1.IRA

LA vela titilaba débilmente sobre el candil de bronce. Había quedado prácticamente consumida y apenas emitía suficiente luz para alumbrar las hojas del grueso volumen de Técnicas de dominación de criaturas fantásticas, que descansaba sobre un atril de plata bruñida. El resto de la estancia permanecía en una oscuridad insondable y en un silencio abrumador.

Así era como acostumbraba trabajar en su despacho, en sus horas de estudio, Weston Lamphard —maestro Lamphard, tal como le llamaban los aprendices—. Aunque inclinado sobre la mesa no lo pareciese, Lamphard era un elemental de una estatura considerable. De llamativos ojos color café oscuro, le caracterizaba una larga y ondulada cabellera a juego, con su barba perfectamente recortada. A sus casi cuarenta años, era un poderoso elemental y uno de esos raros casos que la Naturaleza había dotado con aptitudes para dos elementos: de hecho, por sus venas corrían los poderes del Fuego y del Aire.

Ya desde muy joven se había interesado por los seres mágicos del mundo elemental, especialmente por aquellos pertenecientes a los dos elementos asociados a él: salamandras, sílfides, pegasos, esfinges, quimeras, gárgolas, genios, dragones… Sencillamente, le apasionaban. Cuando finalizó su aprendizaje, podía haberse especializado en alguno de ellos y haber encaminado por ahí su futuro profesional. Muchos eran los caminos que se abrían ante él: cuidador de dragones, forjador de gárgolas, domador de pegasos… Pero a él le gustaban todas y cada una de las especies mágicas. Y no sólo eso. Quería sentirse superior y poder dominarlas. Pero, para ello, era necesario conocerlas a la perfección. Debía estudiar minuciosamente todas las peculiaridades de las criaturas, desde su alimentación básica hasta las propiedades mágicas más inesperadas que podían llegar a poseer. Quizá por eso decidió que iba a dedicarse a la docencia.

No le fue difícil conseguir un puesto como maestro en la escuela de Blazeditch, pues contaba con brillantes referencias académicas. En cualquier caso, tampoco le hubiese costado en exceso haber sido incluido en la nómina de profesores de Windbourgh por idénticas razones. No obstante, la fortaleza y la energía de las criaturas del Fuego le llamaban poderosamente la atención. Y es que en un elemental tan completo como él no podía faltar la ambición. El hecho de enseñar en una de las más grandes escuelas elementales no era sino la antesala de su gran objetivo: llegar a ser el elemental más joven en acceder al prestigioso Consejo de los Elementales.

Esa oportunidad surgió en abril de 1796. El hasta entonces director de la escuela de Blazeditch, Petronius Rokotis, había fallecido dos días atrás víctima de una larga enfermedad. Ni las más eficientes pócimas curativas habían logrado evitar lo inevitable, dejando a la comunidad elemental huérfana de representante del Fuego. Una vez celebradas las exequias por su eterno descanso, llegaba la hora de la elección de su sustituto en el Consejo de los Elementales. Y Weston Lamphard estaba al tanto.

Llevaba esperando ese momento toda su vida y no estaba dispuesto a desperdiciarlo. No creía que su edad fuese un inconveniente. Esa sangre joven, unida a casi una veintena de años de enseñanza en Blazeditch y al poder que le conferían los elementos Aire y Fuego, le convertían en el candidato más apto para suceder a Petronius Rokotis. Estaba convencido; sólo faltaba que el Oráculo lo confirmase.

Aquella noche pasaba las hojas del libro sin ton ni son, víctima de su desaforada ansiedad. Así llevaba los dos últimos días. Apenas había podido concentrarse para impartir clase y había dejado que los alumnos juguetearan y cuidaran de unas salamandras recién nacidas. Tampoco podía pegar ojo por las noches y, por supuesto, no tenía ni pizca de apetito. Sabía que podía recibir la llamada del Oráculo en cualquier momento. Tenía que llegar. Y no cabía otro pensamiento.

Fue en uno de esos instantes en los que miraba el libro sin prestar atención a lo que decían aquellas borrosas líneas, cuando un ruido a sus espaldas lo sobresaltó. Con el corazón en un puño, se acercó hasta su pequeño buzón particular. Extrajo la misiva que acababa de llegar con pulso tembloroso y, casi sin atreverse a respirar, regresó a su escritorio.

