Earle no murió en la guerra. Su barco entró en combate tres veces, pero solo se lo contó a Cora y Alan después del conflicto, ya de regreso en Saint Louis, tras reanudar su vida al lado de su mujer y sus hijos y los turnos en el hospital. Era imposible saber si también habría sobrevivido en Europa. Para Cora era de por sí un alivio el hecho de que hubiera vuelto a casa sano y salvo. Y luego Greta tuvo otro hijo, una niña a la que puso el nombre de su madre, y se pasaba a verlos con Donna y la pequeña Andrea casi todas las semanas. Cora era consciente de su buena fortuna, de todo el dolor del que se había librado. No todas las madres habían sido tan afortunadas, y aún intentaba asimilar las noticias que llegaban sobre el sufrimiento en los campos de concentración así como en Dresde, Hiroshima y Nagasaki. La asustaba pensar en qué medida la tranquilidad y la felicidad de su vida se debía al azar. Earle podría haber muerto, naturalmente; pero más aún, ella podría haber nacido en cualquier parte del mundo, y sido hija de cualquiera, y acabado sufriendo ella y sus seres queridos de maneras que, cuando escuchaba las noticias internacionales, apenas era capaz de concebir. Esta idea le pareció una revelación, algo que le había llevado años comprender realmente. Pero no era muy distinta de como se había sentido de niña, dando gracias por los Kaufmann, pero angustiada por saber con qué facilidad el tren podría haberla dejado con otra gente. Entonces todo habría sido distinto.
Tuvieron algún que otro problema menor. En el invierno de 1946, Joseph resbaló en un trozo de hielo y se fracturó la muñeca derecha. El yeso convirtió su mano en una garra gigantesca e inmóvil, de modo que parecía el cangrejo irascible en que se convirtió durante las doce semanas en que no pudo trabajar. Y una violenta tormenta de primavera derribó uno de los plátanos del vecino, que cayó justo encima de su casa. Pero los daños se produjeron sobre todo en la segunda planta, y nadie resultó herido. Pese a que las lluvias torrenciales y alguna ardilla oportunista estaban arruinando el piso superior de la casa, Cora sabía que podía considerarse afortunada.
Y de pronto Alan enfermó. Al principio solo estaba más cansado que de costumbre, e iba al bufete únicamente por las mañanas. Luego empezó a quedarse dormido incluso antes de la hora de la cena, y aunque Cora le reservaba un plato, él se limitaba a picotear. Ella le dijo que estaba preocupada, pero él le aseguró que se encontraba bien, y únicamente necesitaba descansar. Fue Raymond quien lo obligó a ir al médico. Tuvieron una espantosa discusión por eso, que Cora oyó desde su habitación. El hecho de que Alan opusiera tanta resistencia era en sí mismo motivo de preocupación. Más adelante, tanto Cora como Raymond comprendieron que él debía de haber adivinado que estaba muy enfermo. Era cáncer de páncreas, ya avanzado. No había tiempo para el asombro, para la incredulidad. El médico dijo que le quedaban dos meses, y advirtió que no sería un tiempo agradable.
En cuestión de semanas ya no podía subir la escalera. Cora le llevaba la comida a su habitación, sopa, para que pudiera ingerirla. También le subía la comida a Raymond. Este se había jubilado el año anterior, así que tenía todo el día libre, y se instaló en la butaca tapizada verde junto a la cama de Alan, leyendo en alto con su voz todavía imperiosa siempre que a Alan le apetecía escucharlo. Le administraba la morfina, y ayudaba a Alan a ir al cuarto de baño al final del pasillo. Raymond contaba setenta años, solo uno menos que Alan, pero conservaba aún sus hombros anchos y fuerza suficiente para meterlo fácilmente en la bañera.
