SIETE

Todavía en la acera de la calle Ochenta y Seis Oeste, mientras se alejaba el taxi, Louise dejó su bolsa de viaje en el suelo, levantó los brazos y se declaró enamorada de la ciudad de Nueva York.

—¡Es tal como la imaginaba! —Dejó caer los brazos y contempló la calle, el discontinuo avance de los coches entre bocinazos, sus faros resplandecientes en el aire crepuscular. Se volvió hacia Cora con los ojos radiantes—. Siempre lo he sabido, toda mi vida. Aquí es donde debo estar.

Cora, aunque extenuada, consiguió esbozar una sonrisa. Louise llevaba así desde que habían accedido al vestíbulo principal de la Gran Estación Central. Incluso con gente justo detrás y delante de ellas, muchos hablando en lenguas desconocidas y vistiendo una indumentaria propia de los extranjeros, algunos fumando, algunos tosiendo, todos exhalando demasiado cerca, Louise dijo que se sentía como si entrara en sus propios sueños. En respuesta, Cora se limitó a asentir con la cabeza, recorriendo el vestíbulo con la mirada, fijándose en el techo azul abovedado y las amplias salidas a cada lado. Era un espacio magnífico, más luminoso que la estación de Wichita y con espacio suficiente para engullirla por completo. Pero si ella había estado allí antes, si el tren al que había subido con los otros niños había partido de esa misma estación, no lo recordaba. Nada le resultaba familiar. Quizá lo conservaría en la memoria si hubiese estado allí más tiempo. Pero en cuanto Louise vio la salida a la calle Cuarenta y Dos, se encaminó hacia allí apresuradamente, diciendo que se moría de impaciencia por salir a esa famosa calle y respirar el aire de la ciudad.

La atracción, por lo que Cora veía, era mutua. Cuando Louise y ella cruzaron las grandes puertas y accedieron al aire bochornoso, aun en medio del tumulto de personas que entraban y salían, los hombres más diversos —trabajadores en mangas de camisa, marineros, incluso hombres bien vestidos que aparentaban ir con prisas— posaban la mirada en el rostro de Louise antes de contemplar su figura de arriba abajo. Mujeres hermosas con vestidos de seda se volvían para mirar su cabello, ese flequillo recto tan inusual incluso entre tanto peinado bob. O al menos Cora esperaba que fuera el pelo la razón por la que miraban. Esa mañana, en el tren, Louise había vuelto del aseo de señoras vistiendo una falda de color verde claro y una blusa blanca de manga corta con un escote en pico tan profundo que tuvo que jurar a Cora que su madre no solo había aprobado la blusa, sino que de hecho se la había comprado ella. Cora se rindió ante tal argumento. O bien Louise mentía, o bien Myra tenía poco criterio, y Cora no se sintió con ánimos de enfrentarse a ninguna de las dos opciones. Así pues, Louise salió desenfadadamente a las calles de Nueva York con un sinfín de ojos puestos en su adorable cara, su chocante cabello y su escote de debutante. Fingió no advertir la atención que suscitaba, pero Cora, mirándola de soslayo, sospechó que sí se daba cuenta.

Cora, por su parte, sabía que no ofrecía su mejor aspecto. Necesitaba un baño; las ventanas del tren habían estado abiertas la mayor parte del trayecto desde Chicago, y se sentía como si la hubieran embadurnado de grasa, expuesto al calor y finalmente rebozado en polvo. Y estaba cansada. Pese a llevar zapatos sin tacón, más cómodos que los de Louise, tuvo que esforzarse para no rezagarse mientras cruzaba detrás de ella una calle ancha por el paso de peatones, escasamente respetado, hacia la parada de taxis.

—Aquí la gente se mueve más rápidamente —comentó Louise, volviéndose a mirarla por encima del hombro—. ¿Se ha dado cuenta? ¡Camina más deprisa, habla más deprisa, todo! ¡Es fenomenal!

Era desde luego algo excepcional, todo aquel bullicio y revuelo, tal gentío en todas partes. Cora no se permitió alzar la vista para contemplar los edificios por no quedarse boquiabierta como la recién llegada que era. Se había tomado en serio las advertencias de sus conciudadanos, y andaba alerta a la posible presencia de carteristas y timadores, aunque durante la breve espera antes de tomar el taxi no apareció ningún carterista ni timador. En cuanto Louise y ella estuvieron ya en la relativa seguridad y silencio del taxi, intentó asimilarlo todo, viendo más edificios y coches y trenes y tranvías de los que habría imaginado juntos en un solo sitio. Había visto fotografías de Nueva York, escenas callejeras e imágenes de desfiles en el periódico. Se había pasado años estudiándolas, buscando algo —una esquina, la fachada de un edificio, la expresión de un transeúnte— que pudiera recordarle la primera etapa de su vida. Pero no habría podido concebir el ruido de la ciudad real, todos aquellos motores y bocinas, los martillos neumáticos y taladros, el chirriante estrépito de los trenes elevados. La única manera en que alcanzaba representarse Nueva York, la única manera en que sería capaz de describirla cuando volviera a casa, era como cien Douglas Avenues juntas en su día de máximo ajetreo del año, todas apretujadas y una encima de la otra. Se sintió asombrada y a la vez abrumada.

