—Detesto el cine. —Louise, sentada bajo el cuadro del gato siamés, se abanicaba con una sección del periódico—. De verdad. Me da igual la película. Me niego a ir en redondo.
Cora, irritada, apartó la vista de la cartelera. A esa hora tan temprana del día, el calor y la humedad la dejaban al límite de su paciencia.
—¿Cómo es posible que detestes el cine, Louise? Adoras el teatro. En el cine hay que leer, pero esa es la única diferencia.
—Blasfema. —Louise cerró los ojos sin dejar de abanicarse—. Por favor, no vuelva a decir eso en mi presencia.
Cora arrugó la frente. Después de una única semana de clases de dicción con Floyd Smithers, por el precio de un batido diario, la manera de hablar de Louise ya había cambiado. La diferencia era sutil: de hecho, no daba la impresión de que imitara un acento británico. Pero tampoco parecía ya ella misma, ni una persona de Wichita. Las vocales eran más redondas, las consonantes más claras. Había logrado su objetivo en cuestión de días: no tenía el menor acento.
—No es en absoluto lo mismo —prosiguió, ahora con los ojos abiertos, fijando en Cora una mirada compasiva—. Las películas se fabrican y empaquetan para las masas, y se sirven frías. Wichita ve lo que ve Los Ángeles, y Manhattan ve lo que ve Toledo. Es todo lo mismo porque está todo muerto. —Dejó el periódico y agitó la mano por encima de la mesa entre las dos—. El teatro es como la danza. Está vivo y es efímero. Solo hay una noche entre el bailarín y el público, y todos respiran el mismo aire. —Suspiró, como cayendo en la cuenta de lo inútil que era explicarle nada de eso a Cora—. Además —añadió—, puede ver todas las películas que quiera en Wichita, pero cuando vuelva allí no podrá ir a Broadway.
Cora venía observando desde hacía un tiempo que Louise siempre decía «cuando vuelva a Wichita», no «cuando volvamos a Wichita», y Cora sospechaba que Louise no solo albergaba la esperanza de que le ofrecieran una de las plazas permanentes en Denishawn, sino que contaba con ello. A Cora le preocupaba su posible reacción si eso no ocurría, cómo sobrellevaría (y cómo lo haría la propia Cora) el largo viaje de vuelta a casa. No era que Louise nunca padeciera momentos de inseguridad. Siempre se criticaba a sí misma en el camino de regreso al apartamento, afirmando que sus saltos habían sido torpes o que aún tenía las piernas demasiado gordas para una bailarina. Al mismo tiempo, parecía tan empeñada en alcanzar el éxito que Cora dudaba de que tuviese un plan alternativo, o siquiera la capacidad de aceptar una forma de vida distinta si las cosas no salían a su gusto. Parte de ella pensaba que debía prevenir a Louise, advertirle que la vida no siempre se ajustaba a los deseos de uno, aunque fuera solo para prepararla ante la posibilidad del desengaño. Pero en esencia sabía que esa conversación no acabaría bien, y consiguió morderse la lengua.
A la vez, Cora se prevenía a sí misma respecto a las falsas ilusiones mientras esperaba una carta de Haverhill, atenta a la llegada del cartero desde la ventana como un halcón observando desde un árbol. Una carta era su única esperanza. Ya había ido a Greenwich Village y paseado por sus curvilíneas calles hasta encontrar el 29 de Bleecker Street, un sencillo edificio de tres plantas que parecía dividido en varios apartamentos. Cora le preguntó al dueño de la tienda de alimentación de la esquina si sabía cómo llegar a la Misión Nocturna Florence, y aunque el hombre nunca había oído ese nombre, tradujo la pregunta al italiano para un anciano sentado junto a un barril de manzanas, quien por lo visto, en su respuesta al tendero, le pidió que le explicara a Cora que la Misión Nocturna Florence había estado en la acera de enfrente hacía treinta años, pero ya no.
Y el anciano, arrugado y desdentado, la miró de arriba abajo.