La luz de la vela dejaba entrever un rollo de papiro de color crema y lacrado en rojo, con el símbolo de los cuatro elementos. Iba claramente dirigido a su nombre, pero no mostraba remite alguno. Reaccionó al instante, como despertado de un sueño, y rasgó el lacre. Ante él se desplegó el mensaje que contenía. Era claro a la vez que conciso, y decía así:

A la atención de Weston Lamphard: Me pongo en contacto con usted en calidad de miembro del Consejo de los Elementales. Tras el fallecimiento del venerable Petronius Rokotis, el mundo elemental precisa de un nuevo representante del Fuego. Por esta razón, se va a celebrar una ceremonia solemne durante la cual se decidirá quién es la persona más apta para el puesto en cuestión. Por la presente, le hago saber que usted ha sido seleccionado como candidato para ocupar este puesto vacante. Para formalizar la correspondiente elección se precisa su asistencia, inexcusable, ante el Oráculo a las ocho de la mañana del día 7 de abril de 1796 en el Oasis de Chrystal. Es mi deber advertirle que la no comparecencia en este acto supondría una grave falta en sus obligaciones como elemental y podría llegar a ser sancionada con una considerable cuantía en piedras preciosas y con hasta tres años de prisión en Nucleum. Sin otro particular, le saluda antentamenteAlvin Crowsty Portavoz del Consejo Elemental —¡Sí! —El 7 de abril era el día siguiente, por lo que no quedaban ni doce horas para el acto. No había dejado de sorprenderle la amenaza de una fuerte multa, así como la pena de encarcelamiento en la prisión mágica del centro de la Tierra en el caso de no presentarse. Como si tuviese intención de perderse tan maravillosa cita… Weston Lamphard levantó la mirada y, apenas pudiendo contener una sonrisa que amenazaba con salirse del marco de su cara, exclamó a viva voz—: ¡Por fin mi sueño se va a hacer realidad!

Era tal la emoción que lo embargaba que aquella noche, más que nunca, le fue imposible conciliar el sueño. Soñaba despierto, recostado sobre su camastro de lana y paja, contando los minutos y segundos que quedaban para la ansiada audiencia con el Oráculo. Las horas transcurrieron con relativa rapidez mientras él se imaginaba cuánto poder acumularía y cuántas cosas podría hacer cuando fuese nombrado representante del Fuego.

No importaba que existiesen los espejos, ni que el traslado hasta el Oasis de Chrystal apenas fuese a tomar unos segundos de su precioso tiempo. A las siete de la mañana, Weston Lamphard ya estaba en pie, vistiendo su túnica de gala de color escarlata con ribetes y bordados en hilo de oro. Se había aseado, afanándose en tratar de ocultar las ojeras provocadas por el cansancio acumulado durante los últimos días, y salió a dar un pequeño paseo por los alrededores de la pirámide para tratar de relajarse. Por supuesto, había evitado aparecer por el comedor, pues un nudo seguía atenazándole el estómago.

Minutos antes de las ocho, cuando la escuela comenzaba a despertar y a movilizarse para una nueva jornada, se encaminó hacia el salón de los espejos. Puesto que no era un destino restringido —aunque sí escasamente conocido—, podía llegar al Oasis de Chrystal desde cualquiera de ellos pero, aun así, optó por el espejo principal; el más colosal y suntuoso de todos. Una vez frente a él, se jactó unos instantes contemplando su silueta reflejada en tan bello marco. No podía dejar de pensar en que aquella persona que se veía reflejada iba a ser el próximo representante del Fuego. Y así, rebosante de júbilo, pronunció el hechizo que le abriría la puerta a un nuevo futuro.

Sin embargo, cuando Weston Lamphard atravesó el espejo comprendió que no todo iba a ser tan fácil como lo había imaginado.

