De camino a la Gran Estación Central, Cora se detuvo para comprar un ramo de rosas amarillas, cosa que no había planeado hacer hasta que las vio, alegres y hermosas, en un puesto de una esquina. Aun así, llegó a la estación veinte minutos antes de tiempo, y enseguida encontró el gran reloj encima del mostrador de información. De modo que no tenía nada que hacer más que esperar allí de pie, pasándose las rosas de un brazo al otro y mirando el techo. La primera vez que estuvo en la Gran Estación Central, cuando Louise y ella acababan de llegar a la ciudad, entre los agobios y la prisa no se fijó siquiera en que el azul del techo era el fondo de un mapa celeste, con las constelaciones en trazos dorados. Pero ese día tuvo tiempo para maravillarse, admirando tanto el techo como las relucientes arañas de luces y las galerías situadas por encima del vestíbulo principal, y el abrillantado suelo de mármol que se extendía interminablemente, y la sensación de frescor dentro del edificio pese al calor del día, y al sinfín de personas que pululaban apresuradamente en el interior.
Pero sobre todo miraba el reloj. Ya faltaba poco. Muy poco.
Al acercarse las doce del mediodía, empezó a prestar mayor atención a los viajeros que se acercaban al mostrador desde todas las direcciones. Mary O’Dell decía en su carta que llevaría un sombrero de ala corta gris con abalorios blancos por delante. Cora no había tenido tiempo para contestar con más preguntas, ni para decir qué se pondría ella. Así que observó a la multitud en busca de un sombrero gris, y cada vez que oía acercarse rápidamente unos tacones se volvía, para acabar viendo a una mujer que pasaba de largo ante ella o corría a abrazar a otra persona.
Pero no había motivos para preocuparse. Todavía no. Faltaban unos minutos para las doce. Esa mañana se había despertado antes del amanecer, excitada ya cuando aún no había tomado siquiera un sorbo de té, y le había supuesto un verdadero esfuerzo no mostrar impaciencia con la lenta rutina matinal de Louise, su costumbre de entretenerse en la cama hasta el último momento posible. Cora había contado literalmente los minutos hasta dejar a la muchacha en Denishawn. Ahora estaba libre y allí, a la hora acordada, en el lugar exacto donde debía estar. Había hecho lo posible por ofrecer un aspecto presentable. Llevaba su vestido de seda bueno, sus perlas y un bonito sombrero con una cinta azul lavanda.
Se alisó el vestido, pese a que no necesitaba hacerlo, y procuró no mirar una y otra vez el reloj. Al fin y al cabo, había muchas otras distracciones. Obviamente, Mary O’Dell no era la primera persona que sugería el reloj como lugar de encuentro. Por lo visto, a ambos lados del mostrador de información tenían lugar felices reuniones. Un anciano con un bastón se agachó para abrazar a una niña con coletas que corrió hacia él. Dos mujeres adultas se tomaron de las manos y brincaron como colegialas. Un hombre con un traje blanco pasó a zancadas ante Cora en dirección a una mujer joven con un vestido sin mangas. Cuando llegó ante ella, no hablaron. El hombre se inclinó para besar a la mujer, dejando su bolsa de tela en el suelo para apoyar ambas manos en la parte baja de su espalda y atraerla hacia sí. La mujer puso sus manos desnudas en los hombros de él. Tenía las uñas pintadas de rojo.
Solo cuando los dos la miraron, Cora se dio cuenta de que los observaba.
Se llevó la mano al cuello y se volvió hacia el mostrador, donde un hombre con turbante preguntaba por un tren a Chicago en un inglés entrecortado y cuidadoso. Agarraba de la mano a un niño en pantalón corto que contemplaba el techo boquiabierto; probablemente también él lo veía por primera vez. Dio un tirón a la chaqueta de su padre y dijo algo en otro idioma, y como el padre no bajó la vista, el niño, quizá percibiendo que Cora lo observaba, la miró y se acercó más a su padre. Mantuvo la mirada fija en ella, y Cora trató de imaginar qué veía el niño en su cara, lo extraña que debía de parecerle si acababa de llegar a Estados Unidos y no solo a la Gran Estación Central. Le dirigió una sonrisa, esperando transmitirle aliento, y luego apartó la vista para no asustarlo.
