El señor Alan Carlisle de Wichita y la señorita Cora Kaufmann de McPherson fueron unidos ayer en matrimonio bajo una pérgola de rosas y claveles blancos ante el embarcadero cubierto del Riverside Park. Ofició el pastor John Harsen, de la Primera Iglesia Presbiteriana de Wichita. Inmediatamente después de la ceremonia se organizó una suntuosa y festiva recepción en el hotel Eaton, donde más de cien invitados disfrutaron de generosas porciones de rosbif, croquetas de boniato, quesos variados, fruta y verdura, y una tarta nupcial de múltiples pisos. Una pequeña orquesta acompañó a la feliz pareja mientras bailaba un elegante vals, y familiares y amigos pronto se unieron a ellos en la pista.
La novia, adorable, lucía un vestido veraniego blanco con cuello alto de encaje, decorado con un dibujo de encaje orlado de trencillas. Llevaba un alto peinado Pompadour adornado con flores de azahar auténticas, regalo de la señorita Harriet Carlisle, su nueva cuñada y dama de honor. El novio, alto y elegante, vestía el clásico traje negro y plastrón a rayas con aguja de plata.
El señor Carlisle es un próspero abogado, muy conocido y apreciado en Wichita, y desde hacía tiempo las damas solteras de nuestra ciudad especulaban sobre cuándo y con quién contraería matrimonio. Según cuentan, está perdidamente enamorado de su joven novia, quien en fecha reciente quedó huérfana a causa de un trágico accidente en una granja, y que parece una joven muy digna, de carácter afable. La flamante señora Carlisle cuenta ya con muchos amigos aquí en su comunidad de adopción.
Notas de sociedad, The Wichita Eagle, 7 de junio de 1903
Cora agradeció mucho que el periodista omitiera el momento más desafortunado de los festejos nupciales, que fue cuando Raymond Walker, el hijo de un granjero convertido en abogado que a veces jugaba a las cartas con Alan pero ni siquiera había asistido a su fiesta de compromiso, intentó hacer el primer brindis de la recepción, olvidando por lo visto, o trayéndole sin cuidado, el hecho de que estuviera borracho. Raymond Walker era más bajo que Cora, pero ancho de hombros, con el cabello de color rojo fuego y una grave voz teatral que le permitía captar la atención fácilmente. Cuando se puso en pie y empezó a hablar sobre la amistad y el amor, incluso los ajetreados camareros se volvieron a mirarlo.
—¡Alan! —exclamó con voz atronadora, alzando su vaso de limonada—. ¡Vaya un hombre bueno y decente estás hecho!
Esta declaración fue acogida con una salva de aplausos, y otros invitados levantaron sus limonadas y añadieron: «¡Bien dicho, bien dicho!». Cora se rio y asintió. Pero entonces Raymond Walker, todavía de pie, dejó la limonada en la mesa y, con toda tranquilidad, sacó una petaca de plata del bolsillo interior de su chaqueta y procedió a dar un largo y audible trago. Cora lanzó una mirada a Alan, que estaba sentado a su lado y miraba a Raymond con expresión triste y movía la cabeza en un leve, casi imperceptible gesto de negación.
—Algunos se casan por amor —prosiguió Raymond, mirando a toda la cabecera de la mesa con los ojos empañados—. Pero, Alan, tú nos has enseñado a todos que el auténtico decoro, y la auténtica caridad, empieza en casa.
Alan se puso en pie. Pero sus dos tíos y un primo se dirigían ya hacia Raymond con semblantes sombríos. Alguien se preguntó en voz alta si debían quitarle la petaca, pero otro dijo: «No, echadlo de aquí». Raymond Walker se zafó de los hombres y dijo que saldría por su propio pie. Tambaleante, se marchó, echando atrás los grandes hombros, bajo una mirada colectiva de desaprobación, pero Cora, atónita, no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando el plato. Una flor de azahar se le desprendió del pelo y fue a caer en el rosbif.
Era solo un borracho, se dijo. Y estaba equivocado. No era caridad: Alan la quería, la quería tanto como ella lo quería a él. Alan así se lo había declarado, muchas veces, y lo había dicho con auténtica sinceridad en los ojos, con total esperanza y bondad. El afortunado era él, había dicho. Llevaba toda la vida buscándola.
Cuando apenas se había cerrado la puerta después de que Raymond Walker saliera, el padre de Alan se levantó, alzó la limonada y con su muy venerable voz le dijo a Alan, que continuaba en pie, lo felices que eran su madre y él por invitar a incorporarse a la familia a una joven tan excelente como Cora, que se enorgullecían de él y que les deseaban muchos hijos y años de felicidad. Cruzó el salón, estrechó la mano de Alan y lo abrazó en medio de un clamoroso aplauso, y a partir de entonces fue como si el horrendo momento con Raymond Walker sencillamente no hubiese ocurrido. Cuando Alan volvió a sentarse y le tendió la mano a Cora, a ella le sorprendió ver lágrimas en sus ojos. Remitiendo ya su propia humillación, la conmovió ver que para él las palabras de su padre significaban tanto.
El único consejo sobre cuestiones sexuales que recibió Cora fue de la señora Lindquist, quien solo unas semanas antes de la boda le dijo que no quería asustarla, pero consideraba oportuno hacerle saber que un hombre era distinto de una mujer en el sentido de que a menudo vivía esclavizado por su ser físico, con un deseo mucho mayor del necesario para un hogar feliz con una cantidad de hijos razonable. Era el deber de una esposa, explicó a Cora, tanto someterse a ese deseo como moderarlo, ya que era una fuerza poderosa, y no podía esperarse que un marido, ni siquiera un caballero, pensara siempre con la cabeza.