Pero el entusiasmo de Louise era implacable, incluso después de llegar al edificio de escasa altura donde tenían previsto alojarse, incluso después de subir los tres tramos de escalera, incluso después de encontrar la llave bajo la tabla suelta junto a la puerta, tal como el casero había indicado a Leonard Brooks, y haber accedido al decepcionante apartamento.

—No está tan mal —anunció Louise, intentando en vano encender una lámpara que con un poco de suerte, confió Cora, necesitaría solo una bombilla nueva. La sala era pequeña, con las paredes de un color amarillo claro, y un escritorio y una mesa redonda con tres sillas abarcaban casi todo el espacio. No había ventana, sino únicamente, colgado sobre el escritorio, un óleo enmarcado de un gato siamés. Cora siguió a Louise hasta una estrecha cocina que hacía las veces de pasillo para acceder al dormitorio; este tenía exactamente la misma forma que la sala, aunque las paredes eran de color verde guisante. En el dormitorio sí había ventana, y un ventilador en el techo. Pero no alfombra. Una puerta junto a la cama llevaba al cuarto de baño. El dormitorio en sí no tenía puerta.

Louise se dejó caer en la cama, la declaró muy cómoda, y dijo que a los neoyorquinos les traían sin cuidado sus apartamentos porque nunca estaban en casa.

—A mí eso me parece bien —comentó, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido del grifo de la bañera, que había abierto Cora—. Podría vivir en un armario y ser feliz, siempre y cuando estuviera cerca de todo lo que importa.

—Hay agua caliente —anunció Cora. El cuarto de baño tenía su propia ventana, muy pequeña, que daba a un patio de luces, y las paredes habían sido pintadas, por alguna razón, de rojo sangre. Pero eso a Cora le daba igual: por ella, como si eran anaranjadas y a rayas. Lo único que necesitaba era un baño. Quitándose los zapatos, asomó la cabeza al dormitorio.

—Voy a darme un baño, querida. ¿Necesitas ir al lavabo antes de que me meta en la bañera?

—No, gracias. Adelante. —Louise se agachó ante una toma eléctrica y enchufó el ventilador—. Pero no tarde mucho. Estoy impaciente por salir.

Cora se apoyó en la puerta del cuarto de baño, abanicándose con la mano.

—¿Tienes hambre? —Se vio obligada a levantar la voz por el ruido del grifo—. Hemos cenado mucho en el tren.

—No, no tengo hambre. Debemos ir a Times Square. Podríamos tomar el metro.

—Ay, Louise. —Cora cabeceó. Estaba muy cansada. Las literas del tren eran todo lo cómodas que podían ser, con cortinas y almohadas ahuecadas por el mozo; aun así, consciente de la presencia de desconocidos al otro lado del pasillo, por no hablar del balanceo del tren, no había dormido muy bien.

—Ya imaginaba que estaría cansada. —Louise se tiró del cuello escotado de la blusa—. No se preocupe. ¿Quiere que le traiga algo?

Cora se quedó mirándola. Abajo en la calle, un coche petardeó. Louise, sonriente, le devolvió la mirada con un parpadeo, como si lo que acababa de decir tuviera mucho sentido.

—Es casi de noche. —Cora señaló con la cabeza la ventana del dormitorio, más allá del ventilador en funcionamiento, por la que solo se veía una pared de ladrillos a menos de dos metros de distancia—. Y tienes tu primera clase mañana por la mañana.

—No hasta las diez. No me pasará nada.

Se deslizó junto a Cora para entrar en el baño, miró el espejo y dirigió a su reflejo un breve vistazo de aprobación. Estaba preciosa. No despedía ningún olor. Era como si para ella, ni siquiera en ese apartamento caluroso, ni siquiera después de ese largo viaje en tren, existieran el sudor, el polvo y la fatiga. Aún llevaba puestos los zapatos de tacón. Cora ya se había descalzado, y por eso en el espejo parecían de la misma estatura.

—Louise —dijo con un suspiro, preparándose para lo que se avecinaba. Era imposible evitar la discusión. Echó una ojeada a la bañera para comprobar el nivel del agua—. Lo siento. No puedo dejarte salir sola.

Louise volvió a mirarla, ya sin sonreír. Respiró hondo, agachó la cabeza y salió al dormitorio pasando junto a Cora.

—No iré lejos. Solo daré una vuelta por aquí cerca durante un rato. No se preocupe. Me quedaré cerca.

