SEIS

A Cora le habían dicho en catequesis que una chica era como un caramelo, envuelto o no, y por entonces aún era demasiado pequeña para entenderlo. La parroquia, en las afueras de McPherson, tenía una sola aula, y como ese domingo habían enviado a los niños al presbiterio para su clase, no había manera de separar a las niñas menores de las mayores. O quizá sencillamente se consideró oportuno que también las pequeñas supieran cuanto antes lo de los caramelos sin envoltorio. En cualquier caso, Cora, que entonces contaba unos siete años, quedó tan confusa por la lección del caramelo que esa misma noche, mientras mamá Kaufmann le remetía las mantas de la cama, tuvo que preguntar qué significaba.

—Cielos —dijo mamá Kaufmann, y abrió desorbitadamente sus pequeños ojos azules antes de apartar la mirada—. ¿Ya están enseñándote eso? —La habitación de Cora estaba en penumbra, con la vela en su palmatoria lejos de la cama, y aun así, en ese débil resplandor vacilante, reflejado en el espejo del tocador, vio que mamá Kaufmann se avergonzaba y el rubor asomaba a sus mejillas pálidas. Alisó el dobladillo del edredón de algodón bajo la barbilla de Cora y finalmente la miró a los ojos—. Quieren decir que las chicas debéis reservaros para el matrimonio. Solo querían decir eso.

Cora no deseaba seguir abochornando a mamá Kaufmann —ni a sí misma— con más preguntas, pero esa noche permaneció mucho rato despierta, aún más confusa que antes. ¿Cómo se reservaba una para el matrimonio? ¿Cómo podía una gastarse? Si se gastaba, ¿quería decir que moría? Si no, ¿qué quedaba de ella? ¿Se daban cuenta los demás de que una estaba gastada? ¿Cómo lo sabían? Y lo más importante, ¿cómo podía Cora evitar gastarse? Porque sí entendió que evitarlo, reservarse, era importante. La lección del caramelo se había presentado de un modo más lúgubre, y más severo, que las habituales clases de catequesis en que se mezclaban niñas y niños. Y las otras niñas, todas ellas, parecían escuchar más atentas que durante las clases de catequesis habituales sobre el amor al vecino y tratar bien al prójimo y todo eso. Pero por otra parte, pensó Cora, eso no era mucho decir: ni las chicas ni los chicos parecían tomarse en serio la catequesis ni remotamente. Porque esos eran los mismos niños y niñas que iban con Cora al colegio, y aunque Cora era su vecina, ni siquiera fingían amarla. No la trataban como les gustaría que ella los tratara a ellos.

Durante la semana era una de los catorce alumnos, de edades comprendidas entre los seis y quince años, nueve niñas y cinco niños, que compartían un aula, una maestra y una estufa y que no disponían de suficientes libros de lectura ni pizarrines. En muchos aspectos, Cora se parecía a ellos. Todos se perdían las clases durante la siembra, y otra vez durante la recolección. Todos tenían quehaceres por las mañanas y procuraban no quedarse dormidos en el pupitre. Sus madres les cosían un conjunto nuevo cada curso, ni más bonito ni peor que el vestido nuevo que mamá Kaufmann le cosía a Cora cada año. Recorrían el mismo camino hasta la escuela. Y sin embargo, ni uno solo de ellos lo hacía al lado de Cora. Fue una niña mayor quien por fin le explicó a Cora la razón, y pareció apenarle ser ella quien tuviera que dar la triste noticia. Era así de sencillo, dijo la niña: sus padres sabían que Cora había llegado en el tren, y que procedía de Nueva York. Probablemente los padres de Cora no estaban casados. Su madre quizá había sido prostituta, o retrasada, o una loca o una borracha; o quizá acababa de desembarcar, ya que, al fin y al cabo, Cora tenía los ojos y el pelo oscuros. Comoquiera que fuese, si sus padres habían tenido que abandonarla, debía de ser de baja ralea.

La maestra, ella misma no mucho mayor que las alumnas, propensa a decir «Eso no importa un comino» cuando alguien le hacía una pregunta que no sabía contestar, parecía apreciar a Cora. Le decía que era una niña buena, que nunca daba problemas y que tenía una caligrafía excelente. Por tanto, en el colegio la parte relativa al aprendizaje iba bien. Pero en el patio Cora se quedaba sentada ella sola mientras los chicos alborotaban y las demás chicas se entretenían con un juego que consistía en manipular dos varillas para lanzar al aire y volver a atrapar un aro de madera del tamaño de la copa de un sombrero envuelto en una cinta. «Gracias», llamaban a ese juego, por la gracia con que se movían las niñas al practicarlo. Solo disponían de dos aros, así que tenían que compartirlos, pero jugaban todos los días, llevando la cuenta de los lanzamientos buenos para ver quién era la primera capaz de atrapar el aro diez veces consecutivas, y la ganadora jugaba a continuación con quien la desafiaba. No dejaban jugar a Cora, y a veces, cuando estaba sentada en el patio sintiendo la soledad con la misma intensidad que la sed, deseaba estar otra vez en Nueva York, saltando a la comba y jugando a la gallinita ciega con niñas que no eran mejores que ella, pese a que desde su llegada a Kansas comía casi a diario ternera o pollo o cerdo, y maíz con mantequilla, y las tartas de fruta de mamá Kaufmann con auténtica nata batida; pese a que le remetían el suave edredón de la cama cada noche con un beso, y pese a que los domingos iba a la iglesia en carreta sentada entre los Kaufmann, y cuando entraban en la iglesia, los Kaufmann, los dos muy altos y rubios, sin parecerse en nada a ella, la aferraban cada uno de una mano, indiferentes a lo que pensaran los demás.

