DIECISÉIS

El dueño de la tienda de alimentación de la esquina, un ruso de nariz aguileña, le dijo que ella era su primera clienta de la mañana y prosiguió con un parloteo cordial hasta que reparó en la mirada vacía y agotada de Cora. Sin sentirse obligada a prolongar la conversación, compró el New York Times, una barra de pan, mermelada de fresa, mantequilla, una lata de té negro y seis naranjas. Ya en la calle, el aire era agradable, casi fresco, dado que era muy temprano y el sol apenas empezaba a iluminar el cielo.

La entrada del edificio seguía igual que siempre, sin la menor señal del drama ocurrido apenas unas horas antes. Al subir por la escalera vio el zapato de Louise, el tacón encajado entre los balaustres cerca del segundo rellano.

Tras entrar sigilosamente en el apartamento, dejó el zapato en el suelo y la compra en el escritorio. Puso agua a hervir para el té, se descalzó y fue a la habitación. Louise dormía de costado, con los brazos y las piernas encogidos. Tenía casi toda la cara tapada con las manos, pero a cada exhalación emitía un suave silbido. Cora, quedándose tranquila, salió en silencio de la habitación.

El periódico incluía un artículo sobre el muchacho muerto en el portal. Ocurrió tal y como lo había descrito Louise: una redada de la Policía tras tener noticia de la existencia de un alambique, los traficantes de alcohol armados, el chico que salía por el portal de la casa justo en el peor momento. Aparecían unas declaraciones del jefe de la Policía, quien lamentaba que una persona inocente, un niño de trece años, hubiera perdido la vida a manos de violentos criminales. Se había detenido y acusado a los sospechosos de homicidio voluntario, así como de la elaboración ilegal de alcohol, ya que se habían encontrado y destruido varios barriles de ginebra. La madre de la víctima, en otra declaración, afirmaba que su hijo era, en efecto, un buen chico que jamás se había metido en problemas, y se incluía una imagen del portal mientras lo fregaba un hombre con expresión lúgubre, identificado en el pie de foto como el tío de la víctima.

Cora apoyó la palma de la mano en la imagen, primero con suavidad, luego presionando, como si intentara borrarla.

Necesitaba algo para mantenerse ocupada, algo silencioso que hacer mientras Louise dormía, así que leyó el diario entero, de cabo a rabo. En casa leía el periódico con regularidad, y desde su llegada a Nueva York leía el Times. Pero esa mañana en particular le llamó la atención la mezcolanza de historias frívolas junto con otras perturbadoras. Babe Ruth había anotado tres carreras en un día por segunda vez. En Rochester, una enfermera de veintiún años se había suicidado saltando de una ventana porque, según sus compañeras de apartamento, no sabía cómo decirle a su novio que no podía casarse: uno de sus padres era medio negro. Una estrella de cine se había divorciado en Las Vegas. En Alemania, el ministro de Asuntos Exteriores, judío, había sufrido un atentado frente a su casa, y un grupo radical pero comprometido amenazaba con matar a otros judíos que detentaban cargos importantes. Brooklyn planeaba crear dos mil plazas de aparcamiento en Coney Island. Los armenios estaban pasándolo mal, se morían de hambre. El presidente Harding manifestaba su firme intención de poner fin a la crisis del carbón. Los obreros del sector textil habían ido a la huelga. Se había producido otro linchamiento en Georgia, esta vez de un muchacho de quince años. En un tono más alegre, anunciaban que las faldas por encima de la rodilla empezaban a estar pasadas de moda y se habían bajado otra vez los dobladillos, por lo que en todo el país, padres, clérigos y educadores dejaban escapar un suspiro de alivio colectivo, ya que la moralidad volvía a estar en boga.

Cora se reclinó en la silla y contempló las paredes de color amarillo pálido de la sala de estar, ahora iluminadas por el sol, y el cuadro del gato siamés. Tenía la mandíbula apretada y los puños cerrados. Era inútil fingir que seguía solo triste o decepcionada. Dos veces tuvo que levantarse y pasearse por la sala.