Ese día le encantaba la ciudad, le encantaba la sensación de enjambre del lugar donde se encontraba, le encantaba el cartel de llegadas de los trenes de Albany, Cleveland y Detroit, así como de poblaciones más pequeñas de las que no había oído hablar. Le encantaba el niño allí de pie junto a su padre con turbante, y le encantaba el hombre con el puro de olor penetrante y maletín que cruzaba el vestíbulo a todo correr como si nunca más fuera a salir otro tren, y le encantaban los dos ancianos de grandes patillas y sombreros negros con el mismo aspecto de ciertos judíos de Wichita, riéndose con ganas por algo. Incluso le encantaban el hombre y la joven que poco antes se habían besado y en ese momento salían a Lexington Avenue, ambos muy arrimados, él deslizando la mano desde la cintura hasta la curva de la cadera a la vista de todo el mundo.
Cora acercó la nariz a las rosas e inhaló. Ese día no envidiaría el reencuentro de nadie.
La querría. Lo sabía ya. Querría a Mary O’Dell al margen de la clase de persona que resultara ser. Incluso si no era su madre, incluso si realmente era solo una amiga preocupada y la semejanza de la caligrafía era una extraña coincidencia, Cora la querría igual por ser una amiga tan atenta o tan buena persona en general como para tomar un tren desde Massachusetts con el único fin de reconfortar a una desconocida. La querría por el mero hecho de haber conocido a su madre, que quizá estuviera ya muerta, hallada demasiado tarde. Quienquiera que se apeara del tren le contaría cosas que ella ignoraba. Solo por eso ya le estaría agradecida.
Recorrió el vestíbulo con la vista en busca de una mujer de cabello oscuro y rizado como el suyo. Fue entonces cuando vio a una mujer mayor con un sombrero de ala corta gris dirigirse hacia el mostrador. Cora siempre lo recordaría: la sorpresa al ver su boca, su boca exacta, en la cara de otra persona. Esa mujer era más robusta, y mayor, pero tenía los mismos labios carnosos, los mismos dientes superiores un poco prominentes, y conservaba aún firme la angulosa mandíbula. Se puso de puntillas con sus prácticos zapatos grises de tacón para examinar al gentío. Cora avanzó hacia ella sin sentirse los pies.
—¿Mary? —El nombre salió de su boca con tono agudo, extraño—. ¿Mary O’Dell?
La mujer miró a Cora, pero no habló. Tenía el pelo rubio rojizo, y aunque lo llevaba casi todo recogido bajo el sombrero, Cora vio que su textura no se parecía en nada a la de su propio cabello, ni a la del pelo de la mujer que ella recordaba, la mujer del chal. De hecho, nada en la mujer que tenía ante sí se parecía a nada que ella recordara o imaginara. Esa mujer tenía un aspecto elegante: llevaba un vestido de hilo gris fruncido en la cadera, con flores bordadas en la pechera. Una corta sarta de perlas, pequeñas y delicadas, rodeaban su cuello arrugado.
—¿Cora? —Eran de la misma estatura. Tenía los ojos grises y más grandes que los de Cora.
Cora asintió. Estaban rodeadas de gente, que permanecía inmóvil, esperaba, caminaba, dirigía la mirada al reloj. Pero en realidad era como si estuvieran solas en aquel espacio enorme, examinándose mutuamente.
—Tú eres mi madre —dijo Cora, sin acusarla, pero sin el menor tono de interrogación. Le bastó con mirar su boca y su mentón, incluso su nariz—. Tú. Tú no eres una amiga. Tú eres mi madre.
La mujer se apartó de Cora, visiblemente nerviosa.