—Es como dar de comer a los caballos y a los perros —añadió, cascando un huevo contra el borde de un cuenco—. No quieres matarlos de hambre. Pero ellos siempre quieren más de lo que necesitan.
Cora no se asustó. De hecho, sintió curiosidad ante la idea de que al menos en ese terreno del matrimonio con Alan fuese ella quien llevara las riendas. No abusaría de ese poder. No tenía intención, por tomar prestadas las palabras de la señora Lindquist, de matar de hambre a su apuesto prometido, ni de dejar insatisfecho su apetito durante mucho tiempo. Aun así, él era mayor que ella, y más culto, y estaba más acostumbrado a la vida en sociedad y a tener dinero y a vivir en la ciudad. Pese a lo mucho que había mejorado su manera de hablar gracias al aplicado estudio de la gramática, y pese al estilo de vida de Alan y su familia, Cora no se sentía precisamente en pie de igualdad con él, en particular cuando se hallaban en público. Pero si la señora Lindquist tenía razón, en lo tocante a las intimidades conyugales, a pesar de todo lo que ella no sabía, él se rendiría a sus pies.
Y ciertamente, durante sus primeras noches como marido y mujer, su Alan, hombre refinado y de buenos modales, parecía un poseso, abandonando sus delicadas caricias en cuanto iniciaba sus esfuerzos sobre ella, agarrándose con las manos a la almohada por encima de sus hombros, como si necesitara aferrar algo con fuerza para no hacerle daño a ella. De no ser por el olor a menta de su loción para después del afeitado, ella no lo habría reconocido como el hombre que, durante el día, se quejaba entre risas de los actuarios perezosos del juzgado y le enseñaba a jugar al ajedrez y la llevaba agarrada del brazo en sus paseos por Douglas Avenue. En su habitación, Cora no lo veía. Alan solo se acercaba a ella ya entrada la noche, y nunca llevaba farolillo. Ella lo prefería así. Con luz, habría tenido que preocuparse de cuál debía ser su propia expresión. ¿Paciente? ¿Resuelta? No lo sabía. Había visto animales aparearse en la granja, así que comprendía la mecánica del sexo, pero no sabía nada de cómo debía comportarse en cuanto humana, en cuanto mujer. Dudaba que Alan, dada su edad, fuese también virgen, y le preocupaba que ella, en su ignorancia, fuera a hacer algo inaudito y quedara en ridículo. Incluso en la oscuridad, no sabía si debía permanecer quieta o si sería mejor envolverlo con sus brazos y piernas, como era su deseo. No quería mostrar interés por el sexo. Pero tampoco quería que él pensara que se aburría, porque en realidad su cuerpo y su mente deseaban que él continuara más tiempo, y se sentía extrañamente privada de algo cada vez que él se desplomaba sobre ella con una exclamación ahogada, y aquello terminaba. No sabía bien qué pensaría él si ella hablaba de eso.
Después, cuando él tendía la mano para tomar la suya, le preguntaba si estaba bien, como si le hubiera hecho daño de algún modo, cosa que ella no entendía, porque era su esposa. Y ya le había dicho, incluso antes de casarse, cuánto deseaba un hijo, que no quería esperar, lo mucho que significaría para ella saber que alguien, aunque fuera un bebé, compartía su sangre. Y él no le hacía daño. De hecho, cuando le aferraba la mano y lo que necesitaba de él para tener un hijo estaba ya dentro de su cuerpo, incluso entonces deseaba desplazarse en la cama y tocarle el costado con la mano y apoyar la cara en la piel caliente de su pecho.
Pero eso podía resultar extraño, o demasiado atrevido.
—¿Cora? ¿Cariño? ¿Estás bien?
—Estoy bien —respondía ella, apretándole la mano, porque no podía decir nada más.
En el parto de los gemelos estuvo a punto de morir. Una mañana, cuando aún le faltaban tres semanas para salir de cuentas, despertó con la sensación de que tenía un pico clavado en el vientre, y la boca y la garganta tan secas que en un primer momento no pudo gritar. Cuando por fin lo hizo, el pico se movió, hendiéndose en ella por ambos lados, pero Alan apareció en la puerta de su dormitorio, todavía en pijama, boquiabierto al verla.
Después le dijo que estaba tan pálida, incluso sin color en los labios, que parecía ya un cadáver, pero se retorcía de dolor en la cama.
Por suerte, tenían teléfono. Casi nadie lo tenía aún, y gracias a eso ganaron tiempo, cosa que, según dijo el médico más tarde, fue vital: Cora podría haber muerto desangrada. En cuanto hizo la llamada, Alan regresó a su lado con agua y un paño mojado que ella agarró y mordió. Empezó a nublársele y oscurecérsele la visión, pero oía a Alan llorar y rogarle que no se fuera. Eso la asustó. Él le besó la frente, rozándole la mejilla con la barba del mentón aún sin afeitar, y le pidió perdón en un susurro. Siguió diciendo lo mucho que lo sentía. Ella se irritó, a pesar de que el pico seguía hincándose. Él no había hecho nada malo. Solo había ejercido de marido. No era culpa suya que algo en el cuerpo de ella fallase de manera tan estrepitosa. La culpa era de su propia maquinaria defectuosa, sin duda deficiente desde su propio nacimiento. Un parto normal era la maldición de Eva, un dolor soportable para todas las mujeres, pero eso, el de ella, era otra cosa.
Cuando llegó el médico, preguntó a Cora si su madre había padecido toxemia. ¿O una hermana? ¿Quizá una tía? ¿Alguna de ellas había presentado complicaciones en el parto? ¿Coágulos sanguíneos?
Cora agarró la mano de Alan y le clavó las uñas en la piel.
—No lo sabe —le dijo al médico. Y luego, con más firmeza, añadió—: No la altere con esas preguntas.