Tras dejar atrás la espesa cortina de follaje que recubría el reflectante cristal, Lamphard se dirigió al pequeño claro del que provenían las voces. ¿Voces? ¿Acaso no iba a encontrarse en privado con el Oráculo para que le designase representante del Fuego? La carta le mencionaba como candidato y, hasta la fecha, no solía escogerse más que una persona para el citado puesto… Lamphard frunció el entrecejo. Tras avanzar unos metros, aquellas voces se transformaron en personas. Concretamente, atisbo a cinco de ellas. Sin duda, el viejo de la túnica blanca era Alvin Crowsty. Y también reconoció al diplomático Hermann Natrix, enfundado en su túnica verde. Y a la empalagosa Lisa Splashy, con su habitual trenza rubia resaltando sobre la túnica azul añil. Al parecer, el Consejo de los Elementales iba a asistir al completo al nombramiento del sucesor de Petronius Rokotis. No veía al Oráculo por ninguna parte, pero ¿quiénes eran los otros dos? Un hombre y una mujer, ambos vestidos en sendas túnicas de color rojo, charlaban animosamente con los miembros del Consejo…

—¡Buenos días! —saludó cordialmente cuando se encontraba a una decena de metros de ellos.

—Muy buenos días —contestó al instante Alvin Crowsty, separándose ligeramente de sus interlocutores para recibir al recién llegado.

Mientras Lamphard se acercaba, se hizo un silencio de cortesía entre los presentes. El propio Crowsty hizo de cicerone e inició las presentaciones:

—Weston Lamphard, éstos son Longina Fogolina y Seraphim Kimble —dijo, al tiempo que se saludaban y se tendían la mano—. Bien, ahora que ya estamos todos, no creo que el Oráculo tarde mucho en llegar.

Ciertamente, el recién llegado no tuvo mucho tiempo para entablar conversación con ellos, pues unos minutos después surgió un espeso vapor oscuro del agua. Fue ascendiendo lentamente, formando unas curiosas volutas que giraban en torno a sí, en forma de espiral. Tonos blancos, negros y plateados se entremezclaban mientras el vapor iba cobrando forma humana. Aunque no era la primera vez que lo presenciaban, los seis individuos contemplaron maravillados el grandioso espectáculo.

Unos segundos después, se alzaba ante ellos la figura de una hermosa mujer envuelta en una brillante túnica de tonos plateados. Sus largos cabellos morenos, que caían alegremente por su espalda, enmarcaban un rostro que parecía haber sido esculpido por el artista más diestro de todos los tiempos. Con una mirada impenetrable y una sincera sonrisa, se acercó hasta ellos. Tras una cortés inclinación de cabeza de Alvin Crowsty, el Oráculo habló con su habitual autoridad.

—Muchas gracias por vuestra presencia esta mañana en el Oasis de Chrystal —Después del agradecimiento, hizo una ligera pausa, meditando las palabras que pronunciaría a continuación—. Como bien sabéis, se os ha convocado para proceder a la elección del nuevo miembro del Consejo de los Elementales. Petronius Rokotis, elemental entrañable a la vez que trabajador insaciable, nos ha dejado después de cuarenta años de entrega completa al mundo elemental. Un mundo que, durante todo este tiempo, ha permanecido en equilibrio gracias a su ardua labor y a la del resto del Consejo —completó, extendiendo sus brazos hacia los tres grandes elementales que bebían de sus palabras.

»Si bien es cierto que el ciclo de nuestro querido Petronius ha llegado a su fin, la vida sigue su cauce, y el mundo elemental precisa de un nuevo representante del elemento Fuego. Una persona capaz de sacrificarse y de tomar decisiones por y para el bien de los demás. Una persona firme y fiel a los principios que rigen el mundo elemental y la Madre Naturaleza. Una persona valiente e incorruptible que luche incansablemente por el beneficio de su gente. En definitiva, una persona entregada en cuerpo y alma al mantenimiento del equilibrio reinante.

»Longina… Seraphim… Weston. Los tres habéis sido seleccionados y convocados porque actualmente sois los elementales más aptos para el puesto en cuestión. Los tres cumplís sobradamente las condiciones que se requieren para ejercer como representante del Fuego.

Acto seguido, clavó su mirada en la mujer. Era de mediana estatura y bastante delgada. Sobre la piel morena de su cara, curtida por el sol y los años, resaltaban dos vivos ojos como dos perlas de miel que aguardaban expectantes las palabras del Oráculo.

—Longina Fogolina —anunció éste—. Eres una mujer fuerte y que posee un corazón tan grande como el de un dragón. Llevas más de treinta y cinco años recorriendo el mundo desinteresadamente, tratando de prestar ayuda a los elementales más necesitados. Te has movido por los lugares más recónditos e inaccesibles, allá donde aún no llegaban los espejos, para que esos elementales pudieran estar más cerca de nosotros. Una vida de entrega a los demás que bien vale una candidatura para el Consejo de los Elementales.