De modo que la Misión Nocturna Florence había desaparecido: ese vínculo era un callejón sin salida. Procuró no angustiarse demasiado por la carta. Aunque Mary O’Dell siguiera viva y conservara la misma dirección de Haverhill, aunque todavía deseara establecer contacto, podían pasar varios días hasta que Cora recibiera la respuesta. Pero probablemente no mucho más. Había dejado claro en su carta que permanecería en Nueva York solo unas semanas más. Recibiría noticias de Haverhill pronto, o no lo haría nunca. Era consciente de que entre esas dos posibilidades la segunda era la más probable. Si ese era el caso, lo soportaría. Ella no era como Louise, que desconocía la decepción, que necesitaba que todo saliera conforme a sus deseos. Si no recibía respuesta, si Mary O’Dell había muerto o era inaccesible por alguna otra razón, Cora encontraría la manera de dar gracias por haber descubierto al menos que su madre, quienquiera que fuese, había deseado saber de ella. Eso quizá tendría que bastar.
Intentó distraerse haciendo turismo el resto de la semana. Mientras Louise asistía a sus clases, visitó la tumba de Grant. Pasó todo un día en el Museo de Historia Natural y en varios museos de arte. Dio un paseo en un autobús sin techo, y se apuntó a una visita guiada por Central Park, donde vio pastar un auténtico rebaño de ovejas, indiferentes al paisaje urbano que se alzaba detrás de ellas.
Y durante todo ese tiempo le pesó la soledad. La intensidad de esa sensación la pilló desprevenida. Había pasado muchas horas sola en Wichita, los días en que Alan estaba en el bufete y los niños en la escuela. Siempre le había gustado disponer de tiempo para ella, leer, pensar, arreglar la casa. Pero entremedias tenía a sus amigas y su trabajo de voluntaria, o alguna que otra agradable conversación con Della o alguna vecina. Esta era otra clase de soledad, implacable y profunda. Avanzaba por las concurridas aceras siendo una desconocida para todo el mundo, sin la menor oportunidad de tropezarse con alguien que pudiera reconocerla y llamarla. Esa era la sensación que experimentaba un forastero, pensó, sin tener a nadie que supiera quién era o de dónde procedía. Era como si se hubiera convertido en una persona no solo desconocida, sino incognoscible, y le molestaba pensar que su autocontrol era tan endeble que para sentirse mínimamente ella misma necesitaba recordarse sin cesar la existencia de aquellos que la conocían en su ciudad.
El alemán era extranjero, por supuesto, y sin embargo se le veía cómodo.
El viernes pagó diez centavos para subir en un ascensor exprés, tan rápido como una atracción de feria, al último piso del edificio Woolworth, para contemplar la ciudad desde el punto más alto, a una altura de unas sesenta plantas. Resultaba desde luego impresionante estar allí arriba, a una altura nunca imaginada, rodeada de ventanas, mirando abajo los coronamientos ahusados y piramidales de edificios regios que eran como mínimo el doble de altos que el más elevado de Wichita. Veía los grandes puentes y la estatua de la Libertad, tan lejos que parecían pequeños, y los brazos envolventes de agua azul alrededor, y en el horizonte parecía verse hasta la curva misma de la tierra. Pero incluso entonces, aun en su asombro, no pudo por menos que pensar que desde aquella altura y aquel silencio, detrás del cristal de la cabina de observación, el aspecto y los sonidos de la ciudad le resultaban tan ajenos como los sentía. Y después de pasar tanto tiempo a solas consigo misma se preguntó si, en caso de estar en Wichita, mirando de algún modo desde semejante altura esas otras calles más tranquilas y los prados alrededor, todo aquello que tan bien conocía, espacios llenos de personas a quienes identificaría y a quienes quería, la distancia le resultaría igualmente adecuada.
Compró unas postales con imágenes en color sepia de atracciones turísticas. Escribió a Alan y a los chicos y a Viola diciendo que la ciudad era aún más grande de lo que imaginaba, y que era mucho lo que había que ver en tan poco tiempo. Eso era cierto. Por otro lado, la sola idea de pasar una semana más en semejante soledad, sin hablar con nadie durante horas y horas salvo para decir «Gracias» y «disculpe» y «un billete, por favor», le infundía un opresivo temor.
