Ya en casa. El tren llegó poco antes de las doce del mediodía. En la estación, Alan besó a Cora en la mejilla, mirándola apenas, lo suficiente para que ella viera el desasosiego en sus ojos. Pero se mostró cordial, dando la bienvenida a Joseph con un apretón de manos y sacando una piruleta del bolsillo del chaleco para Greta. De camino al coche se interesó por el viaje en tren y se disculpó por los tormentos de la última ola de calor en Wichita, lanzando una mirada al cielo inmenso y despejado. «Della tiene un ventilador encendido en cada habitación», les aseguró, como si para él fuese lo más normal del mundo que su mujer, con solo tres días de antelación y por medio de un telegrama, le anunciara que volvía a casa con invitados: en este caso, su hermano de Nueva York, a quien había perdido hacía mucho tiempo, y la hija de este, huérfana de madre. Cuando llegaron al coche, Greta no se atrevía a entrar —nunca se había subido antes a ninguno—, de manera que Joseph se sentó muy cerca de ella en el asiento de atrás y contestó a sus preguntas en voz baja: Sí, eso era Wichita; pronto estarían en casa de la tía Cora. Sí, tendría una cama allí. ¿El hombre alto que conducía? Ese era el marido de la tía Cora, el tío Alan. Cora, en el asiento del acompañante, se volvió para dirigir a Joseph lo que esperaba que fuese una mirada tranquilizadora —que parecía necesitar— y después lanzó una ojeada furtiva a Alan. Antes de marcharse de Nueva York, ella había recibido su lacónica respuesta, donde tan solo decía que encargaría a Della que preparase las habitaciones de los chicos tal como ella pedía. Ahora, al volante, Alan siguió dando conversación, señalando la biblioteca y el consistorio a Joseph y Greta, comentando en broma que el modesto perfil urbano de Wichita no era a lo que ellos estaban acostumbrados. En cuanto Joseph habló, para decir que la parecía una buena ciudad, Alan no hizo observación alguna sobre su acento. Pero Cora no tenía la menor idea de lo que pensaba: siempre había sido muy correcto. Quizá se alegraba por ella, o estaba atónito. Quizá se creía la mentira.
Solo después de meter el equipaje en la casa, y ofrecer a Joseph y Greta algo para comer y acompañarlos a sus habitaciones para que descansaran, Alan le preguntó a Cora si podía hablar con ella en su despacho. Por su voz o expresión, era imposible saber si estaba enfadado o no. Ella dijo que enseguida iría; necesitaba un vaso de agua, ¿y quería él también uno? No, contestó Alan. Pero gracias. Incluso después de cerrar él la puerta maciza que daba al pasillo y hallarse los dos sentados en las butacas de cuero a ambos lados del gran escritorio, permaneció callado, esperando obviamente a que ella hablara. Cora tomó un sorbo de agua y contempló las estanterías con libros de derecho, el tintero en el escritorio. No sabía por dónde empezar. Lo conocía bien, y él la conocía a ella. Pero eran muchas las cosas sobre las que no habían mantenido una conversación sincera desde hacía años.
—Y bien, pues —dijo él por fin—. Han pasado muchas cosas en este viaje.
Ella asintió. Arriba, oyó pasos, la voz emocionada de Greta. Cora supuso que acababa de descubrir el pequeño balcón de su habitación: era el antiguo cuarto de Earle, con los ejemplares del National Geographic todavía apilados en la mesa, los banderines de distintos equipos de fútbol colgados de las paredes. Si Joseph y Greta se quedaban, decidió Cora, los trasladaría al segundo piso, para que los chicos dispusieran de sus propias habitaciones cuando volvieran en vacaciones.
—¿Seguro que ese hombre es tu hermano? —preguntó Alan—. ¿Cómo lo has averiguado? —Frunció el ceño—. No os parecéis en nada.
Ella se volvió hacia la ventana. Pese a la luminosa tarde, las tupidas cortinas, corridas casi por completo, conferían al ambiente una sensación de anochecer. Años antes, a menudo entraba furtivamente en esa misma habitación cuando Alan no estaba y revolvía en los cajones y entre los papeles para encontrar pruebas de sus oscuras sospechas, pruebas de Raymond, pruebas de todo lo que ya sabía. Después de tantas búsquedas con resultados, después de haber hallado el reloj grabado, los poemas, dejó por fin de entrar allí, como si ya le diera igual qué encontraba o qué no. Ellos seguirían suspirando de amor.
—No es mi hermano —le dijo a Alan ahora—. Pero eso es lo que contaremos a todo el mundo. —Lo anunció lisa y llanamente, sin emplear un tono amenazador, pero sí tal como tenía previsto, a modo de afirmación, no de manera interrogativa. No quería dar la impresión de que él tenía opción a negarse.
Alan la miró fijamente.
Ella sonrió.
—Dios mío, Cora. —No le devolvió la sonrisa.
Era evidente que ella lo había sorprendido. Como si le costara creerlo.
—¿Tienes… una relación con él?
Ella negó con la cabeza.
—Ahora no. La tuve, pero ya no.
