Cora caminó por Broadway sola, agradeciendo la sombra continua de los edificios que impedían el paso del sol de media mañana. Para cuando llegó a la cafetería, estaba abarrotada. De camino a la barra apartó con la mano el humo de los puros y los cigarrillos. El camarero de la pajarita que había coqueteado con Louise seguía en su puesto. Sonrió, señalando con la cabeza dos taburetes.
—Hola otra vez. —Retiró unos platos sucios a la vez que miraba alrededor—. ¿Dónde está su amiga de Ki-ansas?
Cora se sentó en un taburete.
—En clase. Tomaré un té con hielo, por favor.
El camarero asintió, claramente decepcionado, aunque cambió la posición del ventilador eléctrico para orientarlo hacia Cora. Ello lo miró mientras servía café a otro cliente. No era ningún disparate que preguntara por Louise, que se creyera con alguna posibilidad. Era un muchacho atractivo, un poco mayor que Howard y Earle, con el pelo castaño aclarado por el sol y unos ojos verdes ante los que una adolescente media probablemente se derretiría. Louise no parecía haberlo notado.
—¿Clase de qué? —Puso un vaso y un azucarero ante ella.
—De danza. —Le dirigió una mirada de desaprobación. No le daría más información.
—Ya me parecía a mí que podía ser bailarina o algo así. —Sirvió el té sin levantar la vista—. Con esa cara podría hacer cine. He preguntado de qué eran las clases porque he pensado que quizá hacía algún curso de verano en la universidad. Yo voy a Columbia. Solo trabajo aquí en verano para contribuir en el pago de mis estudios. —Alzó la vista—. Tal vez pueda usted mencionárselo por mí, ¿querrá? —Sonrió y levantó las cejas—. En recompensa, tendrá un té con hielo gratis.
Antes de que Cora pudiera contestar sonó un timbre, y él se volvió para tomar un pedido de tortitas en la ventanilla que daba a la cocina. Pobre chico, pensó Cora. Ya prendado. Pero no tenía ninguna opción. Louise, imaginó Cora, no se dejaría impresionar por su inminente título. Podía casarse con ese estudiante universitario, ser la envidia de todas, y aun así acabar como su madre.
Cuando él se ofreció a rellenarle el vaso, se inclinó sobre la barra y bajó la voz.
—Por cierto, me llamo Floyd. Floyd Smithers. ¿Son ustedes hermanas o algo así?
Ella puso los ojos en blanco. El chico probaba una nueva táctica: adular a la guardiana. Cora sacó del bolso el papel con la dirección.
—Puedo pagar el té —dijo con toda naturalidad—, pero le agradecería que me dijera cuál es la mejor manera de llegar a esta dirección.
El camarero miró el papel.
—Debe tomar el metro.
Se sacó el bolígrafo de detrás de la oreja y volvió a dibujar un plano con indicaciones en una servilleta, este a una escala mayor, menos enrevesado que el de la mañana anterior. Cora miró por encima del hombro. Una rubia con un peinado bob y una falda que mostraba claramente las rodillas desnudas se sentó a una mesa sola, fumando un cigarrillo. Se volvió, sorprendió a Cora observándola y Cora, avergonzada, desvió la vista.
El camarero deslizó la servilleta por encima de la barra.
—Con esto llegará allí. Por cierto, ¿qué tiene que hacer en la calle Quince?
—Ah. —Cora se reacomodó el sombrero—. Solo voy a ver a una vieja amiga.
—¿Ah, sí? —Ladeó la cabeza.
—¿Por qué? ¿Es mala zona?
—No está mal. —Se encogió de hombros—. Está cerca del muelle.
Cora miró la barra de acero, su reflejo borroso. Sí. Sí. Recordó el sonido grave de las sirenas de los barcos. Tocó el vaso de té para contener el temblor en la mano.
—No es una zona espantosa. —Bajó la voz—. Hay sobre todo irlandeses. Italianos. Gente de todo tipo, en realidad. No tendrá problemas si lleva el bolso bien sujeto. Algunos de los niños de por allí son muy rápidos. —Señaló la mano de Cora con el mentón—. Puede que le convenga dejar ese anillo en casa. Alguien podría empeñar eso y dar de comer a una familia de diez durante un año.
Cora se miró la alianza nupcial, el diamante tallado en Europa. Alan y ella lo habían elegido juntos. Volvió a alzar la vista.