A las nueve menos cuarto entró en el dormitorio y descorrió lentamente la cortina, encogiéndose al oír el chirrido de los ganchos en el riel. Louise se volvió de espaldas a la ventana y se tapó la cabeza con la sábana.

—¿Louise? —Cora se acercó a la cama por el lado de Louise—. Ya es la hora. Si quieres ir a clase, tienes que levantarte ya. Debes salir de la cama y vestirte. Y hacer la maleta para ir a Filadelfia.

No se oyó nada. Pero Louise contrajo sus cejas negras.

—El té y el desayuno están en la sala. —Esperó—. ¿Louise? Si quieres dormir, duerme. Decídelo tú misma. Pero si llegas tarde a la clase, no irás a Filadelfia. Y tal vez no entres en la compañía.

La sábana bajó unos centímetros. Louise miró a Cora con visible aturdimiento, los ojos llorosos, enrojecidos. Pero ahora estaba despierta, era capaz de tomar una decisión. Satisfecha, Cora entró en la cocina. Sirvió dos vasos del té frío que había preparado antes. Metió cuatro rebanadas de pan en el horno y empezó a pelar una naranja. Al cabo de un rato, oyó a Louise moverse en el cuarto de baño, abrir el grifo, escupir. Cora llevó los platos y los vasos a la sala y los puso en la mesa. Dobló el periódico y lo guardó. No quería distracciones en ese momento.

Sola en la mesa, Cora se comió su naranja, aunque tenía un nudo de pavor en la garganta y le costaba masticar y tragar. Quizá no debía decir nada. Podía fingir que la conversación de la noche anterior no se había producido, y ninguna de las dos volvería a mencionar a Edward Vincent ni al señor Flowers. En cierto modo, esa parecía la mejor solución. Ella era solo una acompañante. Tal vez no le correspondía entrometerse en un asunto tan íntimo y horrendo. Así y todo, dudaba que fuera capaz de fingir que no sabía nada, al menos ahora, cuando tenía ya plantada en la cabeza la imagen de Louise, una niña, invitada a entrar en una casa ofreciéndole palomitas de maíz, o cuando pensaba en Edward Vincent dando clase de catequesis.

Louise salió de la cocina apretándose las sienes con las manos. Se había puesto un vestido de algodón holgado, y parecía haberse mojado la cara y peinado. Pero se movía por la sala con cuidado, como si fuese el puente de un barco balanceándose. A Cora, sentada ya a la mesa, no le pareció posible que una persona en ese estado pudiera practicar la danza con rigor en el plazo de una hora. Aun cuando fuese capaz de sobrellevarlo, no lo haría mínimamente bien.

—Tal vez deberías quedarte aquí y descansar —sugirió—. Puedo acercarme yo allí y decirle a la señorita Ruth que estás enferma. Quizá solo te pierdas Filadelfia.

Louise se desplomó en la silla de enfrente, con la mirada puesta en las tostadas y la naranja pelada.

—No es mentira. —Cora untó su tostada con mantequilla—. Estás enferma.

—¿Qué más le dirá? —Ahora Louise hablaba con voz áspera y grave.

—Nada. —Cora apretó demasiado el cuchillo y abrió un agujero en la tostada. Lo miró y, tras una rápida reflexión, abandonó toda simulación, dejando caer ruidosamente el cuchillo en el plato. Louise alzó la vista, sobresaltada.

—Louise, no tengo el menor interés en echar a perder tu oportunidad con Denishawn. Si deseas ir a Filadelfia, ve. —Cora alisó el borde del hule—. Quiero hablar de lo que me contaste anoche. —Confiaba en transmitir con el semblante toda su pesadumbre insomne, así como su indignación. Pero por si acaso se aclaró la garganta—. Lo siento. Siento mucho… lo que pasó. En Cherryvale, quiero decir.

Louise se limpió la boca con el dorso de la mano. Parecía abochornada. Cora no habría imaginado que eso fuera posible. Pero la expresión duró solo unos segundos y luego reapareció aquella mirada serena que tan bien conocía.

—No sé de qué me está hablando.

—Louise.

—De verdad que no.

—¿Flowers? ¿No se llamaba así?

