Él le preguntó por las señales en torno a la cintura, en los hombros.
—¿Esto es por lo que llevas puesto? —Sus dedos, ásperos en su piel, trazaron una curva desde justo debajo del pecho hasta el ombligo—. ¿Tanto aprieta? Debe de hacer daño.
Cora estaba avergonzada. Él no había apagado la lámpara de la mesilla. Era solo una lámpara de lectura, pero el tenue halo de luz llegaba a la cama. Pese a sus esfuerzos para relajarse, para concentrarse en lo que sentía y veía, había sido en todo momento muy consciente de que era visible para él, de que no estaba rodeada de oscuridad como con Alan. Y ahora, después de lo ocurrido, parecía que sus temores eran fundados: había algo extraño en su propio cuerpo desnudo, algo que antes ella no sabía que era extraño. ¿Tenían las otras mujeres marcas del corsé? Cora dedujo, solo por la reacción de él, que su esposa no tenía esas marcas. Las inmigrantes no siempre llevaban corsé, sobre todo si trabajaban. Pero ¿tenían marcas otras mujeres como ella? No había forma de saberlo. Incluso al dar a luz a los mellizos, una sábana la cubría hasta las rodillas. Nadie había visto su vientre desnudo desde que mamá Kaufmann dejó de bañarla.
—Una se acostumbra —dijo ella.
Él arrugó la frente y se recostó en la almohada. Pero mantuvo la mano cálida en la curva de la cadera de Cora, y la vergüenza de ella se acalló; luego se acalló un poco más y, por último, quedó en silencio. Esto, pensó. Eso, más que cualquier vergüenza o preocupación, sería lo que sentiría durante un tiempo, aquello que no olvidaría, a lo que no se acostumbraría nunca: la espinilla de él raspándole la corva, sin más que una pátina de sudor en medio. Ella yacía absolutamente inmóvil. La corva podía sudarle y escocerle o arderle, pero no pensaba apartarla, no mientras deseaba aún que su piel se embebiera de la sensación, para no derrocharla toda ahora, cuando casi era excesiva, y en menos de una semana no volvería a experimentarla nunca más.
Y pensar que él se había disculpado. Por acabar tan deprisa, había dicho. Esperaba que ella le diera otra oportunidad. Él había sonreído, así que ella había sonreído también, aunque en realidad no lo había entendido: nada le había parecido rápido en comparación con lo que recordaba de aquellas pocas noches a oscuras con Alan. Y Joseph había puesto sus manos en ella, su boca en ella, su mirada en ella. Cora estaba molesta consigo misma. En comparación, ella había sido una muñeca de trapo, demasiado tímida, demasiado insegura para hacer nada más que apoyar las manos en sus hombros, para mirarlo a los ojos, e incluso eso le había exigido un esfuerzo de voluntad.
También ella necesitaría otra oportunidad.
La habitación era austera y pequeña, y estaba ordenada. Desde la cama, alargando el brazo, Cora casi podía tocar un lavabo blanco y limpio con una bomba de agua. Al otro lado del lavabo había una minúscula heladera sobre lo que parecía una mesilla de noche. En las paredes sin pintar no colgaba nada más que un par de monos y dos camisas blancas, cada prenda en su propio clavo. Había convertido el armario en un retrete, explicó, sin bañera, solo un inodoro. Lo había construido él mismo, después de aprender fontanería ayudando a instalar los inodoros para las monjas y las niñas. El fontanero le agradeció la ayuda y le dijo dónde podría encontrar tuberías usadas y una taza.
—La primera vez cometí un error —dijo—. No puse aislante suficiente. No lo sabía. La tubería estaba fuera, y en enero se heló y reventó. Quedó inutilizada. De manera que lo repetí, esta vez bien.
En un primer momento, cuando Cora entró en el apartamento, sintiéndose como si estuviera a punto de saltar desde una gran altura, él le ofreció una de las dos sillas colocadas ante la pequeña mesa contigua a la ventana. Le ofreció también cacahuetes, disculpándose porque era lo único que tenía. Ella le aseguró que no le apetecía comer, que le bastaba con un vaso de agua. En un estante sobre el lavabo había dos vasos disparejos, dos platos y un solo cuchillo bien afilado. Su hija lo visitaba allí los domingos, explicó él. A los dos les gustaban los bocadillos. Él compraba queso y embutidos en la charcutería. Durante la semana las monjas le daban de comer, todo aquello que las niñas no se acababan. No estaba mal. Cereales para el desayuno. Cacahuetes. Pan. Recibían donaciones de la organización benéfica Hudson Guild. A veces fruta, verduras. Casi todos los tenderos del barrio eran católicos, generosos con las monjas.
