DIEZ

Se despertó demasiado temprano, justo antes del amanecer, e incluso en camisón ya tenía calor y sudaba. Era sábado, la primera mañana sin clase de danza, y como no quería despertar a Louise, cerró la puerta del baño mientras llenaba la bañera. Se quedó en el agua durante un rato, leyendo y de vez en cuando echando más agua templada por encima de los pies. Supuso que si Louise se despertaba y necesitaba algo, llamaría a la puerta.

Pero, después de salir de la bañera y ponerse la bata, abrió la puerta y se encontró la habitación vacía. Fue a la sala, sintiendo aún el frescor del pelo mojado en la nuca, y vio la nota. Estaba escrita en una página arrancada de una de las revistas de Louise, un anuncio de jabón Palmolive con la foto de una joven novia vestida de blanco animando a las lectoras a «Conservar la tez como el día de su boda». En el globo donde aparecía la frase de la novia, Louise había tachado el texto original y escrito sus propias palabras:

Buenos días, Cora. Espero que disfrute de un baño agradable. Necesito ir al lavabo, así que voy a ir a usar el de la acera de enfrente. Es posible que coma algo.

P. D. No se lo tome a la tremenda.

L.

Cora la encontró en la cafetería, charlando con Floyd Smithers, que estaba inclinado sobre la barra, obviamente más interesado en lo que ella decía que en las necesidades de los demás clientes. Cuando el camarero vio a Cora, se irguió y dirigió su atención a una mujer que fumaba y a su hijo de corta edad. Cora ocupó el taburete contiguo al de Louise, que jugueteaba con la pajita de su bebida. Resultaba difícil saber si se había vestido deprisa o con toda intención. No parecía llevar ropa interior —ni siquiera sujetador— bajo el fino vestido. Pero sí se le veía liso y bien peinado el pelo negro.

Louise alzó la vista.

—Ah, hola —saludó, sin mostrarse especialmente complacida ni disgustada. Agachó la cabeza y miró por debajo del sombrero de Cora—. Aún tiene el pelo mojado. Espero que no haya venido aquí precipitadamente.

—Así estoy más fresca. —Cora se abanicó con la carta de papel de la cafetería. Ya había decidido que eludiría otra agarrada. No había ningún peligro en que la muchacha cruzara la calle para desayunar sola—. Gracias por dejarme la nota.

—Ah, ¿le ha gustado? ¿La novia ruborizada? He pensado que le gustaría. —Señaló con la cabeza a Floyd, que había vuelto para tomar nota del pedido de Cora—. Acabo de recibir una lección de dicción gratis de mi docto amigo. ¿Sabe que nuestro camarero estudia en Columbia?

Cora sonrió cautamente a Floyd.

—Creo que ya había oído algo al respecto.

Floyd eludía su mirada, concentrado en su cuaderno, con el bolígrafo a punto. Lógicamente, seguía intentándolo con Louise, pensó Cora. Era lo propio, dada su juventud. No cabía esperar que le preocupara mucho la edad de Louise. Era a Cora a quien correspondía mantenerlo a raya.

Floyd le dio las gracias por el pedido pero no dijo nada más. Por lo visto, las lecciones de dicción habían terminado. Cora aguardó hasta que él se fue para dirigirse a Louise.

—Si de verdad te preocupa tu manera de hablar, no me cabe duda de que tus padres te pagarán unas clases de verdad.

Louise negó con la cabeza.

—La gente que toma clases siempre suena postiza, como si imitara un acento inglés. —Señaló otra vez a Floyd, que ahora mantenía una agradable conversación con el niño acerca de las tortitas—. Esto es mucho mejor. Él habla perfectamente, sin el menor acento. Y ha dicho que no le importa ayudarme.

—Mira por dónde. —Cora observó el vaso de Louise—. ¿Eso es un batido de chocolate?

Louise contempló la mezcla de su vaso con expresión ceñuda, pero tomó otro largo sorbo.