—No puedo dejarte salir sola en ningún caso. —Cora se apoyó otra vez en el marco de la puerta—. Francamente, creo que eso ya lo sabes.

Louise se volvió, su cabeza morena un poco gacha. Como un toro, pensó Cora.

—Yo no sé nada. —Se cruzó de brazos, de pie entre la pared verde guisante y la cama. Cora vio ruborizarse su pecho pálido en el escote de la blusa—. No sabía que era una prisionera. ¿Cuál es mi delito, por cierto? ¿De qué se me acusa exactamente?

Cora se frotó los ojos. No estaba de humor para esas tonterías. Y si no se quitaba el corsé pronto, reventaría como una salchicha demasiado llena.

—Tengo hambre. —Louise levantó el mentón—. Acabo de darme cuenta. Voy a la vuelta de la esquina a por algo para comer mientras usted se baña. No tardaré.

—Si de verdad tienes hambre, me pondré los zapatos y bajaré contigo. He visto una cafetería de camino hacia aquí, y aún estaba abierta. En esta manzana, creo. Mañana podemos ir al mercado y traer algunas cosas para la cocina.

Louise chasqueó la lengua y alzó la vista al techo.

—Esto es una estupidez. Solo quiero dar una vuelta. ¿Qué necesidad hay de que me acompañe?

Cora dirigió también la vista al techo del dormitorio. En el centro había una gran mancha de humedad con forma de cabeza de conejo.

—Es para protegerte.

—¿De qué?

Exasperante. Ya habían pasado por eso. Cora negó con la cabeza. No permitiría que Louise siguiera haciéndose la tonta, planteando preguntas ridículas para recibir respuestas de las que reírse o que volver a cuestionar.

—¿Protegerme de qué, Cora? ¿De lo que podría pensar de mí alguien en Wichita? ¿De los amigos chismosos de mi futuro marido? —Cabeceando, sonrió—. Eso aquí da igual. Nadie me conoce. —Volvió a alzar la vista, pestañeando, con los dedos en la mejilla—. Párese a pensarlo: ¡puedo pasear sola por una calle y aun así tener la esperanza de casarme algún día!

—¿Es que quieres que te violen?

La muchacha guardó silencio, claramente sobresaltada. Para Cora fue satisfactorio ser por fin ella quien causaba conmoción. Todavía apoyada en el marco de la puerta, flexionó los pies y los dedos de los pies, sintiendo el frescor del suelo de baldosas a través de las medias.

—Por lo visto, te gusta ser franca, Louise. Así que he pensado que también yo puedo ser franca contigo. Me disculpo si te he desconcertado. Pero sí, esa es una de las muy buenas razones por las que no puedo dejarte salir sola por la noche en una ciudad desconocida, y menos vestida así.

Louise se miró la blusa, acariciando el cuello con los dedos.

—Y luego está esa tendencia tuya a entablar amistad con hombres que no conoces, a permitirles que te inviten para poder llevarte a un rincón. No puede decirse que sepas discriminar. —Cora agarró la bolsa de viaje y la puso en la cama. La abrió y sacó su largo camisón de algodón—. Sinceramente, si te pasara algo, algo horrible, me costaría defender la idea de que tú no tuviste parte de la culpa.

Un jolgorio de voces, tanto masculinas como femeninas, se elevó desde la calle. «Oh the Bowery! The Bowery! I’ll never go there anymore!» cantó alguien. Un hombre gritó algo ininteligible, y la risa de una mujer fue devorada por el fragor incesante del tráfico.

—De acuerdo —dijo Louise en un susurro. Miraba a Cora con dureza, como si memorizara sus facciones—. Me quedaré.

Cora asintió. No quería ser severa. Pero por lo visto necesitaba serlo para que la muchacha la escuchara.

—Te repito, si quieres bajar a comer algo, puedo ir con…

—No tengo hambre. —Volvió la cabeza—. Báñese. No se preocupe. Me quedaré aquí.

Fue maravilloso desvestirse, liberar su vientre y su cadera del corsé, y las piernas de las medias y las ligas, y el pelo de las horquillas, y meterse en la bañera humeante. Pero debía reconocerlo: la verdadera causa de su alivio fue alejarse de Louise, pese a no haber más que una puerta cerrada entre ellas. A Cora el mohín dolido de la muchacha le disgustaba aún más que su tendencia a contestar y burlarse. Si estaba de verdad dolida, suya era la culpa. A Cora ninguno de sus hijos le había hablado jamás con tan poco respeto: si discrepaban de las normas impuestas por ella y Alan, lo sobrellevaban en silencio, como los jóvenes honorables que eran. Desde luego no intentaban minar su voluntad con discusiones continuas y drásticos cambios de humor. Pensó en Myra y en la profesora de baile de Wichita. Las dos deseaban perder de vista a Louise. La causa empezaba a ser evidente.