Una mañana de octubre, Cora le dijo a mamá Kaufmann que ya no quería ir a la escuela. Estaban sentadas espalda con espalda, ordeñando cada una una vaca de Jersey, y el aire en el establo era tan frío que Cora veía su aliento a la luz del farolillo. Dijo que sería más feliz en casa, ayudando con las faenas. Al principio mamá Kaufmann se irritó. Le dijo a Cora que su educación era importante, y un privilegio, y que no quería volver a oír semejante tontería. Pero entonces Cora le contó por qué detestaba ir a la escuela: los otros niños sabían que había llegado en el tren; tenía que sentarse sola y mirar a las niñas mientras jugaban a las gracias. Durante un rato solo se oyó el tamborileo de los chorros de leche en los costados de los cubos, y a Lida piafar en su cuadra, y al final mamá Kaufmann dijo:

—Las gracias. Recuerdo ese juego. Bueno, está bien que nuestros corazones se fortalezcan por medio de la gracia. Los nuestros y los suyos, supongo. —De pronto se volvió y dio un suave tirón de orejas a Cora con sus dedos húmedos—. Óyeme, cariño, vamos a enseñarles a esas niñas lo que es de verdad la gracia.

Al principio Cora temió que mamá Kaufmann se propusiera ir a la escuela e intimidar a las niñas para que la trataran bien. Podría haberlo hecho perfectamente. Mamá Kaufmann era muy delgada; aun así, era capaz de ofrecer un aspecto muy serio con su nariz puntiaguda, y era tan alta que podía ponerse un pantalón de su marido debajo de la falda de algodón estampado los días que lo ayudaba en los campos. Pero no fue al patio del colegio. En lugar de eso, pasados unos días, el señor Kaufmann le regaló a Cora su propio aro de las gracias. Lo había labrado conforme a las indicaciones de mamá Kaufmann, valiéndose de la afilada navaja que él llamaba su «palillo de Arkansas» y un trozo de madera de la gran rama de roble que había caído el verano anterior. Mamá Kaufmann había envuelto el aro con una cinta roja, dejando colgar el lazo, igual que en los aros de las niñas de la escuela.

—Y aquí tienes las varillas —dijo el señor Kaufmann, y los ojos claros le brillaron, complacido por el asombro que vio en el rostro de Cora. Ella todavía no lo conocía muy bien. Salvo los domingos, solo entraba en casa para comer y dormir, incluso cuando nevaba. En la mesa solía hablar de la lluvia: cuándo iba a llover, durante cuánto tiempo, con qué intensidad. Cuando hacía frío, expresaba en voz alta sus preocupaciones por la escarcha y la tierra helada. Cora entendía, en cierto modo, que su interés por el tiempo y el trabajo era tan necesario para su propio bienestar como todo lo que decía o hacía mamá Kaufmann. Pero también comprendía, con esa misma intuición, que él no la necesitaba del mismo modo que mamá Kaufmann, y que Cora había sido, en cierto sentido, un regalo suyo a su joven esposa. El señor Kaufmann tenía hijos de su primer matrimonio. Su esposa, la primera señora Kaufmann, murió de una pulmonía, pero tres de sus hijos, dos varones y una mujer, aún vivían. A los hijos les iba bien en el Oeste, y la hija estaba casada, era madre ella misma y vivía en Kansas City. Todos los años, poco después de la cosecha, el señor Kaufmann tomaba el tren para ir a visitar a esa hija a Kansas City, y Cora y mamá Kaufmann se quedaban cuidando de los animales. La hija nunca los había visitado a ellos. No debían juzgarla, decía mamá Kaufmann. Para ella sería duro regresar al hogar de su infancia y encontrar allí a la nueva mujer y la otra hija de su padre.

—Gracias —dijo Cora, sosteniendo ante sí el aro y las varillas. Le preocupaba el tiempo que el señor Kaufmann había dedicado a labrar el aro, y qué esperaban exactamente que consiguiera ella con él. No bastaría con agarrar el aro y las varillas y llevarlas a la escuela. ¿Eso pensaban? ¿Que sería así de fácil? El problema era su lugar de procedencia, y el aro y las varillas no la ayudarían en ese sentido.

—Debemos empezar ya mismo —anunció mamá Kaufmann, ya en el zaguán, calzándose las resistentes botas marrones—. Fuera llueve un poco. Podemos ir al establo. Trae el farol para cuando oscurezca.

Cora sintió casi tanto asombro como emoción: mamá Kaufmann nunca había jugado a nada con ella. Siempre andaba ocupada, siempre tenía algo entre manos. Encendía el fuego bajo la gran tina para lavar la ropa y las sábanas; mataba gallinas con el cordel del tendedero antes de colgarlas de las patas en el gancho para desplumarlas; paleaba el estiércol; colaba la leche; recogía los huevos; lavaba los coladores y los cubos de leche; preparaba la comida y ponía en conserva peras y espárragos; sacaba el agua del pozo para lavar los platos; zurcía la ropa. Cora la ayudaba en todo cuando no estaba en la escuela, pero también tenía tiempo para holgazanear, para jugar con los animales, para tenderse de espaldas en la hierba y contemplar las nubes. Aun así, siempre había holgazaneado sola.

Pero desde el momento en que el señor Kaufmann hizo el aro, Cora y mamá Kaufmann empezaron a salir al establo todas las noches, y se iban a dormir más tarde para disponer del tiempo necesario. Mamá Kaufmann tuvo mucha paciencia, sobre todo al principio, mientras Cora aprendía a descruzar las varillas con la rapidez y el ángulo adecuados para lanzar el aro al aire. Cuando seguía fallando, después de muchos intentos, mamá Kaufmann le decía que no movía las varillas con velocidad suficiente. Le mostraba cómo hacerlo y le pedía que lo intentara una vez más. Y otra. Y otra más. A pesar del frío, Cora sudaba bajo su vestido y se le aceleraba la respiración. Pero estaba muy contenta de jugar a las gracias, de jugar a cualquier cosa con otra persona. Solo tenían las dos varillas de Cora, de modo que mamá Kaufmann no usaba ninguna; atrapaba el aro con las manos antes de lanzárselo de nuevo a Cora. Cuando Cora señaló que eso no era del todo justo, mamá Kaufmann la miró con cara de impaciencia y dijo que aquello no era cuestión de justicia.