Cora nunca llegó a entender cómo sobrevivió a eso, cómo fue capaz de empujar cuando apenas podía respirar, a instancias del médico y la enfermera, pese a que les habló del pico, pese a que chillaba y rogaba que pusieran fin a su dolor. Era la placenta, explicó el médico. Estaba desprendiéndose demasiado pronto, y tenían que sacar al bebé. No podía usar cloroformo. Ella tenía que ayudarlos a empujar para salvar a la criatura, y para salvarse también a sí misma.
Alan fue expulsado de la habitación. Ella no sabía que se había ido, ni cuánto tiempo llevaba fuera. Después le dijo a Cora que oyó el primer sonoro llanto de Howard desde el salón, y que él estaba de rodillas, con la frente apoyada en el brazo del sofá. Y Cora también oyó el primer llanto de Howard, pero no llegó a oír el de Earle; para cuando este salió, ella perdía ya mucha sangre y sufría desvanecimientos intermitentes. Y cuando aún oía, no podía mover ni sentir los brazos ni las piernas. Pero la sensación del pico clavado había desaparecido, y estaba en paz, dispuesta a dormir, aun sin saciar antes su sed, aun tras haber oído el primer llanto de su hijo. Tal era su cansancio, tal era su temor al regreso del pico. «Estamos perdiéndola», dijo el médico en voz baja, pero ella lo oyó, y a pesar de eso solo deseaba descansar, dejar de luchar, abandonarse al designio de la naturaleza y volver a apoyar la cabeza en el grano. Pero unas manos la aferraron y la sacudieron para despertarla. «No respires el veneno», dijo mamá Kaufmann. «¿Cora? ¿Cariño? No puedes verlo ni olerlo, pero te matará.» Estaban los dos con ella, sus manos en ella, despertándola a sacudidas pese a que no los veía, arrastrándola hacia la escalera del silo. «Vete —dijo el señor Kaufmann, empujándola sin la menor delicadeza—. Vete ya.» No podía volverse. Tenía que mantener la vista fija en la abertura del silo, la mancha de cielo azul, tendiendo los brazos hacia allí, y los oía a los dos detrás de ella, instándola a continuar subiendo por los peldaños resbaladizos a través de la espesura, a seguir adelante y permitirse ser una mujer feliz y la excelente madre que ellos siempre habían sabido que sería.
Ya tenían a una mujer sueca de cierta edad para el día de la colada, pero al nacer los gemelos Alan le pidió a Helgi que fuese todos los días a hacer las tareas domésticas y también a cocinar. De modo que Cora pasó los primeros meses de la vida de sus hijos convaleciente en cama como recomendó el médico, con un moisés a cada lado, los dos fácilmente accesibles para amamantarlos. Pese a la debilidad residual de Cora, la madre de Alan había insistido en descartar a un ama de cría, ya que estas en su mayoría eran madres solteras e inmigrantes, adujo, y era imposible saber qué debilidades o vicios invisibles podían ingerir los bebés junto con la leche. Cuando la anciana señora Carlisle decía cosas como estas, Cora no sabía si sencillamente había olvidado los propios antecedentes turbios de Cora. Su suegra era siempre amable, y nunca sacaba a colación el hecho de que la propia Cora muy probablemente había sido hija ilegítima. Pero Cora sabía que lo sabía.
Así que incluso cuando tuvo fuerzas para bajar por la escalera ella sola, se esforzó en demostrar que no solo se bastaba, sino que era capaz de alimentar sobradamente a sus voraces hijos, enojados al parecer ambos un poco por haber sido expulsados del útero demasiado pronto, y que en su delgadez deseaban alimento desesperadamente. Ella les cantaba «Negro es el color del pelo de mi verdadero amor», maravillada por el cabello claro y la fuerza con que agarraba Howard, y porque Earle, con su mirada seria, se parecía ya a Alan. Gemelos. La sorpresa de aquello la hacía reír, aunque reía más bien de cansancio. En la familia de Alan no había antecedentes de mellizos. Quizá por el lado de ella sí los había.
Alan se ocupaba de la compra. Casi a diario, al volver a casa del trabajo, iba a la tienda de alimentación y a la panadería y a los puestos de verduras y compraba lo que necesitaba Helgi para cocinar lo que fuera que Cora deseara. Llevaba a casa con regularidad hígado de ternera, que el médico había recomendado para regenerar la sangre y el hierro, aunque a Cora eso no le apetecía en absoluto. Le llevaba novelas, y le construyó un pequeño atril para que pudiese leer mientras amamantaba. Subieron el gramófono a la habitación y lo colocaron junto a su cama, y Alan compró discos que creía que podían gustarles a ella y a los niños. Le subía la cena y se sentaba a su lado junto a la mesa del rincón, con los dos niños en brazos para que ella pudiera comer. La paternidad le sentaba bien. Se le veía muy feliz, contemplando sus caritas con una sonrisa radiante o, si uno o los dos se echaban a llorar, paseándolos por la habitación y asegurándoles, en voz baja y paciente, que no ocurría nada, que su madre había pasado por una situación difícil y debían dejarla descansar.
En cuanto Cora pudo subir y bajar por la escalera sin marearse, Alan y ella empezaron a comer otra vez en el comedor, dejando a los gemelos arriba dormidos, con la maciza puerta de su habitación cerrada durante solo esa media hora, para que ella, dijo Alan, no los oyera si uno despertaba y se echaba a llorar. Cora agradecía que él insistiera en que pasaran juntos ese rato ininterrumpido, y que él siempre se esforzara en entretenerla con historias de secretarios hostiles y jueces beligerantes. Pero a ella le costaba mantener su parte de la conversación: sus días consistían en ciclos breves y repetidos donde toda su actividad se reducía a dormir, comer y cambiar pañales, y era imposible sacar de eso demasiadas anécdotas y observaciones amenas. Podía preguntarle sobre noticias que había leído en el periódico: ¿había leído lo del incendio en la fábrica de hielo? ¿Pensaba realmente que costaría veinticinco mil dólares construir una fábrica nueva? ¿Había leído que Henry Ford acababa de inventar un automóvil capaz de ir a más de ciento cuarenta kilómetros por hora? Planeaba estos temas con antelación, para no parecer tan aburrida, pero luego, cuando Alan intentaba hablar con ella al respecto, le resultaba imposible concentrar su mente cansada. Incluso con la puerta de arriba cerrada, era capaz de oír a uno o a los dos niños llorar, y la pechera del vestido se le humedecía de leche y no oía siquiera a Alan.
