad—. Aquí no existen los géiseres…

—Cierto, pero gracias a las tormentas tenemos energía para calentarla —replicó Coreen con un guiño.

—Ingenioso —admitió el joven.

—Sin duda. De todas formas, no necesitamos tanta agua como en las demás ciudades, porque no tenemos campos de cultivo…

—¡Es cierto! —exclamó Elliot—. Ya decía yo que echaba algo de menos… ¿Y dónde trabaja la gente?

—En Windbourgh también hay comercios, y tenemos un mercado estupendo. No obstante, la mayoría de los elementales trabaja en las montañas.

—¡Montañas, montañas! —gritó el loro extasiado.

—¿Tenéis espejos en cada una de las cumbres? —inquirió Elliot, preguntándose cómo habrían hecho los elementales para cargar con tantos espejos.

Coreen hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Es la propia ciudad la que se desplaza hasta las mismas cordilleras.

—¿En serio?

—Sí —admitió Coreen—. Al mismo tiempo que flota, Windbourgh realiza un trayecto por el aire; algo así como una órbita.

—¿Como los planetas alrededor del Sol?

—Es una forma de explicarlo. De hecho, seguro que en breve nos acercaremos a alguna de las cumbres para recoger gente. El tránsito es constante…

—Me gustaría verlo.

—Bien, pero tendrás que esperar. Estamos llegando a Buzón Express —anunció Coreen, señalando con su mano.

Elliot contempló la estructura del singular edificio, cuya cúpula en forma de espiral de color ocre no desentonaba con los tejados de paja y brezo de las viviendas que lo rodeaban. Extrajo del interior de su túnica un grueso sobre para sus padres. En él, aparte de escribirles una carta, adjuntaba otra misiva que iba dirigida a Úter Slipherall y que, además, contenía un recorte del diario que informaba de la desaparición de la nereida.

La denominada zona de embarque guardaba cierta similitud con los muelles de un inmenso puerto de mar. Llegaron justo a tiempo de ver cómo la ciudad flotante se arrimaba muy lentamente hacia una espectacular cumbre nevada de la que sobresalía un colosal mirador, que hacía las veces de embarcadero. Allí aguardaba una multitud enfundada en radiantes túnicas blancas, ansiosa por regresar a su hogar junto a sus respectivas familias.

—Fíjate —advirtió Coreen, una vez se aproximaron a una de las barandillas de protección—, de la parte inferior de la nube se forma esa escalinata que permite que la gente acceda o salga de la ciudad. Se trata de un hechizo muy antiguo y, para nosotros, tan eficaz como los propios espejos.

—Ya lo creo —reconoció Elliot, que se había quedado maravillado contemplando la escalera de algodón.

Un rato después, la escala se volatilizó y la ciudad siguió desplazándose entre la grandiosa cadena montañosa.

—Bueno, creo que va siendo hora de que volvamos a la escuela —apuntó Coreen, calculando la posición del Sol—. Además, no me vendría mal repasarme un poco las constelaciones del hemisferio norte, por si nos preguntan mañana en Astronomía.

—Sí, no es mala idea —acordó Elliot, aunque a Pinki no pareció hacerle mucha gracia la idea.

En la clase de Astronomía, Boyero les anunció que en breve proseguirían con las lecciones prácticas que, como era natural, tendrían lugar durante la noche. Además, partían con la ventaja de que en Windbourgh jamás se encontrarían un día nublado, ni suciedad en el ambiente ni contaminación lumínica. En resumidas cuentas, unas condiciones perfectas… salvo por la Luna.

La lección de Vuelo, muy del agrado de todos los jóvenes, no lo fue tanto para Pinki. Lucilda Wings advirtió a Elliot que no le permitiría montarse en una alfombra mientras tuviese al pájaro aferrado a su hombro, «a no ser que quieras tener como mascota un loro desplumado». El multimorfo, al darse por aludido, se marchó ofendido con un furioso batir de alas, soltando toda clase de improperios. De nada sirvieron las amenazas de su amo de castigarle sin cena si no retiraba lo dicho.

En cualquier caso, la primera clase de vuelo sobre alfombra mágica resultó mucho menos emocionante de lo esperado. Divididos en dos grupos, los que volarían sobre escobas y los que lo harían sobre alfombras, los aprendices no tuvieron mucho tiempo de diversión. Para empezar, Wings únicamente quiso centrarse en el control del instrumento de vuelo. Nada más.

