Las razones por las que Wichita obtuvo los contratos de guerra estaban claras: varias de sus empresas fabricaban aparatos aéreos desde hacía años y se hallaba en medio del país, a salvo de los ataques enemigos. Casualmente, como señalaban una y otra vez sus promotores, la ciudad era una de las zonas metropolitanas con el mayor porcentaje de ciudadanos estadounidenses de la nación. Según el censo de 1940, vivían dentro de los límites del municipio 115 000 habitantes, y más del 99 por ciento eran ciudadanos estadounidenses. La población extranjera de Wichita se componía de 123 sirios, 170 rusos, 173 canadienses, 272 mexicanos y 317 alemanes, sin incluir a Joseph, que se había nacionalizado mucho antes de su reclusión en Georgia durante la Primera Guerra Mundial. Las cosas le fueron mucho mejor en esta nueva guerra, ya que su salario se duplicó cuando Stearman, de Wichita, obtuvo los contratos para el B-17. En 1941, Stearman se convirtió en Boeing-Wichita y empezó a contratar a cincuenta personas diarias. La empresa pronto iniciaría la fabricación del nuevo B-29, si bien Joseph, respetando su contrato de confidencialidad, no diría nada sobre el bombardero, ni siquiera a Cora, hasta que esa nueva arma destinada a utilizarse contra Japón se anunció formalmente a la prensa.
Para entonces, Wichita era ya una ciudad distinta. En apenas dos años se había doblado su tamaño, incrementado la población por la llegada de los obreros del sector aeronáutico recién formados y la multitud de gente necesaria para alimentarlos, vestirlos y alojarlos. La ciudad tuvo que modificar los tiempos de los semáforos para permitir cruzar a esa mayor muchedumbre que transitaba por las aceras. Había atascos, y largas colas en la oficina de Correos, e incluso cuando Cora tenía las tarjetas de racionamiento necesarias, tardaba el doble que antes en hacer la compra en el mercado. El viento arrastraba la basura por las calles, ya que los servicios municipales estaban desbordados, y de día era casi imposible hacer una llamada telefónica. Aun así, se percibía energía en el aire, y una sensación de finalidad importante. Todo el mundo era consciente de que la ciudad y los recién llegados estaban unidos en una misión: a cualquier hora, de día o de noche, atronaban en el cielo los nuevos bombarderos Boeing, surcándolo en ordenadas formaciones de cuatro.
Cora permanecía ocupada. El número de madres solteras se disparó junto con la población general, pero volvía a correr el dinero en la ciudad, y Cora estaba decidida a dar buen uso a una parte de él. Recaudó fondos suficientes para construir un ala nueva en la Casa de la Bondad, y una semana después de terminarse todas las habitaciones de esa ala estaban ya llenas. La mayoría de las chicas y mujeres tenían historias tristes de prometidos que habían ido a la guerra y habían muerto. Cora suponía que algunas de ellas mentían, imaginando que el sexo prematrimonial con un cariz patriótico se juzgaría con menor severidad. En todo caso, ella asentía y escuchaba, y les permitía contar lo que quisieran, tranquilizándolas. Sabía que algunas quizá decían la verdad. Había visto en las ventanas banderas con estrellas azules, y también con las desoladoras estrellas doradas. El hijo de Trudy Thomas había caído en el norte de África, y el sobrino de Winnifred Fitch seguía desaparecido en las Filipinas. No pasaba un solo día sin que Cora pensara en lo afortunada que era: Howard seguía ejerciendo la abogacía en Houston, y Earle era médico en Saint Louis. Los dos acababan de cumplir treinta y ocho años. Ella era madre de hijos que habían llegado a la juventud durante una breve etapa de paz.
Así pues, no sospechó nada cuando, en octubre de 1942, Earle anunció que se había tomado unos días libres en sus obligaciones del hospital para viajar a Wichita en una visita espontánea. Se limitó a explicar que deseaba pasar un poco de tiempo con sus padres, así como con el tío Joseph y Greta, ahora convertida en una mujer adulta y también en madre. Tal vez vería a algunos de sus viejos amigos y profesores durante su estancia en la ciudad. No quería esperar a las vacaciones. Iría solo, anunció en su carta, ya que los niños estarían en el colegio y su madre, lógicamente, tenía que quedarse para atenderlos por las tardes.
Cora y Alan se alegraban de recibir a Earle en su casa, pese a las complicaciones que eso acarreaba. Ellos —junto con Joseph y Raymond— se habían acostumbrado a disfrutar de una mayor intimidad en la casa desde que Greta se había marchado a la universidad. Greta había regresado ya a Wichita, pero se había casado con un maestro de escuela y había dado a luz a una niña; ahora vivía con su nueva familia en un bungaló a cinco manzanas de distancia. Greta rara vez telefoneaba antes de visitarlos, así que aún existía la necesidad de ser cautos, pero Cora y Joseph no permanecían tan alerta como cuando ella vivía en la casa. Ya entrada la noche, cuando echaban el cerrojo a las puertas delantera y trasera, se desplazaban libremente entre sus habitaciones. Raymond iba a la casa más a menudo, aunque aún se marchaba antes de las diez para no suscitar sospechas entre los vecinos. Algunos habían dejado caer comentarios sin mala intención a Cora sobre ese solterón amigo de la familia, y elogiado la bondad de Cora por brindarle su casa y proporcionarle cierta sensación de vida familiar.