Él le preguntó si había recibido carta de Massachusetts, si había averiguado algo más acerca de su madre. Ella le contó brevemente el encuentro en la Gran Estación Central, le habló de la familia en Haverhill a la que nunca conocería. Él le hizo preguntas, y dejó claro que estaba dispuesto a escuchar una versión completa, pero ella se interrumpía una y otra vez, distraída. Apenas el día anterior había sentido el intenso deseo de hablar con él sobre Mary O’Dell, de tener a alguien en quien confiar, y sin embargo ahora que estaba allí solo pensaba en la manera en que él la miraba, la oblicua veta dorada en su ojo derecho. Y en que estaba sola con él en una habitación pequeña. En la pared, por encima de la mesa, había un estante, una simple tabla larga sostenida con abrazaderas de metal atornilladas, y en él una hilera de libros con dos ladrillos en los extremos a modo de soportes. Mientras bebía el agua, examinó los lomos limpios, sin una mota de polvo. Principios de telegrafía sin hilos. Oscilaciones eléctricas y ondas eléctricas. Gramática esencial del inglés. Ingeniería del automóvil, Vol. III. Las cartas de Roosevelt a sus hijos. Algunos títulos estaban en alemán.
Cora le preguntó si echaba de menos Alemania o estar con personas que fueran como él. Sería más fácil, suponía, vivir en un lugar donde se hablara su propia lengua.
—A veces lo añoro —dijo depositando el vaso de agua en la mesa.
—¿Añora a su familia? ¿Tiene hermanos? ¿Sus padres viven?
Él se rascó la nuca.
—No guardo tan buen recuerdo de eso. Mi hermano mayor era una persona difícil. Mi padre y él eran iguales. Mi madre murió. —Se encogió de hombros—. Mi única familia es Greta.
Cora asintió.
—Me alegro de que la tenga.
Él se echó a reír, tristemente.
—Yo también me alegro.
—Pero ¿siente alguna vez…? —Intentó precisar lo que quería saber—. ¿Alguna vez piensa que debería estar en Alemania? Usted nació allí. Entiendo que su familia fuera difícil. Pero son sus parientes, son de su sangre. Sé que su hija también lo es, pero el resto de su familia está allí.
Él negó con la cabeza.
Cora pensó que no había entendido su pregunta, que tenía un acento del Medio Oeste demasiado marcado o hablaba demasiado deprisa. Lo intentó de nuevo.
—Pero ha tenido usted muy mala suerte en este país. ¿No se ha preguntado nunca si todo ha sido un error? ¿Si no tenía que haberse quedado allí, con sus parientes? ¿Allí donde está su historia?
Él volvió a negar con la cabeza, esta vez con más firmeza.
—Alemania es el lugar donde nací —dijo—. Solo eso. Tengo que estar allí adonde voy.
No mucho después estaban en la estrecha cama, y ella lo ayudaba a desabrochar los botones de su blusa. Incluso entonces estaba atemorizada, sabiendo lo que debía decir, las palabras que debía pronunciar.
—No puedo quedarme embarazada. —Lo había dicho con un susurro, con los ojos cerrados. En realidad ese era el salto mayor, el más difícil, más aún que presentarse ante su puerta—. O sea, poder, puedo. Es posible, pero no debe suceder. Lo dijo el médico. Además, no quiero.
Abrió los ojos. Él apartó el rostro de ella, visiblemente alarmado, con las gafas ladeadas. Cora oyó la sirena grave de un barco.
—De acuerdo. Lo siento. —Se separó de ella, tendiéndose de cara al techo, con las manos detrás de la cabeza.
Ella se incorporó. Él la había entendido mal. No tenía tiempo para malentendidos.
—Lo que pretendo decir es que no quiero quedarme embarazada. Eso es lo que no quiero.
Él la miró, de nuevo sorprendido, y de pronto ella se sintió como si cayese, aterrorizada ante lo que él pudiera pensar. Por eso Margaret Sanger y todo lo que decía sobre el control de la natalidad se consideraba obsceno. Eso lo cambiaba todo, eso que Cora acababa de admitir tanto ante Joseph como ante sí misma: no había ido a su cama sumida en un trance. No había sido seducida en un momento de debilidad. No. Ella estaba allí acostada con él porque quería, y también lo bastante despierta como para detenerse a pensar más allá del momento presente y saber qué era lo que no quería.
Él podía pensar que estaba loca, que era poco femenina. Había apelativos para esas mujeres, para la clase de mujeres que decían las cosas que ella acababa de decir. Cruzó el brazo ante el pecho, con los botones desabrochados.
Pero en los ojos de él no se percibía desprecio, no la juzgaba. De hecho, se le veía tan avergonzado como ella.
—No tengo nada. —Levantó las manos como para demostrar que era verdad—. Lo siento. He estado solo.
Cora esperó. No podía decir nada más. Ya había dicho más de lo que creía que podía decir.
Él se aclaró la garganta.
—Puedo… ¿quieres que vaya a buscar algo?
Cora consiguió asentir. Él se echó a reír e, increíblemente, ella también.
—¿Esperarás aquí?
Ella volvió a asentir. ¿Qué se pensaba que haría? ¿Ir con él? No. Nadie se fijaría en él, comprara lo que comprara, dondequiera que lo comprara. A ella, en cambio, la tratarían de otra manera.
