Durante las peores tormentas, sellaron las ventanas con cinta aislante y encajaron paños empapados en parafina debajo de las puertas. Aun así, entró el polvo. Cora notaba el sabor en los labios al despertar. Barría a fondo la casa nada más levantarse cada mañana y al cabo de tres horas cubría el suelo una nueva capa, tan espesa que veía sus propias huellas. El polvo revestía los diales de la radio, los papeles en el escritorio de Alan y los platos en los armarios. Joseph se limpiaba las lentes de las gafas, y pocos minutos después tenía que volver a hacerlo. No podían dejar la comida fuera. Della limpiaba con esmero, pero los días peores, cuando el polvo en el aire era tan denso a causa del viento que no se veía la otra acera, los autobuses dejaban de circular y ella no podía ir. Cuando cerraban los colegios, Greta se quedaba en casa y Cora y ella trabajaban juntas, provistas de paños húmedos y escobas. A medida que subían las temperaturas, no solo barrían el polvo, sino también arañas y ciempiés. Y eso era dentro de casa, su refugio. Fuera, el viento hacía daño en la piel y los ojos y arrancaba la pintura de las cercas.
Estaban mucho mejor que la mayoría. Alan siguió ingresando un buen salario, y como siempre había sido cauto con las inversiones no perdieron mucho en el desplome de la Bolsa. A Joseph le recortaron la paga en Stearman, pero en 1934 llegaron contratos militares para aviones de instrucción y volvieron a subírsela un poco. Eran los granjeros y sus familias quienes más sufrían, con un año de sequía tras otro. A veces Cora pensaba que probablemente estaba barriendo del suelo de su salón parte del hogar y el medio de vida de algún habitante de Oklahoma. El ganado moría de hambre, o de asfixia, y la gente no tenía más remedio que abandonar sus casas y marcharse a la ciudad. Había hombres vendiendo lápices o manzanas del Ejército de Salvación en cada esquina de Douglas Avenue, y en más de una ocasión viajeros con niños aturdidos por el hambre acudían a la puerta trasera de Cora pidiendo comida. Della y ella se ponían manos a la obra y preparaban bocadillos con lo que tuvieran a mano.
Incluso algunos amigos y vecinos de Cora atravesaban dificultades, aunque de manera más moderada. Viola Hammond y su marido, tras perder una gran suma en la Bolsa, alquilaron dos habitaciones en su casa para cubrir el pago de la hipoteca. Los Montgomery vendieron el Cadillac y compraron un Buick Standard. El club de jardinería se dispersó por completo, ya que para entonces todo el mundo había abandonado las flores de sus arriates al polvo. Pero mucha gente no parecía afectada en absoluto, pese a que la lluvia no llegaba y el valor de las acciones no subía y un demócrata ocupó la presidencia. Cora seguía asistiendo a almuerzos y meriendas donde las mujeres que conocía lucían guantes blancos y sombreros florentinos y los nuevos vestidos largos, a la altura de la espinilla, con cinturón y torera. Para entonces, incluso las mujeres mayores habían dejado de usar corsé, y era más fácil comer y respirar y moverse, pero incluso las fajas, más llevaderas, eran un tormento cuando hacía calor. Una tórrida mañana de verano, después de once días consecutivos de temperaturas cercanas a los cuarenta grados, Winnifred Fitch, cuyo marido procedía de una prominente familia de la industria envasadora de carne, alquiló un teatro y pidió al gerente que instalara lámparas y una mesa larga en el escenario para que ella y otras siete mujeres pudieran disfrutar de un piscolabis servido en el grato ambiente que proporcionaba el aire acondicionado. El aire fresco abrió el apetito a Cora, que tomó cinco tajadas de melón, saboreando cada bocado.
Cuando los camareros se llevaron los platos, Winnifred, en la cabecera de la mesa, se aclaró la garganta y se puso en pie. Con cincuenta años ya cumplidos, era solo un poco mayor que Cora. Pero no se conocían bien, dado que los Fitch acababan de instalarse en la ciudad, llegados del oeste de Kansas, porque —increíblemente— el aire en Wichita era mejor.
—Gracias a todas por venir hoy. —Winnifred se alisó la pechera del vestido—. Sé que os he invitado aquí con el vago pretexto de ofrecer ayuda social, y os prometo que si, al salir de aquí, podéis permitiros dejar unas monedas en el tarro que hay junto a la escalera, me encargaré de que lleguen al comedor de beneficencia de la Primera Iglesia Metodista. Pero debo deciros que no os he emplazado a todas aquí hoy para recaudar unas monedas. —En este punto guardó silencio, y echó atrás las hombreras—. Señoras, he organizado este piscolabis con la esperanza de que todas juntas nos unamos contra un enemigo al que no pueden vencer ni siquiera todos los comedores de beneficencia juntos, un enemigo que se ceba en todos nosotros, ricos y pobres por igual.
Cora se limpió las comisuras de los labios con delicadeza, alzando la vista con expectación. Si Winnifred Fitch tenía una solución para el polvo, desde luego ella quería oírla.
Pero Winnifred estaba muy seria.
