NUEVE

En el intermedio, Louise comentó que el problema con las Ziegfeld Follies era que se había formado muchas expectativas.

—La comedia es buena —le dijo a Cora, toqueteándose la sarta de cuentas que llevaba al cuello—. Pero ¿las coristas? Caras bonitas y trajes elaborados. Un aburrimiento. Quizá una o dos son verdaderamente guapas. Y eso es todo. Nunca he visto tantas sonrisas postizas.

—Baja la voz —susurró Cora. El gran vestíbulo del teatro estaba abarrotado de hombres y mujeres que hablaban en corrillos. Un cartel señalaba la sala de fumadores para hombres, pero muchas mujeres fumaban también y, por lo que Cora veía, ninguno de los sexos parecía interesado en separarse.

—Usted recuerde lo que le digo —prosiguió Louise, a un volumen apenas un poco más bajo—. Cuando yo esté en el escenario, no sonreiré solo porque alguien me lo diga. Sonreiré cuando sea real.

Cora, mirando la bóveda de cristal en el techo del vestíbulo, dejó escapar un suspiro. En el interior del New Amsterdam no había un solo centímetro sin ornamentación: en las paredes, parras enroscadas y flores y pájaros tallados; en las alfombras, dibujos a juego de tonos verdes y malva. En su opinión, solo estar en un espacio tan hermoso, por no hablar ya del aire frío que proporcionaban los ventiladores eléctricos, valía el precio de la entrada. Todo eso le había levantado el ánimo, ayudándola a apartar el pensamiento, al menos provisionalmente, de su rápida derrota ante la hermana Delores. Había tenido que recobrar la compostura antes de recoger a Louise, a quien por lo visto no se le daba tan bien detectar la alegría forzada como ella creía. O eso, o Cora era mejor actriz que las coristas.

Y ahora disfrutaba sinceramente con el espectáculo y se alegraba de sus distracciones. Se moría de ganas de contarles a los chicos y a Alan que había estado en la representación de las Ziegfeld Follies y había visto a Will Rogers en persona, por no hablar de la divertida Fanny Brice en su interpretación de una bailarina. A su juicio, las coristas eran preciosas, aunque no entendía por qué, incluso en el número en el que cada chica era supuestamente una flor distinta en una corona nupcial, tenían que lucir trajes tan impúdicos, algunas de ellas con las piernas y la cintura al descubierto. Habría preferido que las coristas se quitaran aquellos recargados tocados de plumas y los utilizaran para taparse los muslos.

Se volvió hacia Louise.

—¿Cómo puedes saber que sus sonrisas eran postizas? Estamos en la última fila de la platea superior.

—Lo he visto. Eran postizas.

Mirando a la multitud, Louise se llevó el collar a la boca y se puso una cuenta entre los labios. Cora le tocó la mano y sacudió la cabeza. Costaba saber cuándo pretendía provocar o captar la atención y cuándo se limitaba a pensar. Esa noche llevaba un vestido sin mangas tan negro como su pelo, y cuando no mordisqueaba su bisutería, se la veía más sofisticada que ninguna otra mujer en el vestíbulo.

—Creía que te encantaba el teatro —observó Cora—. ¿Acaso las personas en el escenario no tienen que fingir emociones continuamente? ¿No es ese su trabajo?

Louise hizo una mueca antes de alzar la vista y mirar a Cora como si fuese la idiota más insoportable del planeta. Incluso con el flequillo recto se parecía mucho a Myra.

—Actuar no es fingir, Cora. Al menos no cuando se actúa bien. —Cabeceó, claramente molesta—. Una actriz de verdad, una artista de verdad, siente la emoción que manifiesta, sea cual sea. Acaba de ver la interpretación de Fanny Brice. ¿Está diciéndome que no nota la diferencia entre sus expresiones y las de esas coristas idiotizadas?

—Fanny Brice solo está siendo graciosa.

—Es un genio.

Ah, pensó Cora, sonriendo un poco. Al menos había alguien que contaba con la aprobación de la muchacha. Louise admiraba también a su madre, claro está, así como a la chica mayor de Denishawn, una tal Martha, que, según ella, era la mejor bailarina que había visto. De modo que era un club con solo tres personas. Todos los demás, por lo que Cora veía, no merecían otra cosa que su desprecio.