—Vaya. No pretendía asustarla. Aquello no está tan mal. Ni mucho menos. ¿Sabe una cosa? Estará solo a unas manzanas del hotel Chelsea. Es famoso. Mark Twain se alojó allí. Y la actriz Lillian Gish. Hay unas casas preciosas por la zona. Mire, se lo señalaré en el mapa. —Volvió a inclinarse para añadir otras marcas—. No tiene más que subir por la Octava Avenida si quiere verlo. —Cuando le devolvió la servilleta, parecía preocupado—. Oiga, no quería dar a entender que hubiera nada de malo en los muelles, ni en la gente que vive allí. No quería decir eso. Es solo que hay muchos extranjeros, y niños hambrientos. Pero no es un mal sitio.
—Gracias. —Volvió a abrir el bolso y sacó tres monedas de diez centavos, el pago por el té más una generosa propina. El día anterior el camarero le había dicho a Louise la cruda verdad acerca de su acento. Ahora acababa de hacerle un favor a Cora, preparándola por medio de otra cruda verdad.
—Oiga, oiga —dijo él, saliendo de detrás de la barra—. Invitaba yo, ¿se acuerda? Usted iba a interceder por mí. —La señaló, y luego se señaló a sí mismo—. Creía que estábamos confabulados.
Cora tuvo que reírse. Floyd Smithers. Era buen chico. Le recordaba a su propio Howard, nacido cuatro minutos antes que su hermano, y a partir de ese mismo momento, o esa impresión daba, había sido siempre un temerario, deseoso de salir a comerse el mundo. Los echaba de menos a los dos. Y estaba preocupada. Les escribiría esa noche, y les recordaría que fueran prudentes. Eran tantas las maneras de hacerse daño en una granja…
—Gracias por las indicaciones. —Se puso los guantes y recogió la servilleta con el dibujo del plano—. Me temo que no puedo ayudarlo con mi joven amiga. Por cierto, es muy joven. Quince años. Está aquí para estudiar danza. Y yo he venido para velar por su seguridad.
—Pero yo solo quiero…
Cora alzó la palma de la mano.
—Debería depositar sus esperanzas en otro sitio.
El joven la miró como si ella debiera sentirse culpable, como si estuviera equivocada, como si le hubiera robado algo. Así y todo, Cora no sintió el menor remordimiento cuando se marchó. Era un buen chico, con un excelente futuro. También ella le había hecho un favor a él.
El metro, en efecto, resultaba sofocante. Cora había albergado la esperanza de que fuera más fresco, por estar alejado del sol, pero iba abarrotado, y en el vagón se respiraba un aire cargado y húmedo y se percibía olor a orina y cuerpos sucios. Aun así, advertía que el tren avanzaba deprisa, y eso era emocionante: ir a toda velocidad bajo tierra, sin obstáculos. Todos los asientos estaban ocupados, de modo que se quedó de pie sujeta a una agarradera, escuchando a dos ancianos que parecían discutir por algo en francés y a alguien que tosía una y otra vez. Procuró no mirar a nadie en concreto. Allá en Wichita, cuando un tranvía iba así de lleno, ella siempre miraba por las ventanas, no tanto por ver el paisaje como por el afán de ser cortés. Aquí la gente también lo hacía, pese a que fuera no hubiese nada que ver excepto la pared del túnel.
Las paradas eran frecuentes y breves. Se apartaba para dejar pasar a la gente, ladeando la cabeza para proteger el ala de su sombrero, consciente de que cada estación la acercaba un poco más a los suyos. A pesar del aire fétido, deseó que el viaje prosiguiera indefinidamente, hasta que estuviese preparada para llegar a su destino. Todavía le costaba concebir el Hogar para Niñas sin Amigos de Nueva York como un espacio físico real, un edificio marrón de obra vista que existía en una calle, y no solo como una obsesión en su cabeza. ¿Qué efecto ejercería en ella verlo realmente? ¿Tocar esos mismos ladrillos con las manos?
Cuando subió por la escalera del metro y regresó a la radiante luz del sol, se hizo a un lado para dejar paso a la gente y dedicar un momento a examinar el plano. Estaba cerca. Según las indicaciones de Floyd Smithers, la dirección se hallaba a la vuelta de la esquina. Se tocó la frente para enjugarse el sudor, humedeciéndose las puntas de los dedos de los guantes. Pronto, demasiado pronto, estaría ante la puerta del orfanato. Guardó el plano. Las calles y las avenidas estaban numeradas conforme a un orden lógico. Si daba un paseo para calmar los nervios, era poco probable que se perdiera. Abrió el parasol y, con la mano libre, estrechó el bolso contra el pecho.
