LA tarde había caído hacía un buen rato y las gotas repiqueteaban contra el cristal de la ventana de la habitación de Elliot Tomclyde. Llevaba así dos días seguidos, y el muchacho contemplaba con ceño esa virulenta manera de llover. Con el cielo tan encapotado, no tenía pinta de que fuese a parar ni por un instante. A quien no parecía importarle el agua era a Pinki, su simpática mascota, que seguía dando sus habituales vuelos nocturnos pese al mal tiempo. Elliot se apartó de la ventana y saltó sobre su cama, donde quedó recostado mirando hacia las vigas del techo. Pensativo, los minutos transcurrieron sin que apenas se diese cuenta.
Hacía escasamente unos días había finalizado su tercer curso de aprendizaje en la escuela de Blazeditch, escondida en algún lugar de Egipto. Como es natural, en el desierto las temperaturas habían sido elevadísimas, y dentro de aquella pirámide hubo momentos en los que el calor era verdaderamente insoportable. Ya se le había olvidado que en otros lugares del mundo, como Hiddenwood, acostumbraba a llover de vez en cuando, aunque fuese el mes de julio y uno estuviese en plenas vacaciones.
¡Qué verano más aburrido! Recordaba perfectamente cómo había deseado, sólo quince días atrás, un poco de tranquilidad. Pero aquel sentimiento le había durado un par de días a lo sumo. Elliot no tardó en sentir nostalgia de las recientes aventuras vividas junto a sus amigos. Es cierto que en más de una ocasión habían corrido auténtico peligro, pero eso ahora era lo de menos. Aquello parecía quedar tan lejano…
Para colmo de males, ni Gifu, el travieso pero entrañable duende, ni Merak, el veterano gnomo de carácter serio, se hallaban en la ciudad. Se lo había avisado Goryn al día siguiente del comienzo de sus vacaciones, cuando iba en busca del duende, ansioso por contarle su descubrimiento. Al parecer, el gnomo se hallaba fuera por uno de sus habituales viajes de negocios. Por otra parte, lo de Gifu no dejaba de resultar bastante extraño.
—Me temo que no lo vas a encontrar ni en su casita flotante ni en su hamaca —le había advertido el que fuera su maestro de Naturaleza en Hiddenwood.
—¿Le ha sucedido algo?
—En realidad, sí —respondió, echándose a reír—. Oh, no es nada grave. Ya sabes que acaba de ser su cumpleaños, y cuando los duendes cumplen treinta y cinco años…
—… alcanzan la mayoría de edad —completó el muchacho.
—Exacto, y precisamente por eso, para hacer uso de su recién estrenada libertad, se ha marchado de viaje para celebrarlo. Aunque, pensándolo bien, no se puede decir que Gifu haya gozado de poca libertad durante su prolongada adolescencia, ¿no crees?
Elliot había asentido y regresado a casa con las orejas gachas. Si Gifu no se encontraba en la ciudad, entonces el plan tendría que esperar a su vuelta. La noche de su regreso de Blazeditch, el muchacho había divisado una luz misteriosa en la siniestra mansión que había cerca de su casa. Hasta entonces, había dado por sentado que aquella vivienda estaba completamente abandonada, pero aquella señal, puntual, le había hecho cambiar de opinión. Precisamente por eso había ido en busca del duende. Con la pasión que sentía por cotillear, estaba seguro de que le acompañaría encantado a echar un vistazo a la casona.
Pero Gifu no estaba. Y Elliot sabía que lo tenía que esperar. No es que tuviese miedo de ir solo a la tétrica mansión, ni mucho menos. Sencillamente, el duende no le perdonaría jamás que no hubiera compartido con él una nueva aventura.
Tampoco podía contar con Úter Slipherall. El fantasma le había revelado —bajo una angustiosa presión, eso sí— que él era el viejo Finías Tomclyde, y que había decidido mantener oculta su identidad al resto del mundo. Aunque Elliot sospechaba que al fantasma no le hacía ninguna gracia que le llamase «tatarabuelo Finías», tanto él como sus padres se mostraron de acuerdo con su justificación: «Haber derrotado a un ejército de momias en una legendaria batalla no ha sido más que una victoria parcial. Tánatos está cada día más fuerte, y si se entera de que el traidor de Finías anda pululando por Hiddenwood, descargará toda su ira sobre vosotros». Por otra parte, Úter no sólo no habría aprobado «su plan», sino que hubiese hecho todo lo posible por evitar semejante allanamiento de morada. Además, que ante todos permaneciese bajo la apariencia de Úter no significaba que con la familia actuase como tal. ¡Estaba más paternalista que nunca!