Cora hizo lo posible por explicarse. Joseph y ella habían decidido que serían amigos, solo amigos, al menos hasta que él levantara cabeza, hasta que Greta y él no se hallaran en una situación tan desesperada. Cora había establecido esa condición: no tenía el menor interés en ser, una vez más, receptora del deseo fingido de un hombre, la herramienta necesaria para su supervivencia, que había que adular y aplacar. Así que lo ayudaría sin esperar nada a cambio, y sin la menor familiaridad que pudiera llevar a pensar que existía algo indecoroso en su trato, o que pudiera acarrear una humillación para ambos. En cuanto él tuviera trabajo y ahorros, podría marcharse, quizá volver a Nueva York, y ella le desearía lo mejor, sabiendo que, con su ayuda, su hija y él habían podido permanecer unidos. Esa era su principal preocupación.
En todo caso —había insistido Cora, y Joseph había coincidido—, solo podrían decidir qué representaban el uno para el otro cuando estuvieran en igualdad de condiciones. Y por tanto en el viaje en tren, incluso mientras Greta dormía, habían procurado no tocarse, ni rozarse los brazos o mirarse siquiera durante demasiado tiempo. Cora había sido sincera con Joseph, y el consentimiento de él también había sido real. Pero, por el mero hecho de estar sentada a su lado, había sentido que se le erizaba el vello, como si este quisiera acercarse a él en contra de la voluntad de Cora.
—Cora. —La voz de Alan, tensa e iracunda, interrumpió su pensamiento—. ¿Qué le has contado?
Como ella no contestaba, él golpeó el escritorio con la palma de la mano. Ella dio un respingo y se le borró la sonrisa.
—¿Es tu amante? ¿Es que estás loca? ¿Qué le has contado de mí?
La decepcionó que él solo pensara en sí mismo, que no fuera capaz de pensar en ella en absoluto. Pero vio el miedo en sus ojos.
—Alan. Le da igual.
Él cabeceó. Incluso en la penumbra Cora vio que el color abandonaba su rostro, primero la amplia frente, luego las mejillas bien afeitadas, por último el mentón hendido.
—Es verdad, Alan. No tiene nada en contra de ti. Si… se lo contara a alguien, cosa que no haría, quedaríamos los dos en evidencia. Él no es mi hermano. Nos acusarían de cohabitación deshonesta. Nos detendrían a todos.
—Tu castigo no sería equiparable al mío.
Cora apoyó la mano en el escritorio y se inclinó al frente.
—Él podría perder a su hija. Y no te pondrá en peligro. Se hace cargo, Alan. No te preocupes. Todo saldrá bien. Mi única intención es darles una oportunidad aquí. Quizá no sean felices, pero queremos ver qué pasa. Es la única manera de saberlo.
Se reclinó en la silla. Tal vez no debería haberle dicho la verdad, aunque solo fuera por ahorrarle preocupaciones. Al fin y al cabo, tendría que mentir a Howard y Earle. Sería necesario seguir mintiendo a Greta. Pero necesitaba el apoyo de Alan, o al menos su complicidad. Sin eso, su mentira despertaría más sospechas: en Wichita, nadie, a excepción de Alan, sabía siquiera que ella había llegado a Kansas huérfana, o que había nacido en Nueva York. Pero si Alan la respaldaba, si era él quien contaba a la gente la historia de sus difíciles comienzos y su alegría por haber encontrado finalmente a su hermano, surgirían menos preguntas.
—¿Qué va a hacer aquí? ¿Tiene dinero? ¿Esperas que lo mantenga yo?
—Quiero que lo ayudes a buscar trabajo. Quizá sea difícil por su acento. Pero tú conoces a mucha gente. Podrías ayudarlo. Aceptará cualquier empleo. Y se le da bien la electricidad, la maquinaria.
—¿Y la niña?
—Yo cuidaré de ella. —De nuevo sonrió. En el tren, Greta había seguido aferrada literalmente a su padre, pero en un largo trecho de Misuri Cora y ella habían ido sentadas juntas, una al lado de la otra, contando establos, y al cabo de un rato la niña se quedó dormida con la cabecita rubia apoyada en su falda. La pequeña se había tragado la historia completa. La tía Cora. La tía Cora reencontrada después de mucho tiempo, que los llevaba a Kansas y permitía que ella y su padre permanecieran juntos.
Alan negó con la cabeza.
—¿Vas a dejar que siga pensando que es tu sobrina? ¿Vas a seguir mintiendo a esa niña?
—No queda más remedio. Hay demasiado en juego.
—¿Durante cuánto tiempo piensas mantener esta situación? ¿Y qué pasará cuando Howard y Earle vuelvan a casa? ¿Vas a mentirles también a ellos? ¿A tus propios hijos? ¿Vas a decirles que ese hombre es tu hermano? ¿El tío Joseph de Düsseldorf?
—Es de Hamburgo. —Ella lo miró a los ojos—. Y ya llevamos mucho tiempo mintiendo a nuestros hijos. Ser sinceros ahora sencillamente los confundiría sobre nuestro matrimonio, sobre muchas cosas.
Él desvió la mirada. Cora no sintió el menor triunfo. No le proporcionaba ningún placer abochornarlo. Pero él no tenía derecho a abochornarla a ella. ¿Acaso no se merecía un poco de felicidad? ¿Aun si tenía que mentir? Por fuerza él debía ver la lógica de eso. Ella lo obligaría a verla.
—Necesito tu ayuda —dijo en voz baja—. Me lo debes. Tú lo sabes.