Sin duda mereció la pena acomodarse a la situación, esos pocos días que Earle estuvo en la casa. En efecto, dedicó un tiempo a ir de un lado a otro de la ciudad, jugando al póquer con los amigos del instituto y visitando los antiguos tugurios que antes frecuentaban Howard y él. Pero desayunaba en la casa todas las mañanas, para gran satisfacción de Cora, y trataba con igual cordialidad que siempre a Joseph y Greta, a cuya hija hacía reír columpiándola en su rodilla. Tal vez estaba más callado que de costumbre, pero Cora no le concedió mucha importancia a eso. Una noche le pidió a su padre que saliera a dar un paseo con él hasta el río, y a Cora le complació verlos alejarse juntos por la calle, padre e hijo, los dos tan parecidos.
No fue hasta la última tarde de Earle allí cuando descubrió la verdadera razón de su visita. Alan y Joseph no habían vuelto aún del trabajo, y Cora y él se hallaban solos en la casa. Ella leía en el porche, y Earle salió y se sentó a su lado en el balancín chirriante. En ese momento Cora pensó en lo perfecto que era el día, luminoso, con una suave brisa, las hojas del enorme roble ya un poco rojas. Había llovido mucho en el último año, y los girasoles habían florecido bien a lo largo de la reja.
Cerró el libro y sonrió a Earle. No se quedaría mucho más tiempo en casa, y ella podía leer en cualquier otro momento. Él no le devolvió la sonrisa. Esa fue la primera señal de que algo malo se avecinaba. Lo miró a los ojos, advirtiendo su expresión suave y pensativa, tan parecida a la de Alan, mientras le explicaba, con palabras que parecían firmes y bien ensayadas, que existía una gran necesidad de médicos en ultramar, y que él ya no podía seguir siendo un simple espectador en una época como aquella, y menos siendo cirujano. Cuando Cora empezó a mover la cabeza en un gesto de negación, él hizo caso omiso. Beth y él ya habían tratado el asunto ampliamente, añadió. Se había alistado como médico en infantería. Se marcharía en un mes.
—¿Y tus hijos? —Cora pisó con fuerza el porche para detener el balancín, hincando literalmente los tacones—. Earle, piénsalo bien. Eres padre.
Earle la miró con serenidad, como si ya supiera todo lo que iba a decir, como si ya conociera todos los argumentos que plantearía, como si ya hubieran mantenido esa conversación un centenar de veces.
—He hablado con mi familia, tanto con Beth como con los niños. Lo entienden.
—¿Entienden que podrías morir? Sé razonable. —A la vez que lo decía, percibió el temblor en su propia voz. No quería una bandera con una estrella. Así y todo, se esforzó en recobrar la calma. También ella sería razonable—. Está bien que quieras ayudar. De verdad. Pero puedes ayudar en Saint Louis. Necesitamos médicos en este país. ¿Y qué hay de los soldados heridos que vuelven? ¿Por qué no los ayudas a ellos? ¿Dónde está la nobleza en dejar a tu mujer y tus hijos?
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué habría de quedarme cuando tantos otros se han ido? Muchos de ellos padres, te lo aseguro.
Se miraron. Cora no encontró respuesta. Earle era su niño, todavía era su niño, esa era su única respuesta.
—Tengo que hacerlo —afirmó él—. Mamá, no conseguirás que cambie de idea.
Cora cerró los ojos. Eso no era necesario que se lo dijera. Sabía de sobra lo testarudo que podía llegar a ser. En comparación con Howard, una persona encantadora, Earle podía parecer pasivo y vacilante, pero Cora había descubierto hacía mucho que en realidad era Earle quien poseía una voluntad férrea. De niño, Cora era incapaz —pese a las amenazas, el engatusamiento, las promesas— de obligarlo a ponerse un gorro o guantes en invierno, y en una ocasión, cuando tenía diez años, saltó del tejado del porche a una pila de hojas, pese a que ella estaba allí en el jardín y le pidió a gritos que no lo hiciera. Siempre había sido un buen chico, en general dócil, pero cuando tomaba una decisión no había vuelta atrás. Cora lo comentó una vez con Alan, que la miró con risueño afecto y dijo: «Mmm, me pregunto a quién habrá salido».
Ahora ya no deseaba que Earle se le pareciera.
—¿Ya has hablado con tu padre?
Earle asintió.
—Ya preveía que él me lo pondría más fácil.
—¿Qué te ha dicho?
—Que me respeta. Que en esta guerra él haría lo mismo si fuese más joven. Sobre todo que lo entiende. Para mí ha sido muy importante oírle decir eso. Me gustaría oírtelo decir también a ti.
Cora se dio una palmada en la rodilla, furiosa. Alan. Siempre tenía que ser tan comprensivo…
—Vamos, mamá. Por favor. Eres peor que Howard. Oye, solo voy como cirujano. Es muy probable que ni siquiera llegue a ver los combates.
—¿Adónde te mandan?
—Todavía no lo sé.
—¿No sabes a qué país? —La copa ígnea del roble se desdibujó ante ella.
—Bueno, al Pacífico. Eso sí lo sé. Les dije que tú eras alemana. Y lo del tío Joseph. Sé que él apoya la guerra; aun así, consideraron que era mejor enviarme al Pacífico.
Cora no podía respirar. Solo veía los horribles sucesos desplegarse ante ella. Earle acabaría muerto, muerto en el Pacífico, y la culpa sería de ella. Por su mentira egoísta. Sería responsable de la muerte de su propio hijo. Pero ¿acaso correría menos peligro en Europa? ¿En el norte de África? No lo sabía.
—¿Eso se lo has dicho a tu padre? ¿Lo que acabas de decirme? ¿La razón por la que vas al Pacífico?
Earle asintió.
—¿Qué te ha contestado?
—Le parece lógico que vaya allí. Piensa que los dos frentes son igual de peli… igual de seguros, quiero decir. —Dejó escapar un suspiro—. Mamá, ¿te ha llegado alguna información secreta sobre el Pacífico? ¿Qué tienes contra el Pacífico? Por lo que he oído, los nazis son también de cuidado.