Fogolina se sintió emocionada al oír aquellas palabras del Oráculo hacia su persona y se llevó las manos al pecho, inclinando su cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Estarías dispuesta a asumir el cargo de máxima responsable del elemento Fuego, ateniéndote a las normativas que exige el Código Elemental?

—Sí, lo estoy —respondió Longina Fogolina a la pregunta del Oráculo, notando cómo se sonrosaba su rostro—. Sería todo un honor.

Después de asentir y agradecer su plena disposición, la bella mujer enfundada en la túnica de cristal líquido se dirigió a otro de los presentes. Era un hombre de mediana estatura y con una calva incipiente. No eran sus pequeños ojos o la achaparrada nariz lo que más resaltaba en su rostro, sino un inmenso bigote de morsa lleno de hebras canosas.

—Seraphim Kimble —dijo entonces la mujer—. Tu vida gira en torno al mundo de la Alquimia, uno de los principales y más complejos pilares del elemento Fuego. Casi cuarenta años de estudios, experimentos e investigaciones en esta disciplina que, sin duda, han dado sus buenos frutos al mundo elemental. Además, cuentas con numerosos y valiosísimos libros escritos de los que podrán beneficiarse las futuras generaciones. Como en el caso de Longina Fogolina, todo ese esfuerzo merece optar al puesto de representante del elemento Fuego.

Al igual que sucediera con Longina Fogolina, Kimble también se mostró entusiasmado ante la posibilidad de guiar los cauces del elemento Fuego durante los próximos años.

Por su parte, Weston Lamphard había ido escuchando las alabanzas hacia los dos elementales con aparente indiferencia. Su rostro permaneció impasible mientras el Oráculo resaltaba las cualidades de uno y otro. Pese a todo lo dicho, él seguía considerándose el hechicero más adecuado para el puesto en cuestión. Su poder estaba muy por encima de los logros de ambos. Sin embargo, no le hacía ninguna gracia tener que competir con nadie. ¿Acaso no estaba sobradamente demostrado quién era el más capacitado?

—Weston Lamphard. —Como espoleado por un látigo, la voz del Oráculo lo sacó de su ensimismamiento—. Desde el momento de tu nacimiento, la Madre Naturaleza te otorgó el nada frecuente don de acceder a dos elementos: el Fuego y el Aire. No has desaprovechado las capacidades de las que fuiste dotado, y destacaste sobre los demás alumnos en tu etapa de aprendizaje. Has dedicado tu vida enteramente a los seres mágicos, fundamentales para la vida elemental, preocupándote por su entorno y su dependencia de los hechiceros. Has estudiado la evolución, desarrollo y propiedades de numerosas especies y razas. Además, todo ello lo has compaginado con casi una veintena de años de docencia en la escuela de Blazeditch, entregando tus conocimientos a los aprendices. Por todo ello, mereces ser el elemental más joven de la historia en optar a un puesto como representante del gran Consejo.

El nombrado se sentía henchido de orgullo y su ego había alcanzado unas cotas inmensas. Realmente, no comprendía por qué Fogolina y Kimble permanecían aún ahí. No tenían nada que hacer…

—¿Estarías dispuesto a asumir el cargo…?

—Sí, sí. Lo estoy —respondió Weston Lamphard con premura, sin dejar terminar la pregunta al Oráculo.

—Naturalmente —asintió la mujer, dirigiendo una sincera sonrisa al más joven e impetuoso de los tres candidatos. Pasaron los segundos, eternos, y el Oráculo dijo—: Bien, como portavoz del actual Consejo, Alvin Crowsty tiene la palabra.

El hechicero se adelantó un par de pasos y, tras aclararse la garganta, dijo con voz clara:

—Como siempre, sabias y acertadas son tus palabras, Oráculo —expuso Alvin Crowsty—. Como portavoz del Consejo de los Elementales, estoy de acuerdo en que son los hechiceros más adecuados para ocupar el vacío que ha dejado Petronius. Sin lugar a dudas, cualquiera de ellos será un digno sucesor.

—De alguna manera es la Madre Naturaleza quien señala a estas personas —aclaró el Oráculo, procediendo a explicar su labor en esa reunión—. Yo simplemente me decantaré por aquella que, teniendo en cuenta la situación actual del mundo elemental y sus necesidades, vaya a ajustarse mejor al puesto y a garantizar el equilibrio por un mayor período de tiempo.