Durante la enfermedad de Alan, Greta estaba embarazada de su tercer hijo. Pero pasaba por allí todas las tardes a las dos, cuando Donna estaba en el jardín de infancia y se podía contar con que Andrea se quedara callada y dormida en su cochecito. Si Greta pensó algo acerca de la continua presencia de Raymond, no dijo nada. Quizá comprendiera, o quizá no, que él estuviera allí de la mañana a la noche, todos los días. En cualquier caso, Raymond aún se marchaba a las diez. Incluso entonces debían pensar en los vecinos, en lo que podían y no podían explicar. Pero Joseph estaba en casa por la noche, y podía ocuparse de ayudar a moverse a Alan hasta que Raymond regresara por la mañana.
Alan no siempre conservaba la lucidez. El médico dijo que se debía a la morfina. Más de una vez confundió a Cora con su abuela, y le preguntaba si se había portado bien y si podía irse en trineo con Harriet; al cabo de una hora volvía a llamarla Cora. Le dijo que la quería más de lo que jamás había previsto. Le dijo cuánto lo lamentaba. Ella no supo si se disculpaba por su enfermedad o por abandonarla ahora, o si se sentía aún culpable por casarse con ella, por sus años de infelicidad.
—No importa —decía ella—. No te preocupes. Por favor, no te preocupes.
—No se lo digas a los chicos —susurró una vez, mirándola con tal intensidad que ella supo que no deliraba. La saliva se le adhería a los labios pálidos hasta que ella se los limpió—. Prométemelo, Cora. Prométemelo. No se lo digas nunca a los chicos.
—Te lo prometo —respondió ella, aferrándole la mano—. Lo comprendo.
Cuando era evidente que se acercaba el final, Howard y Earle volvieron a casa. Sacaron un colchón de la antigua habitación de Howard y lo llevaron a la habitación de su padre, y por turnos durmieron a los pies de su cama por si despertaba en plena noche. Uno de ellos estaba siempre con él, sentado en la butaca de Raymond. Este había desaparecido el día que Howard y Earle llegaron. Podría haberse permitido unas cuantas visitas, ya que ellos sabían que era el más antiguo amigo de su padre. Pero si hubiesen seguido viéndolo velar junto al lecho se habrían extrañado, y Cora adivinó que el propio Alan también había expresado sus deseos a Raymond. Seguramente se habían despedido ya en el último día posible.
Cora estaba preocupada por Raymond. En el funeral, todo el mundo se mostró amable con ella, solícito, y la gente la abrazaba y le decía lo mucho que lo sentía. Ella agradeció sus condolencias, y escuchó con anhelo todo lo bueno que decían sobre Alan. Pero durante ese tiempo, pese al dolor que le oprimía el pecho, era consciente de la presencia de Raymond, solo y apartado de los demás. Joseph se acercó e intentó hablar discretamente con él, pero Raymond movió la cabeza en un gesto de negación y se dio la vuelta. Quizá sabía hasta dónde era capaz de soportar. Cuando se marchó, lo hizo solo.
Cora siguió invitándolo a cenar. Las primeras veces él rehusó el ofrecimiento, pero al cabo de un tiempo empezó a aceptar. Cora no sabía lo difícil que era para él estar sentado a la mesa con ella y Joseph y la silla vacía, pero continuó yendo, y desde luego no iba por la comida. Cora supuso que era importante para él disfrutar algún rato de la compañía de las dos únicas personas en el mundo que conocían e identificaban su dolor. Había pasado cincuenta años con Alan, incluidos aquellos en que habían intentado dejarlo. Ahora parecía agradecer la presencia de Cora y Joseph en aquella mesa, donde cualquiera de ellos podía señalar la silla vacía de Alan y decir «él» o «su» y los otros dos lo comprenderían.
—No tengo muchos menos años de los que tenía Alan —le dijo Joseph a Cora una noche. Estaban los dos solos lavando los platos. Raymond, especialmente callado esa noche, se había marchado justo después de la cena.
Cora le tendió una fuente para que la secara.
—Tienes doce años menos —dijo—. Y yo tengo la misma edad que tú.