Cora negó con la cabeza. Si Earle fuera a correr menos peligro en Europa o África, Alan le habría dicho la verdad. Eso le constaba. Pero los soldados morían en todas partes. Ir al Pacífico podía ser fatídico para Earle, pero también podía salvarlo. Y quizá lo habrían destinado al Pacífico en cualquier caso, incluso sin su mentira.
Permanecieron sentados en el balancín, Cora aferrada a su brazo con las dos manos. Contemplaron las hojas que se estremecían en la brisa; algunas se desprendían y volaban hasta el ancho jardín del vecino.
Earle se apartó y la miró.
—Cambiando de tema, ¿sabías que Louise Brooks ha vuelto a la ciudad?
En un primer momento Cora se molestó, por lo evidente que era que él intentaba desviar su atención, dar otro rumbo a la conversación a fin de conseguir que ella le soltara de una vez el brazo. Pero de pronto se detuvo a pensar en sus palabras e, irguiéndose, se volvió hacia él.
—¿Ha vuelto? ¿Qué dices?
—Solo eso. —Espantó una mosca de la cara de su madre—. Por lo visto, lleva aquí un par de años. Creo que abrió un estudio de danza en Douglas, detrás del edificio Dockum, pero no le fue bien.
Cora lo miró a los ojos. Earle —a diferencia de Howard— nunca había tendido a las bromas, pero ella sencillamente no se podía creer lo que estaba diciendo. ¿Cómo era posible que no se hubiera enterado de algo así? Sabía que ahora Wichita era una ciudad de verdad, y que había una guerra, y que la gente tenía demasiadas preocupaciones para andar charlando del regreso a la ciudad de una antigua actriz de cine. Pero pensaba que se habría enterado de una cosa así. Cierto era que había estado muy ocupada con la Casa de la Bondad. Y Viola Hammond, que en otro tiempo la había mantenido al corriente de todo lo que ocurría en Wichita, había contraído un cáncer al principio de la guerra. Cora iba a visitarla al menos una vez por semana, pero Viola a menudo estaba cansada, y había perdido el interés por el chismorreo.
Earle estiraba el brazo ante sí, probablemente empezando a recuperar la circulación.
—Descabellado, ¿no? Louise Brooks, profesora de danza en Wichita. Supongo que su pareja y ella también actuaban, bailando el tango y el vals, esas cosas. Uno de mis viejos amigos me contó que los contrató para una fiesta de las Juventudes Republicanas.
Cora procuró disimular su sorpresa. No quería juzgar a nadie, ni siquiera ante su propio hijo. No había nada de malo en que Louise enseñara danza, se ganara la vida honradamente, pero ¿una reunión de las Juventudes Republicanas? ¿En Wichita? Costaba imaginar que Louise hubiese acabado así.
—¿Y ahora qué hace?
Él enarcó las cejas.
—El ridículo, si hay que dar crédito a las habladurías. Uno de mis amigos conoce al hombre con quien abrió el estudio. No es más que un chico, un universitario que sabía bailar. Supongo que las cosas fueron mal entre ellos incluso antes de que el estudio se fuera a pique.
—¿Y qué tiene que ver eso con hacer el ridículo?
—Es por cómo ha estado comportándose. Ya en la escuela decían que era una chica fácil, pero…
—Pero ¿qué?
—Nada.
Cora cruzó los brazos. Earle se andaba con cuidado, procurando no decir nada que escandalizara los oídos de su madre. Pese a su labor en la Casa de la Bondad, daba la impresión de que sus dos hijos a menudo la confundían con la reina Victoria.
—Earle, cuéntamelo.
—De acuerdo. Ella… se arrojó a los brazos de él, por decirlo discretamente. De ese universitario. Y no se lo pudo creer cuando él la rechazó. Puede que todo fueran baladronadas de ese chico, pero, según mi amigo, ha perdido la belleza. Bebe, y se le nota en la cara. Me contó que la han detenido por ebriedad. —Hizo una mueca—. Y por cohabitación deshonesta.
Cora fijó la mirada en los peldaños de la entrada, donde Joseph había dejado un par de zapatos embarrados. A esas alturas todavía podían detenerlo a uno por vivir en pecado, por vivir como vivían ellos en esa casa. Louise sencillamente había sido más franca al respecto, sin molestarse en esconderlo o engañar a nadie.
—¿Sigue con él?
—¿Con quién?
—Con el hombre con quien vivía.
Earle la miró como si fuese un caso perdido.
—No lo creo, mamá. No parecía un gran idilio. Por lo que creí entender acerca de la forma de vida de ella, el matrimonio no se contempla como opción.
—¿Y ahora dónde vive?
—Con sus padres. No tiene dinero. —La miró burlonamente—. Ahora sí pareces horrorizada. Habría pensado que te perturbaría más su comportamiento.
Cora arrugó la frente. Era difícil imaginar a Louise y Myra viviendo fácilmente bajo el mismo techo, sobre todo quebrantadas como estaban las dos. Cabía la posibilidad, supuso, de que Myra estuviera a la altura de las circunstancias y ofreciera a Louise lástima y comprensión. Pero, por lo que Cora había visto, Myra nunca había querido a Louise como a una hija, ni siquiera como persona independiente. Si alguna vez había querido a Louise, había sido como una extremidad más de su propio cuerpo, una prolongación sin mente utilizada para intentar por última vez hacer realidad sus propios sueños. Ahora Louise le había fallado, le había fallado de verdad, tan gravemente como había fallado la propia Myra.
Earle le dio un suave codazo en el costado.
