A pesar del calor, y del hecho de que otros estudiantes de danza ya salían por la puerta, Cora esperó fuera hasta las tres en punto antes de entrar a buscar a Louise. Solo quería disponer de unos minutos más para recomponerse antes de lo que prometía ser una larga velada protegiéndose las recientes heridas, todavía abiertas y sangrantes, de la sal de las provocaciones de Louise. La única manera de hacerlo, decidió, era fingir, incluso ante sí misma, que no estaba en absoluto herida. Sería disciplinada en sus pensamientos, y no se permitiría pensar en Haverhill, Massachusetts, ni en espinas en el costado, ni en que sentía el corazón físicamente hinchado de dolor. Al menos no empezaba un fin de semana, con dos días enteros a cargo de Louise por delante. A la mañana siguiente la acompañaría de nuevo a la clase de danza y después regresaría al apartamento vacío, donde, durante cinco benditas horas, podría entregarse a su pena en privado.
No deseaba estar sola. Si acaso, hubiese querido hablar con Joseph Schmidt, sentados en la farmacia tomando una naranjada. Tal vez porque ya le había contado muchas cosas. Tal vez. Daba igual.
Por suerte, la Louise que esperaba esa tarde, la Louise hosca de después de la clase de danza, no sería difícil de sobrellevar. Louise solía estar demasiado cansada para provocarla conscientemente en el regreso a pie bajo el calor de la tarde. Si hablaba, no era para conversar con Cora, sino solo para informarla sobre diversos temas: la elegancia de Ted Shawn, la estupidez de los otros bailarines o lo impaciente que estaba por llegar a casa y darse un baño; nada que exigiese o siquiera esperase una respuesta u opinión por parte de su acompañante. Aquel día, para Cora eso sería lo mejor. Agradecería tanto el silencio como la distracción que le proporcionase el tema de conversación elegido por Louise. Simplemente no deseaba que le llevaran la contraria, no cuando aún recordaba el olor de las rosas de la Gran Estación Central y la espalda arrugada del vestido de Mary O’Dell al subirse al tren, no cuando se sentía tan patética, todavía enarcando las cejas y tragando saliva para no echarse a llorar en la esquina de la calle Setenta y Dos con Broadway.
Solo esperaba que la clase de danza de ese día hubiera sido especialmente intensa, y el calor extremo.
Pero cuando por fin entró y empezó a bajar hacia el sótano, Louise la llamó desde el pie de la escalera, y a continuación echó a correr para recibirla a medio camino. Le brillaban los ojos, sonreía de oreja a oreja, y aunque aún vestía el equipo de danza, se la veía más eufórica que agotada.
—¡Me han elegido! —Aferró a Cora por el codo con una mano caliente y húmeda—. ¡Para la compañía, Cora! ¡Me han elegido! La señorita Ruth ha vuelto, y han tomado la decisión. Está esperándola en el estudio para hablar con usted. Solo han elegido a una alumna para unirse a ellos. —Se señaló el pecho de su traje de lana empapado—. A mí.
—¡Vaya, Louise! —Cora entrelazó las manos—. ¡Cuánto me alegro por ti! —Era verdad. Por un momento, toda su decepción quedó olvidada. Cora sabía lo mucho que Louise deseaba una plaza, lo mucho que había trabajado para conseguirlo. Era un placer ver cómo un sueño se hacía realidad, aunque fuera un sueño ajeno.
—¿No es el no va más? ¿No lo es? Tengo que mandarle un telegrama a mi madre ahora mismo. Podemos hacerlo de camino a casa.
Una chica alta y delgada, de rostro estrecho, reluciente a causa del sudor, salió por la puerta del estudio. Al pasar junto a ellas en la escalera, lanzó una mirada hostil a Louise. Esta respondió con un gesto y una sonrisa.
—¿Quién lo habría pensado? —dijo en voz alta en dirección a la nuca de aquella chica—. ¡Precisamente a mí, tan bajita e insignificante! ¡La única elegida! —Cuando la otra chica desapareció en lo alto de la escalera, Louise, radiante, se volvió hacia Cora—. Quieren que empiece de inmediato. Me voy con la compañía a Filadelfia y actuaré allí mañana por la noche.
—¿Filadelfia? —Cora se apoyó en la barandilla de la escalera—. ¿Mañana? No lo entiendo.
—Sabía que no me creería. Ya se lo he dicho a ellos. La señorita Ruth se lo explicará. —Agarró a Cora por el codo, sin mucha delicadeza, y tiró de ella—. Venga y pregúnteselo usted misma. La está esperando.
Abajo en el estudio, Ruth St. Denis se hallaba de pie junto al piano en una postura perfecta, su cabello blanco recogido en un moño bajo, los pies descalzos casi del todo ocultos por el dobladillo de una falda larga y negra. Le confirmó a Cora que lo que le había contado Louise era, en efecto, cierto. Louise debía ir a clase a la mañana siguiente con una bolsa de viaje para pasar la noche fuera. La compañía, que ahora incluía a Louise, partiría con destino a Filadelfia inmediatamente después de la clase. Tenía previsto que la actuación terminara tarde, y se quedarían a pasar la noche en un hotel de Filadelfia, pero saldrían temprano al otro día y volverían a tiempo para la clase de la mañana siguiente.
—No tiene por qué preocuparse —le dijo a Cora. Una pulsera de jade se deslizó hasta su codo cuando, como quitándole importancia, levantó la mano—. Yo también viajaré, y me responsabilizaré personalmente de Louise. —Se volvió hacia la muchacha—. Ella y yo compartiremos habitación.
Louise, aparentemente contraria aún a las sonrisas forzadas, consiguió mantener una expresión neutra.
—Y si lo de Filadelfia va bien —prosiguió St. Denis con la mirada fija en Louise—, todo el viaje, es decir, si Louise demuestra que es capaz tanto de adherirse al código moral de Denishawn como de cumplir sus exigencias estéticas, podría entrar en la compañía. —Se volvió otra vez hacia Cora—. Como miembro, podría instalarse en la pensión que usamos ya a finales de la semana que viene. Tenemos plantas independientes para los hombres y las mujeres, y nuestra propia acompañante, claro.
