SABOREABA aquellos momentos de satisfacción. No podía quejarse por cómo estaban saliendo las cosas. Cada vez iban siendo más sus seguidores y recientemente, por si fuera poco, se había unido a sus filas un grupo de proscritos elementales. Su magia, a la vez que su odio por el equilibrio y las leyes elementales, le vendrían de perlas en el futuro.
El borboteo de la lava a su alrededor no impidió que oyese los pasos. Alguien se acercaba. A diferencia de cualquiera de sus súbditos, que sentían pavor con sólo ver su ondulante y estilizada túnica negra, aquellos pasos eran seguros, nada temerosos de su presencia. Sabía muy bien que pertenecían a alguien que no se asustaría cuando contemplase esos ojos rojizos enmarcados en un rostro tan pálido como la cera. O su barba, cenicienta y alargada como una soga al cuello, o aquellos dedos largos y blancuzcos como las patas de una araña albina. No, Mariana no sentiría miedo.
Con los ojos entornados y una sonrisa torcida, Tánatos se dio la vuelta para recibir a la recién llegada.
—No esperaba verte tan pronto —dijo, a modo de saludo.
—Bien sabes que no soy una cualquiera —respondió la recién llegada con altivez, dirigiéndose a Tánatos de tú a tú.
—Precisamente por eso decidí sacarte de Nucleum aprovechando el revuelo causado por las momias… —replicó éste con voz sibilina—. No veo que estés muy agradecida…
Pese al calor reinante, Mariana recordó su encarcelamiento con un ligero escalofrío. Había sido humillada y ultrajada en aquel absurdo juicio público, celebrado en el Claustro Magno de Hiddenwood cinco años atrás. El único delito que no habían podido imputarle era el de alteración del equilibrio por causas mágicas, y es que las nereidas, pese a ser criaturas mágicas, no tenían poderes propiamente dichos. Sí poseían un don, útil a más no poder: el de la mimetización. Tenían la capacidad de transformarse en cualquier persona a su antojo, sin importar el elemento al que perteneciese.
Curiosamente, ése había sido el motivo de su detención. Sus constantes cambios físicos adoptando la fisonomía de personalidades importantes, tomando controvertidas decisiones en su lugar y perpetrando cuantiosos robos y fraudes, fueron motivos más que suficientes para dar una orden de busca y captura contra una de las criminales más peligrosas del mundo elemental.
¿Agradecida? ¿Qué se suponía que había estado haciendo él mientras ella permanecía encerrada en Nucleum? ¡Había tardado demasiado en sacarla de allí! En ese instante, le vino a la memoria cómo Tánatos, con un simple acto de mimetismo, había logrado superar las barreras de seguridad de la prisión mágica y llegar hasta su escondida celda. Pese a que ya lo conocía, no dejaba de sorprenderla que, por muy poderoso que fuese, hubiese logrado una perfecta transformación de su cuerpo. Y es que sólo las nereidas y, en su defecto, los más hábiles elementales del elemento Tierra con sus pobres hechizos de ilusión podían lograr cambiar de apariencia a voluntad. Pero ella era consciente de que Tánatos no era ni una cosa ni la otra. Ni siquiera una pócima podía lograr un cambio que perdurase tanto tiempo… Él era especial.
También recordó cómo el tenebroso hechicero se había dirigido a ella advirtiéndole que le devolvía la libertad a cambio de que le prestase unos cuantos servicios. ¡Como si tuviese otra alternativa! Por muy enfadada que estuviese, haría cuanto le pidiese…
No quiso mostrarse desesperada, pero lo cierto era que no aguantaba ni un segundo más en Nucleum. Se hizo de rogar unos instantes pero, al final, se aferró a la oferta como a un clavo ardiendo.
El primer gran cometido que le asignó Tánatos fue localizar la mansión de los Lamphard. Sólo sabía que se encontraba en algún lugar apartado de Hiddenwood, en la zona limítrofe de la ciudad. Pese a todo, no le resultó difícil dar con ella; transformada en un elemental más de la Tierra, pudo moverse con total libertad por los tupidos bosques hasta encontrarla.
Un poco más complicado, pero tampoco mucho, resultó buscar el «famoso espejo». Después de un buen puñado de días registrando la mansión, por fin, tras un golpe de suerte, descubrió el acceso a un sótano secreto. Los Lamphard habían escondido allí abajo el espejo como si de un tesoro se tratase.
Enseguida envió a un mensajero para que le comunicase a Tánatos la buena nueva. Su réplica no se hizo esperar y, tras felicitarla, procedió a realizarle un nuevo encargo. Aquél sería el gran reto. Ella, Mariana, debía apañárselas para obtener la información que guardaba aquel espejo…
—Yo he ido cumpliendo con todos los encargos que me has encargado —contestó la nereida al cabo de unos segundos.