Aún no había recibido respuesta de Massachusetts, pese a que ya habían pasado días suficientes como para que una respuesta fuera posible. Todas las tardes, cuando regresaban de la clase de danza, Cora echaba un vistazo al pequeño buzón cerrado con llave en la planta baja del edificio. Louise recibió una carta de Theo, pero nada, advirtió Cora, de su padre o su madre. Cora, por su parte, recibió una muy amable de Alan, diciendo que se la echaba de menos, pero Wichita en julio era Wichita en julio, y que ella no se perdía gran cosa. Le contó que había ido en coche a Winfield a visitar a los chicos, y podía comunicarle que seguían con buena salud, si bien se los veía a los dos un poco defraudados con la vida en una granja y esperaban con ilusión el comienzo de sus estudios, actividad más sedentaria, en otoño. Le mandaban recuerdos a través de él, escribió, y esperaban que ella comprendiese que no le escribieran porque trabajaban de sol a sol, y el sueño los vencía en cuanto paraban. «Por lo visto, conocen a la joven que tienes a tu cargo —añadió—. Dijeron que Louise B. era un auténtico “bombón”, y que todo el mundo la conocía. Pero dudaban que ella los conociera a ellos, ya que todos los chicos del colegio parecían aburrirla. ¿Te lo puedes creer? ¿Que una descarada alumna de primero no preste la menor atención a nuestros maravillosos chicos? Estoy seguro de que ese trabajo te viene a medida, como dicen. Te mando un abrazo afectuoso.»
Y el dinero, claro. Le había enviado por giro postal a través de Western Union una cantidad considerable, y le dijo que debía ir a buscarlo de inmediato. Esperaba que se comprara algo bonito, añadía, algo de lo que pudiera presumir al volver a casa.
Cora pensó que debería haberse entusiasmado. Había pasado por delante de los grandes almacenes de Broadway y había visto muchas cosas preciosas en los escaparates: vestidos de tarde de crep de China y sombreros con lazos de tafetán o elegantes plumas. Había momentos en Wichita en que el solo roce de una seda nueva o un zapato bonito la había reconfortado realmente, y además estaba la satisfacción de poder —con la ayuda de un buen corsé— abrocharse el botón de un talle estrecho. Pero ahora la idea de comprar ropa, incluso la ropa cara de Nueva York, no hacía más que deprimirla. Le irritaba la forma en que él había expresado la sugerencia. No sabía muy bien si eran las palabras «presumir» o «casa» las que le producían tal hastío, hastío del que ni siquiera la apartaban el tafetán ni la seda. Nunca sabía cuándo un regalo era solo un regalo, hecho con sincero afecto, o solo parte de la farsa.
En todo caso, tenía una idea mejor.
—Ha vuelto —dijo el alemán. Parecía alegrarse de verla, y sorprenderse. Pero, impidiéndole el paso, le echó un vistazo al reloj—. La misa casi ha terminado —susurró—. Las hermanas bajarán enseguida.
Ella asintió. Había calculado bien el tiempo.
—Ya lo sé —dijo—. Hoy vengo con una misión distinta.
Él esperó, mirándola con semblante complacido. Por un momento, Cora se olvidó de lo que había planeado decir.
—La radio —prosiguió—. Me preguntaba si ha podido arreglarla. —Mantuvo una expresión seria.
—No. Estaba… kaput. ¿Por qué lo dice?
—Verá, he pensado que tenía usted razón, que estaría bien que las niñas tuvieran una. Y casualmente me ha llegado un dinero extra. He pensado que podía comprar una radio para ellas.
Él ladeó la cabeza.
—Son caras.
Ella asintió.
—He pasado por una tienda que las vendía, a unas manzanas de aquí. Tenían una con un receptor de una sola lámpara que parecía buena. —Señaló hacia atrás sin precisar—. Pero no se los veía muy dispuestos a entregarla a domicilio.
Él enarcó las cejas y se rio.
—No me extraña.