Alan arrugó la frente. Ella entendió su angustia. Aun cuando pudiera convencerlo de que Joseph no lo perjudicaría de ninguna manera, él sin duda se planteaba cómo se verían alteradas sus vidas, su hogar. Desde hacía años había mantenido su farsa, exigiéndole a ella ayuda y discreción, y se lo había compensado con afecto, con los chicos, con ropa bonita, y con el rango de su apellido. Alan debía de haber esperado que bastara con eso.
—Podría ser agradable tener más gente en casa. —Cora bajó la vista y se frotó la nuca, todavía dolorida después del largo viaje en tren—. He pensado que quizá podríamos recibir invitados más a menudo. —Esperó—. Quizá… Raymond podría venir a cenar alguna vez.
Alan la miró atónito. Ella le sostuvo la mirada. Cora no estaba negociando. No necesitaba negociar. Y los dos lo sabían. Lo tenía entre la espada y la pared. Pero quería que entendiera que toda felicidad que pudiera derivarse de este nuevo acuerdo redundaría en beneficio de él. En realidad, si ella podía disfrutar de esa oportunidad, ¿qué más le daba si Raymond Walker cenaba con ellos? Desde hacía ya veinte años Cora sabía que Alan y él seguían viéndose, arriesgándolo todo por sus visitas secretas. Las cartas y regalos que cruzaban le habían causado mucho dolor. Pero ahora veía todo eso con manifiesta claridad, reacia a juzgarlos o entrometerse. Ya que ¿acaso no estaba ella igual de decidida a arriesgarse a la deshonra, incluso a la detención, por averiguar si Joseph y ella podían amarse? De todo eso solo se desprendía, pues, que lo que ella sentía por Joseph era lo que Alan sentía por Raymond, cosa que él no podía olvidar ni pasar por alto. Lo que en otro tiempo la había amargado ahora le inspiraba compasión, incluso admiración. Únicamente le cabía esperar que si sus propios riesgos eran igual de grandes, también ella encontrara un camino.
Alan tamborileó con los dedos en el cartapacio.
—¿Vas a decirle a la gente que eres alemana? —Entornó los ojos—. ¿Eres alemana? ¿Lo has averiguado? ¿Has sabido algo de tus padres?
—Nada importante. —Cora se encogió de hombros—. Diremos que mi padre era alemán. Mi madre también. Murió en el parto en Nueva York. Pero estaban casados. Yo era legítima. —Lo miró sin alterarse. Si iba a inventar una historia, ¿por qué no inventar una que facilitara las cosas, no solo para ella, sino también para Joseph y Greta, y las mantuviera tan sencillas como siempre para Howard y Earle?—. Diremos que, recién nacida, me dejaron al cuidado de unos parientes, y mi padre se llevó a mi hermano mayor de vuelta a Alemania. Joseph regresó aquí después de la guerra, y yo lo localicé en Nueva York.
Observó el rostro de Alan. Vio que estaba dándole vueltas a la historia: tanteándola. Si había alguna laguna, él la encontraría antes, como buen abogado y experto mentiroso.
—¿Y cómo acabaste viviendo con los Kaufmann? ¿Qué dirás?
—La familia de Nueva York murió. Vine a Kansas en un tren de huérfanos. —Suspiró—. No me importa que eso se sepa. Es la menor de mis preocupaciones.
Alan parpadeó.
—Ya veo.
Aparentemente estupefacto, con los labios un poco separados, escrutó el rostro de ella con la mirada, como si no la conociera del todo. Ella lo comprendió. Su vida, la de ambos, la de él, le había exigido una planificación muy meticulosa, toda decisión calculada en función del secretismo y la supervivencia, toda argumentación o justificación ensayada muy por adelantado. Y ahora ella de pronto le había tendido una emboscada, presentándole sus propios deseos y planes. Él necesitaría un poco de tiempo para reubicarse, para entender que, en efecto, ese motín iba en serio. Pero ella no podía evitar pensar que habían llegado a un acuerdo, o al menos a un principio de acuerdo. Lo obligaría a ayudarla si era necesario, pero prefería conservar su afecto. Guardó silencio, pero intentó expresárselo con la mirada. Se cuidó muy mucho de sonreír. No quería que volviera a descargar el puño en el escritorio. Pero la verdad era que se alegraba mucho de verlo, se alegraba de estar en casa por fin.
No había pasado ni una semana cuando Joseph manejaba ya un torno en Coleman Lanterns, donde Alan intercedió por él ante un antiguo cliente. Su turno empezaba mucho antes del amanecer, así que una mañana sofocante de principios de septiembre fue Cora quien llevó a Greta al colegio en su primer día. Greta se había puesto el bonito vestido azul que Cora le había comprado en los grandes almacenes Innes, y llevaba limpio y bien peinado su pelo rubio. Cora le aseguró que le gustaría el colegio, que sus maestras la tratarían bien y casi todas las demás niñas serían amables.
—Si alguien no lo es, no le hagas caso —dijo.