¡Clinc!
El aguacero resonó mucho más fuerte contra la ventana. ¡Clinc! ¡Clinc! Al sonar de nuevo, Elliot decidió levantarse para contemplar la tormenta de cerca y, cuando se acercó hasta la ventana, se llevó una buena sorpresa. No sólo no estaba granizando, sino que el diluvio parecía haber remitido, aunque aún caía un débil calabobos. Entonces, ¿qué había golpeado contra su cristal?
La noche se cernía ya sobre Hiddenwood, y la visibilidad no era muy buena desde la ventana. No obstante, Elliot pudo discernir una menuda silueta abajo, junto a la fuente del jardín. Al asomarse, tuvo la impresión de que agitaba los brazos a modo de saludo. Intrigado, abrió la hoja de la ventana y un grito rompió el silencio que invadía aquella zona:
—¡Elliot, soy Gifu! No sabía si estaríais durmiendo, pero al ver luz en tu dormitorio…
—¡Gifu! Mis padres se habrán acostado hace un rato —replicó Elliot en un forzado susurro para no despertarlos, haciendo un severo esfuerzo por contener su alegría—. ¡Por fin has vuelto!
El duende asintió, mojándose bajo la finísima capa de lluvia que aún persistía.
—Acabo de llegar hace escasamente una hora —confirmó—. He pasado un momento por casa y he visto la nota que me dejaste. ¿Qué es eso tan urgente que querías contarme? ¡He venido sin más demora!
—¡Es verdad! —exclamó Elliot que, por un momento, se había olvidado de la misteriosa luz de la casa vecina.
—Oye, Elliot, ¿vas a invitarme a entrar en tu casa, o prefieres esperar a que el agua me encoja… aún más? —le espetó el duende en tono sarcástico.
—Perdona, Gifu. Ahora mismo bajo.
Cinco minutos después, los dos amigos estaban sentados en el confortable salón. Gifu había dejado su empapada capa de viaje en el colgador de la entrada, y ahora sostenía entre sus manos una taza de té que había aceptado gustosamente. Aunque no había pasado mucho tiempo desde la última vez que se vieran, Elliot tuvo la impresión de que su amigo había envejecido. Se lo notaba en sus ojos…
—Así está mucho mejor —dijo el duende, tras dar un sorbo a la taza.
—¿Dónde te has metido todo este tiempo? —preguntó el joven, ansioso por saciar su curiosidad.
—Es una larga historia —contestó el duende, negando con la cabeza—, seguro que lo tuyo es mucho más importante. Así que, háblame de ese tema tan urgente que te traes entre manos.
Contrariado por no conocer más detalles del viaje de su amigo, Elliot procedió a explicarle cómo unos días atrás, en mitad de la noche, había visto encenderse una luz en la mansión tenebrosa que se avistaba desde su habitación. El duende frunció el ceño y lo miró con cara de interés.
—Podríamos ir a echar un vistazo. Quién sabe, a lo mejor nos llevamos una sorpresa y sí está habitada…
—¡Eso mismo te iba a proponer! —exclamó Elliot en un tono de voz más alto del que debía. Aguardó unos segundos, por si se oía algún ruido procedente de la habitación de sus padres, y prosiguió en un susurro—: En cuanto a lo que dices de llevarnos una sorpresa… Estoy convencido de que allí pasa algo raro. Es una casa deshabitada donde, sin previo aviso, surge una luz en mitad de la noche…
—En ese caso —dijo Gifu, ultimando su té y poniéndose de pie—, vayamos a comprobarlo.
—¿Ahora? —preguntó Elliot alzando la voz nuevamente—. ¿Te has vuelto loco?
—¿Qué hay de malo en que sea ahora? ¿No decías que era tan urgente?