—Dios mío. —Se apretó el pelo contra las sienes—. Tenía que haber mantenido la boca cerrada. —Ni siquiera hablaba con Cora, se limitaba a mascullar para sí—. Así aprenderé. Esa es la razón por la que no debería beber.

—Habría que decírselo a alguien, Louise. Podría seguir tendiendo anzuelos a niñas, a niñas pequeñas, para que vayan a su casa.

—No. —Levantó una mano, agitándola débilmente—. Por lo que yo sé, nunca fue otra niña. —Claro que no sabía nada, pensó Cora. Si hubiese habido más niñas, sus madres también les habrían dicho que callaran. Era imposible saberlo—. De todos modos se marchó de la ciudad. Se mudó antes que nosotros.

—¿Sabes dónde?

—Ni idea. Cora, ni siquiera estoy muy segura de que ese fuera su nombre. Quizá yo solo recordaba Flowers. Ahora que lo pienso, podría haber sido el señor Feathers, el señor «Plumas», no el señor Flowers. —Sonrió—. Quizá en lugar de desflorarme me desplumó.

—Esto no tiene gracia, Louise.

—¿Eso no me corresponde a mí decidirlo? —La sonrisa había desaparecido—. Por favor, déjelo, ¿de acuerdo? Es simplemente una cosa que pasó. Estoy bien. No quiero que monte alboroto por eso.

—No pretendo abochornarte, si es eso lo que estás pensando.

—Pero usted sí me abochornaría. —La miraba con dureza, sin pestañear—. Así que, en serio, hágase cargo: si saca a relucir lo de Eddie, o lo de Cherryvale, yo haré ver que no sé de qué está hablando. Mi madre actuará igual, téngalo en cuenta. Sencillamente quedará como una loca.

Cora contempló su tostada rota. Myra. Vaya una madre deplorable estaba hecha. Y Leonard, un padre preocupado y ciego. Louise era allí la verdadera huérfana. Cora había tenido a los Kaufmann.

Louise dejó el cuchillo en la mesa y lo hizo girar ociosamente como si fuera un dial.

—¿Lo que acaba de decir es verdad? ¿En serio no va a contarle a la señorita Ruth lo de anoche?

—En serio.

Louise fijó la mirada en su plato, en la tostada sin comer. Parecía demasiado confusa para sentir agradecimiento.

—Bien —dijo por fin—. Entonces iré a clase. Ahora haré la maleta. —Empujó el plato hacia Cora—. No puedo comerme esto. Lo siento.

—Deberías comer algo. Aunque solo sea la naranja. Pasarás cinco horas en clase. Y después saldrás de viaje.

—No lo retendría. —Echó atrás la silla y se levantó.

Cora alzó la mano. Louise la miró, con expresión aturdida. Se inclinó a un lado y se apoyó en el respaldo de la silla para no perder el equilibrio.

—¿Qué?

—Estoy preocupada por ti —dijo Cora.

—No tengo apetito.

—No es por eso, Louise. Estoy preocupada por ti.

Aunque su objetivo no era decir la última palabra, esa fue la única vez que lo consiguió. Louise se limitó a dejar escapar una risa grave antes de darse media vuelta y abandonar la sala.

Apenas hablaron en el camino a la clase. Louise andaba con sorprendente normalidad, incluso con tacones, con la bolsa de viaje balanceándose colgada de su hombro. Pero sí aceptó la propuesta de Cora de parar a comprar unas aspirinas, así como una manzana para llevarla en la bolsa. Para cuando bajaron al estudio por la escalera, daba la impresión de sentirse única y exclusivamente bajo los efectos de una buena noche de sueño. Al salir del vestuario, sonrió a Ted Shawn y saludó a St. Denis, dándole alegremente los buenos días. Así y todo, Cora se quedó allí un rato más, observando los ejercicios de calentamiento desde la silla metálica del rincón. Cualquier preocupación que pudiera albergar desapareció enseguida: Louise exhibía los movimientos elegantes y precisos de siempre, y cuando por fin lanzó una mirada hacia el reflejo de Cora en el gran espejo, lo hizo con irritación, o quizá con algo peor. Cora, al ver que su vigilancia no era bien recibida, se encaminó hacia la puerta.