Greta la miró con una expresión sombría en los ojos, y Cora temió haber puesto nerviosa a la niña sin razón. Al fin y al cabo, con su precioso vestido nuevo, era posible que Greta se integrara con facilidad. Era tímida e insegura, pero no tenía acento, e incluso si otros padres se habían enterado de que su padre era alemán y ella acababa de llegar de Nueva York, cabía la posibilidad de que nadie le diera importancia. La gente tenía ahora una mentalidad más abierta que cuando Cora era pequeña, y Wichita era una ciudad relativamente grande, con mucho movimiento de personas. Tal vez Greta entablara amistades. Además, aunque no fuera así, estaría bien. Al fin y al cabo, había sobrevivido a la muerte de su madre y a sus años en el orfanato. Si los demás niños la aislaban, ella lo superaría, tal como había hecho Cora.
Aun así, cuando llegaron al patio del colegio, donde había ya muchos niños corriendo y riendo, y Cora vio a la joven maestra de Greta de pie a la sombra y saludándolas con la mano, le dio un vuelco el corazón. Era extraño: no recordaba haber sentido tanta inquietud con Howard y Earle, ni siquiera cuando eran muy pequeños. Quizá sencillamente sabía que a sus hijos les iría bien, fortalecidos por su mutua compañía y sus cómodos años previos en casa. Greta, todavía muy delgada, parecía más vulnerable. No sabía si los Kaufmann se habían sentido también así, si era por eso por lo que se habían esforzado tanto.
—¿Cuándo voy a ver a mi papá? —preguntó Greta—. ¿Cuándo vendrá a buscarme?
Cora, percibiendo el miedo en la voz de la niña, se agachó tanto como pudo y le sonrió.
—Tu padre trabaja hasta las cinco, y para entonces tú ya estarás en casa. Cenaremos todos juntos. El tío Alan traerá un postre especial, por lo valiente que estás siendo. Y yo estaré aquí a las tres, justo a la hora en que sales. Si quieres podemos comprar una piruleta en el camino a casa. Podrás contarme cómo te ha ido el día.
Le dio un beso en la coronilla caliente y la empujó con suavidad hacia la verja. No podía hacer nada más. No tenía sentido decirle que el día iría bien ni, de hecho, que sería duro; Cora no sabía qué le esperaba, ese día ni ningún otro. Solo podía prometerle que estaría allí a las tres, para consolarla, para celebrarlo o para preparar una estrategia, para ayudar a esa niña de la mejor manera posible, para agarrarla de la mano y llevarla a casa.
A finales de octubre, la primera noche fresca, Joseph fue a su habitación. Llamó a la puerta suavemente, sin decir nada, y se quedó mirándola, esperando; pero ella estaba despierta, dando vueltas en la cama, y cuando él le tendió la mano, ella lo atrajo hacia sí. Para entonces, él le pagaba un alquiler a Alan y contribuía a los gastos generales de la casa y de la alimentación. Sus ingresos eran muy inferiores a los de Alan, y habría podido prescindirse de sus aportaciones. Pero él no la había tocado, ni lo había intentado siquiera, hasta que tuvo dinero propio. Así pues, cuando lo hizo, ella se sintió reconfortada y emocionada, sabiendo que cuando él se acercó, fue por puro y auténtico deseo. La necesidad que ella tenía de él era igual de pura. No querían nada el uno del otro —ni hijos, ni seguridad, ni aprobación social—; solo se querían el uno al otro. Lo que ocurría entre ellos no era asunto de nadie más. Nadie más lo sabía, aparte de Alan, y probablemente Raymond.
Aun así, a veces se maravillaba ante la locura de su propio comportamiento. Pensaba continuamente que todo se descubriría, o que Joseph y ella caerían en el desencanto mutuo, o que Greta decidiría no sentir afecto por ella, o que Alan se negaría a seguir con aquello.
Pero nada de eso ocurrió. En la ciudad nadie expresó la menor sospecha. Viola Hammond se limitó a reprender a Cora por no haber mencionado que había nacido en Nueva York y la elogió por haber actuado cristianamente y haber acogido a su sobrina. El humor de Alan mejoró cuando Joseph, trasteando con el motor del coche, consiguió eliminar un preocupante castañeteo, y mejoró aún más cuando Raymond por fin aceptó una de las numerosas invitaciones de Cora a cenar. Raymond, que para entonces había perdido gran parte de su pelo rojo, al principio permaneció callado, alerta, especialmente con Cora. Pero hizo buenas migas con Greta, y al cabo de un tiempo se estableció en sus veladas una rutina fluida: Alan, en efecto, había comprado una radio ese verano, y después de la cena pasaban todos al salón a escuchar un programa o música. Cora advirtió que Alan y Raymond casi nunca se miraban ni hablaban directamente entre sí, y a Cora le pareció una estrategia bien engranada que Joseph y ella quizá podían adoptar. Cuando había baile, ella bailaba con Alan, nunca con Joseph. (Y nunca con Raymond: eso parecía un acuerdo tácito.) Simulaban incluso en la casa, para no causar confusión a Greta. Así y todo, le bastaba con tener a Joseph cerca, oír su voz, incluso cuando no lo miraba.
Y se las arreglaban bien. La niña dormía profundamente, y la puerta de Cora tenía pestillo. Incluso después de levantarse Joseph para volver a su habitación e inclinarse sobre ella para darle un beso de despedida, Cora se quedaba con los ojos abiertos, satisfecha, y escuchaba la casa en silencio. Pasado un tiempo, decidiría que lo que había hecho no era ni mucho menos una locura. ¿Acaso era una locura intentar uno vivir conforme a sus deseos, o lo más cerca posible? «Esta vida es mía —pensaba a veces—. Esta vida es mía gracias a la suerte. Y gracias a que yo tendí la mano y la aferré.»