Cora cabeceó. No. No estaba enfadada. Y de pronto fue como si la niña que llevaba dentro irrumpiera, demasiado excitada, demasiado emocionada para contenerse, y demasiado impaciente para los malentendidos. Cora extendió los brazos y dio un paso al frente, y de pronto percibió el olor desconocido de la mujer unido al de las rosas que sostenía aún en la mano. El cuerpo que tenía entre sus brazos permaneció rígido e inmóvil contra el suyo. Pero la mujer no la apartó. Le devolvió el abrazo, la estrechó, tal como Cora había imaginado en sus más descabelladas esperanzas. Pero aquello era real. Sin soltarla, alzó la vista hacia el techo azul con su zodíaco resplandeciente, los ojos empañados, la nariz mocosa.
Se apartaron. Cora se dio cuenta de que se le había caído el sombrero. Se agachó a recogerlo. Las dos se rieron, y de pronto callaron, mirándose fijamente.
—Bien. —Mary O’Dell tendió la mano enguantada para tocarle la mejilla a Cora—. No tiene sentido negarlo, ¿verdad? No cuando eres mi viva imagen. —Tenía un dejo irlandés, un acento agradable, pensó Cora, delicado. La voz que debería haber conocido.
—Son para ti. —Cora le ofreció las rosas y seguía hablando con voz aguda y tensa, pese a que había conseguido aclararse los ojos con un parpadeo. Volvió a ponerse el sombrero, sintiéndose una tonta—. No sé por dónde empezar.
Mary O’Dell aceptó el ramo y movió la cabeza en un solemne gesto de asentimiento, como si coincidiera en que efectivamente ese era el problema: por dónde empezar.
Solo podía quedarse una hora, anunció. Lo sentía, pero tenía que tomar el tren de la una y cuarto con destino a Boston para llegar a casa a tiempo. No explicó a tiempo de qué, y Cora decidió que era mejor no insistir en conocer los detalles. Al menos no de momento. Cora se dijo también que no debía sentirse defraudada. Esa mujer, su madre, había pasado toda la mañana en un tren, y tardaría toda la tarde en llegar a casa. Una hora ya estaba bien para empezar.
El restaurante, en la planta de abajo, era tan bullicioso y concurrido como el gran vestíbulo, pero sin su luz y su belleza. Después de hacer cola, pidieron té con hielo, que se llevaron a la única mesa libre que encontraron. Quedaban aún las migas del ocupante anterior, así que se sentaron en ángulo y sostuvieron sus vasos de té sobre la falda, dejando las rosas en una silla vacía al otro lado de la mesa. Mantenían las dos la misma postura, con la espalda recta, los pies encogidos bajo la silla, los tobillos cruzados.
La mujer señaló la alianza de Cora con la barbilla.
—Estás casada —dijo con aprobación.
—¡Sí! —Cora se sintió agitada, demasiado despierta. Dejó el té en la mesa—. Desde hace casi veinte años. Él es maravilloso. Abogado. Tenemos dos hijos ya mayores. —Abrió el bolso y sacó una fotografía de Howard y Earle, tomada en un estudio la tarde de su graduación, con birrete y toga, los dos muy serios, incluso Howard. Deslizó la fotografía por encima de la mesa y vio aparecer una sonrisa en la boca de su madre, tan parecida a la suya. Cuántas veces había fantaseado con ese preciso momento, la primera vez que pudiera mostrar la existencia de sus hermosos hijos a su propia madre, quien, como Cora veía ahora, tenía la misma inclinación que Howard en la ceja derecha. Los chicos. Les contaría la verdad en cuanto llegara a casa, ahora que existía una buena razón. Se adelantó mentalmente a los acontecimientos: ¿podría haber una visita? ¿En Navidad, quizá, cuando Howard y Earle volvieran de la universidad? O mejor en Acción de Gracias. Era tanto el tiempo que habían perdido…
En la mesa contigua, un hombre que leía un diario se llevó la mano al bolsillo del traje, sacó una petaca plateada y la destapó sin apartar la vista del periódico ni una sola vez.
—Dios mío. —Mary O’Dell apartó la mirada de la fotografía—. Cielo santo. Son unos muchachos maravillosos. No te imaginas cómo me reconforta esto, ver que te ha ido tan bien. —Hablaba con voz tensa, quebradiza. Con el dorso de la mano desnuda, apartó las migas de parte de la mesa antes de dejar la foto—. No sabes lo mucho que me he preocupado por ti, la de veces que me he preguntado qué habría sido de ti. Ni siquiera sabía si habías… sobrevivido, si conservabas el mismo nombre. No sabía si estabas sufriendo en algún sitio. No sabía nada.