—Quince minutos. ¿De acuerdo?
Él se levantó, se remetió la camisa y ella comprendió que no le había pedido que lo acompañara. Solo le preguntaba si estaba dispuesta a esperar.
Cuando él se marchó, Cora se permitió mirar de cerca la fotografía del marco colocado encima de la heladera. Se había fijado en ella al entrar, pero había pensado que era mejor no hacer indagaciones al respecto ni, dadas las circunstancias, mirarla demasiado, y que quizá para él podía ser injusto. Joseph no sabía que ella se presentaría allí esa noche. Como había dicho, vivía solo en esa habitación. Ahora que él había salido, se acercó y vio que la fotografía era lo que sospechaba: Joseph con todo su pelo, vistiendo un buen traje, la mano apoyada en el hombro de una mujer sentada que sostenía en brazos un bebé con un vestido de bautizo. Era un retrato formal, y los dos adultos mantenían una expresión muy seria, pero el bebé, que desconocía las reglas, parecía captado en plena risa.
Cora sintió al instante la presión de las lágrimas. Greta. Un bebé feliz que no sabía lo que se avecinaba. La gripe. La muerte de su madre. La larga ausencia de su padre en Georgia. La soledad. Probablemente, el hambre. El Hogar para Niñas Sin Amigos de Nueva York, incluso después del regreso de su padre. Los años posteriores serían crueles para los tres. Cora no se atrevió a tocar el marco, pero se inclinó para examinar a Joseph de joven, su rostro sin arrugas, y también para mirar de cerca a la esposa y madre, rubia y tirando a robusta, incluso más hermosa de lo que Cora había imaginado. Pero no sintió celos, ningún resentimiento egoísta ni la necesidad de volver del revés el retrato. Experimentó pena por esa mujer desventurada de mirada seria. Si acaso, la juventud y belleza de la mujer muerta parecían una reprimenda, no porque Cora estuviera allí en ese momento, la primera mujer en esa pequeña habitación, sino porque hubiera tardado tanto en ir allí. Había vivido una parte demasiado larga de su vida en la estupidez, ateniéndose a reglas sin sentido, como si ella y él, como si cualquiera, tuviesen todo el tiempo del mundo.
Tenían que salir mucho antes del amanecer, porque las monjas madrugaban. Él la acompañaría a casa. Cora propuso que fueran a desayunar. Al verlo vacilar, ella sintió un repentino temor. ¿Era verdad, pues, lo que le habían dicho sobre los hombres? ¿Se cansaban pronto de lo que conseguían con facilidad? Estaba siendo presuntuosa e ingenua, quizá, dando por supuesto que él sentía su mismo apremio. Pero al cabo de pocos días ella se habría marchado.
—Estaría bien desayunar —dijo él, pero se le veía inquieto, y solo entonces Cora cayó en la cuenta de que probablemente la vacilación se debía al dinero. Claro. Qué tonta era. ¿Cómo podía ser tan insensible? Él vivía a base de cereales, cacahuetes, fruta donada. Desde que Cora había llegado a Nueva York, Louise y ella habían ido a restaurantes a diario sin pensar mucho en la cuenta. Ella tenía dinero de Leonard Brooks, de Alan. Podía pagar holgadamente el desayuno de los dos, pero sabía que proponerlo siquiera sería probablemente un error.
—Tengo pan y mermelada en mi apartamento —dijo ella—. Y naranjas.
Él la agarró de la mano en el metro. Cuando se apearon en su estación, las farolas aún estaban encendidas. Solo una tenue franja rosada teñía el horizonte por el este, y las calles estaban tan silenciosas que se oían los primeros trinos de los pájaros. Pasaron junto a un vendedor de periódicos con toda su carga y una mujer coja con un vestido chillón. Pero estuvieron casi todo el tiempo solos en la acera, que a esa hora parecía amplia y despejada, como si acabaran de tenderla para ellos.
Joseph se marchó antes del mediodía. Debía ir a ver si las monjas necesitaban algo, y tenía sus quehaceres diarios. Pero si se quedaba hasta tarde, podría adelantar trabajo y dispondría de la mañana siguiente para ir a verla. No, no, dijo él, acariciándole la mejilla, no estaría cansado.
Mañana, entonces, accedió Cora, deslizando los dedos por el vello claro de su antebrazo. Ya estaba pensando en la comida que le haría, o compraría preparada, algo sencillo para dar la impresión de que lo tenía a mano. Él podía llegar temprano, incluso a las diez y media, dijo ella. Louise estaría en clase.