—No creo que debas compadecerla. Por lo que sé, Louise se lo está pasando bien. No trabaja. Según mi amigo, no hace otra cosa que pasearse por ahí de noche con ese tal Danny Aikman. Por lo que cuentan, son un par de aúpa.
—¿Es ese su… es ese el hombre con el que vivía?
Earle sonrió.
—No, mamá. ¿No te acuerdas de Danny Aikman? ¿Del club? En Wichita es el más famoso de los… —Earle se interrumpió e hizo un floreo con la mano.
Cora cabeceó, confusa.
—Es una reina. —Se sonrojó un poco—. Es uno de esos. Un pluma. —Alzó la vista, exasperado—. Mamá, le gustan los hombres. No las mujeres.
—Ah.
Y él la miraba como si fuera obtusa. Realmente, no tenía la menor idea. Su propio padre… A veces Cora se preguntaba si alguno de sus hijos lo sospechaba o lo sabía. Pero estaba claro que Earle seguía sin saber nada. Lo más probable era que Howard tampoco lo supiese.
—Lo siento, mamá. No pretendo ser vulgar.
Cora negó con la cabeza, impaciente.
—¿Tú sabes eso de él? ¿Es vox pópuli? —Siempre intentaba calibrar qué pensaría la gente de Alan, de Raymond, si lo supiera. Tal vez los tiempos estaban cambiando incluso en Wichita, ya que los jóvenes lo veían todo de manera distinta. Ese tal Danny padecía los insultos, pero lo suyo era conocido y por lo visto tolerado. Eso en sí mismo resultaba sorprendente.
—Bueno, no sé si le gustan los hombres. Pero sí que una vez lo detuvieron por vestirse de mujer en Douglas Avenue.
Cora lo miró con los ojos desorbitados.
—¿Llevaba un vestido?
—No. Iba con una camisa de flores.
—¿Y lo detuvieron por eso?
—Bueno, sí. Está claro de qué va. Aprovecharon la primera excusa que encontraron para detenerlo.
Cora tuvo que apartar la vista: Earle mantenía una mueca burlona; ella, en cambio, apenas podía ocultar el temor en su mirada. Alan nunca en la vida se pondría una camisa de flores, pero si Raymond y él eran descubiertos alguna vez, incluso en esos tiempos, sin duda pagarían un alto precio. A Cora le habría gustado creer que en tales circunstancias Howard y Earle permanecerían a su lado, pero vaya chasco se llevarían. Solo esperaba que Alan nunca hubiera tenido que oír a sus hijos bromear sobre los «plumas» y las «reinas». Si los había oído, lo había sobrellevado en silencio.
Y ahora le había dicho a su hijo que podía irse a la guerra, que respetaba su decisión.
Earle se volvió hacia ella, otra vez serio, ya sin intentar distraer su atención.
—Sé que no te complace mi decisión. —Le aferró la mano otra vez—. Sé que te preocuparás, y no puedo evitar que lo hagas. Pero es mi deber. Y si siento esa responsabilidad es por la manera como papá y tú me habéis educado. Significaría mucho para mí irme sabiendo que cuento con tu apoyo. Tu comprensión. Cuento ya con el respaldo de papá, y con el de Beth y los niños. Pero también necesito el tuyo. —Curvó hacia arriba una comisura de los labios—. No quiero ponerme melodramático, pero me gustaría recibir tu bendición.
Ella asintió. Al principio, fue lo único que pudo hacer. Seguía pensando que él no debía marcharse. Además de hijo suyo, era padre y marido. Pero sabía algo que era aún más cierto: lo que Alan había entendido desde el principio. Le apretó la mano hasta que pudo hablar.
—Eso ya lo tienes. —Se le volvieron a empañar los ojos, pero intentó mirarlo, mirar a su hijo—. Siempre lo has tenido, Earle. Y siempre lo tendrás. Da igual lo que hagas.
La casa de los Brooks seguía siendo la más grande de la manzana, y de lejos parecía en buen estado, sus paredes antes grises ahora recién pintadas de amarillo claro, y sus resplandecientes ventanas limpias y transparentes bajo el sol. Los lilos estaban bien podados, y solo unas cuantas hojas doradas salpicaban el césped. Pero mientras se acercaba Cora recordó lo que Myra había dicho, hacía tantos años, acerca del peso de los libros de su marido, bajo el que estaban hundiéndose los cimientos. Cuando Cora se halló justo ante la casa, vio que el pronóstico de daños era correcto: incluso recién pintada, la casa parecía un barco escorado, con un lado del porche de piedra caliza visiblemente más alto que el otro.
Cora subía por la escalinata cuando oyó una voz cordial que la saludaba por su nombre. Dirigió la mirada hacia el lado hundido del porche umbrío y vio a Zana Henderson, regordeta y bonita con su falda y su rebeca abotonada, sentada en un sofá tapizado de color azul eléctrico. Junto a ella estaba Myra, que en comparación parecía una niña, vestida a media tarde con una bata floreada, el pelo oscuro ya ralo, cayéndole hasta los hombros. Cora las saludó. Solo sonrió Zana.
—¿A qué debemos este placer? —preguntó Zana—. ¿Has venido a nuestra pequeña fiesta? —Señaló la mesa situada ante el sofá, donde había una especie de tarta, un cuenco de nata montada con una cuchara y dos platos con sus correspondientes tenedores manchados de tarta—. Es un día de otoño perfecto —prosiguió Zana—, y he pensado que la mejor manera de pasarlo era tomando el postre en el porche delantero de Myra. —Abarcó el entorno con un gesto grandilocuente—. Incluso hemos sacado el sofá para estar más cómodas.
—Tú lo has sacado —dijo Myra entre dientes. Tenía la voz ronca, débil—. Yo no te he ayudado.
—Bueno, tú me has inspirado. Y has confiado en que no lo estropearía.