—Lo sé —dijo al fin, limpiándose la boca con una servilleta—. Tiene razón. Debo andarme con cuidado. Estoy engordando.

—No me refería a eso.

Louise apartó el vaso.

—No. Tiene razón. Debo estar en todo. Solo elegirán a unas pocas chicas para unirse a la compañía al final del curso, o tal vez a ninguna. Mi madre piensa que tengo muchas posibilidades, pero si estoy gorda no lo conseguiré.

Cora tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarla con exasperación. Aunque la verdad era que Louise, pese a su corta estatura, tenía más cadera que la mayoría de las chicas que salían en las revistas del momento. Las modelos y actrices eran delgadas no solo de cintura, sino también de cadera, y en su mayoría sin nada de pecho. Todas esas chicas habían abandonado el corsé en un gesto de liberación, pero por lo visto no comían.

—Eso es una tontería —dijo Cora quitándose los guantes—. Tienes muy buen tipo. Los batidos no son un buen desayuno para nadie. Puedes comerte la mitad de mis huevos con pan tostado cuando me los traigan. —Dio unas palmadas a Louise en el brazo. No sabía que la muchacha albergaba una verdadera esperanza de unirse a Denishawn, y que la meta, también para Myra, era que Louise no regresara a Wichita—. Y hoy descansas de la danza —añadió—. Nuestro primer fin de semana. ¿Qué te gustaría hacer?

Louise arrugó la frente.

—¿Hacer?

—Sí. ¿Qué te gustaría hacer hoy? Supongo que querrás ver algo más de la ciudad aparte de Broadway y ese sótano de iglesia. He estado consultando la guía. No estamos muy lejos de la tumba de Grant, que, según he oído, es impresionante. Pero también podríamos llegar fácilmente al Museo de Historia Natural. En algún momento me gustaría ver la estatua de la Libertad.

Louise soltó un gemido.

—Lo siento. No me interesa hacer el papel de turista del Medio Oeste. ¿No puede hacer todo eso mientras estoy en clase? —Se volvió hacia Cora, que la miraba perpleja—. Por cierto, ¿qué hace cuando yo estoy en clase?

Cora no supo qué contestar. Hablarle a Louise del orfanato sería un error. Era todo demasiado delicado, demasiado doloroso. Cualquier burla le resultaría insoportable.

—Descanso en el apartamento —dijo Cora—. Me meto en la bañera y leo.

Louise se apoyó las manos en la zona lumbar y flexionó los hombros.

—Esa sí que es una idea maravillosa. Es lo único que me apetece hacer hoy. Creo que nunca he estado tan dolorida. Probablemente regresaré al apartamento y echaré una siesta. Además, tengo que escribir a mi madre. —Se volvió hacia Cora—. Y esta noche vamos al teatro. ¿Ya tiene las entradas?

—En el patio de butacas. —Cora frunció el ceño—. Ese teatro queda lejos, en la calle Sesenta y Tres. ¿Por qué está tan apartado de todos los demás?

Louise se encogió de hombros. Se acercó el batido y bebió otro sorbo de la pajita. Floyd puso los huevos y el pan tostado ante Cora y, muy profesionalmente, preguntó si necesitaba algo más.

—Otro plato, por favor. Y cubiertos.

El muchacho atendió su petición sin mediar palabra, y lanzó a Louise una mirada melancólica antes de marcharse. Cora, con ayuda del cuchillo y el tenedor, sirvió la mitad de los huevos y el pan tostado en el segundo plato, que deslizó hacia Louise.

—Come —dijo—. Y entiendo que hoy solo quieras descansar. Pero para mañana he encontrado una preciosa iglesia presbiteriana no muy lejos de aquí.

Si a Louise le complació la idea, no lo exteriorizó. Se llevó la mano a la boca mientras masticaba.

—¿Iglesia? No sabía que fuera usted religiosa.