Louise miró a Cora con expresión amable.
—Así que ya puede volver a casa —dijo—. Podría marcharse mañana si quisiera. Seguro que no habría ningún problema.
Sin esperar la respuesta de Cora, se volvió y regresó al vestuario. Cora, estoica, la observó alejarse. Era evidente que, pese a que la formidable St. Denis acababa de erigirse en sustituta de Cora, Louise consideraba una buena noticia la prematura marcha de esta, quizá comparable al viaje a Filadelfia y la invitación a incorporarse a la compañía. Pues así era, pensó Cora. Se trataba de una buena noticia. Desde luego, ella no tenía motivos para quedarse más tiempo, ni el menor deseo. Ya había cumplido su objetivo en esa visita a Nueva York, en igual medida que Louise. Había viajado allí con preguntas y ya tenía las respuestas, por desalentadoras que fueran. Tal vez la pena que sentía ahora se aliviara cuando regresara a Wichita, y al final se alegrara de haber ido a Nueva York, dando gracias por haber podido al menos hablar con su madre, aunque solo fuera una vez, y por haber conocido el nombre de su padre. Y podía llevarse a casa el recuerdo de los espectáculos de Broadway y los viajes en metro y el edificio de sesenta plantas. Y podía llevarse a casa el recuerdo de Joseph Schmidt, del paseo por la calle con la radio en el cochecito de bebé, de su sensación de despreocupación y libertad, y también del contacto de los dedos de Joseph en su nuca, de su mirada en la de ella. Recordaría el deseo, sentido e inspirado. ¿Le perjudicarían en algo esos recuerdos? No lo sabía. Lo averiguaría cuando regresara.
Para cenar, Louise insistió en que se sentaran ante la barra de la cafetería de enfrente para que ella pudiera darle a Floyd Smithers la buena noticia y recibir una última clase de dicción. Cora accedió, en parte porque Louise merecía una celebración, en parte porque no se sentía con ánimos para discutir, pero sobre todo porque no le apetecía conversar, y menos con Louise, y supuso que Floyd sería una buena distracción. En eso no se equivocó. Durante media hora larga, Cora mordisqueó un sándwich de queso gratinado mientras Louise comía helado de vainilla con chocolate fundido y de vez en cuando sonreía ante el último y desesperado esfuerzo de Floyd por impresionarla. El muchacho se empleó a fondo. A sus otros clientes no les concedió más que la mínima atención indispensable, pero coronó el helado de Louise con una nueva capa de nata batida cada vez que ella lo pidió. También le dio una cereza al marrasquino de más, que ella chupó como si fuera una piruleta, asomando el pequeño tallo entre sus labios, hasta que le quedaron de un color rojo vivo, como si los llevara pintados. Cora no intervino ni siquiera entonces. Louise pronto sería problema de Ruth St. Denis, y quizá esta podría atajar la falta de decoro de la muchacha. Cora pronto se desentendería, y estaba más que dispuesta a pasar el relevo.
Solo cuando Floyd empezó a hablarle en susurros a Louise por encima de la barra, en voz tan baja que Cora no lo oía, esta se aclaró la garganta y anunció que se marchaban.
—¿Por qué? ¿Por qué tenemos que irnos? —Louise arrancó la cereza del tallo y la masticó como si fuera chicle—. Si usted quiere irse, me parece muy bien. Yo subiré enseguida.
—Tú vendrás conmigo ahora —dijo Cora, y el dolor que sentía en el pecho asomó a su voz, tornándola aguda y quebradiza—. Porque ya basta, Louise. En serio. Ya basta. —Se levantó y esperó. La expresión de su rostro debió de transmitir algo, ya que Louise, sin más protestas, se limpió la boca con una servilleta y le dio las buenas noches a Floyd.
Más tarde, ya en la cama, mientras intentaba leer las últimas páginas de La edad de la inocencia, Louise le preguntó por qué estaba tan molesta.
—Ha estado de morros toda la noche.
Estaba junto a la cama en camisón, que era de seda de color rosa claro, sin mangas, y apenas le llegaba a las rodillas. Parecía parte del ajuar de una novia, y Cora no concebía por qué o cómo lo había conseguido. Siguió leyendo, o intentando hacerlo, pero percibía la presencia de la muchacha a su lado, observándola. Para ser una persona a quien le gustaba taparse la cara con un libro tan a menudo, desde luego no parecía tener el menor inconveniente en interrumpir la lectura de otro.
—¿Qué pasa? ¿Debo temer algo? Da la impresión de que tiene ganas de pegarle una bofetada a alguien.
—No me pasa nada. —Cora alzó la vista y forzó una sonrisa. Pero le dolía la mandíbula, y cayó en la cuenta de que había mantenido los dientes apretados. Aun así, no estaba enfadada. No lo estaba. Solo sentía tristeza, una profunda decepción, cansancio después de aquel día lamentable.
—Según mi madre, las arrugas salen por poner caras como esa. O sea, no a usted en particular, a todo el mundo. No diga luego que no se lo he advertido.