Comenzó a lanzar el aro desde más lejos. Cuando se hacía tarde, parpadeaba, deslumbrada por el farol, y sus lanzamientos eran menos controlados y más difíciles de atrapar.

Pero al cabo de un tiempo Cora dominaba el juego ya lo suficiente como para arrojar el aro a una altura que le permitiera correr bajo él y atraparlo con una varita o dos. La dejaban quedarse hasta tarde y practicar sola. Pensaba en el juego incluso cuando no estaba jugando, en el satisfactorio chasquido que producía el aro al caer justo encima de las varillas. En Navidad era capaz de lanzar el aro al aire, dar dos vueltas debajo y cazarlo con las dos varillas. Podía capturar el aro por detrás. Podía atraparlo con los brazos cruzados a la altura de los codos. Lo lanzaba tan alto que uno de los peones de la granja se quitaba el sombrero y decía: «¡Yuju!». Incluso podía atrapar el aro con los ojos cerrados, pero después de conseguirlo dos veces estuvo a punto de romperse la nariz y le dio miedo volver a intentarlo.

Los Kaufmann coincidieron en que había llegado el momento de que se llevara el aro a la escuela.

—No tienes que pedirles nada —dijo mamá Kaufmann—. Basta con que te plantes allí y les enseñes lo que sabes hacer. Sonríe si quieres. Pero que vengan ellas a ti.

La mañana fría y soleada en que Cora llegó al patio de la escuela con sus varillas y su aro, al principio nadie se fijó en ella. Las niñas que jugaban a las gracias siguieron lanzando y atrapando el aro, y las demás esperaban su turno. Los niños estaban junto al árbol. Cora oyó el crujido de los guijarros bajo sus pies mientras se balanceaba, preparándose. Se echó las trenzas a la espalda. Era igual que en casa, se dijo, el mismo aro, las mismas varillas. Pero le temblaron las manos al cruzar los palos bajo el aro.

Atrapó varios lanzamientos altos sucesivos. Atrapó el aro por detrás de la espalda, y luego lo repitió. Supo que la miraban cuando cesaron los chasquidos de los aros y las varillas de las otras niñas. Volvió a echar a volar el aro, a una altura mayor que antes, y esta vez, cuando lo recuperó con las varillas por detrás de la espalda, alguien, un chico —nunca sabría quién— gritó: «Caramba, Cora. ¡Bravo!». Y de hecho ese fue el momento, el momento preciso, en que todo empezó a cambiar. Dos de las niñas mayores se acercaron a ella, tal como mamá Kaufmann dijo que sucedería. Querían saber cómo podía lanzar el aro tan alto y atraparlo cada vez. ¿Podía enseñarles? ¿Dónde había aprendido a jugar tan bien?

—En Nueva York —contestó Cora, sin dejar de lanzar el aro muy, muy alto al aire. Todavía no estaba lista para mirarlas—. Allí esto se le da bien a todo el mundo.

Fue sorprendente, y un poco desconcertante, lo fáciles que resultaron las cosas en adelante. Las niñas se peleaban por jugar con ella. Algunas empezaron a mostrarse cordiales a todas horas, incluso cuando no jugaban. A Cora nunca la invitaba nadie a su casa, pero eran todas un poco más amables, y algunas se exponían a la ira de sus padres cuando la acompañaban en el camino a casa después de la escuela.

—Eres de lo más simpática —le comentó una niña—. Mi padre ha dicho que algunas personas pueden superar sus orígenes.

Todo por un juego, un aro y unas varillas, una serie de reglas. En realidad, fue como si Cora las hubiese engañado. Al fin y al cabo, era la misma persona de siempre. Seguía siendo de Nueva York, una niña de ascendencia desconocida y pelo oscuro. A decir verdad, el juego no la había dotado de más gracia ni de ninguna otra cosa, excepto de una mayor aptitud para lanzar y atrapar un aro con unas varillas. Ni siquiera era un juego muy interesante: existía un número muy limitado de variaciones en el lanzamiento y la captura, y pasado un tiempo no quedaba espacio para retos o mejoras. Pero ella siguió jugando, mucho después de empezar a aburrirse, por la misma razón que la llevó a empezar.

—Creo que es muy probable que vengas de buena gente —le dijo mamá Kaufmann a Cora en cierta ocasión. Era su decimocuarto cumpleaños, o lo que ellos llamaban su cumpleaños, el aniversario del día de su llegada en el tren. Mamá Kaufmann y ella estaban en la cocina, lavando y cortando patatas. Mamá Kaufmann vigilaba a Cora para asegurarse de que aplicaba el cuchillo lejos de la mano. El pastel se hacía en el horno de cobre, y pese a que ese día hacía frío, el ambiente en la cocina estaba tan caldeado que la ventana de cuatro cristales se había empañado.

—Esto nunca te lo he contado. —La señora Kaufmann dejó de cortar para mirar a Cora—. Pero ahora eres mayor y creo que puedes oírlo. —Siguió cortando, todavía atenta a las manos de Cora—. Cuando le dije a la señora Lindquist, la vecina, que nos planteábamos quedarnos con un niño del tren, me lo desaconsejó, a menos que solo quisiera alguien para trabajar. No se refería al esfuerzo de criar al niño y esas cosas. —Lanzó una mirada tímida a Cora—. Dijo que no me querrías. Dijo que los niños no pueden responder al afecto si se han visto privados de él en sus primeros años.