Cora sonrió. Era muy poco devota. Alan y ella se saltaban los oficios continuamente, sobre todo ahora que los chicos se habían ido. Pensaba ir al día siguiente por Louise. Y a ella personalmente no le importaba; con la semana que llevaba, anhelaba algo familiar, un ritual que conocía y comprendía.

—En realidad, creía que tú eras religiosa —le dijo a Louise—. En Wichita te gustaba ir a catequesis, ¿no?

Louise dejó el tenedor. De pronto estaba inequívocamente furiosa. Fijó la mirada en la de Cora.

—¿Cómo se ha enterado de eso?

Cora no supo qué decir.

—¿Se lo contó mi madre?

—No… Llegó a mis oídos.

—Llegó a sus oídos. —Louise alzó la barbilla—. ¿A través de quién? ¿A través de quién llegó a sus oídos ese chisme, Cora?

—Louise, yo…

—¿A través de quién?

—Soy amiga de Effie Vincent —balbuceó Cora—. Su marido da clases de catequesis. —Era una mentira a medias, que excluía a Viola. Cora no quería decir que se había enterado de que Louise iba a catequesis porque una amiga suya era amiga de la mujer del profesor de catequesis. Sonaba demasiado retorcido, como si se hubiese celebrado una gran reunión al respecto. Y de hecho sí conocía a Effie Vincent, una buena mujer que nunca hablaba mal de nadie—. Somos amigas —repitió.

—No me diga. —Louise la miró con frialdad. Guardaron silencio en medio del ruido de platos y el timbre de la cocina—. ¿Qué más le dijo Effie Vincent?

—Nada. Solo que te gustaba ir a catequesis. Eso no es un chismorreo, Louise. Es un comentario agradable sobre ti. No entiendo por qué te pones así.

Cora deseó tender la mano y tocarle el brazo con delicadeza, para demostrarle que no lo decía con mala intención. Pero algo la disuadió. ¿Acaso Louise estaba solo exagerando? ¿Era ese uno de los famosos estallidos propios de las adolescentes? Sus hijos nunca habían actuado así, imaginando un desaire donde no lo había. Earle a veces se mostraba distante y callado en los momentos de desánimo, pero ninguno de sus hijos se había enfurecido tanto ni la había interrogado así por un comentario de lo más inocente.

Louise apartó bruscamente el plato.

—No me pongo de ninguna manera. —Alzó la vista y le dedicó a Cora una sonrisa condescendiente, exactamente igual a la que había dirigido a su padre en el andén en Wichita—. Solo me asombra que ustedes, las buenas mujeres, sean capaces de seguir tan de cerca el rastro de todo el mundo. La verdad es que tiene mérito lo mucho que ustedes saben.

El teatro de variedades de la calle Sesenta y Tres, además de no estar en la zona de los teatros, carecía de la suntuosidad del New Amsterdam. En realidad, no era más que una vieja sala de conferencias con un foso para la orquesta minúsculo y butacas con la tapicería rota. Cora y Louise fueron de las primeras en llegar, y reinaba tal silencio en la sala que se oía el persistente timbre de un teléfono, sin pausa ni respuesta, procedente de algún sitio a la izquierda de la sala. Pero Louise había asegurado que Shuffle Along era uno de los mayores éxitos del año y que, según la reseña que había leído, no contenía humor o lenguaje soeces. Y en efecto empezaron a ocupar los asientos personas de aspecto respetable, de modo que Cora, ya más relajada, sacó el libro del bolso. No había opción de conversar. Louise, sentada a su izquierda, se había enfrascado en su Schopenhauer nada más sentarse.

Mientras las dos leían, alguien tocó a Cora en el hombro. Cuando alzó la vista, vio a un hombre de color con un terno.

—Disculpe —dijo.

Lo acompañaba una mujer, también de color, con un vestido de organdí y un collar de perlas.

Cora los miró, sin saber qué pensar. No quería problemas.