—Como recién llegada a esta comunidad, me ha escandalizado ver… objetos obscenos expuestos a la vista del público, incluidos los niños inocentes. Me refiero a los profilácticos. Me da la impresión de que en estos tiempos difíciles los farmacéuticos, en su desesperación por conseguir ingresos, se han vuelto más laxos en cuanto a sus principios morales. Tengo la sensación de que incluso a vosotras, las mujeres más urbanas, os disgusta que sea tan difícil proteger a vuestros hijos y nietos de las vulgares implicaciones de esos despliegues. —Recorrió con la mirada a las presentes en torno a la mesa—. Virginia. Cora. Creo que las dos tenéis hijas adolescentes, ¿no es así?
Virginia asintió.
—Tengo tres hijas todavía en casa —respondió—. Y no podría estar más de acuerdo con tus preocupaciones.
Winnifred y las demás miraron a Cora.
—Greta es mi sobrina —dijo Cora.
No entró en detalles. Sabía que no había contestado a la verdadera pregunta de Winnifred, pero no le parecía muy prudente decirles a esas mujeres que no tenía inconveniente en ver preservativos expuestos en las farmacias. De hecho, hacía apenas unas semanas, ella misma le había mencionado esas nuevas exhibiciones en los escaparates a Greta, añadiendo de paso que si una chica y un chico se veían necesitados de «control de la natalidad», por tomar prestada una expresión de Margaret Sanger, harían bien en aprovisionarse de una mercancía regulada en una farmacia, en lugar de arriesgarse con algo comprado bajo mano en un salón de billar o una gasolinera. Greta, normalmente tan locuaz, había enmudecido, primero de sorpresa y luego de vergüenza. («¡Tía Cora! ¿Qué clase de chica crees que soy?», preguntó. «La clase de chica a la que yo quiero», contestó Cora.) Pero a Cora la conversación le pareció necesaria, porque Greta estaba a punto de cumplir los dieciocho años y tenía novio.
—Señoras —prosiguió Winnifred—. Os he invitado hoy porque me han dicho que estáis todas bien relacionadas y sois respetadas en la comunidad. Es mi esperanza que cada una de vosotras firme una petición en contra de esa clase de escaparates y publicidad, y que colaboréis conmigo para crear un código de decencia en la ciudad.
Las mujeres sentadas en torno a la mesa recibieron la propuesta con murmullos de aprobación y gestos de asentimiento. Cora, sin saber qué hacer, jugueteó con la servilleta. Acababa de disfrutar de todo aquel melón y el vaso de té a cargo de Winnifred Fitch; ciertamente no podía marcharse así sin más en ese momento. Pero no había imaginado ni remotamente que aquel piscolabis se convertiría en una llamada a las armas contra los preservativos. En realidad, pensó, los escaparates de las farmacias no eran tan sorprendentes ni mucho menos. Durante años, McCall’s había presentado el jabón Lysol como «complemento de higiene femenina para las esposas nerviosas», y todo el mundo sabía qué prometía en realidad: nada de embarazos y nada de enfermedades. A Cora le advirtió su médico que eso era un disparate: el Lysol no impedía la concepción y podía causar graves daños a una mujer. Esa advertencia no supuso ningún problema para Cora, quien, como mujer casada, tuvo la alternativa de un diafragma recetado en cuanto se armó de valor para pedirlo. Pero ¿qué opción tenía una muchacha como Greta? Para Cora era en realidad un alivio que en esos tiempos una chica, o al menos su novio, pudiera entrar en una farmacia y encontrar allí lo que necesitaba. No es que quisiera que Greta mantuviese relaciones íntimas a los diecisiete años; Cora no tenía un gran concepto del novio. Pero los jóvenes eran jóvenes, tanto si los farmacéuticos cambiaban sus escaparates como si no. Precisamente, la semana anterior Cora había recibido una petición de dos médicos de Wichita que albergaban la esperanza de fundar un hogar benéfico para madres solteras. Dichos médicos afirmaban que algunas de las chicas a quienes deseaban ayudar eran muy jóvenes, y que procedían tanto de buenas como de malas familias.
Así las cosas, Cora permaneció en silencio durante la alocución de Winnifred. Escuchó el tictac de su reloj y se concentró en la sensación de frescor en la piel producida por el aire del teatro. No tenía sentido discutir con una mesa entera de mujeres aparentemente tan convencidas de lo que era aceptable y lo que no lo era como lo había estado Cora en otros tiempos. Cora no conseguiría hacerles cambiar de opinión, y menos durante un piscolabis. Eso solo le serviría para verse excluida. Su única esperanza era escapar de allí sin firmar nada.
Ethel Montgomery se aclaró la garganta.
—Mejor sería combatir toda clase de inmoralidad —propuso—. ¿Sabéis que existe un movimiento para legalizar la cerveza en Kansas siempre y cuando no pase de cierto grado de alcohol? Pretenden acabar con la Prohibición aquí también. Winnifred, comparto sin duda tu preocupación, pero creo que podríamos emprender también una campaña contra el consumo de alcohol. A mí me parece que esos dos problemas son caras de la misma moneda.
Cora contuvo un suspiro. El resto del país consideraba ya la Prohibición un experimento fallido. Pero Kansas no cedía. Aun así, según cálculos del Wichita Eagle, los habitantes de la ciudad consumían 750 litros de alcohol ilegal al día. Eso lo decía todo sobre la abstinencia obligatoria. Dos caras de la misma moneda, sin duda.
Los camareros llenaban en silencio los vasos de agua, y Cora reconoció a uno de ellos; era el hijo menor de Della, que rondaba la edad de Howard y Earle. Ella le sonrió, pero él no la vio o fingió no verla.