—Sí, pero bueno…
—¿No te estará entrando el canguelo? O, peor aún, ¿no te estarás volviendo tan responsable como Úter?
A modo de respuesta, Elliot se dirigió a la entrada en busca de su túnica impermeable.
—Ya sabía yo… —dijo Gifu, esgrimiendo una sonrisa.
—Vamos —ordenó Elliot después de abrir la puerta de su casa.
—Un momento… ¿Qué ha sido de Pinki?
—Salió al atardecer —contestó Elliot sin detenerse—. Ya sabes que le gustan mucho las incursiones nocturnas.
—Espero que también sepa transformarse en algo con escamas capaz de nadar, porque con toda el agua que ha caído en las últimas horas…
Unos segundos después, los pies de Elliot y Gifu chapoteaban por el húmedo jardín de la parcela de los Tomclyde. Aunque lloviznaba, la capa de impermeabilidad de Elliot le mantuvo aislado del agua. Por su parte, la de Gifu estaba tan calada que era imposible que se empapase aún más. Pronto se encontraron en el caminito que conducía hasta la lúgubre mansión. Recorrieron los doscientos metros que separaban ambas casas en el más estricto silencio, arrastrando sus pies sobre el barro al amparo de aquellos árboles corpulentos.
La casa estaba completamente cercada por una enorme verja de hierro y espinos que la protegía de los curiosos. Se detuvieron ante una puerta inmensa de doble hoja, custodiada a ambos lados por sendas gárgolas. Elliot miró fijamente al duende y esgrimió una picara sonrisa.
—No me mires así —le espetó Gifu.
—Vamos, es tu especialidad y sé que lo estás deseando —le incitó el joven aprendiz—. ¿Usaremos los polvos para saltar la reja?
El duende negó con la cabeza.
—Podría tener una protección mágica y no me gustan esos pinchos —alegó, señalando las afiladas púas que coronaban la verja—. Aunque sea un poco más lento, lo haremos con mi ganzúa.
En cualquier caso, la palabra «lento» no debía de tener el mismo significado para los duendes, porque, en un abrir y cerrar de ojos, la puerta se abría permitiendo el acceso a los dos intrusos.
Bajo la atenta mirada de las aterradoras gárgolas, cuyos ojos saltones parecieron cobrar vida a su paso, los dos amigos se adentraron en un jardín que nada tenía que ver con el de los Tomclyde. Desconocían si la casa estaba habitada o no, pero lo que estaba claro es que aquel jardín estaba totalmente abandonado. Los hierbajos casi superaban en altura a Gifu, que prácticamente iba abriéndose camino con su respingona nariz.
La luna quedaba oculta tras el espeso manto de nubes y la oscuridad lo envolvía todo. Elliot estuvo tentado de conjurar una bola de fuego, pero sabía que no era conveniente, pues llamaría en exceso la atención. Tenía una idea bastante clara de cómo era la mansión por fuera, de tantas veces que la había contemplado desde su ventana. Esos gruesos muros de piedra que se alzaban dos pisos, recubiertos sin piedad por la hiedra, las ventanas sucias encajadas en sus postigos de madera podrida, las tejas —en su mayoría rotas— que recubrían el tejado… Enseguida iba a poder ver cómo era aquella vivienda por dentro. No podía estar tan desastrada como por fuera, ¿o sí?
La puerta principal de roble no estaba en mejor estado que la fachada exterior. Gifu contempló el nuevo obstáculo que debía superar. De alguna manera, le recordó a la destartalada entrada de la casita de Úter. Mugrienta y con una enorme telaraña colgando de la esquina superior derecha, no debía entrañar una gran dificultad para él. Sacó su ganzúa una vez más y, al introducirla en la cerradura, la puerta se abrió con un ligero «clic».
—Te vas superando… ¡Qué rapidez! —musitó Elliot.
—¡No he sido yo! —protestó Gifu con su mirada sorprendida y alzando las manos en señal de inocencia—. La puerta estaba abierta. Es más, tengo la impresión de que la cerradura ha sido forzada…
—¿En serio?
El duende asintió.
—Esto sí que se pone interesante —balbució, adentrándose en la vivienda.