El camino de regreso al apartamento se le hizo especialmente largo y caluroso. Nada más llegar llenó la bañera. No necesitaba lavarse el pelo, pero en cuanto se sumergió en el agua tibia, hundió la cabeza y sus rizos se desplegaron, ingrávidos, en torno a ella. Ya sola por fin, se permitió llorar. Llevándose la mano a la nuca, se acarició el vello con los dedos. Pronto volvería a casa; al cabo de unos días regresaría a su vida real. ¿Y qué había conseguido? Con Louise, nada. Y nada consigo misma. Había viajado hasta allí con la esperanza de que encontrar a su madre o su padre, o como mínimo saber algo de ellos, le proporcionara cierta satisfacción, o al menos le indicara el camino para ser más feliz. Siempre había supuesto que esa primera pérdida, no recordada, que tuvo lugar incluso antes de su viaje en tren, era la raíz de su desdicha. Pero tal vez no era muy distinta de cualquier otra persona criada con sus padres de verdad, con hermanos y hermanas y un apellido compartido. Quizá su orfandad no era más que una excusa. Porque ahora conocía el nombre de su madre y el de su padre, sabía todo lo que necesitaba saber, y no percibía ninguna diferencia.

Había envidiado mucho a Louise.

Tras salir de la bañera, con el pelo chorreando, corrió la cortina del dormitorio y encendió el ventilador eléctrico, no solo por el frescor sino también por el zumbido que ahogaría los sonidos que entraban por la ventana abierta, los motores revolucionados y el petardeo en la calle. Se tendió, refrescada por el agua, desnuda bajo la sábana, y se propuso firmemente serenarse. Necesitaba dormir, recuperar las horas de sueño que había perdido esa noche, e intentó pensar en su porche circundante de Wichita. En apenas una semana estaría sentada en el balancín del porche delantero con Alan, bebiendo limonada y contemplando el gran roble del jardín, y saludando a los vecinos que pasaban por delante a pie o en coche. Haría lo que siempre había hecho, y volvería a la vida que conocía. Pero incluso mientras intentaba recrear en su cabeza las imágenes de Wichita, incluso mientras procuraba creer que la corriente de aire del ventilador era la brisa fresca del otoño en su propio jardín delantero, mantuvo los ojos abiertos durante un rato, fijos en el techo bajo, con la expresión de una persona atónita.

Cuando por fin la venció el sueño, durmió mucho rato. Despertó con el pelo seco como una madeja de lana, casi todo aplastado entre la cabeza y la almohada. Y tenía hambre. Mucha hambre. Consultó el reloj con los ojos entornados, ahogó una exclamación y saltó de la cama. Estaba ya medio vestida cuando cayó en la cuenta de que no llegaba tarde a ningún sitio. Louise iba de camino a Filadelfia, bajo control hasta la tarde del día siguiente.

Se sentó en la cama, pasándose los dedos por el pelo enmarañado de la parte de atrás de la cabeza. Tenía esa noche para ella, para hacer lo que quisiera. Por de pronto, debía comer.

Media hora después estaba sentada a la barra de la cafetería, esperando a que Floyd Smithers se dignara a reconocer su presencia. Sabía que simplemente fingía no verla; aún no era la hora de la cena y en la barra solo había otros tres clientes, una pareja de ancianos y un hombre de negocios. Floyd iba de uno a otro, ofreciendo más café y ceniceros limpios. Cora esperaba, con paciencia, contemplando el menú, aunque para entonces estaba más que hambrienta; estaba tan famélica que no podía ni pensar.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó él por fin, de pie ante ella. En su rostro no se advertía el menor asomo de sonrisa.

—Floyd. —Cora dejó el menú y se inclinó un poco sobre la barra.

Mirando por encima de ella, Floyd recorrió el restaurante con la vista.

—Oiga —susurró, mirándola de soslayo—. Por favor, no me cause problemas aquí. Lo siento, ¿de acuerdo? Créame, lo siento. Y sé que está enfadada. Lo sé.

Cora advirtió entonces lo cansado y ojeroso que estaba. También para él había sido una larga noche.

