DOCE

Cora solo había llamado dos veces, y suavemente, cuando el alemán abrió la puerta. Desviando la mirada, lo saludó. Aún estaba muy abochornada.

—Llega puntual —dijo él, haciéndose a un lado. Tenía una mancha oscura de grasa en la pechera del mono.

Cora asintió y, pasando junto a él, entró en el vestíbulo, desde donde miró por el pasillo en dirección a la cocina bien iluminada. No había una sola monja a la vista. En el piso de arriba se oía el canto de las niñas, casi ahogado por el sonido desafinado del piano.

El hombre cerró y le indicó con un gesto que lo siguiera por el pasillo, dejando atrás la puerta cerrada del despacho de la hermana Delores. Al llegar a la segunda puerta cerrada, se detuvo. Cora esperó, con la mirada fija en la parte trasera de su cabeza calva mientras él rebuscaba en su llavero; su nuca le quedaba a la altura de los ojos. A lo largo del fin de semana Cora había estado previniéndose de que no debía concebir demasiadas ilusiones, demasiadas expectativas. Pero ahora estaba allí, y el alemán en efecto iba a permitirle entrar, tal como había dicho. En menos de media hora quizá saliera de esa habitación conociendo su apellido en el momento de nacer, o el nombre de pila de su madre, o el de su padre.

O quizá no. Sacó un pañuelo del bolso y se enjugó el nacimiento del pelo. La parte de ella que conocía y recordaba la decepción emitió un severo aviso. Cabía la posibilidad de que ni siquiera existiese un expediente suyo, o si existía, que no revelara nada. Cabía la posibilidad de que, pese a sus esfuerzos, tuviera que regresar a Wichita sin saber más de lo que sabía. Y entonces ¿qué? Seguiría adelante, claro. Retomaría su vida, resignada.

—Es esta —dijo el alemán, con una llave plateada en la mano. Se volvió y, con expresión ceñuda, echó una ojeada a la muñeca de Cora—. ¿No lleva reloj?

—Perdone. Lo tengo aquí. —Sacó el reloj del bolso. De nuevo había seguido el consejo de Floyd Smithers acerca de la conveniencia de no lucir joyas en ese barrio.

—Bien. —El hombre levantó entonces el grueso antebrazo para consultar su propio reloj, con una ajada correa de cuero—. Tendrá que estar fuera de aquí en menos de veinte minutos. Yo almorzaré en la escalera. Si alguien baja antes de tiempo, oirá mi voz. Eso significará que no debe salir, y entonces tendrá que esperar a que yo se lo indique. —La miró muy serio—. Si eso llegara a suceder, tendrá que quedarse hasta que se vayan a dormir, así que le conviene estar fuera de aquí dentro de veinte minutos.

Cora asintió. Satisfecho, el alemán hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta de una pequeña habitación con barrotes en la ventana, una mesa, una silla y, a ras de pared, un fichero de madera tan alto como ella y un poco más ancho de lo que podía abarcar con los brazos. Tenía cuatro columnas de cajones, cada uno con un pequeño tirador de latón.

—Veinte minutos, ¿de acuerdo? —El alemán salió al pasillo—. ¿Entendido?

—Se lo prometo. —Ella se volvió de cara a él—. Y muchas gracias —dijo con toda sinceridad. Aquel hombre ni siquiera le había pedido dinero.

El alemán se encogió de hombros y lanzó una mirada al techo.

—No tiene importancia —respondió—. Como en la escalera todos los días.

Cerró la puerta y la dejó allí sola. El sonido del piano se había atenuado, y ahora oía a las niñas cantar en latín, con sus voces agudas y melancólicas.

Perdió casi cinco minutos en deducir que los expedientes a veces aparecían ordenados por año de nacimiento y a veces por año de ingreso. Dentro de cada carpeta, los papeles estaban sujetos con alfileres. Hacía calor, y se quitó los guantes. No tardó en pincharse, y sangró un poco. Chupándose el dedo herido, deslizó las carpetas con la mano libre, leyendo los nombres en los rótulos de las pestañas. DONOVAN, Mary Jane. STONE, Patricia. GORDON, Ginny. Las pasó una tras otra. Arriba, las niñas habían dejado de cantar.

Lo encontró, su propio expediente, en el cajón de 1889, su nombre escrito en mayúsculas en la pestaña: CORA, nada más. Sin apellido. Extrajo la carpeta. Si hubiese tenido más tiempo, habría hecho una pausa, para prepararse.