Se puso los zapatos de tacón, cruzó el dormitorio hacia el cuarto de baño acompañada de un taconeo y cerró la puerta. Cora volvió a fijar la mirada en su libro. Si Louise quería ver cómo le quedaba el camisón con zapatos de tacón, estaba en su derecho, siempre y cuando permaneciera en el cuarto de baño. No le apetecía iniciar una discusión. Solo quería que la dejara tranquila, leer su libro en paz. Pero incluso el libro le causaba malestar. Louise tenía razón sobre el héroe, que no era un héroe en absoluto: ni siquiera ahora que era viejo, ahora que la esposa a quien no había amado llevaba mucho tiempo muerta, ni siquiera así podía hacer acopio de fuerzas para mirar a los ojos a su verdadero amor, también ya vieja. Cora leyó con los ojos entornados. Un final espantoso para un libro. Sin embargo absorbió cada palabra, a pesar del dolor en la mandíbula, a pesar de que la vista se le empañaba. Cuando terminó de leer la última frase, cerró el libro y cruzó los brazos, con la mirada fija en la pared de color verde guisante. Un final terrible para un libro. Un hombre necio, un desperdicio. Notó su propio ceño fruncido, las arrugas que se formaban en su cara. Posiblemente Louise y su madre tenían razón: estaba forjándose ella misma un rostro avejentado. Y ahora Cora sabía exactamente cómo envejecería, cuál sería su aspecto al cabo de veinte años, quizá menos. Se parecería a Mary O’Dell.
Louise abrió la puerta del baño. Se quedó en el umbral, inmóvil y en silencio, aguardando obviamente a que Cora alzara la vista. Cora así lo hizo, irritada, pero entonces Louise desvió la mirada, quedando prendido en su boca un mechón de pelo negro. Se balanceaba calzada aún con los zapatos de tacón, y el dobladillo del camisón se movía en torno a sus rodillas.
—¿Se ha enterado del tiroteo de anoche?
Cora negó con la cabeza, pese a que Louise miraba aún en otra dirección. Louise volvió a posar la vista en ella, esperando.
—No —contestó Cora—. No sé nada.
—Ah, bueno. Seguramente saldrá mañana en los periódicos. Una chica lo ha comentado en clase. Fue a solo una manzana de donde ella vive. —Se sujetó al marco de la puerta y se descalzó. Ha contado que a un agente de la Prohibición le llegó un soplo sobre un alambique, y cuando la Policía entró a comprobarlo, alguien empezó a disparar. Mataron a un muchacho en la escalera. Esa chica de mi clase ha dicho que había sangre y quizá sesos por toda la entrada.
Cora entrecerró los ojos, y el pensamiento se le fue directamente a Howard y Earle, como siempre sucedía cuando oía hablar de un chico, cualquier chico, herido o muerto.
—Es horrible —comentó.
—Sí. —Louise se acercó a la cama, con un zapato en cada mano. Ha dicho que su barrio da miedo desde que empezó la Prohibición. Ha dicho que antes esas cosas no pasaban. Era un sitio seguro.
Cora asintió, de nuevo recelosa. Sin duda, Louise tenía una intención oculta. Buscaba pelea.
—Eso no lo tengo tan claro —musitó Cora. Se deslizó entre las sábanas hacia los pies de la cama y apoyó la cabeza en la almohada—. Es una lástima que ese chico decidiera mezclarse con el tráfico de alcohol y los alambiques.
—No es el caso. —Louise dejó caer los zapatos a su lado de la cama—. No tenía nada que ver con el alambique. Solo vivía en el edificio con su familia, y casualmente estaba en el portal. La chica de mi clase ha dicho que lo conocía de toda la vida, y que era un buen chico.
Cora, callada, escuchó el ventilador en rotación. No se dejaría arrastrar a una discusión. Esa noche no se sentía con ánimos para eso.
Louise dejó escapar un suspiro a la vez que se tendía en la cama, exhalando un olor a dentífrico y polvos de talco. Por la noche hacía tanto calor que se tapaban solo con la sábana, dejando la fina colcha de algodón plegada a los pies de la cama.
—Es una estupidez —comentó Louise, subiendo la sábana—. La gente sigue bebiendo. Y siempre beberá. La gente quiere beber. Y no hay más que hablar. —Miró de soslayo el cuello del camisón de Cora—. ¿Se duerme cómoda con eso? O sea, con ese encaje en el cuello. No puede ser cómodo. ¿Y qué opina su marido?
Cora no contestó. Alargó el brazo hacia la lámpara. No mordería el anzuelo, ni por el camisón, ni por la Prohibición, ni por nada. Solo quería dormirse, no sentir nada, dejar que ese largo día llegara a su fin.
Y se durmió casi en el acto. Pero empezó a soñar, y a la mañana siguiente recordaría un sueño, y seguiría recordándolo durante mucho tiempo: iba aún en camisón —notaba el encaje en el cuello, la suavidad del algodón en las piernas—, pero volvía a estar sentada a la mesa del comedor en Wichita. Estaban allí con ella Alan y Raymond Walker, los dos trajeados, bebiendo té. La trataban con amabilidad, manteniendo una agradable conversación, pero Alan tenía una mano debajo de la mesa, y Raymond Walker también, y ella sabía, por la expresión de sus rostros, que en ese momento se desarrollaba algo ilícito que ella no veía. No miró debajo de la mesa porque no era necesario. Lo adivinaba por las sonrisas y las muecas pícaras de ellos. Y estaba furiosa, furiosa por aquello. Pero entonces se llevó la taza a los labios, y era cerveza, que en su sueño tenía un sabor dulce, como el té con miel. «Como oro líquido», dijo Alan, levantando la taza en ademán de brindar, brindar, al parecer, por ella. Oyó sirenas fuera, cada vez más cerca, quizá sirenas reales de Nueva York en las calles oscuras que formaban parte del sueño, pero tenía sed, mucha sed, de manera que dejó de estar furiosa y de preocuparse por las sirenas y bebió un largo trago de su taza, y la dulzura de la cerveza era tan perfecta, tan fresca y prodigiosa, que echó atrás la cabeza para apurar la taza. Alan sonrió y dijo que no le pasaría nada. Tendrían que permanecer ocultos, pero no eran malas personas. Eran solo personas que querían una copa.