—Me gusta tu manera de pensar —dijo Winnifred. Tomó asiento y dio las gracias en voz baja cuando le llenaron el vaso—. Pero esa es una lucha más cara. Los anti prohibicionistas cuentan con financiación y una buena organización. Sé que la mayoría de nosotros pasamos estrecheces en estos momentos. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa irónica—. Si queremos combatir el alcohol, tendremos que ser creativas. ¿Hay alguien aquí emparentada con un millonario? ¿Un magnate naviero, tal vez?
Se oyeron risas educadas. Viola, sentada a la derecha de Cora, le dio un cordial codazo.
—Cora conoce a Louise Brooks.
Cora se volvió y fijó en ella una mirada inexpresiva.
Ethel Montgomery puso los ojos en blanco.
—Por alguna razón, dudo que ella dé apoyo a cualquier medida contra la obscenidad.
—De todos modos no tiene dinero —añadió Virginia—. Se declaró en bancarrota, creo. Dijo a la prensa que no le quedaba nada salvo lo puesto.
Alguien chasqueó la lengua.
—Todas esas pieles, la pobre.
Cora miró al techo, los sacos de arena y las cuerdas, las luces apagadas del escenario. Cuando Louise vivía aún en Wichita, cuando era solo una niña guapa de pelo negro que actuaba allí donde su madre podía colarla, tal vez hubiera hecho piruetas y saltado en ese mismo escenario ante los aplausos de compañeros de clase y vecinos. Cora miró por encima del hombro las hileras de asientos vacíos.
—¿Cómo es posible que esté en bancarrota? —Viola cabeceó—. Sabía que se divorció, pero volvió a casarse, ¿no? Con un millonario de Chicago.
—Lo abandonó —afirmó la mujer que había chasqueado la lengua—. Ese matrimonio le duró aún menos que el primero.
—Si está otra vez en bancarrota, quizá vuelva con él. Eso hizo su madre.
Cora bajó los ojos. Myra había vuelto a la ciudad. Sus hijos ya eran mayores, pero vivía de nuevo con Leonard, los dos solos en aquella casa enorme de North Topeka. Por lo que Cora había oído contar, simplemente se le había acabado el dinero y andaba mal de salud. Todo el mundo pensaba que Leonard había actuado muy generosamente al acogerla.
—Louise Brooks no tendrá que volver con nadie —dijo Virginia—. Si se ha divorciado de otro millonario, debe de haber quedado bien cubierta.
—Eso espero, por su bien. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Treinta? Divorciada ya dos veces. Ante eso, un hombre se lo pensaría muy mucho. Y parece que Hollywood se ha cansado de ella. No sale en ninguna película desde hace años.
Winnifred esbozó una leve sonrisa.
—Tal vez ni siquiera Hollywood quiere poner como ejemplo a una mujer que se toma el matrimonio tan a la ligera. Y ahora, respecto a la recaudación de fondos…
—Ha sido por el cine sonoro —explicó Virginia—. Eso he oído decir. Ella no tenía la voz adecuada. Muchos actores triunfaron en el cine mudo solo porque salían favorecidos en la pantalla; ahora, también su voz tiene que sonar bien. Es una forma de interpretación muy distinta. Por eso tuvo que rodar esas películas en Alemania, para sacarle partido a su cara durante un tiempo más.
—Tiene una voz excelente —afirmó Cora—. A su voz no le pasa nada.
Todas las caras se volvieron hacia ella. Viola enarcó las cejas.
—Y sí ha hecho cine sonoro —añadió Cora—. It Pays to Advertise era sonora.
—No me acordaba de que salía en esa —dijo Viola—. Fue la última en la que trabajó, ¿no? Y de eso hace cuatro años.
—¿Esa cuál era? —preguntó Ethel—. No sé si la he visto.
—Salía Carole Lombard, que era la actriz principal. Louise Brooks tenía un papel secundario. —Viola se volvió hacia Cora—. Entonces ¿qué ha pasado? Si no ha sido por la voz, ¿por qué está en bancarrota? Antes uno no podía ir al cine sin ver su cara, y ahora ya no es así. ¿Qué ha sido de ella?
—No lo sé —respondió Cora—. No estoy en contacto con ella. —Miró hacia el centro de la mesa y levantó la voz—. Lo siento. Sé que tiene buena voz. No sé nada más.
Nadie contestó. Cora cayó en la cuenta de que quizá había hablado con un tono más enérgico del que pretendía. No quería seguir sentada a aquella mesa. Echó atrás la silla.
—¿Cora? —Viola le tocó la rodilla—. No irás a marcharte… No te vayas. Solo era una pregunta. ¿Te ha molestado?
Cora negó con la cabeza, apretando los labios. Estaba molesta, pero aún no sabía bien si tenía derecho a estarlo. No le habían preguntado nada sobre Louise que no se hubiera planteado ya ella misma, pero, claro está, ella se lo había planteado sin regodeo, mientras que a esas mujeres obviamente les complacía que Louise, en otro tiempo tan por encima de ellas, hubiera caído tan deprisa. Ahora querían la historia, los detalles. Cora no tenía nada que ofrecerles.
—Es que tengo que irme —dijo Cora poniéndose en pie—. Gracias por el piscolabis, Winnifred. Ha sido un auténtico placer picar algo con este fresco.