—Sea así —acató Alvin Crowsty.

—En ese caso y sin más dilación, procederé a hacer pública mi decisión —anunció el Oráculo—. Alvin Crowsty, Lisa Splashy y Hermann Natrix, como miembros del Consejo de los Elementales sois testigos de la elección del nuevo representante del elemento Fuego. A partir de ahora, ese cargo corresponderá a la elemental… Longina Fogolina.

Al principio, Weston Lamphard pensó que no había oído bien. De hecho, ¿había desvelado ya su elección el Oráculo? ¿Acaso no era el primer descarte? Sin embargo, transcurridos los primeros instantes tras el anuncio, la realidad sacudió a Lamphard como el coletazo de un dragón de tres cabezas. «Ese cargo corresponderá a la elemental… Longina Fogolina.» Las palabras del Oráculo comenzaron a martillear su cerebro como si fuesen el badajo de una enorme campana. Retumbaban hasta hacerle marear. No era posible… No era posible… Weston Lamphard imaginó al Oráculo como una quimera, escupiendo constantemente unas palabras de fuego que fundían su sueño una y otra vez. Acababa de hacer añicos el sueño por el que había peleado durante tantos años. Su sueño. No era posible… y tampoco era justo. El Oráculo no había nombrado representante al candidato más poderoso. ¿Acaso Fogolina era más competente que él? De ninguna manera.

Weston Lamphard seguía ensimismado, cuando se dio cuenta de que le estaban hablando.

—… Porque aún eres joven y, como ha afirmado el Oráculo, la fuerza de dos elementos corre por tus venas. Ahora, si no te importa… —Las palabras de Alvin Crowsty eran de consuelo y, sin lugar a dudas, estaban invitándole a marcharse.

Durante aquellos instantes que permaneció meditabundo, ajeno al mundo que lo rodeaba, el Oráculo había abandonado el Oasis de Chrystal sin que él se enterase; lo mismo había ocurrido con Seraphim Kimble, su otro adversario. Él había asumido su derrota sin más miramientos y había regresado a dondequiera que fuese a proseguir sus investigaciones alquímicas. No había marcha atrás.

—Anímate, Weston, querido —le dijo la veterana Longuina Fogolina—. Nos veremos esta noche en Blazeditch.

Quizá fue esa entonación de voz. O, quizá, el hecho de que le hubiese recordado que también había asumido el cargo de directora de Blazeditch. El caso es que la ira recorrió el cuerpo de Weston Lamphard como una tremenda sacudida eléctrica. Hasta ese momento no había caído en que, si no resultaba elegido, el nuevo representante del Fuego sería también el nuevo director de la escuela y, por lo tanto, su jefe. ¡Y Fogolina no era mejor que él! Era una incompetente. Sí… Y, además, lo iba a demostrar.

—Sí, sí… Nos veremos esta noche —contestó Lamphard y, esbozando una sonrisa maliciosa, se dio media vuelta. Con paso decidido, se alejó de la orilla en dirección al espejo que se escondía tras la vegetación del oasis, deseando poner en marcha el plan que había empezado a maquinar.

Apenas regresó a su despacho, Weston Lamphard se abalanzó sobre su biblioteca buscando desesperadamente un libro. Mientras sostenía con su mano izquierda una potente bola de fuego, con la derecha tanteaba todos y cada uno de los volúmenes que allí reposaban. En menos de cinco minutos, encontró el ejemplar que tanto ansiaba.

—¡Aquí estás! —exclamó, sosteniendo un grueso libro en sus manos. A tenor de su desgastada cubierta y sus esquinas deterioradas, se notaba que era un manual antiguo y un tanto maltratado por el excesivo uso.

Liberó el atril del libro que yacía sobre él, y se apresuró a sustituirlo por éste. Con la urgencia de quien va a apagar un fuego, Lamphard comenzó a pasar las páginas como un poseso. Las hojas amarillentas se sucedían a gran velocidad al contacto con la yema de sus dedos cuando, de pronto, se detuvieron. Los ojos del hechicero acababan de toparse con lo que buscaba.

