CINCO

Despertó con un parpadeo cuando sonó el silbato y notó el sombrero ladeado en la cabeza. Louise no estaba en su asiento. Se volvió y miró alrededor en el vagón. Al otro lado del pasillo, el bebé regordete, callado pero despierto en el regazo de su madre, miró a Cora con expresión seria. Vio muchos asientos vacíos. Se arregló el sombrero y se frotó la nuca. No tenía por qué alarmarse. Quizá Louise solo había ido al lavabo y, por consideración, había salido al pasillo sin despertar a Cora. Probablemente regresaría en cualquier momento.

El tren pasó ante un maizal con las mieses altas, como era propio del verano, sus puntas doradas asomando entre el verde, estirándose hacia el sol. Cora buscó el libro en su asiento y frunció el ceño al verlo en el suelo. Encorsetada como iba, sería incapaz de alcanzarlo. Intentó levantar el libro sujetándolo entre los pies, pero las suelas de los zapatos eran demasiado rígidas y solo consiguió lanzarlo bajo el asiento de Louise. Fijó la mirada en el asiento vacío. El libro de Schopenhauer permanecía abierto encima de las revistas. Cora se volvió y miró a uno y otro lado del pasillo. Al no ver señal de Louise, se inclinó al frente tanto como pudo y tomó el volumen. Dirigió otro vistazo al pasillo y luego pasó las hojas hasta encontrar un párrafo subrayado por la muchacha en tinta azul.

Sería mejor que no hubiera nada. Como en la tierra hay más dolor que placer, toda satisfacción es solo pasajera, creando nuevos deseos y nuevas angustias, y el sufrimiento del animal devorado es siempre mucho mayor que el placer de quien lo devora.

Había garabatos en los márgenes. Flechas tridimensionales. Ojos de mirada fija. Parras en espiral con hojas. Otro párrafo aparecía marcado con asteriscos.

Gradualmente, lo que pasa por la cabeza de otras personas empezará a sernos indiferente a medida que conozcamos el carácter superficial de sus pensamientos, la estrechez de sus miras y la cantidad de errores en que incurren. Quienquiera que atribuya gran valor a las opiniones ajenas las honra demasiado.

Con expresión ceñuda, Cora cerró el libro y lo dejó donde lo había encontrado, encima de las revistas.

Como era poco después del mediodía, el vagón restaurante estaba muy concurrido y los camareros, con las bandejas muy por encima de la cabeza, pasaban rozándose apresuradamente por los pasillos. Casi todos los reservados estaban ocupados. Pero Louise, sin sombrero, fue fácil de localizar: de cara a Cora, con las piernas cruzadas hacia el pasillo, un zapato con tacón suspendido del pie. En el asiento contiguo al suyo, el hombre que se había ofrecido a bajarles la ventana fumaba un puro. En un ángulo de la mesa había un ventilador eléctrico que empujaba el humo por encima de su hombro hacia la ventana abierta. El hombre tenía el brazo libre apoyado en el respaldo del asiento, cerca del hombro de Louise.

Un hombre negro, vestido con una impecable chaqueta blanca, agachó la cabeza para hablar a Cora en voz baja.

—¿Mesa para uno, señora?

—No, gracias. Yo…

—¡Cora! —Louise agitó una servilleta blanca de hilo—. ¡Cora! ¡Estoy aquí!

Por más que fingiera que no pasaba nada, no engañó a Cora ni por un instante. Aun si Myra la hubiera criado en un granero, una chica de su edad debía saber que no estaba bien sentarse a una mesa con un hombre a quien no conocía.

—¡Venga aquí con nosotros! —Louise volvió a agitar la servilleta—. ¡Ayúdeme, por favor! Sola seré incapaz de acabarme tanta comida.

El tren se ladeó en una curva, y Cora se agarró a un poste. No sabía qué hacer. No podía salir airada del vagón restaurante y dejar allí a Louise. Tampoco podía aferrarla del brazo y llevársela a rastras: con eso no haría más que poner de relieve la indiscreción de la chica ante los presentes. Además, necesitaba comer. Si se marchaba en ese momento, tendría que regresar al cabo de un rato, y bien obligar a Louise a acompañarla, o dejarla sin vigilancia en su compartimento. El nuevo amigo de Louise sonrió, indiferente al parecer a su invitación. Había colgado su bombín de un gancho junto a la mesa, dejando a la vista un cabello entrecano, algo ralo en las sienes. Era de mediana edad, como mínimo, advirtió Cora ahora, cercano a la edad de Alan, y poseía una complexión poderosa, de hombros muy anchos. A su lado, Louise, destocada, parecía aún más menuda y joven de lo que era.