Un hombre de cabello plateado con traje oscuro pasó junto a ellas contemplando a Louise sin el menor recato. Louise le devolvió la mirada, con un destello en sus ojos oscuros, antes de volverse hacia Cora.

—Es un público elegante, ¿no?

Cora asintió. Precisamente hacía un momento había pensado con extrañeza lo raro que era que ese teatro lleno de mujeres con vestidos de lentejuelas y trajes de noche de seda, tantas de ellas con largos collares de perlas o cuentas de acero, alguna que otra con un cigarrillo en una boquilla en espera de que algún hombre trajeado se lo encendiera, estuviese a solo treinta manzanas del barrio del orfanato. Costaba imaginar que ambos lugares pertenecían a la misma ciudad, incluso al mismo lado de Manhattan. Bien podría haber habido un océano entre uno y otro.

—Sí piensa que es un público elegante, ¿no? —Louise aguardó con la vista fija en Cora.

—Sin duda. —Cora le devolvió la mirada con recelo. No era propio de Louise solicitar su opinión sobre nada.

—Mmm… —Louise sonrió, toqueteándose otra vez las cuentas—. Habrá visto que muchas de las mujeres van maquilladas.

Cora contrajo los labios. Así que ahí estaba la trampa. Antes de salir del apartamento esa noche, habían tenido una discusión sobre si Louise podía o no ponerse colorete y carmín para ir al teatro. Cora se había mantenido firme, obligando a Louise a lavarse la cara. No la había creído cuando afirmó que Myra le permitía pintarse la cara como una ramera. Por lo que sabía Cora, las mejillas y los labios demasiado pintados eran un rasgo propio de las mujeres de cierto oficio.

Sin embargo, mirando alrededor en ese momento, vio que muchas de las mujeres presentes, si no la mayoría, se habían aplicado sin miramientos sombra y delineador en los ojos, y carmín y brillo en los labios. Más de una llevaba la falda justo por encima de las rodillas. Por supuesto, en comparación con las chicas maquilladísimas y semidesnudas de Ziegfeld a las que todos acababan de aplaudir y pagar por ver, las mujeres del vestíbulo parecían monjas. Nada de eso habría sido concebible cuando Cora tenía la edad de Louise. Tal vez Louise estuviera en lo cierto. Quizá las viejas pautas empezaban a cambiar. Cora se vio en un espejo de marco dorado: el vestido largo de cuello alto, el pelo recogido, el rostro sin maquillar. Al salir del apartamento se vio guapa, luciendo su buen vestido rosa con el fajín que le estrechaba la cintura, o se la estrechaba aún más. Pero ninguna de las mujeres más jóvenes en el vestíbulo llevaba una falda tan larga como la de ella, ni un cuello tan alto.

Quizá se estaba quedando desfasada, tan provinciana y anticuada en su pensamiento como en su indumentaria. Acaso era como las viejas que reprochaban a las mujeres de su generación un comportamiento anormal por molestar a los legisladores y pedir a desconocidos en la calle que firmaran peticiones para intentar conseguir el voto.

Pero Cora no se podía creer que todos los valores fueran realmente tan efímeros. ¿Y hasta dónde podían llegar esas nuevas modas? ¿Dónde terminarían? ¿Se esperaría que las mujeres, al cabo de unos pocos años, se pasearan con los muslos y la cintura al aire, y serían tildadas de puritanas si no lo hacían? ¿O quizá las mujeres no se vestirían siquiera? Simplemente llevarían el maquillaje y la ropa interior. ¿Todo por ser modernas? ¿Cómo se sabría que una mujer desempeñaba determinado oficio si todas las mujeres vestían igual?

Se volvió hacia Louise, bajando la voz hasta hablar en un susurro.

—Aunque maquillarse sea más habitual ahora, sigo pensando que queda vulgar. Y mucha gente está de acuerdo.

—Acaba de decir que están ele…

—Por elegantes quería decir ricos. Pero rica o no, una mujer con el maquillaje muy visible parece desesperada. Todo el mundo lo sabe. Una mujer que se pone colorete ya puede colgarse un cartel anunciando: «Hola. Hago un gran esfuerzo por estar atractiva».

—¿Qué hay de malo en esforzarse por estar guapa?