Lo sentía por él. Antes del final del embarazo, iban a fiestas y bailes juntos. Ahora ella se sentía como un adefesio andante, con el cuerpo todavía demasiado hinchado para comprimirlo con un corsé, los pechos demasiado grandes a causa de la leche. Y en realidad no deseaba alejarse de los gemelos durante mucho rato. Pero invitar a gente a cenar también le resultaba un reto, y bochornoso, ya que todavía era una vasija extenuada y con posibles escapes. Solo se sentía cómoda con las visitas de la familia de Alan, para quienes ella era incapaz de hacer nada malo.
Alan insistía en que era absurdo que se disculpara, que no tenía nada que lamentar. Era lógico que necesitara un tiempo para restablecerse.
—Estuviste a punto de morir —le recordó, y dio un bocado a una tortita recubierta de azúcar, uno de los postres de Helgi que más le gustaban—. Y no estoy en absoluto insatisfecho. Llevamos un año casados, y tenemos dos hijos saludables. Tú has sido una madre abnegada para ellos. —Le sonrió desde el otro lado de la mesa—. No tengo la menor queja.
Ella cortó su tortita y alzó la vista para mirarlo. Todavía llevaba puesta su ropa del juzgado, incluso la chaqueta, aunque se había quitado la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. La piel por debajo no era más que una tenue sombra a la luz de las velas de la mesa. Ella le miró las manos.
—Gracias —dijo—. Pero quiero que sepas… —Tragó saliva y bajó la mirada hacia el plato—. Quiero que sepas que estoy impaciente por recuperarme del todo y poder ser así también una esposa para ti otra vez.
Ahí estaba. Lo había dicho, con la mayor claridad posible. No sabía qué más hacer. Él no había visitado su cama desde que ella le anunció que estaba embarazada. Había supuesto que era una práctica común, y que mantener relaciones durante el embarazo sería perjudicial para el niño de algún modo, y que el médico, por pudor, no se lo decía. Y Alan, siempre tan considerado, quizá la viera aún demasiado cansada o frágil para las relaciones. Pero ahora, mirándolo a la luz de las velas, incluso con Helgi limpiando aún en la cocina, deseó ir a sentarse en su regazo y rodear con los brazos sus anchos hombros, y apretar la nariz contra su nuez, inhalando el olor a menta y el aroma de su piel cálida. No quería que él siguiera siendo considerado eternamente.
Lo oyó dejar la cuchara. Cuando alzó la vista, la sonrisa de él había desaparecido. Se volvió hacia ella, rozándole la rodilla con la suya por debajo de la mesa.
—Cora —dijo, alargando el brazo por encima del ángulo de la mesa para agarrarle la mano—. Me temo que debo decirte una cosa.
Cora, conteniendo la respiración, esperó. Notó la mano de él cálida sobre la suya.
—No podemos tener más hijos. O no debemos. No quería decírtelo cuando aún estabas débil, pero el médico fue tajante. —La miró fijamente—. Lo que pasó en el parto de los gemelos probablemente volvería a suceder, y no puede garantizar que tuvieras tanta suerte.
Ella miró la luz de la vela. Alan no le decía nada que ella no sospechara ya. Pero había apartado ese pensamiento de su mente; soñaba desde hacía mucho con una gran familia al lado de Alan, para verse compensada finalmente por tantos años de soledad. Deseaba ser una de esas mujeres con la casa llena de niños que solo conocían el amor y la unidad, que la llamaban todos «mamá» y a quienes no les faltaba de nada. Lo había deseado tan profundamente que parecía una necesidad, una misión. Pero ahora, al oír la cruda realidad, su miedo se impuso a todo eso. Alan tenía razón. Ella amaba a los gemelos más que a esos niños imaginarios. No se arriesgaría a dejarlos sin madre, y de hecho era algo más que eso. Recordaba con toda claridad la sensación de que le arrancaban la vida. No quería morir, ni volver a sentir nunca ese pico. Quería disfrutar de una larga vida y estar en este mundo con su apuesto marido y sus bebés y su bonita casa con la torreta y el sol vespertino proyectado oblicuamente sobre los suelos de madera. Incluso por sí misma, incluso sin pensar en los gemelos, no quería morir desangrada. Agradecía que Alan no le hubiese dejado a ella la elección, ni insinuado que podían intentar tener otro hijo de todos modos. Porque quería vivir incluso más de lo que ansiaba tener más hijos, pero decir eso en voz alta parecería poco femenino, y cobarde, y egoísta.
Se inclinó para besarle la mano a Alan.
—¿No te importa? —preguntó ella, alzando la vista.
Él le alisó el pelo y negó con la cabeza.
—No lo soportaría si algo saliera mal —dijo Alan—. Necesitamos que vivas.
Él nunca más volvió a su cama. La besaba en la mejilla, y la besaba en la mano, y a veces le acariciaba el pelo, pero incluso cuando los gemelos dormían ya toda la noche en su propia habitación al final del pasillo, incluso cuando ella pudo volver a ponerse el corsé y lucir bonitos vestidos y bailar con Alan en las fiestas, él se quedó en su propia habitación por la noche. Cora comprendía que estaba siendo caballeroso, protegiéndola de su deseo.