—¿Va a sentarse con ellos, señora? —El camarero señaló hacia la mesa. Si percibió la delicada situación de Cora, o lo incómoda que resultaba, no mostró el menor interés.

Ella asintió y lo siguió hasta el reservado, mirando de reojo a los otros comensales, atenta a expresiones de desaprobación o, peor, de reconocimiento. Tenía la intención de deslizarse en el asiento situado frente a Louise y el hombre, pero cuando lo intentó, lanzando aún ojeadas de soslayo alrededor, descubrió, para su horror, que se había sentado en el regazo de otro hombre.

—¡Válgame Dios! —Se levantó de un salto, casi tropezando con el camarero, quien, en lugar de ayudarla a mantener el equilibrio, retrocedió rápidamente un paso con las manos detrás de la espalda.

La carcajada de Louise fue más bien un chillido. Llegó al punto de recostarse en el asiento y aplaudir.

—Vaya, Cora. ¡Pensaba que lo vería!

—No sabe cuánto lo siento —dijo el otro hombre, que salía ya del reservado para ponerse en pie—. No sabe cuánto lo siento —repitió, pese a que, por su tono, era evidente que encontraba la escena tan graciosa como la propia Louise. De pómulos marcados y abundante cabello rubio, era más joven que el otro hombre, y un poco más que Cora—. No me había dado cuenta…

—El error ha sido mío. Por favor, siéntese. Por favor —susurró Cora. Necesitaba que él se sentara para poder hacerlo ella. Notó un calor que le ascendía por el cuello. El hombre la complació, y ella se sentó a su lado. Él le sonrió cortésmente, pero enseguida dirigió la mirada de nuevo a Louise.

—Perdone que me haya escapado sin usted. —Louise tendió la mano por encima de la mesa para tocar el brazo a Cora—. Estaba hambrienta, y usted dormía tan plácidamente… ¿Ha disfrutado de la siesta?

—Sí. Gracias. —Cora ladeó la cabeza para esconder la cara tras el ala del sombrero y fijó en Louise una mirada severa sin que los hombres la vieran. Louise sonrió y cortó otro trozo de la enorme ración de pollo.

—El caso es que cuando he llegado, estaban todas las mesas ocupadas, y estos caballeros han tenido la amabilidad de ofrecerme asiento. Cora, le presento al señor Ross, y este es su sobrino, llamado también señor Ross. ¿Verdad que es práctico? —Hundió el tenedor en el pollo—. El doble de fácil de recordar.

—Llámeme Joe —dijo el hombre de mayor edad con un amable gesto de asentimiento.

—Y yo soy Norman —añadió el más joven.

—Señora Carlisle. —Cora esbozó una parca sonrisa. Pese a la uniforme rotación del ventilador eléctrico, le escocían los ojos a causa del humo del puro. Un camarero puso un vaso de agua junto a su plato, acompañado de una carta. Cora, tosiendo un poco, pidió limonada.

—¿Tiene hambre? —Louise señaló con el tenedor su plato, en el que aún quedaba más de media pechuga de pollo, y otra todavía intacta—. El pollo está bueno, pero las raciones son enormes. ¿Quiere un poco de lo mío? Yo no puedo comerme todo esto.

El pollo tenía buen aspecto, asado tal como a Cora le gustaba. Y a pesar del humo del puro flotando en el aire, a pesar del calor, tenía apetito. Si solo comía lo que la muchacha dejara, podrían abandonar la mesa mucho antes. Al parecer los dos hombres casi habían acabado, ya que les habían retirado los platos y tenían ante sí las servilletas de hilo arrugadas.

Cora miró a Louise.

—Gracias. Lástima que no hayan podido ofrecerte algo más pequeño, algo del menú infantil. ¿Les has dicho que solo tienes quince años?

Louise entrecerró los ojos. Cora sonrió y, utilizando el cuchillo y el tenedor, trasladó el trozo de pollo a su plato. Vio que había también panecillos en una cesta y tomó uno. Tendría que moderarse. El corsé solo le permitía comer un poco cada vez.