Se hundió más en el agua, notando el peso del pelo mojado en los hombros. Por ella, la muchacha podía enfurruñarse cuanto quisiera. Cora necesitaba ese momento de quietud para pensar, y para meditar sobre dónde se hallaba. Ese día en el taxi quizá había pasado por calles que en otro tiempo recorriera su madre, y tal vez su padre, acaso cargando con ella. Había visto edificios que ellos habrían reconocido. ¿Habían tenido más hijos? ¿Hermanos y hermanas de Cora? ¿Hablaban el idioma de la mujer del chal? ¿Se parecían a ella? ¿La reconocerían si la vieran por la calle? ¿Su propia gente? ¿Los reconocería ella? Se previno a sí misma de no hacerse demasiadas ilusiones. Pero incluso si nunca los encontraba, incluso si habían muerto, sin llegar a conocerla a ella, ni a Howard y Earle, al menos pasaría las siguientes semanas recorriendo las calles por las que tal vez ellos habían transitado.

Al otro lado de la puerta chirriaron los muelles de la cama. Cora estiró los doloridos dedos de los pies contra el grifo, atenta por encima del murmullo de las cañerías a cualquier otra señal de movimiento. ¿Qué haría si Louise salía corriendo camino de Times Square mientras ella se bañaba, incapaz de impedírselo por estar desnuda? ¿Quién podía decir que no lo haría? Louise era una criatura muy distinta de como había sido Cora a esa edad. Ella necesitaba con desesperación a los Kaufmann: no se habría arriesgado a un comportamiento parecido. Inquieta por el silencio, Cora quitó el tapón del desagüe y se levantó con cuidado. El espejo estaba empañado, y para retirar el vaho utilizó una de las toallas, finas pero limpias, que encontró en el pequeño armario, lo que reveló sus mejillas enrojecidas y su pelo, todavía húmedo sobre los hombros pero ya rizándose. Se observó el cuerpo, los pechos y la cadera, donde las señales de presión del corsé justo empezaban a desaparecer. Se apretó una de las señales con un dedo y la piel roja se tornó blanca, dolorida al tacto. Quizá si tuviera una figura distinta, podría permitirse prescindir del corsé.

Acababa de ponerse el camisón cuando oyó voces masculinas y unos golpes en la puerta. Abrió apenas la puerta del cuarto de baño. Louise, que estaba tendida en la cama, todavía vestida, leyendo a Schopenhauer, no levantó la vista.

—¡Louise!

Más golpes. Louise no parecía oír nada.

—¿Hola? ¿Hola? Nosotros tener, esto, equipaje para Brooks, esto, equipaje para Carlisle, ¿eh?

—¡Louise! —dijo Cora entre dientes—. ¡Los baúles! Me había olvidado por completo. ¿Te importaría abrir? —Señaló su cuerpo—. ¡Estoy en camisón!

Sin mirar a Cora, Louise cerró el libro y se puso en pie. Ya sin tacones, se la veía asombrosamente baja.

—Espera. Tengo que buscar los recibos. —Cora se acercó a su bolso—. Y hay que dar una propina. —Intentó calcular. Dos baúles. Tres tramos de escalera. ¿Serían mayores las propinas en una gran ciudad? Le dio a Louise dos dólares y le indicó que dejaran los baúles en la sala.

Louise agarró el dinero sin pronunciar palabra, sin mirarla a los ojos. Cruzando la cocina, salió a la sala. Cora se quedó en el dormitorio, oculta detrás de la pared.

—Disculpen. Hola. —Oyó que Louise abría la puerta—. Gracias. Sí, tengo los recibos. Carlisle y Brooks. Aquí ya está bien. Gracias.

Cora oyó unos gruñidos, unos pasos pesados. Un hombre habló con brusquedad a otro en un idioma que Cora no reconoció. Tras apagar la luz del dormitorio, miró a través de la cocina en dirección a la sala y vio su propio baúl, un Indestructo, en los brazos de un hombre robusto de cabello oscuro que llevaba solo una camiseta empapada en sudor y unos pantalones con tirantes. Salió de su campo visual mientras otro, barbudo e igual de sudoroso, pasaba con un segundo baúl sujeto por las asas. A Cora le llegó el olor de los hombres desde el otro lado del apartamento, un simple olor a ropa sudada, pero tan fuerte que le escocieron los ojos.

Dijeron algo más, pero Cora no lo entendió. Louise apareció ante su vista y aceptó la pequeña tablilla y el bolígrafo que le tendía uno de los hombres. Se la veía incómoda mientras firmaba, y Cora se preguntó cómo lo soportaba, allí tan cerca. Aún vestía la blusa escotada, pero el hombre que esperaba la tablilla parecía indiferente a ella. Mientras Louise firmaba en el papel, él se enjugó la frente con el brazo.