Nunca supo qué la despertó. Después comprendió que la habitación llevaba horas en silencio, sin el menor movimiento aparte del ventilador en rotación. Pero por alguna razón, quizá debido al calor, quizá a causa del petardeo de un coche, recobró la conciencia en la oscuridad, aún con los ojos cerrados. Permaneció inmóvil durante un rato, recordando el extraño sueño y el dulzor imaginado de la cerveza. No era más que un sueño, no un recuerdo. Por la calle pasó un coche, seguido de otro con el motor más ruidoso, y abrió los ojos. La fina cortina resplandecía, iluminada por una farola de luz anaranjada, y volvió la cabeza en dirección contraria, con cuidado para no molestar a Louise. En las últimas semanas se había acostumbrado a compartir la cama con otro cuerpo, a permanecer confinada en un lado, sin extender los brazos y las piernas como hacía en su amplia cama de Wichita. De modo que aguzó la vista en la penumbra para localizar la cabeza de Louise, para calcular de cuánto espacio disponía.
Solo vio la tela blanca de la almohada.
Se incorporó, para cerciorarse, y recorrió la sábana con la mano.
—¿Louise?
El ventilador giraba. Alargó el brazo para encender la lámpara, protegiéndose los ojos del resplandor con la mano. El cuarto de baño estaba a oscuras. Apartó la sábana y se levantó de la cama.
—¿Louise? ¿Estás ahí? Contesta.
Miró en el cuarto de baño, solo para asegurarse, y se dirigió rápidamente a la cocina. En la sala de estar encendió la lámpara baja. El gato siamés del cuadro la miró.
Volvió a toda prisa al dormitorio y agarró bruscamente el reloj de la mesilla de noche. Las tres y veinte. Se recogió el largo camisón, apoyó una rodilla en la cama y miró por encima del borde del lado opuesto, allí donde Louise había dejado los zapatos hacía apenas unas horas. No estaban. Claro que no estaban. Louise los había dejado allí a propósito, audazmente, justo delante de ella. ¿A qué hora había sido eso? ¿A las diez? Hacía más de cinco horas, y no había forma de saber cuándo se había marchado. Cora se acercó a la ventana y, descorriendo la cortina, miró hacia la calle. Incluso a esa hora de la madrugada había gente, hombres y mujeres paseándose por la acera, parando taxis, formando corrillos en las esquinas. Vio unas cuantas ventanas iluminadas en el edificio de enfrente, pero la cafetería estaba cerrada, su letrero eléctrico apagado, sus cristaleras oscurecidas. Desde la acera, un hombre sin chaqueta la saludó con la mano mientras sus dos amigos reían, como si, a pesar de todas las chicas de rodillas desnudas que rondaban por la calle, fuese Cora la que daba el espectáculo para ellos, luciendo su remilgado camisón con la cinta en el cuello, el cabello suelto hasta los hombros. Se apartó de su vista, con el corazón acelerado, y cruzó los brazos ante el pecho.
No sabía qué hacer. ¿Despertar a los vecinos? Las pocas personas que había visto en el rellano y la escalera ni siquiera saludaban. ¿Debía bajar a la calle y empezar a gritar? ¿Preguntar a un desconocido cómo localizar a la Policía? Para que hicieran ¿qué? ¿Tomar nota de la denuncia? Se rozó con los dedos el cuello de encaje, la piel de la garganta. No. No había razones para alarmarse realmente. Louise estaba bien. Debía de haber salido para divertirse, pero volvería pronto, y cuando lo hiciera Cora le echaría un buen rapapolvo, un rapapolvo tremendo, diciéndole lo mucho que la había asustado y lo estúpida que había sido saliendo sola en la ciudad de Nueva York en plena noche. ¿Acaso no sabía que bastaba con que Cora le dijese una palabra al respecto a Ruth St. Denis, solo una, y Louise podía olvidarse de Filadelfia y de la incorporación a la compañía?
Cora apagó la lámpara para poder asomarse de nuevo por la ventana sin ser vista. Esa chiquilla estúpida, pensó mientras, preocupada, recorría la calle con la mirada. Quizá sí debía decírselo a St. Denis. A Louise le estaría bien empleado tener que volver a Kansas, perderlo todo por su comportamiento infantil. Pero a la vez que lo pensaba, sabía que si Louise volvía, no le diría nada a Ruth St. Denis. Louise necesitaba un escarmiento, sí, pero Cora no quería que lo perdiera todo, no cuando estaba tan cerca, cuando había sido la única alumna elegida.
Cuando por fin los vio, no sabía cuánto tiempo había pasado: dos siluetas moviéndose de una manera extraña por la acera, la más alta casi recta, medio sosteniendo, medio arrastrando a la otra; la de menor estatura, inclinada, llevaba un vestido sin mangas de color claro. Cora apretó la frente contra la ventana, ahuecó las manos en torno a los ojos y vio el cabello negro y corto. Tomó la llave y, descalza, corrió escalera abajo, agarrando la estrecha barandilla y deslizando la mano por ella alternativamente. Oía su propia respiración cuando llegó al primer descansillo, e hinchaba las aletas de la nariz como un toro rabioso. Llegó al pie de la escalera, atravesó el suelo sucio del vestíbulo e intentó abrir la puerta de la calle, tomando conciencia en ese momento de que por la noche echaban el cerrojo. Lo descorrió y dio tal empujón a la puerta que esta batió contra la pared exterior.
—Ah. Hola.
Ante ella, en la escalinata cubierta, Floyd Smithers, con la pajarita colgando del cuello, permanecía muy quieto, haciendo lo posible para sostener a Louise, que se desplomaba contra él como una muñeca de trapo. Vestía aún el camisón, con los zapatos de tacón. Levantando la cabeza, miró a Cora entre los párpados medio cerrados.
—Joder —dijo—. Con ella no. Por favor. Llévame a cualquier otro sitio. Con ella no. Ahora no. —Miró a Cora con expresión ceñuda—. Ese camisón es horrible, por cierto. Se parece a la pastorcita del cuento.
Floyd cruzó una mirada con Cora. Se le veía alarmado, y totalmente sobrio.
—Solo quería traerla a casa —dijo.