La primera página no estaba amarillenta ni arrugada, y la letra mecanografiada se leía con facilidad.

Cora, 3, de MNF.

Pelo: castaño.

Ojos: castaños.

Parece tener buena salud, buena inteligencia, carácter amable; angustia actual debida probablemente a la transición. Llevaba un tiempo en la MNF (Bleecker St., 29).

Padres: desconocidos.

Al pie de la página alguien había escrito a mano:

Enviada en tren por medio de la Asociación de Ayuda a la Infancia, noviembre de 1892.

Colocada.

Retiró el alfiler. La segunda página era una carta escrita a mano en papel pautado con cenefa de flores. No había sobre, pero el papel tenía dos pliegues por donde la carta había estado doblada en tercios.

10 de noviembre de 1899

A las bondadosas personas del Ogar para Niñas Sin Amigos de Nueva York:

Escribo esta carta con mucha admiración a la buena labor que yevan ustedes a cabo. Mi marido y yo somos los felices padres adoptibos de Cora, que ahora tiene trece años, y residió en su ogar en la primera infancia y nos fue traida a Kansas en un tren de uerfanos hace siete años. Creemos que está tan contenta por haber venido a Kansas como nosotros. Sin embargo, también creemos que le habría gustado saver más sobre su historia y sus padres naturales, pues pensamos que sentirá aún más curiosidad al respecto conforme se haga mallor. Les ruego que tengan en cuenta que a mi marido y a mi no nos disjustaria si enviaran información sobre la familia o la historia de Cora. Les estaríamos de echo agradecidos, ya que pensamos que cualquier verdad aportaria consuelo a nuestra niña.

Que Dios las bendiga,

Naomi Kaufmann

Apartado de correos 1782

McPherson, Kansas

Cora se quedó mirando la firma. Seguramente la había escrito, imaginaba Cora, sentada a la mesa de la cocina con su pluma buena y su pequeño tintero de latón en forma de ratón, quizá después de que Cora se hubiese acostado. Nunca le había dicho a Cora que había escrito a las monjas. Probablemente no quería infundirle falsas esperanzas, y con razón, como se había visto. Si las hermanas le habían contestado, y Cora lo dudaba, había sido solo para decir que no había nada que decir. Padres desconocidos. Pero, a pesar del golpe, le complació saber que mamá Kaufmann lo había intentado, que su interés por Cora era mayor que cualquier clase de celos o temor. Cora tomó la carta y se acercó el fino papel a la boca y la nariz, deseando de algún modo inhalar a mamá Kaufmann. Cuando abrió los ojos, bajó la vista y vio la otra carta.

Estaba escrita en un grueso papel crema de buena calidad, sin líneas ni adornos. La letra era pulcra, y la caligrafía de trazos gruesos y finos alternos revelaba un uso diestro de la estilográfica.

1 de mayo de 1902

Queridas hermanas:

He sabido que una niña de ojos castaños, llamada Cora, nacida en la primavera de 1886 en la Misión Nocturna Florence, posiblemente fue puesta bajo sus cuidados en sus primeros años. Mantengo una estrecha relación con la madre natural de esa niña, que ahora desea saber algo de cómo le fue a la pequeña, pero debe insistir en la discreción, y por eso le escribo yo en su lugar. Deben ustedes saber que mi amiga no tiene intención de molestar a Cora ni de entrometerse en su vida de ninguna manera. Pero me dice que a menudo se pregunta qué ha sido de la niñita de la que tuvo que desprenderse, y cualquier información, sea buena o mala, le proporcionaría no poca paz.

He adjuntado un sobre con mi dirección por si se da la feliz circunstancia de que ustedes puedan y quieran enviar alguna noticia sobre Cora. Advertirán que el remitente en el sobre que les envío es la Fundación de Socorro Hibernia. Me disculpo por el engaño, y espero que no les moleste: mi única intención es ahorrarme cualquier pregunta que pudiera suscitar una carta de su bondadosa organización, obligándome a elegir entre mentir en persona a mis interrogadores y traicionar la confianza de mi amiga.