—No quiero causarte problemas —susurró ella—. Solo quiero decirte… —Miró por encima del hombro. Los dos ancianos se reían de algo, algo personal. Nadie escuchaba. A nadie le importaba—. Solo quiero decirte —probó de nuevo— que Louise me contó que tú no… que no pasó nada. —Sintió el calor en las mejillas—. Estuve demasiado dura contigo. Un poco. O sea, sabías que Louise es joven. No deberías haber permitido que se escapara y se reuniera contigo de esa manera. —Ella sostuvo su mirada, fijándose en sus largas pestañas, el leve salpicón de pecas en la nariz—. Pero gracias por llevarla a casa.

Cora lo había sorprendido. Al mirarlo a la cara, eso fue lo único que vio, las arrugas en su frente joven mientras la observaba. Sonó la campanilla de la ventana de la cocina, y Floyd se volvió para recoger el pedido. Cora examinó de nuevo el menú, deteniéndose en una detallada descripción de algo llamado «megasándwich». Finas lonchas de rosbif. Queso emmental. Una mezcla especial de hierbas y especias. Pan recién hecho.

Floyd reapareció ante ella con una expresión menos tensa.

—Para que lo sepa —susurró—, yo no quería que la noche acabase así. —Golpeteó el borde de la barra con su bloc, expulsando el aire entre los dientes—. Pensé en llevarla a algún sitio de adultos. Ya me entiende, para impresionarla. En fin, hice el tonto, eso desde luego. En cuanto entró allí, empezó a tratarme como a un hermano pequeño. Se puso a hablar con otros hombres, algunos de ellos individuos de armas tomar, ya me entiende. Mucho mayores que yo, para su información, y luego no había manera de sacarla de allí. Se negaba a escucharme. Apoyé la mano en su brazo y casi me la arranca de un mordisco. No sabía qué hacer. —Parpadeó lentamente, agotado—. Nunca he visto a una chica beber así.

Cora deseó alargar el brazo y darle una palmada en la cabeza, tal como haría quizá con uno de sus propios hijos después de confiarle este algún mal de amores. Imaginó la escena en el bar clandestino, el cambio en Louise tan pronto como consiguió entrar, y el creciente pánico de Floyd al tomar conciencia del lío en que se había metido. Era mayor que Louise, pero no tendría más de diecinueve años, veinte a lo sumo. Un muchacho atractivo y decente. Louise, en sus propias palabras, le venía un poco grande. Y sin embargo Floyd había esperado allí, tal vez durante horas, para asegurarse de que ella volvía a casa.

—Yo solo quería conocerla. —Arrugó la frente, pasando un paño por la barra—. Y usted no iba a permitirlo. No iba a dejar que yo la invitara a salir. Lo sabía. Es la chica más guapa que he visto en la vida. Todos los días estaba aquí esperando a que ustedes entraran, pensando en ella a todas horas. No sabía qué otra cosa hacer.

Cora asintió. El chico tenía razón. Jamás le habría permitido que invitara a Louise a salir. De modo que él había buscado la única solución posible.

—Lo siento —dijo ella—. Lo siento por todo, por este lío. Y me alegro de que seas un buen chico. —Hizo una pausa tan larga como pudo—. Y me gustaría tomar el megasándwich, por favor.

El paño se detuvo.

—¿Cómo?

—Un megasándwich. —Señaló la descripción en el menú—. Y un vaso de leche, por favor.

Él la miró con extrañeza. A ella le dio igual. Había dicho que lo sentía, y lo sentía, pero ahora tenía tal hambre que de buena gana se habría acercado a la pareja de ancianos y se habría comido el panecillo con mantequilla del plato del hombre.

Se bebió la leche en cuanto llegó, notando cómo el frío le llenaba el estómago. De inmediato notó que el corsé la oprimía. Pero eso no era así. El corsé no oprimía. No se movía. Siempre permanecía igual. Era su vientre el que se agrandaba, se expandía con un simple vaso de leche. Dejó el vaso y cambió de posición en el taburete, intentando respirar hondo. Ni siquiera había comido aún. Tenía, al parecer, dos opciones: el hambre o, si tomaba una comida entera, una mayor reprimenda del corsé. El apremio desde el interior o la opresión desde el exterior. ¿Qué era peor? Sabía que estaba cansada del hambre. Eso era lo único que sabía.