El hombre de mayor edad apartó la mano del hombro de Louise. Cruzó los brazos ante sí y miró a Cora por encima de la mesa. Parecía disculparse con el semblante.

—Señora Carlisle —dijo con tono cordial—. ¿Es usted también de Wichita?

Ella asintió. El camarero se acercó con su limonada, vio el pollo de segunda mano en su plato y, con una mueca de desdén, se llevó la carta.

Louise se inclinó sobre la mesa.

—Ellos dos son bomberos en Wichita. ¿No es impresionante? Todo el mundo adora a los bomberos. Y nosotras hemos conseguido sentarnos a su mesa.

Cora arrugó la frente. Había supuesto que aquellos hombres eran viajantes de comercio o se dedicaban a algo vulgar. Sería más difícil tratar con brusquedad a hombres que arriesgaban su vida habitualmente para salvar a personas de edificios en llamas. Por otro lado, bomberos o no, no parecían del todo nobles. En la mano izquierda del hombre de mayor edad, que acababa de alejarse del hombro de Louise, Cora advirtió el destello de una alianza nupcial.

—Vamos a Chicago. A la academia de bomberos. —Golpeteó la colilla del puro para echar la ceniza en un cenicero de plata.

—Academia de bomberos… —Cora tomó un sorbo de limonada, que estaba perfecta, no demasiado dulce y asombrosamente fría. No sabía que eso existiera.

—Pues sí existe. Son muchas las cosas que debemos saber. No nos limitamos a apuntar con la manguera y echar agua. Tenemos que conocer bien los materiales de construcción. Entender de química. Allí veremos nuevas herramientas y técnicas. —Sonrió a Cora—. ¿Cuánto hace que vive en Wichita?

—Desde que me casé.

—¿Y antes dónde vivía?

—En McPherson.

—¡No me diga! —El hombre señaló a su sobrino—. ¡Su padre y yo somos de McPherson! Yo soy un poco mayor que usted, creo. Pero ¿cuál era su apellido de soltera?

—Kaufmann.

El hombre la miró a la cara atentamente.

—Vivíamos un poco lejos. Teníamos una granja.

—Ah, una chica de campo. —Le sonrió quizá con excesiva familiaridad. Louise miró a Cora y enarcó las cejas.

Cora levantó un dedo mientras masticaba, pero incluso después de tragar se abstuvo de devolver la sonrisa con toda la intención.

—Ya no —dijo—. Mi marido y yo llevamos mucho tiempo en Wichita. —Mencionando a Alan se sintió más tranquila.

—¿Aún tiene familia en McPherson?

—No. Éramos solo mis padres y yo. Los dos murieron hace tiempo.

—Ya. —El hombre recorrió su rostro con la mirada—. Bueno, su joven amiga nos ha dicho que van a Nueva York —dijo antes de expulsar un anillo de humo—. Yo he estado allí unas cuantas veces. Es una ciudad de un nivel muy distinto. ¿Dos mujeres solas en Nueva York? A mí eso me preocuparía. ¿Ha estado alguna vez allí?

Cora negó con la cabeza. No le gustaba su tono. «Dos mujeres solas.» Se alegró de que él y su sobrino se quedaran en Chicago. Masticó rápidamente y tragó.

—Puede ser un lugar duro —prosiguió él—. Sobre todo hoy día. En Kansas ya están acostumbrados a las leyes contra el consumo del alcohol, pero en Nueva York aún no se han habituado del todo. —Miró su vaso de agua con semblante ceñudo—. Creo que el movimiento antialcohólico se ha excedido un poco. Nueva York no soportará la Prohibición durante mucho tiempo.

—Mejor —dijo Louise con el codo en la mesa y la barbilla en la mano—. A mí la Prohibición me parece una estupidez.

—No podría estar más de acuerdo —coincidió el sobrino, inclinándose para quedar en su ángulo de visión. Parecía incapaz de mirar a nadie o nada más que a Louise.

—Eso es porque no conoces otra cosa. —Cora se limpió los labios con la servilleta. También ella miraba a Louise—. Ya sé que está de moda entre los jóvenes pensar que nada sería más divertido que legalizar el alcohol, pero tú te has criado en un estado sin alcohol, cariño. Nunca has visto los efectos de los excesos con la bebida. Nunca has visto a hombres beberse el sueldo y olvidarse de sus familias, de sus hijos. —Se volvió para mirar al hombre de mayor edad—. Sospecho que en Nueva York habrá no pocas mujeres casadas que agradecerán vivir como han vivido las esposas de Kansas durante años.