Louise le entregó el dinero y volvió a dar las gracias, mirándolo más tiempo de lo que parecía necesario. Dios mío, pensó Cora. ¿Es que aquella muchacha no tenía el menor discernimiento? ¿Necesitaba la atención y el deseo de todos los hombres?

Louise devolvió la tablilla al hombre.

—¿Quieren agua? —preguntó.

Silencio. Desde el dormitorio a oscuras, Cora observó a la muchacha llevarse la mano a la boca y, con gestos de mímica, hacer como si bebiera de un vaso. Se oyó la respuesta de los hombres, y a continuación Louise entró en la cocina y abrió los armarios en busca de unos vasos. Cora retrocedió en la oscuridad mientras Louise dejaba correr el agua. Al cabo de un momento les preguntó si querían más. La respuesta debió de ser afirmativa de nuevo, porque se repitió todo el proceso antes de que los hombres pronunciaran unas breves palabras que Cora no comprendió y se dirigieran hacia la entrada.

Incluso después de marcharse, con la puerta ya cerrada y el pestillo echado, flotaba aún en el aire el hedor a sudor. Cora atravesó la cocina, tapándose la nariz y la boca con la mano, y estuvo a punto de tropezar con Louise, que dejaba los dos vasos vacíos en el fregadero. Cora apartó la mano y miró los ojos oscuros de la muchacha. ¿Seguía enfadada? ¿Se mostraría hostil? ¿Iniciaría otra discusión?

—Su pelo —dijo Louise—. Lo tiene rizado. —Adoptó una voz y una expresión neutras. Si estaba aún disgustada, no se le notó—. No lo sabía. Es precioso.

Cora esbozó una breve sonrisa a la vez que se remetía el pelo por detrás de las orejas. Alan también se lo decía siempre.

—Gracias. Y ha sido todo un detalle de tu parte ofrecerles agua.

Era verdad. De hecho, Cora sintió cierto bochorno, incluso vergüenza, por no haberlo pensado ella misma. No se le había ocurrido que aquellos hombres pudieran tener sed. Pero eso Louise no tenía por qué saberlo.

Un bebé, tal vez en la habitación justo encima de ellas, empezó a quejarse y a llorar. Louise parecía tranquila, pero otra vez distante, y eludía su mirada.

—Voy a cambiarme para irme a dormir. —Señaló el baúl con la cabeza—. Sacaré las cosas por la mañana. —Dirigió a Cora una sonrisa mecánica—. Buenas noches.

—Buenas noches, querida.

En la sala, Cora se sentó a la mesa. Quería conceder a Louise cierta intimidad, un poco más de tiempo a solas. Y tenía la familiar sensación de haber olvidado algo vital, sin saber qué era. Miró los baúles. Louise también tenía un Indestructo. De gama alta. «Llega entero», decía el eslogan publicitario. Y realmente era increíble que, siendo tan grande el riesgo de daños o pérdida, los baúles hubieran llegado enteros, los dos, al cuidado de desconocidos durante su largo viaje y a través de aquella ciudad enorme. Cualquier cosa podría haberles pasado a uno o a otro. Y sin embargo allí estaban, indemnes.

A la mañana siguiente desayunaron huevos y café en la cafetería de la acera de enfrente, donde el joven de la barra les aseguró que la calle Setenta y Dos esquina con Broadway no estaba a más de un kilómetro y medio. Dijo que les salía más a cuenta ir a pie: el metro era agobiante en esa época del año, y los tranvías iban siempre atestados. Les dibujó un plano en una servilleta, usando el bolígrafo que llevaba detrás de la oreja.

—¿De dónde son? Creía haber oído ya todos los acentos del mundo. —Miró a Louise mientras volvía a llenar la taza de café de otro cliente.

—De Kansas —contestó Louise, echándose una cucharadita de azúcar en la taza.

—¿Ki-ansas? —El camarero dio un paso atrás, llevándose la mano doblada bajo la pajarita, como si ella hubiese dicho algo gracioso—. ¿Recién salidas de la gri-anja?

Otros clientes sentados ante la barra se rieron. Cora sonrió educadamente. Louise lo miró con frialdad.

—Yo no hablo así —dijo.

Él tomó una cuchara, la lanzó al aire a gran altura, la atrapó y le dirigió una sonrisa cordial.

—Lo siento, guapa, pero sí.

Cuando salieron, Cora intentó consolarla.

—Estaba coqueteando —dijo, reacomodándose el sombrero para protegerse del sol. No estaba preocupada: a juzgar por la reacción de Louise, el camarero no tenía la menor opción—. No tienes acento.

Louise la miró con cara de desesperación.

—Usted no lo oye porque tiene el mismo. Nosotras no nos oímos. Hablamos como pueblerinas y ni siquiera nos damos cuenta. —Cabeceó, frunciendo el ceño—. Debería darle las gracias a ese chico. —Hablaba despacio, pronunciando las palabras con cuidado—. Me ha hecho un favor.