—He estado perfectamente —explicó Cora, sonriendo—. Me cuidaron bien. Me adoptó una buena gente. —Eso en realidad no era verdad. No legalmente. Pero sí era verdad que los Kaufmann habían sido buenos con ella, y eso era lo que deseaba transmitir.
—Gracias. Gracias por decírmelo. —Asintió como si aún intentara confirmarlo para su tranquilidad, oscilando su sombrero de ala corta—. Creo que en realidad siempre supe que estabas bien. De pronto me asustaba, pero no me cabía duda de que si hubieras sufrido, me habría enterado. —Dejó escapar una breve risa, llevándose el meñique a la comisura del ojo—. Pero nunca imaginé que estarías en Kansas, en una granja con caballos y vacas. Siempre pensé que te habías quedado aquí, en Nueva York.
—Yo siempre pensé que tú vivías aquí. Nunca habría dicho que estabas en Massachusetts.
No podía apartar la mirada de aquella boca, aquellos labios tan familiares. Tenía la extraña sensación de que no solo veía a su madre sino también, salvo por el color de pelo distinto, una visión profética de cómo sería ella en menos de veinte años.
Cora señaló la mano de Mary con la cabeza.
—Tú también estás casada.
Asintiendo, Mary mantuvo en alto la alianza. El diamante era tan grande como el de Cora.
—¿No con mi padre? —preguntó Cora. Aquello era una falta de tacto. Pero no tenían mucho tiempo.
Mary O’Dell dirigió una mirada hacia el hombre de la petaca, y luego hacia la mesa situada al otro lado, donde dos chicas con raquetas de tenis metidas en fundas de cuero examinaban un mapa desplegado con expresión ceñuda.
—No. —Habló tan bajo que Cora tuvo que aguzar el oído en medio del parloteo circundante—. Conocí a mi marido cuando yo tenía veintiún años. A ti te tuve a los diecisiete.
Cora asintió, manteniendo un semblante intencionadamente neutro. Sabía que era muy probable recibir esa respuesta.
—¿Y mi padre?
—Un chico en un baile. —Se reacomodó el sombrero gris—. Eso suena mal, peor de lo que fue. Quiero decir que nos conocimos allí. Estuvimos juntos durante un tiempo. Yo trabajaba en Boston, de criada. Los jueves organizaban grandes bailes. Era el día que libraba el servicio, ya sabes, nuestra única noche disponible. Nos conocíamos desde hacía un mes, quizá. —Bajó la mirada y luego miró a Cora con timidez—. Oyendo esto, probablemente pensarás que soy de clase baja.
Cora negó con la cabeza. No era tan grave, la historia. No en comparación con aquello para lo que la había preparado la hermana Delores: la prostitución, una violación. Pero, en sus fantasías, sus padres se habían querido, y durante mucho más de un mes.
—En fin, fue simple ignorancia. —Mary O’Dell hablaba ahora tan bajo que Cora tenía que inclinarse un poco para oírla—. Yo había ido al colegio en Irlanda, y los libros no se me daban mal. Pero no sabía nada de chicos o bebés. Mi madre solo me había dicho que fuera a misa y no me levantara la falda. —Esbozó una media sonrisa, tal como hacía Howard tan a menudo—. O sea, nada. Tuve la primera regla en el barco cuando venía hacia aquí. Estaba sola, y no se lo dije a nadie porque pensé que me moría. ¿Te das cuenta de lo poco que sabía? Ni siquiera sabía que aquello era normal. Estaba segura de que era un castigo por mis pensamientos impuros. No tenía idea de nada.
—Me hago cargo —dijo Cora.
—En cuanto a tu padre, ignoro si él sabía mucho más que yo. —Torció el gesto—. Solo tenía quince años.
—¿Era irlandés? ¿También él era irlandés?