En opinión de Alan, no tenía mucho sentido contar a nadie lo que había dicho Louise acerca de Edward Vincent. Coincidió en que era preocupante que Vincent siguiera dando clases de catequesis, pero si Louise se negaba a respaldar la demanda, Cora solo podía acudir a las autoridades de la Iglesia con una acusación imprecisa. No era probable que prescindieran de Vincent por ese asunto, y si Cora se enfrentaba a él directamente, solo conseguiría granjearse un enemigo colérico.
—Dado nuestro acuerdo doméstico —añadió Alan—, nos conviene elegir con cuidado a nuestros enemigos.
Pero Cora tenía que hacer algo. Sintiéndose cobarde, mandó una carta anónima al despacho de Vincent. Utilizó un papel de carta corriente, y escribió el texto con la mano izquierda:
Manténgase alejado de las niñas de catequesis.
Estamos vigilándolo.
No sabía en qué medida eso serviría de algo, y no le pareció suficiente. Pero al otro domingo el pastor anunció que Edward Vincent había decidido concentrarse en cuestiones profesionales y dedicar más tiempo a su familia, y la parroquia buscaba un voluntario para aleccionar a los más jóvenes en asuntos morales. Cora se planteó por un momento levantar la mano. Desde su regreso de Nueva York venía reflexionando profundamente sobre asuntos morales, y le habría gustado tener la oportunidad de compartir algunas de esas reflexiones con los jóvenes presbiterianos de Wichita, y hacerles de paso alguna que otra pregunta. Pero le constaba que no era esa la clase de aleccionamiento en que pensaba el pastor. Dudaba que ella fuese capaz de atenerse a los deseos de este. Dada su propia forma de vida, si enseñaba las reglas duras y las terribles historias que ella misma había aprendido de niña, sería tan hipócrita como Edward Vincent. De manera que cuando el pastor la miró, sentada en el banco entre Alan y Joseph, ella apartó la mirada educadamente.
En 1926 Louise Brooks, a sus diecinueve años, una actriz aún relativamente poco conocida, obtuvo el papel principal en A Social Celebrity, película en la que el muy apreciado Adolphe Menjou era el protagonista masculino. Cuando se estrenó en Wichita Cora y Joseph fueron a verla, y llevaron a Greta, quien a los diez años llegaba a Cora casi a los hombros y tenía el pelo aún más rubio después de varios veranos bajo el sol de Kansas. Pero insistió, tanto a su padre como a Cora, en que conservaba un claro recuerdo de la chica guapa de pelo negro que había conocido brevemente en Nueva York cuando tenía seis años. Ella estaba comiendo una tostada con mermelada, dijo, y se escondió bajo la mesa cuando la chica guapa entró, y esta se rio de algo. Como si esos detalles no fueran prueba suficiente, ya en el cine, tan pronto como Louise apareció en la pantalla, Greta tomó aire, con una inhalación súbita y profunda, y se agarró al brazo de Cora.
—¡Es ella! —susurró—. ¡Tía Cora, me acuerdo! ¡Está igual!
Joseph la mandó callar con delicadeza. Cora no pudo contestar. Boquiabierta, mantenía la mirada fija en la pantalla. Allí estaba Louise, aquellos ojos oscuros suyos despidiendo destellos bajo el flequillo, aquella sonrisa radiante que tan familiar le era. A Cora no le sorprendió que Louise hubiera alcanzado el éxito; aun así, era emocionante, asombroso, ver a una persona a quien ella conocía en una película de verdad. Pero Greta se equivocaba: Louise no estaba exactamente igual que aquel verano. Llevaba el pelo aún más corto que entonces y tenía el rostro un tanto más anguloso, más delgado, más parecido al de su madre. Realzaba sus ojos una raya muy marcada y la abundante sombra aplicada en los párpados. Hacía el papel de flapper, una joven moderna y valiente que quería ir a Nueva York para ser bailarina. Para ella, eso no representaba gran esfuerzo, claro, pero su interpretación, a juicio de Cora, era sólida. Fuera cual fuese el perfil que mostrase, fuera cual fuese su expresión, su cara luminosa captaba las miradas. Cuando aparecía en una escena, era difícil mirar otra cosa. Al principio de la película lucía vestidos sencillos, y al final un traje de noche con abalorios, muy escotado, sin adorno alguno en el cuello blanquísimo.
Al día siguiente el Wichita Eagle, muy ufano, citó una reseña de Nueva York: «Hay una chica en esta película que se llama Louise Brooks. Quizá hayan oído hablar de ella. Si no es así, no se preocupen. Ya oirán».