También les había dibujado un buen plano. Incluso en el sofocante calor de la mañana, encontraron fácilmente la iglesia donde se celebrarían las clases de Louise. Cora sintió alivio cuando las mandaron al sótano: bastaba con bajar por la escalera enmoquetada para sentir el aire más fresco en la piel húmeda de sudor, pese a que el pasillo del sótano olía levemente a moho y aire estancado. Se oían las notas amortiguadas de un vals interpretado al piano, y la música subió de volumen cuando abrieron una puerta que daba a una sala espaciosa de techo bajo sin ventanas, con una de las paredes cubierta de espejo. Unas veinte mujeres y cuatro hombres, todos jóvenes, todos descalzos, todos con trajes de baño sin mangas, estiraban los brazos y las piernas desnudas en barras de madera a la altura de la cintura, dispuestas a lo largo de las paredes adyacentes al espejo. Tocaba el piano una mujer con gafas que mantenía la mirada fija en la partitura.

—Voy a cambiarme —dijo Louise, pronunciando con nitidez cada palabra. Señaló una puerta roja de la que salían más muchachas. Cora asintió y sonrió. Deseó hacer algún comentario alentador, amable, decirle quizá a Louise que no estuviera nerviosa. Pero la verdad era que Louise no parecía inquieta. Se la veía totalmente serena, sin necesidad del mínimo aliento ni, a decir verdad, de nada. Cora, junto con algunos de los bailarines, la observó alejarse.

Después de veinte minutos realizando los ejercicios de calentamiento indicados, mientras una pelirroja ágil con peinado bob daba instrucciones en francés que todos los alumnos parecían conocer, Cora, sentada en una silla metálica en un rincón, entendió por qué Louise no estaba inquieta. Era una buena bailarina. Tenía las piernas más cortas y un poco más gruesas que la mayoría de las otras bailarinas, y aun así después de cada salto se posaba con más gracia que los demás y era capaz de mantener una postura más tiempo sin temblar. Era fuerte. En general, parecía moverse con más facilidad que los otros, incluida la instructora. Cora entendía poco de danza, pero advirtió que también parecían fijarse en Louise un hombre alto y una mujer con turbante, ambos de pie junto al espejo, que de vez en cuando intercambiaban unas palabras y daban una sólida impresión de autoridad. Cuando Louise ejecutó un salto ante el resto de la clase, la mujer del turbante miró al hombre y asintió con la cabeza.

De pronto, la mujer del turbante levantó la mano y el piano dejó de sonar. Los bailarines se quedaron quietos. Pese al relativo frescor del sótano, todos sudaban, incluso Louise, y tenían empapadas las pecheras y las espaldas de sus bañadores de lana negros. Pero, salvo por el jadeo de algunos alumnos, permanecían absolutamente inmóviles, todos mirando a la pareja con actitud reverente. Cuando la mujer del turbante les pidió que se sentaran, ellos así lo hicieron, justo allí donde estaban, en el suelo de madera.

—Bienvenidos todos a Denishawn. Soy Ruth St. Denis.

Cora ni se imaginó qué habría dicho el camarero de la cafetería del acento de Ruth St. Denis. No parecía un acento extranjero, pero hablaba con un ritmo teatral, haciendo hincapié en cada palabra.

Tendió las manos y sonrió.

—Por favor, llamadme señorita Ruth.

Llevaba un vestido sin mangas hasta las pantorrillas, de un color rojo intenso, con un pañuelo de seda marrón atado a un lado de la estrecha cadera. Como los bailarines, estaba descalza. Los pocos mechones de pelo que escapaban del turbante eran de un blanco lechoso, pero, a juzgar por su rostro, no aparentaba mucha más edad que Cora. Llevaba depiladas las cejas en forma de media luna.

—Y este —se inclinó un poco, alargando el brazo fibroso hacia la derecha— es mi marido y compañero, Ted Shawn.

El hombre sonrió a los alumnos. Vestía una camisa blanca sin cuello y un pantalón de franela blanco. También iba descalzo. Se le veía relajado, tranquilo, y sin embargo su postura era perfecta.

—Podéis llamarme papá Shawn —dijo sin ningún acento ni entonación extraña—. En cuanto nos conozcamos mejor, eso es probablemente lo que haréis.

Los alumnos se echaron a reír; algunos, incluida Louise, parecían encandilados. Ted Shawn, de más de un metro ochenta, poseía una buena musculatura y el pecho ancho. Tenía el cabello ralo y entradas, pero parecía más joven que su mujer. Algo en su actitud recordaba a Alan, pensó Cora. Sonreía a St. Denis mientras esta hablaba.

—Por desgracia —dijo ella—, no podré quedarme en Nueva York para seguir vuestra evolución como bailarines. Quizá sepáis que tenemos un estudio en Los Ángeles y necesito pasar al menos parte del verano allí. Pero sí os veré durante un tiempo, y quería conoceros hoy, y tal vez ofreceros cierta orientación e inspiración.