Cuando él se fue, Cora se puso manos a la obra. Se dio un rápido baño, vació la bañera y volvió a llenarla para lavar las sábanas, poniendo una pastilla de jabón bajo el grifo hasta que hizo espuma. Escurrió las sábanas lo mejor que pudo antes de colgarlas del riel de la cortina en el dormitorio. Ordenó el resto del apartamento, lavó los platos y las tazas, ahuecó las almohadas para darles forma. Aun así, cuando llegó la hora de ir al estudio, estaba segura de que Louise se daría cuenta de todo solo con mirarla a la cara: aún le escocían las mejillas y el cuello por el roce del amago de barba, y pese a lo nerviosa que estaba, no dejaba de sonreír. Se sentía aturdida, alterada por el recuerdo. En Broadway, con el sol radiante sobre ella, chocó de frente con una farola.
—¡Cuidado! —dijo un hombre cuando ya era demasiado tarde, y dos niños trazaron un amplio arco en torno a ella, como si fuera peligrosa o estuviera borracha.
Para cuando Cora llegó al estudio, Louise ya iba vestida de calle y se la veía sorprendentemente alerta teniendo en cuenta que acababa de sobrellevar una clase de danza después de un viaje en autobús desde Pensilvania. Pero apenas miró a Cora, y parecía no guardar el menor recuerdo de la difícil madrugada anterior a su marcha.
—Dios mío, cuánto me alegro de haber vuelto —anunció mientras subían por la escalera hacia la calle—. O sea, Filadelfia está bien. Desde luego hay una diferencia respecto a Wichita. Una gran diferencia, qué duda cabe. El público estuvo magnífico, muy sofisticado. Se notaba que nos consideraba extraordinarios. Pero curiosamente sentí auténtica nostalgia por Nueva York, pese a ser solo una noche. Aquí me siento tan en casa… —Cuando salieron a la acera, respiró hondo y dejó vagar sus ojos oscuros por Broadway y las torres con ventanas que se alzaban alrededor—. ¿Verdad que es increíble? ¿Que sienta tanto apego por un lugar que todavía es nuevo para mí? Ni siquiera soy de aquí.
No pareció muy interesada en la respuesta de Cora, ya que no le dio tiempo para contestar. Mientras caminaban, habló de que Ted Shawn y ella habían formado buena pareja, y del maquillaje de color carne que se habían puesto los bailarines para que no pudiera decirse que iban medio desnudos, de que el maquillaje olía a hamamélide de Virginia y de lo absurda que le parecía la idea misma en su conjunto. Cora escuchaba a medias, reflexionando en silencio acerca de la pregunta de Louise sobre su apego por un lugar. Si eso era raro, la propia Cora pecaba de rareza, ya que en ese momento, aun después de todo lo ocurrido, aún deseaba regresar a Wichita. Sabía ya que recordaría esos días que le quedaban en compañía de Joseph durante el resto de su vida con anhelo, con auténtico dolor. Pero añoraba su casa. Añoraba las calles tranquilas que tan bien conocía, el cielo siempre a la vista. Añoraba oír su nombre en labios de amigos con quienes trataba desde hacía casi veinte años. Después de la pérdida de los Kaufmann, la ciudad la había adoptado y aceptado como una de los suyos. Allí no era una forastera, e incluso entonces eso significaba mucho para ella.
En cualquier caso, debía regresar. Eso desde luego. Sus hijos volverían de la universidad en las vacaciones, y debían encontrar la casa como siempre: con ella allí, preparándoles tortitas y preguntando por sus clases y sus juegos y sus planes. E incluso al margen de los chicos, no podía abandonar a Alan sin más. Él era su familia, en igual medida que lo eran sus hijos. Él le había mentido, sí, pero también había cuidado de ella, y había sido un buen padre. Si lo abandonaba ahora, se produciría un escándalo y después, quizá, surgirían sospechas. Él tendría que volver a casarse, y esperar que la nueva esposa fuera tan ingenua como Cora en otro tiempo, o tan leal como lo era ahora, porque le iba la vida en ello, la vida misma.
No estaban lejos del apartamento cuando cayó en la cuenta de que Louise la miraba con atención. Cora se llevó el guante a la mejilla, todavía irritada por el roce de la barba de Joseph. Se sintió taladrada por la mirada penetrante de aquellos ojos oscuros.
—¿Qué pasa? —preguntó Cora, desviando la vista.
—¿Cuánto hace que no me escucha? Dios mío, me temo que he estado hablando sola.
—Perdona, cariño. ¿Qué decías?
—Que la señorita Ruth ha dicho que puedo mudarme pasado mañana. He pensado que le gustaría saberlo.
—Gracias. —Cora afectó una sonrisa. El viernes. Su último día. A partir de ese momento no tendría ya ninguna razón para prolongar su estancia. Podía decirles a los Brooks que prefería marcharse a primera hora de la mañana siguiente. El sábado, pues. Tendría otras tres noches en Nueva York. Se imaginó en el tren, mirando por la ventana y viendo los mismos campos y pueblos y ríos por los que había pasado en el viaje al este con Louise, cruzando de nuevo los mismos puentes. Podía comprar un libro para el trayecto, algo ligero y entretenido. El domingo por la noche estaría ya en casa.