Cuando por fin todos los aprendices comenzaban a estar familiarizados con sus respectivos vehículos, dio la clase por terminada dando paso a un nuevo fin de semana.

Y Pinki seguía sin aparecer.

Llegaba la hora del almuerzo. Elliot conocía de sobra al loro y sabía que no tardaría en dar señales de vida. Siempre lo hacía cuando había comida de por medio, aun cuando hubiese sido castigado. Pero esta vez se equivocó, y su mascota no hizo acto de presencia en el comedor. No obstante, no supuso óbice alguno para que el muchacho degustara los deliciosos platos que les sirvieron.

—Él se lo pierde —dijo Coreen, para animarle un poco.

Elliot se encogió de hombros y devoró el postre sin abrir la boca. ¿Dónde estaba Pinki? ¿En qué embrollo se habría metido esta vez? No le haría ninguna gracia tener que visitar la residencia del alcalde de Windbourgh… Pero ¿y si estaba en apuros? Aunque Pinki sabía cuidar de sí mismo, Elliot lo ayudaría con los ojos cerrados si lo necesitaba. Jamás olvidaría cómo el multimorfo, con su sorprendente capacidad para transformarse en murciélago, había logrado sacarlo meses atrás de una pirámide justo cuando le acechaban las momias. O cuando los rescató a Eric y a él de las mazmorras de Scunter, en Bubbleville. Definitivamente, estaba empezando a ponerse nervioso.

Después de cenar, ya por los corredores del castillo, el aprendiz preguntó a un par de jóvenes si se habían cruzado con un vistoso loro de color verde, pero nadie había visto al pájaro. Al llegar a la puerta que daba a su dormitorio, Elliot estuvo tentado de salir al patio o de subir al aula de Astronomía. Detestaba estar de brazos cruzados mientras su mascota seguía desaparecida pero, tras recapacitar, se despidió de Coreen hasta el día siguiente y se tumbó en la cama.

Era una noche fresca, antesala de los duros inviernos que se vivían en Windbourgh. Ciertamente y, a diferencia de Hiddenwood, en la capital del Aire, igual que no llovía, tampoco nevaba. Pero a esa altitud las temperaturas solían ser muy bajas. Mucho más a medida que se acercaba el invierno. Pese a todo, Elliot decidió que dormiría con la ventana abierta para que Pinki pudiera entrar con facilidad. Se envolvió en una gruesa túnica de abrigo y se recostó sobre la cama.

Pasaron un par de horas y los párpados le pesaban, pero no hasta el punto de cerrársele completamente. Elliot se encontraba en un duermevela cuando sus oídos percibieron un aleteo. Parecía muy lejano, como si procediese de otra dimensión, hasta que el chillido lo despertó.

—¡Levántate, gandul!

Al instante, el muchacho pegó un brinco de su catre y se apresuró a encender el candil que había en su mesilla de noche. La habitación se iluminó tenuemente y, entonces, esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Jamás había estado tan contento de oír uno de los impertinentes gritos de su mascota.

—¡Pinki!

El loro revoloteó por encima de su cabeza y, antes de posarse sobre su hombro, dejó caer algo que sostenía con ambas patas. Después de golpear pesadamente en la coronilla del muchacho, el objeto se perdió bajo la cama.

—¡Ay! —exclamó Elliot, llevándose una mano a la cabeza y palpando el pequeño chichón que ya comenzaba a crecer—. Pinki, eso no ha tenido gracia. ¿Qué es lo que me has tirado?

Sin esperar respuesta alguna, se agachó y tanteó el suelo. La superficie estaba fría, pero no tanto como el alargado bulto sobre el que posó su mano. Con la escasa luz que emanaba del candil, no alcanzaba a ver qué era, pero sí podía deducir que se trataba de un objeto de metal. Cerró sus temblorosos dedos sobre él y lo acercó a la luz. Al reflejar el brillo en sus ojos, Elliot se quedó sin respiración.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó muy seriamente, dirigiendo una penetrante mirada al loro. Con la misma velocidad con la que un relámpago aparece y desaparece, la sonriente expresión de Elliot se había tornado un rictus de severidad o, mejor dicho, de preocupación latente.

Y no era para menos, porque en sus manos tenía la llave que había encontrado bajo la escalera de la mansión de los Lamphard. No podía ser otra. Su empuñadura de bronce, con extrañas formas de llamas entrelazadas, y sus inigualables dientes eran inconfundibles. No le cabía ninguna duda de que era la llave robada de la casa de Goryn.