Pero también se preguntaba, de vez en cuando, si tanta caballerosidad era necesaria. Sin duda, no siempre el acto sexual tenía como consecuencia un bebé. Muchas mujeres que ella conocía habían dado a luz a diez o más hijos, pero algunas tenían solo tres o cuatro, y costaba creer que todas las mujeres casadas que no concebían cada año yacían solas en sus camas todas las noches como ella. ¿Y las malas mujeres? Desde luego, no podían arriesgarse a traer un hijo al mundo cada vez que mantenían relaciones. Debía de haber algún truco, algo que otras mujeres sabían y ella ignoraba. ¿Existiría algún riesgo si no completaban el acto? ¿Si paraban antes de que él derramara su semilla? Eso sería mejor que nada. Pero ¿a quién podía preguntárselo? Al médico no. A Viola o a Harriet, tampoco. Probablemente cualquiera de ellos se ofendería, o se horrorizaría, y pensaría que ella era una mala mujer. Podía decir que solo lo preguntaba por el bien de Alan, por el bien de un matrimonio feliz, pero tal vez no haría más que ponerse en una situación bochornosa.
Se preguntaba si él acudía a malas mujeres. Si era así, hacía bien en no visitar su habitación. Había salido un aviso en el periódico que advertía sin tapujos a los hombres que no visitaran a malas mujeres a menos que desearan transmitir la sífilis y toda clase de enfermedades a sus esposas, y quizá provocarles la esterilidad. Cora conocía a una mujer muy agradable que llevaba cinco años casada, sin hijos, y Viola Hammond sostenía que era estéril porque su marido había visitado a una mala mujer y le había contagiado una enfermedad. Ocurría continuamente, afirmó Viola, y después fijó la mirada en Cora de tal modo que esta se preguntó si no estaría insinuando que Alan era también responsable del difícil parto de los gemelos, posibilidad que, por otro lado, no podía descartar. ¿Se lo habría dicho el médico a ella? No lo sabía. Eran muchas las cosas que no sabía, y no tenía manera de averiguarlas.
Pero no podía ir y acusarlo. No con tan poco fundamento. Y no cuando los trataba tan bien a ella y a los niños. Cuando Howard y Earle ya gateaban, Alan se sentaba en el suelo para jugar con ellos, incluso después de una larga jornada de trabajo, y les permitía que se subieran a su espalda y pasaran a rastras por debajo de él, riéndose y haciéndoles pedorretas en la tripa hasta que también ellos se reían. Y a menudo sorprendía a Cora con un obsequio, un sombrero nuevo de Innes, o algo bonito para la casa. Si ella le recordaba que no era su cumpleaños ni Navidad, él contestaba que ya lo sabía, pero sabía también que era una esposa y una madre extraordinaria, y que no era culpa de él si ella tenía una cabeza a la que le sentaba bien cualquier sombrero.
Cuando los gemelos cumplieron cuatro años, Cora pensó que sería divertido llevarlos a El País de las Maravillas, que estaba poco más allá del puente de Douglas Avenue, un parque de atracciones con un tiovivo, una pista de patinaje e incluso una montaña rusa llamada La Gran Emoción. Dejándose llevar por su propio entusiasmo, cometió el error de anunciar su plan a los niños con antelación, y quedó tan encantada al verlos tan ilusionados que les prometió llevarlos ese mismo sábado si hacía buen tiempo. Alan tenía mucho trabajo últimamente, pero dijo que él también sentía curiosidad por El País de las Maravillas, y creía que podría tomarse un sábado libre. Harriet y su nuevo marido, Milt, se sumaron también, ya que pronto se trasladarían a Lawrence, y sabían lo mucho que echarían de menos a sus sobrinitos, y no digamos ya a Cora y Alan, cuando vivieran a tres horas de viaje de allí.
Pero cuando llegó el sábado y amaneció despejado, augurio de un día magnífico, Alan dijo que no se sentía bien. Solo le dolía la cabeza, explicó, ciñéndose el cinturón de la bata, y quizá tenía alguna molestia de estómago. No necesitaba ir al médico, sino únicamente un poco de descanso en casa. Debían ir sin él.
—¿Estás seguro? —preguntó Cora, apoyando la mano en su frente. Estaban en el dormitorio de él, con cortinas de terciopelo verde y una colcha de esa misma tela en la cama. Llevaban cinco años casados, y ella rara vez entraba en esa habitación. Nunca se había sentado siquiera en la cama—. Podríamos ir otro día.
Él le retiró la mano de su frente y se la besó. Incluso en ese momento, ella lo encontraba arrebatador. Se había dejado un bigote como el de Teddy Roosevelt, y a Cora la sorprendía lo mucho que le gustaba en él.
—Me sentaría fatal que los niños se llevaran una decepción —adujo Alan—. Hace días que no piensan en otra cosa. En serio. Solo necesito un poco de descanso. Estaré bien.
Antes de salir, Cora también empezó a notar un ligero dolor de cabeza. Procuró no darle importancia, porque los niños ya se habían entristecido al saber que su padre no los acompañaba y ella tenía la firme determinación de sacarle el máximo provecho a la situación. Pero, para cuando se reunieron con Harriet y Milt en el tranvía, comenzó a mostrarse arisca con los niños a causa del dolor, y demasiado sensible al volumen de todas sus voces juntas. También notó que temblaba un poco, pese a que brillaba el sol y todo el mundo decía que soplaba una brisa agradable. Si Alan no hubiese enfermado esa mañana, quizá ella se habría obligado a seguir, pero como sus síntomas habían aparecido después de los de él, con apenas unas horas de diferencia, pensó que probablemente estaba enfermando de verdad. Y aunque esperaba con ilusión ver a sus hijos divertirse, todo un día en el parque de atracciones con dos niños excitados no parecía ser lo que necesitaba en ese momento.