Louise guardó silencio cuando pasaron por delante de la cafetería. Cora la vio mirar de soslayo a través de la amplia vidriera hacia la barra situada al fondo. Parecía tener algún remordimiento, o al menos lamentar haber perdido a un amigo.
—Podrías ir a hablar con él —sugirió Cora con delicadeza—. Intentar arreglar un poco las cosas.
Louise siguió adelante.
—Me odia, imagino. —Se cambió la bolsa de hombro—. Y ya se lo he dicho: no es mi tipo.
Cora, sin dejar de mirar al frente, se aclaró la garganta.
—Pero le dejaste pensar que lo era, Louise. Le has hecho daño. Y aun así te acompañó a casa. Podrías darle las gracias. Y disculparte. O al menos despedirte.
Louise se detuvo. Cora también. Una anciana gruñó y las rodeó.
—¿Y a usted qué le importa?
Cora suspiró y espantó una mosca con la mano. Una pregunta absurda. Claro que le importaba. Le importaba Floyd, sí, pero sobre todo sabía que a Louise le vendría bien pensar en los sentimientos de otra persona, no solo en los suyos, y no temer la verdadera amabilidad y consideración. A lo largo de esas semanas de convivencia había visto que Louise necesitaba una madre, alguien que ocupara el lugar que Myra, por lo visto, había abandonado mucho tiempo antes. Así y todo, Cora veía ahora que durante su estancia en Nueva York había centrado sus preocupaciones en cuestiones erróneas: en cómo se vestía la chica, si salía sola, si podía ponerse colorete o no. Nada que tuviera verdadera importancia, no en comparación con lo que Louise realmente necesitaba a modo de instrucción y ejemplo. Louise ya era capaz de mostrar amabilidad: fue ella, al fin y al cabo, no Cora, quien ofreció agua a aquellos hombres la primera noche en la ciudad. E incluso saltaba a la vista que no se alegraba de haber herido a Floyd, y aunque no lo quería, y probablemente no podía quererlo, al menos lo echaba un poco de menos, y quizá comprendía que le había hecho daño. Era una última oportunidad, pensó Cora. Ahora que estaban a punto de seguir cada una por su camino, ahora que entendía hasta qué punto Louise había sido lastimada en la vida, Cora lamentaba no haber dedicado más tiempo a lo esencial: cuándo dar las gracias y cuándo disculparse.
—Creo que te sientes mal. —Cora se ladeó el ala del sombrero. Era consciente de que la gente pasaba alrededor, como si ellas dos fueran rocas en un torrente de aguas rápidas—. Te lo veo en la cara. Sabes que deberías ir a hablar con él. Sabes que es lo correcto.
Louise miró la acera y se recogió el pelo detrás de las orejas. El mohín parecía sincero, no simple pose.
—¿Ahora? Estoy toda sudada después de la clase.
—Estás bien. Hueles bien. Tú ya lo sabes.
—¿Me deja ir sola?
—Durante una hora. —Cora se frotó la picadura de mosquito en la nuca con el borde del guante—. Vendrás al apartamento dentro de una hora. Y no irás a ninguna otra parte. ¿Me das tu palabra?
Louise la miró atónita.
—Tu palabra. Tu promesa. Estoy confiando en ti. ¿Una hora?
—Bien.
—¿Tu palabra? —Cora quería dejárselo bien claro—. ¿Me das tu palabra?
—Sí. Sí, de acuerdo. —Se la veía más aturullada que molesta—. Sí. Le doy mi palabra.
Cora asintió.
—Suerte, entonces. —Se volvió y siguió ella sola.
El apartamento no estaba más fresco que la abrasadora calle. Cora se dirigió al dormitorio, donde encendió el ventilador y de inmediato se quitó la blusa, la falda y el corsé. Empezó a ponerse el vestido de andar por casa, pero cambió de idea: con la bata fina estaría más fresca. Y le pesaba el cansancio. Las sábanas, ya secas, se agitaban en la brisa procedente de la ventana abierta. Las descolgó del riel de la cortina e hizo la cama con esmero, alisando las arrugas con la palma de la mano. A la mañana siguiente, pensó. A la mañana siguiente Joseph y ella se acostarían en esa cama, en esas mismas sábanas aún calientes por el sol. ¿Cuánto tiempo tendrían? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Tal vez también quedaría un rato para conversar, para estar en la sala y comer con él, o simplemente quedarse en la cama a su lado como había hecho esa mañana, piel con piel. El festín antes de la hambruna. Dejó la colcha plegada a los pies de la cama, se soltó la melena y se tendió, con los ojos todavía abiertos. La mancha de humedad del techo no parecía ya una cabeza de conejo. Ni siquiera imaginaba por qué lo había pensado antes.
Llamaron dos veces. Luego cuatro.
Se levantó, molesta, atándose el cinturón de la bata. Había esperado que Louise aprovechara su hora entera de libertad, aunque solo fuera para poder disponer también ella de una hora. Pero se obligó a detenerse por un momento antes de abrir la puerta. Mostraría agradecimiento y aprobación: Louise había mantenido su palabra.