De pronto su retrato y su nombre aparecían por todas partes, o esa impresión daba. Posó para Photoplay, Variety y Motion Picture Classic. A veces miraba sensualmente a la cámara, y en otras daban siempre bien en blanco y negro. Incluso antes de llegar a las pantallas su nueva película, los periodistas de los ecos de sociedad empezaron a seguirle el rastro. Comentaban que cenaba en restaurantes caros, bailaba en clubes, e incluso corrieron rumores de que se la veía en Nueva York en compañía de Charlie Chaplin, quien, observaban los artículos con frecuencia, no solo estaba casado, sino que le doblaba la edad. Las revistas comentaron también que hacía apenas unos años Louise había sido bailarina de la compañía Denishawn, hasta que fue expulsada por su mal comportamiento. Pronto pasó a ser una chica Ziegfeld, aún menor de edad pero viviendo por todo lo alto y con entera libertad en el hotel Algonquin hasta que el establecimiento la expulsó por conducta licenciosa. De todas las flappers con peinado bob y las rodillas al descubierto que se vieron en el cine ese año, Louise Brooks era la que, al menos en la vida real, parecía comportarse de una manera realmente alocada y rebelde. Howard escribió a Cora en una carta que había impresionado a sus nuevos compañeros de clase en la Facultad de Derecho diciéndoles que no solo había ido al colegio con Louise Brooks, sino que además su querida madre había sido la acompañante de esta durante todo un verano. «Todos me tuvieron envidia —añadió—. ¡Pero nadie dijo que te envidiara a ti!»
Y qué razón tenían, pensó Cora. Ahora lo veía aún más claramente: era como si ese verano en Nueva York le hubieran encomendado la misión de contener el viento o detener el mismísimo tiempo. Ya por entonces Louise era una fuerza de la naturaleza. Pero cuando Cora, en aquel apartamento pequeño y caluroso, había obligado a Louise a quitarse el maquillaje de la cara, no solo creía sinceramente que hacía lo correcto, sino que era lo único que podía hacer. Y una y otra vez, como un loro bien adiestrado, había advertido a Louise de las peligrosas consecuencias de una reputación mancillada. Pocos años después la reputación de Louise había sido profundamente mancillada por la prensa popular, y sin embargo la única consecuencia de eso, por lo que Cora veía, era un mayor número de papeles en el cine y una fama creciente.
Aun así, no podía sacudirse de encima cierta preocupación, la misma inquietud vacilante que la corroía aquel verano en Nueva York. ¿Se había alegrado Louise de abandonar Denishawn? Si no, ¿qué había hecho para que la expulsaran? ¿Había salido a beber? ¿Se sentía Louise satisfecha con ser la última joven amante de Chaplin, o anhelaba algo más? Todo eso eran tonterías, se dijo. Louise no necesitaba su preocupación, y lo más probable era que no la quisiera. En todas las fotografías de las revistas se la veía muy segura de sí misma, con un brillo de viveza en los ojos. Cora supuso que no sería raro que el señor Chaplin acabara abandonado, sintiéndose utilizado, o que se abandonaran mutuamente, los dos ilesos. Pese a la juventud de Louise, era una mujer hecha y derecha, una mujer moderna, inteligente y sin miedo a la opinión de los demás, una chispa encantadora en el filo de una generación que hendía las antiguas convenciones.
Pocos años después, cada vez que una de sus películas llegaba a la ciudad, un cine situado junto al bufete de Alan colocaba en la marquesina un cartel muy visible en el que se leía: «¡Interpretada por la mismísima Louise Brooks de Wichita!». En la pantalla, advirtió Cora, se movía como una niña, dando brincos, revoloteando. Se sentaba en el regazo de hombres mayores, con los ojos muy abiertos, y seguía recurriendo habitualmente a su mohín. Las habladurías de las revistas, que retrataban a una Louise muy distinta, debían de causar perplejidad en sus admiradores. Cora no se sorprendió cuando leyó que Louise había presentado una demanda contra un fotógrafo por hacer circular un retrato en el que ella llevaba solo un pañuelo, exhibiendo toda una cadera desnuda. Louise defendió su postura ante la prensa, explicando que había posado para esas fotos cuando era corista, pero ahora tenía una profesión muy distinta. «He iniciado una carrera seria como actriz de cine —explicó—, y temo que esas fotografías mías con el pañuelo, repartidas por todo el país, puedan perjudicar mis posibilidades de éxito en mi nueva profesión. En esta nueva profesión me llaman para interpretar a muchas heroínas inocentes, chicas que son un dechado de pudor y respeto por las convenciones más arraigadas. De hecho, mis directores me dicen que esos son los papeles que más se acomodan a mí. Causaría una gran conmoción, me temo, que los espectadores que me han admirado en uno de esos papeles se encontraran una fotografía mía tal como aparecí posando ante la cámara del señor De Mirjian, sin más ropa que un pañuelo colocado al desgaire, y a veces unas sandalias. Sin duda, el contraste anularía o debilitaría parte de la ilusión de inocencia y falta de refinamiento que han creado mis interpretaciones.»
A continuación aclaraba que no sentía la menor vergüenza por haber posado para esas fotografías, que consideraba artísticas y de buen gusto, muy apropiadas para una chica de revista. Señalaba que un vestido escotado podía ser del todo aceptable para una velada, pero el mismo vestido sería indecente por la tarde. El vestido sencillamente era inapropiado para una situación dada, no incorrecto de por sí.
—Podría dedicarse a la abogacía —comentó Alan, y se rio—. Creo que lo haría muy bien.