Mientras hablaba, mantenía la mirada fija en un punto de la pared justo por encima de la cabeza de Cora, entrecerrando los ojos como si viera algo allí, pero al cabo de un rato Cora alzó la vista y por encima de ella no vio más que un espacio vacío en la pared. St. Denis dijo a los alumnos que a partir de ese momento eran todos representantes personales de Denishawn, y que esperaba de ellos que se comportaran como correspondía dentro y fuera del recinto. Por desgracia, otras personas interesadas en la danza moderna habían relacionado ese arte con conductas vergonzosas, al menos a ojos del público, pero ella y su marido se proponían corregir ese error de percepción. Las jóvenes que eran alumnas de Denishawn llevaban sombrero, medias y guantes en público. No se enrollaban las medias. Los alumnos varones llevaban sombrero en público. Naturalmente, no se permitiría fumar ni beber a nadie de ninguno de los dos sexos, ni en la academia ni fuera.

—La danza es una experiencia espiritual —dijo, su tersa mandíbula en alto, recorriendo ahora con la mirada los rostros de los alumnos—. No tolera la indecencia ni la degeneración.

Solo entonces Louise pareció menos prendada. Cora veía su rostro en el espejo: el gesto torcido, la única alumna que no mantenía la vista en alto. Si St. Denis percibió esta sutil disensión, no ofreció la menor señal. Dijo a la clase que estaban a la vanguardia de una revolución en la danza norteamericana. No le interesaba que ellos memorizaran pasos o exhibieran una destreza o una aptitud atlética absurdas. Desde luego, no le interesaban la altura del batimán ni los molinetes. La habilidad técnica, dijo, no era más que una herramienta para que el cuerpo mostrara su comprensión natural del ritmo del universo, permitiendo a todas las personas, todas las razas, asimilar a Dios, Buda y Alá y todas las formas de divinidad. La danza era una visualización de la divinidad, una manera en que los bailarines tomaban conciencia de que ellos no estaban dentro de sus cuerpos, sino que sus cuerpos estaban dentro de ellos.

Cora no sabía de qué estaba hablando. Pero todos los presentes parecían entenderlo, así que ella permaneció quieta y callada. Se había llevado consigo La edad de la inocencia, pero no lo abrió. No quería ponerse en evidencia, dar la impresión de que era incapaz de comprender una manifestación artística. Y ciertamente deseaba escuchar lo que esa mujer decía, incluso aquello que era incapaz de entender.

—Quiero que aprendáis a sentir la música —dijo St. Denis, juntando las palmas de las manos—. No que andéis enumerando pasos absurdos en vuestra cabeza. Ciertos compositores facilitan el sentimiento. ¿Alguien de aquí conoce a Debussy?

Nadie se movió ni despegó los labios. St. Denis les dirigió una sonrisa tranquilizadora y se dispuso a hablar. Louise levantó entonces la mano.

—Yo sí. Por supuesto. Mi madre lo toca continuamente.

Unos cuantos alumnos se volvieron para ver quién hablaba. Algunos cruzaron miradas.

Cuando St. Denis y Shawn se apartaron a un lado, la instructora pelirroja reanudó la clase pidiendo a los alumnos que, de pie, movieran la cabeza a uno y otro lado a la vez que mantenían los hombros totalmente inmóviles. La cobra, lo llamó. Louise también destacó en este movimiento, dando la impresión de que su pelo corto y su cuello pálido estaban desconectados de los hombros. Cora, sintiéndose invisible en su rincón, probó ella misma una versión abreviada, moviendo la cabeza solo un poco, con la espalda recta e inmóvil en la silla.

—¿Hola?

Alzó la vista. Ruth St. Denis se acercaba a ella, sus pies descalzos pisando el suelo sin el menor ruido.

—Ah, hola. —Cora se puso en pie, sintiéndose boba y sin gracia. Ni siquiera calzada era más alta que St. Denis, pero desde luego era más ancha. Más torpe. Se llevó la mano al pelo.

—Espero que no haya inconveniente en que me haya quedado. Vengo con Louise Brooks. Soy su acompañante.

—Ah, sí. De Kansas. —St. Denis parecía complacida—. Encantada de conocerla. —Miró por encima del hombro—. Ya había oído que Louise viajaría acompañada. Me pareció muy sensato por parte de su madre.

—Ah. ¿Conoce a Myra?

Negó con la cabeza.

—Yo no estuve en esa gira. Pero Ted conoció a Louise y a su madre cuando fueron a los camerinos después del espectáculo en… —Cerró los ojos y se golpeteó el turbante.

—Wichita —apuntó Cora.

—Wichita. —St. Denis sonrió—. Las dos causaron gran impresión. —Dirigió a Cora una mirada de complicidad—. En fin. La chica parece arrogante. ¿Lo es?