Tras cerrar el portón, ahora sí, Elliot iluminó la estancia con una bola de fuego, y la sorpresa que se llevaron ambos fue mayúscula. Estaban en una antesala señorial, que se adivinaba en perfecto estado y limpia como los chorros del oro. Frente a ellos se alzaba un impresionante lienzo que representaba el vuelo de un dragón del color de la sangre. Para apreciarlo mejor, el aprendiz avanzó por un suelo de piedra, recubierto con una hermosa alfombra persa tejida a mano. Elliot sintió remordimientos al pensar que iba a ponerlo todo perdido con sus zapatos embarrados, cuando se percató de que ¡el barro que había dejado a su paso había desaparecido! ¿Lo habría absorbido la propia alfombra? ¿Habrían equipado la casa con un hechizo de limpieza? Lo que sí quedaba claro, a primera vista, era que la casa parecía estar habitada.
Dejaron atrás el recibidor y se adentraron en un salón decorado con ampulosos cortinajes rojos y escayolas pintadas en oro. Al fondo había una descomunal chimenea con una repisa de mármol. Sillones, mobiliario, relojes, cuadros… Un pomposo lujo los desbordaba por los cuatro costados.
—¿Sabes si Úter se ha mudado de casa? —preguntó Gifu, esperando ver aparecer al fantasma detrás de cualquier retrato. Elliot sabía que no. Pero se había formulado preguntas similares en su cabeza. ¿Habría sido creado todo lo que los rodeaba mediante un hechizo de ilusión? ¿Acaso sería la residencia de otro fantasma? ¿Sería el dueño invisible? Si había algo que no podía negar era que, desde que había puesto los pies en esa casa, se había sentido observado.
Gifu, con su habitual inquietud por descubrir secretos en todas las casas que visitaba, se distanció de Elliot y comenzó a husmear aquí y allá. El muchacho, por su parte, decidió subir a la planta superior. Allí se pasó más de media hora, sorprendido ante la magnificencia de la casa. Era como verse trasladado a otra época. Visitó hasta cuatro dormitorios, todos ellos ricamente decorados con preciosas cómodas y cornucopias. Hipnotizado por todo cuanto veía, incluso se atrevió a abrir alguno de los armarios empotrados. En una de las habitaciones, además de otros ropajes, encontró unas túnicas perfectamente almidonadas. Por los colores, pertenecían a los elementos Tierra, Aire y Fuego. Aunque no tenía por qué, le extrañó no tropezar con nada relativo al Agua.
Estaba devolviendo las túnicas a sus correspondientes cajones, cuando sonó un golpe sordo a sus espaldas y se sobresaltó.
—Una ventana abierta —suspiró aliviado, dando unos pasos en su dirección.
Alcanzó el pomo de la ventana y, cuando se disponía a cerrarla, apareció una sombra oscura que se le tiró encima y le hizo soltar un alarido. Cayó de espaldas y, cuando trataba de quitarse de encima al agresor, vio que éste cambiaba de ese color oscuro a un verde esmeralda.
—¡Pinki! ¡Vaya susto me has dado!
El multimorfo, ya transformado en loro, batió las alas alegremente y fue a posarse sobre el hombro de su amo, que se encontraba sentado en el suelo de madera.
De pronto, un ruido procedente de la planta baja devolvió al muchacho a la realidad.
—¿Gifu? —llamó, incorporándose y saliendo al pasillo a toda prisa—. ¿Qué ha sucedido?
Al no recibir respuesta, Elliot se apresuró a bajar.
Sucedió tras sobrepasar el descansillo que había en la escalera. Al parecer, uno de los tablones que formaban el cuarto peldaño, contando desde el suelo, no estaba bien sujeto, y Elliot tropezó. Fue un milagro que Gifu lo presenciase todo, ya que, con una asombrosa rapidez, esparció un puñado de polvitos mágicos por el suelo que hicieron de colchón para el joven.
—¡UffF! —suspiró Elliot, recobrado del susto. Posó alegremente sus manos sobre la mullida superficie que lo rodeaba—. ¡Qué poquito ha faltado!
—Y que lo digas, amigo.