Joseph deslizó el paño por el borde de la fuente. Al observar su rostro, Cora comprendió que no era simplemente un comentario morboso. Joseph estaba pensando en algo. Cora esperó. Ahora Joseph llevaba unas gafas de lentes más gruesas, y la veta dorada del ojo derecho parecía más ancha y brillante.
—No sé si deberíamos decírselo a Greta —dijo él—. Puedo morirme. Los dos podemos morirnos. Y ella nunca lo sabrá.
Cora arrugó la frente. Hacía años que no mantenían esa conversación. Ella había tomado la decisión mucho tiempo atrás, y creía que él también lo había hecho. Se miró las manos, esas manos que tan bien conocía, arrugadas por la edad en el agua jabonosa. ¿Cómo era aquella frase de Schopenhauer? «Los últimos años de la vida se parecen a un baile de máscaras en que se dejan caer las caretas.» Pero quizá ellos no estaban en los últimos años de su vida, y sus caretas, por lo que ellos sabían, no hacían daño a nadie.
El paño rechinó contra la fuente.
—¿Sabes qué me dijo Greta el otro día? Dijo que en cada embarazo se preguntaba si tendría gemelos. Porque es cosa de familia. Cora, cree que eres su tía.
Eso no era ninguna novedad.
—No es buen momento —respondió ella, y le entregó otra fuente—. Está a punto de dar a luz, y nosotros acabamos de perder a Alan. No le conviene sobresaltarse. —Cora notaba que él la observaba, a la espera.
Joseph cerró el grifo, no iracundo, sino simplemente deseando captar su atención.
—Crees que no deberíamos decírselo —dijo—. Ni ahora, ni nunca.
Cora se secó las manos en el delantal. No debía tener miedo. Dijera lo que dijera ella, él no la juzgaría. Era el que siempre había sido. Recibiría la información de Cora como si ella fuese un piloto ofreciéndole una sugerencia para uno de sus motores o sus alas. Él era una persona considerada, atenta, que tomaba sus decisiones reflexivamente. Ella aún lo amaba.
—No es verdad —replicó Cora—. Si crees que debemos hacerlo, te escucharé. Oiré lo que tengas que decir. Pero no, personalmente, creo que no debemos decírselo. Nunca. No sé qué utilidad tendría, y por otro lado podría causar mucho daño. A ella. A Raymond. ¿Y si se lo cuenta a su marido? ¿Y si se lo cuenta a alguien?
—Pero es la verdad.
Cora se encogió de hombros. En otro tiempo ella concedía importancia a la verdad. Había realizado el largo viaje a Nueva York en busca de la verdad, de lo que, según creía, necesitaba saber. ¿Y qué había encontrado? A Mary O’Dell. Ya entonces, en su dolor y confusión, Cora sabía de sobra que no debía presentarse en Haverhill y destrozarle la vida a aquella mujer. Y ahora no deseaba destrozársela a Greta, no por algo tan intrascendente como un lazo de parentesco.
—Me lo pensaré —dijo Joseph, y abrió otra vez el grifo.
Ella asintió. Había dicho lo que tenía que decir.
La tía Cora, que quería a su sobrina.
En el invierno de 1953, Cora recibió una noticia muy triste sobre Louise. En un acto de recaudación de fondos coincidió con alguien que tenía un sobrino instalado en Nueva York, y dicho sobrino contó que había visto a Louise Brooks, la antigua estrella del cine mudo, en un bar de la Tercera Avenida, sola y borracha, mascullando, en plena tarde. Cora sabía que la historia había pasado al menos por dos mensajeros, e ignoraba qué detalles podían ser mera invención o cuáles puro embellecimiento. Al parecer, el sobrino —que recordaba haber visto a la hermosa Louise Brooks en el cine de niño— casi no la reconoció, ya que se había dejado crecer el pelo hasta la cintura, y lo tenía apelmazado y surcado de mechones grises. También había prescindido del flequillo. El sobrino en cuestión informó de que Louise casi se caía del taburete, y cuando se acercó a ella y, muy educadamente, le preguntó si era quien él creía, ella reaccionó con hostilidad y, a gritos, le ordenó que la dejara en paz.