Cora se sintió aliviada. En realidad, no había preguntado por la entrega a domicilio.
—Bien, pues si usted cree que a las niñas les gustaría tener una radio, iría gustosamente a comprarla ahora. Pero pesa mucho, claro. Esperaba que pudiera usted acompañarme y ayudarme a traerla.
Él la miró con atención, igual que el otro día. Ella se concentró en la verdad, que era que realmente deseaba comprar una radio para las niñas. Eso era parte de la verdad.
—Me llamo Joseph Schmidt —dijo él, y le tendió la mano.
Ella sonrió, y en su nerviosismo le estrechó la mano como un hombre, manteniéndola en posición vertical y apretando con fuerza.
—Yo me llamo Cora. —No era necesario dar el apellido.
Aun después de aflojar la mano, él se la retuvo un poco más de lo necesario, y ella notó el pulgar encallecido en la palma.
—Cora —repitió él, pronunciando el nombre con atención, como si aprendiera una palabra nueva de algo conocido—. Voy a por la gorra.
Llevó un cochecito de bebé para transportar la radio. Un modelo T Chelsea, lo llamó, porque casi todo el mundo en el barrio usaba uno para acarrear sus cosas de aquí para allá. Su cochecito tenía un parasol verde roto y una rueda oscilante, pero la radio cabía dentro a la perfección. Los dos se rieron lo suyo mientras él lo empujaba por la calle, sonriendo ambos a los viandantes como orgullosos padres recientes.
—Tiene los mismos ojos que usted —comentó ella, sintiéndose audaz, y cuando él soltó una carcajada, ella sintió un vahído, pero de un modo agradable, como si respirara de otra manera, aspirando más oxígeno que de costumbre.
Él, empujando el carrito, salvaba grietas en la acera y dejaba atrás corrillos de italianas de charla, o quizá griegas, y pandillas de niños, sin apresurarse para que Cora, con sus zapatos de tacón, no se rezagara, y durante todo el tiempo a ella le rondó por la cabeza la vertiginosa idea de que durante esas breves vacaciones no era Cora Kaufmann, ni Cora Carlisle, ni siquiera Cora X. Era solo Cora en el barrio donde antes vivía y donde, ahora, nadie la conocía. Podía actuar como se le antojara sin la menor consecuencia y sin que nadie en casa se enterase siquiera, siempre y cuando no causara daño a nadie o acabara detenida.
—¿Qué es ese olor dulce? —preguntó ella, sujetándose el sombrero para que no se lo llevara la brisa. Le gustaba caminar con un hombre de su estatura, sin tener que levantar siempre la mirada—. Por aquí siempre huele a repostería.
—Es Galleta Nacional. —La miró, luego apartó la vista y enseguida volvió a mirarla—. ¿Nabisco? ¿Ha comido las Fig Newtons? Se hacen aquí.
Cora se echó a reír. ¿Cuántos paquetes de Fig Newtons había comprado a lo largo de los años? Las compraba para los chicos y Alan, y para servirlas a los invitados en las meriendas, y ella misma había comido no pocas, sin saber ni remotamente que se hacían a un paso del Hogar para Niñas Sin Amigos de Nueva York. Su calle en Kansas, con sus jardines amplios y árboles frondosos, parecía un mundo aparte de aquel barrio atestado, aquella Babel, sin posible coincidencia entre ambos, y sin embargo durante años, sin ella saberlo, unas simples galletas habían estado pasando de uno a otro mundo.
—¿Qué lleva ahí dentro? —Un niño mojado y descalzo apartó a Cora de un empujón para mirar qué contenía el cochecito—. Eso es una radio. ¿Funciona?
Cora, al volverse, vio a otros niños, todos con el pelo húmedo y aspecto sucio, unos con zapatos, otros sin ellos, apiñándose a sus espaldas e intentando ver el interior del cochecito. Resultaba desconcertante tenerles miedo. El mayor contaba como mucho doce años, pero eran seis, y luego siete, y otros varios se desplegaban en torno a ellos, rodeando el cochecito por los lados, alargando las manos con rapidez. En la acera, los otros adultos seguían caminando como si no pasara nada anormal.