Era última hora de la tarde cuando salió a la calle, con el peso del megasándwich —que le había parecido delicioso— en el estómago, sin respirar muy hondo para compensar la tirantez en la cintura. Pese a lo llena que se sentía, no estaba cansada, y dada la duración de su siesta sabía que no lo estaría durante un tiempo. Los edificios tapaban el sol, ya bajo, pero la acera y las paredes de ladrillo irradiaban calor. Podía volver al apartamento, pero ya había terminado su libro. No tendría nada que hacer. Podía comprar una revista, supuso. Pensó que se alegraría de la noche libre, la paz, pero en realidad una noche sin Louise era lo mismo que una noche con Louise, y no muy distinta de tantísimas noches en su vida: horas que sobrellevar, horas que llenar. ¿Cuánto hacía que se planteaba la vida en esos términos?

Decidió ir al cine. Sabía que casi cualquier película que viese la proyectarían en Wichita en unas pocas semanas, y que esa no sería una buena manera de aprovechar al máximo el poco tiempo que le quedaba en Nueva York. Pero solo quería mantenerse ocupada, sentarse en la oscuridad y el relativo frescor, mirando una pantalla tan grande y cercana que todo lo que se proyectara en ella abarcara la totalidad de su visión, otro mundo hecho realidad. Se acercó a un cine y eligió una serie de cortos de Buster Keaton, esperando reírse o al menos no pensar durante unas horas. Eso era lo que necesitaba. Algo ligero. Y tiempo para no hacer nada, para no pensar.

El cine no tenía una orquesta completa, sino solo un pianista y un oboísta tocando uno junto a otro a la derecha del escenario. Cuando empezó el primer rollo, los dos músicos miraron la pantalla con una sonrisa e interpretaron una música alegre, rápida. Keaton, en el papel de héroe, encontraba una cartera, se la devolvía al dueño y lo acusaban de intentar robarla. Intentaba comprar muebles de segunda mano y lo acusaban también de robarlos. El oboe gorjeaba. El piano lo acompañaba. Cora oyó reír a la gente alrededor, captando todos el chiste: hiciera lo que hiciese, Keaton estaba condenado a ser tomado por un delincuente. El pianista saltó a unos acordes más dramáticos cuando Keaton, encendiendo un cigarrillo, lanzaba accidentalmente la bomba de un anarquista en un desfile de policías. El oboe entró con una briosa melodía cuando el cuerpo entero de la Policía iniciaba la persecución. Cora permaneció quieta y en silencio. Entendía que la película era graciosa, sencilla, y que cualquier otra noche tal vez se habría reído.

Estaba tomándose las cosas demasiado en serio, permitiendo que su humor sombrío se filtrara en todo, incluso en aquello que era supuestamente ligero y gracioso.

Al final del corto, Keaton se las arreglaba para meter a todo el cuerpo de policía en la cárcel, encerrándolo y quedando él fuera, libre como merecía. Era un buen final, pensó Cora. Pero no acabaría así. Una chica guapa le dirigía una mirada de desaprobación, y a él le bastaba eso para abrir la puerta y soltar a sus perseguidores, confusos. La policía liberada metía a Keaton en la cárcel y lo dejaba allí encerrado para siempre.

La palabra «Fin» aparecía labrada en una lápida. La gente se rio, aplaudió y pidió más a gritos, mientras Cora, alegrándose de la oscuridad circundante, mantenía la mirada fija en la pantalla con expresión lúgubre.

Fue a pie y tardó más de dos horas en llegar. Podría haber tomado el metro, pero al principio, cuando inició la caminata, se dijo que solo daría un paseo. No era una idea tan descabellada. Aún quedaba mucha luz en el cielo, y para cuando cruzó la calle Cincuenta y Siete, el aire ya era lo bastante fresco como para que un mosquito zumbara cerca de su oído y a continuación le picara en la nuca. En ese momento tomó conciencia de que había caminado en una misma dirección, y que tenía un destino en mente. Andaba deprisa, manteniéndose al ritmo de los transeúntes en las aceras, los neoyorquinos con rumbo fijo. Dejó atrás manzana tras manzana, edificio tras edificio, travesía tras travesía en medio de los bocinazos y el rugido del tráfico, percibiendo la creciente oscuridad de la tarde veraniega, el aire tórrido, sin brisa, las ampollas que se formaban ya en sus talones, y sobre todo el empeño con que seguía adelante, la mandíbula por fin relajada, impulsada solo por una claridad tan nueva y nítida que se asemejaba a la alegría.