Por un momento, Cora ni siquiera pudo hablar. Sintiendo en la palma de la mano la llave afilada de la puerta, deseó arañar aquella agraciada cara de universitario. Él era el culpable de eso, aún más que Louise. Ahora Cora sabía de qué habían hablado en susurros por encima de la barra durante la cena. Floyd lo había tramado todo, llevarse a una niña de quince años sola y emborracharla hasta que no se tuviera en pie, para poder… ¿qué? La noche aún era cálida y bochornosa, pero Cora sintió un escalofrío de auténtico miedo.
—Eres repugnante —dijo entre dientes—. Debería llamar a la Policía.
Floyd cabeceó.
—Yo no quería… —Louise empezó a caer hacia un lado, y él separó las piernas para no perder el equilibrio.
—Adivino tus intenciones. —Cora se situó junto a Louise, bajo el brazo desnudo y flácido de la muchacha—. A partir de aquí ya me ocupo yo, gracias. Pero descuida, pronto recibirás noticias mías. Y de las autoridades. Es una niña, quince años. Tú eso ya lo sabías.
Floyd se desprendió de Louise y se apartó. La muchacha apoyó todo su peso en Cora y ambas se tambalearon hacia atrás, casi cayendo contra la pared. Louise, para ser tan menuda, pesaba una barbaridad, su cuerpo denso como una esponja empapada, y costaba sujetarla a causa de lo resbaladizo que era el camisón de seda. Cora, tras enderezarse y rodear la cintura de Louise con el brazo libre, avanzó con cuidado hacia la escalera. Louise balanceó la cabeza y susurró algo indescifrable. Su aliento despedía un olor agrio a leche y piña.
—Floyd. —Cora apartó la cabeza, respirando entrecortadamente. No sabía si él aún estaba allí—. ¿Floyd?
—Sí.
Cerró los ojos.
—Hay que subir tres pisos. Necesito tu ayuda.
Al cabo de un momento, él estaba junto a ella. Puso un brazo bajo las rodillas de Louise y otro bajo sus hombros. Sin el menor comentario, se encaminó hacia la escalera. En cuanto empezó a subir, Louise comenzó a patalear y a golpearle la espalda, protestando entre dientes. En el segundo rellano se le cayó un zapato, pero Cora, que iba detrás, no lo recogió. No quiso. Tal vez el zapato siguiera allí por la mañana. O quizá no. Cora pensó que Louise merecía perderlo.
Ante la puerta, Floyd esperó, sin resuello, mientras Cora introducía la llave en la cerradura. Louise, un tanto reanimada tras el ascenso por la escalera, exhalaba audiblemente, pero lo hacía a propósito, en broma, lanzando su aliento acre a piña en dirección a la mejilla de Cora.
—¿Le gusta, Cora? —preguntó con los ojos medio cerrados, arrastrando la voz—. Es ginebra, eso es. Debería probarla alguna vez. Quizá así no sería tan pelmaza, no estaría tan tensa.
Cora abrió la puerta y se dirigió a la habitación a través de la cocina.
—Déjala en la cama —indicó, tirando de la cadenilla para encender la luz del dormitorio.
Floyd obedeció, sin mucha delicadeza, y luego se apartó, todavía sin aliento y con el rostro enrojecido. Cora observó que ya no se le veía arrepentido. De hecho, parecía haber adoptado el papel de víctima. Cora esperaba que no se sintiera en absoluto absuelto solo por haber subido a Louise por la escalera. Era lo mínimo que podía hacer.
—No ha pasado nada —aseguró—. Nada. Yo solo pretendía traerla a casa.
Cora lo miró fijamente, buscando algún indicio de auténtica sinceridad. Deseaba creerlo. Lo deseaba con desesperación. Pero en ese momento él era capaz de decir cualquier cosa con tal de librarse del peligro. El enrojecimiento en la piel quizá le diera un aspecto más joven, casi infantil. Tal vez no mentía. Pero ahí estaba el problema: era imposible saberlo.
Cora lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué sigues aquí?
Él levantó las manos, se volvió y abandonó la habitación a zancadas. Cerró de un portazo al salir. Louise se echó a reír otra vez, tendida de costado, con las piernas encogidas y las rodillas desnudas bajo el mentón. Pero de pronto se interrumpió y contrajo las finas cejas negras. Se llevó la mano al vientre y afloró en su rostro una expresión sombría, casi de miedo.
—Huy, huy, huy. Creo que voy a vomitar.
Cora frunció el ceño. Eso, supuso, era lo más cerca del arrepentimiento que podía llegar a estar la muchacha. No sintió la menor lástima por ella.
—Pues ve al cuarto de baño, por Dios. Y no pienses que voy a cargar yo contigo. Si no puedes andar, ve a rastras.
Para su sorpresa, eso fue lo que hizo Louise. Rodó sobre la cama y, boca abajo, alargó los brazos hacia el suelo. Mientras intentaba deslizar el resto del cuerpo hacia el suelo, perdió apoyo y cayó de frente, lo que hizo que se le levantara el camisón en torno a los muslos. Pero se recuperó. Con un lánguido gemido, fue a gatas como un bebé hacia el cuarto de baño a oscuras. Para alivio de Cora, llevaba ropa interior.
Cora la siguió hasta el baño y tiró de la cadenita para encender la luz. Dos relucientes cucarachas se escabulleron por el desagüe del lavabo, y Louise se tapó los ojos con la sangría del codo. Estaba tendida de costado junto al inodoro. Cora, con un ligero mareo y una sensación de enclaustramiento entre las paredes rojas del cuarto de baño, se apoyó en el borde del lavabo. Quería volver a la cama, dormirse otra vez, pero si deseaba respuestas, respuestas sinceras, debía obtenerlas en ese momento.
—¿Dónde has conseguido la bebida? ¿De dónde la ha sacado Floyd?
Louise sonrió, sus ojos aún ocultos detrás del brazo pálido.