Mientras el duende miraba a uno y otro lado, Elliot, que ya se había incorporado, se acercó hasta el escalón dañado y la encontró. El tablón con el que había tropezado ocultaba una pequeña cavidad en la cual había escondida una llave. Era una pieza antigua, de color dorado y apenas un palmo de longitud, que mostraba un extraño mecanismo de apertura. ¿Qué puerta abriría? Pinki también debía de andar preguntándose lo mismo, porque la miraba silenciosamente. Elliot tuvo la impresión de que era demasiado gruesa para encajar en cualquier puerta de esa casa. La manoseó unos instantes.
—¡Vaya! —exclamó el duende, a quien sólo le faltó emitir un silbido—. ¿De dónde ha salido eso?
—De ahí —indicó Elliot, señalando con la mirada el escalón con el que acababa de tropezar.
—¡Es fantástico! ¿Qué puerta abrirá? ¡Vamos a probarla!
—¡De ninguna manera! —protestó Elliot. Aunque la curiosidad le corroía, la devolvió a su lugar y decidió dejar el peldaño como si nada hubiese ocurrido. El duende lo miraba estupefacto—. ¿Se puede saber qué estabas haciendo? —le reprochó a Gifu, desviando la atención del escalón—. Oí el ruido y…
—¿Ruido? ¡Vaya escandalera habéis montado el loro y tú ahí arriba! Por cierto, ¿qué hace Pinki aquí?
—Apareció de improviso —dijo Elliot, acariciando el cuello de su mascota—. Pensé que necesitabas ayuda y por eso bajé a toda prisa.
—Yo no he hecho nada. De hecho, pensaba que te había pasado algo y me disponía a subir cuando tú…
—Entonces…
—¿Hola? —dijeron los dos al unísono. Ambos habían tenido la misma ocurrencia: no estaban solos en la casa.
Al no obtener respuesta, el muchacho le dijo al oído al duende:
—Creo que va siendo hora de que nos marchemos.
—Estoy totalmente de acuerdo. Ya miraremos lo de la llave otro día —se apresuró a recordar.
Los dos atravesaron el recibidor sin más demora y salieron al jardín, poniendo pies en polvorosa. Pinki siguió sus pasos batiendo las alas, ahora que había dejado de llover.
Al día siguiente, los rayos de sol se abrieron hueco con fuerza entre los resquicios de las nubes que aún aguantaban en el firmamento. Aunque la mañana era fresca, sin duda haría un buen día.
—¡Galleta! ¡Galleta!
A Pinki no le importaba que su amo se hubiese acostado tarde. Como siempre, él demandaba su ración de desayuno a la misma hora. De nada serviría que el joven se hiciese el remolón, pues el loro lo pondría en órbita con un buen picotazo en la oreja.
Ojeroso, el muchacho apareció poco después por la cocina.
—Buenos días, hijo —lo saludó la señora Tomclyde, dándole un beso—. Tienes el desayuno preparado. Me voy a El Jardín Interior a echarle una mano a la señora Pobedy. Ha llegado un grupo de turistas procedentes de Dracosburgo y no da abasto. Probablemente llegue tarde…
Elliot asintió, sirviendo la ración de semillas a su mascota.
—¡Ah! Y te ha llegado esta carta —anunció ella, dejándosela junto al plato de gachas—. Me parece que es de Eric.
—Gracias, mamá.
Tras darle un beso, la señora Tomclyde desapareció de la cocina al tiempo que Elliot rasgaba el sobre que contenía la misiva de su fiel amigo. El muchacho leyó con avidez las noticias que le enviaba Eric desde Fernforest. Al parecer, los Damboury irían este verano a Ciudad Céfiro, una localidad elemental emplazada en lo más alto de los Andes. Allí era donde Thomas, el hermano mayor de Eric, había comenzado a ejercer como controlador aéreo después de terminar su aprendizaje en la escuela de Windbourgh. Así pues, aquel año visitarían una de las ciudades del Aire.
Después de desayunar, Elliot regresó a su habitación. Estaba ansioso por contarle a Eric cómo había penetrado junto a Gifu en la casa vecina, lo magnífica que era por dentro y la sospecha que habían tenido ambos de que había alguien más. Por supuesto, no omitió el hecho de que habían encontrado una llave antigua escondida bajo uno de los escalones de la escalera principal de la mansión. Ciertamente, era algo que los había dejado desconcertados.