Con gratitud,

Señora Mary O’Dell

Maple Street, 10

Haverhill, Massachusetts

Cora leyó la carta de nuevo, y luego una vez más, arrugando el papel de tan fuerte como lo sostenía por los lados. No era solo el contenido lo que la emocionaba, lo que la asustaba. Cora nunca en la vida había visto una caligrafía de letra inclinada pero estrecha tan parecida a la suya. Esa Mary O’Dell, esa «amiga», dibujaba el bucle de la i griega igual que Cora. Trazaba la barra de la te a la misma altura y en el mismo ángulo. Era como si Cora hubiese escrito esa carta de su puño y letra.

Arriba, las niñas habían dejado de cantar; Cora oía la voz monótona del sacerdote, pero no distinguía sus palabras. Consultó el reloj. Cinco minutos. Tenía tiempo para copiar el nombre y la dirección en el cuaderno que llevaba en el bolso. Pero permaneció inmóvil por un momento y de pronto, con una satisfactoria emoción, sacó las dos cartas de la carpeta y se las metió en el bolso. Guardó la carpeta, con el alfiler de nuevo en su sitio, con su nombre asomando en la pestaña igual que antes, y cerró los cajones del archivo.

Retrocedió para asegurarse de que la habitación quedaba exactamente igual que la había encontrado; eso era lo mínimo que podía hacer por el alemán. Pero no se sintió culpable por el robo. Dudaba que las hermanas abrieran algún día su expediente, y lo que se había llevado le pertenecía a ella.

Cuando la vio, el alemán se puso en pie y se reunió con ella en la curva baja de la escalera.

—¿Ha encontrado lo que necesitaba? —preguntó en un susurro, inclinándose hacia ella. Olía a cacahuetes salados.

—¡Sí! —respondió ella en voz baja. Sintió el descabellado impulso de abrazarlo, de arriesgarse a mancharse el vestido de grasa. Tal era su éxtasis. Se llevó la mano enguantada al cuello—. ¡Tengo una dirección! ¡Un nombre y una dirección! ¡Muchísimas gracias!

El hombre frunció el ceño y miró su reloj.

—Salgamos —dijo.

Cora entendió que estaba sacándola del edificio, obligándola a cruzar la puerta lo antes posible. Eso mismo deseaba ella. Ya fuera, casi bajó corriendo por la escalinata, sus pies tan ligeros y ágiles como los de una niña. Estuvo a punto de chocar con una mujer robusta sin sombrero que pasaba por allí. A pesar de la disculpa de Cora, la mujer le lanzó una mirada de advertencia.

—¿Se encuentra usted bien? —El alemán bajaba aún por los peldaños, poniéndose la gorra.

—¡Sí! —Cora respiró el aire impregnado por aquel olor dulce a galleta y sonrió—. ¡Pero gracias! ¡Muchas gracias!

—Se la ve muy… —Volvió a arrugar la frente y agitó las manos—. Emocionada. Tal vez debería sentarse.

—Estoy bien —aseguró Cora. Pasó un camión con un petardeo, y levantó la voz—. ¡De hecho, estoy encantada! No puedo expresarlo con palabras.

Y no podía. No podía explicarle lo que eso significaba para ella, lo que él había posibilitado. Mandaría una carta por correo al día siguiente. Seguramente llegaría a Haverhill, Massachusetts, en solo un par de días. El alemán parecía alegrarse por ella; los ojos le brillaban detrás de las gafas.

—Ha sido usted muy amable, y ni siquiera me conoce. Me gustaría agradecérselo de algún modo.

—No me vendría mal una bebida fría —dijo él.

A Cora se le heló la sonrisa en los labios. ¿Lo decía en broma? No lo entendía. ¿Estaba burlándose de ella por la tontería que había cometido la semana anterior? Pero parecía hablar en serio. Y esperaba.

—¿Ahora mismo? —preguntó ella. Tenía que ser en ese momento. Desde luego no iba a concertar una cita, quedar en verse más tarde. No estaba dispuesta a volver a aquel lugar—. ¿No está trabajando?

—Siempre estoy trabajando. Vivo aquí mismo, en el piso de arriba. —Señaló a través de la verja la segunda planta del edificio anexo al otro lado del solar. Una escalera metálica conducía a una puerta—. Puedo salir en cuanto acabe la misa. Mientras todo funcione, puedo tomarme los descansos que quiera.