Forzó una sonrisa, volvió a colocar la silla en su sitio bajo la mesa y se encaminó hacia la escalera situada a la derecha del escenario.
—Antes de irte deberías firmar la petición. —Era Winnifred, hablándole en voz alta.
Cora bajó por la escalera, mirándose los pies en la tenue luz. Eso ponía fin a la posibilidad de marcharse discretamente. Pero tal vez había llegado el momento de ser sincera.
—No. A mí los escaparates de las farmacias me parecen bien. —Se detuvo y se puso los guantes—. Pero gracias por el piscolabis de todos modos.
Sin levantar la vista, abrió el bolso, sacó seis monedas de veinticinco centavos y las dejó en el tarro colocado al borde del escenario. Solo se oyó el sonido de las monedas contra el cristal, reverberando en el teatro, y luego el chasquido del cierre del bolso. Un poco teatral, quizá, pero no importaba. Al fin y al cabo, estaban en un teatro. Mientras ascendía por el pasillo alfombrado, las otras mujeres permanecieron en silencio a su espalda, esperando. Respiró hondo, absorbiendo todo el aire fresco y limpio que pudo, consciente de que pronto estaría fuera.
Igualmente se habría marchado del piscolabis antes de acabar. Era viernes, y Joseph estaría en casa al mediodía. Ya desde hacía un tiempo se las había arreglado para ir a trabajar temprano por las mañanas y disponer así de la tarde de los lunes y los viernes. Le había dicho al ingeniero jefe que era madrugador y que le gustaban esas horas de soledad, antes y después del amanecer, cuando podía trastear con los motores y las alas y los trenes de aterrizaje en silencio. Bueno en su trabajo como era, se aceptó esta preferencia suya sin grandes indagaciones. A nadie le preocupó ni se le ocurrió pensar que Della solo iba a la casa los martes y los jueves. El que un viudo quisiera salir del trabajo temprano dos veces por semana para relajarse en casa mientras su hermana casada estaba allí era algo que no interesaba a nadie.
Cuando Cora entró, la casa se hallaba en silencio y, con los ventiladores en marcha y las cortinas del salón corridas, casi se estaba a gusto.
—¿Hola? —Se detuvo en la entrada, sacudiéndose la falda—. ¿Joseph?
—Estoy aquí.
Apareció en la puerta de la sala delantera, vestido con un pantalón y una camiseta limpia. Aún tenía el pelo mojado después de la ducha, que él mismo había incorporado a la bañera pocos meses antes; no le gustaba el polvo en el agua de la bañera. Ahora todos en la casa se duchaban en lugar de bañarse, sobre todo para ahorrar agua, aunque Cora no echaba de menos tener que limpiar a restregones la marca beis dejada por el agua en la bañera.
—¿Cómo ha ido ese piscolabis frío? —Joseph se acercó a ella y se inclinó para besarla, oliendo a menta—. ¿Se os ha helado el té en las tazas?
En lugar de contestar, Cora se apartó, lanzando una mirada hacia el salón y luego otra hacia el comedor.
—No hay nadie —dijo él. Pero no volvió a acercarse a ella.
—Voy a asegurarme. —Se quitó el alfiler del sombrero y sonrió—. ¿Has comido?
No siempre era ella la cauta. A veces era Joseph quien le recordaba que nunca debían dar por sentada la intimidad. Podía pasar por allí un amigo. Una vecina podía mirar por la ventana. Y estaba siempre su mayor temor: que Greta volviera a casa antes de lo previsto. Pero el instituto estaba tan lejos que si Greta enfermaba en medio del día, tendría que llamar para que fueran a buscarla en coche. Y durante los dos últimos veranos había trabajado a tiempo parcial en el bufete de Alan, archivando y atendiendo el teléfono. Cora le había pedido a Alan que llamara de inmediato si alguna vez Greta salía antes del bufete, sobre todo los lunes y los viernes. Alan, siempre tan caballero, había accedido sin preguntas ni comentarios.
Con los años, Cora y Joseph habían pasado buena parte de sus limitados momentos íntimos planteándose angustiados si decirle o no la verdad a Greta. Pero siempre se les antojó peligroso. Cuando Greta tenía doce años, su amiga Betty Ann Wills y ella tuvieron una pelea tremenda porque Betty Ann, que se había quedado sola en la habitación de Greta mientras esta acababa sus tareas en el piso de abajo, leyó suficientes fragmentos del diario de Greta como para molestarse por cómo aparecía descrita. Las niñas cruzaron palabras iracundas, y cuando Betty Ann se marchó Greta se quedó desconsolada, insistiendo a Cora con lágrimas en los ojos en que su diario era para sus reflexiones privadas, y que lo que ella había escrito no estaba pensado para que Betty Ann lo viera. Si bien Cora le dio la razón y la reconfortó, sintió alivio al pensar que Greta no había podido escribir nada más perjudicial en su diario. Joseph y Alan coincidieron en que aquello era prueba de que debían seguir mintiendo a la niña a la que querían. Betty Ann Wills habría podido tener sus vidas en sus sucias manos de diez años.