Cora tuvo que darle la razón. La argumentación de Louise parecía acorde con los tiempos. Últimamente era difícil saber qué se consideraba apropiado o inapropiado de un día para otro. Dos años antes las faldas habían bajado otra vez, casi hasta los tobillos, pero ahora volvían a quedar a la altura de la rodilla. Y ese verano en Wichita el equipo de béisbol del Ku Klux Klan desafió a un partido a los Monrovian de la Liga Negra, arbitrado por católicos blancos que no se decantarían por ninguno de los dos. Cora, que temía la violencia, no asistió, ni dejó ir a Greta. Pero Joseph, Raymond y Alan sí fueron, y no hubo violencia. Durante años, los tres hombres alardearían de que estuvieron presentes la noche que los Monrovian derrotaron al Klan por diez a ocho.
Más sorprendente aún, al menos para Cora, fue la noticia de que Myra Brooks había abandonado a su marido, así como a sus dos hijos menores, que aún vivían en casa. Corrían rumores de la existencia de otro hombre, pero quizá eso fueran simples habladurías. Lo que sí se sabía era que Myra trabajaba en Chicago, escribiendo una columna semanal de salud, belleza y psicología para una revista de la que nadie había oído hablar. Las mujeres del círculo de Cora se escandalizaron, por decir poco. Una tarde de otoño, mientras Viola y Cora ponían direcciones en sobres para la Liga de Mujeres Votantes, Cora cometió el error de pronunciar el nombre de Myra.
—Lo que esa mujer ha hecho es despreciable —declaró Viola entre dientes, subrayando una sílaba de cada dos con un golpe de pluma en la mesa—. Una cosa es que no fuera feliz con su marido, pero lo que no puedo entender es que una mujer deje a sus hijos. A Theo van a mandarlo a la academia militar. Un pariente va a ocuparse de la pequeña June. —Guardó silencio por un momento y, sin mucha convicción, hizo ademán de lamer un sobre—. ¡Y Zana Henderson va y la defiende! «Según su versión», eso dijo. Según parece, madame Brooks nunca quiso ser madre. Quería ser escritora, una artiste, y consideró que ya se había anulado a sí misma durante bastante tiempo. —Viola cabeceó y de pronto, interrumpiéndose, se llevó una mano al pelo para ajustarse una horquilla que se le había desprendido del moño—. Pues yo no estoy de acuerdo. Puede que Myra no quisiese ser madre, pero es lo que es, y debe comportarse como tal. Sé que Zana y Myra eran muy amigas, pero lo que se ha hecho con esos niños es un crimen.
Cora permaneció callada. Viola estaba furiosa, y tenía razón para estarlo. Pero, por otro lado, Cora sabía lo que sabía. Acabó de poner la dirección en un sobre, consciente de que Viola la observaba, de que esperaba su respuesta.
—Es verdad —contestó por fin—. Me refiero a lo que dijo Zana. Al menos eso es lo que me contó Louise. Myra no quería hijos, y no estaba a gusto con Leonard. —Vio la expresión ofendida en los ojos de Viola y apartó la mirada—. Pero no te discuto que es todo muy triste. Theo y June me dan mucha pena.
—¡Vaya que si es triste! Y perdona, pero no entiendo tanta comprensión con esa mujer. Tampoco me parece a mí que Leonard Brooks fuera tan malo como para que ella tuviera que abandonarlo. A mí, siempre que me he cruzado con él, me ha parecido una persona aceptable. Y desde luego se gana bien la vida. Según Zana, Myra se quejaba de que era «exigente y desconsiderado», pero a mí nunca me dio esa impresión. Todas las personas con las que he hablado lo tienen por un hombre muy amable. Pero, aunque sea cierto, Myra debería haber descubierto eso sobre él antes de casarse. Si de verdad es semejante ogro, tendría que haberse dado cuenta.
—¿Crees que Myra se refería al sexo?
Viola se quedó callada. Pero, a juzgar por su expresión, estaba claro que Cora no debería haber planteado esa pregunta en voz alta.
—Solo quiero decir que quizá Myra se refería a eso. —Cora apiló los sobres ordenadamente—. O tal vez no. Pero si es así, no podía saber en qué se metía, no a ese respecto. Cuando se casó, era muy joven. Solo quería decir eso.
Viola, con la mirada aún fija en Cora, tomó la pluma. Sus mejillas hundidas se habían sonrojado.
—Dios mío, Cora. No me puedo creer lo que acabas de decir.
Cora no contestó. No era prudente seguir, unirse a la batalla perdida de Zana Henderson para defender, o al menos comprender, el abandono de Myra. Cora no sabía por qué se había tomado tantas molestias; ni siquiera le caía bien Myra Brooks. Pero al fin y al cabo también ella había sido una novia muy joven, incapaz de entender en qué se metía, en qué consistirían y en qué no el matrimonio y las relaciones. Cora había organizado su vida en secreto, pero Myra no había podido permitirse ese lujo. No podía juzgarla, ahora que tenía a Joseph. Si Myra se había referido al sexo, «exigente y desconsiderado» parecía una lamentable combinación, quizá peor que nada en absoluto.
Pero nadie pudo defender a Myra en cuanto la prima de Ethel Montgomery, residente en Michigan, envió a esta un folleto con la foto de Myra en el que se anunciaba: «Myra Brooks, juvenil madre de la estrella de cine Louise Brooks, hablará esta tarde sobre belleza y salud». Pronto se descubrió que Myra, aprovechándose de la fama creciente de Louise, se había hecho un hueco en el circuito del Redpath Chautauqua, un movimiento de difusión cultural, dando charlas sobre cómo había fomentado la actitud y la belleza de su famosa hija, y cómo había logrado conservar las suyas. Las mujeres de Wichita se preguntaron en voz alta si Myra, en esas charlas sobre su sabiduría materna, mencionaba alguna vez que había abandonado a los hermanos menores de Louise, o si, como solo el nombre de Louise era lucrativo, a sus otros hijos no los mencionaba siquiera.