—¿De dónde has sacado esto? —repitió Elliot, con el ceño fruncido y alzando nerviosamente la voz.

El loro giró la cabeza hacia un lado y hacia otro. Su mirada era inexpresiva, como si no comprendiese nada de lo que el joven le estaba diciendo. Elliot probó a darle unas pipas de girasol —después de todo, se las había ganado—, pero, tras formularle por tercera vez la pregunta con idéntico resultado, se dio por vencido. Era inútil tratar de sonsacarle información a Pinki.

Tras cerrar la ventana, Elliot se recostó sobre su cama y se abrigó con la túnica forrada. Pero le fue imposible conciliar el sueño. El hecho de que la llave de Goryn hubiese aparecido allí, en Windbourgh, había reavivado sus experiencias más recientes. Por su mente volvieron a pasar fugazmente las imágenes del falso Goryn en el sótano de la mansión de los Lamphard, el vendedor de prensa en Bubbleville anunciando la fuga de una nereida de la prisión mágica, Goryn revelándole la desaparición de una llave en su casa… Y ahora él tenía esa llave. ¡En Windbourgh!

Alguien aporreó la puerta de su dormitorio y Elliot abrió los ojos con un sobresalto.

—¿Vas a quedarte encerrado ahí todo el día o vas a bajar a desayunar? —preguntó la voz de Coreen Puckett—. A estas horas sólo te van a quedar unas pocas migas y leche helada…

—Ya voy, ya voy —respondió el muchacho con voz de ultratumba.

Se había quedado meditando gran parte de la noche, hasta que el sueño lo venció. Era una suerte que el sábado pudiese levantarse más tarde aunque, como había anticipado Coreen, apenas le quedaba algo de desayuno cuando bajó al comedor. No le importó. No era precisamente hambre lo que tenía en aquel momento.

Aunque le hubiese gustado ir a la ciudad con Coreen, a instancias de Mathilda Flessinga, no tuvo más remedio que quedarse durante la mañana practicando Aerohechizos con la maestra Phipps. Aún le faltaba mucho por aprender y ponerse a la altura de un elemental del Aire de cuarto curso.

En cambio, por la tarde sí pudo escaparse a la capital. Acompañado por Pinki, se adentró en las asimétricas callejuelas en dirección a la zona de embarque. Se quedó buena parte del tiempo disfrutando de la brisa recostado sobre una de las barandillas. Poco antes del atardecer, vio cómo la ciudad flotante se aproximaba a una montaña distinta a la anterior.

Por su colosal tamaño, ésta bien podría haber sido el Everest. Cuando estuvo razonablemente cerca, vio cómo se desplegaba la escalera de algodón que fue a parar hasta la repisa donde aguardaba la gente.

Elliot contempló el saliente de la montaña con interés. Ciertamente, parecía un mirador, que daba a una escalera tallada que bordeaba la montaña. Al igual que el miércoles anterior, tuvo la sensación de que aquella situación la había vivido con anterioridad; un deja vu, como lo hubiesen llamado en Quebec. La escalera formada de la misma nube… Era como si hubiese soñado con esa imagen. Pero era un sueño muy real. Hasta tal punto que se hubiese jugado un puñado de esmeraldas a que sus ojos ya habían visto una escena igual.

Una escena… Una imagen… Un reflejo acudió a su mente. Y entonces recordó dónde lo había visto. ¡El espejo de la mansión de los Lamphard! No podía estar seguro de que lo que vio fuera de la ciudad flotante de Windbourgh, pero lo que sí sabía era que se trataba de una ciudad del Aire. Comenzó a recordar más detalles.

—Aparecía una ciudad amurallada —musitó, entrelazando sus dedos—. Y Windbourgh es una ciudad de estilo medieval, ¡con almenas en sus murallas!

¿Y si era Windbourgh la ciudad que aparecía en las imágenes del espejo? ¿Qué podía significar, entonces, que la misteriosa llave hubiese aparecido precisamente allí?

Con todas estas ideas bullendo en su mente, Elliot regresó a la escuela antes del anochecer. Cuando por fin subió a su dormitorio, se encontró sobre su cama una carta de Úter. No era muy extensa y, encima, se prodigaba en consejos sobre su aprendizaje y su comportamiento —algo que sucedía constantemente desde que el fantasma le había revelado su verdadera identidad.