—Cora. —Echándose a reír, Louise le dio un codazo en el brazo. Ella ya se había puesto de pie—. Tienen que pasar a sus asientos.

Cora recorrió con la mirada las otras filas de butacas. Y entonces vio que había sentadas al menos cuatro personas de color en el foso de la orquesta, más cerca del escenario que ella.

—Ah, sí, claro —dijo, levantándose de inmediato. El asiento se replegó detrás de ella—. Disculpen —añadió, mirando a la pareja. Se echó hacia atrás para dejarles espacio. Cuando hubieron pasado, se sentó lentamente, mirando a uno y otro lado. No sabía muy bien qué ocurría, si aquello era una especie de protesta o instigación. Unos años antes, en Wichita, un grupo de hombres de color habían intentado sentarse en la platea de un teatro, pero los habían detenido antes de empezar la función.

En cambio allí nadie, ni blanco ni negro, parecía alterado en absoluto.

Consultó su programa. El dibujo de la portada era inocuo, solo las piernas de varios hombres y mujeres en fila, mientras la parte superior de sus cuerpos quedaba por detrás del título. Abrió el programa y echó una mirada al reparto, a los nombres de los personajes: Girasol Sincopada, Madreselva Feliz y Jazmín Jazz.

Tragó saliva y le tocó el brazo a Louise.

—Louise —susurró—. ¿Qué clase de espectáculo es este?

Louise alzó la vista con cara de incomprensión y enojo, como si no entendiera qué le preguntaba, como si no ocurriera nada fuera de lo corriente, lo cual era sencillamente irritante, porque desde luego el hecho de que personas de color ocuparan asientos en la platea de un teatro era algo realmente fuera de lo común, incluso en Nueva York. En el New Amsterdam, las personas de color se sentaban en el anfiteatro, como sucedía en todos los teatros a los que había ido Cora. Nunca había oído hablar de un sitio, en todo el país, donde las cosas fueran de otra manera.

—Dicen que es un espectáculo excelente —comentó Louise, y fijó de nuevo la vista en el libro. Señaló con un gesto los asientos ante ellas—. Obviamente, tiene mucho éxito.

Cora recorrió las butacas con la mirada y se centró de nuevo en el programa. El hecho de que un personaje se llamara Jazz se le antojó particularmente preocupante. ¿Era un espectáculo de jazz? ¿Un espectáculo radical para un público mixto? Vaya una acompañante estaba hecha, sentada allí pasivamente con Louise en espera de que empezara a sonar la música. Hacía solo un año, un artículo en Ladies’ Home Journal advertía que la nueva fiebre del jazz era una auténtica amenaza para los jóvenes, ya que por lo general conducía a una vil forma de baile que excitaba los bajos instintos. Solo escuchar jazz ya era malo, sostenía el artículo: sus ritmos primitivos y sus gemebundos saxofones eran intencionadamente sensuales, capaces de hipnotizar a los jóvenes. Cora sabía que Viola les había dicho a sus hijas muy claramente que no debían escuchar jazz, nunca.

—Louise, creo que debemos irnos.

—Yo no voy a ninguna parte. —Ni se molestó en levantar la vista.

Cora podría haber insistido, o habría intentado insistir, pero en ese preciso momento una mujer de color se sentó a su derecha. Cora alzó la mirada, y la mujer, que llevaba un peinado bob y unas ondas Marcel, sonrió brevemente antes de dirigir la mirada hacia el telón que cubría el escenario. Al otro lado de la mujer se había sentado un niño delgado de unos doce años, también de color, que sostenía el programa ante el ojo, enrollado como un telescopio. Cora, con el corazón acelerado, plegó el programa por la mitad y luego en cuartos. Ahora ya no podían levantarse y marcharse, no sin dar la impresión de que huían de la proximidad de esa mujer y el niño, de que por alguna razón la presencia de ellos las ofendía personalmente, y no era ese el caso ni mucho menos. Cora no tenía el menor problema con las personas de color. A Della, por ejemplo, la apreciaba, y mucho. Procuraba decirle que la valoraba por sus aptitudes como ama de llaves y cocinera. Fue ella quien le dijo a Alan el año anterior que debían subirle el sueldo a Della, y siempre había tratado de mostrarse comprensiva y generosa cuando Della había tenido que quedarse en casa con uno de sus propios hijos.