Floyd Smithers estaba en lo cierto acerca del barrio: los irlandeses, o al menos sus nombres, se veían por todas partes. McCormick, zapatero. Taller mecánico y neumáticos Kelly. Paddy’s era solo Paddy’s: la palabra «taberna» aparecía cubierta por una fina capa de pintura. Pasó frente a una iglesia católica. Muchas de las personas en torno a ella tenían aspecto y acento de autóctonos, pero una anciana asomó por una ventana alta y gritó: «¡Daniel Mulligan O’Brien! ¡Mueve el culo y sube aquí ya mismo!». (Nadie salvo Cora —por lo visto, ni siquiera el niño al que llamaban— se volvió a mirar.) Oyó otros idiomas aquí y allí. Español. Francés. En una calle secundaria con un denso tráfico de ruidosos coches y camiones, un grupo de niñas con trenzas jugaba a botar una pelota de goma desde un portal, hablándose en un idioma que Cora no reconoció. Sobre sus cabezas, a través de la calle, se extendían de ventana a ventana docenas de largos tendederos de los que colgaban ropa interior y otras prendas, en su mayoría de tallas infantiles: pequeños chalecos y camisas, pantalones cortos con culeras y vestiditos con los dobladillos raídos.
Cuanto más caminaba, más niños veía. Y de pronto los había por todas partes. En una calle vio a cinco o seis en cada portal lanzar pelotas contra los peldaños o hacer equilibrios en las barandillas. Unos niños caminaban con sus madres, o acompañados de hombres con gorras de estibador. Otros iban por la acera en pandillas, todo niñas o todo niños. Daba la impresión de que muchos habían estado nadando vestidos, con el pelo todavía pegado y chorreante, aunque ninguno se veía especialmente limpio. Se daban ligeros empujones y se reían, y los que iban descalzos avanzaban dando rápidos brincos por la acera caliente. Cora vio a una niña rubia de unos ocho años meter la mano en un cubo de basura, sacar una manzana a medio comer y, complacida, darle un bocado. Cuando sus amigas se reunieron alrededor, les entregó la manzana, y cada una dio un bocado también.
Pasó junto a una mujer embarazada, con una magulladura en la mejilla y un sombrero arrugado, que llevaba a un niño en la cadera y otro a rastras detrás. Cuando advirtió que Cora la observaba, le lanzó una mirada colérica.
Y bebés. Muchísimos bebés. Lloraban desde las ventanas abiertas y en los brazos de otros niños. Pasaban en cochecitos tambaleantes y dormían en mantillas atadas al cuello de su madre. Una mujer con un vestido negro largo amamantaba a un recién nacido en un banco enfrente de un salón de billar, su pecho desnudo descubierto a la vista de todo el mundo. Cuando advirtió la mirada de estupefacción de Cora, interpretó mal su reacción, sonrió e hizo un comentario jocoso en italiano.
Cora sintió un mareo. Era el calor, o quizá los olores, que variaban ampliamente de una tienda a otra. Pan recién hecho. Orina de gato. Queso fundido. Jabón de colada. Carne asada. Se dispuso a entrar en un café, hasta que se dio cuenta, ya tarde, de que todos los clientes eran hombres. Cuando se apresuraba a salir, todos vociferaron en otro idioma, diciendo cosas que eran, supuso, poco respetuosas en el mejor de los casos.
Volvió a sacar el plano. Aún no se sentía preparada, ni mucho menos. Pero tenía calor y estaba cansada.
Tres niñas chillonas con vestidos sucios la adelantaron a todo correr. La menor golpeó la falda de Cora con su hombro huesudo. La niña siguió corriendo, la trenza oscura agitándose detrás de ella, pero dijo «Perdone, señora» y se volvió por un momento, desplegando una radiante sonrisa llena de mellas.