Únicamente podían adivinar lo que la propia Louise pensaba al respecto. Para entonces, era muy famosa e inaccesible. Su nombre aparecía en la pantalla junto al de W. C. Fields[4], y las revistas contaban que estaba a punto de casarse con el director de su última película, un hombre joven y atractivo. Pronto las revistas describían la hermosa nueva casa en California de los recién casados y las espléndidas fiestas con caviar y los picnics con amigos famosos en el castillo del magnate de prensa Hearst. Louise aparecía fotografiada en traje de noche con su nuevo marido, y ataviada con diversos abrigos de piel cuando visitaba Nueva York.
Ese mes de mayo, Greta llegó a casa del colegio y, después de dar un bocado a la manzana que Cora acababa de ofrecerle, anunció que ninguna de las niñas que ella conocía sentía lástima por June Brooks, pese a que su madre la había abandonado.
—Puede ir a Hollywood —explicó Greta, masticando todavía la manzana—. Va a vivir con Louise todo el verano. Le he dicho a June que conocí a su hermana en Nueva York, y que a mí también me gustaría visitarla. Ella me ha contestado que ya se vería. Su hermano Theo también va a ir. Todo el mundo dice que vivirán en una mansión, probablemente con piscina y criados, y que el marido de Louise es tan rico que tiene seis coches, y seguro que la casa estará llena de estrellas de cine.
Dicho esto, Greta se sentó en una silla del comedor y cruzó las rodillas arañadas, con la barbilla en alto, como si fuera una mujer elegante posando junto a una piscina. Cora sonrió. Greta actuaba aún con timidez en la escuela y en las reuniones sociales, pero en privado tenía una vena teatral.
—¿Y qué pasará al final del verano? —preguntó Cora—. ¿Volverá June?
Greta negó con la cabeza.
—Irá a un colegio en París. Ya no recuerdo el nombre, pero cuando nuestra maestra lo ha oído, ha dicho: «Vaya, vaya, está muy bien eso de tener una hermana actriz de cine». Y Louise la visitará en París continuamente, porque es tan rica que puede cruzar el Atlántico una y otra vez como otra gente cruza la calle.
Cora quedó impresionada, no por el dinero, sino por la decencia del gesto. Si alguien le hubiera dicho allá en el verano de 1922 que aquella adolescente de quince años, hosca y maquinadora, pronto sería rica y famosa, no se habría asombrado. Pero nunca hubiera adivinado que al cabo de unos años Louise no solo estaría felizmente casada, sino que además velaría por sus hermanos menores, asumiendo la responsabilidad que su madre había abandonado. Cora admitió que quizá hizo mal en preocuparse. Louise, con todo su atrevimiento y desenfado, en realidad había salido bien.
Pero, por otra parte, en esos últimos y fáciles años parecía que a todo el mundo le iba bien. Earle se casó en Saint Louis, y aunque seguía en la Facultad de Medicina y no tenía mucho dinero, los padres de la novia tiraron la casa por la ventana en una boda con más de trescientos invitados, que incluyó una pequeña orquesta y carne de primera en la cena. Howard fue el padrino de Earle, y Greta llevó el ramo. Se brindó por el futuro de la pareja, y aunque estaban presentes el comisario de policía y el alcalde, a nadie pareció importarle que hubieran echado ginebra en una de las poncheras.
Joseph consiguió un empleo en una de las fábricas de aviones; aquellos eran los tiempos en que podía verse a los pioneros de la industria aeronáutica Clyde Cessna y Walter Beech pasear por Douglas Avenue, y pocos imaginaban en qué se convertirían, tanto ellos como aquella joven industria. Joseph empezó como encargado de mantenimiento y conservó ese puesto durante un año hasta que alguien le permitió trastear con un motor. Enseguida causó impresión. Cuando la Universidad de Wichita anunció un nuevo título en algo llamado Ingeniería Aeronáutica, la empresa le pagó los estudios. Empezó a ganar un buen salario, y Ethel Montgomery le preguntó a Cora si su hermano estaba «en el mercado», ya que ella tenía una hermana viuda en Derby. Cora le explicó que por desgracia la esposa de su hermano, antes de morir, le había arrancado la promesa de que nunca se casaría con otra, y Joseph, buen hombre como era, había accedido.
—Qué romántico —comentó Ethel.
—Sí —dijo Cora.
Esa tarde le contó a Joseph su mentira.
—A las mujeres les encanta sentir lástima por un hombre —advirtió—. Ahora te irán todas detrás.
A él eso le pareció gracioso. Como estaban solos en la casa, le dio un beso.
Daba la impresión de que la suerte flotaba alrededor, como el aire que uno respiraba sin notarlo. La Bolsa iba al alza, llovía lo necesario, y el futuro parecía tan claro y resplandeciente como el cielo de verano. Corría el año 1929. Por todo el país las alegres y jóvenes flappers bailaban al ritmo del jazz, y cada soplo de brisa portaba aún el nombre de Louise en revistas y cines.
Naturalmente, el viento estaba a punto de cambiar.