—No lo sé. Yo solo lo he seguido. —Todo asomo de su nueva dicción había desaparecido—. Era un sitio pequeñísimo, Cora. Era como entrar en una cabina de teléfono, pero, llamando a la pared de una manera determinada, abren una puerta y se accede a un salón. ¿Verdad que es un buen truco?
—Un garito clandestino, entonces.
—Hay que ver con qué dominio habla del tema. Qué mundana. Me impresiona.
A Cora le entraron ganas de asestarle una patada. Tan furiosa estaba que de buena gana la habría agarrado y le habría dado una fuerte sacudida a fin de quitarle la borrachera lo suficiente como para que comprendiese la gravedad de la situación, así como el hecho de que su habitual beligerancia no sería tolerada en absoluto. Había andado por ahí con un chico, sin acompañante, y se había emborrachado. Cora tendría que telefonear a sus padres. ¿Y qué les diría? ¿Que su hija quizá había sido violada? ¿Querrían que Cora la llevara a un médico? Quizá Floyd no mentía. Quizá no la había tocado, y un médico podía garantizarles que no había habido violación. Cora juraría que no diría nada. Eso haría. Pero Louise debía poner fin a sus sonrisitas de suficiencia, dejar de comportarse como si todo aquello tuviese mucha gracia.
Louise se incorporó con la mano en la boca. Cora, que tenía poca experiencia con borrachos pero había atendido a su marido y sus hijos en incontables gripes, colocó la cabeza de Louise sobre el inodoro justo antes de que arrojara un chorro de líquido claro que olía más a bilis que a piña. Se vio obligada a apartar la cabeza para no vomitar ella misma, pero mantuvo las manos en los hombros estrechos de la muchacha. A cada nuevo espasmo, Cora le daba una palmada en la espalda.
—Es mejor echarlo —dijo—. Tú sigue. Sácalo todo.
Esperó hasta que Louise echó atrás la cabeza ante el inodoro, ya sin nada en el estómago. Tenía la nariz y las mejillas enrojecidas y los ojos opacos, como ciegos. Retrocedió a rastras hasta topar con la bañera, y allí se quedó sentada, con las piernas desnudas extendidas y abiertas, un tirante del camisón caído. Cora tiró de la cadena y se sentó también ella en el suelo, apoyando la espalda en la pared.
—Es asombroso —susurró Louise—. Me siento mucho mejor.
Cora cabeceó. Había hecho mal en darle palmadas en los hombros, ofrecerle consuelo y auxilio. Louise no sentía el menor remordimiento, ni había aprendido nada.
—Louise, esta es una situación muy grave. Tengo que hacerte unas preguntas y tú debes contestarme con sinceridad. ¿Se ha aprovechado de ti?
Louise fijó sus ojos oscuros en los de Cora, e incluso en ese momento, por increíble que pareciera, todavía con un hilo de baba en la barbilla, asomó a su mirada la condescendencia, la autosuficiencia. Esbozó una sonrisita burlona, pero negó con la cabeza.
—¿Louise? ¿Entiendes qué te pregunto? ¿Estás segura? ¿No se ha aprovechado de ti? ¿Entiendes qué te pregunto? ¿No te has puesto… en una situación comprometida, Louise? Eso te pregunto.
Louise levantó las manos como si hiciera un juramento.
—No me ha puesto en una situación comprometida. Sigo sin compromiso alguno.
Cora cerró los ojos.
—Gracias a Dios.
Louise se echó a reír otra vez, bajando la mano para enjugarse la mejilla.
—Es a mí a quien debe dar las gracias, ¿no le parece? Floyd no es mi tipo. Creo que yo le vengo un poco grande. —Guardó silencio por un momento y deslizó la lengua por debajo del labio inferior—. Otros hombres tenían más dinero para las copas.
—Ay, Louise. —Cora sacudió la cabeza.
—Ay, Cora. —Louise la imitó—. No se preocupe tanto por mi virginidad, por la posibilidad de que la pierda aquí en Nueva York. Le diré que ni siquiera me la traje en la maleta, para su información. Se quedó allí en Kansas, en algún sitio. —Estiró los brazos pálidos hacia arriba, arqueando la espalda, apartándola de la bañera—. Lamento decírselo ahora, cuando tan apasionadamente ha intentado cumplir con su deber. Ha sido un detalle adorable, de verdad. —Cruzó los brazos e hizo un mohín—. Pobre Cora. Pobre Cora, la muy tonta, con la misión de proteger mi virginidad. Era un encargo inútil, me temo. La perdí hace mucho.
Cora observó el rostro de la muchacha, sus ojos soñolientos. Quizá mintiera, sin más intención que turbarla. Pero Louise, si acaso, parecía menos cauta que de costumbre, menos dispuesta a actuar conforme a una estrategia. Por efecto de la bebida se comportaba con descuido, pero era sincera.
—Se la ve sorprendida. —Se tiró de un mechón de pelo negro para llevárselo a la boca, pero no le llegaba—. Supongo que ustedes las señoras de Wichita en realidad no saben gran cosa de mis paseos en coche a la iglesia.
Cora negó con la cabeza. No entendía el comentario. Louise puso los ojos en blanco.
—¿Eddie Vincent? —dijo.
Cora tardó un momento en reconocer el nombre.
—¿El señor Vincent? Era tu profesor de catequesis, Louise. Dijiste que te llevaba a la iglesia.
—Sí. Y hacía otras muchas cosas.
Cora tragó saliva, advirtiendo la expresión burlona de la muchacha, el desenfado en su voz. Como si no la avergonzara aquella insinuación. Era horripilante lo que parecía dar a entender.
—¿Qué estás diciendo? ¿No irás a decir que…? Louise, sé clara.
—Estoy diciendo que tuvimos una aventura, pedazo de tonta. —Se levantó el dobladillo del camisón y luego lo dejó caer otra vez sobre las rodillas—. Me regaló esto tan bonito. ¿Verdad que es una monada? Me sacó fotografías con esto puesto, realmente hermosas. Tiene buen ojo. Podría haber sido artista, pero su mujer se quedó embarazada.