Cora reflexionó al respecto, sin dejar de cortar y escuchando la lluvia que caía del alero ante la ventana. La señora Lindquist se equivocaba. Eso era absurdo. ¿Cómo no iba ella a querer a mamá Kaufmann, que cantaba «Negro es el color del pelo de mi verdadero amor» mientras Cora y ella arrancaban las malas hierbas del huerto, quien a veces se enfadaba mucho, pero nunca le había puesto la mano encima más que con ternura? ¿Cómo no iba a gustarle estar en la cocina con ella, o el aroma del pastel en el horno, o el sonido de los cuchillos al cortar?

—Dijo que se había demostrado científicamente. —Mamá Kaufmann echó otras dos patatas al cubo de agua y quitó el barro con las yemas de los pulgares—. Pero entonces llegaste tú, y querías que te hiciéramos mimos ya desde el principio. No en el primer instante, pero sí muy pronto. —Miró a Cora y sonrió. Cuando Cora era más pequeña, imaginaba que los dientes delanteros de mamá Kaufmann eran personitas, empujándose unas a otras—. Te abrazábamos, y tú nos devolvías el abrazo. Te dábamos un beso en la mejilla, y tú nos lo devolvías. Venías y te sentabas en mi regazo. También en el del señor Kaufmann. La señora Lindquist dijo que alguien debía de haberte tenido en brazos cuando eras bebé. Pero tú dijiste que las monjas no abrazaban ni besaban.

Cora tuvo que reírse ante la sola idea. Mamá Kaufmann tendió la mano para enderezarle el cuchillo. A pesar de lo mucho que trabajaba al sol, tenía la piel bastante más pálida que Cora.

—¿Tal vez fueron las otras niñas?

Tal vez. Cora se acordaba de que ella y Mary Jane se agarraban de la mano. Y estaba también el recuerdo más antiguo, el de la mujer de cabello oscuro con el chal de punto. ¿Era un verdadero recuerdo, pues? ¿Y no solo un sueño aislado? ¿Fue ella quien la tuvo en brazos, y le enseñó lo que era estar en brazos de alguien? Ella sabía su nombre cuando llegó al orfanato. Eso decían las niñas mayores.

Alzó la vista para mirar a mamá Kaufmann. Nunca le había hablado de la mujer del chal. Temía hacerle daño si se lo contaba, a esa mujer que le daba para comer verduras pero también pastel y le confeccionaba la ropa y le prendía cintas en las trenzas y se quedaba junto a su cama cuando tenía fiebre. Quizá ahora estaba traicionándola solo por pensar en la mujer del chal. Cora apoyó la frente en el hombro de mamá Kaufmann en una muda disculpa y aspiró el olor a lavanda de su vestido. Cuando volvió a alzar la vista, los ojos azules de mamá Kaufmann brillaban y pestañeaban rápidamente.

—No importa —dijo ella, alisándole el cabello a Cora—. Ahora estamos aquí contigo.

Pero un día, de pronto y para siempre, dejaron de estar.

Ocurrió a principios de noviembre, cuando los días eran todavía templados pero las noches frescas resultaban agradables y ya no había mosquitos. En el establo se alzaban dos ordenadas pilas de heno, y Cora había vuelto ya a la escuela. Ese día había dibujado un mapa del sistema solar, escribiendo pulcramente el nombre de cada planeta al lado. A sus dieciséis años, era la estudiante de mayor edad con diferencia, y dedicaba buena parte de su tiempo en clase a ayudar a la maestra con las lecciones de los niños menores. Se le daba bien dibujar y explicar las cosas. Mamá Kaufmann había dicho que quizá llegaría a ser maestra ella misma, no en ese pueblo, pero tal vez en uno cercano.

Uno de los peones de la granja le salió al paso cuando volvía a casa. Era joven, un noruego con un buen inglés, capaz de levantar un cerdo chillón ya del todo crecido como si tal cosa, pero cuando se detuvo ante Cora sudaba y jadeaba. Había ido corriendo camino de la escuela en su busca, y ahora que la había encontrado, no podía hablar.

—¿Qué pasa? —preguntó ella. Una brisa perfecta, fresca y suave, le acarició el rostro, levantando el polvo del camino. Cora veía el molino, el tejado del establo. Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera perder ese nuevo mundo, y de un modo tan rápido y permanente como el anterior.

Él lamentaba mucho tener que decírselo. Se había producido un accidente.

Cora retrocedió, y él la siguió, asegurándose de que lo entendía. Hacía solo una hora él mismo, al subir a lo alto del silo, había mirado dentro y visto sus cadáveres ya azules, pero con aspecto apacible, tendidos sobre el grano, uno al lado del otro. Como si se hubiesen quedado dormidos al fresco. No creía que se hubieran caído dentro. O quizá uno cayó y el otro fue detrás. Daba la impresión más bien de que habían saltado juntos, como a menudo hacían, para hacer descender el grano atascado. Fue el gas, explicó el peón. Emanado por el grano. Debían de haber pensado que ya había transcurrido tiempo suficiente. Una muerte rápida. Nada dolorosa. Otro peón había ido ya en busca del pastor.

Cora rodeó al noruego y corrió hacia ellos, atajando por el campo en dirección al silo, las manos cerradas, clavándose las uñas en las palmas, pisando con fuerza y rapidez la tierra y los tallos amarillos con las botas, entre los saltamontes que brincaban alrededor. Los perros corrieron junto a ella, ladrando, pensando que quería jugar. A ella le llegó el olor a estiércol y tierra removida, todo tan familiar y ahora sin embargo aterrador. Apartó a un perro de una patada. Se le deshizo el moño, y para cuando se abalanzó hacia la escalera de mano, enloquecida, sentía el calor de la sangre en la garganta. Los peones le cortaron el paso y le dijeron que no podía entrar, que no debía subir allí arriba. Se necesitaría un tiempo para sacar los cuerpos sin peligro. El gas no se veía ni se olía, y si entraba, sin duda moriría con ellos. Cora hizo de nuevo ademán de acercarse a la escalera. Fueron necesarios dos peones para obligarla a entrar en la casa.