Pero cuanto más esperaran, más se reducían las posibilidades de que algún día fueran capaces de decirle la verdad. Greta era ya casi una adulta, y había crecido convencida de que Cora era su pariente consanguínea, su tía. Greta no se parecía en nada a Cora; era rubia y alta y seguía siendo muy delgada, lo que le causaba un gran malestar, ya que las curvas volvían a estar de moda. Pero una vez señaló, muy felizmente, que Cora y ella tenían parecidas la nariz y las manos. «Sé por las fotos que me parezco a mi madre, al menos en la cara —le dijo a Cora—. Pero me gusta parecerme a ti también. Y tu madre murió cuando eras bebé. Papá y tú sabéis cómo me siento.»
Era imposible saber cómo le afectaría la noticia, y cómo reaccionaría. Todos los demás miembros de la familia desconfiaban del novio de Greta, Vern, ya que había llevado a cabo una larga y de momento infructuosa campaña para convencer a Greta de que abandonara el plan de ir a la universidad cuando acabara el instituto. Joseph había tomado la decisión estratégica de no entrar en un tira y afloja con el joven, de modo que nadie expresó abiertamente su antipatía hacia Vern. Greta se consideraba aún muy enamorada, así que era probable que cuando conociera la verdad sobre su tía Cora, si es que llegaba a conocerla, se la confiara a Vern, aun cuando le pidieran discreción. Cora veía a Vern muy capaz de albergar un gran despecho, y eso los pondría a todos en un peligro mucho mayor.
Y por todo ello habían mantenido su secreto, incluso en casa. Sabían que quizá estuvieran cometiendo un error garrafal, y que si Greta los descubría por azar la herida sería irreparable. Por otra parte, de momento se la veía feliz, y parecía lógico presuponer que si no se lo decían, ella seguiría así. Al fin y al cabo, Howard y Earle se habían criado con una mentira.
Pero era justo decir que, año tras año, la felicidad de Cora y Joseph estaba en peligro, y mantuvieron el secreto no solo ante Greta, sino casi ante todo el mundo. Podían ir de paseo, al cine o al teatro juntos, actividades que unos hermanos bien podían llevar a cabo. Pero no se agarraban de la mano, ni se llamaban por su nombre demasiado a menudo. Habrían podido bailar sin llamar la atención, pero no lo intentaron. Una vez ella se quejó a Alan de lo agotador que era todo aquello.
Lo siento, había dicho Alan. Lo siento mucho.
No era eso lo que ella buscaba ni lo que había pretendido decir. Alan seguía siendo su gran amigo, y ahora su único confidente. No lo culpaba. Al contrario. Quería decir que lo entendía.
—¿Estás disgustada? ¿El piscolabis no ha ido bien?
Joseph tendió la mano y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Estaban sentados en el sofá del salón, y las tupidas cortinas impedían el paso de la luz del sol. En otro tiempo, esas tardes siempre empezaban con una carrera escalera arriba, a la habitación de él o a la de ella. A veces aún comenzaban así. Pero en general solo les apetecía pasar ese rato sentados cerca el uno del otro y charlar, él libre de apoyar la mano en la pierna de ella, ella libre de descansar la cabeza en su hombro.
Cora se volvió hacia él y sonrió. Estaba disgustada, pero había intentado disimularlo. Apenas tenían unas pocas horas para estar juntos, y no quería desperdiciarlas quejándose del piscolabis de Winnifred Fitch. Pero seguía pensando en Louise. En realidad la preocupaba, cosa que le pareció tan absurda como siempre. Seguramente Louise estaba bien. Podía casarse con otro millonario. Y quizá se había cansado ella de Hollywood, y no a la inversa. Esa era una posibilidad que no descartaba en absoluto.
En todo caso, Cora esperaba que estuviera bien. Y pensó, en aquel preciso momento, allí sentada con Joseph en el sofá, que esa esperanza por Louise era algo de lo que enorgullecerse, una prueba de que su lugar no estaba en aquel piscolabis. De pronto se le ocurrió algo. Era una simple idea, un pensamiento descabellado. Pero ya entonces la irritación y la confusión que había sentido esa mañana daban paso a una inquietud que no le desagradaba. Un saltamontes, indiferente a su presencia, se desplazaba lentamente por la pared opuesta.
Levantó la cabeza.
—El otro día recibí una carta de unos médicos. —Vio la preocupación en el semblante de Joseph y le tomó la mano—. No, no. No tiene nada que ver conmigo. Estoy bien. Es que conozco a uno de ellos por el club. Él y otro médico, y un donante cuyo nombre no se mencionaba van a fundar un hogar en Wichita para chicas… Bueno, chicas solteras que están embarazadas. Se proponen formar un consejo de dirección. —Observó la rotación del ventilador en el techo, notando la mano de Joseph cálida en la suya. Él sabía escuchar con paciencia, cosa útil en un momento como aquel, cuando ni siquiera ella misma sabía muy bien adónde quería ir a parar—. Les gustaría tener una mujer en el consejo, sobre todo para recaudar fondos. —Sonrió—. Dijeron que querían una mujer con buena reputación, razón por la que se pusieron en contacto conmigo.
Él alargó la mano y le dio un apretón en la cadera.
—Buena reputación —repitió.
Ella fingió ahuecarse los bucles de su media melena con la palma de la mano.
—¿Solo te han escrito a ti?
—No lo sé. Esta mañana en el piscolabis nadie lo ha mencionado. Pero las madres solteras no son una causa popular, claro está.
Joseph tamborileó con los dedos en la pierna de Cora. Pese a lo limpio que era, pese a lo mucho que se restregaba al volver a casa del trabajo, casi siempre tenía las uñas negras. El aceite de los motores.