Después de unos minutos de consulta en voz baja, Harriet coincidió en que seguramente lo mejor era que Cora volviera a casa.
—Queridos —explicó Harriet, volviéndose en su asiento para dirigirse a los niños—. Vuestra mamá está enferma, quizá con lo mismo que tiene vuestro papá, y necesita volver a casa para descansar. Vosotros podéis volver con ella e intentar estar muy tranquilos todo el día, pensando que tal vez no haya nadie que os dé de comer, o podéis venir a El País de las Maravillas conmigo y con vuestro tío Milt, y subir en la montaña rusa y el tiovivo y atracaros de golosinas, y no volver a casa hasta que estéis satisfechos y cansados.
Cora se sorprendió, y conmovió, al ver que a los gemelos les costaba un poco decidirse. Querían que ella fuera a El País de las Maravillas, dijeron. Earle se echó a llorar, y fue solo cuando Cora prometió que los llevaría otra vez el sábado siguiente, una vez recuperada, y les dejaría que la guiaran por el parque, cuando ellos accedieron a ir con sus tíos. Cuando se bajaron del tranvía y ella se quedó a bordo, se sintió apenada; así y todo, se despidió con la mano, sonrió y les dijo que fueran valientes. Si Alan y ella pasaban el día en cama, era mejor que ellos no estuvieran en casa.
Cora entró en la casa sigilosamente y se quitó los zapatos junto a la puerta. Pensó que tal vez Alan dormía y no quería molestarlo. Pero al llegar a lo alto de la escalera oyó un suspiro, o quizá un bostezo, y decidió anunciarle que estaba en casa y ver si necesitaba algo. Sin embargo, cuando se acercó a su habitación con la mano enguantada ya en un puño, lista para llamar, descubrió la puerta abierta y, dentro, a pleno sol, a su marido desnudo en la cama, casi encima de Raymond Walker, también desnudo, tapados los dos hasta la cintura por la sábana, y Alan tenía una mano hundida en el cabello rojo fuego de Raymond y deslizaba los dedos de la otra lentamente por el hombro pecoso de este. Raymond mantenía los ojos cerrados, y Alan lo miraba, tan absorto que no reparó en la presencia de ella.
Se quedó quieta. Una vez, hacía tiempo, una ternera le había dado una coz en la barbilla mientras ayudaba al señor Kaufmann en el establo. Recordaba el brusco movimiento de la cabeza hacia atrás, aquel primer destello sin dolor, solo la certidumbre de que el dolor vendría después.
—Dios mío —exclamó. Se cubrió la boca con la mano y se llevó la otra al vientre.
Alan se incorporó, la miró. Ella fijó los ojos en él. Nunca había visto su pecho desnudo, los rizos de vello oscuro en torno a los pezones.
—¡Cierra la puerta!
Alan habló con voz tan imperiosa, tan sonora, que ella obedeció, o lo intentó, tendiendo la mano hacia el pomo. Pero el corsé le comprimía las costillas de tal modo que no podía respirar. Se agarró al marco de la puerta, creyendo que iba a desmayarse, esperando hacerlo, aunque solo fuera para escapar de lo que ocurría, de lo que acababa de ver, y sumirse en la nada como durante el parto de los gemelos. Pero, en un arranque de obstinación, se negó a desvanecerse, a desplomarse. Siguió consciente, permaneció de pie, en extremo alerta. Resollando, se volvió y se dirigió hacia la escalera, sin más deseo que alejarse de allí, salir de la casa, pero le costaba respirar y se le nublaba la vista. Dio media vuelta y, con los párpados muy apretados, tambaleándose, pasó por delante de la puerta de Alan en dirección a su habitación, humillada por los jadeos guturales que le era imposible contener. Se dejó caer en la cama y se quitó a tirones los guantes para poder desabotonarse el cuello. Un botón se le quedó en la mano. Lo arrojó a la pared y rebotó. Se desabrochó el cinturón de la falda y se deslizó la mano por debajo de la blusa para tirar de la cinta delantera del corsé. Y su mente aterrorizada se negaba aún a desvanecerse, a olvidar lo que había visto.
Su vida había terminado. Eso estaba claro. Su marido, el padre de sus hijos, era un hombre abyecto, malévolo. Nada era como ella había creído hasta entonces.
Cuando se le acompasó la respiración, oyó sus voces, en susurros, y el tintineo de la hebilla de un cinturón, y el chasquido de unos tirantes, y luego unos pasos que bajaban deprisa por la escalera, y la puerta de la calle al abrirse y cerrarse. ¿Se iban juntos? Lo único que veía, con los ojos abiertos o cerrados, eran los dedos de Alan deslizándose sobre el hombro pecoso. Tan tiernamente. Creyó que iba a vomitar.
Oyó correr agua y luego unos pasos lentos y pesados que ascendían por la escalera. Intentó levantarse para cerrar la puerta, pero no llegó a tiempo, y Alan estaba ya allí en el umbral, con su bata verde y su pantalón de pijama negro, tendiéndole un vaso de agua. Tenía en los ojos una expresión afligida, dolida.
—Bebe —dijo.
Ella negó con la cabeza, desviando la mirada. La ventana estaba abierta. Un pájaro gorjeaba, y Cora sintió una brisa fresca en la cara. Alan pasó junto a ella en dirección a una silla que había en el rincón de la habitación, al lado de una mesa pequeña. Dejó allí el vaso de agua y, sentándose con las rodillas separadas, se acodó en ellas, con las palmas de las manos juntas y la cabeza gacha. Cora se movió, y él alzó la vista.
—¿Dónde están los niños? —preguntó.
Durante un momento aterrador, ella no lo supo. Y de pronto se acordó.