Esa noche, los Lindquist fueron a buscarla. Inclinados sobre su cama con sus cabezas de pelo blanco, pronunciaron su nombre hasta que los oyó. No debía quedarse sola, dijeron. Sus hijos eran ya mayores; tenían habitaciones desocupadas. Los Kaufmann habían sido buenos vecinos, y era lo mínimo que podían hacer. Insistieron. Solo durante un tiempo, dijo el señor Lindquist, hasta que se tomara alguna decisión respecto a la granja. Incluso si Cora pudiese hacerse cargo de la casa y mantenerla en marcha, no estaría bien, tratándose de una muchacha sola. El noruego y otro hombre se quedarían a cuidar del ganado y los campos.

Más adelante, la señora Lindquist se disculparía por llevarse a Cora de su casa.

—No sabíamos que les facilitaríamos las cosas para dejarte sin nada —dijo, echando con un tenedor los restos de la comida de Cora en el cubo de las sobras. Lanzó una mirada hacia la granja de los Kaufmann desde la ventana—. El sheriff habría ido a sacarte, pero al menos lo habrían tenido más complicado.

La señora Lindquist también le dijo a Cora, una y otra vez, que los Kaufmann no tenían manera de saber que se irían de este mundo tan de repente, o tan relativamente jóvenes. Si lo hubieran sabido, la señora Lindquist estaba segura, habrían hecho testamento, o designado a Cora una de sus herederas legales. Eso con toda certeza. La habían querido como a una hija. La señora Lindquist lo había oído decir muchas veces, directamente de labios de su vecina, y así lo atestiguaría en un juzgado. Era una vergüenza, dijo, la forma en que la joven Kaufmann y sus hermanos pretendían privar a Cora de toda herencia. Había que cambiar las leyes.

La joven Kaufmann. También Cora miró por la ventana, por encima de los campos con los cultivos de otoño, en dirección a su antigua casa. Cuando la señora Lindquist aludió a «la joven Kaufmann» no se refería a Cora, sino a la hija de Kaufmann en Kansas City, que tenía un abogado y estaba empeñada en que no se considerase heredera a Cora, ya que no guardaba con ellos ningún lazo de parentesco, ni consanguíneo ni por vía matrimonial. Como señaló el abogado, Cora había sido seleccionada arbitrariamente. Los Kaufmann podrían haberse quedado con cualquier niño del tren. Era una lástima que Cora hubiese interpretado erróneamente su amabilidad como el amor familiar del que por desgracia había carecido. Pero si hubiesen querido legarle algo, la habrían incluido en el testamento.

Cora no tenía energía para indignarse. El dolor era un peso en el pecho que sentía en cuanto despertaba. Los Lindquist habían ido a buscar las pertenencias de Cora, incluidos los camisones, pero de noche Cora no reunía la energía necesaria para desnudarse. Dormía vestida, y también yacía despierta con su ropa, pensando en los Kaufmann, en que según el noruego tenían un aspecto apacible pero estaban azules. En algún momento dejó de peinarse. La señora Lindquist, que había tenido cuatro hijas y perdido solo a una a causa de la difteria, utilizó grasa de cerdo para deshacer los nudos. Advirtió a Cora que a la próxima no le quedaría más remedio que usar unas tijeras, y sería una pena porque, en su opinión, ese pelo rizado era precioso. Cora se obligó a usar el peine. Se sintió mal por tener un aspecto tan espantoso cuando ocupaba un espacio en casa de los Lindquist. Estos al principio creyeron que ella se quedaría allí solo unos días, quizá una semana. Pero ahora no tenía adónde ir.

El señor Lindquist habló con el pastor, que estuvo de acuerdo en que a Cora estaban despojándola de manera ilegítima de su parte de la herencia. Se acordaba de que los Kaufmann habían mencionado una vez que esperaban adoptar formalmente a Cora, y él podía dar fe de que ellos nunca la habían considerado una criada. Sencillamente, no habían encontrado el momento de adoptarla. Y había una buena noticia. El pastor le había hablado de Cora y su situación a su hijo, que vivía en Wichita y que casualmente conocía a un abogado experto a quien las cosas le iban bastante bien y buscaba algún caso pro bono. Quería conocer a Cora y ver si podía ayudar.

El señor Carlisle, como lo llamaba Cora entonces, fue el primer hombre a quien ella vio vestido con chaqueta y pantalón a juego, chaleco y unos zapatos impolutos. Cuando se presentó por primera vez en el porche polvoriento de los Lindquist, ladeándose el sombrero y pronunciando el nombre de Cora, los Lindquist también salieron a observarlo. A los tres les costaba creer que ese hombre, tan importante como para tener fuera un cochero esperando con el caballo y el carruaje, hubiera viajado hasta tan lejos para ayudarla con su caso.

—Y está de muy buen ver, ¿no te parece? —susurró la señora Lindquist mientras Cora y ella ponían las tazas desportilladas en los platillos floreados y esperaban a que hirviera el agua—. Sin alianza nupcial, y aparenta unos treinta. Las mujeres de Wichita deben de ser tontas o estar ciegas.

Cora miró la tetera reluciente, el reflejo distorsionado de su cara. A ella le daba igual si el abogado era apuesto o no. El propio caso le traía sin cuidado. La auténtica hija de Kaufmann había enviado la documentación legal, y en los papeles el nombre de Cora era Cora X. Cuando Cora vio por primera vez esa equis junto a su nombre, le pareció que el ritmo de su respiración se alteraba permanentemente y que ya nunca tendría aire suficiente en los pulmones. Esa sensación no había desaparecido. Si recibía dinero de la venta de la granja, dejaría de ser una carga para los Lindquist. Aun así, los Kaufmann seguirían ausentes. Y ella seguiría siendo Cora X.