Cora no sabía si algo de eso era verdad, pero comprendió que bien podía serlo. No existía ninguna razón para esperar que el solo hecho de estar en Nueva York, ciudad que Louise adoraba, pudiera salvarla totalmente, que pudiera rescatarla de lo que fuera que la había empujado a adorar la ginebra. En cuanto al peinado, Cora supuso que ese abandono era intencionado. Si Louise de verdad quería que la dejaran en paz, ¿qué mejor para distanciarse de su fama que dejarse el pelo largo, sin flequillo, y no teñirse las canas? No parecía casualidad que se hubiera pasado al otro extremo.
Aun así, Cora confiaba en que la historia estuviese adornada, incluso en que fuese totalmente falsa. Louise debía de rondar los cuarenta y cinco años, y si era verdad que se pasaba las tardes cayéndose de los taburetes en los bares, quizá ese fuera el final de su historia. Cora se preguntó si podría haber dicho algo más aquel día en la penumbra de su habitación de North Topeka Street, algo que no solo hubiera servido a Louise para abandonar aquella casa. Pero lo dudaba. Incluso entonces Louise había entrado en una inercia, tal como aquel otro verano en Nueva York. Daba igual si su rumbo era ascendente o descendente. En realidad resultaba asombroso que Cora, ni aun con tanto esfuerzo e insistencia, hubiese alterado en absoluto su camino.
Pero, como se vio, la historia de Louise no había acabado aún ni mucho menos. La siguiente noticia que Cora tuvo de ella fue por mediación de una fuente inesperada: Walter, el hijo mayor de Howard. Cora no conocía a Walter tan bien como le habría gustado. Sus hermanas y él se habían criado en Houston, y aunque Howard los llevaba a Wichita por vacaciones cuando podía, empezó a costarle más cuando ellos llegaron a la adolescencia, y Cora tenía la sensación de no haberlos conocido como conocía a los hijos de Greta. Cuando Walter tenía poco más de veinte años se convirtió en Walt, y Cora supo que era un gran estudioso y le interesaba el cine, y que se dedicaba a algo con mucha convicción en París, aunque a cargo de su padre. Pero normalmente solo sabía de Walt cuando este le escribía parcas notas de agradecimiento después de hacer efectivos los cheques que ella le mandaba por su cumpleaños y por Navidad. Así pues, se sorprendió mucho cuando, a finales de 1958, recibió toda una carta de él, enviada desde Francia por correo aéreo.
Querida abuela:
Papá me dijo que tú conocías a Louise Brooks mejor que nadie en la familia, y pensé que quizá te interesaría saber que la he visto aquí en París. Aquí es todavía muy admirada, y la Cinématheque Française organizó una retrospectiva de su filmografía. De hecho hablé con ella en una de las fiestas y le pregunté si te recordaba, pero la verdad es que estaba demasiado achispada como para mantener una auténtica conversación. He oído que fue una invitada de honor de cuidado. Por lo visto, pedía algo al servicio de habitaciones, lo ponía a cuenta de la CF, y luego tiraba casi toda la comida por la ventana del hotel. Algunos de sus admiradores recogían lo que tiraba, supongo que para poder tener un trozo del coq au vin de Louise Brooks salvado para la posteridad. De modo que está un poco ida, pero debo admitir que es una escritora de primera talla. Ha publicado artículos en Objectif y Sight and Sound, ambos excelentes. Pero debe su fama sobre todo a lo que fue en su día. En todo caso, pensé que quizá te gustaría saberlo. Cuando vuelva a Estados Unidos, quizá pueda viajar a Wichita para que me cuentes alguna anécdota. Hoy por hoy, cuando le digo a la gente que mi abuela de Kansas fue la acompañante de Louise Brooks, nadie me cree. Espero que tú y el tío Joseph estéis bien.