Cora percibía la dureza de las baldosas debajo de ella, el aire caliente y sofocante del cuarto de baño.
—Louise, Edward Vincent es un hombre respetado en Wichita. Esa es una acusación grave.
—Yo no lo acuso de nada. —Se examinó el dorso de la mano—. Solo le digo que tuvimos una aventura. Fui su amante.
Cora buscó algún indicio de temor o pesar en los ojos de la muchacha, la mínima señal que pudiera inducir a pensar que mentía, o al menos que exageraba. Pero no la había. Se la veía muy segura de sí misma, incluso orgullosa.
—Ay, Louise. —Cora sintió náuseas—. Si eso es verdad, si eso tan horrible que me cuentas es verdad, no fue una aventura. No fuiste su amante. Edward Vincent es mayor que yo. Es profesor de catequesis. Tengo que decírselo a tu madre.
Louise bostezó y un trino de soprano escapó del fondo de su garganta.
—Bah, creo que ya está enterada. Sabía que me fotografiaba, que yo posaba para él. Pensó que quizá yo podría utilizar esos retratos para mi carrera. No entramos en detalles. —Dirigió a Cora una mirada de reproche—. No creo que quiera hablar con usted de eso. Probablemente no vería con buenos ojos que se tome usted semejantes… confianzas.
Cora se llevó la mano a la garganta. Era como si el vómito agrio y la ginebra hubieran llegado de algún modo a su propio estómago. Edward Vincent, repeinado y con sus sonrisas de suficiencia en la iglesia, sentado siempre en uno de los primeros bancos con su mujer. ¿Y Myra? ¿Qué clase de madre permitía a su hija posar para fotografías como esas? ¿Qué le pasaba a esa mujer?
—Louise —dijo en voz baja—, ¿estás segura de que tu madre conoce el alcance de lo sucedido? Me cuesta creer que una madre no hiciera nada si supiera que un hombre casado de mediana edad había puesto en un compromiso a su hija de catorce años.
—No me puso en un compromiso. ¿Por qué usa esa palabra una y otra vez, Cora? Follábamos, ¿lo entiende? —Desplegó una sonrisa feroz, y soltó una carcajada—. Me gusta follar. A usted quizá no, pero a mí sí.
Cora desvió la mirada. Si la muchacha se proponía escandalizarla con su vocabulario, con su despreocupada vulgaridad, lo había conseguido. Y era evidente que le divertía hacerse la mujercita moderna y liberada, dejando atónita y horrorizada a Cora, y a toda su generación. Pero cuando Cora se volvió y miró con severidad el rostro de la muchacha, vio, más que liberación, pura pose y fanfarronería, y debajo de eso una auténtica incertidumbre.
—No, Louise. No. Si lo que dices es verdad, Edward Vincent se aprovechó de ti. Tú eras una niña. Todavía lo eres.
—No sabe de lo que habla. He dicho que me lo pasaba bien, y así era. Me gustaba follar con él, Cora. Usted es tan vieja y está tan muerta que no lo entiende.
Cora se succionó los labios, tanto que le dolieron. Incluso borracha y frágil, sabía el punto exacto donde atacar y cómo hacerlo. Pero eso no importaba. En ese momento no.
—El pastor debe saberlo.
—¡No! No. No meta en un lío a Eddie. Dios mío.
—Todavía es profesor de catequesis.
—¿Y qué?
—¿Qué será de las demás chicas?
Louise dirigió al techo sus ojos oscuros.
—¿Qué pasa con ellas? Tampoco es que sea un obseso del sexo. Le gustaba yo en particular. No veo qué hay de malo en eso. Y si alguna otra chica lo consigue después, bravo por ella. Yo estoy en Nueva York. ¿A mí qué más me da?
Era convincente, pensó Cora. Tal vez no fuera solo fanfarronería. Quizá sencillamente era tan sofisticada, tan desenvuelta, y tenía una manera de pensar tan distinta de la de Cora, que no podían entenderse. Pero no podía rendirse sin más.
—Ese hombre cometió una atrocidad, Louise. Si lo que me cuentas es cierto, cometió una atrocidad. Abusó de su posición. ¿Y eso cuándo ocurrió? ¿El año pasado? ¿Cuándo tenías trece años? ¿Catorce?
—Por Dios, no se dispare. Si tanto le interesa, debe saber que ni siquiera fue el primero. —Volvió a reírse, frotándose la nariz—. ¿Qué? ¿Qué le parece eso, Cora? Ahora sí la he descolocado de verdad. Me pusieron en un compromiso incluso antes de que nos trasladáramos a Wichita. ¿Qué le parece? Mucho antes de lo de Eddie. ¿Qué me dice de eso?
Otra cucaracha salió correteando de detrás del inodoro en dirección a una grieta en la pared opuesta. Cora la observó con mirada de estupefacción. Quizá era una pesadilla, tanta desdicha en plena noche, no más real que beber cerveza en tazas de té con Alan y Raymond Walker. Pero la cucaracha parecía real, y debajo de ella notaba lisas y duras las baldosas del suelo. La pintura roja de las paredes resultaba tan chillona como de día. Y a Louise aún le resbalaba baba auténtica por el mentón.
—¿De qué estás hablando, Louise? Hace años que tu familia vive en Wichita.
—Solo cuatro.
—¿Estás diciéndome que tuviste otra aventura a los once años?
Louise la miró con un semblante tan inexpresivo que Cora lamentó el sarcasmo. Pero era incapaz de concebirlo. Sencillamente, era incapaz. Jamás en la vida había mantenido una conversación como esa.
—No fue una aventura —respondió Louise con voz apagada, los dedos de los pies apuntando hacia arriba a ambos lados del inodoro—. Pero nos llevábamos bien. Él era amable con todos los niños, pero conmigo más. Y fui yo quien decidió ir a su casa.
—¿A casa de quién? ¿De qué hablas?