—Con Harriet y Milt —contestó—. No me encontraba bien y he vuelto.
Se miraron. Todo había desaparecido. Alan era un monstruo. Ese hombre, su marido, era un monstruo. Un depravado.
—Lo siento, Cora. Lo siento mucho.
—Eres asqueroso. Eso era algo vil, horrible.
Él se irguió, apartando la mirada.
—Es un pecado. Lo dice la Biblia.
—Sí. Soy consciente de ello.
—¿Y para colmo en nuestra propia casa? ¿Has traído a ese hombre espantoso a nuestra casa?
—Eso no debería haberlo hecho. —Bajó la voz—. No es un hombre espantoso.
—¿Cómo?
—No es espantoso.
Ella alargó la mano hacia un pequeño cuenco de cristal que había junto a su cama. Se lo lanzó a la cabeza, pero no acertó. El cuenco se hizo añicos en el suelo. Él se quedó mirando los fragmentos, tirándose de la punta del bigote.
—¿Ese era el mismo borracho que tuvo un comportamiento abominable en nuestra boda? —Elevaba cada vez más la voz, al borde de la histeria. No podía evitarlo—. ¿El que me insultó?
—No suele beber. —Él la miró—. Lamenta mucho aquel episodio. Fue un día difícil para él.
Cora alzó la palma de la mano, para que no siguiera hablando. Todavía tenía frío y estaba dolorida, como en el tranvía, pero eso no era nada, nada, en comparación con el vértigo que sentía en ese momento. Y sin embargo todo empeoraba. Ya que él ni siquiera lo lamentaba, en realidad no. No se avergonzaba, no se postraba de rodillas.
—¿Qué quieres decir?
Él la miró a los ojos.
—¿Por qué fue un día difícil para él? —Cora casi se echó a reír—. ¿Estaba celoso? ¿Quería ser tu esposa? —Su sonrisa burlona desapareció al escrutar su rostro, al advertir la angustia en él. Volvió la cabeza y se aferró al borde de la cama. Pensó en las manos de Alan deslizándose por el cabello rojo fuego, la manera en que habían acariciado los hombros pecosos.
Era una idiota. Aquel día tan feliz había sido una idiota vestida de blanco, con flores de azahar en el pelo.
—¿Ya entonces? ¿Cuándo nos casamos?
Él asintió. Tendió la mano para recoger un trozo de cristal y ponerlo en la mesa, observando el borde desigual.
—¿Hacías eso con él ya entonces?
—No. Habíamos acordado dejarlo.
—¿Dejarlo? —Tenía la impresión de que las paredes se derrumbaban en torno a ella, como el endeble decorado de un vodevil—. ¿Cuándo empezó?
—Nos conocimos en la facultad de derecho.
Ella cabeceó. No podía hablar. Por eso él no la tocaba.
—No quería hacerte daño, Cora. Quería ayudarte.
Ella entornó los ojos.
—Me has utilizado.
—No, eso no es verdad. Pensé que Raymond y yo podíamos dejarlo. Pensé que yo lo conseguiría. Lo intenté. No sabes lo mucho que lo intenté.
Cora miró el cristal roto en la mesa. Podía levantarse, agarrarlo y abrirse la garganta con él, o abrírsela a Alan. Pero ¿y los niños? Estaban en El País de las Maravillas, quizá montados en el tiovivo. Volverían a la hora de cenar, los dos cansados y deseosos de mimos. Pero ¿y si hubiesen vuelto a casa con ella? ¿Y si Harriet no los hubiese convencido para que accedieran a ir sin ella, y uno de los dos hubiese subido por la escalera corriendo y visto lo que ella había visto? ¿Esa perversión en su casa?
—Eres abyecto.
—Cora. No digas eso. No es verdad, y tú lo sabes. —Le brillaban los ojos, fijos en los de ella—. Tú me conoces.
—Yo no te conozco en absoluto. Me dijiste que me querías. Lo dijiste muy sinceramente.
—Te quería. Te quiero. —Tragó saliva. Una lágrima resbaló por sus mejillas, y después otra, humedeciéndole el bigote. Ella no sintió lástima. Ninguna.
—Es verdad que te quiero, Cora.
—Y sin embargo haces cosas abyectas. Con ese hombre. Y no tocas a tu propia esposa.
—Acordamos no tener más hijos.
Ella sacudió la cabeza, disgustada. No toleraba ese tono paternal, su paciente llamamiento a la lógica. No había ninguna lógica en lo que decía. No permitiría que la confundiera.
—No puedes tener un hijo con otro hombre, ¿verdad que no, Alan? Y eso no te ha disuadido.
—Para los hombres es distinto.
Cora hizo una mueca. Todo aquello era una locura. No tenía sentido, lo que él decía.
—Para ti es distinto, Alan. Otros hombres no hacen eso. Otros maridos no hacen eso. Lo es para ti, Alan. Solo para ti. No actúes como si fueras igual que otros hombres. Tú quieres tener relaciones con otro hombre.
Él vaciló, luego asintió.
—Pero necesitabas una esposa para que nadie se enterara. Para que nadie lo sospechase siquiera.
Él volvió a asentir.
—Y habrías podido elegir a cualquier mujer de Wichita, una más guapa, o una más rica, o una de buena familia, pero me elegiste a mí porque era joven y tonta y pobre, sin familia, y no me enteraba de nada.
Alan se reclinó en la silla.
—Te elegí porque me gustabas. —Todavía le brillaban los ojos, ribeteados de rojo, pero sonrió. Realmente sonrió, enjugándose las mejillas con el dorso de la mano—. Te admiraba, Cora. Desde el primer momento. Y pensé que podía ayudarte. —Se tapó los ojos—. Sabía que no amaría a ninguna esposa, en ese sentido, como se supone que los hombres aman a sus mujeres, pero sabía que podía ayudarte, y proporcionarte una vida mejor. Pensé que así lo compensaría.