Con cariño,
Walt
Cora se alegró de percibir aquello como un reproche. En tanto que ella imaginaba a Louise cayéndose del taburete en un bar hasta morir en soledad, la verdadera Louise en realidad era aclamada en París. Desde luego, la vida podía ser muy larga. Era obvio que Louise aún bebía, y ahora tiraba pollos por las ventanas, pero ¿qué era eso de los artículos en publicaciones de cine? O estaba sobria parte del tiempo, o era capaz de escribir muy bien borracha.
Ni siquiera ya cumplidos los setenta y cinco años se sentía Cora vieja y frágil. Siguió yendo en coche a los actos de recaudación de fondos y las reuniones en la Casa de la Bondad. La continua buena salud de Joseph no parecía sorprendente, ya que aparte de aquel terrible resbalón en el hielo, apenas si había tenido un resfriado. Pero nunca se había considerado a sí misma una persona especialmente saludable, y cuando empezó a ver cuánta gente aparecía en las necrológicas con fechas de nacimiento más recientes que la suya, tomó conciencia de la posibilidad de estar acercándose a su propio final. Pero un año tras otro eludía la enfermedad, y conservaba un buen apetito, y si bien la aterrorizaba caerse y romperse la cadera, ya que al parecer era eso lo que les ocurría a las ancianas a quienes conocía, a ella no le pasó. Pese a sus temores y resignación, cada mañana al levantarse seguía sintiéndose, más o menos, la de siempre.
Su médico, que a juzgar por su aspecto debía de haber nacido aproximadamente cuando ella cumplió los cincuenta, le preguntó si sus ascendientes eran longevos.
—¿Vivieron su madre o su padre mucho tiempo? Aún tiene usted una salud excelente.
—No lo sé —contestó Cora—. Me adoptaron.
—Mmm… —Estaba escribiendo en su ficha—. Bueno, quienesquiera que fuesen, le dejaron unos buenos genes. Está usted como un reloj.
Tenía setenta y nueve años cuando el senador Frank Hodge presentó un proyecto de ley en el Senado de Kansas que obligaría al Departamento de Sanidad a facilitar información sobre anticonceptivos a petición de cualquier residente de Kansas. Hodge no era santo de la devoción de Cora, ya que había dejado claro que le interesaba más reducir el número de niños que recibían asistencia social que salvaguardar la salud y la dignidad de las mujeres, pero fuera cual fuese su motivación, Cora pensó que esa ley era buena e hizo campaña en su apoyo, económicamente y en todos los sentidos. Se ofreció a dar testimonio del alcance del dolor que había presenciado en la Casa de la Bondad y del creciente y perjudicial uso del Lysol a modo de profiláctico. No obstante, nadie le pidió nunca su testimonio. Al principio pensó que quizá no era el mejor rostro para la campaña, como viuda de cabello blanco con recursos propios. Al final resultó que, durante las sesiones, ninguna mujer presentó testimonio.
Hizo lo que pudo. Se reunió con representantes que habían conocido a Alan, escribió cartas, y pidió a antiguas amistades que hicieran lo mismo. Muchas se negaron en redondo, incluidas mujeres más jóvenes que ella. Corría el año 1965, y el control de la natalidad aún era una causa radical. Un portavoz del obispo católico de Kansas declaró a la prensa que la ley era en esencia «adulterio con financiación pública, promiscuidad con financiación pública y enfermedades venéreas con financiación pública». Raymond le advirtió a Cora que quizá estuviera malgastando sus esfuerzos, ya que era poco probable que el anteproyecto se aprobara. El Wichita Eagle prestó apoyo, pero el Advance Register amenazó con publicar el nombre de todos los senadores que votaran a favor, advirtiendo que más de una carrera se vería arruinada. Al final la ley se aprobó, aunque sin la firma del gobernador, y solo cuando los partidarios accedieron a cambiar el texto de la ley para incluir únicamente a los ciudadanos casados. Los solteros de Kansas tendrían que esperar otro año a que una ley federal impusiera a los departamentos sanitarios la obligación de proporcionar información sobre el control de la natalidad a todos los adultos, casados o no.