—No tiene nada que ver con esforzarse por estar guapa, Louise. Tú estás muy guapa ahora mismo, una chica con la cara limpia, sin más que agua y jabón. Eres más guapa que cualquiera de ellas.

—Eso ya lo sé.

—Me refiero al maquillaje. Las mujeres que se pintan tanto parecen… —Miró por encima de los dos hombros—. Disponibles.

—¿Y eso qué tiene de malo?

Cora desvió la mirada. No se dejaría arrastrar a otra discusión ridícula sobre algo tan evidente. A Louise sencillamente le gustaban las disputas, devolver cada respuesta como una pelota que rebotara en un portal. Cora deseó poder llevar a la muchacha a la calle Quince y dejarla enzarzarse con la hermana Delores para ver quién decía la última palabra. Dudaba que Louise llegara mucho más lejos que ella, pero el mero hecho de imaginar esas dos fuerzas en pleno combate resultaba divertido.

—Ojalá tuviéramos mejores asientos —comentó Louise.

Cora se volvió hacia ella, agradecida. Como gesto de paz no era gran cosa, pero al menos había probado con un tema en el que podían estar de acuerdo.

—Es verdad. La columna del anfiteatro no me deja ver, y me duele el cuello de tanto torcerlo. A partir de ahora compraremos las entradas con más antelación. —No se le había pasado por la cabeza que casi no quedarían localidades una noche entre semana, y menos en un teatro tan grande—. He visto unas cuantas butacas vacías más cerca del escenario. Podríamos intentar cambiarnos.

Louise arrugó la nariz.

—¿Cómo sabremos que esas butacas no pertenecen a alguien que simplemente llega tarde? Podría ser que esas personas volvieran a sus asientos después de reanudarse el espectáculo, y entonces tendríamos que movernos. Qué vergüenza. —Miró a la multitud con desdén—. Se me ocurre una idea mejor. Enseguida vuelvo.

Ya había empezado a alejarse. Cora tuvo que retenerla por el codo.

—¿Adónde vas?

Louise bajó la vista y miró la mano de Cora en su codo, claramente ofendida. Cora no la soltó.

—Voy a hablar con un acomodador. —Bajando la voz, Louise le habló en un susurro hostil—. Cora, es verdad que seguramente será un hombre. Pero ninguno de sus reparos anteriores a que hable con hombres se sostiene en este caso. En primer lugar, no estamos en Wichita, ni estamos rodeadas de gente de Wichita. Estamos rodeadas de desconocidos que no pueden tener ninguna incidencia en mi reputación allá en nuestra ciudad. En segundo lugar, estamos en el vestíbulo atestado de un teatro, y usted, mi atenta acompañante, estará a poco más de cinco metros, con lo cual no será fácil que me ataquen, ni siquiera a mí.

Dicho esto, desprendió el codo de la mano de Cora girando el brazo.

—Deme tres minutos.

—Voy contigo.

—No. —Alzó la mirada por encima del hombro—. Si viene, no saldrá igual de bien.

Cora, desde donde estaba, veía a dos acomodadores, ambos de pie junto a una salida. Vestían igual: chaqueta de color gris claro, camisa blanca y corbata negra. Los dos, curiosamente, eran altos y muy delgados, pese a que uno no parecía mucho mayor que Louise y el otro era como mínimo de la edad de Cora. Louise se detuvo entre ellos por un momento, mirando primero a uno y luego al otro, antes de abrirse paso entre la multitud para acercarse al de mayor edad. Cuando llegó hasta él, mantuvo las manos entrelazadas detrás de la espalda, balanceándose ligeramente. Cora observó mientras el hombre se inclinaba para oírla mejor. Tenía una expresión amable, pero negó con la cabeza. Louise señaló en dirección a la sala y luego, con la misma mano, se rozó el cabello y se tocó el hombro desnudo. El hombre se llevó una mano a la oreja y negó con la cabeza. Louise se puso de puntillas, separando apenas los tacones del suelo y apoyando una mano en el brazo del acomodador.

Cora avanzó tan deprisa como pudo, expresando disculpas aquí y allá mientras atravesaba el gentío, con una mirada colérica y severa fija en la nuca de la muchacha. Pero cuando había cruzado medio vestíbulo, Louise se volvió y se la señaló al acomodador. Este la miró y asintió antes de devolver la sonrisa a Louise. Ella se apartó de él y se volvió hacia Cora con una sonrisa.