Sin embargo, a lo que realmente interesaba a Elliot Úter tan sólo le dedicaba un pequeño párrafo:

«Por cierto, he estado investigando la genealogía de la familia de Goryn y, hasta donde he podido llegar, sus padres fallecieron hace ya unos cuantos años. No tiene hermanos y sí un par de primos cercanos que no se le parecen en nada, con lo que descartamos esa posibilidad. Por otra parte, ese artículo que me has enviado es sumamente interesante. Si esa nereida anda suelta, no me extrañaría que tuviese algo que ver en todo este asunto. Elliot, has de tener mucho cuidado y procura no hacer…».

—Otra vez con lo mismo —protestó el muchacho, dejando el papel sobre su mesa de estudio.

Pinki comenzó a revolotear nerviosamente sobre su cabeza, y el aprendiz abrió la ventana para que su mascota pudiese salir un rato. Fue un gesto instintivo, totalmente automático, pues estaba ensimismado. No podía dejar de pensar en todo lo que había ocurrido. Goryn le había dicho que la llave era un objeto muy antiguo y de gran valor. Elliot no ponía en duda de que así fuera pero, en su modesta opinión, el objeto de mayor valor de toda la casa era aquel espejo tan particular. De hecho, ahora que lo pensaba, el falso Goryn le preguntó con cierta insistencia qué miraba con tanto interés en el espejo, como si él hubiese sido incapaz de haber visualizado las mismas imágenes que él… Entonces se preguntó por esa posibilidad. ¿Y si la nereida, suponiendo que fuese quien había suplantado a Goryn, sabía que ese espejo guardaba una información que ella no había podido descifrar? ¿Y si esa información se transmitía a través de unas imágenes secretas como si fuese una proyección? ¿Y si, por otra parte, el espejo le había querido decir algo a él? Desde luego, si era una información tan importante, seguramente estaría protegida de los no elementales. Si definitivamente ella era una nereida, estaba claro que no era un elemental. Así explicado, la cosa tenía sentido…

Entonces se preguntó por la llave. ¿Qué pintaba la llave en todo esto? ¿Tenía algo que ver con el espejo? ¿Acaso había aparecido en las imágenes? No, que él recordase, aunque no podía estar del todo seguro. Necesitaría volver a ver la proyección. De lo que sí estaba plenamente convencido era de que aquellas imágenes mostraban una ciudad del Aire. Y, por lo que sus ojos habían visto hasta el momento, bien podía ser la de Windbourgh. La muralla con almenas, el estilo medieval de las casas, las escalas saliendo de las nubes… Todo encajaba y, por lo tanto, tenía que existir a la fuerza una relación entre la mansión de los Lamphard y la capital del elemento Aire. Conexión que él, por el momento, desconocía. Sin embargo, el hecho de que la famosa llave acabara de aparecer por allí no hacía sino corroborar sus suposiciones. Eso sí, ¿cómo habría llegado la llave hasta Windbourgh? ¿De dónde demonios la había sacado Pinki? ¿Sería un duplicado o el original?

Sea como fuere, tenía que regresar cuanto antes a Hiddenwood para volver a ver aquellas imágenes. Y, de paso, tal vez hallase nuevas pistas en la casa. Eso sí, esperaba no encontrarse en esta ocasión con el falso Goryn… ni con el verdadero.

No muy lejos de allí, Mariana sonreía. Había sido toda una suerte encontrarse con la mascota de Elliot Tomclyde revoloteando por las inmediaciones de la cocina de la escuela de Windbourgh. No le había resultado difícil identificarlo, pues ya le habían informado de que aquel loro tenía un colorido muy particular. Su plumaje verde esmeralda era francamente llamativo. Si a eso se le unía la panza amarillenta, las plumas rojas de la cola y el vocabulario tan grosero que solía emplear, era casi imposible equivocarse.

Lo pilló desprevenido mientras hurgaba con su pico en una de las fuentes que estaban preparadas para la siguiente comida. El loro trató de defenderse a base de picotazos y de estruendosos chillidos pero, al final, la nereida se salió con la suya. Con gran habilidad, logró engancharle la llave a la pata. Ahora que ella ya estaba allí y que su mascota le haría llegar la llave al joven aprendiz, podía escribir a Tánatos. Había llevado a cabo la primera parte del plan a la perfección. A partir de entonces, seguiría los pasos del muchacho muy de cerca.

—Mucho más de lo que él se pueda imaginar —murmuró, soltando una risa sibilina entre sus dientes.