Raymond le compró un pastel —el preferido de Cora, blanco con baño de limón—, entregándoselo con su enhorabuena y su disculpa: dijo que no había sido su intención desanimarla; estaba convencido de que la ley no se aprobaría. Greta y su marido fueron a la casa a celebrarlo. Joseph sacó champán, y Cora fue objeto de un brindis. Estaba abochornada, y un poco cansada, pero hizo cuanto pudo para embeberse de aquella buena voluntad.
—Qué agradable es tener pastel y una fiesta sin necesidad de cumplir años —consiguió decir, pensando en lo satisfactorio que era ver las caras de sus seres queridos alrededor, sonriendo por su comentario jocoso.
Más tarde esa noche, cuando estaban en el baño cepillándose los dientes, ellos dos solos en la casa, Joseph le dio un suave codazo en el brazo.
—Bien, ahora ya puedes tomarte un descanso —sugirió—. Puedes retirarte.
Ella puso los ojos en blanco.
—Mira quién fue a hablar —dijo entre dientes, y se inclinó para escupir. Joseph se había jubilado en Boeing hacía ya unos años, pero se pasaba gran parte del tiempo yendo de aquí para allá reparando los coches de los demás. La gente iba continuamente a su casa o le dejaba alguna nota diciendo que, según sabía, él era capaz de echar una mano.
—Soy como tú —afirmó ella—. Me gusta estar ocupada.
Él ladeó la cabeza, observándola en el espejo.
—Es más que eso. Tú no te dedicas a tus labores.
Ella guardó silencio. Pensó en el cementerio de McPherson, la llovizna que caía la última vez que fue allí para arrancar las malas hierbas y poner flores a los Kaufmann. La granja ya había desaparecido, y la finca se había dividido en pequeñas parcelas para construir casitas con garaje incorporado. Los hijos de los Kaufmann debían de haberla vendido.
—Tienes razón. —Dejó el cepillo de dientes en el soporte—. Supongo que quiero hacer el bien en el mundo.
—Y eso haces. —Él la miró en el espejo, sin pestañear, hasta que ella lo comprendió.
Quizá él lo supo. Quizá no. Pero le hizo ese obsequio antes de morir. Un mes más tarde, él estaba delante de la casa, mirando el motor de alguien, cuando un vaso sanguíneo reventó en su cerebro. Era mediodía en la tranquila calle, y nadie lo vio caer. Cora estaba dentro, echando una siesta. El hijo del vecino, un niño de unos siete años, lo vio en la acera, ya azul, y corrió a casa llamando a voces a su joven madre, quien a su vez también gritaba cuando llamó a la puerta delantera y sacó a Cora de sus sueños.
En el funeral, la gente también fue amable con ella. Era duro perder a un hermano, dijeron, incluso a uno con el que no se había criado, a quien había conocido ya en la vida adulta. La familia era la familia, y lamentaban su pérdida. Pero qué asombroso era que se hubiesen encontrado, comentó la gente, y Cora supo que intentaban hacer comentarios agradables porque ella aparentaba lo que sentía: miedo, dolor. Pero sí, dijo, era asombroso que se hubiesen encontrado. Una suerte extraordinaria, aunque hubiese sido tan tarde en la vida, y agradecía los años que habían pasado juntos. Greta la agarró de la mano, y Howard y Earle salieron ambos a hablar elogiosamente de su tío.
Pero fue a Raymond a quien se aferró durante más tiempo, extendiendo los brazos por encima de su andador, apoyando el rostro en su hombro encorvado y sintiendo la suavidad de la solapa oscura en la mejilla. Cerró los ojos como una niña escondida a la vista de todos. Solo ellos conocían su mutuo secreto.