Curiosamente, la página en cuestión no tenía ningún texto, salvo el encabezado que, subrayado, rezaba así: «La creación de un ifrit». Pero, a continuación, no había nada escrito. Era como si el autor, por algún motivo desconocido, se hubiese olvidado o no hubiera querido escribir el contenido de ese apartado. Lamphard sonrió. Sabía lo que tenía que hacer… porque ya lo había visualizado con anterioridad.

Con un ligero pero prolongado susurro, formuló un hechizo que provocó que la bola de fuego se tornase azul fosforescente. Al instante, su despacho cobró un tinte fantasmal que, al proyectarse sobre el libro, reveló su contenido. Qué ingenuos eran algunos maestros cuando trataban de ocultar cierta información; con lo fácil que hubiese resultado arrancar la página en cuestión… Las pupilas de Weston Lamphard brillaron de excitación al leer las palabras recién aparecidas.

Lo primero que se mostraba era una clara advertencia indicando que «la creación de un ifrit es un acto de hechicería muy avanzada y puede suponer un alto riesgo para el equilibrio elemental». Bien, de eso se trataba. Había que romper un poco ese equilibrio y ver si Longina Fogolina estaba a la altura del puesto que acababa de asumir.

El hechicero siguió leyendo lo que decía el manual. En concreto, se exponían una serie de sustancias y las utilidades que éstas aportaban, que procedió a leer en alto para mayor regocijo de sí mismo:

—Un recipiente o urna donde contener al ifrit en sus momentos de inactividad; sangre del creador, que dotará al nuevo ente de vida y libre albedrío. —Ciertamente, lo de la sangre no le hacía mucha gracia, pero si no había más remedio… Y prosiguió la lectura—: Polvo de hada de la armonía, que dotará al nuevo ser de la potestad de hacer magia y, finalmente, un objeto representativo del Fuego, para asociarlo al elemento en cuestión.

En ese preciso instante, una pregunta asaltó su mente. El libro hablaba de asociar al ifrit al elemento Fuego mediante un objeto que, se suponía, el elemental escogería a su gusto. La redacción quedaba un tanto ambigua, pero podía deducirse que, si en su lugar se introducía algo relacionado con el Aire, por poner un ejemplo, el genio maligno quedaría vinculado a ese elemento. Y, yendo un poco más lejos… ¿qué sucedería si se escogía algo representativo de los dos elementos al mismo tiempo? O, un poco más lejos aún… ¿y si se asociaba al ifrit conjuntamente a la Tierra, el Aire, el Agua y el Fuego? ¿Sería eso posible?

Lamphard sonrió para sus adentros. Sí, podía ser una gran idea. Sería un auténtico quebradero de cabeza para Fogolina.

A continuación, el texto explicaba el modo de proceder una vez se reuniesen los «ingredientes», así como el conjuro que debía practicarse. Finalmente, el hechicero leyó una nota a pie de página, recuadrada, que no podía pasar inadvertida:

El contenido que se expone en este apartado fué censurado en 1592 por Ira Grogovitch mediante el XIX Decreto Elemental contra la Magia Maligna. Por este motivo, queda terminantemente prohibida su práctica sin el expreso consentimiento del Consejo de los Elementales. El no era miembro del Consejo… por una injusticia. De hecho, hasta hacía unos instantes, él se había considerado como tal. Además, lo haría con tanta discreción que nadie iba a saber que él, Weston Lamphard, había creado un ifrit para amargar la existencia a Longuina Fogolina.

Firmemente decidido, cerró el grueso volumen y devolvió la bola de fuego a su estado original. Ahora, lo prioritario era hacerse con los cuatro elementos que permitiesen llevar a cabo el proceso.

Diez días después, Lamphard se encontraba en su despacho más radiante que nunca. Sobre su mesa escritorio descansaban varios objetos. De hecho, eran más de los necesarios para crear un ifrit. Sin lugar a dudas, lo que más le había costado conseguir era el polvo de hada de la armonía. No obstante, en el bazar del norte de Blazeditch, moviendo los hilos adecuados, se podía conseguir casi cualquier cosa.

Junto al diminuto frasco que contenía los codiciados polvitos, había un platillo de bronce con un par de pelos de un inapreciable color canela. A Lamphard, maestro de Seres Mágicos del Fuego en la escuela de Blazeditch, no le había sido muy complicado hacerse con un poco de vello del cuerpo de león de una esfinge. Sin duda, era una criatura poco común, pero él quería que su ifrit también lo fuera. Hasta tal punto que había decidido añadirle algunos objetos de su propia cosecha. Por eso, además, sobre la mesa, también se encontraba la escama de la cola de una sirena, la pluma del ala de un pegaso y un extracto reseco de mucosidad de troll de las cavernas. Efectivamente: su ifrit tendría propiedades de los cuatro elementos, lo que pondría las cosas un poquito más difíciles a Fogolina.