Mary pareció ofenderse.
—Claro.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Más tarde supe que se fue al oeste. Se marchó en cuanto le dije que estaba embarazada. Solo sé lo que me contaron sus amigos, que no fue mucho.
Quince, pensó Cora. La edad de Louise. Tres años menos que sus propios hijos. Ahora ese hombre debía de ser ya una persona distinta. Se miró las manos pálidas, entrelazadas en el regazo. Siempre le había disgustado tener los nudillos tan grandes. Los de Mary O’Dell eran pequeños y femeninos.
—¿Cómo se llamaba?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque quiero conocer el nombre de mi padre. Podría haber sido el mío.
Con una mueca burlona, Mary O’Dell desvió la mirada.
—Ese nunca habría sido tu nombre. Por cómo recibió la noticia, puedes estar segura.
—Aun así, quiero saberlo.
—Bueno. Se llamaba Jack Murphy. —Dirigió a Cora una mirada mortecina—. No miento, a Dios pongo por testigo. Pero si quieres buscar en el gran oeste a un Jack Murphy llegado de Irlanda vía Boston, mejor será que te lo tomes con calma. Tendrás mucha gente a la que interrogar.
Cora pestañeó. Así que no había más que decir. Nunca conocería a su padre. Aun cuando lo encontrara, a ese hombre con un apellido corriente y una historia corriente, posiblemente no quería que lo encontraran. En cuanto se enteró de que nacería un bebé, huyó sin querer saber nada. La hermana Delores tenía razón a medias.
—Tienes su mismo pelo —dijo su madre, como haciendo una concesión—. No pretendo que lo odies. Yo lo odié entonces, pero ahora ya no. Solo era joven y estaba asustado. Recuerdo que venía de una familia numerosa, pobre. No quería más de lo mismo, supongo. —Se encogió de hombros con actitud realista. Pero Cora advirtió que, cuando se llevó el té a los labios, le temblaba la mano.
—Lo siento —contestó Cora—. Debió de ser una experiencia terrible para ti.
—Bueno, yo lo sentí por ti. Fuiste tú quien más me preocupó. —Miró a Cora, pero enseguida apartó la vista—. En todo caso, no habría podido cuidar de ti yo sola, sin un marido. No tenía otra opción.
—Lo sé —dijo Cora. Y así era. Tenía la comprensión ya a punto y en espera, bien a su alcance. Tendió el brazo por encima de la mesa para tocar el dorso de la pequeña mano de Mary O’Dell, más áspera de lo que habría imaginado—. No te culpo. No te culpo en absoluto.
Mary O’Dell no movió la mano, no reaccionó a su gesto. Vacilante, Cora volvió a dejar la mano en el regazo.
—Pues yo sí me culpé a mí misma. Bien lo sabe Dios. —De nuevo echó un vistazo a las mesas circundantes—. Me horrorizó dejarte allí.
—¿Dejarme dónde?
—En la misión. La Misión Nocturna Florence. La gente que estaba al frente era buena, y sabía que encontrarían un lugar para ti. Las demás mujeres eran de clase baja, verdaderas mujeres de la calle. —Se llevó la mano a las perlas—. Y algunas seguían ejerciendo su oficio, por cierto. Iban allí solo para guarecerse del frío. Yo era la única que esperaba un bebé, y quizá la única con un pasado decente que había cometido un solo error. Pero no conocía ningún otro sitio donde ir. No habría podido quedarme en Boston. Mis primos vivían allí, mis tías, mi tío. Habría sido una humillación para todos. Me habrían enviado de vuelta a Irlanda, y habría sido una Magdalena sin lugar a dudas. Así que conté que había encontrado un buen empleo en una casa de Nueva York, y vine y me escondí en la misión hasta que tú naciste. Luego volví a Boston sin ti, y dije que me habían robado a punta de navaja lo que había ganado. —Otra vez asomó a sus labios aquella media sonrisa—. Todo el mundo se compadeció de mí.
Cora esperó.
—¿Y después qué?