—Ah —dijo Cora. Echó una ojeada alrededor, a la gente que pasaba junto a ellos por la acera, los coches que circulaban por la calle. Un ordenanza extranjero le proponía que lo invitara a tomar algo, y ella no llevaba su alianza. Pero si alguien alrededor sentía algún interés en ella, no lo exteriorizaba en absoluto.

—Hay una farmacia con un puesto de bebidas a la vuelta de la esquina —dijo él.

Ella asintió, sin dar a entender que aceptaba el plan, solo para indicar que lo había oído. Pero no sabía qué hacer. En realidad, sí deseaba celebrarlo, y él era la única persona con quien podía hacerlo, y ciertamente se merecía una muestra de gratitud. En todo caso, no tenía ninguna intención respecto a ella: lo había dejado claro la semana anterior. Cora mencionaría que estaba casada, lo encajaría en la conversación. No había nada de malo en tomar algo en público en pleno día. Y en todo caso daba igual, ya que allí no la vería ningún conocido.

La farmacia tenía una bandera norteamericana y otra italiana en el escaparate, así como anuncios de bragueros, Mentholatum y bebidas frías. Dentro, el aire olía a ajo y a hamamélide de Virginia, y Cora y el alemán eran los únicos clientes. La luz era tenue, al menos en comparación con el resplandor del sol en la acera, pero los estantes, detrás de los mostradores, presentaban productos que le resultaban familiares: polvo de talco y extracto de hígado de bacalao, crecepelo Ayer, puros, dentífrico Mag-Lac e hilo para encaje. Podría haber sido una farmacia de Wichita, salvo por un letrero, colgado de la caja registradora, donde se leía en gruesas letras rojas la palabra BENVENUTI!, que, pensó Cora, debía de ser un aviso de algún tipo.

Una mujer con forma de manzana y pelo oscuro saludó con un gesto al alemán desde detrás del mostrador.

—Ah, hola. ¿Qué desea hoy? —Sacaba bolsas de agua caliente de una caja de cartón y las colgaba de estaquillas en la pared. Llevaba un vestido negro de cuello alto y las mangas le llegaban a las muñecas.

Cora se volvió hacia el alemán.

—Lo que a usted le apetezca me parece bien. —Estaba aún en plena efervescencia, flotando. La señora Mary O’Dell. Le escribiría a la mañana siguiente.

—Tomaré una naranjada. Gracias. —El alemán se quitó las gafas y frotó las lentes con la manga doblada de su camisa blanca.

—Yo tomaré lo mismo —dijo Cora a la mujer. No sabía si debía hablar despacio, si la mujer sabía realmente inglés. Levantó dos dedos—. Dos, por favor. Dos.

La mujer puso las botellas frías en el mostrador. Cora dejó una moneda de veinticinco centavos junto a ellas, y cuando alzó la vista vio que el alemán la observaba. Él desvió la mirada.

La mujer deslizó el cambio por encima del mostrador con unas manos pequeñas y arrugadas, salpicadas de manchas violáceas.

Scusi —dijo amablemente, moviendo los dedos—. È solo l’uva.

Cora sonrió como si entendiera, le dio las gracias y siguió al alemán, que llevaba las dos botellas a una de las tres mesas vacías al fondo de la tienda. Las moscas zumbaban alrededor, pero él accionó una palanca de un ventilador oscilante y orientó la uniforme corriente de aire hacia una de las mesas. Echó atrás una silla con el respaldo de alambre para ella antes de ocupar él la suya.

—Gracias —susurró Cora.

—Y gracias a usted. —Él levantó la botella como para brindar.

—¿Sabe usted qué ha dicho esa mujer? —musitó Cora.

—¿Cómo? —Él se inclinó para oírla por encima del ruido del ventilador.

Cora lanzó una rápida mirada a la mujer del mostrador.

—¿Qué ha dicho de sus manos? ¿La mancha? —A Cora le preocupaba que fuera una especie de sarpullido. Su bebida seguía en la mesa. No la tocaría hasta que lo supiera.

—No sé italiano. —Bebió un sorbo de su naranjada—. Pero creo que ha estado haciendo vino.

Cora lo miró. Él tenía una veta dorada en un ojo, desde el blanco hasta la pupila, como un rayo de sol oblicuo.

—¿Lo dice en serio?

Él asintió.

Cora lanzó un vistazo a la mujer, que seguía colgando bolsas de agua caliente. Tenía al menos sesenta años. Un crucifijo dorado pendía de su cuello.