Puesto que lo tenía todo dispuesto, procedió a dar comienzo al proceso de creación de su genio. Tomó en sus manos una bella urna de plata repujada. Las principales criaturas del fuego decoraban la superficie cilíndrica que rodeaba la base y la tapa, y, como no podía ser de otra manera, también esta última estaba ricamente ornamentada. Era un auténtico tesoro en sí mismo, digno de la criatura que habría de albergar en su interior. Y había sido toda una ganga. Sin duda había ayudado el hecho de que el hijo del orfebre de Blazeditch fuese aprendiz en la escuela y sus calificaciones estuviesen en juego. Pero ¿acaso había algo de malo en que un padre quisiera ayudar un poco a su hijo?

Con cuidado, como si tuviese miedo de estropearla, la dejó sobre el escritorio, en un lugar apartado. Acto seguido, fue introduciendo uno a uno los elementos que tenía en el lado izquierdo de la mesa. Tal como había leído, sobre el fondo del recipiente debía asentarse el polvo de hada de la armonía. Una vez lo hubo dispuesto, sobre éste fue colocando los demás objetos con mucho mimo. Arracimados en el centro de la urna, únicamente le quedaba un paso por dar para completar los ingredientes. El más doloroso de todos.

Con sus manos temblorosas por los nervios, tomó una pequeña hoz de oro que tenía preparada para tal efecto. Tras remangarse la túnica de su brazo izquierdo, se hizo un pequeño corte sobre la piel. Fue doloroso, pero menos de lo esperado. Casi al instante, el preciado líquido rojo comenzó a manar, y Weston lo vertió en el interior de la urna. Cuando los objetos quedaron bien impregnados de sangre, tal como pedía el manual, pronunció un rápido hechizo. Con un ligero chisporroteo, la herida sanó y quedó caÚterizada.

Ahora sí, todo estaba preparado para pronunciar el conjuro definitivo. Puesto que no cabía la posibilidad de errar, lo leería en voz alta. Tenía el libro abierto por la página en cuestión. Unos segundos después, la luz azul le revelaba de nuevo las palabras que debía recitar.

Luz en la noche, oscuridad en el día. Por el poder que me ha sido otorgado, yo te convoco, genio malvado, para que actúes con alevosía. Tenebrosa, sí, pero había que reconocer que era una breve estrofa con ritmo. De hecho, al entonarla Lamphard, pareció más un cántico que un conjuro.

Poco tardaron en producirse los efectos. Primero fueron unas leves volutas pero, en segundos, se transformaron en un inmenso tornado de humo que salía de la urna. El hechicero contemplaba admirado el fruto de su creación bajo la fantasmal luz azulada. De pronto, el humo se comprimió para terminar formando una figura humana. Lamphard pensó que guardaban cierta similitud aquella transformación y la que solía protagonizar el Oráculo cada vez que hacía acto de presencia. Weston Lamphard podía sentir el poderío y la magia que emanaba aquel ser. Por su rostro macilento, con aquella barba cenicienta, parecía un puñado de años mayor que él. Un escalofrío sacudió su interior cuando sintió aquellos penetrantes ojos negros como la muerte clavados en su persona. Y aquella nariz, tan ganchuda y afilada como la de un grifo, que amenazaba con asestarle un picotazo fatal… ¿De dónde la habría sacado? De su sangre desde luego que no…

—¿Qué desea mi amo?

Esa voz tan grave pareció retumbar en el despacho y, por un instante, Lamphard tuvo miedo de que toda la escuela la hubiese oído. No obstante, pasada la primera impresión, su corazón comenzó a latir con intensidad. Por fin había llegado el momento de poner a prueba a esa creída. Y, muy seguro de sí mismo, con la firmeza de quien ostenta el mando, el hechicero dio su primera orden:

—Deseo que le hagas la vida imposible a Longuina Fogolina. Cuanto más, mejor.

El ifrit cerró los ojos, se llevó las manos al pecho y, con una inclinación de cabeza, contestó:

—Tus deseos son órdenes.