Como por la mañana se acercaría a Buzón Express, también aprovechó para escribir a Eloise Fartet. La había conocido cuando estudió en Bubbleville, dos cursos atrás, y también habían coincidido en Blazeditch, el año anterior. No podía negar que le había caído bien desde el principio y había hecho buenas migas con ella, así como Eric con su inseparable amiga, Susan Fosatti.
Por la tarde, como el cielo se había despejado completamente, Elliot se adentró en el bosque junto a Pinki. Por más que pensaba en la misteriosa llave, no se le ocurría qué tipo de puerta podía abrir.
Igual de meditabundo anduvo al día siguiente. El muchacho era consciente de que, muy posiblemente, esa llave perteneciese a otra parte de la vivienda. Desde luego, estaba segurísimo de que no abría ninguna de las puertas de la planta superior. Quién sabe, tal vez fuese del sótano o, por qué no, de otro edificio.
Obsesionado como estaba con la llave, estuvo a punto de olvidarse de la cena. Pasó por la cocina como un fantasma, engulló los alimentos como un autómata y se encerró de nuevo en su dormitorio. Allí se quedó, dándole vueltas y más vueltas al tema otras tres horas, hasta que Pinki le dio un picotazo que le hizo un pequeño corte en la oreja. Enfurruñado, Elliot le abrió la ventana para que pudiese dar su paseo nocturno… y entonces la vio.
Al igual que unos días atrás, una luz iluminaba una de las ventanas de la casa vecina. Elliot frunció el ceño y, como impulsado por una descarga eléctrica, salió disparado en aquella dirección. Cuando abandonó su casa, todo estaba a oscuras. Hiddenwood dormía, pues era bien entrada la noche, y no había un alma en las callejuelas. Esta vez no tenía tiempo de avisar a Gifu. Debía llegar antes de que quienquiera que hubiese entrado en la vivienda la abandonase.
Con la respiración agitada tanto por la carrera como por la emoción, Elliot se plantó delante de la reja que daba al siniestro jardín. Aunque parecía estar cerrada, la verja estaba ligerísimamente entornada. Tampoco se extrañó al encontrar abierto el portón principal de la vivienda. Debía andarse con ojo porque, sin duda, allí había entrado alguien que, muy posiblemente, aún estaba dentro.
Notó un suave aleteo y Pinki fue a posarse sobre su hombro derecho. Elliot agradeció su compañía con una suave caricia sobre su cabeza y, acto seguido, se adentró en la mansión.
El silencio era abrumador, y el muchacho no tardó en descubrir la procedencia de la luz. A mano izquierda, frente al salón, había una puerta entornada. Un fino haz de luz se escapaba por la rendija. Con paso cauteloso, Elliot se acercó hasta allí y pegó su cabeza al quicio de la puerta. Oteó el interior de aquella habitación sin moverse ni un ápice. Desde su posición y, pese a la escasa visibilidad que le proporcionaba la abertura de la puerta, dedujo que era una biblioteca. Centenares de libros estaban perfectamente ordenados en sus baldas, iluminados por una lámpara de araña cuyas velas alguien había dejado encendidas. Elliot alcanzó a ver un escritorio de roble, aunque no parecía haber nadie trabajando en él. Tampoco detectó sombra alguna reveladora de movimiento. Aquel despacho parecía desierto.
Elliot volvió a plantearse si aquella casa estaría habitada por un ente espiritual. Pero ¿qué hacían las puertas abiertas entonces? Su corazón latió con mayor intensidad. También cabía la posibilidad de que hubiese sido Gifu quien se hubiera dejado la luz encendida. Al fin y al cabo, tan sólo habían transcurrido un par de días y no había vuelto a mirar hacia la casa porque sólo había pensado en la llave.
Transcurrieron los minutos y no sucedió nada. El silencio se hacía cada vez más insoportable y Elliot terminó por convencerse de que quienquiera que hubiese encendido la luz, tenía que haber abandonado ya la casa. Con ese convencimiento, dio un ligero empujón a la puerta y asomó tímidamente la cabeza. Además de otra tanda similar de libros, no encontró nada especial en la habitación. Tal como había imaginado, estaba desierta.