—Eso es espantoso —dijo Cora—. Podrían detenerla.

—Es espantoso. Sí.

—Me refiero a que es espantoso lo que hace —aclaró Cora—. ¿Quiere decir que lo vende? ¿Cómo un traficante de bebidas alcohólicas?

Él sonrió.

—Probablemente es para su familia. Los italianos beben vino como si fuera leche.

Cora volvió a mirar a la mujer.

—¿Y si se presentara aquí un agente de la Prohibición y le viera las manos?

Él tomó un sorbo de su bebida.

—La pillarían con las manos en la masa, ja?

Cora se esforzó por no sonreír.

—No tiene gracia. Me preocupa de verdad.

—Pues en ese caso escriba a su senador. —El alemán levantó su refresco—. Dígale que revoque la ley Volstead.

Cora puso los ojos en blanco.

—Ah, usted es de ese bando.

—¿Y usted no?

—Exacto. —Cora se irguió en el asiento y se quitó los guantes. Estaba sedienta, y el cristal de la botella parecía muy frío, empañado y rezumando humedad en la mesa. Un resto de uva no le haría daño.

Él la observó con los ojos entornados.

—¿La metería usted en la cárcel? ¿A esa mujer?

La naranjada era dulce y burbujeante. Retuvo un sorbo en la boca antes de tragar.

—Si realmente vende veneno que arruina vidas y familias, sí. Sí la metería en la cárcel.

—Mmm…

Parecía que él no acababa de creerla. Bueno. Ella se mantuvo firme en su opinión. Y había educado a hombres más simples que él. Tomó otro sorbo y dejó la botella.

—Dígame que este no es un país mejor desde que nos deshicimos de la bebida. —Ella levantó un poco la voz. No estaría de más que la mujer italiana la oyese—. ¿Sabe que aquí en Nueva York han tenido que cerrar plantas enteras de hospitales? ¿Plantas que antes se reservaban a personas con la sangre envenenada? Creo que eso se puede considerar un avance.

—Pero ahora hay más gente que muere a tiros en la calle.

Ella se encogió de hombros.

—Delincuentes, es posible.

—No. No siempre. Y creo que ahora muere más gente por beber ginebra casera. —Ladeó la botella hacia su pecho, hacia la mancha de grasa en el mono—. Yo antes servía la mejor cerveza del estado. Parecía oro en el vaso. Era sana y pura y buena. Nadie enfermó nunca con eso.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—¿Usted trabajaba en una taberna?

Él dejó la botella en la mesa.

—Era el dueño de una cervecería. En Queens. Era un buen establecimiento, sin tiroteos, sin gánsteres. —Cruzó los brazos—. La gente venía con sus hijos, con sus bebés. ¿Qué puede tener eso de malo? Nadie se emborrachaba. Mi mujer traía al bebé y comía allí.

—Ah —dijo Cora. No se había figurado que hubiera una esposa, y un bebé, y ahora se sentía aún más abochornada por su comportamiento de la semana anterior y su estúpida preocupación por invitarlo a una bebida. Intentó imaginar a toda una familia viviendo en el reducido espacio sobre el cobertizo del orfanato. Eso justificaba su resentimiento, pues, si había sido antes dueño de su propio negocio, pero todo cambio, incluso los buenos, perjudicaba a alguien. Y al margen de lo que pensara aquel hombre, una cervecería no parecía un buen sitio para un niño.

Él alzó la mano.

—No tiene importancia. No es eso lo que quería decirle. —Estaba sentado tan cerca del ventilador que una gota de sudor se deslizó horizontalmente a través de su frente ancha empujada por la brisa. Quiero hablar de su expediente. Sé que no es asunto mío. Pero la he dejado entrar y ahora me siento responsable.

—¿Responsable? —Cora se llevó la botella a los labios.

—Ja.

—¿Por mí?

—Ja.

Cora casi se echa a reír.

—Pues eso es muy amable por su parte. —Empezó a reclinarse en la silla, imitando la postura de él, pero el corsé no se lo permitió—. Le aseguro que no me pasará nada. Soy una mujer adulta.

—Ya lo veo.

Cora alzó la vista. El alemán mantenía una expresión neutra. Ella no supo decir si sus palabras escondían una insinuación. Él acababa de hablarle de su mujer y su hijo. Pero ella había oído hablar de cómo eran los hombres europeos.

Él se inclinó hacia delante, acodándose en la mesa.