Cora desplegó una sonrisa educada. Qué buena amiga era Zana. Había defendido a Myra cuando nadie más lo hacía, y ahora que Myra había regresado y estaba enferma, ahora que sus hijos abandonados eran ya mayores y vivían lejos de Wichita, Zana seguía allí para animarla. Cora no entendía qué había hecho Myra para tener y conservar una amiga así.
—¿Te apetece un poco? —Zana miró a Cora, señalando la tarta—. Hay de sobra, y me ahorrarás tener que acabármela yo.
—Gracias, pero no —dijo Cora—. De hecho, esperaba ver a Louise.
Ahora era Zana quien parecía perpleja. Enarcó las cejas y se volvió hacia Myra, que le dirigió una mirada de complicidad.
—Mmm. —La desaprobación de Zana era evidente—. Pues te deseo suerte.
Myra comenzó a toser, cada inhalación corta y resollante. Cerró los ojos y se tapó la boca, doblándose sobre sí misma, levantando los pies del suelo. Era horrible estar allí y verla forcejear, tapándose la cara, sin poder hacer nada por ella.
—Voy a buscarte un vaso de agua —dijo Zana, y se puso en pie.
—Ya lo traeré yo. —Cora se dirigía hacia la puerta.
—No —dijo Myra con voz entrecortada—. No me servirá de nada. —Lanzó a Cora una inexplicable mirada de odio a la vez que se agarraba al borde de la mesa—. Y estoy bien. —Volvió a toser—. Entra. En el segundo piso. No sé qué habitación. Tendrás que llamar a la puerta.
El pasillo de la segunda planta era oscuro, sin ventanas; solo un pequeño aplique iluminaba el camino, y una de las dos bombillas estaba fundida. Cora, con la respiración un poco entrecortada tras subir por los dos tramos de escalera, se apoyó en la pared revestida de madera. Era comprensible, supuso, que Myra no frecuentara esa planta. Semejante ascensión podía acabar con ella.
—¿Louise? —Se detuvo en medio del pasillo. Había tres puertas, todas cerradas—. ¿Louise?
Oyó movimiento, un tintineo de cristal. Luego nada.
—Soy Cora Carlisle, tu antigua acompañante. Solo he venido a saludarte.
Silencio. Cora volvió a apoyarse en la pared. Tal vez había sido una tontería ir. No existía un vínculo real entre ellas, ningún parentesco. Su relación se limitaba a aquel verano, y ni siquiera entonces Louise fingió jamás afecto por ella. Aun así, era mucho lo que había hecho por Cora, sin proponérselo, sin saberlo.
—Imagino que me oyes. Y seguro que no te sentirás demasiado culpable por rechazar a una mujer de cincuenta y seis años que acaba de subir a un segundo piso para verte.
Se miró los zapatos y aguzó el oído.
—Detestarías mis zapatos si los vieras. Son muy cómodos, con la puntera ancha y apenas tacón. Recuerdo que hace ya veinte años no tenías un gran concepto de mi estilo. Tendrías que verme ahora. Hay mujeres de mi edad que miran extrañadas mis zapatos. Te prometo que te sentirás superior al instante solo con abrir la puerta.
Nada.
—No pienso marcharme. No tengo que ir a ningún sitio. Me quedaré aquí tanto como haga falta y hablaré y hablaré y…
Se abrió la puerta al fondo del pasillo. Apareció Louise, cruzada de brazos. Llevaba un jersey negro de cuello alto y pantalón negro. Cora procuró no mostrarse demasiado sorprendida. Había visto a Katharine Hepburn en pantalón, pero nunca a una mujer en la vida real.
—Tienes razón. —Hablaba más despacio y con voz más grave de lo que Cora recordaba—. Esos zapatos son horrendos.
Cora no sabía a qué se refería el amigo de Earle al decir que Louise había perdido la belleza. Incluso vestida como Katharine Hepburn, llamaba la atención con sus ojos oscuros y su tez clara. El pelo, tan negro como el jersey, casi le llegaba a los hombros, y volvía a llevar flequillo.
—¿Vas a invitarme a pasar?
—¿Qué quieres?
—Quiero… quiero ver cómo estás. —Cora abrió el bolso y sacó un paquete—. Te he traído bombones. Recuerdo que te gustaba el chocolate.
Tendió el paquete a Louise, que lo miró con escepticismo. Cora empezaba a lamentar su visita. Quizá Louise fuera del todo feliz, viviendo en la casa de su infancia, saliendo de noche y acabando detenida. ¿Quién sabía si ella prefería esa vida? Si hubiese deseado seguir en Hollywood, con su marido director y su piscina y sus pieles, aparentemente podría haberlo hecho. Louise, por lo que recordaba Cora, en general hacía lo que le daba la gana.
Aceptó los bombones sin dar las gracias y se los metió bajo el brazo.
—¿Qué tal está tu alemán, Cora?
Cora tragó saliva. Aun en la tenue luz, vio la sonrisa irónica de Louise. Era la primera persona a quien habían mentido hacía ya muchos años, cuando todavía estaban aterrorizados y no tenían práctica, y Cora nunca supo si Louise se había creído realmente que Joseph era su hermano. En su día, Louise reaccionó ante la historia con una ligera decepción, seguida rápidamente de falta de interés. Pero la manera en que miraba a Cora ahora inducía a pensar que siempre lo había sabido.
—¿Mi hermano? Está bien, gracias.
Louise puso los ojos en blanco.
—Me refiero al idioma. Me preguntaba si conocías la palabra Schadenfreude. ¿El placer en la desgracia ajena? En nuestro idioma no existe una palabra equivalente, y creo que deberíamos tenerla. Sobre todo en la hermosa Wichita.