—¡Largo! —Joseph se encorvó y colocó el brazo por encima del cochecito—. ¡Ya sé lo que os proponéis!
Los niños retrocedieron, pero solo unos pasos, como si esperaran otra oportunidad de arremeter. Cora no sabía qué hacer. Los chiquillos estaban muy sucios y apestaban, pero tenían unos rostros tiernos, de criaturas, y piernas flaquísimas, y uno de ellos le recordó a Howard de pequeño, con las mejillas sonrosadas como una manzana y ojos que semejaban brillar con luz propia. Estaba pensando en lo triste que era que un niño parecido a Howard pudiera estar tan raquítico y tan sucio cuando sintió un tirón en el bolso. Se volvió rápidamente y descubrió a un niño aún menor, de cinco años como mucho, sonriéndole a la vez que seguía tirando. Ella agarró el bolso con fuerza y le dijo que se marchara.
—De acuerdo, de acuerdo, aquí tenéis. —Joseph sacó el puño cerrado del bolsillo—. Centavos, ¿verdad? Y una de cinco para quien la atrape. —Se apartó del cochecito y echó a rodar un puñado de calderilla por la acera. Los niños, entre alaridos, persiguieron las monedas.
—Apriete el paso.
Tomó a Cora del brazo, manteniendo la otra mano en la barra del cochecito. Doblaron una esquina a toda prisa, acompañados de los chirridos de una de las ruedas. Ya a media calle le soltó el brazo, pero ella sentía aún el contacto residual de su mano, la presión de sus dedos a través de la manga.
—Le han sacado unas cuantas monedas —dijo ella—. ¿Tiene que hacer eso muy a menudo?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez consigan algo para comer. Pero probablemente se comprarán caramelos.
Cora miró su bolso. Ahora que habían comprado la radio, no llevaba mucho dinero. Pero lamentaba que no se le hubiera ocurrido a ella agarrar un puñado de monedas y lanzarlas.
—¿Por qué llevaban todos la ropa mojada?
Él la miró de una manera extraña, como si le hubiese planteado una pregunta con trampa.
—Nadan —contestó—. El río está ahí mismo. Saltan de los muelles y van de aquí para allá, de calle en calle.
—Bueno, eso está bien, así al menos se refrescan.
Él hizo una mueca.
—El agua es inmunda. Tienen que nadar a braza para apartar la basura. —Representó la escena con gestos para Cora, empujando con una mano y tapándose la nariz y la boca con la otra—. Sin embargo todos se meten, para refrescarse. Excepto nuestras niñas. Las monjas no las dejan nadar en el río. Las llevan a los baños públicos una vez por semana, y eso es todo.
Cora guardó silencio. Un baño por semana, con semejante calor. Y ellas eran las afortunadas. Cora siempre supo que lo era, incluso de niña. Las monjas proporcionaban cobijo permanente y comida de sobra —nada muy apetitoso, pero sí saludable—, y eso no era poca cosa.
—¿Cómo se llama su hija?
—Greta.
—¿Va a la escuela? Ahora es obligatorio por ley, ¿no?
—Las monjas les dan clases en el hogar. No quieren que las niñas vayan a la escuela pública. Además, tienen que acomodarse al horario de la lavandería. —Se detuvo para bajar de la acera con el cochecito—. Pero he estado ahorrando, para un apartamento. Tal vez el año que viene, y podré ir a trabajar mientras ella está en el colegio público. Ahora mismo no hace más que tender ropa en la azotea. Pero pronto la pondrán en la lavandería si no nos vamos. Sé que las hermanas necesitan lavar ropa para mantener el hogar con ese dinero. Pero no quiero que Greta trabaje tanto, no siendo tan pequeña.
Cora recordó haber visto las manos de las niñas mayores, las quemaduras del agua hirviendo. Ella, bajo los guantes, tenía las manos suaves y sin cicatrices.
—¿De qué trabajará?