Parecía una niña. Era por algo en su semblante, una satisfacción elemental e ingenua en su sonrisa, sin la menor señal de la voluntad férrea ni el cinismo que poseía y Cora ya conocía. Resultaba extraña, esa capacidad suya para pasar de aparentar una edad menor a aparentar una mayor, y luego viceversa, con la misma desenvoltura. ¿Acaso el acomodador, con su mínima autoridad, había hecho aflorar la niña que llevaba dentro? ¿O había recurrido ella a la apariencia de niña a modo de herramienta fiable antes siquiera de pronunciar él una palabra?

—Louise —dijo Cora con aspereza.

—¡Cora! —Louise aún sonreía, pero la expresión de sagacidad había vuelto a su mirada—. Cuánto me alegro de que me haya encontrado. —Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro y le dijo algo al acomodador mientras Cora la aferraba del brazo—. Por un momento me he sentido como un perro sin correa.

—¿Quieres que volvamos a casa? —preguntó Cora entre dientes, llevándosela a través del vestíbulo.

—¿A casa? —Louise la miró con los ojos muy abiertos—. ¿Se refiere al apartamento? ¿O ya está amenazando con Kansas otra vez?

—Basta ya.

—No sé por qué hemos de plantearnos ninguna de las dos posibilidades. —Se inclinó hacia ella—. Y menos ahora que mi nuevo amigo ha propuesto que cuando las luces empiecen a parpadear, lo sigamos a nuestros asientos en un palco.

Cora se detuvo y la miró.

—Lo sé. —Louise se encogió de hombros—. No es lo que yo habría elegido, desde luego. Mi madre siempre dice que los palcos son para la gente que quiere dejarse ver en el teatro, no para la gente que quiere ver el teatro. Pero será mucho mejor que la última fila de la platea superior.

—Louise, ¿has llegado a alguna clase de acuerdo con ese hombre?

—Esa insinuación es repugnante. Solo se lo he pedido amablemente. Eso es lo único que de verdad quieren la mayoría de los hombres.

Cora le lanzó una mirada recelosa. Pero no sabía bien qué hacer. En realidad, tal vez Louise no había hecho nada malo. Había conseguido lo que quería, sin ningún riesgo ni daño reales. No tenía sentido culpabilizarla por su aplomo y la generosidad de los acomodadores. Quizá era ella, Cora, quien tenía una mente obscena, como una vieja señora Grundy que sermoneaba a las jóvenes, que veía pecado y escándalo en todas partes.

—Puede darme las gracias más tarde —dijo Louise, alzando los ojos negros cuando las luces empezaron a parpadear—. La próxima vez, si quiere un asiento en el patio de butacas, tal vez me deje ponerme un poco de colorete.

Más que inquieta, estaba calladamente exaltada, como si hubiera tomado mucho té o azúcar, con la cabeza alerta y concentrada pese al calor del mediodía. Llevaba esperando desde hacía casi veinte minutos a la sombra del toldo rayado de una farmacia. Había dejado el reloj en el apartamento, junto con los pendientes de perlas y la alianza nupcial, pero si se volvía y miraba a través del escaparate de la farmacia podía ver el reloj colocado encima del mostrador, junto a una imagen de la Santísima Virgen y un anuncio de chicle Juicy Fruit. Estaba a una manzana del orfanato. Pasados tres minutos, se pondría en marcha.

Esa mañana había llovido. Al acompañar a Louise a clase había usado un paraguas, y para cuando regresó sola al apartamento conservaba el pelo más o menos seco bajo el sombrero, pero sus rizos, avivados por la humedad, habían iniciado una rebelión descontrolada, con varios mechones escapando de las horquillas, con lo que su reflejo en el espejo del baño parecía, como vio, el de una mujer un poco desquiciada. Había vuelto a peinarse, recogiéndose el pelo en un nuevo moño más apretado, pese a lo cual unos pocos mechones crespos habían roto filas otra vez durante el espantoso trayecto en metro.