Sin embargo, su expresión dio paso rápidamente a la sorpresa, ya que en el rellano no estaba Louise, sino Joseph, con semblante grave. Iba sin afeitar, pero vestía una camisa y un mono limpios y llevaba la gorra metida en un bolsillo lateral. Una gran bolsa de lona colgaba de su hombro, y detrás de él se escondía una persona pequeña, de quien Cora veía solo un brazo delgado alrededor del muslo de él. Al final de ese brazo, una mano agarraba un pliegue del mono por encima de la rodilla.
—Nos hemos ido del hogar —dijo—. Esta mañana. Nos vamos. —Hablaba cordialmente, con naturalidad, pero tenía la mirada fija en ella y la expresión de un adulto hablando en clave por la presencia de un niño—. Necesitaba decírtelo. Temía que fueras al hogar.
Cora se quedó mirándolo en silencio. Lo habían descubierto. Habían salido demasiado tarde esa mañana. Una monja los había visto. O una niña, y lo había contado.
—Por favor, entrad. —Se hizo a un lado y señaló el interior del apartamento. También ella se comunicaba con los ojos. Joseph tenía que entrar, decía, y también la persona pequeña que, como ella sabía, debía de ser su hijita asustada. Lo sentía mucho. La culpa era de ella. Todo había sido idea suya. Su pasatiempo, su libertad en una ciudad distinta. Y ahora él se había quedado sin trabajo. Sin casa.
—No pasa nada —dijo—. Tengo un amigo en Queens. —El brazo se ciñó con más fuerza a su pierna, y él separó los pies para mantener el equilibrio—. Ahora está trabajando, pero iremos allí a las cinco. Es un buen amigo. No pasa nada.
—Por favor, entrad —susurró Cora—. Por favor.
Joseph entró cojeando como si tuviera una pata de palo, con la niña aún aferrada.
—Ven, Greta —musitó él. Intentó liberarse, desprendiéndole las manos con los dedos.
Cora, detrás de ellos, vio a la niña. La parte superior de su cabeza rubia le llegaba al cinturón a su padre. Llevaba un vestido de color mostaza con remiendos bajo los brazos, el cabello cortado a la altura de la barbilla. Mantenía la cara pegada a la cadera de él.
—Lo siento —dijo él, volviéndose para mirar a Cora—. No siempre es tan tímida.
—No importa. —Cora cerró la puerta con suavidad. Ni siquiera cuando pasó a su lado pudo ver el rostro de la niña. No sabía si sería capaz de soportarlo—. ¿Tienes hambre? ¿Ella tiene hambre? Hay pan y mermelada.
La cabeza asomó detrás de él, tan repentinamente que Cora sonrió. No así la niña. Tenía un rostro bonito, como el de su difunta madre. Cora siguió sonriendo, pero el corazón le dio un vuelco. «Yo he sido tú —deseó decir—. No pasa nada. Yo he estado igual de asustada y he sido igual de pequeña.» Le requirió un esfuerzo mantener la apariencia de serenidad en el rostro y la voz.
—Tengo mermelada de fresa. ¿Te gusta la mermelada de fresa?
Greta miró a su padre.
—Te gustará —dijo él.
Cora fue a la cocina y puso seis rebanadas de pan en el horno. Lamentó no tener nada mejor para ofrecerles, algo más sustancioso. ¿Habrían comido algo esa mañana? ¿O las monjas los habían echado sin más? Asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿Te gustan las naranjas?
Greta asintió con la cabeza. Todavía de pie junto a Joseph, miraba el cuadro del gato siamés. Recordaría ese día de revuelo, los detalles extraños, la visita a la casa de la mujer desconocida, la mujer desconocida en bata y con el pelo suelto en pleno día. La niña nunca volvería a ver a Cora, pero Cora formaría parte del doloroso recuerdo de aquel día, lo desconocido y el miedo.
Sacó dos naranjas peladas en un plato y las puso en la mesa. Volvió a la cocina a por unos vasos de agua, y para cuando regresó Greta ya se había metido media naranja en la boca. Masticaba tan deprisa como podía, con las mejillas hinchadas, los ojos claros en un continuo parpadeo. Cuando Cora dejó el vaso de agua, Greta agarró lo que quedaba de naranja y se lo puso en el regazo.
—Despacio —advirtió Joseph—. No vayas a atragantarte.
—Y hay de sobra —añadió Cora. Sujetándose al borde de la mesa, se agachó—. Tenemos más naranjas. Y puedes comer todo el pan tostado que te apetezca. No hay prisa. —Sonrió, pero al mirar a la niña, los afilados huesos de su rostro, Cora sintió el escozor de las lágrimas. ¿Qué se pensaba? ¿Que una triste comida a base de tostadas y naranjas podía compensar el daño que había causado? Todo eso era culpa suya. Había acudido a Joseph por iniciativa propia, sin que la invitara. Y movida exclusivamente por sus deseos. Ahora podía volver a su vida cómoda, y serían ellos quienes pagaran el precio.