—De lo que sea. Ya hago cosas por el barrio, arreglando esto y aquello. La gente me conoce. —Apartó una mano de la barra del cochecito y se señaló la boca—. Pero el acento me lo pone difícil. —Sonrió con resignación. Soy un teutón.
—¿Por qué no vuelve? —Cora bajó la voz, tanto que apenas se oyó a sí misma por encima del chirrido de la rueda y el ruido del tráfico en la calle. En realidad solo lo preguntaba por saberlo, por curiosidad, no a modo de sugerencia descortés.
—¿A Alemania? No. Allí la cosa está mal, con la inflación, y las reparaciones. Allí tendríamos más problemas. Y no es solo eso. Vivo en Estados Unidos desde los diecinueve años. Y antes mi mayor deseo era venir aquí. —Dirigió la mirada hacia la calle, hacia los coches atronadores—. Me gusta este país, lo que representa. Estaba pensando en alistarme cuando me mandaron a Oglethorpe.
Cora estuvo a punto de señalar que si hubiese hecho esas declaraciones al principio de la guerra, a quienquiera que exigiese una respuesta, y hubiese accedido a arrodillarse para besar la bandera, quizá ya de buen comienzo no lo habrían mandado a Oglethorpe. Pero naturalmente había una diferencia entre amar un país, amar genuinamente aquello que representaba, y permitir que alguien lo obligara a uno a arrodillarse y demostrarlo.
—Ah, mire —dijo él, aflojando el paso—. Es nuestro sitio del otro día.
Cora alzó la vista. Se hallaban delante de la farmacia donde habían tomado la naranjada. Cora vio dentro a la anciana italiana, detrás del mostrador.
—Como usted les ha hecho un regalo caro a las niñas, lo menos que puedo hacer es invitarla a una naranjada. —La miró a los ojos. ¿Tiene tiempo?
Cora vaciló. No era más que otro refresco. Pero él era pobre, y ahorraba cuanto podía, y a Cora no le gustaba la idea de que gastara siquiera cinco centavos en ella. Así y todo, probablemente para él era una cuestión de orgullo, y la miraba con profundo afecto, como si fueran ya grandes amigos. No quería separarse de él todavía.
Cora permaneció callada mientras esperaban en el mostrador, a pesar de que la mujer italiana, con las manos ya sin manchas, la reconoció y sonrió, y señaló el cochecito e hizo una broma sobre su radio bambino. Joseph le explicó que era Cora quien había comprado la radio para las niñas del orfanato, y la mujer asintió, aunque no quedó claro si lo entendió. Cora lo observó mientras hablaba. Se había quitado la gorra al entrar, y ella se fijó en que su cara tenía una estructura ósea firme y bien definida: en realidad, no le hacía ninguna falta una mata de pelo. Joseph pagó a la mujer italiana y sonrió a Cora, una sonrisa abierta y sincera. Ella lo siguió, sintiendo curiosidad por su difunta esposa, si era muy joven, si era guapa.
—Cuénteme su vida en Kansas —dijo él. Se sentó en la silla contigua, con un codo en la mesa, el otro en el respaldo—. Ya lo sabe todo de mí, y yo apenas sé nada de usted.
Ella bajó la mirada, fingiéndose agobiada por el esfuerzo de desabrocharse los guantes. No deseaba contestar. Habría preferido seguir oyendo hablar de él, o del orfanato, o del barrio, sintiéndose en todo momento un poco embriagada por su atención, la veta dorada en su ojo, el timbre grave de su voz. Pero el descanso se había terminado. Él había preguntado. Y ella no era capaz de mentir activamente, de eliminar a su familia, ni siquiera de palabra.
—Estoy casada —dijo—. Tenemos dos hijos, gemelos. Se marcharán a la universidad en otoño.