Estuvo a punto de pasar de largo ante el edificio. No se habría dado cuenta de no ser por la dirección: lo recordaba más grande. Solo tenía cuatro plantas, cada una con cinco ventanas, y en lo alto se veía el muro de la azotea. Un solar contiguo, que ella no recordaba, había sido pavimentado y cercado. Se accedía al interior desde la calle a través de una ancha verja, cerrada, y contenía un anexo de madera de dos plantas. Pero el edificio principal marrón de obra vista era tal como lo recordaba, y junto a la puerta estaba la pequeña placa dorada, con su cruz y sus letras negras grabadas: HOGAR PARA NIÑAS SIN AMIGOS DE NUEVA YORK. Cora la miró con expresión lúgubre. Hay que ver, después de tantos años: ya podrían haber buscado un nombre mejor.
En la calle el aire olía a azúcar y mantequilla, como a galletas recién salidas del horno. Si ella hubiese olido semejantes golosinas en su infancia famélica, desde luego no lo habría olvidado. ¿Ahora daban galletas a las huérfanas? ¿O las hacían las niñas para venderlas? Saltaban a la vista otros cambios. Detrás de la valla había unos columpios rudimentarios, los asientos hechos con las tapas de cajas de embalaje. Había también una cuerda para trepar, con nudos en la parte inferior. Pero algunas cosas seguían igual. Junto a los columpios esperaba, al lado de la puerta, una pila de bolsas de lona llenas. La colada entrante. Cora alzó la vista hacia la azotea.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Se volvió. Una joven monja con un leve bigote oscuro subía por la escalinata a toda prisa, seguida de un hombre vestido con mono que acarreaba una caja de madera.
—Ah, sí —respondió Cora, subiendo también ella por la escalinata—. Me… me gustaría hablar con alguien.
—¿Respecto a qué? —La monja, mirándola con expresión afable, sostuvo la caja por un lado mientras el hombre, que cargaba aún con la mayor parte del peso, sacaba un llavero del bolsillo del mono.
Cora vaciló, pero era evidente que la monja tenía prisa.
—Yo viví aquí —farfulló—. De niña.
El hombre, que llevaba unas gafas de montura metálica, miró de soslayo a Cora a la vez que hacía girar la llave en la cerradura. Dirigió un gesto de asentimiento a la monja, agarró la caja y la metió dentro.
—Ya —dijo la monja, frotándose las manos. Pese a la premura, parecía mantener una expresión intencionadamente neutra; era imposible saber si Cora la había sorprendido, o si se presentaban allí huérfanas adultas a diario—. Sintiéndolo mucho, ahora vamos a celebrar la misa. Estaremos todas arriba hasta la una. Podría volver mañana, antes de las doce y media o pasada la una.
Cora hizo todo lo posible para ocultar su decepción. Después de tantos años, aún reaccionaba al reflejo condicionado de no mostrar más que plácida aceptación ante una monja, sin responderle, sin manifestar desacuerdo ni ingratitud, ni siquiera con el semblante. Pero eso era absurdo. Ya no era una niña. Era una adulta, una mujer casada. No tenía nada que temer.
—¿Podría esperar dentro? —Cora le dirigió una sonrisa cordial, disimulando su propia sorpresa—. No sé si podré volver —añadió. Y vengo de muy lejos.
La monja asintió, y Cora la siguió escalinata arriba y cruzó la puerta. La entrada, pequeña, pintada de blanco, tenía a la derecha una escalera y, justo enfrente, un largo pasillo que conducía a una cocina con mucha luz natural. Cora, desde donde estaba, veía parte de un fogón. El olor a galletas que se percibía fuera había desaparecido; dentro solo olía a lejía.
—Gracias, Joseph —dijo la monja, pese a que el hombre ya se había ido. Cerró la puerta de la calle y echó la llave—. Disculpe. No debo llegar tarde. —Subía ya por la escalera, recogiéndose la falda del hábito con las dos manos—. Siga por el pasillo y, cruzando la cocina, llegará al refectorio. Puede sentarse y esperar allí.
Cora se quedó en la entrada, escuchando las notas amortiguadas de un piano procedentes de algún sitio en los pisos de arriba. La caja de madera había quedado junto a la puerta. Estaba llena de zapatos de niña, como vio Cora, arañados y usados, cada par unido por una goma elástica. Miró la puerta de la calle, el pomo de latón en medio de una placa ovalada con los bordes abullonados. Nada en aquella puerta le resultaba familiar. Pero no tenía por qué. En su día tampoco había pasado mucho tiempo ante la puerta de la calle, entrando y saliendo a su antojo.