Era solo que nunca habría esperado sentarse al lado de una persona de color en un teatro. Siempre había oído que las personas de color, a menos que fueran alborotadoras o comunistas, preferían disponer de su propio espacio en el anfiteatro, y que en todo caso eran pocas las que sentían interés por el teatro.

Apenas empezaba a tranquilizarse cuando la orquesta salió al foso. Miró a los músicos con asombro. Eran todos de color, no músicos blancos con la cara pintada de negro, sino auténticos músicos de color. Todos. Allá en Wichita había visto pianistas de color en los espectáculos minstrel[3], haciendo el payaso y sonriendo exageradamente, sus rostros aún más oscurecidos por medio de maquillaje o corcho quemado. Pero saltaba a la vista que aquello era otra cosa. Cora nunca había visto un espectáculo con violinistas de color y oboístas de color y saxofonistas de color, y desde luego nunca había visto a un director de orquesta de color de aspecto relajado que vestía un terno y calzaba unos zapatos bien lustrados. Desplazó la mirada a la izquierda. Louise. Louise debía de saber que eso no era un espectáculo de Broadway al uso. ¿Acaso le había tomado el pelo, instándola a comprar las entradas para aquello? ¿Era llevar al ama de casa de Kansas a un teatro radical una especie de broma graciosísima?

Lo que Cora no sabía era que no estaba sola: aunque los espectadores sentados alrededor aparentaban serenidad, gran parte de Nueva York había reaccionado con igual desconcierto cuando se presentó Shuffle Along. Antes del estreno, en 1921, nadie se creía que un público blanco pagaría por ver un musical escrito, producido, dirigido e interpretado única y exclusivamente por negros. Los productores contrataron la sala de la calle Sesenta y Tres porque fue el único local que encontraron, pero después del estreno las representaciones consiguieron pleno aforo con un público encandilado y entusiasta, tanto negro como blanco, durante más de quinientas veladas.

La representación batió toda clase de récords. Unos cincuenta años después, cuando el ahijado de Cora, el dentista —que nació en Wichita el mismo verano que Cora estaba en Nueva York con Louise, y que a la edad de veinte años combatió bajo el mando del general Eisenhower en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial—, descubrió que su anciana madrina había visto la producción de Shuffle Along de 1922 en Broadway, le preguntó si conservaba algún recuerdo de una hermosa muchacha negra, que sin duda se había adueñado del espectáculo, la misma que más adelante se convertiría en Josephine Baker, o la mujer más imponente del mundo, tan demencialmente popular en su Francia adoptiva que ni siquiera los nazis se atrevieron a tocarla durante la ocupación, la misma muchacha que sería conocida como la «Venus de Bronce», o la «Perla Negra», o sencillamente «La Baker», como se la llamó cuando actuó ante las tropas aliadas y despertó tan obsesivo frenesí en el joven ahijado de Cora que cuando volvió de la guerra leyó todo el material impreso sobre La Baker, como si eso fuera a mejorar sus opciones con ella en caso de que esta alguna vez decidiera abandonar Francia y regresar a Estados Unidos, y quizá algún día dejarse caer por Wichita, donde acaso le sobreviniera un dolor de muelas y se presentara en su consulta, para que él pudiera abandonar a su mujer y declararle a ella su amor eterno.