—Después nada. Seguí con mi vida. Nunca se lo conté a nadie. Fue como si no hubiese sucedido. —Levantó el mentón—. Aquello no me perjudicó, no me hizo daño de ninguna manera. Me casé con un buen hombre, y nos ha ido bien en la vida. Dos de nuestros hijos se dedican a la política. —Cuadró los hombros—. Nuestra hija acaba de casarse con un chico de muy buena familia.
—Así que tengo… —Cora apenas fue capaz de pronunciar las palabras—. ¿Tengo hermanos? ¿Y una hermana? ¿En Haverhill?
Mary vaciló.
—Hermanastros. Son hermanastros.
—Aun así, yo…
—No saben nada de ti. Ya te lo he dicho. Nadie lo sabe.
Cora bajó la mirada. Lo entendía, claro que lo entendía. Imaginó el escándalo que se produciría si una de las venerables damas de Wichita, una de las mujeres del club, de pronto reconocía a un hijo nacido fuera del matrimonio. Igual daría que ese hijo tuviera ahora treinta y seis años, o que la propia mujer fuera ahora abuela. Una transgresión era una transgresión. Cora sería el agente de la humillación de toda la familia, y como tal probablemente despertaría resentimientos.
—No vas a hablarles de mí.
—No. —La respuesta, breve pero firme, no incluía el menor matiz, no admitía discusión—. Y como no te conozco, ni sé cuáles son tus intenciones, te lo dejaré ya muy claro. —Su acento era ahora más marcado, ya sin rastro de delicadeza—. Te aseguro que mis hijos no tienen más interés que yo en que te conviertas en motivo de vergüenza para nosotros. Estamos muy unidos. Si causas problemas, lo descubrirás por ti misma.
Cora apartó la mirada. Era una advertencia astuta e inflexible, lo cual no era de extrañar: Mary O’Dell, su madre, era una mujer astuta e inflexible. Con toda seguridad lo era ya cuando contaba diecisiete años y estaba embarazada, cuando Cora se convirtió en un peligro para su supervivencia por primera vez. No cabía esperar que sucumbiera ahora a los sentimientos. Cora no la conocía, y probablemente no se le permitiría hacerlo, pero al menos había descubierto eso sobre su madre: era una mujer que, siendo aún muy joven, había escapado de un fuego, que sabía lo que hacía falta para sobrevivir. ¿Cuántas personas, a los diecisiete años, habrían sido capaces de mantener un secreto como ese? Pero ella lo había hecho. Había tenido su bebé, y luego volvió a Massachusetts y, mirando a todo el mundo a los ojos, actuó como si solo hubiera perdido la paga, como si una vida no hubiese surgido de ella. Y ahora creía que Cora quería ir a Massachusetts y arruinar su familia legítima, su matrimonio, su dignidad, todo aquello que la había llevado a sufrir y mentir y abandonar a su bebé, hacía ya tantos años. No sabía que esa actitud amenazadora era innecesaria, que Cora entendía sobradamente todos sus temores.
—No te causaré problemas. —Cora habló con una serenidad sorprendente. Recuperó la foto de los chicos y se la guardó en el bolso.
Mary O’Dell mantuvo la mirada fija en el punto donde antes estaba el retrato.
—Lo siento —susurró—. Ojalá las cosas pudieran ser distintas.
—Lo entiendo. No iré a Haverhill a menos que reciba una invitación. —Intentó reírse, entristecida—. Y no parece que vaya a recibirla.
—Se dice Hay-ver-ill. Para que lo sepas. La segunda hache no se aspira.
Cora podría haberla abofeteado. Haberle tirado el té a la cara. Con esa prontitud asomaba la ira, la indignación. Pese a su decepción, se había esforzado, y mucho, por mostrar cortesía y amabilidad. Comprendía la delicada situación, la causa por la que esa mujer debía mantenerla a distancia. Lo comprendía. Pero no, ella no sabía que se decía Hay-verill, y no Haver-hill. ¿Cómo iba a saberlo, cómo iba a conocer esa peculiar pronunciación del pueblo donde vivía su amplia familia, ese pueblo donde sus hermanos se habían criado juntos, ese pueblo del que Cora no había oído hablar hasta hacía dos semanas? No. No sabía nada de esa hache muda.