—Es solo que no quiero… Las monjas tienen sus razones para mantener en secreto los expedientes. Hace años que trabajo en el hogar y he visto a la gente que lleva allí a sus hijos, y a la que viene de visita.

—Por favor. —Cora levantó la mano—. La hermana ya me soltó ese sermón. Sé que mi madre podría haber sido una borracha o… una mujer de… mala fama. Todo eso ya lo sé, gracias. —Sostenía el bolso contra su costado, con su nuevo contenido maravilloso—. Pero me da igual. Tengo una dirección. Vine en busca de respuestas, y quizá ahora las encuentre. Eso es lo único que me importa.

—Eso está bien. —Bajó las cejas detrás de la montura plateada. No parecía querer nada más de Cora, pero ahora a ella le apetecía hablar, comunicar esas palabras a otra persona, a ese desconocido, su inesperado confidente.

—De modo que me da igual si es una borracha o… o cualquier otra cosa. Pero verá, también puede ser una persona decente. Recuerdo a los padres que venían de visita. Algunos sencillamente eran pobres. Algunos simplemente estaban enfermos. No todos eran malas personas.

—Eso espero. —Él asintió, mirando la mesa—. Ahora mi propia hija está allí.

Cora ladeó la cabeza.

—¿Su hija? Es… —No sabía cómo preguntarlo. Si era hija de él, no era huérfana.

—Mi mujer murió. La gripe.

—Cuánto lo siento —dijo Cora. Sabía que la gripe había tenido especial incidencia en Nueva York. En Kansas, solo en 1918, habían muerto más de diez mil personas, incluidos la hermana de Alan y el marido de esta en Lawrence. En el funeral, todos excepto el pastor llevaban una mascarilla de papel, y Alan, incluso en medio de su dolor, le había levantado la voz a Howard por quitársela después del oficio. En el camino de vuelta a casa, ni siquiera se habían atrevido a tomar el tranvía, y Cora, aterrorizada, no había dejado a los niños ir al colegio durante meses.

—Me alegro de que usted sobreviviera —dijo—. Por el bien de su hija. —No se le ocurría qué más añadir—. ¿Usted… usted llegó a enfermar?

—Yo no estaba con ella. —Se frotó el asomo de barba rubia en el mentón—. Estuve ausente durante la mayor parte de la guerra y un tiempo después. Pasé esa época en Georgia. En Fort Oglethorpe. Recluido.

—¿Recluido? —Cora arrugó la frente—. ¿Quiere decir encarcelado?

Ja, era lo mismo. Solo que cuando uno va a la cárcel, pasa antes por un juicio.

Ella se apartó un poco de él.

—¿Y qué hizo?

—Fue por lo que no hice. —Él sostuvo su mirada—. No me arrodillé a petición de una muchedumbre. No quise besar la bandera, no por esa gente. De manera que me consideraron un espía. Tenían allí dentro a unos cuatro mil de nosotros, todos espías. Solo que no sabíamos que éramos espías hasta que nos lo dijeron.

Cora guardó silencio. Aquel hombre podía estar mintiéndole. Quizá en realidad sí había sido espía. O tal vez había mandado dinero en secreto a Alemania, tal como hacían algunos inmigrantes, según había oído. Quizá se merecía que lo mandaran a Georgia. Pero tal vez no. En Wichita, al principio de la guerra, un extranjero que vendía palomitas de maíz en un carrito en Douglas Avenue estuvo a punto de morir a manos de una turbamulta. Alan estaba allí, paseando por la calle, y dijo que fue el momento más aterrador de su vida, ver a tantas personas gritar a aquel hombre que suplicaba de rodillas, explicando que había extraviado su certificado de guerra y que no había colgado la bandera del carrito porque estaba rota y aún no había podido remendarla. Finalmente llegó la Policía y se lo llevó a un lugar seguro. Más tarde Alan y ella se enteraron de que aquel hombre ni siquiera era alemán, sino judío polaco.

—¿Su mujer murió mientras usted estaba allí?