No, había dicho Cora, lamentando decepcionarlo. No recordaba a ninguna chica en particular. El ahijado pareció defraudado solo por un momento, antes de darse una palmada en la cabeza y decir, claro, claro, Josephine Baker se presentó a la audición para Shuffle Along en Broadway, pero al principio la rechazaron, aduciendo que era demasiado delgada y demasiado morena para el escenario. Le permitieron trabajar entre bastidores como ayudante de camerino, echando una mano a las estrellas a cambiarse de traje, a la vez que en secreto memorizaba las frases y los números. Unos meses más tarde, cuando una corista tuvo que dejar el espectáculo, Josephine Baker ocupó su lugar con ese talento natural suyo, como la leyenda en que se convertiría, y demostró su valor. Pero la noche en que Cora y Louise fueron a ver Shuffle Along, Josephine Baker, nacida el mismo año que Louise, seguía entre bastidores, siendo una simple auxiliar de vestuario, invisible y reconcomiéndose por dentro.

¿Era eso lo que flotaba en el aire ese mes de julio? ¿Todo ese talento y esa ambición y ese anhelo, tan cerca que Cora no pudo por menos que respirarlo? Porque incluso después de tantos años recordaba aún que esa cálida noche en la calle Sesenta y Tres, pese a toda su incomodidad y temor, en un momento dado dejó de preocuparse, dejó de despotricar en silencio contra Louise, y empezó a disfrutar del espectáculo, marcando aquellos ritmos sincopados con los dedos de los pies comprimidos por las punteras de los zapatos, y dejando escapar las lágrimas al final de la lenta balada «Love Will Find a Way». Eso la sorprendió. Nunca había visto una auténtica historia de amor entre personas de color, y la idea misma se le antojó extraña y absurda, pero al final de la canción ya no era así.

Cora tendría ya algo más de setenta años cuando un grupo de jóvenes negros de Wichita decidió sentarse ante el mostrador de Dockum Drugs todos los días, desde que abrían hasta que cerraban, mientras no los atendieran. Soportaron insultos, amenazas y aburrimiento, pero al cabo de un mes el dueño de Dockum, cansado de perder clientes asustados o desplazados, por fin cedió y atendió a los autores de la protesta en el mostrador. Muchos blancos de Wichita pensaron que tenían motivos de preocupación, porque ahora que en Dockum servían a personas de color, estas tal vez pensarían que las acogerían en cualquier sitio. Cora, si era sincera consigo misma, debía admitir que quizá habría sido una de ellos de no ser por aquella noche de 1922 en que, sentada entre Louise y la mujer negra con las ondas Marcel, vio a un negro dirigir una orquesta de negros mientras hombres y mujeres negros hablaban y bailaban y cantaban «I’m Just Wild About Harry», y blancos y negros los aplaudían juntos, y no pasó nada malo. De hecho, pese a que esa noche ella entró en el teatro con sus propias tribulaciones y su tristeza, pasó una velada magnífica, como más tarde aseguraría a las horrorizadas señoras de su círculo, muchas de las cuales, en 1958, eran bastante más jóvenes que ella. Una barra de una cafetería sin segregación racial, les diría Cora, no era el fin de la civilización, y los colegios y teatros sin segregación racial tampoco serían el fin. No ocurriría nada, aseguró a sus amigas, recordando aquella noche en Nueva York. De verdad. No ocurriría absolutamente nada.

Había tomado conciencia de ello gracias a su estancia en Nueva York, y más aún gracias a Louise. Esos pueden ser los efectos del trato con jóvenes, es la gran recompensa a tanto dolor. Los jóvenes pueden exasperar, claro está, y asustar, y mostrarse condescendientes, e insultar, y cortarte con sus aristas todavía sin pulir. Pero también pueden arrastrarte, mientras protestas y regañas e intentas apartarte, hasta la mismísima ventana del futuro, e incluso empujarte por ella.