Apuntando a la ventana de la segunda planta, junto a la puerta que él había señalado, arrojó uno tras otro los guijarros por encima de la verja de hierro. No se le ocurrió otra cosa. Pero la ventana se encontraba a seis o siete metros de altura, y en la mayoría de sus lanzamientos ni siquiera alcanzó a dar en el anexo. Sí atinó dos veces en la escalera metálica, y le preocupó el ruido que hacía, y si las monjas estarían dormidas. La calle se hallaba en silencio, salvo por algún que otro coche que pasaba, y las aceras casi desiertas. Cuando aparecía alguien, ella se volvía hacia la calle, escondiendo los guijarros tras la espalda. Saludaba con un parco gesto de cabeza a las mujeres y no prestaba la menor atención a los hombres, mirando repetidamente al otro extremo de la calle como si esperara un taxi. Pero a saber qué pensarían al verla: una mujer de mediana edad, sin anillo ni acompañante ni bolso, de pie en plena calle. Sintió un creciente nerviosismo. Pero daba igual lo que pensaran. Eso ahora lo entendía: no existía ningún motivo racional por el que preocuparse.

Las cortinas de la ventana estaban corridas, pero veía el resplandor de una lámpara. Esperó, atenta a cualquier movimiento.

Se quitó el guante derecho para apuntar mejor. Con el siguiente guijarro acertó en la puerta. Había una luz junto a ella, una única bombilla en una lámpara sujeta al marco. Insectos alados rondaban su resplandor, sin inmutarse por el guijarro. El siguiente lanzamiento tocó de refilón la vertiente del tejado. Era el corsé, que le limitaba el movimiento del brazo. Se acordó de cuando jugaba a las gracias en el establo con mamá Kaufmann, de cómo a veces parecía conseguir que el aro ascendiera como debía por pura fuerza de voluntad.

El siguiente guijarro dio en la puerta.

Él abrió. Cora contuvo la respiración. Se le ocurrió entonces que pese a su calvicie, y su corta estatura, en general nadie lo consideraría un hombre poco apuesto, y existía la posibilidad de que no estuviera solo, y de que ella acabara humillada. Él salió al pequeño descansillo y miró hacia el patio a oscuras, su rostro iluminado a medias por la bombilla. Cora sonrió, ya entonces, antes de que él la viera. Tenía un libro en una mano, los dedos entre las hojas, marcando el punto. Agitó la otra mano entre la nube de insectos. Ladeó la cabeza.

Ella saludó con la mano.

—¿Cora?

Él levantó un dedo, le pidió que esperara y desapareció tras la puerta. Poco después volvió a salir sin el libro. Bajó por la escalera al trote, acompañado del tintineo de las llaves, y saltó los últimos tres peldaños.

—Qué agradable sorpresa —dijo. De nuevo parecía alegrarse de verla. Ya buscaba la llave entre las demás.

Ella, apoyándose en la verja, se sujetó con ambas manos a los barrotes, que notó aún calientes a causa del sol.

—Yo solo… pasaba por aquí… —Se interrumpió. Eso era una mentira absurda. Casi había anochecido. ¿Qué iba a hacer ella allí? No. Esta vez no tenía excusa. No había radio que comprar, ni favor que pedir. La verdad era esta: había recorrido sesenta manzanas sin otra razón que el deseo de verlo. Daba igual si se marchaba al cabo de una semana. Era precisamente porque sabía que se marchaba por lo que no tenía tiempo para andarse con remilgos.

—Esta noche estoy libre —dijo con un balbuceo—. Me preguntaba si usted también lo estaría.

Eso bastó. Él asintió, y a continuación abrió la verja.