—Con esas palabras, intuyo que has conseguido esclarecer el secreto que encerraba el espejo… —Las palabras de Tánatos fluyeron como un ácido goteo, lentamente pero con ansiedad.
La mente de Mariana volvió a trasladarse a la mansión de los Lamphard. La imagen de aquel húmedo y solitario sótano al que no llegaba la luz la envolvió de nuevo. Había analizado el espejo milímetro a milímetro. No había botones extraños, ni ranuras escondidas, ni mensajes cifrados. Nada de nada. Además, era un espejo que tenía una particularidad: curiosamente, no emitía el reflejo de la persona que tenía enfrente.
Lo había intentado todo. Le había hablado y le había cantado. Incluso, en un alarde de impotencia, lo había golpeado con fuerza. Nada había logrado. Era como dirigirse a una persona sorda. No parecía comprenderle, ni mostraba reacción alguna ante su interlocutor, puesto que ocultaba su reflejo. Y, sin embargo, aquel niño Tomclyde parecía haberlo puesto en funcionamiento…
—Cierto, creo que sé cómo funciona el espejo, pero… —La voz de Mariana pareció temblar ligerísimamente, como si, por unos instantes, hubiese perdido parte de su seguridad.
—¿«Pero»? ¿Dices que hay un «pero»? —inquirió Tánatos, ceñudo. Sus ojos miraban con impaciencia a la nereida.
Ésta, con un suave movimiento de sus manos, extrajo un objeto alargado de color dorado.
—Antes de hablar del espejo, quería comentarte que he conseguido esta llave —anunció Mariana, al tiempo que la depositaba en las gélidas manos del hechicero—. También había sido cuidadosamente escondida en la mansión, por lo que intuyo que puede tener cierto valor.
Tánatos la contempló con un cariño impropio de su maldad. Sus dedos la acariciaron con bondad, como si de una criatura delicada se tratase.
—Si esta llave abre el lugar que creo, es mucho más valiosa de lo que te imaginas —musitó Tánatos, esbozando una sonrisa de triunfo—. Y ahora, Mariana, háblame del espejo.
La nereida se tomó unos segundos para pensar cómo debía enfocar el tema. Si bien es cierto que sabía cómo funcionaba el espejo, no había sido precisamente ella la responsable de activarlo. Así pues, comenzó por explicar todo lo que había hecho para averiguar su secreto.
—Todo eso está muy bien, querida, pero, si no he comprendido mal, al final conseguiste que el espejo funcionase, ¿no? —dijo Tánatos, cuando se cansó de las divagaciones de Mariana.
—En realidad, no fui yo quien lo consiguió —terminó por revelar la mujer, agachando la cabeza avergonzada.
Pese a la sorpresa, Tánatos reaccionó alzando ligeramente una de sus cejas, demandando una explicación más completa.
—Hace un par de noches, la mansión de los Lamphard recibió un visitante inesperado —comenzó.
La arqueada ceja de Tánatos volvió a su posición natural, y su ceño comenzó a contraerse.
—No sé cómo lo logró, pero tardó muy poco tiempo en averiguar dónde estaba escondido el espejo —prosiguió la nereida—. Es como… como si alguien se lo hubiese revelado. —Mariana hizo una nueva pausa y se estrujó las manos nerviosamente—. Cuando llegué abajo, el muchacho contemplaba el espejo con gran atención, como si mirase a través de un cristal transparente…
—¿Me equivoco o has dicho… «muchacho»? —preguntó incisivo el hechicero.
—Sí. Era… Elliot Tomclyde.
La mueca de odio y desagrado que apareció en el rostro de Tánatos hizo que incluso la imperturbable nereida se estremeciera. No obstante, si estaba enfadado, no lo transmitió en su siguiente pregunta.
—¿Te dejaste ver? —inquirió con sequedad. La mujer asintió.
—Pero lo hice bajo la apariencia de ese antiguo maestro suyo, Goryn. No me reconoció —afirmó Mariana.
—Vaya, vaya, vaya… Parece que ese niño vuelve a entrometerse en mis planes —dijo Tánatos, dando la espalda a su interlocutora—. Entonces, recapitulando, Elliot es quien ha hecho funcionar el espejo. Qué interesante… ¿Tiene conocimiento de esta llave? —La nereida no tuvo más remedio que asentir, pues había sido precisamente Elliot quien había levantado aquel escalón—. Si no me equivoco, no tendrá ni la más remota idea de lo que significan una y otra cosa. Sin embargo, con lo fisgón que es, no me extrañaría que volviese a meter las narices en este asunto hasta descubrir de qué se trata. Afortunadamente para nosotros, tenemos la llave y podemos utilizarla a nuestro antojo… ¿No verías, por casualidad, las imágenes que le transmitió el espejo?