Joseph le tocó el brazo.
—De verdad. No pasa nada —susurró él—. Podemos ir a Queens. Es solo que no quería que pensaras…
Ella asintió, deseando creerlo. Tal vez no pasaba nada. Tal vez él encontrara otro empleo y pudiera tener a la niña a su lado. Había ahorrado un dinero. Ella podía intentar darle algo. Pero ya sabía que él no lo aceptaría.
Cuando estuvieron listas, Greta, que ya se había comido las dos naranjas, devoró una tostada untada con mermelada.
—Ya te he dicho que te gustaría la mermelada —comentó Joseph, y la niña y él se sonrieron. Tenían la misma sonrisa, advirtió Cora, asomándoles a ambos los dientes superiores. Él miró a Cora—. ¿Hablamos? —Ladeando la cabeza, señaló hacia la cocina.
Cora se puso en pie y se inclinó hacia Greta.
—Puedes llevarte la mermelada —dijo—. El tarro entero.
Estuvo a punto de tocar el brazo delgado de la niña, pero se contuvo. No le haría ningún bien a nadie si perdía la compostura.
Condujo a Joseph a través de la cocina hasta el dormitorio. Vio la cama hecha, las sábanas limpias en las que había estado acostada hacía un momento, soñando con el día siguiente, con el encuentro que ya no se produciría. Siguió hasta el cuarto de baño, para que Greta no los viera ni los oyera. Para cuando se volvió, lloraba abiertamente, sintiendo las lágrimas frías en las mejillas.
—¿Las monjas me han visto salir? —susurró—. ¿Es por eso?
Él se acercó.
—Solo he venido para que lo sepas, no para hacerte llorar. —Le acarició la mejilla y luego el cabello.
—La culpa es mía.
—No.
—¿Por qué han echado también a Greta? Ella no ha hecho nada.
—No la han echado. Querían quedársela, pero yo me he negado. Quiero que esté conmigo.
Cora asintió con la cabeza, de pronto agotada, exhausta. Sí. Él había tenido razón en insistir. Si la metían en un tren, desaparecería para siempre.
—¿Podéis vivir en casa de ese amigo en Queens? ¿Podéis ir allí? ¿Estás seguro?
—Ja. Es un buen amigo.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuánto podéis quedaros allí?
Él se encogió de hombros. Guardaba las apariencias, pensó ella. Estaba asustado. Debía de estarlo.
—¿Dónde trabajarás? ¿Quién cuidará de ella mientras tú trabajes?
Bajando la mirada, Joseph se masajeó la piel por encima de las cejas con el pulgar y el índice. Incluso con la ventana abierta y los coches pasando por la calle, el apartamento estaba en silencio. Desde el cuarto de baño, con dos habitaciones por medio, oyó el tintineo del cuchillo contra el cristal al servirse Greta más mermelada. Cora escuchó con el mismo dolor que sentía cuando era una joven madre y, angustiada, oía los gemidos de uno de sus hijos en otra habitación. Pero este era un gemido distinto: silencioso, astuto. Greta no se creía que la mujer desconocida le permitiera realmente llevarse el tarro entero, así que se comería todo lo que pudiera en ese momento, aunque estuviera ahíta. Cora lo entendió. Ella hacía lo mismo en sus primeras comidas con los Kaufmann. Comía puré de patata hasta que le dolía el estómago. Escondía galletas enteras entre los pliegues de la falda y se las llevaba a hurtadillas a su habitación.
El cuchillo volvió a chirriar contra el tarro de mermelada, y fue entonces, en ese preciso momento, cuando acudió a ella la respuesta, el sonido de una campanilla en su cabeza. Tomó aire y lo retuvo. Por supuesto. Oyó el motor de un camión, el arrullo de las palomas, y sin embargo el mundo parecía inmóvil, en silencio. Apoyó la mano en el hombro de Joseph. Estaba decidida, con toda su alma. Era a él a quien necesitaba convencer.
—Ven conmigo —dijo.
Él arrugó la frente.
—¿Adónde?
—A Wichita. Tráela. Tenemos una casa grande. Habitaciones vacías. —Escrutó sus ojos. Tendría que hablar antes que él, exponer las razones antes de que se cerrara en banda.
—Así podrías estar con ella. Si no, ¿cómo vas a arreglártelas? Tenemos toda una planta sin usar. Ella podría ir al colegio.
Él negaba ya con la cabeza.
—Basta ya. No aceptaré tu caridad.