Pero calló. Sería inútil exteriorizar su rabia, tratar de herir a esa mujer que en realidad no había tenido otra elección. Sería inútil. El hombre de la petaca, soñoliento, tenía la mirada fija en la mesa.
—¿Por qué escribiste al orfanato? —preguntó Cora—. ¿Por qué has venido hoy?
La mujer se volvió para que Cora no le viera la cara, sino solo la copa del sombrero gris, adornada con abalorios.
—Ya te lo he dicho. Necesitaba ver quién eras, en qué te habías convertido. Eso me ha atormentado durante mucho tiempo. —Aún hablaba en voz baja, trémula—. Iba a decirte que solo era una amiga de tu madre, una persona que la conoció. Una estupidez. No sé en qué estaba pensando. —Volvió a mirar a Cora y le sonrió con esa boca tan familiar—. Pero me alegro de haber venido. No sabes el alivio, la felicidad que siento de verte, y saber que estás bien, que no te criaste en las calles, que has salido tan correcta y formal.
Cora asintió. «Correcta y formal.» Como si eso fuera lo mismo que «bien».
—Hoy me has hecho un verdadero regalo —continuó. Alargó el brazo por encima de la mesa y le acarició la mejilla a Cora con la mano ahuecada—. Es verdad que si alguna vez vinieras a Haverhill serías una espina en mi costado. Pero debes saber una cosa: si ahora nos separamos, y no volvemos a vernos nunca más, serás una rosa en mi corazón.
Cora apenas pudo disimular su repugnancia. Era como si respirara un olor fétido, y sin embargo procuró no alterar la expresión. ¿Una rosa en el corazón? Patético. Vaya una idiotez. Esa mujer —esa mujer astuta y pragmática— había recurrido a la mala poesía, a esa estupidez, a modo de consuelo. ¿De verdad había pensado en esos términos, flores y espinas, cuando yacía en su cama por la noche, tramando el encuentro entre ambas, elaborando la estrategia que le permitiera conseguir lo que quería sin perder lo que era más importante para ella? Cora veía en sus ojos el sufrimiento, la angustia real. Pero ¿una rosa en el corazón? ¿Eso era realmente lo único que tenía que ofrecer a las dos?
Así y todo, cuando llegó la hora, Cora la acompañó hasta el tren. No tenía tiempo para enojarse: esos últimos minutos eran lo único que le quedaba. Mary O’Dell no le había pedido su dirección de Kansas. Ni siquiera fingió que habría otra reunión. Era tan definitivo como la muerte, ese adiós que se acercaba. Pese a la desdicha que sentía, Cora aguantó hasta el final.
Más tarde se alegraría de esos últimos minutos, y de su incapacidad para prescindir de ellos. Porque fue solo cuando estaban en el andén subterráneo y mal iluminado, mientras los otros pasajeros subían ya a bordo, cuando Cora tuvo tiempo para reflexionar sobre lo que ya sabía, y qué relación tenía con lo que acababa de descubrir.
—Mary. —Parecía el único nombre que Cora podía emplear. Esa mujer que estaba junto a ella no era «madre». Pero «señora O’Dell» habría sido demasiado cruel—. ¿Qué edad tenía yo cuando te marchaste?
Mary, sin volverse hacia Cora, con los ojos vidriados, mantuvo la mirada fija en el tren. De perfil, o quizá en ese momento, Cora pensó que de pronto aparentaba más edad, más desgaste, que la piel pálida le formaba bolsas bajo los ojos.
—Tenías seis meses, exactamente seis. Dijeron que debía quedarme para darte el pecho durante al menos ese tiempo.
Seis meses. Exactamente. Así que se había marchado el primer día que se lo permitieron. No tenía sentido alargar las cosas. Pero Cora pensó en los gemelos a los seis meses, su olor a leche, cómo agarraban con sus manitas. Pese a lo enferma que había estado después del parto, se habría amputado los dos brazos antes que aceptar separarse de sus hijos, y también ella contaba diecisiete años. Pero la comparación no era justa, claro está. Por entonces Mary O’Dell no tenía marido, no tenía un solícito Alan, sino solo la entereza necesaria para salvarse. Y era absurdo enfadarse, precisamente en ese momento, cuando había poco tiempo y más preguntas que hacer.