Leyó la postal la tarde del día siguiente, mientras Louise estaba en la bañera. No tenía intención de hacerlo. Nunca había curioseado en las habitaciones de sus hijos, ni siquiera cuando le asaltaba la tentación, y había aprendido a no hurgar entre los objetos de Alan. Pero la postal de Louise se había caído del escritorio al suelo de la sala, y Cora, mientras barría, se había agachado a recogerla, y la mirada se le fue hacia su propio nombre en la letra apretada pero legible de Louise.

Cora Carlisle es una ñoña, y la típica provinciana. Y tiene un marido rico y apuesto, a lo cual no le veo el menor sentido. Una y otra vez deseo que se caiga al Hudson o la atropelle un tranvía o algo así, pero cada día…

Cora dejó la postal, con el texto hacia abajo, para ver solo el dorso, una fotografía de Charlie Chaplin. Miró las paredes amarillas y el cuadro del gato siamés. Daba igual. No pasaba nada. No le inquietaba lo que pudiera pensar de ella una esnob de quince años. Y en todo caso no debería haberla leído, ni siquiera esas pocas líneas. Se cruzó de brazos, sin dejar de mirar la postal. ¿Lo había escrito a su madre? Plantearse esa idea, que Louise escribiera semejantes crueldades a Myra, le resultaba demasiado espantoso. Cora rodeó la mesa una vez, luego otra, antes de tender la mano para volver a leer la postal.

Mi queridísimo Theo:

Cora dejó la postal. Theo era el hermano. No el hermano mayor con el que Louise se había peleado, sino el más pequeño, que había preferido jugar al bádminton solo. Daba igual. ¿Qué importaba si Louise había escrito lo mismo a Myra? Qué importaba. No miraría ninguna otra postal. Le traía sin cuidado. Se apartó de la mesa.

Entró en la cocina y se sirvió un vaso de leche. La bebió poco a poco, escuchando el goteo uniforme del hielo al fundirse en la heladera. Al otro lado de la pared se desaguaba la bañera, y oyó a Louise tararear una lánguida versión de «Ain’t We Got Fun?». Dejó el vaso y tamborileó con los dedos en la superficie del fogón. Que Louise la llamara aburrida y provinciana no era ninguna sorpresa. Eso mismo decía con la mirada casi cada vez que hablaba; Cora ni siquiera podía acusarla de falta de sinceridad. Lo que le dolía, lo que sentía como un golpe físico en el pecho, era la observación cruel pero sagaz sobre Alan, sobre la mala pareja que formaban. Lástima que Cora no hubiera conocido a Louise el verano de su boda, cuando quizá le habría ido bien estar en contacto con esa sinceridad brutal.

Louise entró en la cocina envuelta en una bata rosa, el pelo mojado y peinado hacia atrás. Tenía la frente ancha y prominente, advirtió Cora, casi abultada. Sin flequillo, no llamaba tanto la atención. Aún se la veía joven y guapa, pero no tan fuera de lo común.

—Dios mío, qué bien me ha sentado ese baño. —Inclinó la cabeza a un lado y otro—. Pero hace tres minutos exactos que he salido del agua, y ya estoy sudando. Espero que el teatro esté refrigerado con hielo.

Cora asintió y tomó un sorbo de leche.

—¿Qué le pasa?

—Nada. —Cora la miró y sonrió—. Tienes razón. Parece que hoy hace más calor.

Louise se desperezó con un bostezo exagerado y empezó a hablar de Blossom Time, comentando que esperaba que cumpliera las expectativas creadas por la crítica. Cora se apoyó en el fogón y la escuchó con expresión interesada y afable. No tenía sentido sacar a colación la postal ni lo que Louise había escrito sobre Alan, y nunca lo tendría. De modo que, pese a sentirse aún dolida, oprimida por una pesadumbre en la mente y el corazón, actuó como si no pasara nada. Y Louise, naturalmente, se lo creyó. Quizá la muchacha pusiera reparos a las sonrisas postizas, pero Cora sabía lo necesarias que podían resultar, y las suyas las tenía muy ejercitadas y eran convincentes.