Si no había nadie, no tenía mucho que temer. El muchacho entró con cierto aplomo y comenzó a husmear con interés la impresionante colección de volúmenes. Aunque olía a cuero viejo, le sorprendió no encontrar una mota de polvo en una biblioteca tan completa. Se acercó hasta el escritorio y deslizó su mano por el borde. Impecable. Incluso la lamparita de la mesa estaba radiante. Le llamó poderosamente la atención un pequeño botón. ¿Acaso funcionaba con electricidad? No veía ningún cable unido a la base. Aun así, Elliot sintió el impulso de presionar el botón, y entonces sucedió.
Al tiempo que de la lámpara brotaba una suave llamarada de fuego mágico, uno de los cuerpos de la biblioteca que había a su lado se desplazó, dejando a la vista un oscuro pasadizo. El joven se acercó hasta él. Un penetrante olor a cerrado y a antigüedad llegó hasta sus fosas nasales. ¿Y si la llave abría alguna puerta allá abajo? Intrigado, Elliot se armó de valor para comprobarlo. Como si hubiese sido puesta para ese menester, tomó instintivamente la pequeña lámpara que acababa de encender a modo de tea.
Sus pasos resonaron en la penumbra mientras descendía por los peldaños de piedra. Al llegar abajo, la lámpara le mostró un habitáculo de reducidas dimensiones, más parecido a una cripta que a otra cosa. La roca en la que habían sido levantadas aquellas paredes hacía de él un lugar frío e inhóspito. Pinki fue a posarse sobre una estatua de piedra (¡más gárgolas!) que había en la esquina. Era grande, horripilante como un demonio y debía de escoltar algún tipo de mobiliario que había a su lado recubierto con un velo de seda. Por la forma, Elliot apostó a que era un espejo de cuerpo entero. Sí, eso debía de ser.
Como no había nada más interesante en la estancia, Elliot se acercó hasta el velo y lo retiró sin más remilgos.
El joven aprendiz se quedó extasiado al verlo. Era el espejo más espectacular que había contemplado en su vida. Jamás hubiese podido imaginar una obra de orfebrería más lograda. Apreció con más detalle el marco, que brillaba incluso con mayor intensidad que la lámpara. Parecía entremezclar el oro con el nácar en una extraña simbiosis, revelando curiosísimas formas geométricas. Las piedras preciosas no hacían sino resaltar la belleza de la pieza. No tardó en detectar las dos palabras grabadas con brillantes en la parte superior del marco. «Weston Lamphard». Parecían un nombre y un apellido. Se preguntó si sería el del dueño del espejo o el del orfebre que con sus manos había creado semejante maravilla.
Elliot se había quedado tan encandilado por su belleza que tardó en darse cuenta de un pequeño detalle: el espejo no estaba reflejando su propia imagen. Intrigado, el muchacho hizo un par de movimientos bruscos con sus manos, pero la superficie seguía sin detectarlo. Qué extraño…
De pronto, una idea sacudió su mente. ¿Y si era una puerta abierta a algún lugar mágico? Sabía muy bien la utilidad que se les daba a los espejos en el mundo elemental. Por ello, con cierto temor pero con más curiosidad que nunca, Elliot llevó lentamente su mano hasta éste. Cuando las yemas de sus dedos rozaron el cristal, el espejo despidió un ligero destello, pero nada más sucedió. Elliot no se vio transportado a ningún lugar especial y, por supuesto, su imagen seguía ausente del marco.
Quién sabe, se dijo el joven entonces, tal vez sea un espejo inutilizado que el dueño de la casa guarda celosamente por su incalculable valor. Nada más. Acto seguido, tomó el suave velo para proceder a cubrir el espejo y dejarlo tal como lo había encontrado. Al tocarlo por segunda vez, el espejo volvió a emitir un nuevo destello y, ahora sí, Elliot detectó la imagen en el cristal. Pero no era él quien se veía reflejado. En su lugar, distinguió un rostro que no reconoció. Instintivamente dio media vuelta, pero no, no había nadie a sus espaldas. De haberlo habido, hubiese reflejado un cuerpo y no sólo un busto.
Cuando volvió a mirar al cristal, la cara de la persona desconocida ya no estaba. En su lugar, comenzó a divisar una extrañísima sucesión de imágenes.