Volvió a mirar el reloj de la farmacia. A las doce y media en punto se puso en marcha. Lo había planeado todo la noche anterior, mientras yacía en vela en la cama, con Louise dormida a su lado. Si había calculado mal, si la hermana Delores o alguna otra monja salía a abrir, podía pretextar que había perdido el parasol y pensado que tal vez se lo había dejado allí en su visita anterior. Se lo dijo a sí misma, lo ensayó, incluso mientras recorría la calle Quince, incluso mientras subía por la escalinata para llamar.

Abrió la puerta el ordenanza, con el mismo mono, u otro distinto. Parecía limpio.

—Lo siento —dijo sin el menor asomo de cordialidad—. Las hermanas están en misa. Todos los días a esta hora.

Ella retrocedió y tuvo que apresurarse a echar un vistazo atrás para ver si estaba muy cerca de la escalera por miedo a caerse. El ordenanza era alemán. La vez anterior Cora no se había dado cuenta, de tan poco como había hablado. Pero ahora estaba casi segura. Durante la guerra se hacían parodias sobre el káiser en los vodeviles que por lo general consistían en que un cómico con un bigote enroscado postizo se paseaba por el escenario y vociferaba con acento hasta que le lanzaban una tarta a la cara.

—Ah —dijo—. ¿Puedo esperar otra vez?

Él asintió.

—Gracias —dijo ella, con una sonrisa tan cordial como la de cualquier chica Ziegfeld.

El hombre se hizo a un lado y señaló la entrada. Apenas era un poco más alto que ella, pese a que tenía los hombros anchos, los antebrazos gruesos. Ella pasó junto a él y esperó a que cerrara la puerta y echara la llave. Arriba se oía el canto de las niñas y las notas del piano.

El ordenanza la guio por el pasillo, acompañado por el tintineo de un llavero que llevaba prendido de una presilla del mono. Cora fijó la mirada en su coronilla, algo calva, el cabello muy corto a los lados.

—La lluvia de esta mañana ha sido agradable, ¿no le parece? —preguntó Cora—. Muy refrescante.

Él la miró apenas por encima del hombro, pero asintió. Cora lo siguió hasta el refectorio a través de la cocina. Tres de las largas mesas estaban tan limpias y vacías como el otro día, pero un mantel de hule cubría la del fondo, y encima había una caja de caoba de unos treinta centímetros de altura rodeada de herramientas y tornillos.

—¿Le apetece un poco de agua?

—¡Ah! ¡Ah, sí! Gracias. —Cora siguió sonriendo—. El otro día estuvo usted muy atento, y también hoy, claro. Quiero decir, ofreciéndome agua otra vez.

Él la miró con extrañeza antes de volver a la cocina. Ella se tocó el pelo bajo el ala del sombrero. Hablaba demasiado deprisa, quizá. Tal vez él no entendía tan bien el inglés. Se volvió y miró por las ventanas atrancadas al mismo tiempo que se desabotonaba los guantes. No tenía sentido pensar en Alan.

Él no siempre pensaba en ella.

—Perdone el desorden —dijo el alemán al entregarle el agua—. Estoy trabajando.

—Muchísimas gracias. —Aceptó el vaso y se acercó a la mesa del fondo, moviéndose con desenfado, como Louise, o eso esperaba. No tenía que ser ella misma. Podía ser cualquiera. Nunca volvería a ver a ese hombre—. Su desorden parece interesante. ¿Qué es?

—Bueno —dijo él, acercándose—, era una radio.

Cora miró la caja, a la que, como ahora vio, le faltaba el panel delantero, con lo que quedaban a la vista los cables negros y las lámparas transparentes del interior. El panel, con uno de los diales de cristal roto, estaba en la mesa. Pero lo reconoció: era el mismo modelo que Alan le había enseñado en la ferretería poco antes de su viaje. Él iba a decidir entre ese modelo y otro durante la ausencia de Cora. A ella le encantaría tener una radio, dijo Alan. La nueva emisora de Wichita aún emitía en esencia los precios agrícolas y los partes meteorológicos, pero tenía previsto añadir más música y charlas, cosas que a ella podían interesarle.

Tocó con un dedo el dial roto.

—¿Qué le ha pasado?

—Iban a subirla o bajarla de un barco, no sé bien. A alguien se le cayó y se rompió, y la tiraron. —Él se plantó junto a ella con los brazos cruzados ante el pecho, mirando la radio—. Me lo dijo un amigo mío, y fui a buscarla.

—Ah. ¿Se le da bien arreglar cosas?