Louise dejó escapar un bufido burlón.

—A menos que les guste tomarse un trago.

El hombre más joven sacudió la cabeza y se rio, pero tampoco así consiguió captar la mirada de ella.

El tío miró a Cora con semblante pensativo a la vez que daba otra calada al puro.

—Perdone —dijo cortésmente—, pero ha dicho usted que se crio en Kansas, donde está prohibido el consumo de alcohol desde hace cuarenta años. Por su edad, diría que no ha conocido nada aparte de la Prohibición. —Se encogió de hombros—. Quizá los problemas que recuerda solo son una prueba de que las leyes contra el alcohol no impiden beber a la gente.

Louise sonrió y le dio un codazo, como si su equipo acabara de anotar un punto.

—No —dijo Cora sin inmutarse—. No se trata de eso en absoluto. Simplemente he conocido a mujeres mayores que recuerdan los malos tiempos. Cuando yo era pequeña oí hablar a Carry Nation[2]. Si usted se crio en Kansas, seguro que también la oyó. Y por lo que recuerdo, tenía mucho que contar acerca de su primer marido, que murió a causa de la bebida. Según tengo entendido, no fue la única que pasó por esa experiencia.

El hombre de mayor edad levantó su vaso de agua.

—Ahora pagamos justos por pecadores.

—Es una manera de verlo. —Cora, dejando el cuchillo y el tenedor junto al plato, dirigió un gesto de asentimiento al camarero. Ya había comido todo lo que le permitía el corsé, lo suficiente para aguantar hasta la cena—. Tenemos que aceptar nuestras diferencias.

—¡Brindo por eso! —dijo el hombre. Hizo una mueca y sonrió, dándose una palmada en la cabeza—. ¡Maldita sea! Está prohibido.

Louise entrechocó su vaso con el de él.

—A no ser que lo haga a escondidas.

Cora dejó la servilleta en la mesa.

—Louise, creo que ya hemos acabado de comer. Ha sido un placer conocerlos, caballeros. Debemos volver a nuestros asientos. —Se levantó y abrió el bolso.

—Por favor. —El hombre mayor agitó la mano—. ¡Por favor! Ni se le ocurra pagar. Hemos pedido a la joven que se sentara con nosotros. Y su compañía ha sido también un placer.

—Gracias, pero insisto. —Puso un dólar en la mesa, fijando en él una mirada que zanjaba toda discusión. Deseó que él dejara de sonreírle así. Eran viejos enemigos: el hombre bebedor y la mujer votante. No necesitaba su aprecio.

—Gracias por intentarlo —les dijo Louise. Cuando se levantó, miró al más joven y sonrió a su tío.

Cora esperó hasta que Louise, con sus tacones altos, pasara ante ella por el pasillo con andar rápido y aplomado para volverse, aunque muy brevemente, y desear buenos días a los dos hombres.

Quería leerle la cartilla a Louise en cuanto regresaran a sus asientos. Pero antes debía pedirle que recuperara La edad de la inocencia, que estaba aún en el suelo, o eso cabía esperar.

—Tengo dolor de espalda —explicó. Las dos seguían de pie en el pasillo.

Louise la miró con escepticismo.

—Seguro que su corsé tampoco es de gran ayuda. —Afortunadamente, lo había dicho casi en un susurro—. No lo niegue. Llevo toda la vida recogiéndole cosas a mi madre.

Cora observó a Louise cuando se agachó y buscó bajo el asiento. Se movió con gran desenvoltura y agilidad. Cora sabía que muchas chicas no se ponían corsé. Usaban solo unos sujetadores que en realidad les aplanaban el pecho: por lo visto era la última moda, intentar parecer una niña, o incluso un niño. Cora no sabía si Louise llevaba los pechos ceñidos o si los tenía pequeños por naturaleza. Pero todo en ella parecía infantil: su peinado, sus grandes ojos, su baja estatura. Aunque su mirada era sabia y sus labios, carnosos.

Louise se irguió de pronto con una sonrisa triunfal y le entregó el libro.

—Gracias. —Cora también bajó la voz—. Y ahora me gustaría comentarte una cosa. Imagino que ya sabes de qué se trata.