Él bajó las cejas detrás de la montura plateada. No parecía enfadado, pero Cora adivinó qué pensaba, qué opiniones estaba formándose de ella en ese momento. No estaba en situación de acusarla de ocultar información. Ella solo se había mostrado cordial, podía aducir, y esa era la primera vez que él le había preguntado por su vida. Pero ella era muy consciente de cómo la miraba. Ahora la veía como una mujer deshonesta y desconsiderada, una mujer casada sin alianza. Era muy injusto. Él no sabía lo que esa tarde había significado para ella, esas pocas horas sin ser ella misma, ese rato en el que había salido de su vida. Quizá podía ser sincera. Nunca le había hablado a nadie de Alan. No podía arriesgarse a eso, ni siquiera con la amiga más cercana. Pero Joseph Schmidt tenía un semblante benévolo, y nunca volvería a verlo. No conocía su apellido, ni siquiera de qué ciudad había llegado. No podía perjudicar a Alan en modo alguno. Y qué alivio sería para ella pronunciar las palabras en voz alta, que hubiera otra persona en el mundo que la conociera de verdad.
Así pues, allí mismo, sentados a la pequeña mesa, ahogada su voz por el zumbido del ventilador, le contó su vida, la verdad, con toda la claridad posible. La italiana leía una revista junto al mostrador, y Joseph permaneció inmóvil y callado mientras escuchaba. Cora le habló de Howard y Earle y de lo mucho que los quería, y le dijo que ni siquiera ellos lo sabían. Le explicó que aunque Alan y ella hablaban y se comportaban como si no pasara nada entre ellos, como si ella en realidad no supiese que él seguía viéndose con Raymond en su despacho después del trabajo, como si no supiese que se hacían regalos: un reloj con las iniciales R. W. grabadas y una frase en latín que ella no entendió, libros de poesía con versos subrayados. «Soy aquel que pena de amor.»
Joseph no dijo nada. Ella no sabía qué pensaba, pero continuó hablando. No paró ni siquiera para tomar un sorbo de naranjada. Era como si necesitara hablar para respirar. Le contó lo joven que era cuando se casó, y lo sola que estaba, y se cuidó de aclarar que en realidad aquello no era tan espantoso como parecía, que Alan no era mala persona, que era bueno en muchos sentidos, y sin duda un padre excelente.
—Pero no es un marido para usted.
Ella negó con la cabeza. Él torció los labios. Por un momento, Cora pensó que iba a escupir.
—Yo tenía un primo así, allá en Alemania —dijo—. Era un buen hombre, buena persona.
Cora arrugó la frente, y esperó.
—Lo apalearon. No supimos quién lo hizo, pero sí por qué. —Se frotó la mejilla—. Puede que su marido haga bien en mantenerlo en secreto.
Ella apoyó la cara en las manos. Alan. No soportaba la idea de que sufriera algún daño. Estaba tan atrapada como siempre. No había cambiado nada por contárselo a Joseph Schmidt.
—¿Y ahora qué va a hacer? —preguntó él.
Ella alzó la vista.
—¿Qué quiere decir?
—Sus hijos ya son mayores. Se quedó por ellos, ha dicho. Ahora ya son mayores. ¿No es así?
—Bueno, no quiero el divorcio.
Él enarcó las cejas.
—No quiero. —Intentó aclararlo—. No quiero divorciarme. —Negó con la cabeza. No quería divorciarse. Claro que no.
—¿Por qué no?
Estuvo a punto de soltar una carcajada.
—¿Cómo iba a explicarlo? ¿Qué le iba a contar a la gente? ¿Qué iba a decirles a mis hijos?
—Que quiere ser feliz.
—Eso no basta.
—¿No? —Él se inclinó hacia ella, solo un poco. Ella se echó atrás y desvió la mirada. La mujer italiana había ido a barrer la parte delantera de la tienda.
—Qué desperdicio —dijo él.
Ella alzó la vista. Se miraron sin pestañear, sin más sonidos que el del ventilador y el roce de la escoba de la mujer italiana. Cora no podía moverse, o no lo hizo. Alan la había mirado en otro tiempo con esa misma esperanza y esa bondad, pero nunca así, nunca así. Una alegría desbocada brotó en ella, solo por un instante, pero él de algún modo la vio, o lo supo, porque sin pronunciar palabra tendió la mano por debajo del ala de su sombrero y le apartó un rizo suelto, colocándoselo detrás de la oreja. Ella no se movió, ni siquiera cuando notó deslizarse sus dedos ásperos por detrás de la oreja a lo largo del nacimiento del pelo húmedo.