La nereida negó con un simple movimiento de cabeza.
—No, desde luego que no. «Él» no lo permitirá así como así… —dijo Tánatos, volviendo a darse la vuelta. Esta vez, miró fijamente a los ojos a Mariana y dijo con firmeza—: En ese caso, a partir de ahora te encomiendo una tarea de vital importancia. Necesito que vigiles a Elliot Tomclyde día y noche. Él no lo sabe pero, tarde o temprano, nos conducirá a la victoria.
Mariana respiró ante la nueva misión. Seguir a un muchacho sería pan comido.
—No menosprecies a ese aprendiz de elemental —le advirtió Tánatos. Su tono de voz insinuaba que no admitiría un solo error en este próximo trabajo—. Es más escurridizo de lo que te imaginas.
—Creo que sabré apañármelas.
—No sabes cuánto me alegra oír eso… Sin lugar a dudas, un buen camuflaje será fundamental, como bien sabes. No obstante, se me antoja insuficiente la capacidad de las nereidas para transformaros sólo en personas humanas. Eres muy especial para mí, y por eso voy a regalarte un don —anunció Tánatos, alzando las manos.
—De verdad, no hace falta. Sabré apañármelas…
A Mariana se le ahogó de golpe la voz cuando percibió dentro de su cuerpo una fuerte y súbita descarga. Sintió tanto dolor que a sus oídos les fue imposible captar el conjuro pronunciado por Tánatos.
Y gritó.
—Ya está. A partir de este preciso instante podrás transformarte en cualquier criatura que tú desees, tanto humana como animal. Desde la más bella dama… hasta un vil gusano. ¿Acaso no es fantástico?
La nereida lo miró con desprecio. Estaba segura de que podía haber practicado ese conjuro sin infligirle dolor alguno. Lo había hecho premeditadamente… Además, le repugnaba la idea de poder transformarse en una criatura mágica. Salvando a las nereidas, eran muy pocas las especies que tenían un mínimo de clase… y no eran malolientes.
—Gracias —dijo a regañadientes. Asintió y se dio media vuelta.
—¡Ah! Una última cosa —dijo Tánatos, antes de que la nereida se marchase—. Encárgate de hacerle llegar al muchacho esta llave.
La nereida lo contempló sin comprender muy bien.
—Si nos guía, mejor que lo haga hasta el final, ¿no crees?
Mariana sonrió y, asintiendo, introdujo la llave en el bolsillo de su túnica.
—Querida —la llamó Tánatos por última vez—, cuando salgas, haz el favor de decirle a ese gnomo gordinflón que aguarda fuera que pase… Gracias.
Eran momentos dulces para Tánatos. Y si, además, era el propio Elliot Tomclyde quien le abría las últimas puertas, las más difíciles… ¡no podía haber una venganza mejor!
Unos pasos se acercaron tímidamente.
—Señor… —casi susurró la criatura.
—¡Odrik! —exclamó Tánatos jovialmente—. ¡Uno de los mercaderes de piedras y minerales más eficientes del mundo elemental!
—Esas palabras son todo un halago, señor —contestó el gnomo, haciendo una leve inclinación de cabeza.
Tánatos hizo un gesto con su mano y cambió de tema rápidamente. No estaba dispuesto a perder su valioso tiempo con una criatura tan inferior.
—Hace algún tiempo mis informadores del Reino Trenti me hablaron de una extraña piedra azulada que desprendía destellos en la oscuridad —comentó Tánatos con voz melosa—. Siendo quien eres, estoy convencido de que semejante pedrusco no te ha podido pasar desapercibido…
—Eh… No es muy frecuente que una piedra emita luz propia, señor —contestó el gnomo llamado Odrik.
—Lo sé. Y por eso te lo pregunto a ti… No digo que esté en tus manos, pero tal vez sepas algo de ella.
El gnomo se rascó la cabeza, se pellizcó el mentón e hizo un sinfín de gestos para tratar de controlar su nerviosismo.
—Yo… Es posible que pueda averiguar algo en el caso de que exista una piedra así.
—Puedo garantizarte un pago justo si me la puedes conseguir —prometió Tánatos entonces, viendo cómo la codicia emergía en los desorbitados ojos de Odrik—. ¿Qué tal… medio millón de zafiros?
El gnomo casi se desmayó al oír la cifra.
—Haré lo que pueda, señor —contestó como pudo, pues se había quedado blanco y sin saliva—. Ya lo creo que haré todo lo que pueda.
—Así lo espero, Odrik.