Louise se desplomó en su asiento con un suspiro. Cora, en lugar de sentarse enfrente, se acomodó a su lado. Necesitaba que la conversación fuera lo más íntima y menos estridente posible. Louise, a todas luces indiferente a la discreción de Cora, cruzó las piernas y se inclinó hacia la ventana. Atravesaban un río de aguas lentas y parduzcas. Dos chicos vestidos con mono saludaron al tren desde un bote de remos agitando las gorras.

—No soy tu enemiga —dijo Cora. Le hablaba al lustroso pelo negro de Louise y el par de centímetros de cuello blanco visibles justo por debajo—. No estoy aquí para agobiarte, ni para hacerte sufrir, ni para impedir que te diviertas. De hecho, estoy aquí para protegerte.

Louise, irritada, se volvió.

—¿De qué? ¿De esos hombres? ¿Qué cree que iban a hacer? ¿Propasarse conmigo en el vagón restaurante? ¿Meterme a rastras debajo de la mesa?

Cora se quedó desconcertada. Tuvo que tragar saliva para recuperar la compostura.

—Louise, una chica de tu edad no almuerza con hombres a los que no conoce. No sin una acompañante.

—¿Por qué no?

—Porque no se hace.

—¿Por qué no?

—Porque no.

—¿Por qué no?

—Porque queda impropio.

Se miraron fijamente hasta que Louise apartó la vista.

—Razonamiento circular —dijo entre dientes—. Vueltas y vueltas y vueltas.

—Podemos darnos la vuelta en Chicago —propuso Cora—. Podemos regresar a Kansas ahora mismo.

Fue un error. Dio la impresión de que Louise se asustaba solo por un momento. Luego miró a Cora a los ojos y pareció descubrir el farol al instante. No podía saber por qué Cora no estaba dispuesta a volver, por qué su compañera de mayor edad necesitaba el impulso de ese tren a bordo del cual ya viajaban, avanzando hacia el este a un ritmo constante. Pero la muchacha —tan alerta, tan sensible a la vulnerabilidad— pareció percibir cierta ventaja.

—Supongo que sí —coincidió. Sin apartar la mirada de Cora, sonrió.

—Preferiría no tomar una medida así. —Cora se rascó el cuello y giró la cabeza. Olía su propio sudor seco en la blusa—. Pero si me obligas, lo haré. Tus padres me han confiado una gran responsabilidad. —Se volvió hacia Louise—. Te lo diré claramente: he venido no solo para velar por ti sino para velar por tu reputación. ¿Lo entiendes? Estoy aquí para protegerte, incluso de las especulaciones. Mi sola presencia en este viaje garantiza que nadie pueda sospechar de la posibilidad de una situación comprometedora.

—Ah. —Louise agitó la mano—. En ese caso, puede estar tranquila. A mí esas cosas no me preocupan.

Cora tuvo que sonreír. Para ser una chica tan leída, Louise sin duda estaba resultando muy ingenua. ¿Acaso su madre nunca le había explicado nada de eso? ¿El elemental concepto de la deshonra? No era de extrañar que la irritara la presencia de Cora en el viaje; realmente no entendía qué necesidad había de una acompañante.

—Louise, esos hombres eran de Wichita; viven donde vivimos nosotras. Y lo mismo puede decirse de otras muchas personas en este tren. Puede que tú no las conozcas, pero quizá ellas sí saben quién eres tú. Podrían volver y contar chismes sobre tu conducta. Incluso podrían adornar la historia, aunque tampoco es que les hiciera falta, después de verte almorzar en compañía de unos bomberos. Y luego, cuando regresaras a Wichita al final del verano, tu reputación estaría en tela de juicio.

—¿Y qué?

Cora respiró hondo, haciendo acopio de paciencia.

—Me has dicho que quizá algún día quieras casarte. Que te gustaría ser novia en una boda.

Louise la miró bajo las cejas contraídas, aparentemente confusa. Cora suspiró y se abanicó con el libro. No sabía cómo decírselo con mayor claridad. Había hablado con sus hijos sobre esos asuntos, pero esa conversación había sido muy distinta. Simplemente los había prevenido sobre la conveniencia de mantenerse alejados de cierta clase de chicas, esas chicas con un futuro incierto, esas chicas que podrían poner en peligro también el porvenir de ellos. No sabía si sus hijos habían escuchado sus consejos. Los dos habían tenido novias formales, así como amigas en apariencia no tan formales que los habían rondado durante un tiempo y luego habían desaparecido. Sabía que a alguna que otra no había llegado a conocerla. Pero no había surgido ningún problema, que ella supiera, y tanto Howard como Earle podían marcharse a la universidad sin lastres.