—A veces. —El ordenanza volvió a mirarla a través de las gafas con sus ojos pequeños y verdes. Cora sonrió, y con la mano libre se tocó el hombro. Se había puesto su único vestido de manga corta.

—¿Qué espera oír en la radio?

Él la miró de nuevo con extrañeza. El pelo ralo, advirtió Cora, lo envejecía, al menos a cierta distancia. Tenía más o menos su edad, con apenas alguna que otra arruga en las comisuras de los ojos.

—Es para las niñas —dijo, señalando el techo—. Para que la oigan ellas.

—¡Qué detalle por su parte!

No era necesario que él siguiera mirándola así. Ella solo estaba dándole conversación. Tomó un sorbo de agua. No pasaba nada. Había monjas y niñas arriba. Si él interpretaba erróneamente la situación, si era un mal hombre, ella podía pedir ayuda a gritos.

—¿No es usted de por aquí?

Ella negó con la cabeza.

—Soy de Kansas. —Guardó silencio por un momento—. Está en medio del país, al oeste del río Misuri.

Él sonrió.

—Sí, lo sé. —Se señaló la boca—. Me he dado cuenta de que no era de aquí por su manera de hablar.

Cora asintió y miró de nuevo la radio. No creía que él quisiera hablar de acentos y lugares de origen.

—¿Cómo harán tantas niñas para compartir los auriculares? —preguntó ella—. Tendrán que turnarse.

—No. Pueden usar una bocina, como con un gramófono. —Señaló la bocina, sobre el mantel de hule—. Podrán oírla todas a la vez.

—¡Qué maravilla! —Cora siguió sonriendo. Le resultaba difícil tocarse el pelo, porque llevaba sombrero, pero hizo cuanto pudo—. ¡Lo tiene todo pensado!

El ordenanza se encogió de hombros y la miró con un parpadeo desde detrás de sus gafas.

—Está mucho más amable que el otro día.

Cora tuvo que hacer un esfuerzo para seguir sonriendo. Quizá en Nueva York, o en Alemania, esa clase de franqueza no se consideraba grosera. Dejó el vaso de agua en la mesa.

—Sí —dijo con cautela—. El otro día estuve seca con usted. Luego lo pensé, y ahora me disculpo. Quería decirle que lo siento. Es que estaba alterada. Muy alterada.

Él asintió, mirándola a los ojos.

—Descuide.

—Verá, he venido de muy lejos, nada menos que desde Kansas, para pedir mi expediente. Y creo que está en este edificio. Pero las hermanas consideran que no debo verlo. —Bajó la cabeza, levantando los ojos para mirarlo desde abajo—. Opino que eso tendría que decidirlo yo. Soy una mujer adulta, al fin y al cabo, ¿no le parece? —Tragó saliva, intentando mantener aún la sonrisa.

Cora era incapaz de adivinar lo que pensaba aquel hombre, que la observaba con expresión neutra. Tal vez no fuera muy inteligente. Las gafas le conferían cierto aspecto de intelectual, pero era solo un ordenanza. En todo caso, Cora no disponía de mucho más tiempo. Si uno pensaba demasiado, decidió, perdía el aplomo.

—Se me ha ocurrido que, como parece usted tan amable… —Entrelazó las manos detrás de la espalda—. Y como tal vez sepa dónde guardan los expedientes… Se me ha ocurrido que tal vez usted sería más comprensivo…

Él se acarició el asomo de barba del mentón con las yemas de los dedos, mirándola fríamente desde detrás de la montura metálica. Señaló primero a Cora y luego se señaló a sí mismo.

—¿Está usted… intentando mostrarse seductora?

Sonrió, y se le arrugó la piel en la comisura de los ojos.

Cora notó una oleada de calor que le subía por el cuello. Agarró los guantes y retrocedió.

—¿Tan desesperado se me ve? —El ordenanza tendió las manos y se miró: el mono limpio, los zapatos arañados—. Mire, si quiero pagar a una mujer para que sea amable conmigo, puedo buscar a una… profesional, y no arriesgarme a perder el empleo.

—Esa insinuación me escandaliza. —Sin mirarlo, se puso un guante. Tuvo la sensación de estar cayendo dentro de su propio cuerpo, precipitándose a una velocidad enorme y vertiginosa.