Cora cabeceó. Resultaba difícil no sentirse herida. Esperaba que Louise tuviera un mejor concepto de ella.
—No he venido aquí a regodearme —dijo—. Solo he venido para ver cómo estabas. Y no le hablaré de esta visita a nadie.
—Lo hagas o no, me da igual. —Dirigió a Cora una mirada de cautela que parecía decir lo contrario.
—Pues no lo haré. —Cora miró el techo. Deseaba sentarse—. Oye, me gustaría que me dedicaras quince minutos. Lamento haberte tendido una emboscada. Pero si me concedes quince minutos, te prometo que no volveré a molestarte.
Louise miró fijamente a Cora. Era imposible saber qué pensaba. Cuando Louise era famosa y hacía películas, Cora había leído una reseña de un crítico que la consideraba una actriz con poco talento. Admitía que podía ser la mujer más hermosa aparecida en una pantalla, pero se lamentaba de que la belleza fuese su única aportación. La gente se quedaba tan embelesada ante sus ojos oscuros y la perfecta simetría de sus facciones que no se daba cuenta de que su rostro era inescrutable y de que en realidad no había manera de adivinar qué sentimientos, si los había, se escondían detrás de aquellos ojos. A juicio del crítico, de no ser por los rótulos que daban a conocer lo que supuestamente pensaba, nadie habría sabido cómo interpretar esa preciosa mirada. Esa era una opinión minoritaria; la mayoría de los críticos la consideraban una actriz sutil, sobre todo en una época de expresiones exageradas. Pero ahora, en el pasillo, con Louise en carne y hueso mirándola a un par de pasos de distancia, a Cora no le habría ido mal disponer de un rótulo que revelara los pensamientos de Louise.
Louise echó una ojeada a su reloj.
—¿A partir de este momento?
—A partir de cuando me ofrezcas asiento.
La habitación tenía el techo abuhardillado, y uno de los lados de este confluía con el suelo, dándole la forma de un triángulo en posición vertical. La cama individual ocupaba la mayor parte del limitado espacio allí donde un adulto podía ponerse de pie. Y la iluminación era casi tan débil como en el pasillo, las cortinas de las dos ventanas estaban corridas, cerradas a la agradable tarde. Había una lámpara de mesa, pero tenía un pañuelo en torno a la pantalla para atenuar la luz de la bombilla. Y era un espacio, por decir poco, despejado. Además de la cama, contenía una alfombra oriental, una cómoda y una mesita de noche sobre la que se alzaba la lámpara. Un frutero con manzanas rojas descansaba sobre una pila de libros junto a la cama, y bajo el tocador había un par de zapatos de tacón negros. Cora no vio más pertenencias. Si esa había sido la habitación de Louise en su infancia, desde luego la había despojado de toda la parafernalia infantil.
Solo era posible sentarse en la cama, que no estaba hecha y tenía unas cuantas almohadas apiladas en la cabecera y un libro colocado boca abajo sobre la manta arrugada. Obviamente, la cama era el asiento de Louise. Pero la alfombra parecía suave y razonablemente tupida, de modo que Cora se agarró a los barrotes del pie de la cama y se acomodó en el suelo. Louise pareció un poco sorprendida, bien porque Cora hiciera eso, o bien por el hecho mismo de que fuese siquiera capaz. Pero, claro está, ella había conocido a Cora en los tiempos del corsé, cuando sentarse en el suelo habría requerido ayuda y tiempo. Ahora Cora llevaba un vestido de algodón ceñido en la cintura, y debajo solo una enagua y ropa interior. Aunque tenía veinte años más, se la veía sorprendentemente ágil.
Louise miró otra vez su reloj.
—A partir de este momento —dijo.
Dejó los bombones en la mesilla de noche y se acomodó en la cama, erguida contra las almohadas, con las piernas extendidas sobre la manta, enfundadas en el pantalón negro y cruzadas por los tobillos desnudos y pálidos. Ahora que Louise estaba sentada junto a la lámpara, Cora le vio la cara con toda claridad y comprendió a qué se refería el amigo de Earle. Louise aparentaba más años de los que tenía, y numerosas arrugas se acumulaban en las comisuras de sus ojos y sus labios. Tenía la punta de la nariz un poco rosada y un capilar reventado en una mejilla. Pero conservaba los ojos de siempre, grandes y cautivadores. Miró a Cora con impaciencia.
Cora estiró las piernas y las cruzó. No esperaba que Louise formulara preguntas corteses, que se interesara por Joseph, por Greta, por los chicos o Alan. No agobiaría a Louise con sus preocupaciones por Earle. Era evidente que estaba a la defensiva, incapaz de contemplar nada más que su propio dolor. Sería una conversación unidireccional, como las que Cora mantenía a menudo en la Casa de la Bondad.
—Tu madre no parece muy bien de salud —dijo Cora. Probablemente no era la mejor manera de empezar, pero no tenía mucho tiempo.
—No lo está. —Louise se examinó una mano—. Está muriéndose, creo. Enfisema. Ni siquiera fumaba; tiene una variante hereditaria. Lo que significa que yo también la tendré. —Irritada, miró a Cora—. ¿Vas a decirme que debería cuidar de ella? ¿Esa es tu misión hoy?
—No —contestó Cora. Era otra acusación injusta, pero supuso que no debía tomársela de manera personal. Louise había bebido. No estaba ebria, pero ceceaba un poco, y Cora detectó el mismo olor a piña que había advertido en su aliento cuando, hacía ya muchos años, llegó a casa con Floyd Smithers. Ginebra. Ahora Cora lo reconocía. Era lo que habían añadido al ponche en la boda de Earle.
—Menos mal. —Louise levantó el mentón—. Te aseguro que mi querida madre tiene amigas de sobra dispuestas a atender todas sus necesidades.