—¿Te apetece hacerlo? —preguntó.
—No lo sé.
Alzó la vista hacia el ventilador. Sería asumir una gran responsabilidad. Pero Greta se marchaba a la universidad al año siguiente. Cora ya pasaba buena parte del día leyendo. Howard y su mujer acababan de tener otro hijo, pero vivían en Houston. Earle y su mujer aún no tenían niños, y en todo caso se habían instalado en Saint Louis.
—Tengo cuarenta y nueve años —dijo—. No sé hasta qué punto debo meterme en algo de lo que no sé nada.
Él sonrió.
—Yo también me he sentido así.
Cora apretó la frente contra su hombro. Claro. Lo había olvidado. Ella casi nunca pensaba en todo lo que él había perdido, en que había empezado de cero, siguiéndola hasta allí sin nada más que su hija. No solo se había recuperado, sino que había llegado más alto. La Prohibición seguía vigente en el estado de Kansas, pero disponía de entera libertad para regresar a Nueva York, o ir a cualquier otra parte, y establecerse otra vez como cervecero. Sin embargo, ahora disfrutaba trabajando con los aviones, los continuos enigmas y desafíos que presentaba cada plano. No quería dedicarse otra vez a la cerveza, decía. Si Kansas legalizara el alcohol al día siguiente —ambos sabían que eso era improbable, pero si llegara a ocurrir—, quizá de vez en cuando entrara en un bar y se tomara una cerveza. Por lo demás, su vida no cambiaría.
Cora levantó la cabeza y lo miró. Él dejó caer la nuca contra el respaldo del sofá, y se elevaron volutas de polvo.
—De acuerdo —dijo Cora, abanicando el aire por encima de la cara de Joseph.
Los médicos, como buenas personas que eran, deseaban llamar al hogar «Casa de Caridad». Consideraban que el nombre era lo bastante impreciso para atraer a donantes potenciales sin alusión específica a la clientela. Y contaban ya con una casa, de una mujer que se la había legado a los médicos sabiendo cuáles eran sus propósitos. Se trataba de una mansión victoriana descomunal, llena de porches y mansardas, en una parcela de una hectárea de terreno a las afueras de la ciudad.
—Casa de Caridad suena a Dickens —comentó Cora. Como el Hogar para Niñas Sin Amigos de Nueva York, pensó. Un Hogar para Mujeres Caídas.
—¿Y qué tal «Casa Mónica»? —preguntó el doctor más joven—. ¿Santa Mónica? Fue madre.
—Demasiado católico —comentó el médico de mayor edad—. Lo siento.
El médico más joven era católico.
—¿Qué tal «Casa de la Bondad»? —preguntó Cora.
Los médicos cruzaron una mirada con el ceño fruncido.
—Suena un poco… —El de mayor edad cabeceó—. Lo siento. Suena un poco cursi.
—La bondad no es cursi —insistió Cora—. La dulzura es cursi. No la bondad. —Miró a un hombre y después al otro. Los dos eran bondadosos. Ninguno era cursi—. Solo pienso que esa idea debería ser la piedra angular de nuestra misión. Nuestra guía.
—¿Qué idea?
Los dos la miraron, esperando. Ella se detuvo a pensarlo. Solo había una manera de decirlo.
—Bueno, que… la compasión es la base de toda moralidad.
El médico joven sonrió.
—¿Ha leído a Schopenhauer, Cora?
—Un poco. —Ella le devolvió la sonrisa—. A menudo tiene razón, ¿verdad? Pero no sé qué tal suena «Casa de la Compasión».
El médico de mayor edad cabeceó.
—Si decimos «compasión», la gente oirá «pasión». No es eso lo que nos conviene con nuestras residentes. No. Eso no sirve.
Fue una labor difícil recaudar fondos para la Casa de la Bondad, sobre todo en aquellos primeros años de escasez. Mucha gente tendía la mano a las buenas causas y, como dijeron lisa y llanamente algunas de las personas que se negaron a ofrecer ayuda a Cora, competía con organizaciones benéficas que atendían a niños totalmente inocentes, que no habían hecho nada para merecer su sufrimiento. Las madres solteras, le dijo una mujer en el club a Cora, se habían fraguado su propio destino.
—Compadezco a los niños —explicó a Cora—. Pero las chicas optaron por abrirse de piernas.
—Algunas, sin duda —se limitó a decir Cora. No ganaba nada siendo grosera. Pero le dolía oír hablar de las madres en ese tono, sobre todo después de conocer a unas cuantas. Los médicos y ella habían contratado a una directora para el centro, así como a una maestra y una enfermera residente, y Cora no tenía que colaborar en la organización cotidiana del hogar. Pero a menudo se pasaba por allí para ver si hacía falta algo, y si bien algunas de las internas solo veían en ella a una mujer de mediana edad con sombrero y guantes con quien no deseaban hablar, otras se alegraban de que alguien les sonriera y les preguntara cómo estaban. Había chicas hasta de trece años, además de dos mujeres de más de treinta. Algunas eran obviamente de buenas familias. Unas cuantas parecían de un nivel cultural más alto que Cora, y sin embargo la chica de aspecto más inteligente, una antigua estudiante universitaria, admitió que se había dejado engañar por la publicidad del Lysol. Algunas de las residentes del hogar eran de Wichita. Unas pocas procedían de pueblos azotados por la sequía, y una había llegado de Oklahoma City. Fueran de la ciudad o no, no podían ir por las calles, y menos aún cuando se les notara ya el embarazo. Cora aceptaba peticiones de pequeños lujos: bombones, cepillos para el pelo, libros. Una chica, embarazada de seis meses, pidió un osito de peluche.