Ella se echó a reír, y la risa se convirtió en un jadeo por falta de aire.
—Compensar ¿qué? ¿El hecho de que harías cosas abyectas a mis espaldas? Pues no lo has compensado, gracias. Preferiría ser criada en cualquier sitio, estar sola.
—No. No. Raymond y yo lo habíamos dejado. Compensarte por amarlo, quiero decir. Eso no podía evitarlo.
Durante un rato solo se oyeron el gorjeo del pájaro y el lento andar de un caballo por la calle. Cora era una necia. Nunca dejaría de sentir grima, pensando en que había yacido bajo él en esa misma cama, convencida de su deseo. Pero todo el mundo se había dejado engañar. «Según cuentan, está perdidamente enamorado de su joven novia.» ¡Cuánto la complació leer eso en el periódico! Vaya una idiota.
—Quiero que te marches de casa —declaró ella—. Quiero que te marches hoy mismo. Antes de que regresen los niños. —Desvió la mirada. Si él lo lamentaba de verdad, y se avergonzaba de verdad, solo podía apartarse de su vista a rastras. Pero no se movió. Ella se volvió hacia él, encolerizada—. ¡Vete!
—¿Estás segura? —preguntó Alan, sin levantar la vista—. Reflexiona por un momento, Cora. Piensa en tu vida, en lo que tienes. Los niños. La casa. No te falta de nada. Disfrutas de una buena vida con amigos. Y conmigo, Cora. Te quiero. Es la verdad.
—Es mentira.
—No lo es. —Alzó la vista, dolido—. ¿Acaso no he cuidado siempre de ti?
—No necesito que sigas cuidando de mí. Eres un… sodomita. —Escupía las palabras. La ira le confería seguridad, fuerza—. Podría contarle lo que acabo de ver a cualquier juez, y me concederían el divorcio y todo lo que tienes.
Él se puso en pie y se frotó la mandíbula.
—Si haces eso —respondió en voz baja—, me llevarás a la ruina, y quizá a la muerte. Eso tenlo en cuenta. No podré ejercer, ni ganar dinero para manteneros a ti y a los niños. —La miró—. Y me consta que hay gente que me mataría si supiera lo que has visto. Piensa al menos en los niños, y en el efecto que eso tendría en ellos, en sus corazones, y en sus posibilidades futuras. Por favor, Cora, piensa en eso.
—Quizá deberías haber pensado tú en eso.
Alan calló. No era necesario hablar. Howard y Earle estaban en el centro de los pensamientos de Cora. Veía ante sí sus rostros despreocupados. Alzó la mano.
—Bien —dijo—. Solo quiero el divorcio. Y tú tendrás que mantenernos a los niños y a mí. —Cerró los ojos ante la sola idea. Sería una mujer divorciada. Un escándalo. ¿Y cómo lo explicaría? Si no le contaba la verdad a nadie, sería ella la deshonrada. Tendría que sobrellevarlo todo, la vergüenza del divorcio, las conjeturas en cuchicheos, el aislamiento. El futuro se extendió ante ella, largo y oscuro. Nunca volvería a ser feliz.
—Piénsalo —dijo él. Se llevó las manos al pelo y se lo mesó con tal fuerza que sus ojos ribeteados sobresalieron de las cuencas como los de un pez—. Si quieres el divorcio, te lo daré. Obviamente. Me tienes en tus manos. Pero plantéate si tanto alboroto merece la pena, pensando en los niños, pensando en nosotros.
A ella se le ocurrió en ese mismo momento que él tenía todo aquello ensayado, ese pequeño discurso, tal como ensayaría un alegato final antes de exponérselo a un jurado. Había pensado en sus puntos fuertes, lógicos y emocionales, con mucha antelación. Y ella seguía estupefacta, enloquecida. No tenía alternativa.
—Cora, te daré todo lo que desees durante el resto de nuestros días. Pregúntate qué es lo que te falta. No puedes tener más hijos. Tienes a los niños. Tienes mi amor y mi devoción, como siempre los has tenido.
—¿Qué me falta? —Lo preguntó con indignación, y sin embargo no fue capaz de contestar. Solo sabía que lo odiaba. Lo odiaba de verdad. Echó el brazo hacia atrás y le arrojó una almohada a la cabeza. Y luego otra. Miró alrededor en busca de algo más duro, pero solo había una buena lámpara que a ella le gustaba. ¿Me has transmitido alguna enfermedad? ¿Por culpa de eso tan asqueroso que haces me has transmitido una enfermedad? Contesta sinceramente, por lo que más quieras. ¿Es por eso por lo que estuve a punto de morir?
Alan contrajo las cejas, por fin atónito también él.
—¿Qué? No, Cora. No fue por eso. Aquello pasó únicamente por un problema tuyo. Lo dijo el médico. No tenía nada que ver conmigo. Te lo juro.
Ella hundió la cara entre las manos.
—Cora.
—Deseaste que muriera —dijo—. Así habrías podido hacer el papel de viudo compungido, recibir compasión por perder a una esposa a la que ya de entrada no amabas.
—Si te hubiese querido muerta, habría insistido en tener más hijos.
La crueldad de esas palabras la asombró, pero cuando lo miró, solo le pareció cansado. Alan se acercó a la cama e hizo ademán de sentarse, pero ella se apartó con un respingo y le pidió que saliera de su habitación y que por favor no dijera nada más. Él ya había presentado su argumentación: ella había recibido mucho a cambio de poco. Tenía todo aquello que una mujer podía desear, excepto más hijos, lo cual no era culpa de él. No debía estar furiosa, sino agradecida.
Cediendo al deseo de ella, y por no alterarla más, Alan la dejó a solas con la decisión.