—Del señor Flowers. Era nuestro vecino en Cherryvale. Era amable con todos los niños, amable con mis hermanos. June era demasiado pequeña para jugar con nosotros. Él dijo que tenía palomitas de maíz en su casa. Dejó caramelos en el porche. Así que yo me acerqué. Solo yo me acerqué. —Apretó los labios—. Es curioso, ¿no? Perdí la cereza en Cherryvale, «Valle de la Cereza». Y me desfloró el señor Flowers, el señor «Flores». Tiene gracia, ¿no?
Cora se tapó los ojos con las manos. Todo en su interior deseaba creer que Louise jugaba con ella, que se inventaba esa historia espantosa para distraerla del problema inmediato. Pero aquella era una Louise distinta, una Louise borracha, desmoronada contra la bañera, sin el menor glamour, con el cabello remetido detrás de las orejas, la nariz todavía roja en la punta. Y además era como si el propio cuerpo de Cora, con la respiración acelerada y superficial, sí la creyese. Pese a que ni siquiera llevaba el corsé, no podía aspirar aire suficiente.
—¿Cuando eras una niña? —La voz le salió en un susurro—. ¿Tenías once años, Louise?
—No. Ocurrió un par de años antes de trasladarnos. —Ceñuda, mantuvo la mirada fija en las baldosas del suelo—. Volví a casa y se lo conté a mi madre, y ella se enfureció… se enfureció conmigo.
Cora clavó los ojos en ella. Nueve, pues. Nueve años.
—Dijo que yo debía de haberlo provocado. Aunque en realidad, en mi memoria, solo recuerdo que quería las palomitas.
Un hombre adulto, pensó Cora. Un hombre adulto que atrajo a una niña con palomitas de maíz. ¿Para qué? ¿Con qué clase de anhelo? Nunca habría imaginado una cosa así. Nunca había oído nada semejante.
—¿Avisó tu madre a la Policía? ¿Se lo contó a tu padre?
La pregunta pareció sorprender a Louise, como si no se lo hubiese planteado antes.
—Es posible que se lo contara a mi padre. Pero me dijo que no lo comentara con nadie más, porque la gente hablaría mal de mí. Y que no volviera allí nunca. Y que pensara más detenidamente en mi manera de comportarme.
—Eras una niña.
Ella cabeceó, contrayendo las cejas negras, como si Cora la molestara con comentarios tontos.
—Eso daba igual. Ya por entonces yo tenía algo, algo que él vio. Eso quiso decir mi madre.
Cora, conteniendo un gemido, recordó su primer día en la ciudad. ¿Qué le había dicho a Louise? ¿Qué idiotez le había dicho sobre el escote de la blusa? «¿Es que quieres que te violen?» Y cosas peores. Se inclinó e intentó tocar la rodilla de la muchacha. Louise la apartó, poniéndola fuera de su alcance.
—Louise, tu madre se equivocó. Tú eras una niña, una niña inocente. —¿Y acaso no lo era todavía? Cora sintió el profundo deseo de tender los brazos, de consolarla, de acariciarle el pelo negro.
—Cuando entré, quizá, pero no cuando salí. —Miró a Cora con frialdad—. No juzgue con severidad a mi madre. Ella tenía razón. La gente habría hablado mal de mí. —Entornó los ojos—. Usted habría hablado mal de mí. Habría sido la primera. Porque mi caramelo había sido desenvuelto, ¿no?
Cora, reconociendo sus propias palabras, lo recibió como una bofetada. Levantó las palmas.
—Olvídate de lo que dije del caramelo. Por favor. Eso no tiene nada que ver con lo que me has contado. Por favor, olvídate de que lo dije.
—No me olvidaré de nada.
Se miraron, y entonces Cora, por primera vez, tuvo la penosa experiencia de verse a sí misma, de verse realmente, tal como Louise la veía. Una vieja confusa e hipócrita. Una tonta con una misión inútil, ciertamente. Había sido una tonta todo el verano, una infeliz que soltaba máximas estúpidas e hirientes sobre los caramelos y la virtud, que decía mentiras a una niña lastimada. ¿Y acaso no eran mentiras? ¿No lo sabía ella ya? ¿Por lo que había sido a los diecisiete años el verdadero valor de su propia virginidad, su propia ignorancia? ¿Por qué se había empeñado en enseñar a esa muchacha a engañarse acerca del valor de la virginidad tanto como se había engañado ella? ¿Por qué? ¿Qué interés tenía?
Louise se dio la vuelta y utilizó el borde de la bañera para apoyarse y ponerse de rodillas. Tenía manchas rojas en la parte de atrás de las piernas, las marcas de las baldosas.
—Quiero lavarme los dientes —masculló mientras se ponía en pie.
Cora asintió. Pensó en tender la mano, pedirle tácitamente a Louise que la ayudara a levantarse, pero estaba casi segura de que se negaría. Alargó el brazo hacia el borde del lavabo y se puso en pie, sintiéndose más dolorida y vieja de lo que era.
—¿Podría disponer de un poco de intimidad? —preguntó Louise, ahora sin mirarla—. Tengo que hacer pipí.
Cora, entumecida, volvió al dormitorio. «Inocente cuando entré, no cuando salí.» La cortina seguía descorrida en la ventana ante la cual, apenas quince o veinte minutos antes, había permanecido atenta y furiosa. Fue a correr la cortina y vio que las farolas seguían encendidas, pese a que el tráfico en la calle y las aceras había disminuido. ¿Serían las cuatro? ¿Más tarde? Se acostó en su lado de la cama y se subió la sábana hasta la barbilla. Esperaría para asegurarse de que Louise volvía a la cama y al menos dormía un poco. Pero entendía que la muchacha deseara cierta intimidad, o al menos la ilusión de intimidad, aunque solo fuera durante los contados días que aún tuvieran que compartir esa habitación. De modo que Cora se volvió hacia la pared y cerró los ojos, si bien sabía que no lograría conciliar el sueño.