No obstante, Cora pensaba que una chica necesitaba advertencias más serias, aunque solo fuera porque el mundo era injusto. Había iniquidades que no cambiarían. Tal vez no podían cambiar. En todo caso, así eran las cosas.

Echó un vistazo por encima del hombro antes de volver a la carga.

—Louise, te lo plantearé lisa y llanamente. Los hombres no quieren un caramelo que ya ha sido desenvuelto. Para divertirse quizá sí, pero no a la hora de casarse. Puede que el caramelo esté totalmente limpio, pero si no tiene el envoltorio, no saben por dónde ha pasado.

Louise la miró fijamente, su hermoso rostro del todo inexpresivo. Por fin había hecho mella, pensó Cora. Había tenido que recurrir a una analogía burda, que no recordaba ni oía desde hacía años.

Louise se llevó una mano a la boca, en un evidente esfuerzo para no reír.

—Eso es lo más tonto que he oído en la vida. ¿Un caramelo sin envoltorio? ¡Pero qué horror! Francamente, Cora, habla usted como una matrona italiana. ¿Quién le ha enseñado eso, por Dios?

Cora se tensó.

—Te aseguro que lo que he dicho no tiene ninguna gracia.

Louise se apoyó en la ventana. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos encendidos. Fuera cual fuera su postura junto a la ventana, la luz parecía adorar su cara, sus ángulos y su tersura, su tez pálida encuadrada por el cabello negro. Cora la miró con expresión sombría. Louise podía permitirse reír. Era la hermosa hija de unos padres indulgentes. Se creía por encima de los demás. Las reglas no eran aplicables a ella.

—Adelante, tómatelo a broma si quieres. —Cora recogió el libro del asiento—. Pero no son solo aburridos principios morales del pasado, o como quieras llamarlo. Las cosas son así, siempre han sido así, y así serán durante mucho tiempo. —Le sorprendió la ira de su propia voz—. No sabes lo resbaladizo que es el terreno que pisas, jovencita, pero te aseguro que al final hay un precipicio. —Se interrumpió, abochornada. Bajó la voz—. Solo te lo digo porque me importas.

Dicho esto, se puso en pie y, procurando mantener el equilibrio, fue a ocupar su asiento. No miró a Louise, pero sabía que la muchacha aún la observaba. Cora abrió el libro en la página donde tenía la marca e hizo lo posible por mostrarse tranquila. No pensaba retractarse ni escuchar más insolencias. No era eso lo que se necesitaba en ese momento. Louise iba camino de convertirse en una de esas chicas contra las que había prevenido a sus hijos. Le hacía un favor tratándola con severidad.

Intentó acompasar la respiración, concentrándose en el texto. Pero oyó un crujido de papel y percibió movimiento al otro lado de la mesa. No alzó la vista. Oyó desplegarse y abrirse una bolsa de papel. Otro sonido susurrante. Un sonoro chupeteo.

Cora levantó la mirada con cautela. Louise sonrió.

—¿Una piruleta?

En el lado de la mesa de la muchacha, dispuestos sobre una larga hoja de papel de cera arrugado, había varios recuadros desiguales de caramelo duro translúcido, cada uno con un mondadientes clavado.

—Son caseras. —Dirigió a Cora la misma sonrisa condescendiente que había dedicado a su padre en el andén—. Por eso son un poco irregulares. Pero soy muy golosa. Hice una tanda antes de irme.

Cora miró los caramelos. Nunca habría pensado que a Louise pudiera interesarle la cocina. Pero, claro, con una madre tan infeliz y ajena como Myra, debía de haber tenido que aprender a preparar sus propias golosinas.

Louise, apoyando el codo en la mesa, se inclinó hacia ella.

—Y como las he hecho yo misma, puedo asegurarle que sé dónde han estado. —Su voz era un susurro pensado para que lo oyera todo el mundo—. Tengo la total certeza de que están limpias.

Cora le devolvió la mirada. Estaba burlándose de ella. Estaba burlándose de ella y no había nada que hacer al respecto.

—Usted misma. —Louise se llevó un caramelo a la boca de modo que solo asomaba el palillo entre sus labios relucientes de saliva y cerró los ojos con un gesto que expresaba sincero placer.