Sobre la superficie del espejo, Elliot discernió unas formas redondeadas de un blanco grisáceo. Pasaron unos cuantos segundos antes de que dedujese que no eran otra cosa que nubes. Esponjosas nubes de algodón que comenzaron a disiparse… Supuso que se trataba de una imagen que debía de estar ascendiendo a la vez que se alejaba un poco, permitiendo ver cada vez más cosas.
No tardó en divisar un montón de piedras apiladas. Un muro. Se prolongaba metros y metros y en la parte superior destacaban unas almenas. ¡Una muralla! La imagen continuaba alejándose, y Elliot comenzó a distinguir el interior de la muralla, donde se asentaba una curiosa ciudad medieval. Graciosas casas de piedra con techos de madera y brezo, edificios de mayor porte, un castillo con ondeantes banderas a lo lejos… Pero lo más sorprendente de todo era que aquella ciudad amurallada ¡estaba asentada sobre un impresionante cúmulo de nubes!
De pronto todo se volvió azul celeste. Elliot aguzó la vista, tratando de recuperar la imagen que se había perdido. Pronto volvieron a formarse nuevas vistas. Más nubes. Una inmensa cordillera con las cumbres nevadas, sobre la que resaltaba una espectacular montaña. Una extraña escala parecía surgir del amasijo de algodón para descansar sobre el propio saliente…
De pronto, el muchacho sintió un escalofrío. Ahora sí, estaba convencido de que había alguien a sus espaldas. Pinki lo confirmó al grito de «¡Intruso, intruso!». Poco a poco, Elliot se dio la vuelta y sus pupilas se dilataron por la sorpresa. Tras él se alzaba, con la faz imperturbable, ni más ni menos que Goryn.
—Yo… —Elliot fue incapaz de articular más palabras.
—¿No crees que es un poco tarde para estar merodeando por aquí? —El tono de voz del hechicero, aunque serio, no parecía de reproche.
—Sí… Vi una luz desde casa y…
—Veo que has descubierto el espejo —le interrumpió Goryn sin apartar la mirada del muchacho.
Elliot asintió, sin mediar palabra en esta ocasión.
—¿Qué mirabas con tanto interés? —insistió su antiguo profesor.
Por alguna razón, a Elliot le sorprendió la pregunta. El aprendiz volvió a mirar el espejo una vez más, pero había dejado de emitir imágenes. ¿Sabría Goryn algo? Y, lo más importante de todo, ¿qué hacía él allí? Desde luego, si la casa era suya, estaría al corriente de la capacidad que tenía el espejo de transmitir cierta información y si no…
—Es bonito —contestó Elliot, sin más.
—Ya —replicó el hechicero, como si no le hubiese creído—. ¿Nada más?
—No —insistió Elliot—. Sentí curiosidad al ver luz en una casa que parecía abandonada y… encontré el espejo.
—En ese caso, creo que es mejor que regreses a casa —le aconsejó Goryn, invitándole a abandonar la estancia.
Elliot no discutió. Estaba deseoso de salir de allí cuanto antes. Goryn lo acompañó hasta fuera mientras le decía:
—Te aconsejaría que, de ahora en adelante, llamases antes de entrar en una casa ajena.
—Lo siento, de verdad…
Abatido y sin comprender nada, Elliot volvió a casa con Pinki. Había ido con el objetivo de averiguar quién vivía allí, pero le parecía imposible que fuese Goryn. ¿Era su antiguo maestro de Naturaleza el dueño de aquella siniestra mansión? Había sido bastante hosco con él, algo que, por otra parte, tampoco le extrañó. A fin de cuentas, le había pillado in fraganti husmeando en un sótano privado. Pero también era verdad que Elliot intuía que Goryn no tenía conocimiento de la existencia del misterioso espejo. Al menos, no lo había demostrado. Y luego estaba la llave; todavía no sabía qué puerta podía abrir. Desde luego, no pertenecía a ninguna puerta del sótano. Más que nada, porque allí no había más puertas que la de entrada.
Ya en su habitación, se tumbó pesadamente sobre la cama. Ahora sí que tenía muchas cosas en las que pensar…