En el salón, el señor Carlisle, antes de tomar siquiera un sorbo de té, leyó la documentación legal y dijo que esa X al lado del nombre era absurda, y que la ayudaría también con esa cuestión. Se sentó en el borde de la mecedora de madera de los Lindquist, sin mecerse, con un cuaderno en equilibrio sobre la rodilla. Tenía un corte del afeitado en la mejilla. Señaló que el pastor, al menos en su conversación con él, había mencionado a Cora como Cora Kaufmann. ¿Era así como la llamaban en la escuela? Cora, sentada junto a la señora Lindquist en el sofá, asintió, observándolo atentamente. Comprobó que, en efecto, era apuesto, con el cabello del color del té fuerte, el perfil de rasgos acusados. Y era evidente que se proponía ayudarla, hacer cuanto estuviera en su mano.

—Tendré que plantearle algunas preguntas sobre su pasado. Detalles de su vida con los Kaufmann, de cómo la trataban. Y de antes de eso. —Consultó el reloj de bolsillo y sacó una pluma con el plumín de acero—. No tardaré más de una hora. ¿Está dispuesta?

Ella volvió a asentir. La señora Lindquist, inclinada sobre la mesa para servir el té, le dirigió una sonrisa de aliento. Los Lindquist habían sido muy pacientes con ella, y muy serviciales, acudiendo incluso al pastor para abogar en su favor. Y ahora la vieja señora Lindquist, que a esa hora normalmente echaba la siesta, tuvo que sentarse allí con ellos porque no habría sido correcto dejar a Cora y al abogado solos en el salón. Cora estaba robándole su tiempo, y también el del abogado. Lo mínimo que podía hacer era mostrarse dócil.

Habló con voz clara, respondiendo a cada pregunta de la mejor manera posible. Nunca había sido una criada, dijo. Llevaba a cabo quehaceres como cualquier otro niño, pero los Kaufmann la trataban como a una hija. El señor Kaufmann le había tallado juguetes y muñecas, y mamá Kaufmann había confeccionado la ropa para estas. Sí, dijo, mamá Kaufmann. Así la llamaba. ¿De quién surgió la idea? No lo recordaba. Le contó que los tres se sentaban juntos en la iglesia, y la obligaban a ir a la escuela incluso cuando ella no quería, y que ella ahora se lo agradecía. Le habló de su pequeña habitación en la casa, con la cama y el tocador, y de que los Kaufmann le habían dicho que tendría su propia habitación incluso antes de llevarla a casa desde la estación.

—¿La estación? —El abogado apartó la vista de su cuaderno, con expresión de disculpa.

En ese preciso momento, la señora Lindquist —supuestamente sentada en silencio a su lado, o eso creía Cora— empezó a roncar, con la boca abierta, la cabeza apoyada en lo alto del mullido respaldo del sofá. Cora sonrió. Su primera sonrisa desde el accidente. La tirantez que sintió en los labios le resultó extraña.

—Y yo que me creía tan interesante —comentó.

El señor Carlisle sonrió también.

—¿La despertamos?

Cora movió la cabeza en un gesto de negación. Pensaba en el tren, y en cómo se había sentido de niña, viajando una oscura noche tras otra sin saber qué la esperaba; en gran medida como se sentía ahora. Pero continuó hablando con claridad, sobre el día en que conoció a los Kaufmann, cuando ellos le pidieron que fuera su niña. Le habló del tren, y el sinfín de paradas que hizo antes de que la eligieran. Le contó que les habían enseñado, a ella y a los demás niños, a cantar «Jesús me ama» en los escenarios y las escalinatas de ayuntamientos e iglesias. Los que no salían elegidos volvían al tren. Había una jarra de agua en la parte delantera del vagón, recordaba, y un cucharón. Y si uno tenía sed, podía ir a beber allí.

En algún momento él dejó de escribir y apoyó la barbilla en la mano, con el codo en el brazo de la mecedora.

—Cielos —exclamó Cora—. Espero no dormirlo a usted también.

—Nada más lejos. —Él le sostuvo la mirada antes de volver a posarla en el cuaderno—. ¿Tenía usted familia en Nueva York?

Con la vista fija en el borde floreado de la taza de té, Cora parpadeó. Su único recuerdo quizá no fuese siquiera real, pero aún veía claramente a esa mujer, demasiado claramente para ser un sueño. Veía los bordes raídos del chal rojo.

—Lo siento. Entiendo que esto le resulte difícil. —Él dejó la pluma, sacó un pañuelo blanco del bolsillo e hizo ademán de ofrecérselo; pero, viendo que ella no lloraba, volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.

—Estoy bien —dijo Cora—. Es solo que no me acordaba de eso desde hacía mucho tiempo. Quizá parezca extraño. —Volvió a mirarlo, esperando. La verdad era que ignoraba hasta qué punto eso era normal o no.

Él se encogió de hombros.

—No sabría qué decirle. Yo me crie con mis padres y mi hermana en Wichita. Nadie me puso en un tren a los seis años.

La señora Lindquist seguía roncando.

Cora volvió a sonreír, posando la mirada en las manos de él. Tenía las uñas limpias y bien recortadas.

—No sé si soy capaz de explicárselo. Venir aquí fue como convertirme en otra persona. Creo que eso lo entendimos todos, pese a lo pequeños que éramos. Sabíamos, o al menos yo lo sabía, que debíamos portarnos bien, o lo que es lo mismo, que debíamos convertirnos en aquello que quisieran que fuéramos. En mi caso, querían una hija, y eso fue una suerte. Aun así, no pude seguir siendo quien era. O quizá simplemente empecé a pensar eso poco a poco. —Desvió la vista y cabeceó—. No sé si eso tiene sentido.