Avanzó por el pasillo hasta la cocina, y el olor a lejía era cada vez más intenso. Pasó ante dos puertas, ambas cerradas, espaciadas a intervalos regulares. Continuó oyendo el piano, y ahora también los cantos de unas niñas. «Canta, lengua mía, los trofeos de la Virgen, / quien por nosotros llevó en su vientre a nuestro Hacedor.» Cora se detuvo y alzó la vista hacia el techo. Conocía esa canción, la recordaba. Sin pensar, articuló las palabras con los labios. «Para devolver la paz y la dicha a quienes padecieron la antigua maldición.»
La cocina no le sonaba de nada. Tanto el fregadero como el fogón de esmalte verde parecían más nuevos, modernos. En un estante, junto a la heladera, había tres contenedores cilíndricos de avena a granel. Estuvo a punto de echarse a reír. Después de tantos años, aún servían cereales. Quizá ahora las monjas añadían azúcar o sirope. O tal vez no los sirvieran dos veces al día, todos los días. En todo caso, cuando ella vivía allí, no le importaba comer cereales. Se alegraba de recibir algo que aliviase su hambre, aunque solo fuera durante unas horas. Y por entonces no conocía nada mejor, lo cual también ayudaba. Pero después de unos días en casa de los Kaufmann, comiendo huevos revueltos y patatas y pollo asado y melocotones, había decidido que no volvería a comer cereales en la vida. Daba igual que mamá Kaufmann les echara azúcar moreno, o mantequilla, o sirope. Era la textura lo que Cora recordaba. Desde aquellos tiempos, no había vuelto a tomar un solo tazón.
Por la puerta abierta a su derecha, vio los extremos de dos mesas de bordes rectos. Y bancos, y luz que penetraba por las ventanas cuadradas y atrancadas. Entró en el refectorio, notando que se le enfriaba el sudor en la frente. La sala era más pequeña de lo que recordaba, y las cuatro mesas, dispuestas de dos en dos, no eran tan largas como aquellas donde había comido en silencio con las otras niñas y las monjas. Pero eran las mismas mesas, sin duda. Todo parecía grande cuando era niña. Tenían que comer por turnos, recordaba, las menores antes que las mayores.
Se dejó caer en un banco, apoyando las manos enguantadas en la mesa con cuidado.
—Hola.
Se volvió. El hombre del mono había entrado por una puerta desde el otro lado del refectorio. Llevó una escalera de mano al centro, justo debajo de un pequeño círculo de cables expuestos. Antes de desplegar la escalera se detuvo; sus gafas brillaron a la luz del sol.
—¿Se encuentra bien?
Hablaba con cierto acento, aunque Cora no lo identificó. Tenía el rostro anguloso y el cabello rubio y ralo.
—Sí, gracias. —Tosió, sintiendo la garganta seca—. Solo estoy esperando.
—¿Puedo traerle algo de beber?
—Ah, sí. Un poco de agua me vendría de maravilla. Gracias.
Cora lo oyó primero desplegar la escalera y luego alejarse hacia la cocina, con un tintineo de llaves en su bolsillo. Se quitó los guantes. Cuando oyó correr el agua, apoyó las manos en la mesa y siguió con las yemas de los dedos el surco de la madera. Después de cada comida, limpiaban las mesas con paños hervidos. Miró por la ventana de detrás. La hierba del jardín estaba agostada, y solo quedaba un tocón allí donde antes se alzaba el gran árbol.
El ordenanza volvió y puso ante ella un vaso de agua.
—Gracias —dijo Cora alzando la vista.
El hombre sonrió, sin apartarse. Ella se miró las manos. Siguiendo el consejo de Floyd Smithers, había dejado su alianza nupcial en el apartamento.
—Ahora ya estoy bien, de verdad —afirmó. Esperó a que él regresara a la escalera para llevarse el vaso a la boca con las dos manos. En cuanto el agua fría entró en contacto con sus labios, tuvo la sensación de que su cuerpo recuperaba el control, y se lo bebió todo, trago a trago, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás.
El ordenanza, ahora en lo alto de la escalera, empezó a silbar.
Cora se volvió y dejó el vaso vacío en la mesa. No deseaba mostrarse descortés, pero no le apetecía hablar. Abrió el bolso y sacó La edad de la inocencia, más como barrera para refugiarse de toda conversación que por un deseo de leer; en ese momento le resultaba imposible hacerlo. Solo podía fijar la mirada en las páginas, intentando serenarse.