—Sí —dijo Cora—. Acabo de verla con Zana abajo.
—Ah, su amiga más gorda. —Louise lanzó una mirada de inquina a la puerta—. Zana. Cuando me ve, no pierde ocasión de decirme que soy una pésima hija y que debería ocuparme más de la pobrecita Myra. —Se volvió hacia Cora—. Pero la pobre Myra no quiere que vele por ella. No quiere verme en mi actual y decepcionante estado.
Cora dejó escapar un suspiro. Eso era de esperar en Myra.
—¿Te lo ha dicho ella? —preguntó.
—A su manera. ¿Sabías que mi madre en su día tuvo la mayor colección del mundo sobre Louise Brooks? —Se interrumpió para dedicar a Cora una sonrisa tan amplia como postiza—. Muchos me escribían para decirme que eran mis mayores admiradores, pero yo sabía que mi mayor admiradora estaba aquí en Wichita. Mi madre guardaba todas las cartas que le enviaba, todas las revistas en que aparecía, todos los carteles de las películas en que actuaba. Pero eso fue en 1927. —Arrugó la frente, bajando las cejas negras—. Es una admiradora para los buenos tiempos, por lo que se ve. Cuando llegué a casa, metió todas las cartas y fotografías en dos cajas de cartón y me preguntó: «Louise, ¿quieres esto, o lo tiro?».
—Lo siento —dijo Cora.
Louise se encogió de hombros.
—¿Qué tal está tu padre? —Era la única pregunta con un mínimo de esperanza que se le ocurrió a Cora.
—Mmm… —Louise ladeó la cabeza—. Pues no sé muy bien si se ha enterado de que estoy aquí arriba. Pero es un hombre muy ocupado, y solo hace dos años que llegué.
—Entonces ¿por qué te quedas aquí? —preguntó Cora con discreción, sin ánimo de importunar. La verdad era que no lo entendía. A Louise le traía sin cuidado su madre, y a Myra, ahora que Louise prometía ya muy poco, parecía traerle sin cuidado su hija. Y Leonard Brooks tampoco era la razón.
—Porque estoy en la ruina. —Lo dejó caer como si la idea fuera graciosísima—. Ve y cuéntaselo a las chismosas de tus amigas. Que corra la voz. Estoy a dos velas. ¡No tengo nada! Cuando me fui de California, creía que estaba en la ruina. —Miró el techo inclinado de la habitación—. Pero entonces, aunque estaba en las últimas, algo me quedaba. Ahora no tengo ni eso.
—¿Cómo es posible? —Cora se inclinó al frente, desplazando las rodillas a un lado—. ¿No recibes una pensión?
—No la pedí. En mis dos matrimonios lo único que quería era largarme. Y pensaba que seguiría ganando dinero. —Alzó las manos con las palmas abiertas—. Podría haber sido una prostituta extraordinaria. Pero nunca pensé a largo plazo.
Cora torció el gesto.
—¿Por qué dejaste el cine?
No contestó de inmediato. Miró a Cora con cautela. Parecía un gato callejero debatiéndose entre acercarse o salir corriendo. Finalmente, con la vista fija aún en los ojos de Cora, hizo un gesto de indiferencia.
—Hollywood me asqueaba. Allí ni siquiera leen. Solo miran. —Unas líneas verticales se marcaron profundamente entre sus ojos—. Únicamente saben lo que ven, y te ven y piensan que ya te conocen, y entonces tú también piensas que te conocen. Lo exterior se impone a lo interior. Eso no es bueno.
Cora asintió como si lo entendiera. Pero esa versión no se correspondía con lo que sabía. No era que Louise hubiese abandonado Hollywood en su máximo apogeo, con la dignidad intacta. Se había ido con desesperación, rebajándose a hacer una película del Oeste absurda tras otra. Cora había oído contar que intervino en una última película, pero luego eliminaron todas las escenas en las que salía ella. Quizá, en su cabeza, ella se había alejado de todo aquello, pero parecía más probable que la hubieran echado. ¿Por qué? Myra había afirmado que era incapaz de congeniar con las personas. Que lo estropeaba todo. Puede que ya por entonces bebiera, pero quizá el alcohol no tenía nada que ver con su caída. Tal vez había caído y empezó a beber como consecuencia de ello. Resultaba difícil saber qué la había llevado exactamente de regreso a esa habitación pequeña y triste. Quizá toda la rabia y el dolor se remontaban a Cherryvale y el señor Flowers. Pero también era muy posible que esa tristeza actual la hubiese sembrado ya antes su propia madre, una mujer desdichada. Cora nunca lo sabría. Existía la posibilidad de que ni Myra ni el señor Flowers hubiesen afectado a Louise de manera significativa. Quizá incluso antes de ellos, incluso sin ellos, estaba destinada a ser lo que sería, impulsada por el anhelo y la furia que formaban parte de ella tanto como su hermoso rostro.
Cora miró la pila de libros junto a la cama. Uno no tenía rótulo en el lomo. Otro era de Nietzsche. El de abajo era de Schopenhauer, uno que Cora no había leído. Por primera vez se preguntó qué habría sido de Louise en caso de haber tenido una cara un poco distinta: una nariz imperfecta, unos ojos más pequeños y asimétricos, un mentón prominente. Tal vez hubiera acabado siendo una bibliotecaria solterona, o una estudiosa, felizmente rodeada de libros.
—¿Y por qué aquí, Louise? ¿Por qué venir aquí precisamente? Podrías estar en la ruina en cualquier sitio.
Louise la miró con semblante inexpresivo. Cora se inclinó.