Cora echó una ojeada a Louise, que, con los brazos cruzados, permanecía atenta a la instructora. Cora no supo qué contestar. La respuesta sincera era que sí, sin lugar a dudas, pero de pronto, curiosamente, se sintió protectora.

—Bueno —aventuró—, tiene sus cualidades.

—Mmm… —St. Denis sonrió, enarcando sus finas cejas—. Casi todo el mundo las tiene.

La instructora había entregado a los bailarines un recuadro de tela diáfana de color naranja. Agitó y trazó espirales con su tela por encima de la cabeza, y los bailarines la imitaron.

—Pero tiene talento, ¿no? —Cora observaba a Louise—. Aunque yo no sé nada de danza, he estado aquí mirando, y a mí me parece que lo tiene.

St. Denis movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Eso parece. Para una principiante. —Sonrió a Cora—. Pero eso ya lo sabíamos. —Volvió a dirigir la mirada hacia Louise—. Ted me describió a su madre por la impresión que le causó en el camerino. Ya hemos visto antes a esa clase de personas. Muéstreme a una madre con toda esa ambición frustrada y le mostraré a una hija nacida para el éxito.

Cora observó a Louise mientras trazaba un círculo lento y controlado, con los dos brazos en alto y absolutamente rectos. Mantenía el rostro, brillante por el sudor, orientado hacia las luces del techo del sótano. Cabía pensar que St. Denis tenía razón, que por guapa y talentosa que fuera Louise, solo estaba allí gracias al empuje de su madre. Sin duda, parte de su gracia y su talento le pertenecía únicamente a ella. Pero ¿qué habría sido de Louise sin Myra? Si la joven hubiese sido enviada en tren a otra vida, sin conocer a la madre a quien se parecía tanto, ¿habría salido mejor? ¿Peor? ¿Qué habría sido distinto en ella?

La instructora daba órdenes a los bailarines:

—Vuelta. Otra vez. Otra vez.

St. Denis le tocó el brazo a Cora.

—Ha sido un placer conocerla. Y quería decirle que puede venir a las clases a mirar cuando quiera, pero estarán aquí cinco horas al día. Puede marcharse con toda tranquilidad. Los tenemos controlados. —Sonrió—. También durante el descanso.

A Cora no le cabía duda de que incluso cuando St. Denis se marchara a Los Ángeles, sus expectativas de comportamiento seguirían siendo la ley. Era a todas luces la soberana que regía en ese pequeño mundo, o al menos una de los dos. Podía dejar a Louise sin preocuparse. Tendría esas horas libres.

—Debería salir a ver la ciudad. —St. Denis alzó la vista al techo del sótano, como si toda la ciudad de Nueva York se hallara contenida en la iglesia que se alzaba encima—. ¿Ha estado aquí antes?

Cora negó con la cabeza. Una vez más, la mentira fácil. La instructora permaneció entre los bailarines, sosteniendo el pañuelo naranja por encima de la cabeza. Con un elegante giro, se envolvió los hombros como si fuera un chal, con la cabeza agachada, la expresión oculta.

Cora tuvo que apartar la mirada. Había viajado desde muy lejos, y ahora estaba allí. Llevaba la dirección anotada en el bolso.

Dio las gracias a St. Denis por la sugerencia y coincidió con ella: Sí. Había muchas cosas que quería descubrir en la ciudad. Por supuesto, aprovecharía la ocasión.

Hogar para Niñas sin Amigos de Nueva York

Calle Quince Oeste, 355

Nueva York, Nueva York

Señora de Alan Carlisle

North St. Francis Street, 194

Wichita, Kansas

23 de noviembre de 1908

Apreciada señora Carlisle:

Gracias por su generoso donativo, que recibimos la semana pasada. Pese a lo mucho que agradecemos y dependemos de estas formas de caridad para dar de comer, vestir y educar a las niñas a nuestro cargo, nos es imposible responder a su tercera petición, o cualquier petición futura, de información acerca de sus padres naturales. Nos complace saber que ahora es usted una mujer casada, a quien Dios ha concedido dos hijos propios, y que las cosas le van tan bien como para ayudarnos de esta manera. Le ruego que tenga en cuenta que ese feliz desenlace se ha producido gracias a la oportunidad que se le brindó de empezar una nueva vida lejos de la ciudad y romper los lazos con el lastre del pasado. Nuestra norma es proteger la intimidad de los padres naturales, que acaso no deseen que se conozca su identidad, y también el bienestar de las personas antes a nuestro cargo, que, según creemos, hacen mejor en concentrarse en su vida actual que en sus turbulentos orígenes.

He leído lo que ha escrito acerca de sus anhelos y su confusión. Sepa que la tendré presente en mis plegarias.

Dios la bendiga,

Hermana Eugenia Malley