El hombre dejó de silbar. Sin pensar, Cora alzó la vista. Él señaló el libro con la cabeza y se dispuso a decir algo, pero ella, sin darle tiempo a hablar, volvió el cuerpo de espaldas a él, con la mirada fija en el libro, en las palabras no leídas que flotaban ante sus ojos. Consultó su reloj. Era ya la una menos cuarto. Sentía un cosquilleo en los dedos y un picor en los brazos, como si su sangre hubiera reconocido dónde estaba.
La hermana Delores. Cora la reconoció de inmediato —los pómulos prominentes, los ojos azules—, y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar una exclamación. Claro. A esas alturas, las monjas que eran ya viejas cuando ella era niña debían de haber muerto. Pero la hermana Delores era ahora de mediana edad y tenía marcadas arrugas entre las finas cejas, sobre todo alrededor de la boca. Si acaso, pese al austero hábito negro, se la veía menos intimidante que en el recuerdo. Parecía más pequeña, como las mesas, y como el propio refectorio. Cora se preguntó si aún llevaría encima la palmeta.
—Tendrá que perdonarme —dijo, inclinándose sobre el escritorio. Conservaba la misma voz, grave e imperiosa—. Antes pensaba que me acordaría de la cara de todas las niñas que han vivido entre estas paredes. —Inclinó la cabeza hacia delante, escrutando a Cora.
Estaban en un despacho, detrás de una de las dos puertas que daban al pasillo. Justo encima de la cabeza de la monja colgaba un cuadro de Jesús en Getsemaní, y a su lado, una fotografía enmarcada del nuevo Papa. El escritorio de madera estaba despejado, sin nada más que una máquina de escribir, una pluma y una pila de hojas con un crucifijo de plata encima a modo de pisapapeles. Cubría la única ventana una larga cortina de encaje que ondeaba un poco en la cálida brisa, proyectando su estampado a modo de sombra en el suelo de madera.
—No esperaba que se acordara de mí —dijo Cora. En realidad, se alegraba de que la hermana Delores no guardara ningún recuerdo de ella en su infancia. Se había presentado como Cora Kaufmann, de McPherson, Kansas, no como la señora de Alan Carlisle, de Wichita, que ya las había importunado con tres cartas y en respuesta había recibido tres noes.
—Está en Kansas ahora, dice. —Concentró sus ojos azules en los de Cora—. ¿Se marchó de aquí en el tren, pues?
Cora asintió. En el techo se oía el movimiento del agua en las cañerías y los pasos de numerosos pies. Las niñas empezaban a prepararse para hacer la colada, sacando de las bolsas la ropa y las sábanas sucias. Todos esos años, mientras ella vivía con los Kaufmann e iba a la escuela, y luego durante su matrimonio con Alan, y la crianza de sus hijos en Wichita, allí, en el orfanato, las bolsas de la colada habían seguido llegando a diario, a la misma hora, y distintas manos pequeñas se habían encargado de restregarla y tenderla.
—¿Su emplazamiento fue bueno? —La monja hizo una mueca, como si se preparara para encajar un golpe.
—Lo fue, hermana. Me eligió una gente maravillosa. No podría haber tenido más suerte.
La hermana Delores cerró los ojos y sonrió.
—Alabado sea Dios. Me alegro de oírlo. —Abrió los ojos—. Ese ha sido el caso de la mayoría de las niñas que enviamos, o al menos de las que nos ha llegado noticia. No todas, pero sí la mayoría.
—¿Han sabido algo de alguna otra de las niñas que se marcharon en aquellos trenes?
—De unas pocas.
—¿De Mary Jane? No recuerdo su apellido. Pero estuvo aquí en mi época, conmigo, y viajamos juntas en el mismo tren. ¿O de la Pequeña Rose?
—No. Solo de unas pocas, como le he dicho. ¿Sigue usted con la Iglesia?
Cora se planteó mentir. Pero incluso ahora seguían dándole miedo aquellos ojos azules. A través de la cortina de encaje vio la sombra de una gaviota en el alféizar.
—No, hermana. No eran católicos, los que me acogieron.
La hermana Delores frunció el ceño. Tenía un temblor en la mano izquierda. Lo detuvo apoyando encima la derecha e inmovilizándola sobre el escritorio.