—Tú no sientes ningún apego por esta casa. Ni por esta ciudad. Ni ahora ni nunca. ¿Por qué has vuelto? ¿Qué pasa? ¿Eres como una paloma mensajera de regreso a su sufrimiento?
Louise desvió la mirada por un momento; luego la posó otra vez en Cora. Parecía sorprendida y molesta a la vez.
—Esta es mi casa. Este es mi sitio.
—¡Y un cuerno! —Cora dio una palmada contra el lado del colchón, realmente colérica, pero su gesto arrancó a Louise una de sus habituales sonrisas desdeñosas. Cora supuso que debería haber dicho «y una mierda» o algo que sonara fuerte, pero seguía detestando el lenguaje soez. Louise podía sonreír cuanto quisiera. Sabía a qué se refería Cora—. Este no es tu sitio si no eres feliz aquí —prosiguió—. Tu madre te vuelve odiosa, y tú la vuelves odiosa a ella. Da igual que sea tu madre. Eso es un azar de nacimiento. No tiene por qué significar gran cosa. —Miró la alfombra, los intrincados dibujos y volutas—. Tu sitio está donde tienes más posibilidades de ser feliz, Louise. ¿No te gusta Hollywood? Bien. No vuelvas allá. Pero no te quedes aquí. Ve a cualquier otra parte, aunque ella esté muriéndose. Ve a donde creas que tienes más posibilidades de ser feliz. Toma el tren y vete.
Cora apartó la vista, un poco sin aliento. Estaba indignada. Deseaba levantarse y sacudir a Louise por los hombros. Pero ya había hecho todo lo que podía. Se había sentido igual de inútil muchas veces en su labor en la Casa de la Bondad. Por más que rogara, no podía meterse en la cabeza de otra persona y dirigirla. La gente hacía lo que quería.
—Me siento vieja —susurró Louise—. Estoy consumida. Ya no soy la que era.
—¿Cómo? —Cora la miró con incredulidad—. Louise, ¿cuántos años tienes?
—Treinta y seis.
Cora procuró no reírse. Le parecía muy joven, increíblemente joven. Pero de hecho ella tenía exactamente treinta y seis años el verano que fueron a Nueva York, ¿y acaso no se sentía vieja antes de marcharse, casi quebrantada, casi sin esperanza? No imaginaba cuántas experiencias vitales le depararía el futuro: Joseph, Greta, sus nietos, su nuevo amor por Alan, por Raymond. Las manos que había sostenido en la Casa de la Bondad.
—No estás consumida, Louise. Te conozco. Te recuerdo. Estoy segura de que aún queda mucho en ti.
Louise la miró con expresión mortecina. Podía estar pensando cualquier cosa. Abajo, Zana se rio, y se oyó el golpe de la puerta mosquitera al cerrarse. Louise consultó su reloj.
Cora se agarró a los barrotes del pie de la cama y, tirando, se levantó. Un acuerdo era un acuerdo, y se le habían acabado los argumentos. Pero antes de irse, movida por un impulso descontrolado, se inclinó y besó a Louise en la coronilla, tal como hacía con los chicos, y con Greta, cuando les daba las buenas noches.
Se resignó a no saber qué efecto había tenido en Louise su visita, si es que lo había tenido. Sabía que podía empezar a leer el periódico cada mañana en busca del nombre de Louise en la lista de detenciones. Así al menos sabría que lo había intentado y había fracasado. Pero le dolería en el alma ver allí el nombre de Louise, y decidió que era mejor no mirar.
Lamentó no ser igual de disciplinada en lo que atañía a las noticias sobre la guerra. Esa primavera, todas las mañanas recorría todas las páginas en pos de noticias del frente del Pacífico y luego de cualquier mención de un hospital o un equipo médico. Solo sabía que Earle estaba a bordo de un barco en alguna parte; en sus dos cartas se mostraba intencionadamente impreciso, en consonancia con las exigencias de los censores. Cuando aparecía información sobre alguna batalla y las bajas, Cora esperaba, pues, con callado terror. Sabía que si llegaban malas noticias, primero las recibiría Beth, de manera que se le encogía el estómago cada vez que sonaba el teléfono. Comprobaba el correo con obsesiva expectación, pese a que las cartas de Earle tardaban semanas en llegar a Wichita y no existía garantía alguna de que estuviese bien. Se preguntaba si su intuición de madre de algún modo se lo revelaría, en el mismo instante, si él sufría algún daño. Había leído historias de personas que habían intuido el fallecimiento de sus seres queridos mucho antes de recibir la noticia.
Una parte de ella creyó que sentiría la muerte de Mary O’Dell en Massachusetts. Cora, como hija natural suya, percibiría de algún modo que ella se iba y tendría su propio momento privado de dolor, lejos de sus hermanastros en Haverhill. Pero Cora nunca percibió un momento así. O Mary O’Dell gozaba de una larga vida, o no existía ninguna conexión especial entre ellas.
Un caluroso sábado de junio, cuando aparcaba delante de la casa, después de pasar toda la mañana en la Casa de la Bondad, Joseph ya estaba revisando el correo. Ella atravesó el jardín corriendo tanto como pudo, pero él negó con la cabeza.
—Nada de él. Lo siento. —La miró con compasión, pero eso fue todo. Cualquiera podía estar viéndolos, y si bien un hermano podía abrazar a una hermana preocupada, estaban tan acostumbrados a la cautela que no se arriesgaban—. Pero tienes esto —dijo, y le entregó una postal. Era una naturaleza muerta en blanco y negro, un lirio sombreado en un jarrón. Al dorso aparecía la dirección de Cora en una mitad y la palabra «Gracias» en la otra. Cora habría reconocido la letra, idéntica después de tantos años, aunque abajo no constaran las iniciales «L. B.».
El matasellos era de Nueva York, con fecha de unos días atrás.