Pero la principal obligación de Cora era reunir dinero, y resultó que se le daba bien. Había recaudado fondos para muchas causas a lo largo de los años, pero ahora, quizá por la impopularidad de su causa, lo vivía con más inspiración, más determinación. Aprendió a solicitar subvenciones, tanto estatales como federales. Celebraba almuerzos y meriendas bien organizados. Iba a fiestas con Alan e intentaba convencer a sus colegas, y lo mismo hacía cuando visitaba a sus hijos. Era elocuente. Podía ser a la vez cortés y persuasiva. Aprendió a hablar más sobre los bebés que sobre las madres. Sí, contestaba una y otra vez, la mayoría de las madres optaban por entregar a sus hijos en adopción. En cualquier caso, ponía siempre de relieve, si se trataba bien a las madres redundaría en beneficio de los bebés.
Raymond ofreció una de las mayores donaciones. Lo hizo sin mayores alharacas, y no parecía haber un mensaje o significado oculto. Sencillamente, salió una tarde del despacho y le entregó el cheque a Cora. El suyo le parecía un proyecto meritorio, dijo. ¿Y qué otra cosa podía hacer con ese dinero? Tampoco tenía hijos.
—Gracias —dijo ella, o intentó decir; se había quedado sin habla por un momento. Para sorpresa de ambos, Cora se sonrojó. Luego se sintió obligada a rodear sus anchos hombros con los brazos y estrecharlo, a aspirar su olor limpio a jabón. Él se sobresaltó visiblemente, y por unos instantes mantuvo la espalda recta, los brazos a los lados. Ella no lo soltó. Bajo sus manos, bajo las capas del elegante traje y la camisa de Raymond, estaban los hombros pecosos que ella había visto aquel terrible día en que pensó que su vida se había acabado y tuvo la certeza de que ese hombre decente y ahora tan querido era su enemigo.
Daba gracias por que la vida pudiera ser larga.
Un suave día del invierno de 1937, Cora fue a los grandes almacenes Innes del centro para las compras de Navidad y Greta, recién llegada a casa de la universidad para pasar las vacaciones, la acompañó. Cora se alegró de tener ayuda, ya que aún necesitaba comprar regalos, no solo para Howard y Earle, sino también para sus mujeres y los dos hijos pequeños de Howard, que se reunirían todos en la casa en Nochebuena. Durante la última semana Cora había estado preparando las camas y sacudiendo las cortinas, e incluso horneando hombrecitos de pan de jengibre deformes y un poco quemados. Además, había comprado dos pares de calcetines suaves y abrigados para todas las residentes de la Casa de la Bondad, y había obsequiado a Greta con una barra del carmín que le gustaba y un frasco grande de Chanel N.º 5. A Joseph le regaló un buen traje, sabiendo que él nunca se compraría uno, y a Alan y Raymond corbatas a juego, con la esperanza de que le vieran la gracia a esa broma privada.
—Greta, ¿crees que a los hijos de Howard les gustaría un juguete con ruedas? —Cora empujó una pequeña carreta por el estante, y en respuesta Mickey Mouse, el único pasajero, aporreó desenfrenadamente un tambor—. Walter ya tiene cuatro años. ¿Es muy mayor para algo así?
Como Greta no contestaba Cora alzó la vista, y justo en ese momento sonó la campanilla de la puerta de entrada y apareció Myra Brooks. Llevaba una boina negra y un abrigo largo del mismo color, con el cuello forrado de piel. Estaba muy pálida, tal vez por contraste con el carmín de color rojo ladrillo, pero era ella. Sus miradas se cruzaron, y de inmediato Myra apartó la vista. Mientras avanzaba por el pasillo central, Cora no dijo nada. Cabía la posibilidad de que Myra no la hubiera reconocido; al fin y al cabo habían pasado muchos años, y ahora Cora tenía el pelo veteado de gris. Pero era igual de probable que Myra simplemente no quisiera hablar, ni con Cora ni quizá con nadie. En cualquier caso Cora, sujetando aún el juguete con ruedas, se resignó a dejarla pasar de largo.
Pero justo cuando Myra rebasaba la sección de juguetes, se detuvo, de espaldas a Cora. Incluso con tacones se la veía menuda, encogida. Levantó y bajó los hombros antes de dar media vuelta.
—Hola, Cora.
—Hola, Myra. —Cora intentó disimular su sorpresa con una sonrisa—. ¿Cómo estás?
Al parecer, Myra encontró graciosa la pregunta.
—Bien —dijo por fin—. Aquí estoy.
Cora no supo qué decir. En la voz y la expresión de Myra se advertía tal resignación que habría sido estúpido dar una respuesta alegre. Y ahora, viéndola de cerca, Cora advirtió que ciertamente no estaba bien de salud: su hermoso rostro, ahora demacrado; el cuello descarnado bajo las pieles del abrigo. Miró fijamente a Cora como si esperara algo, hasta que Cora, incómoda, desvió la vista. Greta, desde la sección de accesorios femeninos, sonreía a Cora y se señalaba el gorro rojo de punto que se había probado. Cora le dirigió un gesto de aprobación.