—En principio, debían dejarlas a todas en hogares católicos. —Colocó las manos bajo la barbilla y dirigió a Cora una mirada acusadora—. Pero casi nunca lo hacían. ¿Le parece bonito? Nuestras propias hijas, a quienes dimos de comer y vestimos, ahora podrían arremeter contra nosotras con capuchas blancas.
Cora negó con la cabeza.
—Yo nunca he tenido nada que ver con las capuchas blancas.
—¿A qué iglesia asiste?
—A la presbiteriana. Mis padres adoptivos eran metodistas, pero ahora soy presbiteriana.
Fue como si hubiese contestado «A la Primera Iglesia de Satanás». La hermana Delores se quedó mirándola.
—En fin. —La monja volvió a apoyar las manos en el escritorio—. Nos dimos cuenta de lo que hacían. Ahora enviamos nuestros propios trenes. La Iglesia, quiero decir.
—¿Todavía? ¿Todavía salen de aquí niñas en tren?
—Por supuesto. Cuando conseguimos financiación. Ha sido una excelente campaña para la mayoría. —Volvió las manos, mostrando las palmas—. Véase usted misma, tan bien vestida. Acaba de decir que tuvo una experiencia positiva.
—Así es —respondió Cora—. Estoy agradecida.
Era verdad. Sería la primera en admitir lo afortunada que había sido. De no ser por el tren, habría crecido allí, destrozándose las manos con la colada, embrutecida por la falta de educación. Sabía que el tren le había proporcionado una vida más fácil, y lo más importante, a los Kaufmann. Pero eso había sido pura cuestión de suerte.
—Quiero información sobre mis padres naturales, hermana, de quiénes y de dónde vengo.
—En eso no puedo ayudarla.
—¿Por qué no?
—El archivo es confidencial.
—¿Existe un archivo?
—Eso da igual. No puedo compartir los datos con usted.
—¿Por qué no?
—Son las normas.
—¿Por qué?
—Porque no saldría nada bueno de ahí. —A los ojos azules de la hermana Delores asomó la expresión dura que Cora recordaba, una mirada fija, sin el menor parpadeo—. Señorita Kaufmann, es probable que sus padres estén muertos, y que hubieran muerto incluso antes de venir usted aquí. ¿De qué va a servirle saber más?
—Quiero saber —dijo Cora—. Aunque estén muertos. —Sonrió. De hecho, me gustaría tener un mejor conocimiento de mis raíces católicas.
La monja entrecerró los ojos.
—Eso puede hacerlo por su cuenta.
—Quiero saber quién soy. —Cora se miró el regazo. No quería suplicar, pero lo haría—. Quién habría sido sin ayuda de la caridad.
—Eso da igual. Es una hija de Dios. Usted es usted. ¿Necesita averiguar la triste historia? ¿Le aportaría verdadera paz? No. —Colocando la mano en posición horizontal, la deslizó como si cortara el aire—. No tendría ningún valor práctico para usted. Y si no están muertos, el problema es aún mayor. Respetamos la privacidad de las madres naturales. Si viven, no quieren ser encontradas.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
—¿Cómo?
La hermana Delores se reclinó en la silla y suspiró.
—¿Quiere que le hable con franqueza, señorita Kaufmann? Pues lo haré. Si su madre vivía cuando renunció a usted, es probable que la concibiera en una situación sórdida. Alcohol. Drogas. Adulterio. Prostitución. Violación. ¿Quiere que siga? —Se irguió, con la mirada fija aún en Cora—. Eso no sería culpa suya. Nadie dice que lo sea. Esa es la razón por la que cuidamos de usted, y la razón, de más está decirlo, por la que la mandamos en aquel tren. Piense en las molestias que se tomaron muchas personas, en los gastos que se asumieron para colocarlas a ustedes, las niñas, en hogares decentes y permitirles tener vidas decentes. ¿Qué pasa? ¿Es usted una paloma mensajera del sufrimiento? ¿Quiere echar a perder todo el tiempo y el dinero gastado en su interés regresando ahora aquí para descubrir la miseria de la que la sacamos?
Cora tragó saliva. No debía tener miedo, ni a la irritación en la mirada de la monja ni al aplomo de sus preguntas. Era una adulta. Una mujer casada. Ahora podía contestar.
—Pero los padres de algunas niñas solo estaban enfermos —dijo con voz firme—. La madre de una estaba en el hospital. Lo recuerdo. Eso no es miseria. Eso es enfermedad. ¿Y si se curó?