Él volvió a reírse.

—Usted piensa que debería estarle agradecido.

Cora estaba a punto de desmayarse. El perímetro de su visión se oscurecía. Aun así, se dio media vuelta y se encaminó hacia la cocina. Era mejor desplomarse fuera, en la calle, que delante de ese hombre horrendo, ese káiser ordenanza. Casi había llegado a la cocina cuando sintió que se caía. Se agarró al borde de una mesa.

—Debería sentarse. —Él la sujetó por el codo.

Ella echó atrás la mano para apartarlo y, sin querer, le dio un bofetón. Notó las gafas bajo el guante y las oyó caer al suelo.

—Usted siéntese. —El ordenanza apoyó la mano en su hombro con fuerza—. Debe sentarse.

—No me toque.

—De acuerdo. —Él volvió a reírse, y ella captó el significado, la crueldad que entrañaba. Él no quería tocarla. Esa era la broma. El ordenanza inmigrante no quería tocarla.

—Estoy bien —dijo ella, pese a que ahora lloraba, contra su voluntad. Volvió la cabeza, aferrándose al borde del banco. Solo llevaba un guante. El otro se le había caído en algún sitio.

—Voy a traerle agua. Si se levanta ahora, acabará en el suelo. No lo haga. Espere. —Empezó a alejarse, pero se detuvo—. Puede… Debe inclinarse hacia delante y agachar la cabeza, entre las rodillas.

Ella cabeceó. No era capaz de hacerlo. No con el corsé. Notó un rizo suelto, pegado al cuello por el sudor.

—Me ha malinterpretado —farfulló. Pero necesitaba que él lo supiera—. Estaba pidiéndoselo amablemente. Solo eso. Estaba pidiéndole amablemente algo que necesito.

Él regresó con el agua. Ella la aceptó, y él se sentó en el extremo opuesto del banco. Llevaba otra vez las gafas.

—Beba —dijo.

Ella bajó la mirada, intentando quitarse su único guante.

—¿Qué hace? —Él se deslizó por el banco hacia ella—. Olvídese del guante. Beba.

Cora, sosteniendo el vaso, volvió la cabeza en otra dirección y bebió como pudo. La nariz le moqueaba. Pero no pasaba nada. No pasaría nada. Nadie de su ciudad, del mundo real, se enteraría de aquello. Podía salir por la puerta y sonreír, y sería como si nada hubiera ocurrido. Lo sabía mejor que nadie.

—De acuerdo —dijo el ordenanza—. La ayudaré.

Ella se volvió.

—¿Cómo?

—La ayudaré. Sé dónde están los expedientes. —Asintió—. Pero hoy ya es demasiado tarde. Están a punto de bajar. Tiene que volver otro día, y la dejaré entrar.

Cora se quedó mirándolo.

—¿Por qué? ¿Por qué me ayuda?

El hombre se encogió de hombros.

—Le doy lástima.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Ja.

Ella volvió la cabeza y, llevándose los puños a los lados de la cara, se miró aquellos cómodos zapatos suyos. Debería alegrarse. Aquel hombre iba a ayudarla. Eso era lo único que quería de él. Debería haber apelado a la compasión desde el principio. Ese había sido siempre su punto fuerte. ¿En qué estaba pensando? ¿Que era una gran belleza? ¿O siquiera encantadora? Ella no era Louise. Nunca había sido Louise, ni siquiera de joven. Si Alan la viera en ese momento, sabiéndolo todo, probablemente también él sentiría lástima. Ese era el sentimiento que solía inspirar en los hombres. Y curiosamente, también admiración. Alan se lo decía una y otra vez: que la admiraba, la admiraba muchísimo.

—¿Se encuentra bien ya? —preguntó el ordenanza. Se acodó en la mesa y cruzó las piernas, apoyando el tobillo en la rodilla contraria. La miraba, esperando, pero en sus ojos no se advertía crueldad ni enjuiciamiento; ella lo advirtió ahora que estaba más tranquila: su expresión era considerada.

—Solo estoy avergonzada —respondió ella, irguiéndose—. Pero sí, me encuentro bien. Gracias. No puedo venir durante el fin de semana. Pero estaré aquí el lunes, si le parece bien.

Todavía mirándola, el ordenanza sonrió, levantándosele un poco las gafas.