—Pero yo no fui al orfanato hasta los tres años —dijo Cora—. Según el expediente, llegué directamente de la Misión Nocturna Florence, de modo que debí de pasar allí tres años. Sin ti.
Mary miró a Cora con una mueca de pesar.
—Lo siento —respondió—. Les pedí que te llevaran a un hogar, un hogar católico de inmediato. No quería dejarte allí, con aquellas… la clase de mujeres que admitían. —Encorvó los hombros—. Temía que una de ellas te llevara. No me apreciaban mucho, eso saltaba a la vista, pero todas querían tenerte en brazos, e ibas de mano en mano continuamente. Eso me ponía nerviosa. Eran mujeres de la calle, hazte idea. O al menos chicas muy inmorales. Algunas padecían enfermedades, o estaban destrozadas por la bebida. Probablemente no podían tener hijos propios.
Cora apartó la vista. Qué poca compasión. Pero tenía que preguntarlo. Era ahora o nunca.
—¿Recuerdas a una mujer de cabello largo y oscuro? ¿Que solía llevar chal? ¿Que no hablaba inglés?
—Uf. Podría describírselas así a casi todas. Iban de aquí para allá con el pelo suelto, los tobillos a la vista. Y yo era la única que tenía un abrigo como Dios manda. —Lo dijo como si fuera un logro—. Pero no recuerdo ningún chal en particular, ni a ninguna mujer en concreto. —Miró a Cora con expresión ceñuda—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada —contestó Cora. Nunca había pensado que la mujer del chal pudiera ser un recuerdo real… y aun así carecer de toda trascendencia. Tal vez la mujer que recordaba no la había tenido en brazos más que una vez. O quizá solo era una de las muchas mujeres de la misión que la había sostenido en brazos, a los siete meses, a los ocho, a los dos años. En cualquier caso, no quedaba nadie a quien buscar. Y Mary O’Dell debía volver a Massachusetts sin la espina en su costado, únicamente con la rosa en el corazón. Menos mal, pensó Cora, porque Mary había olvidado el ramo de auténticas rosas amarillas en la silla del restaurante. Cora había reparado en ellas cuando se alejaban de la mesa y había estado a punto de decir algo, pero pensó que quizá las había dejado allí adrede. Al fin y al cabo, era probable que en Haverhill nadie supiese siquiera que esa respetable matriarca hubiese viajado aquel día a Nueva York. Además, volver a casa junto al señor O’Dell con un ramo de rosas habría exigido una mentira más elaborada.
Era mejor así, decidió Cora mientras el tren empezaba a emitir chasquidos y chisporroteos, preparándose para iniciar la marcha. El ramo era caro, pero quizá algún desconocido afortunado lo encontrara y le complaciese.
—Tengo que irme —declaró Mary O’Dell, volviéndose hacia Cora. No se advirtió la menor incertidumbre en su voz. Pero en sus ojos grises asomaba tal desesperación que Cora sintió de nuevo el deseo de dar un paso al frente y abrazarla. Esta vez lo hizo más despacio, con mayor cuidado, sin un gesto infantil ni impulsivo. De nuevo notó los hombros de Mary O’Dell, estrechos como los suyos, rígidos entre sus brazos, pero respondió al abrazo de Cora y no la soltó hasta que el revisor del tren la llamó por la ventanilla para que subiera; entonces retrocedió, con la mirada fija en Cora, el sombrero gris un poco ladeado.
—Ha sido un placer conocerte —dijo Cora sin pensar. Así de arraigada estaba su insulsa cortesía.
Pero daba igual lo que dijera, o si era o no verdad. El tren suspiró de nuevo, ahora en serio, y Mary O’Dell se volvió para marcharse. No miró atrás, ni una sola vez. Pero Cora, reacia a renunciar siquiera a un último vistazo, la vio recogerse la falda del vestido y subir al tren como una dama.