—Probablemente no fue así. ¿Y sabe usted por qué estaba en el hospital? No, no lo sabe. En realidad no. Puede que lo que se le dijo a la niña y la verdad fueran dos cosas muy distintas. Cabe la posibilidad de que le evitáramos a la niña enterarse de algo que habría sido excesivo para ella.
—Pero yo ya no soy una niña —repuso Cora—. No quiero que me mientan.
Sostuvo la mirada a la monja, sin apartarla. Quería que lo entendiera. Nada sería excesivo para ella. Incluso si sus padres vivían en un entorno sórdido, estaban locos, o eran unos borrachos, o si habían muerto, quería saber quiénes eran. Y no podían ser tan malos. Ella los veía, estaba segura de verlos, en sus propios hijos. Earle era callado y reflexivo como su padre, pero ¿de dónde había sacado Howard su arrojo, su osadía? En la familia de Alan nadie tenía una sonrisa como esa. ¿Y de dónde había sacado Earle el talento para el dibujo? Le traían sin cuidado la sordidez y la miseria. Daba por hecho que posiblemente la historia sería desagradable. Pero deseaba conocerla. Realmente lo deseaba.
—Cuando me trajeron aquí —explicó con serenidad—, no era una recién nacida. Ya caminaba, y sabía mi nombre. Las niñas mayores me lo contaron. Era regordeta, dijeron. Estaba bien cuidada. Me recuerdo a mí misma en brazos de una mujer, una mujer que me hablaba con dulzura. Y en otro idioma, no en inglés.
—Pues conserve eso. —La monja se encogió de hombros—. Sabe que la quisieron. No lo estropee con detalles que no harían otra cosa que echar a perder ese recuerdo. Y piense en sus padres adoptivos, quienes, como acaba de decirme, fueron lo mejor que cabía esperar. ¿Por qué traicionar a las personas que cuidaron de usted como si fuera su propia hija?
Cora miró la cortina de encaje con ojos llorosos. Era una táctica astuta, utilizar a los Kaufmann para avergonzarla. Pero no era justo. ¿Acaso no la había llevado el propio señor Kaufmann al cementerio de McPherson para enseñarle las tumbas de sus padres y sus abuelos, aquellos que habían colonizado la tierra y le habían enseñado a labrarla? ¿Y acaso mamá Kaufmann no le había hablado de su abuelo el abolicionista, tan comprometido con su causa que había trasladado a su familia de Massachusetts a Kansas? La hermana Delores le decía ahora que la sangre no significaba nada, cuando la vida entera de la mayoría de la gente venía determinada por quiénes habían sido sus padres y abuelos. Ahí estaba sin ir más lejos el caso de Louise. Myra no era una madre ideal ni por asomo, pero Louise se había criado muy segura, muy convencida de cuál era su destino.
La hermana Delores se levantó lentamente, apoyándose en la mesa. Cora supo interpretarlo: la entrevista había terminado. La respuesta era, y sería siempre, no. Cora asintió y también se puso en pie. Ya no había nada más que hacer. Daba igual si lloraba o se reía o gritaba o se postraba de rodillas y suplicaba.
Cora consiguió dar las gracias educadamente. Al menos había llegado hasta allí. Estaba mirando a la cara a alguien que la había conocido de niña, en el primer hogar que recordaba. Aun así, no era eso a lo que había ido, e incluso mientras seguía a la monja por el pasillo hacia la puerta de la calle, tan obediente como la niña que en otro tiempo fue, sintió la misma ira que le sobrevino al recibir la carta de la hermana Eugenia, allá en Wichita. ¿Quiénes eran esas viejas, con sus vidas enclaustradas, para decirle qué podía o no podía saber? ¿Qué necesitaba y qué no?
—Veo que está decepcionada —dijo la hermana Delores. Ahora hablaba con un tono más suave, pero en sus ojos claros no se produjo el menor parpadeo—. Lo entiendo. Pero sepa, por favor, que mi objetivo es protegerla a usted. De sí misma. Cree que quiere saber más de lo que en realidad quiere saber.
Se abrió la puerta de la calle y entró el ordenanza. Miró a Cora, directamente a la cara, como si le incumbiera su angustia. Cora bajó los ojos y pasó de largo. Y después solo quedó eso: el olor dulce en el aire cuando salió, el golpe de la puerta al cerrarse, el chasquido del pasador al correrse a sus espaldas.