—Lo tiene.

Cora se sorprendió por la convicción que percibió en su voz. La miraba muy atentamente, y ella se pasó la mano por la cara, preguntándose si acaso tenía algo. Pero no. Y en realidad no era así como él la miraba. Ella no sabía qué pensar.

—Le agradezco que me ayude —dijo Cora—. Ojalá pudiera pagarle. Lamento no habérselo dicho ya desde el principio. Pero es que no estoy en mi mejor momento.

—Es comprensible. —Finalmente, él apartó la mirada—. Y es un honor para mí representarla. Tengo la impresión de que es usted una joven honrada que ha vivido tiempos difíciles, y lo ha sobrellevado bien, debo añadir. No parece que sienta el menor resentimiento.

Cora no supo qué decir a eso. A pesar de los ronquidos de la señora Lindquist, oía el tictac del reloj de bolsillo del señor Carlisle. ¿No había dicho que se quedaría solo una hora? Ella no sabía qué hora era, pero desde luego había pasado más tiempo.

—¿Le apetece un poco más de té?

Él negó con la cabeza, y sin embargo no hizo ademán de marcharse. Cora no sabía por qué, ni qué ocurriría a continuación. Ya le había dicho que no podía pagarle.

—Debe de ser apasionante vivir en una ciudad. —Fue lo único que se le ocurrió decir.

—Lo es. —Él desplegó una cálida sonrisa—. Siempre hay muchas cosas que hacer. Ahora han abierto una heladería, con espejos en las paredes y ventiladores eléctricos en el techo. —Señaló el techo desnudo de los Lindquist, moviendo la mano en un gesto rotatorio—. Venden caramelos a granel, de todas las clases, y batidos de leche malteada.

Cora no se explicaba por qué la miraba así, ni por qué se quedaba tanto tiempo, ni la intensidad de su amable mirada. Mamá Kaufmann le había dicho que ella tenía las facciones marcadas, una cara interesante, y que era hermosa de una manera única. Cora lo creía cuando era pequeña, pero a medida que se hizo mayor empezó a sospechar que eran simples halagos de mamá Kaufmann. Había observado la conducta de los niños en la escuela, cómo se comportaban en torno a ciertas niñas, y sabía que una verdadera belleza habría estado por encima de todo, incluso de sus imprecisos orígenes. Y sin embargo, incluso después de convertirse en campeona de las gracias, los chicos de la escuela la trataban con cortesía en el mejor de los casos. Así y todo, ahora —sí, era cierto— ese abogado tan apuesto llevaba sentado en el salón de los Lindquist más tiempo del previsto, mirándola fijamente como si ella de verdad fuera algo digno de contemplarse.

—Debe de ser maravilloso —comentó ella, quizá con excesivo ímpetu, con voz demasiado alta. La señora Lindquist despertó tosiendo. Cora y el abogado callaron y miraron en otra dirección a fin de darle tiempo para recobrar la compostura. Cuando volvieron a mirarla, la señora Lindquist estaba erguida en el sofá. Sonriendo a Cora, bebió el té como si aún lo notara caliente en los labios y no hubiese pasado el tiempo.

—Tengo que irme. —El señor Carlisle tomó su maletín, lo abrió y guardó el cuaderno—. Gracias, señora Lindquist. Gracias, señorita Kaufmann.

Dirigió a Cora una mirada elocuente y se puso en pie. Ella también se levantó, y lo alto de su cabeza apenas le llegaba a él a los hombros. Solo entonces cayó en la cuenta de que al menos durante una hora había descansado del dolor que la oprimía.

La señora Lindquist, de pie junto a ella, preguntó:

—Cariño, ¿estás bien?

Ella asintió. En ese momento, por increíble que pareciera, lo estaba.

Él ayudó, y ayudó deprisa. Ni siquiera hubo juicio. A principios del año entrante, la hija de Kaufmann y sus hermanos aceptaron un acuerdo. Cora no recibiría una cuarta parte entera de los beneficios de la granja, pero sí lo suficiente para dar algo a los Lindquist y, cuando se marchara, pagarse el alojamiento y el seguro médico hasta casarse o encontrar una vocación. Con el dinero se sintió mejor, más esperanzada de cara al futuro. Pero fue su nuevo nombre legal lo que realmente le levantó el ánimo. Ahora era oficialmente Cora Kaufmann, hecho reconocido por el estado de Kansas.

Cora envió una carta al bufete del señor Carlisle en Wichita, comunicándole lo que se proponía hacer con el dinero en el otoño siguiente: ella misma se trasladaría a Wichita, al Fairmount College, y estudiaría magisterio. Le agradecía su amabilidad. Le explicaba lo mucho que había representado para ella su compasión y su caridad, y al pie de la carta añadió: «Con gratitud y profundo respeto», lo cual no se aproximaba siquiera a lo que sentía. En realidad, había revivido esas horas con él en el salón de los Lindquist muchas veces, permitiéndose imaginar que de algún modo volvería a verlo después de instalarse en Wichita. No era una ciudad tan grande: sin duda coincidirían en alguna ocasión. Y quizá era verdad que él aún no estaba casado. Pero en sus momentos más pesimistas, muy frecuentes, comprendía que esas cábalas no eran más que fantasías que difícilmente llegarían a hacerse realidad. Si alguna vez llegaba a verlo en Wichita, Cora tendría suerte si él la recordaba siquiera. En muchos sentidos, no estaban al mismo nivel. Él sencillamente la había ayudado porque era bueno.

Sin embargo, una semana después de enviar la carta, él estaba de nuevo ante la puerta de los Lindquist, esta vez con un ramo de claveles rojos y en apariencia más nervioso que la vez anterior.