Más adelante Cora, cuando se convirtió en una especie de prodigio para la gente, una mujer de ochenta y cinco años, luego de noventa, aún de mente lúcida y andar firme, que seguía levantándose por la mañana y preparándose el café, que leía el periódico a diario, intentaba explicar que esa buena fortuna genética suya, esa salud inquebrantable, tenía su lado negativo. El problema, explicaba a veces, era que había sobrevivido a muchos seres queridos. A los noventa y tres la salud le permitió aún volar con Greta a Houston para el funeral de Howard, tender la mano firme y acariciar la mejilla suave del nieto de Howard, bisnieto suyo. Howard murió a los setenta y seis años, un anciano con una vida afortunada. Por el panegírico, fue evidente que para el pastor su muerte era un hecho triste pero no trágico. Y sin embargo Cora consideró injusto, fuera del orden natural, vivir para ver el ataúd de su hijo, antes tan gracioso y vital, allí de pie junto a Earle, el hijo canoso que le quedaba, temiendo sobrevivirlo también a él.
Pero habitar el mundo durante tanto tiempo tenía grandes recompensas. También era consciente de eso. Recordaba haber ido en el carromato de los Kaufmann, tirado por un caballo al trote, y por otro lado había visto la parte superior de las nubes desde la ventanilla de un avión. Ninguna generación anterior a la suya había visto la tierra desde tan arriba. Había vivido muchos años sin agua corriente en casa, sin sentir que eso fuera una gran privación, y unos noventa años después le permitió a Greta que la ayudara a meterse en un jacuzzi en un hotel de Houston. Llegó a votar al nieto de Della cuando se presentó al Senado por el estado. Y aunque sobreviviría a Raymond, y también esa pérdida sería un duro golpe, este vivía aún en 1970, y los dos veían juntos las noticias cuando se informó de las primeras manifestaciones por el orgullo gay en Nueva York y Los Ángeles; cuando se interrumpió el noticiario para dar paso a los anuncios, los dos se miraron con incredulidad mientras sus cenas se enfriaban ante el televisor.
Y podía estar con las personas a quienes había amado durante tanto tiempo. Cora recordaba a Greta de niña escondida bajo una mesa, y la recordaba como joven madre, y ahora la propia Greta tenía dos nietos. La pequeña Donna, a quien Earle había mecido en sus rodillas, se convirtió en la adolescente que les decía a sus padres y a su tía abuela Cora que no dijeran «gente de color» y que una vez se levantó en la iglesia para pedir, con voz trémula, en un lugar lleno de presbiterianos blancos, que apoyaran la sentada en Dockum Drugs[5]. El hijo menor de Greta, Alan, que de mayor fue tan apuesto como su tocayo, acabó siendo profesor de ciencias en Derby y él mismo tuvo dos hijos.
Y para sorpresa de Cora, un día de 1982, Walt, el hijo de Howard, visitó en efecto Wichita para hablar con Cora sobre el verano que pasó en Nueva York como acompañante de Louise Brooks. Para entonces, Walt pasaba ya de los cincuenta, un corpulento profesor de estudios cinematográficos en la universidad, y Cora vivía en la residencia de ancianos no muy lejos de la casa nueva de Greta. Walt llegó con una cajita que llamó «vídeo» y la enchufó en el televisor de la habitación de Cora, explicándole que llevaba unas cuantas películas de Louise Brooks: las tenía allí mismo, en su bolsa. Podían ver una si a ella le apetecía. Sí, dijo él, allí mismo, en el televisor. Y si se cansaba, sencillamente podía pulsar un botón, la película se detenía y luego podía seguir viéndola cuando le apeteciese. Sí, coincidió él, sí. Realmente es un aparatito magnífico.