Pero no era caridad. Ni mucho menos. ¿Cómo podía hacerle entender lo que ella veía ahora tan nítidamente? ¿Qué la esperaba a ella en Wichita, ahora que los chicos no estaban? ¿Almuerzos en el club? ¿Cenas? No. Ella tenía la misión de ayudar a esa niña. En la Gran Estación Central no había descubierto nada, nada de su supuesta identidad a través de la pobre Mary O’Dell. ¿Y por qué iba a descubrir algo? Durante todo ese tiempo había tenido a los Kaufmann. Los tenía incluso ahora, como si estuviesen en esa misma habitación con ellos, animándola. «Nos gustaría que vinieras a vivir con nosotros y que fueras nuestra niñita.» Se acordaba de mamá Kaufmann con su gorro, agachada. «Tenemos una habitación ya preparada. Tu habitación. Con ventana, y una cama. Y un pequeño tocador.»
—Naturalmente, Joseph, tendrías que ganarte la vida. Allí podrías conseguir un empleo, un buen empleo. —Oyó la desesperación, la súplica en su propia voz. Rogaba por sí misma. Deseaba ayudar a esa niña como la habían ayudado a ella, pero también deseaba más tiempo junto a él, solo por ver qué pasaba. Al menos una parte de ella creía merecerlo—. Mi marido tiene influencia. Podría ayudarte a encontrar un empleo, y cuando tú estés trabajando, yo cuidaré de la niña.
Joseph la miró como si estuviera loca, como si sus palabras no tuviesen sentido.
—¿Por qué iba a ayudarme tu marido?
—Porque me lo debe. —Ella comprendió que eso era verdad nada más decirlo—. Y porque es bueno.
Se llevó la mano a la boca. Comprendió lo disparatada que debía de parecer la idea. Estaba pidiéndole que diera un salto a ciegas, con su hija a remolque. Él no conocía Wichita. No conocía a Alan. Y en realidad no la conocía a ella, o al menos no tanto como para poner en sus manos su destino, y el de su hija. Tampoco ella lo conocía a él. Pero ¿acaso conocía bien a Alan cuando ella dio su salto con él? Y lo habían hecho todo conforme a las tradiciones, con el largo noviazgo y la fiesta de compromiso, la aprobación de su familia y de los Lindquist. Aun con todas esas cautelas, todas esas tradiciones, había sido engañada miserablemente. ¿No conocía en realidad mejor ya a Joseph? ¿O al menos tanto como podría conocerlo cualquiera?
—Siempre puedes volver. Si Greta no es feliz, si tú no eres feliz, volvéis y listos. —Ella mantuvo las manos a los lados, ahora sin tocarlo. No quería que él la malinterpretara—. Te daré el dinero para el billete de vuelta. El tuyo y el de la niña. Te lo daré antes de que nos vayamos de aquí, así ya lo tendrás. Podrías volver, y no estarías peor que ahora.
Lo miró, esperando. No se le ocurría qué más podía decir, qué más podía hacer para convencerlo. Quizá resultaba arrogante presuponer que ella era lo que Greta necesitaba. Pero pensaba que quizá lo fuera. ¿Y qué sabían los Kaufmann en su día? ¿Qué presuponían respecto a ella? Solo quería una oportunidad para intentarlo. Si hacía falta, se postraría de rodillas y suplicaría.
Oyó pasos en el pasillo, luego el traqueteo del pomo de una puerta. Se llevó la mano a la garganta; la puerta de entrada no estaba cerrada con llave. Louise. Había cumplido su palabra. Cora se ciñó la bata a la vez que pasaba rápidamente junto a Joseph. Debía ir a la puerta. Temía que Louise, sobresaltada, gritase y asustase a Greta. Ese era su único pensamiento.
Cuando llegó a la sala, Louise, ya en el umbral de la puerta, miraba la mesa con perplejidad.
—Cora —dijo con una serenidad sorprendente—. ¿Quién es la niña que hay debajo de la mesa?
Cuando Louise se volvió, abrió los ojos de par en par, y Cora supo que Joseph debía de haber salido de la cocina detrás de ella, que Louise estaba asimilando la presencia de los tres, así como la bata de Cora y el pelo suelto. Esta miró a Louise y abrió la boca, pensando que se le ocurrirían algunas palabras útiles, pero nada le pareció oportuno.
—¿Cora? —Louise enarcó sus cejas negras.
Como única respuesta, Cora levantó el mentón. Había demasiadas cosas que exigían cautela, demasiadas cosas que podían complicarse si se dejaba llevar por el orgullo. Si Joseph aceptaba su propuesta, si Greta y él iban a Wichita, tendría que concebir un plan, una idea que contar a sus vecinos y amigos. Aún no disponía de un plan exactamente, de modo que era mejor no decir nada, no dar ninguna versión todavía, aun cuando eso implicara quedarse allí como una tonta mientras la expresión de Louise pasaba lentamente de la absoluta sorpresa a la jocosidad, la sonrisa previa a una estridente carcajada burlona. Daba igual, pensó Cora. Eso podía soportarlo. Aguantar eso sería el principio de su penitencia, un castigo justo por su ceguera y el sinfín de estupideces que había dicho. Sobrellevaría la mortificación y se recuperaría. Eran muchas las cosas buenas que podía deparar el futuro. De momento, le debía a Louise al menos ese instante de placer socarrón.