Cora oía su propia respiración, su pulso justo debajo de los dedos de él, el tictac de su reloj junto al cuello.
—¿Qué hora es? —preguntó.
Él bajó la mano y consultó el reloj.
—Las tres menos veinte.
—Tengo que irme.
Empujó la silla hacia atrás y las patas chirriaron contra el suelo. Tomó el bolso y los guantes. Se los pondría fuera. Él la agarró de la mano.
—No se vaya —dijo—. Todavía no.
—Debo irme, de verdad —insistió ella con más firmeza—. Tengo que irme ya mismo. Me había olvidado. Me había olvidado del todo. Ya llego tarde. —Era cierto. No podía retrasarse, darle a Louise esa ventaja.
—Cora.
Ella negó con la cabeza. Necesitaba marcharse. Pero seguía ruborizada y sonriente, incluso al retirar la mano. Le dio vueltas la cabeza. Que la miraran así, que la sujetaran así, era embriagador; no era ella misma.
—Volveré —dijo, una promesa tanto para ella como para él.
Pero cuando estuvo de nuevo en la calle, caminando apresuradamente en dirección al metro bajo el intenso sol, sintió la cabeza más despejada.
Mientras caminaba a toda prisa por Broadway, vio a Louise dirigirse hacia ella. Incluso en la acera atestada, y pese a lo menuda que era, era fácil distinguirla, su rostro radiante, el cabello negro recogido detrás de las orejas. Un hombre le silbó, pero ella pasó junto a él como si no lo oyera, con la mirada fija al frente. También pasó de largo junto a Cora. Cuando Cora la llamó por su nombre, Louise se volvió con expresión a la vez molesta y sorprendida.
—Ah, hola. —Louise no sonrió—. Como llegaba tarde, he echado a andar.
—Lo siento. —Cora tragó saliva e intentó recobrar el aliento—. Pero tendrías que haberme esperado. ¿Y si no te hubiese visto? —Cora de hecho había echado a correr en la última manzana, temiendo que Louise aprovechara su demora como excusa para emprender alguna aventura en solitario. Pero, como era lógico, después de tantas horas de clase de danza estaba sudorosa y agotada. Louise no se habría ido a ninguna parte hasta después de tomar un baño y echarse una siesta.
—¿Qué le pasa? —Miró a Cora con el ceño fruncido—. La noto rara. Tiene las mejillas rojas.
—Ah. —Cora se llevó la muñeca a la frente caliente—. Bueno, sabía que era tarde. He venido a toda prisa con este calor. ¿Vamos a casa, pues? —Tenía su lado emocionante ser ella quien tuviese que andarse con evasivas y maniobras de distracción.
Louise empezó a andar otra vez, pero le lanzó una mirada a Cora.
—Espero que no vaya a pillar algo.
Por un momento, a Cora le conmovió advertir su preocupación por ella. Pero a renglón seguido Louise dijo que debían tomar la precaución de usar vasos distintos, por si acaso. No podía permitirse enfermar mientras estaba allí, no antes de la selección para la compañía. Cora le aseguró que no estaba enferma, solo cansada. Pero después de eso, mientras caminaban, guardó silencio. Louise contó que Ted Shawn había ejecutado su Danza de la Lanza Japonesa, lo hermosa que era, con qué perfección mostraba su destreza y su excelente forma. Cora asintió, escuchando solo a medias, aturdida por el calor. No, pensó. No volvería a ver a Joseph Schmidt, ni al día siguiente ni nunca. Pensó en el protagonista de La edad de la inocencia, que por un breve momento se había olvidado de sí mismo al desabrochar el guante de la condesa, pero había entendido que no podía tener nada más. Así debían ser las cosas.
Y nada más decidir eso, al parecer, recibió su recompensa. Cuando Louise y ella llegaron al edificio, en el buzón esperaba un sobre de color amarillo claro dirigido a Cora con matasellos de Haverhill, Massachusetts.