Ja. Y yo no me enteré. Nos entregaban el correo solo a veces. La carta no me llegó. —Se encogió de hombros—. No podría haber hecho nada. Estaba todo rodeado de alambradas. —Señaló el techo bajo de la farmacia, moviendo el dedo en un lento semicírculo. Había hombres en torres con ametralladoras. Cuando me soltaron, regresé, y fue entonces cuando tuve noticia de la muerte de Andrea. Los vecinos me dijeron que la niña estaba en una casa de caridad. Tardé tres meses en encontrarla, y supe que la habían traído aquí. —Levantó la botella y volvió a dejarla—. Pero entonces no podía sacarla. Mi negocio había desaparecido. No tenía dinero. No podía trabajar y cuidar de ella a la vez. Les dije a las hermanas que se me daba bien arreglar cosas, y ellas se apiadaron de mí y me contrataron. Así que ahora al menos la veo todos los días. Y sé que está a salvo. —Se frotó el mentón—. Tiene casi seis años.

Cora bajó la mirada.

—Debe de estar furioso —comentó en voz baja—. Porque lo alejaran de aquí.

Él suspiró, hinchando las mejillas.

—No. Como usted ha dicho, tengo suerte de estar vivo. Podría volverme loco pensando en cómo habrían sido las cosas si no me hubieran mandado a Georgia. —Se encogió de hombros—. Quizá tuve suerte. La gripe llegó también a Oglethorpe. Sacaban cadáveres todas las noches. Pero creo que fue aún peor en Queens, en nuestra calle, en nuestro edificio. Si no me hubieran recluido, yo habría estado con ella, pero quizá también habría enfermado y muerto. ¿Y qué habría sido entonces de nuestra hija? Ahora sería huérfana de padre y madre, no solo de madre. —Miró a Cora a los ojos—. Podría haberse ido ya en un tren.

Cora permaneció en silencio. Costaba creer que aún salieran de allí trenes, que otras niñas partieran todavía, quizá en ese mismo momento, rumbo al oeste, hacia la nada, hacia su suerte o su desgracia.

—Es cierto —dijo ella por fin—. Es difícil saber qué podría haber pasado.

—Debería pensar en eso. —Él se inclinó al frente sobre los codos, y la mesa crujió—. ¿Y ahora qué va a hacer? ¿Escribirá a esa persona?

—Sí —contestó Cora—. Es alguien que conoce, o conoció a mi… madre. Escribió desde Haverhill, Massachusetts. Es posible que aún viva en esa dirección.

De pronto se sintió insensible, hablando así de su buena fortuna. Pero él la miraba con atención. Con mucha atención.

—¿Ha oído hablar alguna vez de la Misión Nocturna Florence? —preguntó.

Él negó con la cabeza.

—¿En Bleecker Street?

—Eso está en el Village. No lejos de aquí.

—Según el expediente, yo llegué de allí. Podría acercarme, solo para verlo. —No, pensó Cora; no solo podía, sino que iría a Bleecker Street al día siguiente, en cuanto dejara a Louise en clase.

—Claro que sí. Ha hecho un largo viaje desde Kansas.

Cora sonrió. Él tenía buena memoria. Posó la mirada en sus manos. Necesitaban crema, pensó. Tenía callos en las yemas de los pulgares.

—Creo que las hermanas hicieron mal en no dejarle ver el expediente —comentó—. Por eso se lo he permitido yo. Pero debe saber que no es que sean mujeres malvadas y locas, esas monjas. Tienen sus razones. —Levantó las manos—. Mantenga los ojos abiertos. A eso me refiero.

Cora asintió, mirándolo tímidamente. Era agradable que alguien mostrara tanta preocupación por ella. Se había sentido un poco baja de ánimo, quizá, pasando tanto tiempo sola con Louise. Y había creído que la gente en Nueva York sería muy fría y muy dura. Pero ahora había hecho un amigo. Un ordenanza alemán, ex recluso, a quien nunca volvería a ver, pero un amigo así y todo.

—Gracias —dijo Cora con toda sinceridad—. Gracias por el tiempo que me ha dedicado.

Él asintió, recorriendo su rostro con la mirada de un modo que ella recordaría durante mucho tiempo.

—Ha sido un placer.

Cora se puso en pie rápidamente, diciendo que debía darse prisa y tomar el metro; pronto la joven que estaba a su cargo saldría de clase. Tenía que irse corriendo. Cuando se disponía a salir de la tienda, apretó el paso y mantuvo la cabeza gacha, temiendo haberse sonrojado. Pero la mujer detrás del mostrador solo le dijo que por favor volviera otro día, acompañando sus palabras de un pequeño gesto con la mano manchada de uva.