Myra parecía irritada.
—Perdona —se disculpó Cora—. Es mi sobrina. Ha venido de la universidad por vacaciones. Creo que no la conoces, ¿no es así?
—Mmm… —Myra, a todas luces indiferente, mantuvo la mirada en ella, sin molestarse en volverse.
Si pretendía mostrarse así de grosera, pensó Cora, bien podía preguntarle lo que en realidad quería saber:
—¿Cómo está Louise?
—Mmm… —Myra no sonrió, pero se le marcaron aún más las arrugas en las comisuras de los ojos—. No sé por qué he supuesto que no tardarías en salir con eso.
Cora dejó el juguete en el estante.
—No pretendo escarbar —dijo—. Suponía que le iba bien. Vi su última película el año pasado.
—Ah, sí. La del Oeste. ¿La soportaste? Por lo que oí, era malísima.
Cora posó la mirada en los botones negros del abrigo de Myra. Tampoco ahora supo qué decir. Había ido a ver la película porque era la primera en la que Louise actuaba desde hacía años. Saltaba a la vista que era una producción de bajo presupuesto, con efectos especiales ridículos y hombres que se arrojaban desde sus caballos para luchar entre sí. Howard y su familia estaban en la ciudad, y Cora llevó a sus dos nietos de corta edad a verla. A los niños les encantó, con sus burdas cabalgadas y sus tiroteos. Pero a Cora le pareció tonta y deprimente, porque se veía a Louise aburrida y apagada en su sencillo papel secundario en la intriga amorosa. Llevaba el pelo distinto: una melena que le llegaba casi hasta los hombros y la frente despejada, sin flequillo. Cora no supo decir si era solo el pelo lo que había cambiado. Louise aún ofrecía un aspecto juvenil, y seguía siendo guapa, aunque de una manera más corriente. E incluso cuando sonreía y se pavoneaba ante la cámara, sus ojos transmitían agotamiento.
—Supongo que hoy día tiene que aceptar lo que le ofrecen. —Myra se ciñó el cuello de piel—. Pero, en mi opinión, debería dejar que Hollywood la agarre y le pegue un tiro, para acabar de una vez con el asunto, en lugar de prolongar su muerte de esta manera.
Cora adoptó un tono frío.
—Myra, ¿cómo puedes decir eso?
Ella se encogió de hombros.
—Digo lo que pienso. Es la verdad. Ya lo ha tirado todo por la borda.
Cora se acercó y bajó la voz.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco. Solo sé que Louise es una idiota. Y una ingrata. A estas alturas podría ser la realeza de Hollywood. En cambio, tiene prisa por llegar a la nada. Y todo ha sido culpa suya. Tuvo todas las oportunidades, pero invariablemente se comportó como una persona estúpida e intratable. ¿Sabes que le ofrecieron el papel principal en El enemigo público? No lo aceptó porque andaba con un hombre que no tenía la menor intención de casarse con ella. Jean Harlow era la segunda opción, pero tuvo la inteligencia de aprovechar la carrera que Louise desperdició.
—¿Sigue en Hollywood?
—No sabría decirte. —Myra agitó la mano enguantada, como si la pregunta flotara en el aire y pretendiera disiparla—. ¿Sabes lo que yo habría hecho por tener sus oportunidades? —Se quedó mirándola, como si esperara a que Cora le permitiera enumerar realmente lo que habría hecho—. Lo puse todo en esa chica, todo. —Se subió la manga del abrigo y enseñó a Cora el brazo flaco surcado de venas—. Ellos me lo chuparon todo. No me queda nada. Nada.
—Pero ¿ella está bien, Myra? ¿Está bien? Eso es lo que quiero saber.
Myra pareció molestarse otra vez.
—Sí. Está bien, por emplear la misma palabra que tú. Por lo visto, es lo único que puede decirse de ella.
Vaya una estúpida, pensó Cora. La ingrata era ella. Pero el amago de ira que sintió enseguida quedó diluido en la lástima. Era difícil sentir mucho más que eso, observando a aquella mujer frágil y menuda que rezumaba tanta amargura y tanta rabia porque el destino no le había permitido hacer realidad sus sueños, aunque fuera por mediación de otra. Incluso enferma como estaba se veía lo hermosa que había sido en otro tiempo, sin duda tanto como Louise. Y con el mismo talento. Con el mismo amor por la música y los libros. Era difícil saber adónde habría llegado Myra si no se hubiese casado a los diecisiete años, si no hubiese sido la desdichada madre de cuatro hijos. ¿Sería ahora una música famosa? ¿Una persona más agradable? ¿Feliz? ¿Una inspiración?
—Lo siento —dijo Cora, sorprendida por su propia sinceridad. No sé qué más decir.
También Myra pareció desconcertada. Con la mirada fija en Cora, movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Gracias —dijo—. Te lo agradezco.
—Pero si hablas con Louise, dale recuerdos de mi parte, por favor. Dile que le deseo lo mejor.
Aunque Myra no respondió, en sus labios rojos casi se dibujó una sonrisa. Cora se preguntaría después si incluso en ese momento, a pesar de todo, Myra conocía a su hija mejor que nadie. Porque fue Myra —con sus carencias como madre— quien pareció saber mejor que nadie que los buenos deseos de Cora serían en vano.