Walt quería hablar con ella de Louise. Estaba escribiendo un libro sobre la Edad de Oro de Hollywood, explicó, y todo aquello que recordara de Louise Brooks, cualquier anécdota, le serviría. Cora le contó todo lo que pudo, eludiendo lo que había prometido no contar a nadie. No dijo nada del señor Flowers, ni de cómo había encontrado a Louise en 1942, ebria y arruinada y furiosa con su madre en su habitación del desván. Cora no la traicionaría, ni siquiera ahora. Pero resultó que Walt sabía ya lo del señor Flowers y Edward Vincent y el patético regreso de Louise a su casa durante la guerra. Lo sabía todo. Había leído sus memorias, dijo.
Se disculpó al advertir la estupefacción de Cora. Lo siento, dijo. ¿No sabías que Louise Brooks acaba de publicar un libro? Sí, dijo él. Un libro. El año pasado. Lulú en Hollywood. Recibió muchas reseñas, todas buenas. Sí, dijo él, ella aún vivía, en Rochester. Tenía setenta y seis años. Había oído que ya no bebía; aun así, no estaba bien de salud. Enfisema. Pero su libro era excelente. No se trataba de unas simples memorias, sino que era una colección de ensayos, algunos sobre su propia vida, otros sobre la industria cinematográfica y los famosos a quienes había conocido. Había recibido críticas muy favorables de Esquire y el New York Times. Todo el mundo había quedado impresionado por el texto, la agudeza de las observaciones y el ingenio.
—Te traeré un ejemplar —le dijo a Cora—. Te gustará. Estoy seguro.
Cora le dio las gracias. Ya no podía leer, pero Greta le leía cuando iba de visita, deteniéndose como el asombroso vídeo de Walt cada vez que Cora se adormilaba. Y se alegraba muchísimo de que ese libro existiera, de que Louise, no precisamente derrotada, hubiera vuelto a florecer. ¡Y a los setenta y seis años! Quizá había necesitado todo ese tiempo para descubrir que era algo más que juventud y belleza, algo más que las ambiciones de su madre, algo más que las circunstancias. Su apreciado Schopenhauer quizá tenía razón: en la vejez caían las caretas.
Greta no pudo llegar a leerle el libro de Louise. No mucho después de la visita de su nieto, Cora sufrió una embolia y pasó sus últimos días postrada en la cama, entrando y saliendo de sus recuerdos, el pasado y el presente una sola cosa. No veía más que gris y sombras, pero sabía que Greta y Earle estaban allí con ella, sus hijos, uno a cada lado.
—¿Tía Cora? —dijo Greta—. ¿Me oyes? ¿Cora?
Cora no podía hablar, no podía articular las palabras, pero sí oía, oía su nombre. Y el grave retumbo de un tren. No estaba en su habitación, sino en un hospital, tendida en una cama con sábanas ásperas, y se oían pitidos y voces desconocidas. Y oía el tren cada vez más cerca. Había vías cerca del hospital, quizá, y cada vez que pasaba un tren percibía una ligera vibración, que ni siquiera hacía temblar los cristales de la ventana, pero bastaba para que ella recordara la sensación de estar a bordo, el traqueteo suave y el implacable avance.
—Sí —dijo Cora—. Te oigo.
Una voz femenina desconocida, cordial.
—¿Cómo se llama? —Una mano en su hombro—. ¿Puede decirme cómo se llama?
Lo sabía. Se llamaba Cora, claro. Era todas las Coras que había sido: Cora X, Cora Kaufmann, Cora Carlisle. Era una huérfana en una azotea, una niña afortunada en un tren, una hija muy querida por azar. Era una novia ruborizada a los diecisiete, una esposa triste y estoica, una madre afectuosa, una acompañante amargada y una hija rechazada. Era una amante, culpable de cohabitación deshonesta, una embustera y preciada amiga, una tía y una abuela bondadosa, una defensora de las mujeres perdidas, y una luchadora tardía en favor de la razón por encima del miedo. Incluso en esas últimas horas, callada y meciéndose, llegando y partiendo, sabía quién era.