La señora Lindquist encontró lógico aquel cortejo; y sí, dijo, era a todas luces un cortejo. Sabía distinguir a un hombre con intenciones cuando lo veía. Y debía decir que no le sorprendió en absoluto. Cora era una joven adorable, pura de corazón y pura de virtud, ¿y qué hombre no desearía eso en una esposa? La señora Lindquist imaginaba que muchos hombres, incluso hombres acaudalados y refinados, preferirían a una campesina inmaculada antes que a una mujer endurecida de la ciudad. El problema legal sencillamente había sido la oportunidad por la que el señor Carlisle había llegado a conocerla. Cierto, era mayor y más instruido, pero ¿no era eso habitual entre marido y mujer? Él no parecía tratarla con prepotencia. Estaba tan encandilado como ella. Saltaba a la vista para cualquiera que tuviera ojos en la cara.

Saltaba a la vista incluso para Cora. Alan —«Alan», lo llamaba ahora— se iluminaba al verla. Quería estar con ella a todas horas, ese hombre apuesto y considerado. Para ella eso era perturbador, ese vértigo, esa excitación, esa emoción por el contacto de la mano de él en su brazo, tan poco después de la aflicción del otoño y el invierno anteriores. La señora Lindquist insistió en que no debía sentirse culpable. Los Kaufmann desearían esa felicidad para ella. Coincidirían en que la merecía.

—Y he hecho unas averiguaciones por ti —añadió la señora Lindquist, bajando la voz, pese a que su marido y ellas se hallaban solos en la casa—. Su familia es muy respetable. Tengo primos en Wichita, y conversaron con su madre una vez. Dijeron que se notaba que había ido a una buena escuela, de tan bien como hablaba.

Al día siguiente, Cora fue a la escuela y le pidió a su antigua maestra que le diera un libro, cualquiera, que la ayudara a mejorar la gramática. La maestra le aseguró que ella ya hablaba bien, mejor que la mayoría de sus alumnos; pero Cora siguió en sus trece, y al final la maestra le prestó Lecciones de lengua, de Horace Sumner Tarbell. En el prefacio afirmaba que la seguridad en uno mismo era la clave para el éxito en las artes y que estudiar con regularidad le proporcionaría seguridad en sí misma, si bien las posteriores admoniciones del libro la inquietaron. («Advertencia: no decir “habían dos libros” por “había dos libros”.» «Advertencia: no decir nunca “rompido”, “cabió”, “más mejor” “me se”.») Por la noche, cuando los Lindquist se acostaban, Cora se quedaba despierta con el libro y una vela, estudiando la concordancia entre sujeto y verbo y el uso correcto de los adverbios y los errores en el uso del gerundio. Algunas de las reglas las conocía de la escuela, pero no todas. Hizo los ejercicios. Aprendió cuándo había que decir «prever» y cuándo «proveer», cuándo había que decir «que» y cuándo «de que», y a no decir nunca «haiga», y aunque lo que más le preocupaba era lo relativo al habla, leyó y estudió las secciones sobre la puntuación y el uso de las mayúsculas y las formas correctas de saludo, por si llegaba el momento en que tuviera que escribir una nota a una mujer tan bien hablada como la madre de Alan.

La primera vez que Alan la llevó a Wichita para comer en casa de sus padres, que era bonita y moderna, con un cuarto de baño interior provisto de una pequeña cadena encima del inodoro que servía para descargar el agua, estaba nerviosa, convencida de que los decepcionaría por su juventud y sencillez, pese a que lucía el sombrero guarnecido de flores y el elegante vestido de falda estrecha que Alan le había comprado y enviado a casa de los Lindquist. El hecho mismo de que él le hubiera comprado ropa que ponerse para la comida inducía a pensar que sus padres estarían observándola atentamente, y buscó otro libro sobre la etiqueta en la mesa y memorizó cada una de las instrucciones, temiendo que de lo contrario no tardarían en darse cuenta de que era la pueblerina que en efecto era.

Pero, para su sorpresa, la recibieron cálidamente. Los padres de Alan y su bonita hermana parecían encantados ante cada una de las frases ensayadas que salían de su boca. Su madre, una mujer muy alta, con los mismos ojos que Alan, dictaminó que Cora tenía muy buen carácter e inteligencia natural, tal como su hijo la había descrito. El padre de Alan sonrió y brindó por el «saludable encanto» de Cora. Después de la comida, la madre de Alan la tomó de la mano y dijo que, según tenía entendido, Cora había sufrido una terrible pérdida con la muerte de sus padres, y esperaba que su familia pudiera proporcionarle cierto consuelo. A Cora le sorprendió ver auténtica bondad en el rostro de la mujer; pese a sus temores, no se sintió en absoluto juzgada ni ridícula.

Más tarde Alan le dijo que había sido sincero con sus padres, explicándoles todo lo concerniente a su situación legal, incluso lo de su viaje en tren desde Nueva York. Contaba con la comprensión de ellos, dijo. Pero existía una razón por la que no habían hecho el menor comentario sobre su vida anterior a los Kaufmann. Sus padres tenían la firme convicción de que sería mejor, para Cora y para todos —dado que Alan y Cora pasaban tanto tiempo juntos—, que no se hablara de sus orígenes en público. Por lo que a ellos se refería, Cora era una agradable joven que se había criado en una granja en las afueras de McPherson, y eso era lo que la gente necesitaba saber.

Cora accedió de inmediato. Era decididamente partidaria de empezar de cero. No era necesario que nadie en Wichita supiera que había llegado en aquel tren, que había sido Cora X. Y si la señora Lindquist tenía razón, y su mayor deseo se hacía realidad, pronto se convertiría en la señora Cora Kaufmann de Carlisle, y ese sería el nombre que importara. Sería la esposa de Alan, parte de su familia, y aceptaría plenamente su buena fortuna, su amor sorprendente e irracional, tal como había hecho al conocer a los Kaufmann hacía ya tantos años.